9
Tres llantos
A pesar de que la vi solamente durante una única consulta, hace muchos años, nuestra hora juntos permanece grabada en mi memoria. Helena, una mujer encantadora, triste, desenvuelta, vino a hablar de su amigo Billy y lloró tres veces durante nuestra conversación.
Billy, que había muerto cuatro meses atrás, seguía gravitando en su vida. Sus mundos habían sido distintos —él frecuentaba el ambiente gay del Soho, ella se escondía en un matrimonio burgués de quince años—, pero habían sido amigos toda la vida. Se habían conocido en segundo de la escuela primaria y a los veinte años habían vivido juntos en una comuna, en Brooklyn. Ella era pobre, él, rico; ella era precavida, a él no le importaba nada; ella era torpe, él rebosaba de savoir faire. Él era rubio y hermoso y le había enseñado a su amiga a andar en motocicleta.
—Una vez —recordó con los ojos brillantes— recorrimos Sudamérica en motocicleta durante seis meses. Sólo llevamos una pequeña mochila en nuestra espalda. Ese viaje fue el cenit de mi vida. Billy solía decir: «debemos experimentarlo todo; que no quede nada de lo que arrepentirse». Y después, de repente, tres meses atrás, cáncer de cerebro, y mi pobre Billy murió en unas pocas semanas.
Pero no lloró en ese momento, sino unos minutos después.
—La semana pasada di un gran paso en mi vida. Aprobé los exámenes y ahora soy una psicóloga clínica licenciada.
—Enhorabuena. Es un gran paso.
—Pero los pasos no siempre son buenos.
—¿Por qué?
—La semana pasada mi esposo se llevó a nuestros dos hijos y a sus mejores amigos de campamento, y pasé gran parte del fin de semana asimilando este paso y repasando mi vida. Limpié la casa, ordené todos los armarios, que estaban llenos de cosas inútiles, y encontré un álbum olvidado con fotos de Billy que no había visto en años. Inspiré profundo, me preparé un cóctel, me senté en un rincón en el suelo y pasé las hojas lentamente. Esta vez mi visión era muy distinta: era la de una terapeuta. Observé mis fotos favoritas de Billy. Estaba sentado en su motocicleta, con una chaqueta de cuero desabotonada, mostrando esa milagrosa sonrisa de verano, saludándome con una botella de cerveza e invitándome a beber con él. Esa foto siempre me pareció maravillosa, pero, de repente, se me ocurrió que Billy era un maníaco, ¡que padecía un desorden bipolar! La idea me dejó atónita. Todas esas aventuras fantásticas, todas las locuras que hacíamos, quizá no eran más que…
Y en ese momento lloró por primera vez. Sollozó durante varios minutos. La incité:
—¿Puedes terminar la frase, Helena? Quizá no eran más que…
Helena siguió llorando, negando con la cabeza y disculpándose por usar casi toda mi caja de pañuelos. Después, reflexionó durante un momento e, ignorando mi pregunta, continuó:
—Fue en ese momento cuando lo llamé. La idea de que Billy era bipolar me hacía sentir mal, pero la cosa empeoró cuando releí nuestros e-mails. Cerca del final, me escribió un mensaje amoroso donde me decía cuánto significaba para él, todo lo que valoraba mi amistad y cómo se aferraba a algunas imágenes mías a pesar de que su cerebro se estaba desmoronando. Y entonces…
En ese punto, Helena se quebró y lloró por segunda vez. Volvió a coger los pañuelos y sollozó sin consuelo.
—Intente seguir hablando, Helena.
—Y entonces, cuando observé el e-mail con más cuidado —dijo entre sollozos—, noté que le había mandado la misma carta a más de cien personas. Que yo era una de ciento trece, para ser exactos.
Continuó llorando efusivamente durante varios minutos. Cuando se calmó, dije:
—¿Y, después, Helena?
—Después, di con una página del álbum que tenía completamente olvidada. Allí había una invitación a una de las fiestas que solíamos dar juntos en Brooklyn para celebrar nuestros cumpleaños. Yo nací el once de junio, y él, el doce. Nacimos sólo con horas de diferencia y solíamos celebrar nuestros cumpleaños juntos y…
En este punto, Helena rompió en llanto por tercera vez.
Esperé unos momentos y luego terminé su oración:
—Nacimos sólo con horas de diferencia, y ahora él está muerto, debe ser un pensamiento aterrador.
—Sí, sí. —Helena asintió vigorosamente con la cabeza mientras sollozaba.
Miré el reloj. Helena me había solicitado una única sesión y sólo nos quedaban veinte minutos.
—Helena, concentrémonos en estas últimas lágrimas: usted y Billy, de la misma edad, nacidos con sólo horas de diferencia, y ahora él está muerto. Cuénteme más sobre lo que está pensando.
—El que yo esté viva y él muerto es puro azar. Podría haber sido al revés. Recuerdo que un día fuimos a las carreras de caballos. Para mí era la primera vez. Me sorprendió que Billy no quisiera apostar, y cuando le pregunté la razón me dio una respuesta extraña. Me dijo que él ya había gastado toda su suerte al ganar en la lotería de la vida: todos esos millones de células de esperma y óvulos que no habían llegado a nada… mientras que él había tenido el número ganador. Señaló todos los boletos perdedores arrojados al suelo y dijo que no iba a derrochar su dinero para arrebatarles recursos a los demás, sino que iba a usarlo para vivir la vida al máximo.
—¿Y lo hizo?
—Oh, sí. Sin duda. Nunca vi a nadie que viviera con tanta plenitud, con tanta audacia, con tanta exuberancia frente al mero hecho de estar vivo.
—Y si esa llama brillante de vida puede extinguirse, entonces su propia vida, Helena, puede ser precaria —dije.
Helena me miró con algo de sorpresa a causa de mi franqueza.
—Exacto, exacto —tomó otro puñado de pañuelos.
—Entonces usted llora también por su persona. La muerte de Billy vuelve más real su propia muerte. ¿Es la primera vez que tiene un encuentro de esta clase con la muerte?
—No, no. Creo que muchas veces, de niña, me atormentó la idea de la muerte. Siempre que asistía a un funeral dormía mal imaginándome muerta. Cuando nació mi primer hijo, su primer llanto también me impactó mucho.
—¿Por qué?
—Hizo evidente lo obvio: que la vida tiene un comienzo y luego avanza de forma lineal. Soy sólo una portadora, le paso la vida a mi hijo que, a su vez, la pasará y, él también, se enfrentará a la muerte. Supongo que hizo evidente el hecho de que todos tenemos un ciclo, cada uno de nosotros, sin excepción.
—Le diré lo que estoy pensando —dije—. Tengo en la mente la frase de Billy: «Que no haya nada de lo que arrepentirse». Por lo que me ha relatado, da la impresión de que su vida con Billy fue plena. ¿Es correcto?
—Correcto.
—Puedo verlo en la emoción que aparece en sus ojos cuando habla del tema. ¿No tiene nada de lo que arrepentirse de ese momento de su vida?
—Nada en absoluto.
—Bien, y ¿qué hay de su vida actual con su esposo y sus hijos?
—Ah, usted no pierde el tiempo. Ésa es otra historia. En este momento no me siento dentro de la vida, sino que me parece más bien estar posponiéndola. No estoy disfrutando de la vida, no siento placer por lo que sucede. Y las cosas me pesan: la ropa, las sábanas, los edredones, y demasiadas lámparas, guantes de béisbol, palos de golf y tiendas y sacos de dormir.
—No como su viaje con Billy; seis meses en Sudamérica con apenas una pequeña mochila sobre su espalda.
—Eso fue el paraíso. Ahora estoy casada con un buen hombre. Y lo amo, pero, ay, desearía no sentirme tan pesada. Desearía poder andar con una mochila sobre mis hombros y nada más. Son demasiadas cosas. A veces, imagino que una excavadora rompe nuestro techo y recoge nuestras cosas: televisores gigantes, reproductores de DVD, sillones y lavaplatos. Cuando vuelve a elevarse, veo que de sus dientes cuelgan algunas tumbonas de tela rayada.
—¿Y entonces? Hábleme más de lo que lamenta de su vida en los últimos años.
—No he valorado mi vida, no la he vivido como debería haberlo hecho. Quizá me he aferrado demasiado a la idea de que la «vida real» estaba en el pasado, junto a Billy.
—Y esa convicción hace que sea más difícil aceptar su propia muerte. Siempre es más doloroso pensar en la muerte cuando uno siente que no ha vivido con plenitud.
Helena asintió con la cabeza. Ahora sí estaba completamente concentrada en lo que le estaba diciendo.
—Volvamos a las otras dos veces en que lloró. Lloró al enterarse de que él le había enviado un mensaje de despedida a más de cien personas. Hablemos más sobre eso.
—Ya no me sentía especial para él. Habíamos estado unidos, muy unidos.
—¿Se habían visto mucho últimamente?
—Nos veíamos mucho en el pasado, pero eso cambió desde que me mudé a Oregón hace diez años. Estábamos en costas opuestas y nos veíamos una o dos veces al año, como máximo.
—Entonces —reflexioné— imagino que Billy, invadido por un cáncer de cerebro, se sintió solo y aislado, y en un gesto desesperado intentó contactar con todos sus conocidos. Parece comprensible y un gesto muy humano. Pero de ninguna forma, Helena, lo que hizo hablaba de la relación que tenía con usted.
—Sí, sí. Eso lo sé. ¡Por Dios, claro que lo sé! Recibo a muchas parejas en mi consulta y casi todos los días le digo a algún paciente que no todos los actos son necesariamente mensajes sobre la relación.
—Así es, y es todavía mucho menos probable que se trate de un mensaje sobre el carácter genuino de la relación que tuvo con Billy tantos años atrás. Las relaciones terminan, pero eso no borra lo que alguna vez fueron. Y eso nos lleva al primer momento en que lloró aquí, cuando habló de su toma de consciencia sobre el carácter maníaco de Billy. Trate de imaginar qué decían sus lágrimas en ese momento.
—Su manía me parece tan obvia… Él nunca paró. Siempre a máxima velocidad. Nunca desaceleró. ¿Cómo no me di cuenta antes? Es increíble.
—Pero analicemos por qué esa percepción la conmocionó tanto.
—Creo que cuestionó toda mi noción de la realidad. Lo que solía considerar el momento más alto de mi vida, el centro candente y emocionante, el momento en que tanto yo como él estábamos más apasionantemente vivos: nada de eso era real. Ahora me doy cuenta de que sólo era la voz de la manía.
—Puedo entender lo desestabilizada que debe de sentirse ahora, Helena. Todos estos años, usted vio su vida de una forma y ahora, de repente, se encuentra con una nueva versión de la realidad. Ver cómo el pasado cambia frente a sus ojos… ¡Qué conmoción!
—Exacto. Me siento aturdida.
—Hay algo muy triste en sus comentarios, Helena. Es triste la forma en que Billy, ese hombre vital y hermoso, ese amigo de toda la vida, ha quedado reducido a un diagnóstico. Y toda su juventud, todas esas experiencias maravillosas y excitantes, reducidas también a «no ser más que» una expresión de la manía. Tal vez tuviera algún grado de manía, pero, por lo que usted misma dice, él parece haber sido mucho más que esa etiqueta.
—Lo sé, lo sé, pero no puedo sacarme de la cabeza esa idea.
—Déjeme expresarle lo que se me acaba de ocurrir. Cuando usted ha dicho que toda su juventud junto a Billy no había sido «nada más que manía» me he conmocionado un poco. He imaginado que aplicaba ese mismo enfoque a lo que está sucediendo ahora entre nosotros dos. Supongo que uno podría decir que esto no es «nada más que» una transacción comercial en la que yo recibo dinero por escucharla y responderle. O alguien podría decir que este encuentro me ayuda a mí a sentirme más fuerte y más útil al ayudarla a usted a sentirse mejor. O que le encuentro sentido a la vida al ayudarla a usted a encontrarle sentido a la existencia. Y sí, todas esas afirmaciones pueden ser ciertas. Pero decir que la terapia no es «nada más que» cualquiera de esas cosas estaría muy lejos de la verdad. Siento que usted y yo nos hemos encontrado, y algo real está sucediendo entre nosotros. Usted está compartiendo muchos temas personales conmigo y sus palabras me emocionan y me interpelan. No quiero que nos reduzcamos, y no quiero reducir a Billy. Me gusta la idea de su milagrosa sonrisa de verano. Siento envidia por el viaje en motocicleta que hicieron por Sudamérica, y me entristece pensar que pueda dejar todo eso de lado.
Terminamos, los dos, cansados y esclarecidos. Helena recuperó su pasado y volvió a valorar su vida con Billy. Yo, por mi parte, sumé una nueva perspectiva para la aversión que sentía por el acto de diagnosticar. Durante mi formación como psiquiatra solía encontrar problemáticas las categorías oficiales de diagnóstico. En conferencias sobre casos, muchos de los consultores disentían sobre el diagnóstico apropiado del paciente presentado. Finalmente comprendí que los desacuerdos, por lo general, no provenían de errores de los profesionales, sino que eran generados por problemas intrínsecos a la empresa misma de llegar a un diagnóstico.
Cuando fui jefe de hospitalización en Stanford, dependía de los diagnósticos para tomar decisiones respecto a tratamientos farmacológicos efectivos. Pero en mi práctica de psicoterapia de los últimos cuarenta años con pacientes con perturbaciones más leves, he comprobado que el proceso de diagnóstico es irrelevante y he llegado a creer que las contorsiones que los psicoterapeutas tenemos que realizar para cumplir con los requerimientos de las compañías de seguros médicos, que exigen un diagnóstico preciso, terminan perjudicando tanto al terapeuta como al paciente. El procedimiento de diagnóstico no es algo natural, las categorías, al contrario, son artificiales y arbitrarias: son votadas por un comité y se someten a revisión cada diez años.
Pero mi encuentro con Helena me dejó claro que la tarea rutinaria de realizar un diagnóstico formal es más que un simple fastidio. Puede, de hecho, obstaculizar nuestro trabajo al oscurecer, o incluso negar, al individuo completo y multidimensional que está frente a nosotros. Billy fue una víctima de ese proceso, y me sentí contento por haber ayudado a que recuperara su antigua complejidad y exuberancia.