40. Boom

∞∞∞

 

Esa misma noche volví a mi casa. Caminaba algo raro porque me punzaban los puntos. Apenas crucé la recepción del hotel quise sentarme a llorar. El mismo hotel de esa noche que nos dejamos llevar y nos lo montamos en el privado. El viento y el contacto con el exterior fueron una bocanada de oxígeno que en lugar de hacerme bien me abofetearon como aire tóxico. Nueva York, la ciudad que tanto amaba, empezaba a ahogarme.

Mi casa estaba limpia, olía a alguna cera para madera y suavizante. En la cocina no quedaba un rastro de sangre ni de la escena que narró Marc con tanto horror. Me dejé caer en el sofá y a riesgo de que mi madre pagara lo que no debía, le marqué a Salomón con dedos trémulos. Mientras sonaba yo apretaba los ojos.

—Hola, Paloma —respondió seco. Eso me dolió.

Me quedé ahí, en silencio, él tampoco dijo más. Su respiración tranquila, el sonido de algún blues sonando de fondo, ruidos sordos, yo imaginando la escena. Me dieron tantas ganas de abrazarlo que me dolió el cuerpo.

—Yo… lo lamento.

—No tienes que hacer esto.

—Es que no debí, yo… es mi culpa —ahogué un sollozo.

—Fue un accidente. Greg está recuperándose.

—Dile que me perdone, por favor. Debéis perdonarme, por favor.

Salomón suspiró, cansado.

—Se lo tendrás que decir tú, Paloma. Si te perdona o no lo hace es asunto suyo.

—¿Y tú?

—Yo, no lo sé.

—Salomón.

—Ve a dormir, Paloma.

Volvimos a quedarnos en silencio, yo empecé a llorar y Salomón colgó. Esa calma, ese tono tan indiferente y lejano me rompió en dos. Me lo merecía, con honores y trofeos. Pero no quería seguir sintiéndome de ese modo. Me quería morir de una buena vez.

Al día siguiente no soporté quedarme en casa y salí a andar, no me preguntes cómo ni por qué acabé en la habitación de hotel de Marc esa tarde y las tres siguientes. Cómo, apenas cruzar la puerta, me estaba quitando la ropa y dejaba que me usara a su antojo. Cómo mi cabeza procesaba la idea de que finalmente acabaríamos juntos, porque esa rabia con la que teníamos sexo era la forma de cobrarnos lo que él nos había hecho pasar. Era mi castigo, era mi propio infierno.

Discutíamos, nos decíamos un millón de cosas horribles, luego nos disculpábamos, había largos silencios, él deambulaba por la habitación, yo lloraba en un rincón mi miseria. Nos prometíamos no hacernos más daño y volvíamos a caer, a matarnos a besos, a desahogar las frustraciones en la cama.  Nunca en mi vida me había sentido tan lejos de mí misma, tan perdida y hundida. Y lo peor era que no pensaba ya en que saldría de ello, en que pasaría la oscura noche. No. Estaba resignándome a que, para mí, no había camino, que el día que Marc se cansara de mí, quien sabe dónde pararía. Porque estaba aferrada a él, a nadie más le importaba. Un día mis padres acabarían enterándose y les rompería el corazón y no quería ver eso, no quería estar ahí para que la decepción y la pena también me los arrebatara.

El jueves de esa semana luego de que me dieran el alta, volví a beber, era demasiado por gestionar. Era un cúmulo de emociones y vacíos que solamente Marc parecía llenarme. Y lo odiaba por eso, le llamé, le pedí que fuera enseguida, que no quería estar sola.

Pero no llegó y a mí la vida se me escapaba, no sé cómo decirlo, era como si mi vida dependiera de tenerlo allí. Cuando finalmente llegó, yo no era dueña de mí, estaba totalmente eufórica, bailaba sobre la cama alguna canción de esas que solo hablan de marihuana y sexo. Extrañamente me la sabía o eso juraba yo en medio de mi locura. Lo vi llegar y le sonreí, le invité a acompañarme y en respuesta me apagó la música.

—¡¿Qué coño te pasa?!

—Es lo que quiero saber, Paloma.

Me reí y di vueltas hasta caerme al suelo, allí me eché a llorar.

—¡Mira a lo que hemos llegado! —se quejó pasándose las manos por la cabeza, desesperado—. ¡No eres una cría, Paloma!

Me agarró por los hombros con fuerza.

—¡Suéltame cabrón, me estás lastimando! —Y volví a llorar y a gritar.

—¡Eres tú, Paloma! Tú te estas matando y yo no puedo seguir viendo como lo haces y no hacer nada.

—¡Qué novedad que quieras irte!

—Tengo que irme o acabaremos matándonos, tu primero porque está visto que estás fuera de control y yo por la puta culpa. —Se pasó las manos por la cara y se arrodilló en el suelo, me abrazó las piernas.

—Lárgate ya y deja que me muera. Ya no iré tras de ti.

Me abrazó por la fuerza.

—Mi Paloma, perdóname alguna vez.

Cargó conmigo hacia la ducha y el agua helada me trajo de un solo golpe a una realidad absurda llena de pena, de auto compasión. Ambos bajo la regadera, el agua mojándonos, la ropa pegada al cuerpo. Las lágrimas confundiéndose con el agua, la conciencia haciéndome un millón de reproches.

—Lo, lamento… lo lamento tanto. —Le dije llorando sobre su pecho. Me disculpaba por todo lo que le estaba haciendo a él, a mis amigos a Marcelo, a mis padres.

—Debes frenar… debes parar mi Paloma. Para por favor.

Recuerdo que me llevó a la cama, me seco la piel con delicadeza y le vi llorar. Mis dedos trémulos limpiaron sus lágrimas, seguía adormilada por el efecto del licor. Le dije que lo quería, que había sido el amor de mi vida, que no iba a poder olvidarlo nunca porque con verlo la piel se me ponía de gallinita. Que era tan guapo que me dolía  mirarlo, que quise morirme cuando lo vi con esa mujer y que nunca supe cómo hacer que fuera feliz.

Luego me ofreció una taza de té y me dormí.

Desperté con un dolor del infierno instalado en todo mi cuerpo, con la boca seca y el estómago revuelto. La vuelta a la realidad es un golpe seco contra el concreto y quien sabe cuántas veces tendría que pasar por ello. En la mesa había una nota de Marc:

Vas a odiarme, pero tengo que salir de tu vida. Tengo que ser valiente por ambos o acabará mal. Sé fuerte también, busca a tus amigos y diles todo, ellos te perdonaran y te ayudaran. Nena, quiero que seas feliz, te mereces serlo no te sigas destruyendo. Es mi culpa, no sé qué más hacer, pero para salvarte de ti misma primero debo salvarte de mí. Perdóname alguna vez y ojalá sonrías a los recuerdos, cada vez que pienses en mí.

 

Marc.

 

Inhalé profundo, me permití llorar en silencio y me hice un lavado de conciencia. Iría a buscar a Sarah, ella tal vez no estaría tan cabreada y sabría cómo ayudarme porque yo no tenía idea. Antes de salir miré a la cama, a la salita, al sillón. Era lo último que tendría de Marc. Era la última vez. 

—No puedo creerlo, Paloma. Hasta qué punto te llega a ti la inconsciencia. —Grace estaba tras la puerta, con su tripa monumental y un malestar de cara que me dejó fría.

—Grace… —lo dije con un rayo de ilusión en la voz. Alguien, finalmente alguien iba a buscarme.

—¿Esta es tu excusa médica? Venirte a encerrar en una habitación con Marc Shannon… ¿dónde te quedó la dignidad y la vergüenza, entre sus sábanas?

—Yo… —bajé la cabeza, arrepentida.

—Mírate, Paloma. No tienes cara, pareces una puta salida de un antro de mala muerte.

—¡No soy una puta! —grité descontrolada.

—¿Qué eres? ¿La reina de la inconciencia y los excesos? ¿Dónde está tu sensatez?

—Si viniste a eso… —intenté controlarme.

—Sí, vine a desilusionarme completamente de ti. A comprobar con mis ojos que estás perdida, que estás obsesionada con ese imbécil y por eso te has convertido en… esto.

—Gracias, Grace. Era lo que necesitaba oír. —Me di vuelta para irme.

—Díselo a Marcelo antes de que haga el ridículo de su vida.

—Díselo tú que se nota que estás que te mueres de ganas de hacerlo.

Me fui, a deambular por las calles sin rumbo. A pensar y tratar de despejarme la mente. Marcelo llamó en cuanto estuvo en el aeropuerto, le dije que lo vería luego porque no estaba en la ciudad. Me preguntó si todo estaba bien, mentí como ya era habitual y me tragué las lágrimas. Finalmente caí rendida de cansancio en una banca de un parque y allí pasé la noche. Me despertó el ruido de una escoba limpiando la acera. Abrí los ojos, el sol me cegó momentáneamente. Miré la hora, me apresuré a ponerme de pie y buscar un buen vaso de café. Llevaba algo de ropa en una bolsa así que busqué un baño público y me di una ducha. Caminé hasta la oficina y escondí la cara de cadáver que llevaba con unas gafas de sol. Me escabullí en la oficina por la escalera de emergencias y llegué a mi piso. Jake ya estaba merodeando por allí.

—¡Paloma!

—Hola Jake.

—¿Estás mejor? Se te ve muy mal, si necesitas otro día…

—No te preocupes —fingí una sonrisa. «Necesito morirme» dije para mí.

—Okey. Tus compañeros te pondrán al día. Hemos hecho algunos cambios.

—Iré a mi mesa.

Mi jefe también me miró con compasión. Era un despojo, eso era yo. Cuando entré ya nada era lo mismo. Mi oficina estaba dividida por cubículos. Lejos de la vista de Salomón y cerca de mis propios remordimientos. Me dejé caer en  la silla y encendí el ordenador. Busqué la carpeta compartida con las tareas pendientes y me puse manos a la obra. Unos minutos después entraron JJ en la oficina, no pudieron esconder su cara de asombro al verme.

—Paloma, ¿qué tal estás? —preguntó James.

—Bien para no preocuparte. Deja tus cosas y vienes a ponerme al día.

Salomón entró un rato después, el alma se me cayó a los pies. Iba perfecto, impoluto, muy suyo… imperturbable. Porque me vio y fue capaz de sostenerme la mirada, yo no pude. Yo quería tirarme a sus brazos a llorar mi maldita suerte.

—¿Todo preparado para mañana? —preguntó Jelena. Salomón se tensó.

—Sí, me tomaré la tarde. Hazte cargo de lo que quede pendiente.

Llevó la taza de café a sus labios y bebió un sorbo. Muy dueño de sí mismo, muy como si nada pasara. Muy como si yo no estuviera allí. Me levanté y casi corrí al baño. Tomé aire a bocanadas e intenté sosegarme. Al salir, estábamos solos.

—¿Qué te pasó en la pierna? —Me estremecí enterita, pero no de felicidad, sino de tristeza. Su voz fue como una bala de hielo calándome por dentro.

—Me caí.

—¿Y eso te incapacitó? —reproche puro.

—Si te molestó que no pudiera venir…

—A mí no me debe molestar, no soy tu jefe. Pero hay mucho trabajo atrasado que pudiste hacer desde donde estuvieras y que tuve que asumir.

—Lo lamento, yo…

—Será mejor que dejes de lamentarte y que te enfoques en el trabajo. Estaré fuera lunes y martes y hay una campaña que no da espera.

—¿Te vas a dónde?

—No te interesa, Paloma. Te estoy avisando porque eres mi superior. Ya sabrás cómo gestionarlo.

—Salomón…

—¿Qué?

—Necesito que hablemos.

—Si es de trabajo, puedo darte un minuto. Estoy con algo urgente.

—Es de los dos.

—No hay dos ni tres, Paloma.

—Salomón, por favor… necesito que me ayudes.

—No tengo tiempo para perder —respondió seco. Se dio vuelta y salió

Cada palabra, la expresión dura de su mirada y la indiferencia con la que me miró, chocaron contra mi cuerpo como misiles. No me perdonaría nunca.

Luego del almuerzo, ya no volvió. Yo me quedé en la oficina adelantando tanto como pude y evité pensar en mi desgracia provocada. Estaba apagando el ordenador y bebiéndome la taza de café un millón del día, cuando escuché pasos pesados y lentos. Me di vuela luego de advertir una presencia a mi espalda y me quedé de piedra.  Greg estaba de pie en la puerta, llevando una muleta como apoyo y algunas muestras en su rostro de raspaduras. Se me formó un nudo en la garganta.

—Hola, princesa —me derrumbé allí mismo. Una lágrima gorda me surcó la mejilla derecha. No merecía tanta dulzura de su parte.

—¡Estás bien! —dije en medio de un suspiro.

Sonrió y asintió.

—Fue un rasguño, los demás exageraron.

Ahogué los gemidos y respiré a trompicones.

—Lo siento, de verdad yo no quería decir lo que dije. Yo no sé por qué lo dije pero no debiste tomarlo en serio. No me tomes en serio nunca más.

Su sonrisa amable me traspasó el corazón.

—¿No vas a darme un abrazo?

Jadeé. Las manos me temblaron.

—No me lo merezco.

Greg, sin borrar esa preciosa sonrisa de su rostro, extendió sus brazos y asintió con la cabeza.

Me acerqué prevenida. Hasta que finalmente él me escondió entre su pecho fuerte y esos brazos de oso.

—Yo no soy Salomón, yo no estoy enojado contigo. Tú no te armaste una película, no fuiste a ahogarte en wiski escocés y cogiste el coche como un inconsciente. Todo lo hice yo, fue mi elección.

No distaba mucho de todas las cosas que había hecho los últimos meses. De tener coche tal vez no habría corrido con tanta suerte.

—Pero mentí.

—No mentiste. No señalaste, hablaste desde tu experiencia.

—No me justifiques.

—Alguien debe hacerlo, princesa.

Nos quedamos allí, yo no quería que me soltara porque si lo hacía me iba desmoronar.

—¿Te veré mañana? A eso vine. Salomón no te invitó pero yo si quiero verte allí.

—¿Mañana?

—Mañana será la unión civil.

Ya no fue una bala en el pecho fue una estaca en el corazón. Iba a hiperventilar. No sé de dónde saqué el valor para responderle.

—No lo creo, Salomón y las chicas estarán indispuestas con mi presencia.

—¿Ni por mí?

—Qué más quisiera, pero no debo.

Greg me acarició el pelo y limpió mis mejillas.

—Ya se les pasará. Lo prometo, cariño. Pero no te sienas sola, siempre me has tenido a mí de tu lado y me tendrás. Búscame si me necesitas.

—No quiero que discutáis por mi culpa.

—No te preocupes por eso. Preocúpate por ti, pero hazlo de verdad.

Su móvil empezó a sonar.

—Debo irme antes de que se dé cuenta de que no estoy comprando el pan propiamente.

Sonreí con los ojos anegados de lágrimas.

—Gracias.

Me besó en la frente dulcemente.

—Nada, princesa.

Quise darme consejos y decidí que debía volver a mi casa. Ver a Marcelo, decirle la verdad y disculparme con todo el mundo por ser tan imbécil. Uno siempre intenta darse consejos cuando sabe que se ha equivocado una y otra vez. Cuando estás en el abismo y quieres salir de él, el cuerpo se despierta, te da señales, te avisa. Y tú lo quieres con todas tus fuerzas, porque aparentemente ya tocaste fondo, ya perdiste suficiente, ya no soportas más. Y te crees la mentira de que así como entraste, vas a salir.

Y sí, hablo de una adicción. Mi enfermiza adicción a hacerme daño. Sin embargo, la soledad es la peor compañera en semejante batalla

Llamé a Marcelo, claro que lo hice. Su voz me calentó el alma. Sentí que tenía esperanza. Él no lo sabía, no me juzgaba, no huiría de mí. Me dijo que le diera una hora porque lo había tomado por sorpresa, que aunque me esperaba, el asunto del catering lo retrasó. Sesenta minutos que parecen tan poco dan para cometer una locura más, para volver a perder el control. No fue como que dije, tengo unos minutos, voy a enloquecer.  No. Fue que en la recepción de la editorial estaba la cara de Marc y la de su padre en un periódico. Era como un imán que me atraía y yo no hice mucho por resistirme.

Marcelo me dejó un mensaje con una dirección. Le dije que iría a la hora que me pidiera llegar y me senté a leer.

Palabra por palabra fui abriendo los ojos a ese mundo desconocido que quise evitar. No permití a Marc que me diera una sola razón, que me explicara su repentino cambio. Y me sentí miserable y egoísta. Me olvidé de todo lo que había hecho por nosotros, de su forma de quererme, de lo que habíamos construido. Supe por qué prefería callar y encerrarse en sí mismo, por qué decía que yo era su paz, por qué huía a Southampton cuando ya no podía más. Por qué renunció al bufete y por qué su relación perfecta acabó de la noche a la mañana. El reportaje no había podido ser de nadie más. Grace le cobró a Shannon por ella y de paso por mí.

Me levanté con la firme intención de buscar a Marc y pedirle que me confirmara lo que decía el periódico. Aunque sabía de sobra que Grace no inventaría semejante historia, no tenía ese tipo de imaginación. El periódico cayó al suelo y al recogerlo me encontré la sección de sociales, la noche anterior Marc y Emma anunciaron su compromiso.

—¡Cabrón, imbécil! —La ira me subió por las sangre en dos segundos y me nubló la razón.

En ese momento me colapsaron los pulmones, el pecho me dolió como si alguien me hubiera golpeado justo allí. Era como si el corazón se me callera de las manos, los dedos se me congelaron, la respiración inflaba mi pecho con mayor rapidez.

En ese momento supe que estaba completamente desilusionada.

En diez minutos estuve frente al piso de Ben. No era que estuviera segura de encontrarlo allí pero lo supuse, arriesgué y no fallé.

Le llamé un millón de veces y esas mismas veces desvió la llamada.

Necesitaba encararlo, decirle que era un soberano cobarde, que saltara el maldito obstáculo y dejara de ser un pijo sin sentimientos.

Al no recibir respuesta y ya no ser dueña de mí, cogí una piedra, golpeé los vidrios de su coche y luego le rayé la pintura con la fuerza que me daba toda la decepción que estaba sintiendo.

—¡Deténgase! —gritó alguien.

—¡Está loca! ¿Qué le pasa?

—¡Es un gilipollas! —berreé y casi me desgarré la garganta.

Los porteros de los edificios me detuvieron y un rato después iba camino a una comisaria en un coche patrulla.

Lloré en silencio, me di de bruces con la realidad. Pensé en Marcelo, en la única persona a la que no quería decepcionar.

Me reseñaron por escándalo, daños, o algo así. No me detuve a decir una palabra. Acepté lo que hice y me llevaron a una habitación con una mesa y dos sillas. Una mujer me dijo que podía llamar a alguien, que pagara los daños y una multa, firmara asistir a terapias para el control de la ira y podría volver a casa. Negué con la cabeza. No había a quien llamar.

Pasó mucho rato hasta que la puerta volvió a abrirse.

—Su abogado está aquí.

Elevé una ceja. El olor me lo dijo todo. Me estremecí, por cobarde, porque Marc seguía ejerciendo demasiado poder sobre mi pobre humanidad cansada de luchar contra él.

Cuando la puerta se cerró, todo el aire se vició de su aroma y de una tensión que si se apretaba un poco más nos tiraba el techo encima.

—Paloma…

—No sé qué haces aquí —espeté de muy malas maneras.

—La emprendiste contra mi coche.

—Pon la denuncia y lárgate.

—¿Quién va a sacarte?

—No serás tú, estoy segura. No quiero deberte nada. Deja la factura que yo me encargo.

Me miré los dedos, mis nudillos se ponían blancos.

—¿Estás muy gallita?

—Estoy que te retuerzo el cuello, la verdad, así que mejor vete.

—No puedes seguir haciendo esto, Paloma.

—Déjame en paz. Ve y cásate, arruínate la vida porque prefieres ser un cobarde contenido.

—Te dije que lo mejor para los dos es que desaparezca de tu vida, pero insistes en…

—Lo de hoy no tiene nada que ver con nosotros como pareja. No respondiste a mis llamadas así que no encontré otro modo de decirte lo imbécil que eres.

Marc se movió por entre las sillas, elegante, fuerte, decidido. A pesar de que su apariencia lucía desaliñada, seguía viéndose tan irreal e inalcanzable… se sentó en la silla frente a la mesa y puso las manos encima.

—No sé cómo decirte esto… —Una mano por el cabello, otra desajustando la corbata. Sí, le costaba un rato lo que iba a decirme.

Me azotó la conciencia, yo también debía reconocer algunas cosas.

—Si es por lo de las paredes, por los trajes… —bajé la cabeza.

—Las paredes, las corbatas, el alma… destroza lo que quieras, Paloma. Sé que me lo merezco.

Eso no me lo esperaba.

—Yo… —quería disculparme pero no antes que él.

Marc suspiró, hondo y desesperado. Estiró las manos y me tocó los dedos. La piel se me estremeció y me obligué a no apretar los ojos, pero la garganta sí se me cerró hermética.

—Lo siento muchísimo, Paloma. Yo no quería hacerte daño, no quería que esto llegara tan lejos… no imaginé que iba a perderte. Pero se me salió de las manos.

Exhalé fuerte. ¿A qué jugaba?

—¿Qué esperabas qué hiciera? No lo entiendo. Pudiste ser sincero, terminar conmigo o decirme directamente que veías a alguien más. ¿No merecía al menos que me lo dijeras a la cara?

—Esto es más complicado de lo que imaginas. No se trataba de decirte que veía a alguien más, era que lo aceptaras y que te quedaras.

—Ahora si enloqueciste —rebufé—. Que sí, que hubo un momento en que estuve tan enamorada que habría hecho cualquier locura, pero compartirte no entraba en la lista. Suficiente tuve con tener que soportar lo que tu padre me hizo soportar. Ya luego perdí completamente la chaveta y mira en lo que voy.

—Paloma… yo te quiero. Eres y serás mi vida. Sabes lo que hemos superado, has perdonado lo peor de mí. Pero te destruí.

—¡Porque nunca me lo dijiste todo! No puedes jugar a pedir sin dar, Marc. Nunca supe lo que te atormentaba, no me hablabas de tus problemas y así no podíamos ser una pareja con futuro.

—¡Es que no pude, joder! Con decírtelo no iba a conseguir solucionarlo, y en su momento solo ibas a preocuparte y tú eras… eres el lugar dónde descanso, dónde no hay problemas. Contigo estaba la calma, la tormenta la dejaba en el trabajo y desde que no estás no consigo paz…

Marc se aferró a mis manos, a pesar de sonar tan contrariado, pudo hacer que sus palabras fueran contundentes. Y que en el estómago me creciera una hoguera que solo él sabía encender.

—Ya no puedo quererte, hacer como si nada luego de lo que me ha dolido esto. De lo que he hecho a mi vida, del modo en que me destruí.

—Lo sé, Paloma. Como que lo nuestro no puede ser.  —Se levantó en un solo movimiento y metió las manos en sus bolsillos.

Yo me levanté también.

—¿Y si no íbamos a regresar, por qué me buscabas? ¿Por qué lo sigues haciendo? Aléjate definitivamente. No te despidas, no seas un fantasma.

Con las manos en los bolsillos, pegó la frene a la pared. Yo lo sabía, algo demasiado pesado para sus hombros estaba soportando. Las lágrimas se acumularon en mis ojos, hice un esfuerzo sobre humano para no correr hasta él, abrazarlo y decirle que sí, que yo soportaría lo que fuera por él. Pero no podía, fueron demasiadas lágrimas, demasiado dolor, demasiadas preguntas, demasiadas noches de frío. Lo amaba, lo odiaba, lo extrañaba… era la misma tortura en las mismas proporciones. Acercarme era retroceder, era obviar lo que tuve que pasar, dar un paso hacia él sería aceptar que mi vida sin él no tenía sentido. Y ya era suficiente.

—¿Es tan difícil saltar el obstáculo? —La voz me sonó más débil de lo que esperé.

Marc se dejó caer por la pared. No pude resistirlo, nunca, en tres años, jamás le vi derrumbarse (al menos sobria) y eso me arrugó el alma. Llegué a su lado y le abracé, mi piel reaccionó al sentir de nuevo su calidez, mi corazón latió desbocado y las manos me temblaron.

—Debes sacarlo de ti. Debes liberarte.

—Sabes que mi trabajo se basa en encontrar fallos y convertirlos en ventajas. Pero no es el caso. No se trata de mi… se trata de mi familia.

—Se trata de tu padre, siempre se trata de él.

—Esta vez va más allá. Y soy el único que puede hacer algo. Mi padre tiene algunos problemas, ha perdido mucho dinero… mi relación con Emma es la solución. Tendré que trabajar para la cadena de hoteles de su padre, pero asumirá la deuda en un solo pago.

—¿Qué cosa? No es la edad media, Marc.

—Paloma, en el círculo social en el que me nuevo, hay cosas que no evolucionan.

Se levantó, resignado a su suerte. Como un caballero que no se puede permitir dudar de su misión.

—Solo quería que lo supieras.

—No puedes ser tan cobarde —espeté al verle darse vuelta—. Ya lo sabe todo el mundo, la noticia está por todas partes. ¿Qué vas a salvar?

Se giró y me encaró. A pesar del dolor que me causaba verle mal, soporté su mirada.

—¡¡¿No hiciste tú lo mismo con tu hermano?!!

—De ninguna manera es lo mismo, Marc. Mi hermano arriesgó y perdió. Pero no me manipula, ni me exige que sea lo que no soy ni quiero ser.

Se agarró la cara a dos manos. Luego me tomó por los hombros.

—Dime lo que harías en mi lugar. —Me dio miedo verle exigir una respuesta como si yo fuese portadora de la solución a sus problemas.

—Me negaría sin importarme las consecuencias. Porque sabes bien que lo único que va a pasar es que él pierda su prestigio. Pero eso es mejor a vivir sin dignidad.

Marc resopló y me soltó.

—No todo es tan simple en la vida, Paloma. —Tomó camino a la salida.

—Lo es Marc, pero tú decides arruinar tu vida porque escoges el camino difícil. Y te lo digo yo que elegí el peor y ya no sé cómo salir de él.

Se sentó en el suelo. El silencio apenas se cortaba con el ruido que hacía el foco.

—¿Recuerdas los viajes a Southampton? Son mis recuerdos más felices —dijo luego de un rato.

—Marc no hagas esto… —le pedí con voz temblorosa.

—Paloma, te estoy diciendo adiós y quiero que sepas todo lo que contigo fui, que nunca me sentí solo, que adoraba tu risa, que el olor de tu pelo es único, que te sentía tan frágil que siempre supe que algún día te iba a romper. En las noches me despertaba a cubrirte porque siempre terminaban las mantas en el suelo, a veces hablabas dormida y reñías con alguien. Y cuando no te quedabas, la cama se me hacía inmensa. Verte en la cocina era un afrodisiaco intravenoso…

Apreté las lágrimas en la garganta.

—Pero también hubo días malos. Eras muy acartonado y manipulador.

—Pero no discutimos tanto…

—No, pero cuando lo hicimos fue por todo lo alto.

—Qué ganas de devolver el tiempo —expresó con un suspiro.

—Lo nuestro siempre estuvo cogido con pinzas, Marc.

—Pero fue real.

—Lo fue. Y es lo que nos queda.

Volvimos a las palabras mudas. A no poder decir todo lo que sentíamos por miedo a arruinar lo poco que habíamos avanzado.

—¿Alguien más te ha enviado setenta ramos de rosas?

Negué con la cabeza mientras sonreía.

—Vas a necesitar más que eso para que te perdone esta vez.

—Eras mi caso setenta.

—¿Qué?

—Que el día que te vi por primera vez y toda esa bochornosa confusión, enfrentaba el caso número setenta. Por eso envié setenta ramos.

—Nunca lo dijiste…

—Lo estuve guardando para nuestros votos.

«¡Dios! ¿Por qué, por qué?»

Me levanté, las piernas me temblaban.

Marc también se levantó. Me cogió de la muñeca y su respiración acarició mi cuello. El cuerpo entero me vibró.

—Perdóname alguna vez,  Paloma. Por no ser lo que merecías.

Con mi pulgar le acaricié suavemente la mano. Nos miramos, suspiramos y Marc me atrapó en sus brazos dejando escapar un suspiro que más parecía un quejido.

—No… —le supliqué.

Lo que hice fue apretarme contra él con la misma intensidad de ese abrazo desesperado. Hundí la nariz en su pecho y respiré su olor… lo echaba tanto de menos que aun teniéndolo conmigo supe que ya no estaba allí. Ya no era él. Ambos estábamos perdidos, ambos nos equivocamos.

—¿Cuándo dejamos de luchar? —pregunté sobrecogida.

—Cuando nos resignamos a que por más que lo intentásemos, nada cambiaría.

—¡No te cases, Marc!

—Paloma… —me aferró con más determinación—. Daría lo que fuera por poder negarme, por escapar y llevarte conmigo al último rincón del planeta donde nada nos pueda alcanzar.

—No lo hagas por mí, hazlo por ti. Es tu vida, te mereces cometer tus propios errores.

Sentí mis mejillas húmedas.

—Debo irme —resolvió pero en su cuerpo no había intención de moverse.

Entonces, sus dedos limpiaron mis lágrimas y sus ojos velados de culpa y tristeza me miraron intensamente. Le toqué las mejillas y entreabrí los labios para dejar escapar un suspiro. Un segundo después nos besamos. Un beso que nunca creí dar o recibir.

Yo que creí que un beso nunca podría causarme dolor…

Que era más elocuente que las palabras…

Aquel me significó una agonía pasmosa. Le estaba diciendo adiós, para siempre, al más grande amor de mi vida.

—Tienes que buscarte, Marc.

—Y tú tienes que salvarte. Te sacaré de aquí, así estaremos a mano.

Me separé y asentí.

Ojalá sintiera dolor y no pena.

Marc iba a casarse porque finalmente no consiguió el valor de saltar el obstáculo. Creo que siempre vio a su padre como un muro en lugar de un escalón.

Es cierto que cuando decidimos hacerlo no hubo pedida de mano, ni rodilla en el suelo o un diamante escandalosamente caro. Solo estábamos acostados en la cama pensando en lo que significaría tener un hijo con nuestros horarios y todo lo que vino después de esa conversación.

A mí no me importó, en el momento, que no lo hiciera de un modo tan romántico. Me sentí feliz y angustiada porque de la noche a la mañana me convertiría en esposa y madre. Pero Marc se lo tomó como su tabla de salvación y fue por eso que le decepcionó tanto que nuestro hipotético hijo no fuese real. Luego de eso fue cuando ambos nos dimos cuenta que nuestras vidas no iban con rumbo a ninguna parte. Simplemente nos mecíamos al vaivén del viento y dejamos de luchar por estar juntos. Yo dejé de acompañarle a eventos sociales y él dejó de defenderme frente a su padre.

Nos dimos por vencidos y eso nos mató.

Lloré luego de que se fue, aún lloro cuando recuerdo ese último beso. Porque todos nos merecemos tener un último beso para atesorar. Pero entendí que era hora de dejarlo atrás, que aunque lo quisiera debía seguir con mi vida porque lo nuestro no iba a dar vuelta a la página y dejarnos en el capítulo más feliz de nuestras vidas. Porque quererlo me dolía y me hacía daño. Iba a dejarlo ir, aunque me doliera tanto como quererlo.