6
Muéstrales a tus hijos algo de elegancia
Como no pude detenerme por la muerte,
ella amablemente se detuvo por mí.
Recordé estas líneas de un poema de Emily Dickinson cuando me informaron por teléfono de que Astrid había muerto a causa de un aneurisma roto. ¿Astrid muerta? Imposible. De una fuerza vital imparable, Astrid había superado una crisis tras otra y seguía caminando. Tenía una energía ilimitada y chispeante, ¿y ahora estaba para siempre quieta? No, no podía soportar ese pensamiento.
Fui supervisor y terapeuta de Astrid, una colega, durante más de diez años, y nos habíamos vuelto muy buenos amigos. Cuando un e-mail de su familia me comunicó que dos semanas después se llevaría a cabo una «celebración de la vida» en homenaje a ella acepté de inmediato. Ese día me vestí con traje y corbata —algo raro en mí, que soy un californiano comprometido— y me presenté puntualmente en el centro comunitario donde se realizaría la ceremonia. Era mediodía, y a mí y a los otros doscientos invitados nos recibieron con champagne y canapés. Ninguna flor. Nada de color negro. Nada de lágrimas ni caras tristes. Ningún traje o corbata a la vista, salvo los míos. Al poco de llegar, un niño, probablemente uno de los nietos de Astrid, caminó entre la gente con un megáfono en la mano y anunció:
—Por favor, tomen asiento. La ceremonia dará comienzo enseguida.
Luego vimos un vídeo muy bien hecho de cuarenta minutos que celebraba la vida de Astrid y nos mostraba de forma continua imágenes de su biografía. Primero, de niña en los brazos de su padre; le quitaba las gafas y las agitaba con alegría. Después, en una rápida sucesión, vimos los primeros pasos de Astrid hacia su madre, que la esperaba con los brazos extendidos, y a Astrid jugando a ponerle la cola al burro, Astrid de adolescente surfeando en Sunset Beach, Hawái, Astrid el día de su graduación en Vassar, Astrid en su última boda (se había casado tres veces), varias fotos de Astrid embarazada y con una sonrisa radiante, Astrid jugando al frisbee con sus hijos. Y después, el final maravilloso que hizo que se me saltaran las lágrimas: Astrid bailando alegremente con su nieto de seis años la noche anterior a su muerte repentina. Cuando la película terminó, nos quedamos en silencio, sentados en la oscuridad. Cuando las luces se encendieron, nadie sabía muy bien qué hacer. Un alma valiente y segura de sí misma aplaudió y, al poco, la mayor parte del público hizo lo mismo. Por mi parte, añoré un ritual religioso tradicional; y eso que la añoranza no es un estado mental muy frecuente en mí. Extrañé la cadencia familiar y la secuencia ordenada de eventos que establecen los curas y los rabinos. ¿Qué se espera que uno haga en un funeral frustrado que comienza con canapés y champagne y no tiene espacio para llorar?
Después de algunas discusiones apresuradas entre ellos, sus tres hijos y cinco de sus nietos se arrimaron en grupo al micrófono. Uno por uno, con una desenvoltura notable, compartieron sus recuerdos de Astrid. Todos se mostraron muy preparados y elocuentes, pero la que más me fascinó fue una nieta de ocho años que contó cómo la abuela Astrid solía invitarlos a jugar: se les acercaba lentamente por detrás y de repente sacudía una caja con piezas de rompecabezas o de Scrabble.
Como esto era una celebración de la vida y no un funeral, no me sorprendió que no se mencionara a su cuarto hijo, Julian, que había muerto alcanzado por un rayo mientras hacía un curso de golf a los dieciséis años. Sin embargo, Astrid y yo habíamos destinado un año completo de terapia a tratar su muerte.
Al cabo de un rato, muchos de los amigos de Astrid se pusieron de pie espontáneamente para tomar el micrófono y compartir sus recuerdos. Después de dos horas, empezaron a producirse silencios, y pensé que alguien indicaría que el evento había terminado. En cambio, para mi sorpresa, Wally, el tercero y último esposo de Astrid, se puso en pie para dirigirse a los presentes. La compostura de Wally me dejó pasmado; traté de imaginarme a mí mismo hablando algunas semanas después de la muerte de mi esposa y me di cuenta de que yo, en su lugar, no habría sido capaz de hacerlo. Yo no sería capaz de salir al mundo. Examiné detalladamente a Wally. Durante años había escuchado la versión de él hecha por Astrid y tenía, ahora, que enfrentarme a la tarea de unir esa imagen con la persona de carne y hueso. Siempre que conozco a la pareja de algún paciente me sorprendo. Casi sin excepción me digo: «¿Es posible que ésta sea la persona de la que he oído hablar durante tantas horas?».
Para mi sorpresa, Wally era un hombre imponente, mucho más alto, apuesto y agraciado de lo que esperaba. Y mucho más presente. Muchas veces, Astrid lo había descrito como alguien ausente, como un hombre que, a pesar de tener más de setenta años, seguía llegando a su oficina a las seis de la mañana para prepararse para la apertura de la bolsa. Un marido también ausente durante los fines de semana, cuando navegaba o reparaba su velero de nueve metros. Astrid me contó que ella jamás había puesto un pie en él. Recuerdo cómo nos reímos juntos cuando me dijo que se mareaba con sólo ver un barco, y yo le contesté que a mí me pasaba lo mismo, pero con sólo ver una fotografía.
—Gracias a todos por venir a despedir a nuestra Astrid —comenzó Wally—. Sé que hay muchos de sus colegas psiquiatras aquí y, como todos saben, ella nunca se cansaba de enseñar. Por eso estoy seguro de que a ella le gustaría que les pasara algo de su legado, su arma secreta más poderosa contra la ansiedad: ¡los sándwiches de ensalada de huevo!
Sentí vergüenza. Oh, no. No hagas esto, Wally. Nuestra querida Astrid muerta hace sólo diez días y nos tiras encima una imitación de Jay Leno.
—Cuando Astrid era niña —continuó Wally, imperturbable— y se enfadaba por cualquier cosa (la escuela, peleas con amigos, problemas con el novio, lo que se les ocurra), su madre la calmaba con un sándwich de ensalada de huevo. Huevos pisados, mayonesa, perejil y un poco de pimiento en pan blanco tostado. Sin lechuga. Astrid decía que ése era su Valium y afirmaba que tenía cuatro veces y media la potencia de la sopa de pollo. Cada vez que llegaba a casa tarde y pasaba por la cocina, siempre echaba un vistazo al fregadero. Si veía cáscaras de huevo, me preparaba para lo peor.
Miré a mi alrededor. ¡Rostros sonrientes! Todos, salvo yo, seguían con gusto los intentos de Wally de ser gracioso. Por un momento me sentí muy solo, como si fuese el único que se estaba tomando el evento seriamente. Entonces me recordé a mí mismo que yo no era alguien extraño; era alguien cercano, alguien que realmente conocía a Astrid.
Durante el evento, había vacilado respecto a mis sentimientos. Primero, cuando los oradores describían su contacto especial y sus historias sobre Astrid, me sentí un privilegiado por el lugar que yo había ocupado en su vida. Después de todo, ¿no era yo el que tenía la verdad auténtica, el que conocía a la Astrid real, a la verdadera Astrid? Pero a medida que pasaba el tiempo y escuchaba a un orador tras otro desistí de mi petulancia. Quizá mi creencia en un lugar privilegiado era sólo una ilusión. Sí, ella y yo habíamos compartido esa hora semanal tan especial durante muchos años. Y yo tenía acceso al material verdadero: sus miedos, sus pasiones, sus conversaciones consigo misma, sus fantasías y sueños. Pero ¿acaso eso era más real, más verdadero, más importante que conocer su manera de sonreír? ¿Las personas que le caían mejor? ¿Lo que le gustaba comer, sus películas, libros, posturas de yoga, música, nubes, juegos, meriendas, series de televisión preferidas? ¿Los chistes privados con su esposo y sus amigos? ¿Los secretos sexuales que sólo conocían sus amantes? Me pregunté, sobre todo, si yo la conocía mejor que esa nieta que había escuchado cómo su abuela se acercaba de rodillas detrás del sillón y agitaba las cajas de rompecabezas. Sí, creo que fue esa nieta la que me puso en mi lugar, la que me hizo ver con claridad que, a pesar de que yo conocía algunas partes, había muchísimo de Astrid que me era desconocido.
Conocí a Astrid hace diez años, cuando ella me pidió que supervisara su trabajo con algunos pacientes. Ella tenía cincuenta años y, aunque hacía mucho que trabajaba, siempre buscaba mejorar sus capacidades. Era una estudiante encantadora: rápida, empática, inteligente. Los primeros dos años nos reunimos durante una hora cada dos semanas. Supervisarla fue realmente un placer. Había conocido a muy pocos estudiantes con esos maravillosos instintos clínicos. Pero hacia el final de nuestro segundo año las cosas cambiaron entre nosotros cuando ella empezó a relatarme su trabajo con uno de sus pacientes. Se trababa de Roy, un joven alcohólico desorganizado con el que se había involucrado de forma exagerada. Le había dado el teléfono de su casa y recibía llamadas de él a cualquier hora. Se obsesionaba con él frecuentemente durante el día, incluso mientras visitaba a otros pacientes; y cuando Roy no tenía dinero, lo atendía sin cobrarle hasta que acumuló una deuda de varios miles de dólares que obviamente nunca pagaría. Cuando Astrid comenzaba a hablar de Roy dejaba de ser estudiante y se transformaba en paciente. En el momento en que se hace evidente que el estudiante tiene sentimientos fuertes e irracionales hacia un paciente (en la jerga profesional se llama «contratransferencia»), la supervisión tiene que cambiar de forma.
No había ningún misterio sobre la fuente de sus poderosos sentimientos hacia Roy: Astrid tenía un hermano, Martin, seis años mayor que ella. Martin había sido su salvador después de que su madre muriera de cáncer de pecho cuando Astrid era una adolescente. Martin la había protegido de su padre abusivo y ella recordaba que en el coche, de vuelta del funeral de su madre, él la había abrazado y le había susurrado al oído: «Astrid, cuenta conmigo para el resto de tu vida. Siempre te ayudaré». Martin mantuvo su palabra hasta que se alistó en la infantería de Marina y tuvo que servir en la Operación Tormenta del Desierto, en 1991, de la que regresó con el síndrome de la guerra del Golfo y adicción a las drogas. A pesar de que ella hizo todo lo que pudo para estar cerca de él, no estaba capacitada para ocuparse de su adicción a la heroína y no pudo protegerlo de una sobredosis fatal en 2005. Astrid nunca se perdonó a sí misma no haber podido salvar a Martin. Su relación demasiado cercana con Roy fue sólo la última manifestación de Astrid reviviendo su intento de salvar a su hermano.
Dos años después de la muerte de Martin, el rayo que golpeó a su hijo de dieciséis años volvió a quebrar su ilusión de poder proteger a los otros, o a sí misma. El duelo por la muerte de un hijo fue el más difícil de todos. Es, en las palabras de Yeats, «la tragedia forjada de forma más extrema», y con frecuencia no hay salida después de las lágrimas. Astrid lloraba sin cesar durante las dos sesiones semanales que mantuvimos durante el año siguiente. Se recuperó de forma gradual, mostrando cada tanto su contagiosa alegría de vivir, y volvimos a vernos semanalmente, en un formato que iba y venía entre la supervisión y la terapia. Finalmente, Astrid recuperó gran parte de su tranquilidad y yo le planteé la idea de terminar, aunque nunca lo hicimos realmente: mi presencia le hacía bien y me llamaba cada dos o tres semanas para pedirme una sesión de supervisión.
Hace un año, una noche de fin de semana, Astrid dejó un mensaje en mi contestador automático. Me contaba que ese día se había caído de la bicicleta sin lastimarse demasiado, pero que varias horas después sus moretones estaban creciendo de forma alarmante. No daba con su médico personal y me preguntaba si me parecía que tenía que ir a urgencias. Le devolví la llamada y le dije que cualquier problema con la coagulación de la sangre merecía sin duda una consulta urgente.
Como no volví a tener noticias de ella en los días siguientes, le dejé un par de mensajes preguntándole cómo le había ido. Me contestó su hijo, quien me informó que su madre no podía recibir llamadas: estaba en estado crítico en la unidad de cuidados intensivos. Le habían diagnosticado una enfermedad autoinmune del hígado. Yo no estaba al tanto de la existencia de esa enfermedad. No la había oído mencionar en la universidad, cuando estudiaba medicina cincuenta años atrás. Pero después de una investigación rápida supe, a través de la bibliografía médica, que era una enfermedad seria, con frecuencia letal. El trasplante de hígado ofrecía la mejor posibilidad de sobrevivir. Dos semanas después, recibí una llamada de su hijo que me informó de que la condición de su madre se había deteriorado súbitamente; tenía ictericia severa y fallo agudo del hígado. Algunos días más tarde, su hijo volvió a llamarme con noticias excelentes: el hospital había localizado milagrosamente un hígado, la habían trasplantado y estaba estable.
Tres semanas después, tuve una breve conversación telefónica con Astrid, que me dijo que estaba cada vez mejor y que pronto le darían el alta. Fui a su casa para un par de sesiones, y en breve ella misma tuvo la fuerza suficiente como para desplazarse hasta mi consulta.
—He ido al infierno y he vuelto —me dijo—. Ha sido el episodio más espantoso, terrorífico y angustiante de mi vida… y, como sabes, he vivido varios. Durante bastantes días, en el hospital, no podía parar de temblar ni de llorar. Estaba segura de que iba a morir. No podía hablar contigo…, no podía hablar con nadie. Y después, de repente, di un giro.
—¿Cómo lo hiciste? ¿Hubo un momento específico en que las cosas cambiaron?
—Muy específico. Una conversación con una enfermera de carácter firme y buen corazón. Mis hijos estaban a punto de venir a visitarme. Yo había estado in extremis durante días. Estaba absolutamente aterrada de morir; no paraba de temblar y de sollozar. Y entonces, un momento antes de que mi familia entrara en la habitación, ella se acercó y me susurró al oído: «Muéstrales a tus hijos algo de elegancia». Eso lo cambió todo.
—Dime cómo.
—No estoy segura. Pero fue una frase muy poderosa. De alguna forma me sacó de mí misma. Hasta ese instante no podía parar de estar asustada. Tantas veces me sentí cercana a la muerte… No podía hablar. No podía lidiar con la situación, ni siquiera podía levantar el teléfono para solicitarte una sesión. Lo único que hacía era llorar. Esa frase, «Muéstrales a tus hijos algo de elegancia», me llevó nuevamente a pensar en los demás y me hizo ver que todavía podía hacer algo por mi familia, que podía ser un ejemplo para ellos. Esa enfermera era especial. Amor del bueno.
Astrid fue dada de alta y retomó gradualmente su vida previa. Pronto empezó a visitar nuevamente a sus pacientes. Pero su regreso de la muerte duró poco. Algunos meses después, se cayó de una silla en la peluquería y murió al instante a causa de un aneurisma roto en su cerebro. Todo eso pasó por mi mente mientras salía del centro comunitario junto a los otros participantes en la celebración. Todos esos dramas, esa vida difícil, todo el valioso esfuerzo: hacer el duelo por su madre, liberarse del padre, sobrevivir a la muerte de su hermano y, sobre todo, a la muerte de su hijo. Había destrabado tantas situaciones complejas en el trabajo con sus propios pacientes y en su propia terapia conmigo… Había sobrevivido a una enfermedad del hígado gracias al trasplante del órgano de un joven muerto en un accidente de motocicleta. Y luego, todo ese espléndido drama se extinguió en un instante a causa de una pequeña arteria que estalló en su cerebro. Todo se fue en unos segundos: el extraordinario universo de su yo; el exuberante tesoro de sus datos sensoriales; el enjambre de recuerdos de toda su vida; todo ese dolor, ese coraje, esa lucha y esa trascendencia; ese ejército de cirujanos y enfermeras especialistas en trasplantes; todo el terror, los lamentos, la recuperación. Y ¿para qué? ¿Para qué?
Acababa de salir de la celebración y me dirigía hacia mi coche, aparcado a una manzana y media, cuando un ligero golpe en el hombro me sacó de mi taciturno ensimismamiento. Al volverme me encontré con un rostro desconocido: una mujer adusta de unos cincuenta años y cabellos fibrosos, vestida con un traje negro y desaliñado. Vaciló, obviamente no estaba segura de hablar:
—Disculpe, ¿es usted Irvin Yalom?
Asentí y continuó:
—Creo que lo he reconocido por la foto de la cubierta de su libro.
Quería seguir pensando en Astrid, y me sentía reacio a entablar una conversación. Entonces, simplemente sonreí y asentí con la cabeza.
—Astrid me dio un ejemplar de su libro. Soy Justine Casey. Fui una de las enfermeras de Astrid en la sala quirúrgica, y…, eh, yo… me preguntaba si usted todavía acepta pacientes.
¿Todavía acepta pacientes? Durante los últimos diez o quince años, quizá más, nadie me ha preguntado si acepto pacientes. Siempre es igual. «¿Todavía acepta pacientes?». Uno de los eternos, innecesarios y, a esta altura, levemente irritantes recordatorios de que mi edad aumenta. Le dije que me gustaría verla y le di mi tarjeta para que me llamara. Mientras la miraba alejarse, me pregunté si sería la enfermera de la que Astrid me había hablado. ¿Era ella la que le había susurrado en el oído «Muéstrales a tus hijos algo de elegancia»?
Cuando Justine entró en mi oficina, algunos días después, me impactó lo poco generosa que la naturaleza había sido con ella. Sus proporciones eran extrañas. Su cara chupada era demasiado pequeña para su gran cabeza, y su redondez era incongruente con su porte forzado de enfermera. Me hizo pensar en la glacial e intimidatoria señora Markum, la jefa de enfermeras de mi sala de hospitalización cuando yo era un residente en el hospital Johns Hopkins, cerca de medio siglo atrás. Sonreí al pensar nuevamente en las palabras «mi sala de hospitalización». En todos los sentidos, era, obviamente, la sala de hospitalización de la señora Markum. ¡Ah…, las eternas luchas entre los médicos y las enfermeras! Borré el pasado de mi mente de un plumazo y permanecí en silencio durante unos momentos, mientras Justine giraba con lentitud su cabeza y observaba los objetos de mi despacho. Su mirada se posó en una estantería de libros que había sobre la pared.
—Veo algunos títulos conocidos aquí, doctor Yalom…
—¿Qué le parece si nos tratamos por nuestros nombres de pila, Irv y Justine? —Suelo hacerles esta pregunta casi siempre a mis pacientes, pero nunca tan rápidamente. Quizá necesitaba erradicar a la señora Markum de mi cabeza.
—Bueno, está bien, pero me parece un poco extraño… Usted, un eminente profesor de psiquiatría, y yo, una jefa de enfermeras.
—Gracias por no decir un «venerable» profesor.
—¿Esos libros han influido en su decisión de contactar conmigo?
—Sí, en parte. La otra parte tiene que ver con que nuestra paciente, Astrid, hablara tanto de cuánto la había ayudado. Astrid hablaba mucho de usted.
«Nuestra paciente», eso me gustó. Nos iba a ayudar a crear un vínculo.
—Hacía bastante tiempo que conocía a nuestra paciente. Una buena mujer. Una buena terapeuta también. Pero, dígame, ¿ha habido algo en esos libros que le haya hablado particularmente a usted?
—Quizá el libro que me regaló Astrid, Mirar al sol, la superación del miedo a la muerte. Mi ejemplar está tremendamente subrayado. Lo he leído más de una vez. Soy enfermera quirúrgica y paso todo el tiempo con pacientes de cáncer o de trasplantes en estado crítico. Lidio cada día con la muerte. También me gustó su novela La cura de Schopenhauer. El personaje principal que está luchando contra el melanoma maligno… No puedo sacármelo de la cabeza.
—Tengo la intuición de que ya me lo está empezando a decir, pero déjeme preguntarle directamente: ¿por qué ha contactado conmigo? ¿Cuál es el problema que tiene ahora?
Justine exhaló pesadamente, soltó su brazo izquierdo y se recostó sobre el respaldo de su asiento.
—¿Cuál es mi problema actual? Hay muchas cosas que me están pasando.
—Hizo una pausa. La ansiedad era palpable.
—Intente sumergirse en el problema, Justine. Aquí está segura.
Mi frase desconcertó a Justine. Quizá todavía no estuviese acostumbrada a que la llamara por su nombre de pila. Me miró a los ojos. Imaginé que en su vida pocas personas le habían dicho que estaba segura.
—OK —inhaló profundamente—, allá va, comenzaré con lo más duro. Un mes atrás me extrajeron un lunar del pie, y el informe patológico dijo que era un melanoma maligno. Por lo tanto, creo que puede imaginar el motivo de mi interés en el personaje de La cura de Schopenhauer… Julius, ¿verdad? He leído la parte que describe su muerte muchas veces y todas he llorado.
—Qué pena lo de su melanoma, Justine. Cuénteme qué dice su médico.
—No era bueno, pero podría haber sido peor. La lesión estaba levemente ulcerada y era bastante profunda, de unos cuatro milímetros, pero el primer drenaje linfático, el ganglio centinela, estaba limpio. ¿Sabe de lo que estoy hablando? ¿Los ganglios inguinales? Cuando hablo con psiquiatras nunca sé cuánto recuerdan de sus estudios de medicina.
—Admito que tengo huecos abismales en mi saber sobre gran parte de la medicina actual. Pero he trabajado mucho con pacientes oncológicos, así que hasta aquí he podido seguirla.
—Bien. Bueno, el hecho de que los ganglios no estén implicados es, por supuesto, alentador, pero la profundidad de la lesión no es una buena noticia. No estoy tan mal como Julius, pero tengo una elevada posibilidad de recidiva. El patólogo dice que quizá cerca del cincuenta por ciento. Así que estoy tratando de vivir con eso.
Nos quedamos en silencio durante unos momentos. Sentí compasión por ella. ¡Un cincuenta por ciento de probabilidad de recidiva! Y si se producía, los dos sabíamos que no había ningún tratamiento disponible. Traté de imaginar cómo sería estar en su piel y sentí que empezaba a sudar.
—Es difícil, Justine. Pero puede ayudar mucho tener a alguien con quien compartirlo.
—Espere, hay más.
—Exacto. Antes ha dicho: «Hay muchas cosas que me están pasando». ¿Qué más está pasando en su vida?
—Mi trabajo llena la mayor parte de mi vida, y es una tarea dolorosa. Mire a Astrid, por ejemplo. La cuidé durante semanas, la llegué a conocer bien, muy bien, y ahora está muerta. Nos esforzamos mucho ella y yo. ¡Estaba tan enferma, estuvo tan cerca de la muerte…! Tenía la bilirrubina y el tiempo de protrombina por las nubes; y nunca había visto una ictericia peor en mi vida. Y milagrosamente apareció un hígado disponible para trasplantar, y la salvamos y la trajimos de vuelta, le devolvimos la salud. Y ahora, unos pocos meses después, de repente, como si nada, está muerta. Y ella es sólo una de muchos pacientes.
»Es la historia de la mayoría de mis pacientes, mis trasplantados de pulmones por fibrosis quística, mis pacientes de cáncer avanzado de ovario o páncreas, o de cáncer cervical. Me acerco a ellos, me rompo el lomo para salvarlos, y ¿para qué? Por lo general, se mueren pronto. Yo solamente soy la que los acompaña a través del valle de la muerte. Mi gran dilema es que si mantengo una distancia prudencial me vuelvo una mala enfermera que no hace su trabajo. Pero cuando sí hago mi trabajo, termino chamuscada.
—Lo que dice me suena familiar, Justine. ¡Tan, pero tan familiar…! Déjeme contarle algo. El otro día, cuando usted me tocó el hombro en el memorial de Astrid, no reaccioné inmediatamente porque estaba perdido en una reflexión con esos mismos pensamientos. Tanto trabajo, el mío, el de Astrid, el suyo, para que luego, en un instante, Astrid haya desaparecido. Es algo difícil de concebir.
—Yo dudé en tocarle el hombro aquella vez. Tenía la sensación de que estaba interrumpiendo algo.
—Me alegro de que se haya animado. Pero sigamos. ¿Hay algo más en su vida de lo que debamos hablar?
Justine asintió con un gesto lento.
—El resto de mi vida…, ése es el problema. No hay mucho más. Mi vida es demasiado pequeña. Mi esposo y yo nos separamos hace veinte años. —Inspiró profundamente—. Ahora la parte más difícil. Tengo un hijo…, tenía un hijo… adicto a la heroína. Está en San Quintín cumpliendo una pena por intento de homicidio, robo y tráfico de drogas.
—Cuando ha dicho que tenía un hijo primero pensé que estaba muerto.
—Eso es lo que quise decir. Está muerto para mí. Rezo para no tener que volver a verlo. Lo he dado completamente por perdido. No tengo hijos. Estoy sola.
—Eso es muy doloroso.
—Sería doloroso si me permitiera a mí misma pensar en él, pero como ya he dicho lo he dado por perdido. Todos estos años el dolor ha sido insoportable. Violó todo lo que le di, y al final me robó todo lo que pudo.
—¿Ha buscado ayuda para alguno de estos problemas, lo que siente sobre su trabajo, su melanoma, su esposo, su hijo?
Justine negó con la cabeza.
—Nunca. Soy una mujer dura. Ésa es la reputación que tengo y creo hacerle honor. Puedo cuidarme sola. Incluso ahora, con usted, quiero dejar claro que no quiero pedirle demasiado. Dos o tres sesiones, lo suficiente como para recuperar mi compostura. Además, estoy pagando una deuda enorme por los robos de mi hijo y no creo que pueda permitirme más que eso. Y si el melanoma se despierta y decide avanzar, quién sabe cuánto tiempo más podré trabajar. —Se detuvo y me miró a los ojos—. ¿Le parece bien trabajar por tan pocas sesiones? Quiero que sea franco conmigo. Astrid me dijo que usted no se andaba con rodeos.
—Un período corto está bien para mí. Planifiquemos tres sesiones, ésta y dos más. Si más adelante siente que necesita continuar, podemos establecer un nuevo acuerdo. Y voy a ser sincero, hay algo en el corto plazo que me hace sentir cómodo. La palabra que acaba de utilizar, chamuscada, me ha hecho sentir identificado con usted. Yo me sentí chamuscado con la muerte de Astrid. Sí, el corto plazo está bien para mí. Es un formato que no produce chamuscos.
—Oh, Astrid tenía razón: usted no se anda con rodeos. No estoy acostumbrada a la franqueza. Los psiquiatras de mi sector son más bien esquivos.
—Yo evitaré siempre que pueda escabullirme. Ahora permítame hacerle una pregunta que quizá sea inesperada para usted. ¿Qué le ha parecido esta sesión hasta ahora? Sé que acabamos de comenzar, pero usted ya me ha expuesto gran parte de su vida personal y tengo la corazonada de que no es algo habitual para usted.
—Muy poco habitual. Pero usted está haciendo que sea menos doloroso. Tengo dos buenas amigas con las que suelo hablar, Connie y Jackie, excompañeras de la universidad. Vivimos en distintas partes del país, pero estamos en contacto por Skype o hablamos por teléfono al menos una vez por semana. La familia de Connie tiene una preciosa casa de vacaciones en el lago Michigan y nos reunimos allí todos los veranos.
—¿Y son amigas íntimas?
Justine asintió con la cabeza.
—Sí, conocen casi todo sobre mí. Incluso el asunto de mi hijo. Ellas son mis únicas confidentes.
—¿Además de mí?
—Exacto. Pero aún no les he contado lo del melanoma. Eso sólo lo sabe usted.
—¿Por qué?
—Usted lo debe saber. El cáncer es algo demasiado pesado. A menos que sean familiares cercanos, la gente huye de eso.
—¿Connie y Jackie huirían?
—Hum… No estoy segura. Probablemente no.
—Entonces usted no se lo cuenta porque…
—Eh, ¡dele un respiro a esta muchacha!
—¿La estoy presionando demasiado? Perdón.
—No, no, no se detenga. Seguramente es bueno para mí. Siempre soy yo la mujer fuerte que presiona. Es didáctico para mí estar al otro lado. Además, usted está presionando en el lugar exacto. Tiene muy buen olfato, porque mi encuentro con Jackie y Connie está planificado para el mes que viene, y he estado reflexionando sobre la posibilidad de contarles todo esto. De hecho, para serle sincera, mis dudas sobre contarles lo del cáncer o no es probablemente el principal motivo por el que he contactado con usted.
—Analicémoslo más profundamente… ¿Qué la asusta de la idea de contárselo?
—Que me tengan lástima, supongo… y que se alejen. Cuando estoy en contacto con ellas es el momento en que me siento más real, y no quiero poner eso en riesgo. Me preocupa perderlas. Durante mi infancia en Nueva York, mi abuela reunía dinero todos los veranos para mandarme de campamento a las montañas de Adirondack. La mayoría de los participantes iban para dos meses, pero había algunos que sólo se quedaban un mes. Recuerdo que hacia el final del primer mes yo me alejaba de aquellos que se iban antes y pasaba más tiempo con los que se quedaban. No hay mucho futuro en la muerte.
—Justine, usted se arriesgó y me contó lo del melanoma. ¿Tiene alguna pregunta para mí?
Justine me miró a los ojos, incrédula.
—¡Qué giro tan sorprendente! No pensé que los psiquiatras respondieran preguntas. —Pensó durante unos momentos y después agregó—: Sí, tengo una: ¿me tiene lástima?
—Sinceramente, no estoy tratando de esquivar su pregunta, pero la palabra lástima me confunde. Debe explicarme mejor a qué se refiere con ese término.
—¿Por qué tengo la impresión de que sí está esquivando mi pregunta? Bien, lo diré de otra forma. ¿Qué es lo que sintió exactamente cuando le dije lo del melanoma?
—Tristeza, compasión, preocupación… Ésos fueron mis primeros sentimientos hacia usted. Después imaginé que era yo al que le diagnosticaban un melanoma, y sentí miedo; casi comienzo a sudar. Mi problema con su palabra, con lástima, es que tiene la connotación de alguien distinto o incluso inferior a mí. Siento lástima por un perro agonizante o por un gato herido. Usted está ante lo que, tarde o temprano, todos tendremos que enfrentar. Yo no tengo ninguna enfermedad en particular, pero mi avanzada edad me fuerza a pensar todo el tiempo en el final de mi vida. Tengo la intuición de que sus buenas amigas van a responder de la misma manera. En lo que a mí respecta, yo ya no puedo imaginar cómo sería abandonarla, y mucho menos creo que ellas lo hagan.
En nuestra segunda reunión, Justine me agradeció el consejo que le había dado. Les había contado lo del melanoma a sus amigas, y ellas habían respondido con cariño y generosidad. Fue cálida, me agradeció mi apoyo con una sonrisa fugaz y en breve regresó al tópico de su hijo. Durante el resto de la sesión me relató la historia de pesadilla de su único hijo.
—Tal vez nunca debería haberme casado. No esperaba hacerlo. Nací rara y tosca. Nunca fui guapa, nunca tuve astucia ni modelos femeninos que imitar. Mi madre murió de cáncer de cuello de útero cuando yo tenía nueve años. No tengo hermanos y mi padre era un hombre sin educación, un camionero que sólo regresaba a casa los fines de semana. Me crió mi abuela paterna, una inmigrante de Yugoslavia, una mujer infeliz que apenas hablaba inglés. Los hombres no me miraban y, a pesar de que tuve algunas relaciones de una noche, nunca logré tirar adelante un buen noviazgo. Seguramente nunca me habría casado si no me hubiese quedado embarazada. Mi abuela y yo obligamos al padre de mi hijo a desposarme. Fue unos cinco años después de graduarme como enfermera. El matrimonio fue un error: era un hombre embrutecido, alcohólico, que nos maltrataba a mí y a James. Un día, cuando mi marido estaba en el trabajo, hice las maletas y me fui con James, que tenía tres años. Me mudé a una ciudad a cientos de kilómetros de Chicago. Me ofrecieron un trabajo en el hospital Michael Reese. Nunca miré hacia atrás. Nunca volví a contactar con mi marido, y dudo que se haya esforzado mucho en buscarnos. Seguramente, nuestra partida fue un alivio para él.
—Siga. Hábleme sobre usted y James.
—Lo hice lo mejor que pude. Trabajaba como enfermera cuarenta horas a la semana y era madre el resto del tiempo. No tenía otra vida. Cero. Y James tuvo problemas en cada etapa: problemas para dormir, para caminar, para hablar, para jugar con otros niños. Y grandes problemas de disciplina toda su vida. Durante todo este tiempo he leído mucho, y ahora pienso que nació siendo un sociópata, algo profundo, innato, genético, inmodificable. También tuvo grandes problemas de aprendizaje. No podía concentrarse, nunca aprendió a leer bien, asistió siempre a escuelas especiales. Sospecho que hoy le habrían diagnosticado un déficit severo de atención.
Durante casi toda la hora, Justine siguió describiéndome con detalle los problemas médicos y psicológicos de James, y todos los tratamientos que había intentado.
—Probamos muchos medicamentos: Ritalin, anticonvulsivos, incluso antipsicóticos. Nada sirvió. Gasté todo mi dinero en tratamientos médicos y psicológicos. Todo en vano.
Cuando entró en la adolescencia, se sumergió en las drogas y se metió todo lo que pudo encontrar. Lo envié a centros de desintoxicación, ranchos de rehabilitación y retiros en la naturaleza. Huyó de cada uno de esos lugares. Rechazaba cualquier tipo de ayuda. Después, cerca de los dieciséis o diecisiete años, conoció las drogas duras, especialmente la heroína, y lo perdí para siempre. Me robó todo lo que pudo, incluso miles de dólares de mi tarjeta de crédito. Les robó a mis vecinos y amigos, y terminé echándolo y repudiándolo. Lo último que oí de él es que estaba en San Quintín. Ésa es la historia. Y contarla me deja exhausta. —Justine se reclinó sobre el respaldo de su silla y se limpió los ojos con un pañuelo de papel. Después de unos momentos, alzó la vista y agregó—: Me he imaginado a mí misma contándole esta historia durante toda la semana. He ensayado esta conversación con usted, y también he imaginado su respuesta.
—Y ¿cuál es?
—He anticipado que usted me pediría que pensara en los buenos recuerdos de la infancia de James. Cuando lo llevaba a la cama por la noche, mis sentimientos positivos hacia él o los buenos momentos compartidos. Y mi respuesta es que no puedo recordar uno solo. Lo digo en serio. Ni uno solo.
—Tiene razón, ha dado en el clavo: eso es lo que iba a preguntarle. Y su respuesta es verdaderamente oscura. Todo lo que me ha contado me ha entristecido. Estoy triste por James, pero más triste por usted. Dígame, ¿ha compartido esto con Connie y Jackie?
—Todo. Ellas han estado al tanto de todo desde el nacimiento de James, y han seguido cada paso. Sin embargo, es una experiencia diferente la que acabo de tener con usted al narrar toda la historia de una vez. Nunca lo había hecho con nadie. Estoy agotada.
—Me resulta incómodo hacerle más preguntas, pero es mejor sacarlo todo afuera, como cuando se limpia un absceso. Dígame, ¿qué está sintiendo ahora, aquí, conmigo?
—Vergüenza. Es como si usted viniera a mi casa y sólo viese andrajos y suciedad. —Hizo una breve pausa y después preguntó—: ¿Usted tiene hijos?
—Cuatro. Sé lo que significa ser padre y entiendo lo insoportable que debe de ser esto para usted. Pero de todas formas no se detenga. Quiero que lo saque todo.
—Debo de haber sido una madre abominable, pero, créame, lo intenté…, hice todo lo que estuvo a mi alcance. Aunque la vergüenza… James…, esa criatura en San Quintín, o como se lo quiera llamar, es parte de mí. Lleva un letrero pegado en la frente que dice: «Hecho por Justine Casey».
—¿Cree que los demás piensan eso?
Justine sollozaba y asentía con la cabeza.
—Sí, cualquiera que conozca mi historia.
—Yo conozco su historia y no pienso así. Trate de seguir hablando. ¿Qué otras preguntas tiene para mí?
—¿Soy horrible? ¿Soy una madre espantosa? ¿Soy James? ¿Él es yo?
—La respuesta a todas esas preguntas es no. Quiero que sepa que estoy de su lado, Justine. Estoy aquí para ayudarla. Ni siquiera por un segundo esos pensamientos se me han cruzado por la cabeza. Lo que sí estoy pensando es en lo implacable que es con usted misma. Debemos detenernos por hoy, pero en nuestra última sesión me gustaría concentrarme en el tema de ser más amable con usted misma.
Una semana después, Justine llegó a mi consulta con una hoja de papel doblada en la mano.
—Anoche tuve un sueño, y por haber leído sus libros sé que usted les presta atención a los sueños. Éste me despertó cerca de las cuatro de la madrugada. Creo que tuvo algo que ver con usted.
—Veámoslo.
Desdobló el papel.
—Es sólo un fragmento… He olvidado la mayor parte… Estoy caminando por un sendero y entro por una ventana a una habitación oscura y enorme. De alguna forma, el camino me recuerda al que recorro para llegar a su consulta, pero es de noche y no puedo ver demasiado. Entonces, cuando entro a la habitación me escondo detrás de una pequeña silla y espero. Tengo un arma en la mano. De repente, noto que la silla ha desaparecido. Alguien la ha retirado y ahora cualquiera puede verme, estoy completamente desprotegida. Estoy aterrorizada. Ése es el instante en que me despierto empapada de sudor.
—¿Qué le dice este sueño?
—No tengo idea ni siquiera de cómo comenzar. ¿Cómo seguimos?
—Dado que sólo nos queda esta última sesión, no tenemos tiempo para realizar un análisis profundo, pero normalmente le pediría que piense sobre ciertas partes del sueño y asocie libremente. Es decir, que medite en voz alta. Deje que sus pensamientos fluyan. Como tenemos poco tiempo, comenzaré yo. Lo que me impacta del sueño es la ubicación. Usted dice que se parece al camino para llegar a mi consulta. Es más, lo ha soñado la noche antes de nuestro encuentro. ¿Se le ocurre algo al respecto?
—Sin duda era el camino hacia su consulta. Podía escuchar el sonido que hacen los guijarros que tiene en la entrada. Pero la ventana y la gran habitación no eran conocidas. La gran habitación, ¿quizá un plató de rodaje? No sé de dónde me viene eso.
—Y después, usted trata de esconderse detrás de una pequeña silla, que no da la impresión de protegerla demasiado. Y la silla también desaparece. Entonces, está en mi consulta y de repente su escondite se desvanece. ¿En qué le hace pensar eso?
—Veo hacia dónde va. Estoy aquí, en esta consulta, quizá era su consulta. Me quitan mi protección y no puedo esconderme, y siento mucho miedo.
—Usted dice que le quitaron la protección, pero usted misma se la ha quitado al decidir venir.
—Fue más difícil de lo que pensaba. No me podía esconder de usted y tenía el pecho desnudo.
—¿El pecho desnudo?
—No he querido decir que… —Justine se ruborizó—. Lo que quise decir es que tenía el torso descubierto.
Extraño desliz, y seguramente cargado de sentido, pero no había tiempo para analizarlo en esta última sesión. Lo remarqué y lo archivé para retomarlo en caso de que Justine decidiera regresar para una terapia más larga.
—Otro aspecto del sueño es que usted entra subrepticiamente por una ventana y una vez dentro se esconde. Me pregunto si eso tiene relación con la forma inusual en que contactó conmigo. El haberme conocido en el memorial de Astrid y el haber concertado una cita allí es diferente a entrar por la puerta de mi consulta. Y apenas entró, usted manifestó que sólo sería para unas pocas sesiones.
—Sí, exacto, entiendo lo que quiere decir.
—Pero sigo pensando en la pistola que lleva. ¿Qué ideas tiene sobre ese elemento?
—Nunca he hablado de una pistola. Lo que he dicho es que tenía un arma.
—Dígame, ¿todavía tiene el sueño claro en su mente?
Justine cerró los ojos y cayó en una especie de trance.
—Sí, puedo verlo, aunque un poco borroso. Puedo ver que llevo un arma, y decididamente no es una pistola. Es un arma grande, enorme. Es un bazooka…, no, no, una bomba atómica. —Abrió los ojos y negó con la cabeza.
—Cuánta emoción hay ahí… No la suelte, siga. ¿Qué sucede con esa arma gigante?
—El sueño dice que soy peligrosa.
—Diga más sobre ser peligrosa.
—La verdad es que sí soy peligrosa. Venenosa. Estoy llena de ira. Pensamientos malos y enfadados sobre todo el mundo no paran de girar en mi cabeza. Es por eso por lo que no me acerco a nadie. Es por eso por lo que estoy tan sola.
Permanecimos en silencio durante un minuto o dos. El momento había llegado. Vacilé mientras formulaba lo que quería y necesitaba decirle.
—Hay algo que quiero decirle. He dudado hasta ahora porque no me siento cómodo violando la confidencialidad de los pacientes. Se trata de algo que Astrid me contó durante una sesión, y normalmente nunca volvería a repetir algo que un paciente me haya contado. Pero es posible que sea muy importante que usted lo escuche, y no puedo dejar de mencionárselo. Además, estoy seguro de que a Astrid no le habría importado que yo se lo dijera.
Los ojos de Justine se clavaron en mí.
—Astrid me contó algo sobre uno de sus peores momentos, cuando se sentía aterrorizada por completo, segura de que moriría, sin poder controlarse ni parar de sollozar. Estaba esperando la visita de su familia cuando una enfermera se inclinó sobre ella y le susurró al oído «Muéstreles a sus hijos algo de elegancia».
Me detuve y miré a Justine. Su rostro, todo su cuerpo, estaba mortalmente quieto, como detenido en el tiempo.
—Astrid no me dio ningún nombre, sólo dijo que había sido una enfermera por la que ella tenía un gran respeto. ¿Fue usted, Justine? ¿Fue usted la que se lo dijo?
—Sí, fui yo.
—Astrid me dijo que esas palabras, sus palabras, habían sido «transformadoras». Las calificó como el punto de inflexión en su sufrimiento. Dijo que habían sido las palabras más útiles que jamás había escuchado.
—¿Por qué? ¿En qué sentido?
—Dijo que sus palabras, milagrosamente, la sacaron de inmediato de sí misma, que le hicieron pensar en los demás, que le hicieron ver que incluso muriendo todavía tenía algo para ofrecerle a su familia, un modelo en la forma de enfrentar la muerte. Usted le hizo un regalo de un valor incalculable.
Justine permaneció en silencio durante un largo rato y después dijo:
—Dios mío, ésta es una broma muy cruel. —Miró por la ventana de mi despacho—. La broma más cruel. ¿Sabe?, yo no se lo susurré a Astrid, se lo dije resoplando. Sí, resoplando. Astrid lo tenía todo: una habitación llena de hermosos floreros y flores, un anillo de diamantes del tamaño de una pelota de golf… Nietos hermosísimos, una gran familia y amigos reunidos a su alrededor. Yo lo habría dado todo por tener su vida, incluso con la enfermedad que padecía ella. Recibía a una cantidad interminable de visitas y amigos envuelta en su salto de cama de cachemira azul. Su esposo me habló unas cien veces sobre su yate, y su terapeuta era el famoso doctor Yalom, cuyos libros dedicados estaban junto a su cama. Y a pesar de todo eso, lo único que podía hacer era lloriquear y gimotear, día tras día. Era lamentable. Yo me sentía llena de envidia y totalmente exasperada por Astrid.
—Y sin embargo, a pesar de todo eso, fue usted la que hizo sentir bien a Astrid. «Transformadora», dijo. Usted le cambió la vida. ¿Qué hará con esto que sabe?
Justine no dijo nada. Lo único que hacía era negar con la cabeza gacha.
Miré el reloj.
—Se nos está acabando el tiempo y estoy tratando de encontrar una conclusión. A pesar de todas sus autoacusaciones, la mejor parte de usted encontró las palabras correctas. Al final son los hechos los que cuentan, no las palabras. Justine, le propongo hacer un experimento mental.
Levantó la cabeza y me clavó la mirada.
—Imagine —continué— que aquí en mi consulta hubiera una fila de gente a la que usted hubiese ayudado o transformado. La línea empieza aquí —señalé un punto cerca de mi silla—, imagine toda la gente que le está agradecida, gente viva o muerta. ¿Puede recordar a algunas personas? Por favor, esfuércese.
Justine asintió con la cabeza.
—Puedo imaginarme —sugerí— una línea muy larga que sale de mi despacho y continúa en la calle. ¿La visualiza?
—Sí —dijo Justine suavemente—. Puedo verlos. Algunos de cuando trabajaba en el hospital Michael Reese. Veo a los vivos y a los muertos, a los que se recuperaron y a los moribundos. Veo a Astrid en pie, la primera de la fila que sí, sí llega lejos, sigue hasta el horizonte, toda la distancia que alcanza mi vista. —Justine hizo una larga pausa y luego agregó—: Gracias, esto ayuda. Pero hay mucho más. La ira no se ha terminado. Los pensamientos malignos siguen estando por todas partes, esperando agazapados.
—Esos pensamientos son antiguos, arcaicos, se remontan a sus días difíciles. Y usted se ha enfrentado a su ira con franqueza. Obviamente, mucha de esa ira y de esa culpa sigue relacionada con su hijo, a quien ha repudiado, pero, los dos lo sabemos, no ha podido olvidarlo. Todos esos sentimientos deben ser exhumados, examinados y, finalmente, ordenados. Llevará tiempo y hará falta una guía, pero usted puede hacerlo. Estoy seguro. Y si lo desea, a mí me gustaría ayudarla.
Las lágrimas corrieron por las mejillas de Justine. Ya no me parecía severa, ya no me recordaba a la señora Markum. Ahora parecía más suave, casi encantadora, daban ganas de abrazarla. Alzó la barbilla:
—¿Lo dice en serio? ¿No decía que se sentía chamuscado?
—No hacer lo correcto es peor que estar chamuscado. Y, además, usted vale la pena. Llámeme cuando esté lista.
Justine se levantó y cogió sus cosas, y yo la acompañé hasta la puerta. Cuando se fue, se dio la vuelta para mirarme por última vez. Vi pena y tristeza en sus ojos, y quizá también orgullo. Deseé que volviera a llamar.