V
Misterios de la vida

COAÑA, era de 783.

La sangre menstrual llegó, roja promesa de una vida renovada, coincidiendo con la luna llena del amor. Huma la recibió con alborozo, pues había sido advertida por su madre tiempo atrás de que tal cosa sucedería pronto, sin daño alguno para su salud, y significaría el fin de sus años de niñez y su entrada en el espacio reservado a las mujeres adultas. Un lugar mágico, a ojos de cualquier chiquilla, repleto de misterios por descubrir y experiencias hasta entonces vedadas.

Era la época en que la luz vence a la oscuridad y los campos se cubren de flores que anuncian frutos, mientras los árboles visten sus ramas tras la desnudez del invierno, coloreando el horizonte de una gama infinita de verdes recién nacidos. La época de las cerezas, grosellas y frambuesas, tanto más dulces cuanto mayor ha sido el rigor del frío. El momento de recolectar la miel en las colmenas diseminadas por el bosque y afilar las guadañas para las primeras siegas.

Coaña bullía de actividad. Excepto Aravo y el puñado de notables, en su mayoría ancianos, que integraban junto a él el consejo de gobierno, todos los hombres y mujeres de la aldea se afanaban en las labores agrícolas que les mantendrían ocupados hasta que la tierra volviera a quedarse dormida. De su buen hacer en la recolección y almacenamiento de todos los productos comestibles, su astucia al esconder la mayor cantidad posible de los recaudadores de impuestos, y la siempre necesaria clemencia de la Madre, dependería la supervivencia del clan durante el siguiente invierno. Y todos tenían muy presente en esas fechas lo duro que resulta estirar la despensa en los días de hielo, cuando las reservas de embutido se han agotado, hasta las castañas están rancias, nueces y avellanas han sido pasto de los gusanos, y ni los animales tienen ya forraje suficiente como para seguir con vida y además dar leche.

Era en ese tiempo de hambre, de noches interminables e insomnes, cuando se hacía imprescindible el recurso a los dones de la mar, se recorrían las rocas en busca de mariscos y la arena era rastrillada por decenas de manos ávidas de arrancarle conchas. Si el oleaje lo permitía, cosa rara en pleno invierno, los más audaces se lanzaban en sus botes a la aventura, jugándose la vida por unos cuantos peces. En caso contrario, había que conformarse con bellotas.

Era una estación inicua ésa de las nieves, de escasez y calambres en las tripas. De sabañones causados por el contacto constante con el agua helada. De enfermedad y sufrimiento añadidos para quienes, como Naya y tantos otros, sentían en el pecho o en los huesos la puñalada del viento del norte preñado de humedades marinas. Un tiempo odioso. Un frío maldito.

Por eso la primavera era acogida como la más elocuente prueba del afecto de la Madre hacia sus hijos, ávidos de recoger sus dones. En el castro, los más jóvenes y los mayores se encargaban de limpiar a fondo hórreos y graneros antes de que volvieran a llenarse. Una tarea esencial, repetida con cada cosecha, en la cual lo más importante era asegurarse de expulsar de sus escondites a los insectos y roedores que indefectiblemente, año tras año, acababan por anidar en ellos.

Ratas y sobre todo ratones, tan pequeños como voraces, trepaban hasta los depósitos de grano, por bien defendidos que estuviesen, decididos a terminar con todo lo que hubiera allí en menos de lo que se tarda en contarlo. La lucha contra esa plaga era enconada y a muerte. Amén de encaramar las paneras a postes rematados con piedras planas aparentemente infranqueables, con el fin de cerrar el paso a los enemigos, se colocaban trampas en emplazamientos estratégicos y se colgaban ristras de ajos por todo el perímetro, destinadas a espantarlos y ahuyentar de paso el mal de ojo. Cuando la gravedad de la situación lo requería; es decir, cuando los animales se habían adueñado de una casa y no bastaba con el humo para sacarlos de sus nidos, no quedaba más remedio que levantar el tejado entero, quemarlo y construir uno nuevo.

Entre tanto, la única forja de la aldea funcionaba a pleno rendimiento en la tarea de preparar herrajes, sustituir rejas de arado, guadañas y tijeras de esquilar irremediablemente dañadas por el óxido, o bien reparar las que tuvieran arreglo. Entre herramienta y herramienta, siempre se aprovechaba para fundir una espada o un cuchillo de guerrero, sin despreciar tampoco los adornos y amuletos que muy pronto lucirían las mujeres en la fiesta del solsticio de verano, punto álgido del año en el calendario de celebraciones, que todas ellas aguardaban con ilusión e impaciencia.

Antes de que llegara ese día, sin embargo, los animales y los campos demandaban cuidados que no podían demorarse: las ovejas habían de ser esquiladas sin esperar a que el pelo acumulado durante los meses fríos se echara a perder y arruinara una de las mayores riquezas de la aldea; una comunidad cuyo principal tesoro siempre había sido la cantidad y variedad de ganado capaz de proporcionar carne, leche, pieles, lana, cuero, tiro y montura, compensando así la endémica escasez de cereales, muy abundantes en cambio al otro lado de la cordillera. Mijo, trigo o centeno eran para los coañeses un lujo poco frecuente. Un oscuro objeto de deseo que hasta época muy reciente había dado lugar a periódicas expediciones de saqueo por parte de sus antepasados, acostumbrados a tomar por la fuerza aquello que la tierra les negaba.

Cabras, cerdos y gallinas convivían en pequeños corrales adosados a algunas casas, o bien en recintos más amplios situados en la parte baja del castro, junto a la muralla, sin que el paso de una estación a otra influyera poco o mucho en sus grises existencias. Las yeguas de cría, en cambio, bellos ejemplares de esa raza de asturcones que era el orgullo de todo un pueblo, salían a pastar la yerba fresca tras su larga temporada de encierro, junto a los potros nacidos en los meses anteriores, que muy poco a poco, siguiendo el mandato de la naturaleza, empezaban a ser destetados. Vacas, toros y terneros compartían con ellos libertad y prados sabrosos, lanzando las hembras al viento unos mugidos desesperados cuando era hora de ordeñarlas y la encargada de hacerlo, siempre una mujer de manos más delicadas y cuidadosas con las ubres del animal, se retrasaba en la faena.

La vida estallaba en cada esquina, pletórica de sabores, con su cortejo de formas y colores infinitos. Carros estrechos, sólidos, cargados hasta arriba de heno recién segado y provistos de ruedas reforzadas para abrirse paso a través del barro y las piedras de los caminos, iban y venían del poblado a las brañas más altas y de éstas a los huertos que empezaban a sembrarse, tirados por bueyes uncidos a yugos antiguos. Yuntas de roble y castaño talladas por manos precavidas, que labraron en ellas los signos del sol y de la luna: rosas de seis pétalos, crecientes o trisqueles, junto a cruces y corazones más recientes, con el fin de proteger de los malos encuentros tanto a los animales como a la carga. En lo alto de uno de esos transportes iba sentada Huma, perfumada de yerba, cuando divisó a Noreno, que junto a otros muchachos de la aldea acarreaba tierra colina arriba en un gran cesto.

En ese paisaje montañoso de perfiles abruptos, las fincas ganadas palmo a palmo al bosque rara vez ofrecían a sus labriegos la ventaja de ser planas. Lo habitual era que tuvieran pendientes más o menos acusadas por las que la tierra fértil, privada de la sujeción de los árboles, se deslizaba durante los barbechos, acumulándose en la parte baja. Así, antes de cada nueva siembra era menester transportarla hasta su lugar de origen y esparcirla sobre su antiguo lecho, ahora cubierto de musgo, de manera que acogiera en su seno cálido la futura cosecha. Una tarea sencilla aunque agotadora, que los chicos solían realizar entre cánticos, bromas y desafíos, probando su fuerza y habilidad cada vez que acometían la cuesta con otra carga a las espaldas.

Sin pensárselo dos veces, Huma dio un salto y cayó muy cerca de donde estaban, lastimándose una rodilla en la caída. Noreno corrió en su auxilio y la ayudó a levantarse, con ademán de caballero, lo que desató inmediatamente las chanzas de sus compañeros. El abrazo de la pareja fue saludado con un chaparrón de comentarios jocosos, rayanos en lo soez, hasta que el chico hizo amago de emprenderla a puñetazos con el que se mostraba más procaz. Eso acalló las risas y sirvió de advertencia de lo que podría sucederle a cualquiera que le fuese con el cuento a Aravo, pues no era un secreto en la aldea que éste había prohibido a su hija toda relación con el vaquero.

Noreno, sin embargo, era más popular en Coaña que el marido de Naya. Su gesto al lanzarse al mar para rescatar a la niña de las aguas le había convertido en una especie de héroe, admirado por todos los que habían contemplado la escena o escuchado el relato de los hechos. Él rechazaba avergonzado esa condición, pues se consideraba simplemente lo que era: un pastor trashumante, huérfano de madre desde su nacimiento y privado también de padre tras la muerte accidental de éste, despeñado al intentar rescatar a un animal descarriado. Un náufrago de las brañas desiertas que había encontrado en el castro un lugar en el que refugiarse. No un hogar propiamente dicho, puesto que su casa estaba allá donde pacía su ganado, al abrigo de una peña o bajo el cielo raso del verano, pero sí un grupo de gentes del que poder sentirse parte. Lo más parecido a una familia que había tenido nunca.

Alto, fibroso, mucho más fornido de lo que su figura dejaba traslucir y bendecido por la Diosa con unos ojos del color del mar en un día soleado, Noreno encarnaba para Huma todo lo que hay de bello en este mundo. La perfección trasladada a una piel morena y una boca sonriente de labios cálidos, incapaz de enturbiar el aire con gritos y amenazas obscenas. El poder de la seducción apenas intuida entre el despertar del deseo y la presencia aún visible de los sueños infantiles. La magia del primer amor, incrementada hasta el infinito por ese lazo indestructible que el Cantábrico tejiera en torno a ellos con su mortal abrazo. Era su hombre, su destino y su horizonte.

Noreno, a su vez, veía a Huma como el compendio de todas las virtudes que anhelaba en una mujer, pese a que acabara de cumplir los doce años. Aunque no hubieran tenido tiempo para conocerse como es debido, sabía que de algún modo el agua, de cuyo vientre helado la rescatara en buena hora, había transmitido a la muchacha sus atributos más preciados. Y así ella era fluida, maleable, cambiante, indestructible… Eterna. Cada uno de sus gestos era una caricia en su rostro. Cada una de sus palabras, un bálsamo para su alma. Cuando estaban juntos, solos, en algún claro del bosque o un acantilado perdido, la vida era un regalo hermoso y la lluvia un recuerdo lejano, aunque empapara sus ropas.

—Mi padre no transige, no escucha razones —rompió ella con tristeza el hechizo del momento—. Ni siquiera respeta a mi madre cuando ella le recuerda la tradición de nuestro pueblo, según la cual es la mujer quien escoge a su esposo. A ella no le queda mucho para ir al encuentro de los dioses y yo no sé qué será de mí cuando eso ocurra. Tengo miedo, Noreno, miedo de lo que pueda pasar con nosotros cuando ella falte.

—No te preocupes —replicó él mientras la abrazaba con fuerza, intentando mostrarse más seguro de lo que estaba en realidad—. Ya encontraremos la forma de convencerle. Tiene que haber algo que podamos hacer. Algo que yo pueda hacer —añadió subrayando el yo— para demostrarle que merezco el honor de desposarte.

—No te engañes. Está lleno de prejuicios y además no me ama. Estoy segura. No conozco los motivos de su rechazo, pero lo leo en sus pupilas cada vez que me mira. Es como si tuviese celos de mí, como si pensara que le he robado algo, como si desconfiara de su propia hija. Mi padre no me quiere y mucho menos te quiere a ti. Si hemos de estar juntos tendrá que ser lejos de aquí, donde no nos alcancen ni su autoridad ni su odio. Podríamos marchar al este, aunque su familia provenga de allí, o acaso al sur. Claro que al otro lado de las montañas dicen que arrecia la guerra contra el moro y el príncipe Alfonso siembra el terror por donde quiera que pasa.

—Ésta es tu heredad tanto como la mía. Aquí nacimos los dos y aquí hemos de morir. No pienso arrastrarte a una vida errante como la que yo he conocido, sin un fuego que nos caliente de noche ni un lecho en el que acariciarte. No me lo perdonaría y tal vez tú tampoco. Nuestro amor se iría tornando poco a poco en reproches, lo que acabaría envenenándolo.

—¿Cómo puedes decir eso? ¿Tan mal me conoces que crees que prefiero un puchero caliente a la dicha de criar a tus hijos y envejecer a tu lado?

—Sé que te amo y que no podría verte infeliz, ni sometida a penurias que ni siquiera imaginas. Pero no te inquietes. Encontraremos el modo de escapar a tu padre sin marcharnos de aquí. Déjalo en mis manos.

Noreno no hablaba por hablar. Llevaba tiempo pensando en realizar una hazaña que, de funcionar, dejaría a Aravo sin argumentos, además de permitirle pagar por Huma la dote de una reina. Si lograba armarse del valor necesario, si no le faltaba audacia, conseguiría a la mujer que deseaba más que cualquier otra cosa en este mundo y entraría en la leyenda. Pero aún no era hora de poner su plan en práctica. De momento tendrían que seguir besándose a escondidas en cualquier recodo del camino, pellizcándose bajo la ropa, al abrigo de los helechos, entre risas excitadas, diciéndose picardías al oído. De momento habrían de tener paciencia. Claro que la paciencia y la juventud son enemigas enconadas.

Finalmente llegó la jornada que todas esperaban. La noche más corta del año. La victoria de la luz sobre las tinieblas. El triunfo de la vida que derrota a la muerte con rayos de sol convertidos en flechas.

Naya y su hija partieron del castro antes del alba, a fin de cumplir con una tarea sagrada que, para resultar plenamente provechosa, había de ser llevada a cabo en ese preciso momento, con las primeras luces del día del solsticio. Marcharon al campo aún de noche, como hacían cada año en la misma fecha, a recolectar diversas plantas y raíces en su mejor sazón, de acuerdo con la antigua usanza, decididas a asegurar de ese modo el máximo poder curativo a los remedios que se prepararan con ellas. Verbena y artemisa, angélica, enebro, laurel, lúpulo o violeta; cualquier flor y cualquier hoja que fuera cortada en esas horas mágicas, recitando en la lengua antigua las palabras adecuadas, atraería sobre sí toda la fuerza de los astros, logrando multiplicar su efectividad de manera prodigiosa.

La mujer que durante años había puesto su saber al servicio de los demás era muy consciente de la responsabilidad que entrañaba ese trabajo, siempre inspirado por la sabiduría ancestral, y sabía también que aquélla sería su última vez. Por eso puso especial empeño en instruir a la muchacha que habría de seguir sus pasos, enseñándole a distinguir las yerbas capaces de sanar de las venenosas; las empleadas para ayudar a engendrar de las utilizadas para evitar un embarazo; las que combatirían el estreñimiento de las que aliviarían el flujo de vientre; las que enfriarían un cuerpo ardiente de fiebre de las que ayudarían a entrar en calor a una persona helada por el aliento de la muerte…

—Nunca arranques una planta de la que sólo vayas a utilizar la parte frondosa —explicaba a Huma mientras empleaba una hoz de plata diminuta para cortar una ramita de laurel—. La matarías sin necesidad y eso ofendería a la Madre. Procura ser cuidadosa con ellas y no dejes de expresarles tu gratitud por su generosidad, pues todo lo que vive siente y merece ser amado.

Huma intentaba prestar atención, aunque ya se consideraba ducha en el arte aprendido de su madre, a la que siempre había acompañando tanto en sus escarceos por los montes como durante la elaboración de sus fórmulas secretas.

Su mente estaba además atrapada en otros parajes, intentando comprender el significado de las visiones que la acometían sin previo aviso, llenándola de inquietud, e imaginando los detalles de lo que sucedería esa misma noche, durante la ceremonia a la que por vez primera estaba invitada en calidad de mujer. La parte que aún había en ella de niña se relamía pensando en descifrar al fin los misterios prohibidos que nutrían su fantasía desde que tenía memoria, mientras algo muy hondo en su interior, una faceta de sí misma que le resultaba casi ajena, se abría camino de la manera más extraña.

Animada por la intimidad que el momento y el lugar les brindaba, se confió a su madre:

—He tenido un sueño que me atormenta y que me visita con frecuencia.

Como hacía a menudo, Naya calló, sin detenerse siquiera, esperando a que su hija hallara el modo de abrirle su corazón.

—Sueño que una loba solitaria pare a un único cachorro a las puertas de nuestra casa, en el castro, y que yo estoy allí contemplando el alumbramiento, aunque al mismo tiempo soy la loba. Es mi vientre el que se derrama en ese parto. Lo sé, aunque sienta sus ojos amarillos mirarme fijamente y acaricie su pelaje sedoso. Cuando finalmente consigo ver a la criatura recién parida, hija mía y de la loba, descubro que es un águila enorme cuyas garras nos destrozan las entrañas. Pero no experimento dolor, ni la loba tampoco. Ella sigue tumbada en mi regazo invisible, lamiéndose las heridas, mientras el águila vuela cada vez más alto, recorre todo el paisaje que abarca la vista y se pierde más allá de las montañas, hacia el sur, superando las más altas cumbres…

—No sé lo que puede significar tu sueño, Huma, pero estoy segura de que se relaciona con el destino que tiene reservado para ti la Madre. Cuando llegue el momento, tú misma comprenderás. No te atormentes. Entre tanto, ten fe y confía en ti misma, pues únicamente tú tienes la llave de tu vida, que nadie podrá arrebatarte jamás. Y ahora démonos prisa en regresar a la aldea, que hay mucho que hacer antes de la noche. ¿No sientes curiosidad por conocer lo que nos aguarda?

—¡Tanta que voy a estallar! —La niña volvía a tomar la delantera—. ¿Por qué no me cuentas algo durante el camino, para que me vaya preparando?

—¡Ni hablar! —zanjó Naya con gesto firme—. Muy pronto lo descubrirás por ti misma.

Durante todo el día una procesión incesante de mujeres había recorrido las calles que separaban sus casas del recinto sagrado del castro, algo apartado de la aldea y situado dentro de la parte antigua amurallada, donde milagrosamente logró en su día sobrevivir a las llamas. Madres e hijas, amigas, vecinas, e incluso alguna abuela, acudían en pequeños grupos a cumplir con los ritos de purificación previos a la fiesta nocturna. Repetían una tradición secular, que permanecía prácticamente inalterada y consistía en una sucesión de baños de vapor ardiente y agua helada, destinados a limpiar a fondo mente y cuerpo antes de que fueran ofrendados a la Diosa de la Abundancia. Una práctica prohibida y castigada por la Iglesia, como parte de un ritual pagano, que las lugareñas justificaban apelando a costumbres higiénicas aprendidas de los romanos, en las raras ocasiones en las que algún enviado de la corte de Cánicas se había interesado por ella.

Mientras el horno adosado a la pequeña sauna consumía haces y más haces de leña en el empeño de mantenerla caliente, los chiquillos cambiaban constantemente el agua de la piscina de piedra, acarreando tinajas desde el pozo. Los hombres casaderos, a su vez, habían abandonado el castro para ir a plantar en medio de la campa ceremonial un tronco de haya recién cortado, que desempeñaría un papel protagonista.

Los mayores del lugar recordaban haber oído decir a sus abuelos que antiguamente todos los habitantes adultos de Coaña, independientemente de su edad o sexo, participaban en esa gran celebración de la vida renovada y daban rienda suelta a sus impulsos, sin culpa, ni censura, ni malentendidos por parte de parejas celosas. Ahora las cosas eran diferentes y la nueva religión cristiana era implacable en su condena de ese tipo de festejos, asimilados al influjo de un ser maligno llamado Satán o Belcebú. Eso hacía indispensable extremar las precauciones y guardar el más absoluto silencio en torno a la ceremonia. Tal vez por ello los hombres hubiesen sido expulsados, conservando únicamente la misión de proveer el gran falo simbólico que presidiría el baile. En todo caso, y en aras a mantener el secreto, cada año se buscaba un lugar más escondido, alejado de cualquier camino y de difícil acceso, a fin de llevar a cabo el encuentro sin miedo a ser sorprendidas.

Aquel año, el último para Naya, sería en un acantilado al borde del mar, sobre una pradera tapizada de yerba y brezo, muy cerca del cielo fundido con el océano en un único e inmenso azul.

Poco a poco, a lo largo de la tarde, fueron llegando a la explanada las mujeres luciendo sus mejores galas. Túnicas de lino fino lavadas, hervidas, blanqueadas con ceniza y vueltas a lavar con jabón hasta dejarlas radiantes, sujetas por fíbulas más o menos valiosas, según las posibilidades de cada cual, todas ellas pulidas hasta sacarles el brillo. Joyas rescatadas de viejos baúles, herencia de artesanos astures maestros en convertir en belleza el oro y la plata arrastrados por los ríos. Pendientes delicados en forma de media luna. Prendedores para el cabello adornados con hilo trenzado o figuras de animales. Discos áureos en forma de anillos. Collares de cuentas y de conchas. Brazaletes enroscados en muñecas y tobillos, tan finos que parecían ir a romperse en cualquier momento. Algunas lucían un colgante en forma de sexo masculino, toscamente tallado en piedra, que en tiempos remotos había sido considerado amuleto portador de buena suerte y salud. Las más preferían los símbolos lunares de la Madre, encarnada esa noche en cada una de ellas.

Aquél era el gran momento. La solemnidad más esperada del año. Durante unas horas se olvidaría el pudor, se orillarían las vergüenzas impuestas y se honraría a la Madre celebrando con Ella el misterio de la vida alumbrada en un instante de placer eterno. La gran sacerdotisa recitaría la plegaria de rigor, invocando la protección de la Diosa tras declararle su devoción, y todas las presentes repetirían a coro las antiguas palabras. Todas Le agradecerían haberlas convertido en templo de Su don principal: el de la fecundidad, merced a la cual seguía su andadura el mundo, la riqueza se multiplicaba y se cumplía año tras año el ciclo de las estaciones. Todas invocarían con cánticos Su clemencia apelando a Su generosidad, para que las vacas pariesen terneros sanos, las yeguadas crecieran, la tierra y los árboles dieran abundantes frutos y ellas mismas fueran bendecidas con el deseo de sus hombres, a fin de ver abultarse sus vientres por el bien de la comunidad.

Cuando ya el sol se acostaba tras las rocas de poniente, arribaron al lugar Naya y Huma, que estrenaba atuendo y adornos regalados para la ocasión. Portaban, con la ayuda de algunas jóvenes, un gran caldero de metal oscuro en cuyo interior resplandecía el ponche sagrado que sería consumido a lo largo de la noche. Un brebaje preparado siguiendo una receta tan antigua como el propio rito, pasada de boca a oído y de madre a hija generación tras generación, pues sabido es que las cosas importantes no deben ser dichas en voz alta y mucho menos escritas.

Era un caldo denso de sabor dulzón, por la mucha miel empleada en la mezcla, entre cuyos ingredientes figuraban el cornezuelo de centeno, la zanahoria, la raíz de cicuta, el extracto de belladona y de beleño, las flores de cáñamo, la cerveza, el acónito, el ajenjo, la amapola, la menta, el apio, la hierbabuena, el eléboro, la angélica y otras muchas plantas cuidadosamente seleccionadas, secadas y extractadas en sus aceites esenciales, medidas con precisión de orfebre para lograr el efecto deseado sin causar daños a la salud. Algunos de esos componentes eran conocidos vulgarmente por nombres tan evocadores como «lengua de perro», «lengua de serpiente», «ojo de rana» o «matamoscas», pero Naya sabía bien que nada tenían que ver en realidad con esas denominaciones repugnantes. Ella y todas las de su linaje conocían el poder de las hierbas, dominaban el arte de su manipulación y se aseguraban de que fueran consumidas en la proporción adecuada a la cantidad de agua empleada para hervirlas. Nunca había muerto nadie envenenado por la curandera de Coaña.

Finalmente comenzaron a tañer los tambores y las panderetas, mientras las flautas lanzaban al aire sus notas, lo que dio pie a las más atrevidas a esbozar los primeros pasos de una danza rítmica, acompasada a la percusión, que lentamente fue haciéndose más voluptuosa. A medida que las bocas hambrientas daban cuenta de los dos cabritos sacrificados a la Diosa para luego ser asados, y refrescaban su sed con el contenido del caldero, el festejo se fue animando. Cogidas de la mano, codo con codo, espalda con espalda, piel con piel, las mujeres aceleraban espontáneamente el ritmo de los pasos, moviendo cada vez más las caderas y dejando la cabeza balancearse de un lado a otro, hacia adelante y hacia atrás, en un gesto de abandono inequívoco y deliberado.

Huma contemplaba todo aquello junto a otras neófitas que celebraban con ella el ingreso en la vida adulta, con una mezcla de admiración y temor reflejada en la mirada. No se atrevía a participar en el baile que se desarrollaba a su alrededor, en parte por desconocimiento y en parte por aprensión, ya que a esas alturas de la noche, sin haber bebido todavía nada, le parecía muy profano como para ser de inspiración divina. A su lado estaba Zoela, su mejor amiga, tan tímida como ella e igual de sorprendida. Ambas temblaban sin tener frío, pegadas como polillas a la hoguera. Entonces se les acercó Naya, con el rostro enrojecido y un cuenco repleto de líquido en cada mano, para invitarlas a servirse:

—Está bueno, no temáis, apuradlo de un trago. Os mostrará el camino que hoy tomáis por vez primera y que habréis de aprender a recorrer.

Huma jamás había visto así a su madre. Habitualmente contenida, oculta tras una máscara impenetrable de abnegación silenciosa, Naya se caracterizaba por su habilidad para hacerse invisible allá donde estuviera, excepto cuando ayudaba a alguna persona enferma. En ese momento, sin embargo, parecía gozar intensamente con la celebración, aplaudía incluso alguno de los comentarios subidos de tono que empezaban a hacerse, y hasta había empezado a danzar. No debía ser tan malo aquello si sentaba tan bien a la mujer que más amaba…

Sin pensárselo dos veces, Huma y Zoela siguieron el consejo de la sacerdotisa. Bebieron el ponche que se les ofrecía, primero con cierta repulsión, enseguida sintiendo un calorcillo agradable a medida que el licor bajaba por sus gargantas e iba apartando miedos y despertando alegría. Habían empezado ese día siendo niñas pero lo terminarían como mujeres, con todas las prerrogativas, las responsabilidades y también los derechos que acompañan a la edad adulta, incluido el de gozar del propio cuerpo —les explicó Naya mientras recogía los vasos vacíos—. Sólo necesitaban tomar su mano. Ella estaba allí para guiarlas.

Noreno y algunos otros chicos se habían ocultado en un altozano cercano, con una vista perfecta sobre la explanada, decididos a no perder detalle de lo que allí aconteciera. Hasta entonces no habían disfrutado en exceso del espectáculo, aunque la cosa se puso interesante a partir del momento en que algunas mujeres maduras empezaron a despojarse de sus ropas. Cayeron primero las faldas bordadas de flores, luego las camisas. Una a una fueron quedando desnudas, a excepción de las joyas, al tiempo que la música adquiría cadencias enloquecidas. Cuando le llegó el turno a Huma, cuya expresión denotaba incluso desde lejos que un espíritu lujurioso se había adueñado de su persona, el muchacho sintió una oleada de vergüenza que a punto estuvo de arrancarle lágrimas. También los otros se arrepentían de haber desafiado la prudencia y la costumbre, espiando a traición a sus propias madres o hermanas, con lo que optaron por marcharse con sigilo, deseando olvidar lo presenciado. En caso contrario —se juramentaron— no lo mencionarían nunca.

Las mujeres, entre tanto, estaban alcanzando el cenit de su particular festín. Con movimientos sinuosos, iniciados por las más expertas e inmediatamente imitados por las demás, se palpaban unas a otras en actitud provocadora, se acariciaban en rincones que el pudor les habría impedido incluso nombrar en condiciones normales, y en el colmo del paroxismo rozaban sus sexos contra el poste plantado en medio de la campa, cual si de un gran falo se tratara, imitando el gesto de la cópula al tiempo que invocaban la fuerza de la Diosa para multiplicar su fertilidad. Ninguna parecía disgustada al contemplar la redondez de las embarazadas, los senos prietos de las más jóvenes o las carnes flaccidas de las viejas. Todas eran hermanas.

Huma observaba aquello desde una distancia infinita, como si hubiese abandonado su cuerpo para mirar desde el aire. Como si no fuesen ella, ni Zoela, ni Naya las bailarinas cogidas de la mano que trazaban círculos con la cintura, ponían los ojos en blanco y se acercaban juntas hasta el tronco de haya para emular la actuación de sus compañeras. Cuando un retazo de lucidez se abría paso entre los vapores de la droga, se preguntaba si de verdad había oído a su madre decir lo que creía haber escuchado de sus labios:

—Esto es lo que has de hacer para someter a un hombre a tu dominio. Usa tu poder, hija. Siente ese poder en cada poro de tu piel y aprende a servirte de él para enloquecer a tu esposo. Niégale lo que te pida para luego dárselo poco a poco. Prométele, pero nunca le entregues todo lo que desee. Hazle siempre sentir que eres tú quien enloquece, aunque midas hasta el más mínimo suspiro. La Luna será tu cómplice.

A la mañana siguiente las cenizas se habían enfriado. Lentamente, procurando sobreponerse al dolor de cabeza, fueron regresando a sus casas, unas todavía alegres y otras fingiendo no recordar nada. Naya y Huma caminaban juntas, sin saber bien qué decirse. Sin decirse nada, en realidad, pues no existen palabras con las que expresar lo que ambas sentían en ese momento irrepetible. Aquélla había sido su primera despedida. El adiós a la niñez de Huma y a su inocencia, pero también el último ritual que presidiría Naya. Acaso el último encuentro de la Madre con sus hijas. El nuevo dios crucificado, había dicho el Guardián, prefería a los varones.

Cuando por fin llegaron al castro, éste bullía de actividad. Las hogueras habían anunciado durante la noche la inminente visita de una delegación foránea, informando con su lenguaje de fuego de que desde occidente se aproximaban gentes en son de paz. Acaso fuesen oficiales enviados por el príncipe para reclutar tropas, o simplemente vecinos necesitados de ayuda. Entusiasmado con la primera posibilidad, Pintaio discutía acaloradamente con su padre.

—Déme su permiso, padre, y le juro que honraré su nombre tanto como el linaje de madre. Déjeme marchar a combatir al sarraceno.

—Tienes sólo diez años, mocoso, ¿dónde ibas a ir? ¿Crees que el ejército de Alfonso combate con niños de tu edad? Anda a hacer tus tareas y no me molestes.

El chico sabía que era inútil insistir. Lo más que podría ganar sería un buen bofetón, seguido de una risotada que aún le dolería más. Pero él no pensaba desistir. Desde que tenía conciencia se veía a sí mismo peleando con algún otro chiquillo del pueblo, siempre en el papel de vencedor. No sólo era hijo de sus padres, lo que ya de por sí le otorgaba ciertos privilegios, sino que además era mucho mayor y más fuerte que cualquiera de sus amigos. Su anhelo más ardiente era marchar a la guerra. De hecho, esperaba poder engañar a los encargados de la leva sobre su edad, para conseguir que se lo llevaran a Cánicas y, desde allí, a cualquier lugar en el que hubiese mahometanos que matar. No tenía una idea clara de quiénes eran esas gentes ni de lo que habían hecho, pero sabía que eran enemigos de su pueblo. Invasores. Extranjeros llegados a Asturias con la espada en la mano, que había que expulsar de allí. ¿Qué otra tarea más importante podía plantear la vida?

De momento, sin embargo, habría que seguir esperando, porque los visitantes resultaron ser notables de un castro llamado Veranes, situado en las proximidades de Gegio, que venían a ofrecer su amistad, trayendo consigo presentes con la intención de obtener hombres para sus mujeres y esposas para sus hijos. Incluso se hacían acompañar de un escriba contratado en Lucus, a fin de poder rubricar y firmar sobre la marcha eventuales acuerdos matrimoniales o comerciales. En esos tiempos de tribulación, con los caminos repletos de bandidos, desertores del ejército de Alá en retirada, esclavos fugitivos y demás gentes de malvivir, viajar era una actividad harto peligrosa, que era menester evitar en lo posible. Cuantos más asuntos pudieran resolverse de una vez, tanto mejor para todos.

Aravo los recibió con los brazos abiertos. Llevaba ya cierto tiempo esperando una oportunidad así para concertarle a su hija una boda que le resultara ventajosa a él, por lo que aquellos jinetes eran la respuesta a sus plegarias. Un grupo de gente influyente, constituido por tres guerreros jóvenes, un magistrado y varios miembros del Consejo de Veranes, entre los cuales alguno reuniría los requisitos necesarios para conquistar a Huma y asegurar la sucesión del poder en Coaña, reforzando al mismo tiempo tanto su posición como su autoridad de patriarca mediante una alianza sólidamente trenzada. Naya se opondría al arreglo, como había anunciado, pero no viviría mucho tiempo para defender esa posición. Cuando dejara el camino libre, él no tardaría en forzar la voluntad de una adolescente. Sólo faltaba encontrar al candidato idóneo y negociar los detalles del enlace.

Como primer paso, decidió extremar la hospitalidad y ofrecer a sus huéspedes un banquete digno de reyes. Sin consideración alguna por la fatiga que mostraban todas las mujeres de la aldea, dispuso que fuera sacrificado un ternero bien cebado, además de abundantes pollos asados en la misma brasa, que serían acompañados de dulces de leche y miel, regados con cerveza y sidra, sin escatimar tinajas. En la gran casa de Juntas, cada cual ocupó el puesto que le correspondía alrededor del banco de piedra que bordeaba la estancia. Se fueron sentando por turno, de acuerdo con el protocolo ancestral, en función de su edad, de los honores que hubieran ganado al servicio de la comunidad, de su sangre y, por supuesto, de sus méritos militares. La mayoría de las féminas, a excepción de Naya, se quedaron fuera.

Mostrando su rostro más amable, Aravo agasajó a sus invitados con una comida que se prolongó durante varias horas, entre promesas de mutuo apoyo, propuestas de empresas conjuntas, chistes soeces y anécdotas bélicas, hasta que cayó la tarde y llegó el plato fuerte de la jornada. Como prueba de gratitud por su gesto de aproximación, los visitantes serían obsequiados con la posibilidad de compartir uno de los bienes más preciados de Coaña. Una historia contada por una auténtica Narradora, la última de su estirpe, cuya memoria ancestral seguía intacta, aunque las arrugas trazaran en su piel un paisaje escarpado.

Su nombre era tabú. Demasiado sagrado para ser pronunciado en voz alta. Todos en el castro la veneraban y se referían a ella como la Guardiana de la Memoria, la Contadora de Historias, la Narradora o simplemente la Anciana, con un respeto infinito. Sabía cómo recrear el fulgor de la batalla, vaciar los cielos y rescatar de la muerte a los guerreros caídos en combate, para poblar con ellos sus narraciones. De sus labios no salían sonidos sino emociones, que llenaban de gloria o de fracaso el corazón de quienes la escuchaban. Era el vestigio viviente de un pasado desaparecido. Un rescoldo apenas tibio entre cenizas. Con ella morirían los recuerdos de un pueblo que desde hacía siglos convertía sus hazañas en cuentos y las conservaba en la voz de esas mujeres entrenadas desde niñas para recoger el legado de sus madres, tal vez algo embellecidas, como merece serlo cualquier proeza, pero fieles a la verdad.

Ella no podría transmitir a nadie su talento. Ciega desde el nacimiento, aunque capaz de desenvolverse sin ayuda por los recovecos del castro, la Luna, o tal vez el Sol, la maldijo con una sucesión de hijos que nacieron muertos. Y a pesar de que al oír las sagas que contaba uno se trasladaba a otro lugar donde vivía una realidad distinta… a pesar de que su saber superaba con creces la imaginación más fértil… a pesar de que sus historias tenían el don de suspender el tiempo y hacer olvidar a cualquiera, por un instante mágico, la más cruda de las miserias… nadie reclamaría junto a su tumba la herencia de sus palabras. Cuando Coaña se convirtiera en una inmensa necrópolis, tal como había augurado el tempestiario, no habría quien recogiera el testimonio de su destrucción. Sólo Huma —pensaba Naya mientras se disponía a escuchar una postrera narración— sabría escapar al maleficio y convertirse en flujo engendrador de vida. Sólo su hija… si finalmente llegaba a cumplirse la profecía.

Fueron días de gloria y agonía que forjaron en sus llamas el alma de nuestro pueblo. El mundo era entonces joven, inocente. El honor valía más que la vida. Y la sangre de los valientes empapó la tierra astur.

La aldea entera se había congregado alrededor del viejo tejo, junto a las ruinas del recinto fortificado, a disfrutar del placer de un relato bien contado. El tiempo era cálido y seco, para fortuna de los hombres y maldición de los campos, pese a lo cual una hoguera generosa alumbraba la noche. Ella, la Guardiana de la Memoria, estaba sentada junto al árbol sagrado, vestida de blanco, con los ojos cerrados y las manos convertidas en pájaros acompañantes de esa voz experta en cambiar de inflexión en el momento adecuado e introducir el matiz más exacto para cada ocasión. El público ya estaba fascinado; rendido sin condición a la magia de la historia. Se había ganado su entrega absoluta con la primera frase y lo mantendría así mientras quisiera.

Hacía mucho tiempo que las águilas de Roma dominaban el mundo, pero nuestro pueblo seguía rechazando el yugo. Todos los territorios situados al sur de la gran cordillera habían sido sometidos a un poder tan gigantesco, tan absoluto y devastador como jamás se había visto antes. Ni las murallas más sólidas ni los guerreros más bravos lograban resistir el empuje feroz de sus tropas. Pero nuestro pueblo seguía rechazando el yugo. Construyeron calzadas para llegar hasta nosotros atravesando las montañas, arrastraron por ellas sus terroríficas máquinas de guerra, trajeron mercenarios de todos los rincones de su vasto imperio. Pero nuestro pueblo seguía rechazando el yugo. Entonces, en el año 726 desde la fundación de su Ciudad Eterna, 9 antes del comienzo de nuestra propia era, su príncipe, Augusto César, abrió las puertas del templo de su dios Jano y tomó él mismo las riendas de su ejército, pues nuestro pueblo seguía rechazando el yugo y rigiéndose por sus propias leyes.

Un murmullo de aprobación confirmó a la Anciana que sus palabras hacían mella en el auditorio, imbuido de fervor bélico.

César en persona, el mayor caudillo que vieron los tiempos, vino a Segisamo y allí estableció su campamento, abrazando toda la tierra de cántabros y astures con tres columnas de soldados armados hasta los dientes. Ni siquiera el océano estaba quieto, sino que nuestras espaldas eran batidas sin piedad por la escuadra de los enemigos, que nos acosaban como se acosa a las fieras en un ojeo.

Con tres legiones como plaga de langostas sometieron fortalezas, doblegaron ciudades y acorralaron a los cántabros en el monte Vindio, donde éstos pensaban que habrían de subir las olas del mar antes que las armas de Roma y sus estandartes. Sucumbieron los cántabros, no sin antes presentar una resistencia fiera. Pero nuestro pueblo siguió rechazando el yugo.

La Narradora hizo una pausa estudiada en el relato con el fin de que sus oyentes paladearan el sabor del orgullo patrio exaltado en su letanía. Era tan gris la existencia de aquellas gentes, tan avara en motivos de sorpresa, que revivir la emoción de esas jornadas legendarias proporcionaba a los espíritus el mejor de los alimentos. La grandeza es un atributo raro, aunque siempre apetecido, que todos buscamos a lo largo de la vida de un modo u otro. Por eso nacen los mitos y se fraguan las fábulas de las que se nutren las naciones para existir. ¿Qué otra cosa es una historia sino un anhelo compartido de escapar a la monotonía? ¿Y quién, en esa huida hacia el esplendor pasado, se preocupa por discernir la verdad de los adornos? ¿Quién se acuerda del horror, del dolor, de los gusanos que recorren las heridas viejas, del hedor del campo de batalla donde gimen los moribundos? Las sagas que dan forma a nuestros sueños están escritas con sangre. La gloria siempre huele a muerte, por mucho que la perfumemos. Los cuentos que escuchamos, sin embargo, revisten de púrpura esa fealdad, decididos a que la ignoremos.

Por ese tiempo los astures descendieron con un gran tropel de hombres de las nevadas cumbres que siempre han sido nuestro hogar y nuestro refugio. No lanzaron su ataque a ciegas, sino que plantaron sus tiendas junto al río Astura y dividieron sus cuantiosas fuerzas en tres columnas, con el fin de derramarse al mismo tiempo sobre los tres campamentos romanos, de acuerdo con el plan sabiamente trazado. Y se hubiera producido una lucha sangrienta, que los dioses habrían resuelto a buen seguro en favor de los nuestros, de no ser por la traición de los brigaencios, quienes avisaron a Carisio, el cual acudió veloz en auxilio de los sitiados.

De haber habido algún descendiente de aquellos traidores entre los presentes, habría sido descuartizado sin miramientos. Mas tal cosa resultaba a todas luces imposible. Nadie a esas alturas conocía ya siquiera el lugar en que moraron algún día los brigaencios, palabra que no se pronunciaba sin lanzar un esputo de desprecio.

La poderosa ciudad de Lancia acogió los restos del ejército en derrota y luchóse en ella tan encarnizadamente que, cuando muertos sus defensores, fue tomada por los soldados imperiales, éstos quisieron incendiarla para saciar su sed de venganza. A duras penas logró su general mantenerla en pie, frenando la ira de sus hombres, para subrayar así la humillación de los vencidos y convertirla en el mejor monumento de su victoria. Pero nuestro pueblo seguía negándose a aceptar el yugo.

Cruzados nuevamente los puertos de montaña en dirección al norte, hacia la seguridad de los más elevados picos, los supervivientes se hicieron fuertes en el Monte Medulio, a donde llevaron a sus mujeres, sus ancianos y sus retoños. Hasta allí los siguieron los legionarios de Roma, como lobos hambrientos. Durante el verano excavaron los perseguidores un foso de quince millas alrededor del monte, donde a costa de grandes sacrificios subsistía un puñado de irreductibles, que fueron sometidos a un asedio despiadado. Llegadas las nieves, los perseguidos empezaron por comerse todas las reservas de grano. Luego devoraron sus caballos. Y cuando hasta la miel faltó y el hambre se cebó en los más pequeños, prefirieron la muerte a la rendición. Por el hierro y mediante el fuego; con el veneno de los tejos que habían llevado consigo, las madres quitaron la vida a sus hijos antes de ser degolladas por sus maridos. Los jóvenes acabaron con los viejos y luego se suicidaron. La derrota y el cautiverio habrían sido mil veces más insoportables. Morir fue una liberación que acogieron cantando, para estupor de sus verdugos, pues no hay muerte más atroz que la esclavitud para quien ha nacido libre. Y nuestro pueblo jamás ha aceptado el yugo.

Más de un llanto sordo, contenido, rompía para entonces el silencio de la noche, cada vez que la Anciana detenía su relato a fin de darle tiempo a calar hasta lo más hondo de las almas. El trágico fin de los últimos guerreros astures no constituía una novedad para la mayoría de los presentes, que ya habían oído la historia en ocasiones anteriores, pero seguía embriagando los ánimos como la más potente de las pócimas. Pintaio, sentado en primera fila junto a otros chicos de su edad, sentía su corazón henchirse de ardor guerrero con cada palabra de la epopeya, decidido a emular las hazañas de aquellos héroes dijera lo que dijera su padre. Su lucha no sería contra las águilas de Roma, derribadas tiempo atrás de sus columnas imperiales, sino contra los hombres de la media luna. Ellos eran quienes hollaban ahora la tierra de sus antepasados y poco le importaba a él que rezaran a Dios o a Alá, mientras pretendieran sojuzgarle. Él tampoco aceptaría nunca el yugo. Fue un juramento que se hizo a sí mismo aquella noche, mientras la voz de la ciega reanudaba su narración. El veneno de la batalla había impregnado su corazón.

Recelando del amparo que los montes proporcionaban a nuestras gentes, cuya fiereza no tenía parangón, César les ordenó habitar en las llanuras y mandó prender fuego a muchos castros. Les obligó a excavar la tierra para provecho de otros e incluso enroló en su ejército a algunos de aquellos hombres, al principio encadenados y obligados a combatir por Roma, pero más tarde empujados por su insaciable apetito de lucha. Tan ávidos de combatir estaban y tan hábiles demostraban ser en ese oficio, que llegaron a integrar la propia guardia personal del gran príncipe de los romanos. Pues jamás ha habido luchadores mejores ni más leales que los astures, incapaces de vivir sin una espada en la mano.

Aun entonces, sin embargo, muchos siguieron resistiéndose a ser sometidos. Durante años dieron cobijo los bosques a partidas armadas de rebeldes al imperio que hostigaban al enemigo con emboscadas como relámpagos. En medio de la niebla, bajo un manto de lluvia o durante la noche, bajaban de sus nidos de roca y sorprendían a las patrullas, evitando el combate en campo abierto donde las lanzas y escudos romanos resultaban imbatibles.

Pintaio no tenía más que cerrar los ojos para imaginarse la escena: él mismo, subido a su fiel corcel, Beleño, arrojándose con un aullido contra un enemigo sin rostro y descargando un golpe mortal sobre la coraza de éste con su hacha de doble filo. Se veía lanzando la jabalina con la fuerza de un huracán y rematando a cuchillo a su adversario. Todo lo que quería en esta vida era luchar, ganarse el derecho a ser llamado «hombre», llevar a cabo una proeza inolvidable, formar parte de una historia como aquélla…

Tan pronto como el César salió de Hispania, dejando al legado Lucio Emilio, los astures se sublevaron de nuevo. Enviaron recado al gobernador de que querían entregarle obsequios para su ejército, pero cuando llegaron hasta su campamento los soldados enviados a recoger lo prometido, los condujeron a un lugar apartado donde fueron ajusticiados, en venganza por tantos hermanos llevados al sacrificio.

Las represalias fueron de una crueldad inaudita. Saqueados nuestros campos, incendiadas las ciudades que aún quedaban en pie y cortadas las manos de todos los capturados, para convertirlos en tullida carga de sus familias, los últimos reductos de rebelión fueron ahogados en sangre.

¡Ay de los vencidos!

El relato tocaba a su fin. Todos querían saber más, seguir desgranando el pasado, conocer el destino de esos desdichados, reducidos a esclavitud y condenados a trabajar en las minas de oro, pero por esa noche tendrían que conformarse con lo escuchado. El tono de la Anciana era ya comparable al de cualquier ocasión. Había perdido el halo de misterio que empleaba para desempeñar su arte y se había hecho vulgar. Sus ojos eran nuevamente dos cuencas vacías. Sus manos parecían viejas. La despedida que ofreció les supo a poco, aunque todos confiaran en que pronto habría más historias a la luz de la luna, aprovechando el verano.

Honremos la memoria de esos hombres y mujeres recogiendo su legado. Recordad que nuestro pueblo jamás ha aceptado el yugo.

Fue lo último que dijo. Huma se fue a dormir esperanzada por ese mensaje, sin saber lo que tramaba su padre con aquellos extranjeros de modales altivos que de pronto la miraban de una manera extraña. Pintaio se revolvió en su jergón toda la noche, urdiendo uno y mil planes para convertirse en soldado cuanto antes. Incluso Noreno sintió la tentación de abandonarlo todo y enrolarse, aunque la idea de perder a Huma le resultaba insoportable. Aravo siguió bebiendo con sus huéspedes hasta que todos cayeron borrachos. Naya, en la soledad del lecho, recibió una visita inconfundible. Soñó con el espíritu que anuncia la muerte. Vio claramente en el quicio de la puerta una figura inmóvil, salida de la nada, que no respondió a su saludo ni hizo ademán de moverse para dejarla pasar. Frágil, etérea, aureolada de luz, resplandeciente de belleza, tenía su rostro. Y un sueño plácido, de espigas tiernas, la acunó entre sus brazos.