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Tiempo de conquistas

TIERRA de nadie, finales de otoño de la era de 786.

—¿Quién luchará conmigo?

—¡¡¡Yo!!! —tronaron millares de voces al unísono.

—¿Quién morirá por mí?

—¡¡¡Yo!!! —bramaron de nuevo los guerreros enardecidos, golpeando sus escudos con la espada a fin de incrementar el estruendo.

—¿Quién retrocederá ante el enemigo?

Silencio. Un silencio espeso como la bruma que empezaba a levantar respondió a esta última proclama, en forma de provocación, que Alfonso repetía cual letanía sagrada antes de cada batalla. Revestido de su coraza de metal pulido, tocado con su yelmo rematado por tres penachos de crin oscura, marcial, magnífico, empuñando la espada que heredara de su suegro, Pelayo, el rey parecía un arcángel San Miguel conduciendo a su hueste hacia la victoria.

Era éste un acero de Damasco que había pertenecido al mismísimo Alqama, derrotado y muerto por el caudillo en las faldas del Auseva. Su dureza, flexibilidad y resistencia al desgaste se habían demostrado insuperables, hasta el punto de alimentar toda clase de habladurías sobre posibles encantamientos. Mas nada había de sobrenatural en ese filo finísimo y duradero, que ningún herrero cristiano había sabido igualar hasta entonces. El secreto estaba en la aleación, celosamente guardada por sus creadores árabes, que forjaba unas hojas centelleantes de color claro veteado de azul, como haciendo aguas, capaces de partir en mil pedazos cualquier escudo que se les opusiera. Templada en la sangre de innumerables adversarios, esa espada era comparable a la del franco Carlos Martel, ganada en combate a Abderramán el Gafeki en la batalla de Poitiers. Con un arma semejante en la mano, cualquiera se sentía invencible.

—¡Marchad entonces —prosiguió el príncipe, cuyo aliento producía nubes de vaho que le proporcionaban una extraña aureola—, marchad conmigo hasta vencer o morir!

Sus hombres conocían bien la arenga. La habían escuchado en multitud de ocasiones a lo largo de la década precedente, a las puertas de Lucus, Bracara, Chaves y Viseo, en territorio de la Gallecia bracarense; en Mabe, Amaja y Saldania, al sur de Cánicas, en las estribaciones de la meseta norte; y ese amanecer del Día de Difuntos, frente a las murallas de Legio.

Era la cuarta campaña que Ickila emprendía junto a su rey, a quien para entonces veneraba con devoción ilimitada. También él, como los demás componentes de esa turba ruidosa, se desgañitó ofreciéndose a dar la vida por él, callando en actitud ofendida cuando el soberano habló de mostrar la espalda al sarraceno.

¿Quién haría una cosa así? Los desertores eran tratados sin piedad fuera cual fuera el bando en que lucharan, pues en ambos la cobardía se pagaba con una muerte indigna a manos del verdugo. Pero antes incluso que el miedo a terminar de ese modo infame, lo que disuadía a cualquier soldado de darse a la fuga en plena lucha eran los lazos de compañerismo trenzados con sus hermanos de armas en el transcurso de los años. Retroceder significaba exponer doblemente al guerrero que uno tenía al lado. Desguarnecer su costado equivalía a condenarle. Todos se reconocían igualmente vulnerables y dependientes del valor ajeno, lo que les impulsaba a combatir codo con codo hasta caer exhaustos. El honor no les exigía menos.

—Sé muy bien que tenéis frío —reanudó el soberano su soflama, irguiéndose sobre su caballo para proyectar la voz, mientras recorría de un extremo a otro el frente de guerreros formados en filas para el combate, con la infantería alineada en el centro y la caballería, casi tan numerosa como la gente de a pie, dispuesta de manera que protegiera sus flancos—. ¡Yo también lo tengo!

Una nueva ovación saludó esta confesión que los hombres sabían sincera, puesto que Alfonso no aceptaba privilegio alguno cuando marchaba a la guerra. Si había rancho, comían todos; en caso contrario, él era el primero en ayunar. Y otro tanto podía decirse de las tiendas, las mantas, el fuego o la cerveza con que calentar el gaznate en las largas noches de acampada. Ésa era una de las razones por las que su ejército, compuesto a partes iguales por astures, cántabros y refugiados godos procedentes de toda Hispania, le profesaba una adoración comparable a la que muchos de sus integrantes, los más veteranos, habían demostrado al legendario Pelayo. Una de las razones, pero no la principal.

El auténtico secreto de su carisma, el motivo por el que empujaba a sus tropas al combate con la fuerza arrolladora de una galerna, radicaba en su inquebrantable fe en la victoria, tan ajena a las circunstancias objetivas de la contienda como contagiosa.

Ickila la había leído en sus ojos durante su primer encuentro con él, aunque la veía multiplicarse hasta el infinito cuando se acercaba el momento de la verdad, sonaban los cuernos que presagian el choque inminente y se hacían audibles los gritos del enemigo, pugnando por imponerse a los propios. Era una corriente de tal intensidad, que alcanzaba hasta al último escudero.

Para quienes estaban más cerca del monarca, como el propio Ickila, actuaba como un resorte que espoleaba a su montura y la lanzaba a la carga sin pensar en lo que iba a encontrarse. En este caso, además, el joven combatiría a dos pasos de donde descansaba su padre, en un sepulcro improvisado excavado a toda prisa lejos del suelo sagrado, lo que le impulsaba a mostrarse todavía más digno de su noble linaje. Ese hombre a quien había arrastrado con él a un exilio mortal no se merecía menos. Desde donde estuviera ahora, en una morada eterna que él confiaba en alcanzar algún día, podría mostrarse orgulloso de su hijo. Al menos tendría ese consuelo.

Ickila era a esas alturas uno de los capitanes más valiosos del Cántabro, si bien matar no le producía ya emoción alguna. Casi había olvidado el vértigo de culpabilidad experimentado cuando dio muerte al jefe de la guardia de Recópolis, y hasta el goce algo salvaje que le procuró abatir al primer jinete moro que se cruzó en su camino durante su bautismo de fuego, hacía poco más de tres años. Luchar se había convertido para él en una tarea rutinaria, que llevaba a cabo con enorme destreza, sin más sentimiento, empero, que era indispensable para mantenerse vivo. Ni odiaba, ni temía, ni sentía lástima alguna por esas figuras sin rostro en cuya carne hundía su hierro antes de que lo hicieran ellas. Había aprendido a avanzar entre cadáveres en pos de su señor, que siempre era el primero en la matanza, degollando, cortando, golpeando y empujando escudo en mano con eficacia letal, hasta quedar literalmente empapado de sangre enemiga.

La suya, su sangre, era igual de roja que la de sus adversarios, como se había sorprendido pensando alguna vez, y se mezclaba a menudo con ella sin producirle el menor dolor. En más de una ocasión, acabada la batalla, había descubierto una herida abierta en su cuerpo, necesitada de costura, más no había logrado recordar el origen del desgarro. Una vez metido en faena era como si le abandonara su propio yo y se apoderara de él un espíritu extraño. Un espíritu voraz, feroz, similar al del lobo, que le asustaba por la violencia con la que le arrebataba la conciencia para someterle a su voluntad implacable.

Él mismo se había encargado de alimentarlo al principio. Mientras se preparaba para esa primera campaña de conquista, preguntándose si estaría a la altura de lo que se esperaba de él, había hecho todo lo posible, y aún más, por endurecer su corazón y su aspecto. Lo primero le resultó relativamente fácil en cuanto empezó su entrenamiento militar, ya que el mensaje que le inculcaron era de una sencillez meridiana: matar o morir. Cuando llegara el momento de la verdad no tendría más opciones. Lo de cambiar su apariencia, en cambio, parecía más complejo.

Aunque su cara de niño travieso enloquecía a las mujeres, que para él no eran más que un pasatiempo fugaz, habría cedido su alma a Satanás a cambio de poder exhibir un rostro como el de Alfonso, curtido, viril, capaz de amedrentar a cualquiera con sólo lanzarle una mirada enfurecida. A los veinte años cumplidos (ahora ya pasaba de los veintitrés, pero seguía igual), él mostraba por el contrario una piel sonrosada, apenas cubierta en la barbilla y el bigote por un suave vello rubio, una nariz respingona, diminuta, motivo de chanza entre sus compañeros, y una boca que parecía hecha para el amor y no para la amenaza. Por eso buscó adornos susceptibles de alterar esos rasgos infantiles, hasta que encontró exactamente lo que necesitaba.

Fue en la herrería que abastecía al palacio, a donde había acudido para hacerse adaptar alguna cota de malla vieja, a falta de recursos con los que costearse una de nueva fabricación. Disponía de montura propia, espada, hacha, escudo y yelmo, lo cual era más de lo que la mayoría de los soldados aportaba al incorporarse a filas, y suficiente, en todo caso, para ser adscrito a la caballería en la que siempre habían combatido los guerreros de su alcurnia. No pensaba adquirir por tanto ninguno de esos pertrechos, cuando llamó su atención un casco depositado sobre un viejo yunque, ya en desuso, en una esquina del local.

Era un objeto antiguo, de bronce oxidado por la acción de la humedad y el tiempo, que resultaba, sin embargo, imponente. En lugar del cono desnudo, sin más aditamentos que una pestaña destinada a proteger el puente nasal, con que se cubrían los integrantes del ejército astur-cántabro, incluidos sus muchos reclutas de origen godo, aquella pieza parecía dotada de un poder especial para atemorizar al enemigo. Resultaba un arma temible en sí misma, con esa formidable cornamenta auténtica de toro incrustada a ambos lados del yelmo, como para transmitir su bravura al portador del mismo; esas carrilleras de triple disco descolgándose sobre las orejas, hasta cubrir la parte más vulnerable del cuello, y esa nuquera aparentemente indestructible. Se quedó mirándolo con tal embeleso, que el herrero no pudo evitar preguntarle:

—¿Os gusta, mi señor?

—Es ciertamente impresionante, no cabe duda. ¿De dónde procede tan singular pieza?

—Por lo que yo sé, siempre estuvo aquí. Dicen que apareció en tiempos de mi bisabuelo junto a un montón de huesos, en un lugar que debió ser escenario de alguna batalla, pues además de lo que veis se recuperaron de allí algunas puntas de lanza, espadas y un pectoral de bronce labrado, muy similar en su factura al casco, que vendió mi padre a un caballero distinguido, como vos, ha de aquello unos cuantos años. ¿Os interesaría mirarlo de más cerca?

Fingiendo desinterés con el fin de no estimular en exceso la codicia del vendedor, Ickila se acercó con desgana, al tiempo que comentaba:

—Es curioso, en verdad, pero muy poco práctico. Debe pesar una barbaridad. Además, el óxido habrá destruido la resistencia del metal…

—En absoluto. Os garantizo que no encontraréis armadura más segura para vuestra cabeza. Podría pulirlo hasta dejarlo resplandeciente. Y en cuanto al peso, un hombre robusto y joven, como vos, no debería tener dificultades para soportarlo. Os lo dejaría a buen precio sabiendo que vais a combatir con nuestro príncipe Alfonso. Animaos, mi señor, parece hecho para vos.

El herrero se había puesto de puntillas a fin de poder colocarle el casco, con aire zalamero, e Ickila podía sentirlo perfectamente adaptado a su anatomía. Pesaba, en efecto, mucho más que el yelmo que siempre había llevado, pero por algún motivo extraño le hacía sentir muy cómodo, además de protegido. Como decía el artesano, evidentemente interesado en sacar unas monedas por ese trasto que no hacía más que acumular polvo, parecía fabricado para él, aunque se cuidó muy mucho de decirlo. Antes al contrario, insistió en subrayar las pegas:

—No creo que me sea de gran utilidad en la batalla. Mejor me quedo con el mío, forjado en acero de Toletum.

—Pensadlo bien, mi señor. Os aseguro que os sienta a las mil maravillas. Deberíais ver el porte regio que tenéis con él… No habrá sarraceno que no tiemble a la vista de tan fiero luchador.

Era justo lo que el cliente quería oír, y produjo el efecto deseado.

—Está bien, en atención a su valor como reliquia, podría cambiároslo por el que traigo.

—¡Pero si vale el triple!

Tras un regateo que se prolongó durante un buen rato, el trueque se produjo en los términos que proponía Ickila, si bien éste se avino a pagar un poco más por el arreglo de la cota de malla que había ido a buscar.

Habían pasado cien batallas desde entonces y ese casco sin igual, ahora bruñido y reluciente, diferenciaba a Ickila de cualquier otro combatiente. Su hombría estaba ya sobradamente demostrada, por lo que no necesitaba adornos para hacerse respetar. Pero su cornamenta era como un pendón que permitía a cualquiera reconocerle desde lejos, incluso en medio de la marea humana que forman dos ejércitos empeñados en destruirse.

Ésa era una situación familiar para la práctica totalidad de los reunidos en ese amanecer otoñal frente a las puertas de la ciudad de Legio, conscientes de que muchos de ellos no verían ese anochecer. De ahí que tensaran los músculos a fin de aplacar los nervios, sintieran una flojera en las tripas que más de uno era incapaz de controlar, temblaran, no sólo de frío, esperando el momento de entrar en acción, y liberaran la angustia profiriendo aullidos bestiales en respuesta a la arenga de su soberano:

—A vuestras espaldas está la cordillera y, detrás de ella, vuestro hogar, vuestras mujeres, vuestros campos, vuestros hijos. ¿Queréis dejarlos nuevamente a merced de los adoradores de Alá?

—¡¡¡No!!!

—¿Vais a permitir que violen a vuestras hijas e incendien vuestras cosechas? ¿Pagaréis tributos de sumisión? ¿Os volverán a esclavizar?

—¡¡¡No!!!

—¡Pues adelante entonces! Hagámosles sentir todo el peso de esa determinación. El botín será cuantioso. Podréis volver a casa con vuestras esposas… y acaso os acompañe alguna sierva complaciente con la que aliviar la espera. ¡Adelante por el reino y por la Santa Cruz! ¡Adelante por Jesucristo hijo del Dios verdadero! ¡Muerte a los sarracenos!

La embestida fue brutal. En un abrir y cerrar de ojos las huestes cristianas arrasaron al contingente árabe que había salido a hacerles frente, pero los supervivientes se hicieron fuertes en la ciudad atrancando sus sólidas puertas. No sería tarea fácil superar esas defensas, levantadas por los romanos y reforzadas desde entonces por cuantos invasores se habían enseñoreado de la plaza. Para tomarla al asalto haría falta un largo asedio y maquinaria de guerra cuya construcción llevaría tiempo; justo lo que no tenía Alfonso.

Tras consultar con sus capitanes, el rey decidió volver grupas conformándose de momento con el producto de su victoriosa campaña, gracias a la cual sus dominios estaban rodeados ya por un extenso cinturón de tierra libre de enemigos, desierta y baldía, lo que proporcionaba a Asturias el más eficaz foso defensivo al que pudiera aspirar. El invierno se les echaba encima. Todo el mundo sabe que no es ésa estación para la contienda, sino para el hogar o la caza, para beber, comer, reír, complacer a la mujer y hacerle hijos. Legio tendría que esperar a la primavera, aunque sería conquistada. Si sus habitantes celebraban a esa hora haber escapado al destino que les aguardaba, se equivocaban de plano. Su condena sólo había sufrido un aplazamiento.

El camino de regreso fue lento. Un ejército compuesto por millares de soldados no transita con fluidez a través de calzadas estrechas, por bien construidas que estén, y en su caso, además, la impedimenta era cuantiosa. Arrastraban consigo carros y carros de cereal, armas y armaduras arrancadas a los vencidos, algunas piezas de gran valor, en su mayoría cálices y otros objetos de culto, recuperados del botín de los ismaelitas, así como ganado vivo, refugiados y cautivos. Se movían por tanto con lentitud, como un animal pesado, especialmente en los tramos más angostos o abruptos, donde era preciso extremar la precaución para evitar despeñarse. Esa tardanza en avanzar exasperaba a Fruela, de naturaleza impaciente, quien se quejaba a su hermano:

—Este peregrinar de un lado a otro de la cordillera no tiene sentido. ¿Por qué no extender las fronteras del reino y ocupar el terreno ganado a costa de tanta sangre? Tenemos fuerza para ello. Llevamos diez años demostrándolo. ¿No sería más lógico dejar guarniciones en las plazas capturadas, en lugar de ir y venir una y otra vez a través de estas gargantas?

—¿Y con qué tropas defenderíamos tan vasto territorio? ¿Cómo se abastecerían? Mira a tu alrededor. Los campos que antaño dieron de comer a buena parte de la población de Hispania hoy están yermos. La sequía acabó con el trigo antes incluso de que los incendiáramos. El hambre y la peste han matado con más saña que cualquier guerra, lo que por cierto nos ha facilitado considerablemente la tarea de expulsar de aquí a los invasores. Sabes bien cuántos colonos muslimes han cruzado el gran río Durius en su huida hacia el sur, empujados por la miseria, en busca de mejores horizontes.

—Precisamente por ello, deberíamos aprovechar para apropiarnos del espacio que han dejado libre.

—¿Y desguarnecer el reino? La juventud te ciega, Fruela. Aún tienes mucho que aprender. La sangre no siempre es buena consejera. ¿No te das cuenta de lo vulnerables que seríamos a un ataque masivo de su ejército en esas llanuras, en una situación de abrumadora inferioridad, sin la protección de los montes? ¿Cuánto crees que duraría esa ocupación que me propones?

—Nunca lo sabremos si no lo intentamos. Muchos hombres estarían dispuestos, me consta. Yo mismo podría quedarme al frente del contingente que permaneciera en territorio cismontano, mientras tú conducías al grueso de la tropa de regreso a casa.

—Sosiega tu impaciencia. Refrena el corazón, hermano. La guerra no se gana únicamente con arrojo, sino que requiere estrategia. En este momento el enemigo está débil por las luchas intestinas que enfrentan a berberiscos contra árabes y a estos últimos, veteranos de la conquista, contra sirios recién llegados. Ésas son las noticias que nos traen los informadores de Corduba y hemos de congratularnos de ellas. Hemos conseguido romper temporalmente el asfixiante cerco a que nos tenían sometidos, pero tal situación no durará eternamente. Pronto o tarde una de las facciones se impondrá a las demás y retomará las riendas, empleando todo su poderío en el empeño de destruirnos. Debemos prepararnos para ese momento, hacernos fuertes, asegurarnos de que, llegado el caso, Asturias resistirá.

—No te comprendo, Alfonso. Si ése es nuestro propósito, ¿no deberíamos establecer una primera línea defensiva al sur de la cordillera, con el fin de impedir el paso de los sarracenos antes de que su furia cause daño en nuestros hogares?

—Sería fantástico poder hacerlo, mas carecemos de los medios necesarios para ello. No tenemos suficientes soldados. Lo más que podemos conseguir es crear un desierto a nuestro alrededor que dificulte su avance. Yermar la tierra que nos circunda de manera que no encuentren un lugar en el que aprovisionarse desde el Durius hasta Asturias. Eliminar a cuantos caldeos podamos y llevarnos con nosotros a los cristianos, con el fin de incrementar el número de brazos susceptibles de repeler un eventual ataque. En ello estamos desde que me ceñí esta espada al cinto —dijo señalando el tesoro que llevaba guardado en una vaina de cuero repujado—. No me pidas más.

En casa de Ickila, donde aguardaban el regreso del señor como se espera el banquete de pascua tras el largo ayuno de cuaresma, las preocupaciones eran otras. Cánicas no resultaba ciertamente el lugar más adecuado para una dama como Ingunda, en edad de merecer y sin padre que la protegiese, por lo que cada vez que su hermano marchaba al frente la muchacha sufría algo parecido a un encierro entre las cuatro paredes de su estancia.

Badona compartía con ella charla y labores, intentando entretenerla, sin dejar de padecer un instante por el peligro que acechaba a su hijastra en aquella urbe que seguía pareciéndole selvática. Percibía esa amenaza con angustiosa claridad, lo que la impulsaba a compartir sus temores con Adriano, cuando éste abandonaba su responsabilidad en la escuela, convertida ya en un centro próspero con varias decenas de estudiantes, para sentarse a la mesa de sus viejas amigas.

—La niña acaba de alcanzar la mayoría de edad —se desahogaba esa mañana Badona aprovechando la ausencia de la joven, que había ido con Marcia al mercado— y puede actuar a su antojo, administrando lo poco que heredó de su padre. No es que me haya dicho nada, pues como sabes es dócil, además de prudente, pero a los veinte años debería estar ya casada, bajo la tutela de un buen marido. Si su hermano pensara menos en guerrear y más en encontrarle un partido conveniente entre los caballeros del príncipe…

—Ya lo hará, no te preocupes. En cuanto regrese de la campaña, cosa que parece inminente, hablaré con él para conminarle a concertar la boda. Pretendientes no faltan, ya lo sabes, pues todos los solteros de la ciudad darían lo que poseen por una mujer así. No sólo es hermosa como la que más, sino que su virtud carece de fisuras. Puedes estar orgullosa de su educación. Ingunda es un joyel de rectitud que contradice lo que los Santos Padres nos advierten sobre las representantes del género femenino. En ella no hay sombra de la lujuria con la que Eva condujo a Adán a su perdición y la nuestra. Es humilde, callada y obediente, como corresponde a una hija de María, lo que tiene un mérito añadido en este entorno de féminas chillonas, henchidas de arrogancia.

—Lo que dices es verdad —respondió satisfecha la madrastra—. Ingunda es dulce, sincera, recatada. Tan transparente y limpia como el agua de manantial. Mas no puede decirse lo mismo del ambiente que la rodea. La tentación la acecha en cada esquina cada vez que se asoma a la calle. Su cuerpo rebosa de apetitos inconfesables, y aunque me consta que se mantiene casta, la naturaleza la empuja a ceder a los impulsos que la inducen a pecar. Si no la casamos pronto, el día menos pensado puede darnos un disgusto.

Badona no creía tener más responsabilidad en lo que le quedara de vida que asegurar un futuro a sus hijastros acorde con lo que habría deseado el difunto Liuva. Había desechado tiempo atrás la posibilidad de entregar a su pequeña al Señor, dada la oposición de su esposo así como la ausencia de vocación en la chica, lo que la obligaba a garantizarle un futuro feliz con un matrimonio conveniente.

No pasaba un día sin que se acordara igualmente de Clotilde, abocada a un destino atroz a sus ojos, en manos de un marido idólatra. La encomendaba a la misericordia divina en cada una de sus oraciones. En cuanto a Ickila, en alguna ocasión le había mencionado la necesidad de plantearse la cuestión, a lo que el chico había respondido con una negativa rotunda. Su condición masculina le permitía decidir por sí mismo cuándo y con quién desposarse, amén de negociar las condiciones de su casamiento, potestad que no tenía la menor intención de ejercer por el momento. Carecía de tiempo para esas cosas —protestaba enérgico cada vez que salía el tema a colación—, estaba demasiado ocupado en defender el reino cristiano de los enemigos de Dios. Ante ese argumento inapelable, Badona renunciaba a insistir, resignándose a los contactos furtivos de su hijastro con mujerzuelas de mala vida. La consolaba la idea de que, actuando de ese modo, al menos no mancillaría el honor de una muchacha decente.

Se acercaban ya las celebraciones del nacimiento de Jesús cuando las campanas anunciaron el regreso de las tropas. Toda Cánicas se echó a la calle para recibir a sus héroes con las debidas muestras de júbilo, dando rienda suelta a la tensión acumulada durante meses.

Era el momento de descubrir si el hijo o el esposo regresaban sanos y salvos, cargados de botín, o se contaban entre las bajas. La oportunidad de abrazar al fin a quien tanto se había añorado, o de empezar a llorarle. Horas de felicidad para algunas y horas amargas para otras. En esa ocasión, gracias al Cielo, Ickila estaba entre los vivos y volvía, una vez más, con las alforjas llenas.

Traía una pieza de tela fina que le regaló a su hermana para su traje de novia, una cruz de plata destinada a Adriano, una alfombra digna de su antigua mansión en Recópolis, procedente de la tienda de uno de los jefes vencidos, así como chucherías varias y una buena provisión de trigo. Venía malhumorado por el fracaso de Legio, aunque se mostró cariñoso con su familia.

La vida militar es tan ardua, pone a prueba de tal modo el carácter de los hombres, que les empuja a los extremos. De manera que algunos se vuelven hoscos, cerriles e insensibles, mientras otros, por el contrario, aprenden a valorar lo que de bueno les da la vida. Fuera del campo de batalla, Ickila parecía decantarse, hasta la fecha, por esta segunda opción. No había olvidado ni por un instante la promesa que le hiciera a su padre en su lecho de muerte. Tampoco se había desprendido por completo del sentimiento de culpa que arrastraba desde su partida hacia el exilio. Sentía que debía a las damas de su familia toda la protección que se esforzaba en proporcionarles, aunque había más. Algo mucho más profundo: anhelaba su cariño. Su corazón necesitaba el calor que ellas le daban, por más que evitara hablar de esa necesidad. Era un guerrero cristiano y como tal se comportaba. Pero ¿puede alguien vivir totalmente ayuno de amor?

Algunos soldados, o incluso señores con feudos dignos de consideración, se hacían acompañar en el campo de batalla por sus damas, muchas de las cuales participaban en la contienda con un arrojo similar al de sus maridos. Al principio esta práctica, tan ajena a su modo de concebir las cosas, le había sorprendido, provocándole un rechazo visceral hacia quienes practicaban esa costumbre bárbara a sus ojos, aunque con el tiempo se había acostumbrado hasta considerarla algo normal. Él, sin embargo, soñaba con otro tipo de esposa, deseaba a alguien muy especial, única, diferente, que le hiciera sentirse hombre sin necesidad de empuñar la espada. Ése era su anhelo y no se conformaría con menos. En algún momento, en algún lugar —se decía a sí mismo—, encontraría a esa mujer capaz de atarle al hogar. Hasta entonces, tendría que aferrarse a su madrastra y a su hermana, cuyas caricias eran tan dulces como el sabor del hidromiel deslizándose por su garganta.

—Creo haber dado con un esposo ideal para Ingunda —les anunció en la cena, después de dar buena cuenta de un capón asado, un trozo de lengua de buey en salsa, dos fuentes de higaditos de pollo rehogados con cebolletas y un sinfín de dulces de almendra y miel, suficientes para reventar a diez comensales.

—¡Ésa sí que es una buena noticia! —se congratuló Badona, al tiempo que la aludida se sonrojaba hasta las orejas—. ¿Le conocemos? ¿Es alguno de tus amigos?

—No. Se trata de un capitán a quien he tenido ocasión de tratar con asiduidad a lo largo de esta campaña. Un cántabro con algo de sangre goda, afincado en la Transmiera, que ahora va precisamente camino de allí conduciendo a un contingente de inmigrantes que hemos traído con nosotros. Él se encargará de instalarles en su nuevo asentamiento. Después de eso, si queda tiempo antes de que volvamos al combate, se acercará a conocerte —explicó dirigiéndose a su hermana. Ante la mirada decepcionada de ésta, que ya se había hecho ilusiones, añadió—: No temas. Es un buen hombre, leal, honrado y valiente. Se llama Rulfo. No posee una gran fortuna, pero el príncipe le aprecia y premiará sin duda su entrega con nuevas posesiones y privilegios que le permitirán darte una posición acorde a tu rango. Se ha ofrecido a pagar una buena dote por ti, que incluye parte de sus tierras; pasarán a ser de tu propiedad en cuanto firmemos el compromiso nupcial. Está deseando que llegue el momento de la boda, y eso que aún no te ha visto. Si no hay mayores inconvenientes, podemos fijarla para dentro de un año.

¿Cómo iba a rechazar semejante oferta? Ingunda sabía que el tiempo se le escapaba. A su edad debería ser ya madre de varios hijos, como de hecho lo sería de no haber mediado en su vida la circunstancia del destierro. Todavía se mantenía hermosa, fresca y lozana gracias a la existencia ociosa que llevaba. Tal como le decían las miradas de los varones con los que se cruzaba, su cuerpo resultaba aún muy deseable. Mas la sombra de la vejez acechaba a la vuelta de la esquina.

Su madrastra apenas tenía unos años más que ella y ya parecía una anciana, incrustados como llevaba en la piel los hábitos y la actitud de viuda. La oportunidad que le ofrecía Ickila era lo que esperaba desde que tenía memoria. De ahí que se apresurara a contestar:

—Si ésa es tu elección, seguro que me gustará. Porque me gustará, ¿verdad, hermano? —añadió con coquetería.

—Así lo espero. Tiene más o menos mi edad y mi estatura, el cabello y la barba oscuros y los modales rudos de un soldado, aunque de cuna elevada. Sabrá respetarte como mereces. Pierde cuidado. Y, si no lo hace, ¡se las verá conmigo! —añadió abrazando a la pequeña de la casa.

Todo quedaba pues atado sin necesidad de más trámites, ya que la palabra dada guía el proceder de un caballero con más rigidez que cualquier firma. Las mujeres tendrían tiempo suficiente para preparar el ajuar que llevaría la novia consigo a su nuevo hogar, al oriente de los picos nevados, en tanto que los hombres se solazarían pensando en los festejos del enlace que celebraría Adriano, con toda la solemnidad posible, en la iglesia de la Santa Cruz. Antes, sin embargo, habría que enfrentarse nuevamente con la muerte.

El invierno pasó pronto entre cacerías y siestas al calor de la lumbre. Ickila engordó, como todos los demás, aguardando el momento de volver a la batalla. No podía imaginar lo que le preparaba el destino, empeñado en poner a prueba por enésima vez su ya probada resistencia ante la adversidad que se cebaba en su persona.

Sucedió a principios de verano del año 786, en el transcurso de una batida de exploración igual a otras muchas misiones idénticas llevadas a cabo con éxito. Se encontraban a unas millas de distancia de Legio, a la que en esta ocasión no pensaban perdonar, acampados en espera de averiguar si las defensas de la ciudad habían sido o no reforzadas a lo largo de esos meses. Ickila era ya perro viejo, de la máxima confianza del rey, por lo que fue elegido para acercarse todo lo posible con el fin de informar al detalle sobre lo que iban a encontrarse. Le acompañaría un guerrero jovencísimo, de nombre Pintaio, llegado del lejano castro de Coaña y que se había distinguido durante la anterior campaña por su fiereza ante el enemigo.

Apenas se conocían los dos, puesto que nunca habían coincidido en posiciones cercanas. Uno era rubio, godo, orgulloso de su linaje noble, ferviente cristiano e implacable amo de los siervos que había podido salvar, uno de los cuales, Lucio, iba con él a todas partes para encargarse de su montura y asegurar su intendencia. El otro era cetrino, de pura sangre astur, igualmente ufano de su milenaria tradición guerrera, incapaz de comprender que un hombre necesitara de otro para atender a su caballo, la más preciada posesión de cualquier soldado, y absolutamente ajeno a ese dios crucificado que muchos de sus compañeros llevaban colgado sobre el pecho.

Pintaio había portado en su momento el amuleto que le regalara su hermana, con el fin de que le protegiera, mas no había tardado en quitárselo al observar la reacción de desconfianza, y en ocasiones de abierta hostilidad, que el medallón suscitaba entre muchos integrantes de la tropa, convencidos de estar ante un símbolo del diablo. Aprendía muy rápidamente, pese a carecer de instrucción, y se daba perfecta cuenta de que ciertos ritos relacionados con su infancia no tenían cabida en el mundo al que se había incorporado por voluntad propia.

Era mucho lo que les separaba a Ickila y a él, pero mucho más aún era lo que les mantenía unidos: la lealtad incondicional a Alfonso, así como la voluntad de vencer. Ambos eran buenos exploradores y mejores jinetes, poco dados a la charla que despista los sentidos, por lo que emprendieron la tarea que se les había encomendado decididos a cumplirla con prontitud.

No habían cabalgado ni medio día cuando vieron venir de frente a una columna de ismaelitas que les sorprendió en medio de un páramo, sin un lugar en el que esconderse. Para empeorar aún más las cosas, se dieron cuenta enseguida de que, a juzgar por las prisas que llevaban, debían haberles detectado desde lejos y se disponían a darles caza. Serían por lo menos media docena, si había que hacer caso del polvo que levantaban, lo cual no amilanó al godo, quien desenvainó la espada al tiempo que aceleraba el paso, dispuesto a plantarles cara.

No podía esperar que su camarada, ese muchacho enorme de quien le habían contado maravillas, detuviese en seco a su bruto, volviese grupas y huyese a galope tendido, dejándole abandonado ante el peligro. Ya lo pagaría, se dijo Ickila furibundo. Si salía con bien de ésta, él mismo se encargaría de ajustarle las cuentas, haciéndole arrepentirse de tan cobarde conducta.

Por el momento, sin embargo, tenía cosas más urgentes que hacer. Encomendándose a la Virgen, arremetió contra el primer guerrero que se puso a su altura, decapitándolo de un único tajo certero. Detrás venían varios más, que hicieron círculo a su alrededor, decididos, al parecer, a capturarle con vida. Eso era justo lo último que deseaba. Ya había estado preso una vez y con ésa le bastaba, pensó mientras se revolvía buscando el modo de alcanzar con su hierro al primero que se pusiera a tiro.

Su caballo relinchaba, aterrado, obligado a caracolear por la presión conjunta de riendas y espuelas manejadas sin contemplaciones. Él mismo gritaba enloquecido, desafiando a sus contrincantes a acercarse para rematarle, consciente de que morir de una forma rápida sería mil veces mejor que ser vendido como esclavo o reducido a la condición de siervo de algún potentado árabe. A medida que la desesperación iba abriéndose paso en su interior, las sienes le latían como si fuera a estallarle la cabeza, hasta el punto de nublarle el juicio. Entonces sintió un golpe seco en la nuca y después nada. Oscuridad. Un sueño profundo y negro como el que precede a la muerte.

Lo primero que experimentó al despertar fue dolor. Un dolor agudo, húmedo, en la base del cráneo, donde un hilillo de sangre manaba de la herida que le había dejado sin sentido. Luego fue abriendo poco a poco los ojos, la única parte de su cuerpo que podía mover, para descubrir que había caído ya la noche y se encontraba atado, dentro de una tienda sumida en las tinieblas, junto a un hombre del que únicamente percibía su descomunal tamaño.

Un arrebato de pánico estuvo a punto de arrancarle un grito, que a duras penas ahogó en la garganta recurriendo a toda su voluntad. Si quería tener alguna posibilidad de escapar —se dijo—, tendría que administrar sus fuerzas, controlando al mismo tiempo sus emociones. Era indispensable mantener la cabeza fría y la mente despierta. Si hubieran querido matarle —razonó— lo habrían hecho ya, por lo que debían preferir llevárselo con ellos hacia el sur, a donde sin duda se dirigían. Eso le daba un margen de tiempo precioso para preparar la fuga.

Hizo varios intentos por soltar sus ligaduras, sin conseguir aflojarlas siquiera. Le habían amarrado bien manos y pies con correas de cuero húmedo, que se le incrustaban en la carne a medida que pugnaba por liberarse. No tardó en convencerse por tanto de que lo mejor sería descansar mientras pudiera, ya que el dolor no dejaba de torturarle. Algo en su interior le advertía de que las horas siguientes serían decisivas. Tardó en entregarse nuevamente al sueño, aunque acabó por conseguirlo. La aurora le sorprendió nuevamente dormido, hasta que una enérgica patada le devolvió a la realidad.

—¡Arriba, perro! —le espetó su guardián en lengua árabe, con una expresión que Ickila conocía a la perfección por habérsela oído a menudo a sus carceleros de Recópolis.

Tenía ante sí a un gigante. A una montaña humana de piel oscura, cabello rizado, negro azabache, rostro afeitado y ojos de pez, vacíos, sin vida en la mirada. Sus brazos parecían los de un coloso. Las venas recorrían sus músculos poderosos con la fuerza de un río, mientras se balanceaba ligeramente sobre sus dos piernas, en actitud de desafío, como esperando que su víctima intentara algo a pesar de estar inmovilizada. Su torso enorme, descubierto, carecía de vello, aunque por el tamaño podría haber sido el pecho de un oso adulto y, al igual que éste, ser capaz de apretar contra él a cualquier hombre hasta aplastarle los huesos. Su respiración era tan pesada que emitía sonidos guturales con cada bocanada de aire. No debía ser muy astuto, aunque sí fuerte como un buey. Si tenía que enfrentarse a él, pensó Ickila en una fracción de segundo, luchando por controlar su miedo, más le valdría pillarle desprevenido.

Apenas le dieron un sorbo de agua antes de atar sus ligaduras a la silla de un caballo, obligándole a caminar al paso que marcaba la bestia. Si tropezaba y caía sería arrastrado por el suelo hasta que consiguiera levantarse, lo que no haría sino empeorar su situación. Su única opción era seguir adelante, esperando su oportunidad para burlar la vigilancia. El hambre le producía calambres en las tripas, la cabeza le hacía padecer hasta lo indecible, pero lo peor de todo era, con mucho, el sufrimiento de su alma.

¿Sería ése el castigo que recibía al fin, aunque de forma tardía, por su pecado de juventud? ¿Terminaría sus días esclavo en tierras lejanas, vencido en su orgullo, doblegado, reducido a una sombra de sí mismo, similar a ese Abdul que le había relatado la derrota de los suyos en el monte Auseva, sin mostrar ni un asomo de rabia? ¿Conseguirían los sarracenos domarle a base de golpes, tal como habían hecho los suyos con ese desgraciado muslim? ¿Se dejaría envilecer hasta ese extremo o encontraría el modo de acortar esa agonía? ¿Y qué sería de su madrastra y de su hermana sin la protección de un hombre? ¿Quién cuidaría de ellas una vez que Adriano rindiera el alma al Señor, lo que no podía tardar mucho en suceder?

El tórrido sol de la meseta hacía casi insoportable el tormento de la sed, que al final de la jornada dejaba profundas grietas en los labios del cautivo. Ante sus ojos se abría un horizonte circular, chato, repetido hasta el infinito sin que se apreciara el menor cambio. Tras una marcha agotadora, durante la que no recibió más alimento que un mendrugo de pan duro, acamparon junto a un riachuelo. El jefe de la patrulla debió apiadarse de él, visto su lamentable estado, ya que ordenó que le aflojaran las ataduras y le permitieran darse un baño con el que aliviarse del calor, quitándose además el polvo que le cubría.

Nunca había disfrutado tanto del agua como en aquel momento bendito, por el que dio gracias a Dios, ignorando por completo en sus plegarias al hombre cuya clemencia lo había hecho posible.

Esa segunda noche de cautiverio fue aún peor que la primera. Aunque el agotamiento le venció inmediatamente, sumiéndole de golpe en una pesadilla, no halló un instante de descanso, asaltado por terrores que le impedían conciliar el sueño. Dolorido y acalambrado como consecuencia de la inmovilidad impuesta por las correas que le sujetaban las extremidades, pasó un infierno hasta ver renacer al astro de la mañana, que pronto se alzó sobre su trono, despiadado, arrojando dardos ardientes sobre la tierra calcinada.

La rueda volvía a girar exactamente igual que la víspera. Más cansancio, polvo, sufrimiento y angustia. Le asaltaban constantemente imágenes aterradoras, como la de los beréberes crucificados a las afueras de Recópolis en compañía de un cerdo vivo, o la de Burdunelo asado al fuego dentro de un toro de bronce. Aunque pugnaba con todas sus fuerzas por apartarlas de su mente, veía su propio rostro en cada uno de esos supliciados. Claro que mucho peor aún era la idea de someterse, abandonarse al destino y sucumbir al designio de sus captores.

Poco a poco, sin embargo, forzado por la necesidad, empezó a resignarse a su suerte, sin renunciar a desligar su cuerpo de su voluntad. Se convenció de que mientras quedara una brizna de esperanza en su corazón, su espíritu se mantendría libre y eso le permitiría escapar. Se aferró a esa idea con furia. Encontró en ella una tabla a la que asirse para mantener la cordura en espera de una ocasión para intentar la fuga. Recobró el ánimo, hizo acopio de fortaleza, siguió caminando en silencio, con fiera determinación, musitando en su interior propósitos de venganza.

Dormía profundamente cuando, en su tercera noche de tormento, la presión de una mano en su boca le hizo temer lo peor. Despertó sobresaltado, tratando inconscientemente de echar mano al cuchillo, para encontrarse frente a frente con Pintaio, quien se llevaba el dedo índice a la boca indicándole que no hiciera ruido. A su lado, el coloso de los ojos de pez yacía moribundo con la garganta rebanada de oreja a oreja, en medio de un charco oscuro que se extendía rápidamente por el suelo a medida que las convulsiones de su corpachón inerme hacían brotar chorros de sangre de la hendidura abierta en el gaznate.

No era un cobarde. No le había abandonado. Su compañero estaba allí, jugándose la vida para socorrerle, después de haberles seguido todo ese tiempo a una distancia segura, hasta encontrar el momento más propicio para intervenir. Con la pericia de quien está acostumbrado a moverse en la oscuridad, el joven astur cortó las ligaduras de Ickila, a la vez que le indicaba, mediante signos, que debían salir por la parte trasera de la tienda, donde un tajo apenas visible en la tela indicaba el camino que había empleado para entrar.

Parecía tarea fácil, aunque no lo era tanto. El recién liberado tenía los músculos tan entumecidos que apenas podía andar, por lo que le costó arrastrarse hasta la luz de la luna que alumbraba el campamento. Junto al fuego, apenas un rescoldo ya, otro integrante de la patrulla había rendido el alma a su dios, degollado por la espalda sin tiempo para dar la alarma. Si se alejaban de allí sin despertar a los demás, antes de que se dieran cuenta estarían lejos, camino del norte, fuera del alcance de sus espadas.

Tendrían que montar los dos el caballo de Pintaio, pues recuperar el del godo les habría obligado a acercarse hasta el lugar en el que descansaban las bestias, cuyos relinchos habrían podido delatarles. Era menos arriesgado fiarse de Beleño, un fornido asturcón acostumbrado a la brega, que les conduciría hasta un punto lo suficientemente distante como para poder continuar andando sin miedo a ser capturados nuevamente. Antes de partir, sin embargo, Ickila debía hacer una última cosa.

Para estupefacción del joven astur, que le habría golpeado gustoso por ponerles a ambos en semejante peligro, regresó sobre sus pasos, llegó hasta la tienda en la que descansaba el jefe, situada casi en el extremo opuesto, y se introdujo en ella silencioso. ¿Se había vuelto loco? ¿Quería que les mataran a los dos para darse el gusto de vengarse? ¿Se habría equivocado él de medio a medio buscando el modo de salvarle, en lugar de preocuparse de su propio pellejo?

Al cabo de un rato que se hizo eterno, aunque en realidad debieron de ser unos instantes, reapareció con aire triunfal, llevando en la mano su espada así como ese casco espantoso del que tanto le gustaba presumir y por el que acababa de arriesgar el cuello.

Una luna redonda, preñada de promesas —se dijo Pintaio— alzaba su silueta sobre las colinas, rodeada de nubes plateadas. La belleza del paisaje, la serenidad que parecía emanar del cielo, contrastaba violentamente con la brutalidad de los hombres. «Allí arriba están los dioses —pensó el muchacho recordando a su madre, quien sin lugar a dudas compartiría con ellos esa paz reservada a los justos—. Aquí abajo, nosotros».

Cuando estaban ya fuera de peligro, divisando en la distancia las blancas cumbres de la cordillera que les serviría de muralla, Ickila fue el primero en hablar. Se sentía abrumado de gratitud ante ese adolescente de gesto huraño, mirada franca y corazón generoso, que le llevaba a la grupa. Pese a ello, apenas acertó a decir:

—Te debo una disculpa. Maldije tu nombre e incluso pensé en ajusticiarte yo mismo con mis propias manos, por cobarde, cuando en realidad no hacías más que utilizar el ingenio. Fuiste el más astuto de los dos y yo un imbécil. De no ser por ti, sabe Dios dónde habría acabado. Te debo la vida. Nunca lo olvidaré.

—Yo habría pensado lo mismo, no te preocupes —replicó Pintaio, quien no tenía la sensación de haber hecho nada extraordinario—. Lo importante es que estamos a salvo y a tiempo, así lo espero, de entrar en Legio con Alfonso. Estoy deseando ver lo que esconden esos muros de piedra.

Legio cayó, en efecto, poco después de su regreso, ante el empuje arrollador del ejército cristiano. Las pocas alquerías de sus alrededores que habían sobrevivido a la campaña anterior fueron incendiadas antes, como lo habían sido años atrás por los conquistadores árabes, los godos que les precedieron y todos los demás pueblos que escogieron esa tierra como campo de batalla.

Hacia el sur, a uno y otro lado del Gran Río, se encontraban las vastas extensiones de tierra fértil que sirvieron de asentamiento a los antepasados de Ickila, en tiempos del rey Alarico, cuando el pueblo visigodo cruzó los montes Pirineos para establecerse en Hispania. En esa meseta fértil, bañada por el Durius, cultivaron el trigo y la vid, sin perder de vista a los vascones, cántabros y astures que acechaban desde sus bastiones, prestos siempre a rebelarse. Desde allí fueron extendiéndose a todos los rincones de la península, vigilando de cerca a esos pueblos reacios a someterse a su dominio. Era ésa la tumba de muchos bravos guerreros y el escenario de innumerables choques armados.

Ickila recordaba claramente la respuesta de una vieja campesina, a quien él mismo había preguntado por su religión, que se mostraba incapaz de decantarse entre la fe recibida con el bautismo y la que habían traído consigo los mahometanos, cuya adopción significaba para cualquier converso liberarse a partir de entonces de la obligación de pagar el diezmo debido al señor:

—¿Dios? —había dicho la mujer, escupiendo con desprecio—. Dios está demasiado ocupado peleando junto a los soldados. Se ha olvidado de sus otros hijos.

No era sin embargo ésta una cuestión baladí. De acuerdo con las estrictas órdenes del príncipe Alfonso, todo guerrero sarraceno que opusiese resistencia era decapitado sobre la marcha, salvo que su captor quisiese llevárselo consigo como botín de guerra. En cuanto a los civiles, los de credo musulmán engrosaban las cuerdas de esclavos destinados a los peores trabajos, en tanto que los cristianos eran conducidos al norte por la fuerza, aunque a sabiendas de que serían realojados en nuevas presuras que pasarían a ser de su propiedad.

Los magnates terratenientes eran arrancados de igual modo de sus posesiones, antaño tan prósperas, si bien recibían un trato algo más deferente. Se les autorizaba a llevarse consigo a sus siervos, se les proporcionaba algo más de tiempo para cargar las pocas cosas que se les permitiría transportar, y poco más. Los carros que habrían de cruzar los abruptos pasos de montaña que guardan el reino no podían ser muy anchos ni muy pesados, por lo que el equipaje se reducía a las cosas de mayor valor: oro, joyas, ropas, libros y algún otro objeto precioso, si acaso, salvados del fuego que dejaban tras de sí al marcharse.

El camino del exilio nunca ha sido una senda alegre. Cada palmo de su trazado está pavimentado con las lágrimas y el dolor de quienes lo recorrieron antes. Ickila lo sabía bien, aunque nunca lo dijo en voz alta.

Después de la antigua ciudad fundada por la Legio VII romana, con su muralla de dos paños tan celebrada como inútil, le llegó el turno a Astúrica, donde las tropas de Alfonso hicieron así mismo gran matanza. Ickila y Pintaio combatían codo a codo, con idéntica eficacia pero tácticas diferentes. El primero cargaba como una furia con grandes mandobles del hierro largo que llevaba en la diestra, empleando su escudo igualmente voluminoso para golpear con él a quienes se le acercaban por la izquierda. El astur, entre tanto, hacía honor a las tácticas de combate de sus ancestros. Habían sido éstos expertos en el arte de la guerrilla, consistente en tender emboscadas aprovechando el terreno, o atacar desde la distancia mediante hondas y jabalinas, aunque tampoco se quedaban cortos en campo abierto. Recordando las historias que contaba la Narradora, cuyos detalles había interiorizado hasta impregnarse de ellos, Pintaio se lanzaba al cuerpo a cuerpo empuñando en una mano el hacha de doble filo y en la otra una espada corta. A degüello. La batalla le transformaba en uno de los personajes de leyenda que habían nutrido las fantasías de su infancia, hasta el punto de no reconocerse a sí mismo. Y cuando todo acababa y las tinieblas caían sobre un campo sembrado de cadáveres, le invadía una sensación de vacío imposible de explicar, que hasta entonces no se había atrevido a compartir.

—¿Tú les odias? —le lanzó un buen día a un derrengado Ickila que bebía cerveza junto a él, aún cubierto de sangre y polvo.

—¿Qué quieres decir? —replicó éste desconcertado—. ¿Acaso no lo haces tú?

—Mi problema es que no puedo conseguir ese tipo de emociones puras —adujo Pintaio sin atreverse a mirarle, buscando en el fondo de su vaso la respuesta a sus dudas—. Me ocurría ya en el castro, con mi familia, y me sigue pasando aquí, por más que me empeñe en negarlo. Siempre he odiado y amado a mi padre con la misma intensidad. Mi madre me inspiraba una ternura infinita, aunque ella parecía no tener ojos más que para mi hermana, lo que me llenaba de envidia. Y a ella, a Huma, la quiero más que a cualquier otra persona en este mundo, pese a lo cual en ocasiones noto cómo el rencor se apodera de mí al recordar esa relación de la que yo nunca formé parte. Es para volverse loco. A veces me pregunto si será ésa la razón por la que siempre me he sentido tan solo, tan incapaz de entender y hacerme entender por los demás.

—Ahora estás aquí. Ya eres un hombre. ¿Qué tiene que ver todo eso que me cuentas con los caldeos a los que hemos dado muerte?

—Es que siempre hay algo de nuestro enemigo que nos gusta y algo de nuestro ser querido que nos disgusta. Por más que me esfuerce en no ver su rostro, pienso que esos hombres tienen madre o hijos; un hogar, como nosotros. Admito su valentía al atreverse a llegar hasta aquí. Pensé que nunca lo haría, pero es así. Les respeto, aunque daría todo lo que tengo por odiarles sin matices.

—Si te hubieran hecho lo que a mí —se enfadó Ickila, incapaz de comprender a su amigo, cuya extrema juventud ofrecía la única explicación posible a semejante discurso—, no hablarías de ese modo.

—¿Crees que ellos no tienen miedo, como nosotros?

—Por supuesto que lo tienen. Y más habrían de tener si supieran lo que les espera.

—¿Nunca has deseado mostrar clemencia? —se sinceró del todo Pintaio, recordando las enseñanzas de Naya—. ¿Nunca te has puesto en la piel del otro y te has preguntado qué estará sintiendo?

Aquella flecha dio en la diana. Un fogonazo de la memoria retrotrajo al godo al momento en que un enemigo desconocido le había permitido bañarse en el río y saciar en él su sed, cuando todo parecía perdido. Recordó igualmente a Isaac, un judío cómplice de los invasores, un hijo del pueblo que crucificó al Señor, merced a cuya generosidad él estaba allí en ese momento. Y al evocar a Isaac se encontró con su padre, sintiendo un latigazo de vergüenza por las muchas ocasiones en las que había confundido su sensatez y empeño por sacar adelante a la familia con una pusilanimidad que nada tenía que ver con Liuva.

Ninguno de esos pensamientos, sin embargo, le haría bien alguno en ese instante. Ninguno le ayudaría a vivir la vida en la que se había embarcado. Por ello, contestó tajante:

—La clemencia no conduce a nada. Si vacilas en la batalla sólo conseguirás que te consideren un débil y que te maten. Deja atrás tus niñerías, compórtate como un hombre y haz honor a ese pueblo de guerreros al que perteneces. Lo que necesitas es una mujer que te haga olvidarte de tu madre… Cuando regresemos a Cánicas te presentaré a unas cuantas. ¡Ya verás cómo dejas de pensar en todas esas sandeces!

Llegó el otoño y con él la vuelta a casa, cargados de botín hasta los topes. Pintaio no deseaba ir a su aldea, por lo que fue admitido en calidad de huésped por la familia de Ickila, que le colmó de atenciones tras escuchar el relato de los trágicos sucesos protagonizados por ambos.

Les costó adaptarse unos a otros, pues poco o nada tenían en común sus respectivos modos de vida. El recién llegado no tardó en aprender los modales refinados de sus anfitriones, tan distintos de los imperantes en el castro, lo que no le evitaba sentirse profundamente incómodo ante la presencia de siervos en la casa, siempre prestos a complacer cualquier deseo, y más aún ante la deferencia sumisa con que le trataban Badona e Ingunda.

Esa compañía le abrumaba. Prefería salir al alba, desafiando el hielo para probar suerte con la caza, toda vez que las tabernas y el burdel a los que le había conducido Ickila, cumpliendo su promesa, tampoco le habían procurado el menor placer. Las matronas orondas y lascivas que se había encontrado allí le habían parecido opuestas a su ideal de mujer, por lo que le había costado mirar a la cara a la que le cayó en suerte mientras se satisfacía en ella. Agradeció no obstante a su amigo el desahogo y hasta repitió en alguna ocasión cuando éste se lo propuso, pero en general prefería mantenerse alejado de la urbe.

Ingunda, entre tanto, ya tenía listo su vestido de novia. Lo habían cosido y bordado las mejores costureras de Cánicas, siguiendo el patrón marcado por su madrastra, hasta conseguir un modelo propio de una princesa: una túnica del mejor lino color crudo, entreverado de hilos de plata, ceñida a la cintura por un fino cordón, ajustada al cuello, con las mangas cerradas hasta el puño, rematadas en forma de pico a la altura del dedo anular; y un manto de lana forrado de armiño colgando de la espalda, a modo de capa, hasta las rodillas. Sobre el cabello rubio, trenzado con flores a falta de perlas, llevaría una toca de gasa, perteneciente a Badona, que le cubriría el rostro durante la ceremonia, hasta que su marido obtuviera, con su consentimiento ante el sacerdote, el permiso para levantarla.

La chica anhelaba que llegara ese momento, conteniendo apenas la impaciencia. Ickila sería el padrino que la llevaría al altar, adornado con ramos de acebo, y ella estaría tan hermosa que su esposo tendría motivos para sentirse orgulloso. Tras la bendición de Adriano, saldrían juntos de la iglesia cogidos de la mano, para asistir al banquete que se celebraría en su casa. Y mientras los invitados bailaran, ahítos de vino y comida, ellos se retirarían a la alcoba de sábanas perfumadas donde Ingunda entregaría su virginidad al nuevo dueño de sus días.

No sabía prácticamente nada de lo que debía esperarse llegado ese momento, pues su madrastra respondía a sus preguntas con evasivas. A juzgar por su actitud reacia a entrar en detalles, la muchacha temía que el amor carnal no fuera tan agradable como cuchicheaban las mujeres del mercado entre risotadas. Mas fuera lo que fuese, ella se entregaría a él con la mejor disposición. Estaba decidida a complacer a su esposo de todos los modos posibles, pues encaraba el matrimonio como una unión que esperaba placentera con un hombre de su alcurnia, a quien amaría, honraría y respetaría tanto como esperaba ser amada, honrada y respetada por él.

Se mostraría con la dignidad propia de una mujer de su educación, lo que no era obstáculo para plantearse la felicidad como un anhelo irrenunciable. Una felicidad sencilla, hecha de cosas pequeñas. No se resignaría a ser la prenda de una alianza coyuntural, como su hermana Clotilde, ni se conformaría con el papel de instrumento en un enlace motivado únicamente por la necesidad de engrandecer y reforzar los dominios familiares. Ella aspiraba a más. Pondría todo su esfuerzo en construir un hogar dichoso, buscando su propia dicha en la de su esposo, tal como había aprendido observando a su madrastra.

Rulfo, por su parte, resultó ser más apuesto de lo que había dicho Ickila, mostrándose además galante ante su futura esposa. El fraile los casó una mañana de enero, entre repiques de campana que lanzaban al aire la buena nueva. Hubo comida abundante y bebida de sobra. Todo salió tal y como estaba planeado, hasta el último detalle. Nada comentó nunca Ingunda sobre lo acaecido en esa alcoba durante su noche de bodas, pero la sonrisa que iluminaba sus labios al día siguiente era la prueba evidente de que las tenderas tenían razón mientras Badona se equivocaba.

A partir de ese momento, el tiempo empezó a correr para ella a toda prisa. Tiempo de despedirse de su familia, ya que su lugar estaría en la casa solariega de su marido, allá en la Transmiera, y tiempo de decirle adiós también a él, pues se le escapó a la guerra, la más ardiente de las amantes, cuando más necesitaba sus caricias.

¿Existe alguna diferencia entre una batalla y otra? ¿Puede el nombre de una ciudad cambiar el color de la sangre, el llanto de los vencidos, la desesperación callada de quienes ven arder una y otra vez el fruto de su trabajo? Aquel verano y los que le siguieron fueron pródigos en conquistas. Tras los estandartes reales se adentraron los guerreros sin temor en territorio enemigo, hasta devastar regiones enteras. Cayeron en sus manos Viseo, Semure, Septemmanca, Letesma, Salmántica, Abela, Secobia, Oxoma y muchas más cuyos nombres ha borrado la Historia. Todas ellas las vaciaron, reduciéndolas luego a cenizas, en el empeño de proteger con esa tierra quemada el pequeño enclave cristiano que les servía de refugio.

Eso era lo que repetía Alfonso a todo el que quisiera escucharle. Junto a él seguía combatiendo su hermano Fruela, cuya lealtad jamás mostró la menor fisura, y a su círculo de fieles se habían incorporado caras nuevas, como las de sus hijos, Fruela y Vímara, o la de su sobrino, Aurelio. Todos ellos compartían el privilegio de asistir a los consejos y escuchar de primera mano las reflexiones del soberano en materia de estrategia, en la cual demostraba un talento sobresaliente. Ickila, Pintaio, Rulfo, millares de hombres anónimos, movilizados como ellos cada primavera para servir a su rey, se limitaban a luchar, matar para no caer, obedecer, cumplir, olvidarse de pensar… marchar, siempre marchar, hasta vencer o morir.

Así alcanzaron el año 794, con la consabida caravana de cristianos a su cargo. En esa ocasión no eran tan numerosos como otras veces, dado que las sucesivas campañas de despoblamiento habían hecho un trabajo concienzudo. Apenas medio centenar de campesinos y ciudadanos libres, con dos docenas de siervos y otros tantos cautivos moros reducidos a esclavitud. Hasta entonces los reasentamientos de esos desdichados se habían concentrado en territorio primoriense, alcanzando por el sur la Vardulia y hacia el oriente la margen izquierda del río Nervión, límite occidental de Vasconia, por lo que Pintaio se preguntaba el motivo de que su comarca, próxima a la Gallecia, fuese excluida de antemano.

Estaba cansado de pelear. Echaba de menos su hogar, que no había visitado en todo ese tiempo, y necesitaba un pretexto para regresar como un triunfador, aureolado de gloria. Había recibido noticias del castro a través de guerreros procedentes de las sucesivas reclutas, por los cuales conocía que todo seguía más o menos igual en lo que al poder de Aravo se refería. No tenía intención por tanto de presentarse ante su padre con las manos vacías.

Aprovechando el favor del que gozaba ante el monarca, admirador de su valentía, se atrevió a proponer:

—Señor, quisiera obtener vuestro permiso para conducir a estas gentes a mi castro, en Coaña, donde abundan los pastos para el ganado y queda mucho bosque por roturar. Allí sobra monte y faltan campesinos dispuestos a trabajar duro. Estoy seguro de que encontrarían buena acogida —mintió, a sabiendas de que el encuentro con los habitantes del poblado desataría un incendio.

—¿Dónde se encuentra exactamente Coaña? —replicó Alfonso, cuyo origen cántabro había guiado siempre sus pasos en esa dirección, postergando la parte occidental de sus dominios.

—A orillas del río Nalón, cerca del mar, allá donde el paisaje se aplana y las montañas se convierten en colinas.

—Sea pues. Haré que mi escriba —un fraile que hacía funciones de secretario— redacte la documentación necesaria para que, una vez allí, sean puestas a tu nombre las tierras que tú mismo acotes en concepto de pago por tus servicios, al tiempo que se les entregan a los refugiados las correspondientes presuras. Te daré plenos poderes a fin de que te asegures de que se cumplen mis órdenes. ¿Puedo confiar en ti?

—Empeñaré en ello mi vida si es necesario —respondió Pintaio—. Mi padre es el jefe del castro, por lo que podéis estar tranquilo. Todo se hará según vuestra voluntad.

Y allí estaba el joven Pintaio, con veinte años cumplidos ya, camino de su viejo castro como apoderado del rey. Se había jurado a sí mismo demostrar a todos su valía y lo había logrado. La Guardiana de la Memoria podría inspirarse en él para tejer nuevas fábulas que perpetuarían su nombre hasta el fin de los siglos. Huma tendría motivos para presumir de hermano.

Huma… Mientras conducía a la columna de refugiados por caminos desconocidos, en compañía de Ickila, que se había ofrecido a acompañarle, no dejaba de pensar en ella. La nostalgia le había asaltado de golpe, liberando las compuertas que permanecían cerradas a cal y canto desde que partiera de Coaña hacía una eternidad. ¿Qué habría sido de ella?

El valle se ensanchaba en algunos tramos y en otros se encajonaba entre picos cubiertos de vegetación espesa. A medida que se aproximaban, huertos de frutales aparecían dispersos aquí y allá, en las inmediaciones de algún caserío aislado. En ocasiones los viajeros se veían obligados a seguir el curso del río caminando en fila india por sus márgenes estrechos, bajo el abrazo de los árboles, utilizando la espada para desbrozar la maleza que les impedía el paso. Otras veces daban grandes rodeos para sortear obstáculos insalvables de otro modo. Llevaban mulas de carga, aparte de ganado menudo, pues tanto Pintaio como Ickila se habían negado a transportar carretas que habrían sido un engorro en semejantes senderos.

¿Cuántos cautivos astures habrían recorrido esa misma ruta en dirección contraria, encadenados, en tiempos de la dominación romana? —se preguntaba Pintaio rememorando los cuentos de la Narradora—. ¿Cuántos habrían sobrevivido?

Aquel paisaje era endiablado. Una sucesión de precipicios, torrenteras y selvas tupidas, que había marcado a los lugareños con su impronta fiera. Les había hecho recios, indoblegables, abruptos como la naturaleza que les rodeaba. Aquel paisaje era la savia que les corría por las venas. Era su naturaleza, su hogar, su legado.

Cuando al fin el castro se hizo visible en la cresta de un altozano, con sus negros muros de pizarra desafiando al tiempo, Pintaio tuvo la sensación de no haber salido nunca de allí. Luchando por esconder las lágrimas de emoción que le nublaban la vista, le dijo a Ickila:

—Ahí tienes mi casa, que es la tuya. Sé bienvenido a Coaña.