Conversación de Ottavia Bassetti con Ilya Prigogine
Profesor Prigogine, usted nace en Moscú en 1917, el año de la revolución, pero cuando tiene cuatro años su familia abandona Rusia y se desplaza a través de Europa, para establecerse en Bélgica en 1929. Refiriéndose a aquellos años, usted se ha descrito alguna vez como un adolescente interesado por la historia, por la arqueología, por la música, apasionado por la filosofía. ¿Por qué, en cambio, en el momento de matricularse en la universidad prefiere estudiar química y física?
Creo que deberían tenerse en cuenta dos formas distintas de inestabilidad que se han sumado la una a la otra. En primer lugar la inestabilidad de la adolescencia, cuando se busca la propia vocación: aquellas cosas que entonces pueden parecer pequeñas mutaciones, a la larga traen consecuencias notables. Mi hermano, que me lleva cuatro años, había estudiado química, y también mi padre era ingeniero químico, pero en casa, tal vez porque yo hablaba mucho, se daba por supuesto que estudiaría derecho. Yo mismo estaba convencido de ello, pero, curiosamente, en cierto momento empecé a acercarme a la psicología, la psicología me llevó a la biología, y de aquí el paso a la física y a la química fue realmente breve. Así descubrí campos que ignoraba totalmente, muy lejanos del griego, del latín y, más en general, de los estudios humanísticos clásicos en los que estaba metido en aquella época. Al principio me encontraba más bien sorprendido al penetrar en un universo que apenas conocía, y tal vez fue en aquel momento cuando sentí ganas de profundizar: ésta es la que yo llamaría la inestabilidad de la adolescencia.
A esta inestabilidad de la adolescencia se juntó la inestabilidad del período anterior a la guerra. En aquel momento todos sentíamos su inminencia que, evidentemente, nos ponía frente a graves interrogantes. ¿Qué profesión se podía escoger en tiempos tan difíciles e inciertos?
La vida del arqueólogo o del músico parecían entonces más arriesgadas que las del físico o del químico. Es quizás todo este conjunto de consideraciones lo que me llevó a escoger la química y la física.
En 1941 usted consigue el doctorado e inicia su actividad de investigador. ¿Qué significa ocuparse de la investigación en plena segunda guerra mundial?
Para responder tengo que precisar algunos hechos. En 1940 intenté alcanzar el sur de Francia, como casi todos los jóvenes belgas, pero los alemanes ya nos habían cortado el camino, y así, como muchos de mis compañeros, tuve que volver a Bélgica.
Hay que decir que, en aquel momento, la mayoría de mis profesores de la universidad pensaban que la guerra estaba prácticamente terminada, que Alemania había vencido y que, por tanto, lo único que podía hacerse era adaptarse a la nueva situación. Por esta razón, en un primer momento, proseguí mi trabajo de investigación y presenté mi tesis de doctorado.
Pero poco después de la tesis, la Université Libre de Bruselas interrumpió su actividad. Hasta aquel momento había tenido un discreto margen de autonomía, pero después las pretensiones del comisario alemán llegaron a ser tales que obligaron a la universidad a cerrar.
Así surgió un nuevo problema, el de continuar enseñando a los estudiantes, y entonces me metí de lleno en la actividad pedagógica clandestina. Fue mi primera experiencia práctica; se daban clases en las casas particulares, en las enfermerías de los hospitales, donde se podía.
No puedo decir, naturalmente, que me haya ocupado mucho de la investigación; el período transcurrido entre 1941 y el fin de la ocupación alemana fue sobre todo de reflexión, dominado por un gran acontecimiento como la segunda guerra mundial. A veces me pregunto si la insistencia que sobre el tiempo hago en mis trabajos no proviene de alguna manera de mi vida de emigrado, en primer lugar, y después de esta experiencia que me ha hecho testigo de acontecimientos tan importantes. Los que viven en la segunda mitad del siglo XX no pueden darse cuenta de cómo era el mundo en los años cuarenta, cuando Mussolini, Hitler y Stalin se repartían gran parte del poder mundial.
Creo que haber pasado a través de aquellos años me ha dado una fuerte conciencia de la realidad del tiempo. Como recuerda a menudo Popper, el tiempo no puede ser una ilusión porque sería como negar Hiroshima. Y en cierta medida, cuando hablo de esta realidad del tiempo, tal vez estoy hablando de mi propia vida.
El tiempo-real de la biología y el tiempo-ilusión de la física son dos concepciones del tiempo sobre las cuales usted vuelve continuamente en su libro La Nueva Alianza,[4] por ejemplo cuando habla de la polémica entre Bergson y Einstein. ¿Piensa que estas dos posiciones son siempre inconciliables?
Antes de responder, quisiera en primer lugar insistir sobre el hecho de que el tiempo exterior a la física, empujado en cierto sentido fuera de la física, es en realidad un elemento común a Bergson y Einstein, y también a otros, por ejemplo Heidegger. Se trata de un problema que supera en gran medida la controversia entre Bergson y Einstein; para situarlo en su justo lugar hay que volver a las fuentes del pensamiento filosófico occidental.
Aristóteles dice que el tiempo es el estudio del movimiento, pero —añade— en la perspectiva del antes y del después.[5] Pero, ¿de dónde viene esta perspectiva del antes y del después?
Aristóteles no da una respuesta: afirma que tal vez es el alma la que efectúa la operación.
Einstein retoma la misma pregunta: ¿dónde está el tiempo?, ¿tal vez en la física? Y responde que no. En una conversación con Carnap dice textualmente: «El tiempo no está en la física».
Si escojo el punto de vista de la física, el tiempo, en cuanto reversibilidad, es ilusión y por tanto no puede ser objeto de la ciencia. En este punto, curiosamente, Einstein coincide con Bergson y con Heidegger: Bergson sostiene que el tiempo no puede ser objeto de la ciencia, porque es demasiado complejo para la ciencia.
Entonces, ¿por qué pienso yo en cambio que estamos entrando en un período de resistematización conceptual de la física? Porque hoy vemos fenómenos irreversibles en la naturaleza y comprendemos el papel constructivo de estos fenómenos irreversibles. Vemos cómo se forman estructuras, vemos cómo algunas regiones del espacio se organizan gracias a la irreversibilidad.
Estos fenómenos irreversibles nos pueden dar ahora aquella perspectiva del antes y del después que buscaba Aristóteles. Nuestra tarea actualmente es la de incorporar esta irreversibilidad en la estructura fundamental de la ciencia.
Hoy, bien o mal, todos están de acuerdo sobre la importancia de la evolución en cosmología, en las partículas elementales, en biología, en las ciencias humanas; todos están de acuerdo en la importancia del tiempo.
Sin embargo, no hay acuerdo sobre un interrogante crucial: «¿Hay que reconsiderar las estructuras de base de la física? ¿No se debería poner la irreversibilidad en la base de la mecánica cuántica, de la mecánica clásica, de la relatividad, puesto que ya no podemos considerar el tiempo como una aproximación?». Deberíamos considerar el tiempo como aquello que conduce al hombre, y no al hombre como creador del tiempo. Éste es en el fondo el punto en cuestión. Y sobre este punto, sin embargo, no hay unanimidad entre los físicos. Es un punto sobre el cual existen muchas y diversas opiniones.
Uno de mis mejores amigos y colegas, John A. Wheeler,[6] un eminente físico muy conocido, ha desarrollado el concepto de «observer participancy description» del universo. En esta descripción es el observador, el hombre, la conciencia, lo que crea el tiempo, el cual no existiría en un universo sin hombres y sin conciencia.
Mientras que para mí, al contrario, el hombre forma parte de esta corriente de irreversibilidad que es uno de los elementos esenciales, constitutivos, del universo.
Por tanto, aunque la polémica entre Bergson y Einstein está hoy superada, el debate prosigue no obstante en otros planos. Vuelve la cuestión: ¿el tiempo es, tal como pensaba Bergson, esencial y, en cuanto tal, nunca científico? ¿O bien es accesorio, como pensaba Einstein?
Yo estoy convencido de que el tiempo sí es un objeto de la ciencia. Ha de tener su lugar en la estructura de la ciencia moderna, y este lugar, a mi parecer, es fundamental, es el primero. Hay que pensar, pues, el universo como una evolución irreversible; la reversibilidad y la simplicidad clásicas resultan entonces casos particulares.
Mucha gente ha visto en sus reflexiones la búsqueda de una concepción rigurosamente laica del tiempo…
«Laico» es una palabra que puede tener muchos significados. Si lo que usted quiere decir es que la concepción clásica, en la cual el tiempo es relegado fuera de la física, es una concepción que atribuye al hombre poderes casi divinos, estoy de acuerdo, porque creo efectivamente que la ciencia está hecha por el hombre, que a su vez es parte de la naturaleza que describe. La idea de una omnisciencia y de un tiempo creado por el hombre presupone que el hombre es diferente de la naturaleza que él mismo describe, concepción que considero no científica. Seamos laicos o religiosos, la ciencia debe unir el hombre al universo. El papel de la ciencia es precisamente el de encontrar estos vínculos, y el tiempo es uno de éstos. El hombre proviene del tiempo; si fuese el hombre quien creara el tiempo, este último sería evidentemente una pantalla entre el hombre y la naturaleza.
Así pues, desde este punto de vista, mi respuesta es que, en efecto, ésta es una concepción laica, y creo que la ciencia tiene que ser laica, sean cuales sean las extrapolaciones que se nos pueda permitir más allá de la ciencia.
En esta concepción del tiempo, el Big Bang no se puede reproducir. ¿Es por tanto la idea de un universo en continua evolución?
Yo creo efectivamente en una evolución continua del universo, y creo que todas las teorías que pretenden describir cuál va a ser el estado del universo dentro de algunos miles de millones de años son prematuras y simplistas. Porque las grandes líneas de la historia del universo están hechas de una dialéctica, si puedo expresarme así, entre la gravitación y la termodinámica, o, si se quiere, entre Einstein y Boltzmann.[7]
A este nivel no disponemos todavía de una buena teoría unitaria de la gravitación y la termodinámica. Es un problema que me interesa mucho, y en el cual estoy trabajando ahora mismo. Estoy convencido de que hay una estrecha relación entre la termodinámica y la gravitación.
En estas condiciones, el futuro del universo no está determinado de ninguna manera, o por lo menos no lo está más que la vida del hombre o la vida de la sociedad. A mi entender, el mensaje que lanza el segundo principio de la termodinámica es que nunca podemos predecir el futuro de un sistema complejo. El futuro está abierto, y esta apertura se aplica tanto a los sistemas físicos pequeños como al sistema global, el universo en que nos encontramos.
Pero lo que vemos delante de nosotros, esto es, la evolución biológica y la evolución de la sociedad, es ciertamente una historia del tiempo, una historia natural del tiempo. Sabemos en efecto que, junto al tiempo mecánico, la irreversibilidad lleva a tiempos químicos, a tiempos internos, y la diferencia entre una reacción química que podamos alimentar y la vida es que, en el caso de la reacción química, cuando cesamos de alimentarla, este tiempo interno muere.
Por el contrario, con la aparición de la vida, nace un tiempo interno que prosigue durante los miles de millones de años de la vida y se transmite de una generación a otra, de una especie a otra especie, y no sólo se transmite, sino que se hace cada vez más complejo.
Así como hay una historia de las máquinas calculadoras que en un tiempo astronómico dado consiguen realizar cada vez más cálculos, del mismo modo hay una historia biológica del tiempo que corresponde a una estructura de este tiempo cada vez más compleja. Podemos leer esta estructura en el tiempo musical, por ejemplo, y confrontar cinco minutos de Beethoven con cinco minutos del movimiento de la Tierra.
El movimiento de la Tierra prosigue uniformemente durante estos cinco minutos. En cambio, en los cinco minutos de Beethoven hay aceleraciones, disminuciones de la velocidad, vueltas hacia atrás, anticipaciones de temas que aparecerán sucesivamente; un tiempo, pues, mucho más independiente del tiempo externo, que no podría ser concebido por otros organismos menos evolucionados.
Leer la historia del universo como historia de un tiempo autónomo, o de una autonomía creciente del tiempo es, en mi opinión, una de las tentaciones interesantes de la ciencia contemporánea.
Hablando de tentaciones, desde el inicio de sus investigaciones usted se ha orientado hacia la investigación de los fenómenos irreversibles, aunque era un período en el que la mayor parte de los científicos consideraba esta rama de la termodinámica bastante estéril. ¿Qué fue lo que le atrajo hacia esta dirección?
Creo que no se puede entender esta elección sin volver a mi pequeña biografía personal. En el fondo, he llegado a las ciencias «exactas», por así decirlo, a partir de las ciencias humanas. Por tanto, la idea del tiempo y, ligada a ésta, la idea de la complejidad, han estado siempre presentes en mis reflexiones. En definitiva, me he orientado hacia la ciencia de la complejidad que es, históricamente, la termodinámica. Sí, desde el punto de vista histórico, la idea era que el gran éxito de la ciencia consistía en descomponer los sistemas en piezas, en átomos, en moléculas, en partículas elementales, en biomoléculas, en individuos, mientras que la única ciencia que se esforzaba en ver el conjunto, aunque sin conseguir grandes resultados, hay que reconocerlo, era la termodinámica.
Tiene usted razón, la mayor parte de los físicos, de los grandes físicos, a quienes informé de mi proyecto de ocuparme de la termodinámica, se habían opuesto, sosteniendo que era una elección ridícula. Pero curiosamente, tal vez porque soy testarudo de carácter, o porque aquello correspondía a una exigencia profunda que superaba los mismos interrogantes científicos, me empeñé hasta el fondo. Quizá sea por esto que seguí en la investigación de la termodinámica.
¿Y en qué punto estamos hoy?
Pienso que hemos llegado a una encrucijada. ¿Nos encontramos ante un universo mecánico o ante un universo termodinámico? ¿Qué es lo que hay primero, las leyes reversibles de la mecánica, de la mecánica cuántica, de la relatividad? ¿O la dirección del tiempo, como decía Aristóteles, la perspectiva del antes y del después? Los términos de la cuestión han cambiado mucho en el curso de mi carrera científica.
Uno de los nuevos conceptos surgidos de su investigación es el de estructura disipativa[8] al que llega en 1967, al término de una fase de trabajo iniciada en 1947. ¿Cuáles han sido las ideas guía, los momentos decisivos de estos veinte años?
Al observar esta evolución puede sorprender el hecho de que hayan sido necesarios más de veinte años para dar este paso, pero, por otro lado, se trataba de un campo que había sido poco estudiado, que no se presentaba de una manera muy interesante, y en estas condiciones no había direcciones ya trazadas, no había un punto de referencia fijo capaz de indicar el camino.
Cuando empecé, la termodinámica era una termodinámica del equilibrio. Y tuve que seguir un recorrido a caballo entre el equilibrio y lo que estaba alejado del equilibrio. Existía, es verdad, una teoría para los puntos próximos al equilibrio, que era la teoría de Onsager[9] y otros, pero había muy poco sobre lo que se podía hacer lejos del equilibrio, un campo que, por otra parte, queda todavía por explorar.
La novedad a la que fui llegando poco a poco, y que constituyó para mí una verdadera sorpresa, fue que lejos del equilibrio la materia adquiere nuevas propiedades, típicas de las situaciones de no-equilibrio, situaciones en las que un sistema, lejos de estar aislado, es sometido a fuertes condicionamientos externos (flujos de energía o de sustancias reactivas). Y estas propiedades completamente nuevas son del todo necesarias para comprender el mundo que tenemos alrededor.
La expresión «estructura disipativa» encuadra estas nuevas propiedades: sensibilidad y por tanto movimientos coherentes de gran alcance; posibilidad de estados múltiples y en consecuencia historicidad de las «elecciones» adoptadas por los sistemas. Son propiedades, estudiadas por la física matemática no lineal en este «nuevo estado de la materia», que caracterizan los sistemas sometidos a condiciones de no-equilibrio.
¿Me podría dar un ejemplo?
En condiciones de equilibrio, cada molécula ve sólo lo más próximo que la rodea. Pero cuando nos encontramos ante una estructura de no-equilibrio, como las grandes corrientes hidrodinámicas o los relojes químicos, tiene que haber señales que recorran todo el sistema, tiene que suceder que los elementos de la materia empiecen a ver más allá, y que la materia se vuelva «sensible».
Ahora bien, yo no soy biólogo, pero es evidente que respecto a la vida esto tiene un gran significado. La vida no es solamente química. La vida tiene que haber incorporado todas las otras propiedades físicas, es decir la gravitación, los campos electromagnéticos, la luz, el clima. De alguna manera se requiere una química abierta al mundo externo, y sólo la materia alejada de las condiciones de equilibrio tiene esta flexibilidad. ¿Y por qué esta flexibilidad? Cuando estamos lejos de las condiciones de equilibrio, las ecuaciones no son lineales; hay muchas propiedades posibles, muchos estados posibles, que son las distintas estructuras disipativas accesibles. En cambio, si nos acercamos al equilibrio, la situación es la contraria: todo resulta lineal y no hay más que una sola solución.
He necesitado algún tiempo para llegar a esta concepción, que en aquel momento representaba una novedad absoluta. Ahora, naturalmente, se han añadido muchas otras cosas, los atractores, la sensibilidad a las condiciones iniciales, el azar determinista, pero todo esto ha ido viniendo después.
Si usted me pregunta cuáles son los elementos que me han influido, yo citaría en primer lugar el libro de Schrödinger What is Life?,[10] un libro muy interesante, a menudo profético, que intenta comprender la estructura de las biomoléculas. Schrödinger hablaba de cristales aperiódicos, y ésta es una visión realmente profética, pero cuando llegaba al orden biológico, decía: «Tiene que haber algo en el mecanismo de la vida que impide que la vida se degrade, debe haber algún fenómeno irreversible»; pero no tenía nada que decir sobre este fenómeno.
A mí me vino la idea de que es la función la que crea la estructura. Tomemos una ciudad: la ciudad vive gracias a que intercambia materias primas o energía con el campo que la circunda. Es la función la que crea la estructura. Pero la función, el flujo de materia y de energía, es evidentemente una situación de no-equilibrio.
El libro de Schrödinger me hizo intuir en 1945 que los fenómenos irreversibles podían ser el origen de la organización biológica, y desde entonces esta idea no me ha abandonado nunca.
Otra obra que me ha influido, aunque pueda sorprender, es el libro de Jacques Monod El azar y la necesidad.[11] Yo no estaba nada de acuerdo con Monod, porque él ponía la vida fuera de la materia, como un epifenómeno debido al azar, pero de alguna manera ajeno a las grandes leyes.
Lo que había aprendido de la termodinámica me permitía tener una concepción totalmente distinta. Según mi punto de vista, la vida expresa mejor que cualquier otro fenómeno físico algunas leyes esenciales de la naturaleza. La vida es el reino de lo no-lineal, la vida es el reino de la autonomía del tiempo, es el reino de la multiplicidad de las estructuras. Y esto no se ve fácilmente en el universo no viviente.
En el universo no viviente hay estructuras, efectivamente, existe lo no-lineal, pero los tiempos de la evolución son mucho más largos. Mientras que la vida se caracteriza por esta inestabilidad que hace que veamos nacer y desaparecer estructuras en tiempos geológicos. Y es por esto que voy aún más lejos y digo: la vida humana, la vida de las sociedades nos permite observar este fenómeno todavía mejor, porque en este caso lo vemos en una escala de tiempo todavía más corta.
En definitiva el libro de Monod, con el que no estaba nada de acuerdo, me permitió tomar más conciencia de la cuestión metafísica que estaba en juego, porque, y ésta es su grandeza, se atrevía a plantear los problemas en toda su generalidad, en su grandeza, que yo definiría como metafísica.
Así, su libro me hizo tomar conciencia de la importancia de las cuestiones en juego; del hecho de que no se trataba de pequeños problemas reservados a la técnica científica, sino de problemas sobre los que han intentado reflexionar todos los que han realizado la historia intelectual del hombre.
Sus estudios sobre termodinámica le han asignado un importante papel en la comunidad científica: en 1977 recibe el Premio Nobel. Pero a finales de los setenta usted escribe La Nueva Alianza. ¿Qué itinerario le ha conducido a escoger nuevos interlocutores?
La verdad es que yo mismo me siento un ser híbrido, interesado por las dos culturas: las ciencias humanísticas y las letras por un lado, y las ciencias llamadas exactas por el otro. Advertí efectivamente este conflicto entre las dos culturas de un modo muy intenso en el curso de mis estudios y también en las lecturas que hacía. Se ha dicho que la división entre las dos culturas era debida al hecho de que los no científicos no leían a Einstein, y que los que se ocupaban de ciencia carecían de cultura literaria. Pienso que ésta es una manera muy superficial de ver las cosas. En primer lugar, siempre ha habido obras arraigadas firmemente en las dos culturas; tomemos, por ejemplo, el caso de Zola en Francia, muy influido por la revolución industrial, o las fuentes del pensamiento de Lévi-Strauss (me refiero sobre todo a Tristes trópicos),[12] o el de Sigmund Freud; hay toda una serie de obras contemporáneas que extraen la propia inspiración de las dos culturas. Existe, sin embargo, una contraposición que proviene del hecho de que el ideal de la ciencia es el ideal de un esquema universal e intemporal, mientras que las ciencias humanas se basan en un esquema histórico ligado al concepto de situaciones nuevas o de estructuras nuevas que se superponen a otras. Por otra parte, la creación literaria está enteramente basada en el tiempo, y en gran parte en el tiempo vivido. En estas condiciones, el dilema de las dos culturas es un dilema importante.
Yo quedé muy impresionado por el hecho de que fenómenos como el arte abstracto hayan nacido de una necesidad de renovar la visión artística. Para renovar esta visión, Kandinsky y Mondrian buscaron la inspiración en la teosofía, es decir en una dimensión anticientífica. En cambio, los que se tomaron en serio la visión científica, Malevic en pintura o Beckett en literatura, describieron por el contrario la soledad del hombre. No se trata, pues, de un falso problema: se ha producido un divorcio entre la situación existencial del hombre, en la cual el tiempo desempeña un papel esencial, y la visión intemporal, vacía, de la física clásica, aun con las integraciones y las novedades aportadas por la mecánica cuántica y la relatividad.
Así, cuando pude realizar progresos en la comprensión del tiempo, en el interior de la ciencia, me convencí de que tenía la posibilidad de superar esta dicotomía de las dos culturas. No atacando a la ciencia como un instrumento positivista, ni atacando el arte o la literatura como si fuesen artificios carentes de contenido real, sino más bien poniendo en evidencia cómo se ha creado una unidad cultural que proviene del interior de la ciencia, poniendo en evidencia una nueva ola crecida en el interior de la ciencia y capaz de superar esta dicotomía clásica.
Esta conciencia me dio energías para intentar escribir algo que diese fe de la nueva situación. En su conjunto, puedo decir que este esfuerzo ha sido bien acogido; permítame decirle, a propósito, que mi libro ha sido traducido, o lo está siendo, a dieciséis lenguas. Naturalmente que también hay polémicas. Pero sean cuales sean estas polémicas, creo que mi libro expresa una corriente de síntesis muy arraigada en nuestro tiempo.
Usted ha venido a Milán para recordar el Premio Nobel de Giulio Natta. También Natta, en el trabajo que le ha llevado a la invención del polipropileno, ha reflexionado sobre los procesos que permiten llegar a estructuras con un elevado grado de orden y sobre las propiedades que de ellas se derivan. ¿Ha habido algún contacto conceptual entre sus dos líneas de investigación?
He coincidido personalmente con Natta más veces. No soy especialista en polímeros, pero hay un problema fundamental que nos acerca. Para explicarme mejor me referiré a un seminario desarrollado recientemente en Bruselas que giraba alrededor de esta pregunta: «¿Qué diferencias hay entre la química orgánica y la química biológica?».
La diferencia es que en la química biológica, moléculas como las del DNA son moléculas que tienen una historia y que, con su estructura, nos hablan del pasado en el que se han constituido. Son fósiles, o, si se prefiere, testigos del pasado, mientras que una molécula orgánica creada hoy es un testigo del presente y no ha tenido una evolución histórica.
Yo diría entonces que aquello que acerca el trabajo de mi grupo a las investigaciones de Natía, es el hecho de ir en una dirección parecida a la que él había escogido y que tanto éxito le ha dado: comprender cómo la irreversibilidad del ambiente queda fijada en el orden molecular de un polímero. En los últimos tiempos hemos llevado a cabo experimentos, esencialmente numéricos por el momento, en los que hemos mostrado que a partir de reacciones de cierto tipo, a saber, de no-equilibrio, caóticas, se pueden transcribir, se pueden formar cadenas con una estructura ordenada y una simetría rota, un poco como el DNA que requiere ser leído de cierto modo, como un texto de izquierda a derecha. Y esta nueva ruptura de la simetría, en el espacio, es una consecuencia de la ruptura de la simetría temporal, de la diferencia entre pasado y futuro. Así pues, podría decirse, en cierta medida, que a las preocupaciones estructurales de Natta he querido superponer las mías o las de mi grupo, que son preocupaciones temporales.
Cuando miramos un cristal de nieve, observando su estructura, podemos adivinar en qué condiciones atmosféricas se ha formado: si era una atmósfera fría o más o menos saturada, etcétera. Algún día, observando una molécula de la vida, un DNA o un polímero, podremos comprender en qué circunstancias geológicas o biológicas se ha formado.
Y así volvemos a lo que ha sido el objeto de toda nuestra conversación, el problema del tiempo. ¿Cómo se imprime el tiempo en la materia? En definitiva esto es la vida, es el tiempo que se inscribe en la materia, y esto vale no sólo para la vida, sino también para la obra de arte. Tomemos el ejemplo de la escultura, de las obras más antiguas que conocemos, los dibujos que el hombre de Neanderthal excavaba en la piedra, como los que hay aquí en Italia, en los Alpes. ¿Qué significan estos dibujos?
No tenemos ni idea, pero sin embargo me parece que la obra de arte es la inscripción de nuestra simetría rota (una asimetría muy acentuada, porque nosotros vivimos muy intensamente en el tiempo) en la materia, en la piedra.
Milán, 27 de octubre de 1984