8
Consíguete tu propia enfermedad mortal
Homenaje a Ellie
Mientras pasaba un mes de retiro en Hawái para escribir, me impactó recibir el siguiente e-mail de mi paciente Ellie:
Hola, Irv:
Siento tener que decirle adiós de esta forma y no en persona. Mis síntomas han empeorado en la última semana y he decidido llevar a cabo un proceso de DVCB (detención voluntaria de comida y bebida) para morir más rápido y con menos sufrimiento. Hace 72 horas que no he bebido nada y (según lo que he leído y me han dicho) debería comenzar a «apagarme» en breve y morir dentro de un par de semanas como máximo. También he dejado la quimioterapia. Adiós, Irv.
Desde que comenzamos a trabajar juntos, sabía que Ellie moriría por el cáncer que la afectaba, pero incluso así el mensaje me dejó perplejo.
Cerré mi ordenador, dejé el trabajo de lado y clavé la vista en el océano.
Ellie había llegado a mi vida cinco meses atrás por medio de otro e-mail.
Estimado doctor Yalom:
Un año atrás asistí a una entrevista para la radio que le hicieron en el Teatro Mars, en San Francisco, e inmediatamente sentí que sería genial acudir a su consulta. También me gustó mucho su libro Mirar al sol. Tengo sesenta y tres años y una enfermedad mortal, cáncer de ovarios recurrente, diagnosticado inicialmente hace tres años. En este momento me siento bien físicamente, pero estoy en el proceso de probar todas las medicinas conocidas para detener la enfermedad, aunque a medida que cada medicamento deja de ser efectivo puedo ver la línea final cada vez más cerca. Siento que podría pedir ayuda para encontrar la mejor forma de vivir bajo estas circunstancias. Me parece que pienso demasiado en la muerte. No estoy pensando en una terapia regular, sino, quizá, en una o dos sesiones.
El e-mail de Ellie no se diferenciaba de muchos de los mensajes que suelo recibir, salvo en lo bien escrito que estaba y en su meticulosa puntuación. Siempre hay uno o dos enfermos terminales entre mis pacientes, y confío en poder ofrecer algo valioso en una consulta breve. Le respondí de inmediato y le ofrecí una cita una semana después.
Lo primero que dijo al aparecer en la puerta de mi consulta de San Francisco, mientras sudaba profusamente y se abanicaba con un periódico doblado, fue:
—¡Agua, por favor!
Había corrido para tomar el autobús en la esquina de su apartamento en el barrio de The Mission y después había caminado dos empinadas manzanas hacia la cima de Russian Hill.
Anciana y de baja estatura, en apariencia despreocupada por su aspecto, con el cabello enredado y ropa suelta y sin forma, y nada de maquillaje, Ellie me pareció una flor apagada y melancólica, una refugiada de los años sesenta. Tenía los labios pálidos y resecos, su rostro denotaba agotamiento y hasta desesperación, pero sus ojos, sus anchos ojos castaños, brillaban con intensidad.
Después de acercarle un vaso de agua helada y apoyarlo en la pequeña mesa junto a su silla tomé asiento frente a ella.
—Sé cuánto cuesta subir hasta aquí, así que recupere el aliento, refrésquese un poco y luego empezamos.
Ella prefirió comenzar de inmediato.
—He leído algunos de sus libros y me parece increíble estar en su consulta. Estoy muy agradecida de que haya respondido tan rápidamente.
—Dígame qué más debo saber sobre usted y cómo puedo ayudarla.
Ellie eligió comenzar con su historia médica y me describió en detalle, con un tono mecánico, el desarrollo de su cáncer de ovarios. Cuando le comenté que parecía desapegada de sus propias palabras, asintió con la cabeza y respondió:
—A veces pongo el piloto automático. Lo he contado tantas veces, ¡tantas veces!…, pero bueno, bueno —se apuró a decir—, estoy cooperando. Sé que necesita conocer mi historia clínica. Sé que usted debe saberla. Y, sin embargo, no quiero que usted me defina como una paciente de cáncer.
—No lo haré, Ellie. Lo prometo. Pero de todas formas cuénteme un poco más. Su e-mail dice que ha agotado la efectividad de las drogas oncológicas. ¿Qué dice su médico? ¿En qué grado está su enfermedad?
—La última vez que vi a mi médico, un mes atrás, me dijo que se nos estaban acabando las opciones. Lo conozco bien. Lo he estudiado durante mucho tiempo. Conozco su forma esterilizada y codificada de hablar. Sé que lo que de verdad estaba diciendo era: «Este cáncer se la está comiendo viva, Ellie, y no puedo detenerlo». Ha tratado todas las medicinas nuevas, y todas tuvieron su día bajo el sol: cada una funcionó durante un tiempo y finalmente dejó de ser efectiva. Hace un mes, cuando lo vi, lo presioné para que me diera información directa. Me esquivó todo lo que pudo. Daba la impresión de estar triste e incómodo, y me sentí culpable por insistir. Es realmente una buena persona. Finalmente contestó y me dijo que no creía que me quedara más de un año de vida.
—Un mensaje difícil de escuchar, Ellie.
—De alguna forma sí, muy difícil. Pero por otro lado también siento alivio. Alivio de escuchar después de tanto, tanto tiempo, un mensaje directo de los médicos. Yo me lo veía venir. Él no me dijo nada que yo no supiera. Después de todo, tres años atrás yo le había escuchado decir que era muy improbable que sobreviviera a este cáncer. Durante todo este tiempo, he tenido un desfile de sentimientos. Primero, me horrorizó la palabra cáncer. Me sentía contaminada. Aterrorizada. Arruinada. Es difícil recordar esos momentos, pero soy escritora de profesión y recolecté algunas descripciones de mis sentimientos durante ese período. Se las puedo enviar si quiere.
—Me gustaría mucho verlas —le dije en serio. La lucidez extraordinaria de Ellie me impresionó. Pocas veces había escuchado a un paciente hablar de la muerte de forma tan extrovertida.
—Gran parte de ese terror —continuó— se ha ido diluyendo gradualmente, aunque todavía hay momentos en que me asusto al pensar en el aspecto de mi cáncer y me paso horas en la web mirando fotos de ovarios infectados. Me pregunto si es protuberante, si está a punto de explotar y desparramar semillas de cáncer por todo mi abdomen. Por supuesto, éstas son sólo conjeturas, lo único seguro es que la idea de un tiempo limitado ha cambiado la forma en que planeo vivir.
—¿En qué sentido?
—De muchas formas. Por un lado, percibo el dinero de otro modo. No tengo demasiado, pero creo que llegaré a gastarme todo lo que tengo. Nunca he podido ahorrar mucho. He trabajado toda mi vida en tareas mal pagadas como escritora y editora de artículos científicos…
—Oh, eso explica su e-mail tan bellamente escrito y con una puntuación tan meticulosa.
—¡Sí, por Dios, aborrezco lo que el e-mail está haciendo con el lenguaje! —La voz de Ellie tomó fuerza—. A nadie le importa la ortografía ni la puntuación, ni escribir oraciones completas. Tenga cuidado…, podría hablar durante horas del tema.
—Disculpe el desvío. Me estaba hablando de su actitud hacia el dinero.
—Exacto. Nunca he ganado dinero, nunca me he concentrado en ganarlo. Y al no tener hijos ni haberme casado, no veo sentido en dejar herencia alguna. Entonces, después de la charla con el oncólogo, tomé una gran decisión: voy a gastarme mis ahorros y hacer un viaje con una amiga para ver todos los lugares que siempre he querido conocer en Europa. Va a ser un tour grandioso, un despilfarro de primera clase. —La cara de Ellie se iluminó y su voz se volvió más animada—. ¡Tengo tantas ganas de hacer este viaje…! Supongo que estoy apostando y creyendo a mi médico. Me dijo un año, así que me he dado un pequeño margen y he separado el dinero suficiente para vivir un año y medio, y gastaré el resto en mi viaje.
—¿Y si su médico se ha equivocado? ¿Si vive más tiempo?
—Entonces, para ponerlo en términos técnicos, estaré completamente jodida. —Ellie sonrió con malicia y yo hice lo mismo.
La idea de Ellie de hacer una apuesta me emocionó. Yo mismo soy un gran apostador y nunca declino una invitación a apostar por parte de amigos, o de mis hijos, en partidos de fútbol o de béisbol. También me gusta mucho ir al hipódromo y jugar al póquer. Además, el gran tour de Ellie me pareció una idea maravillosa.
Describió las ideas que pasaban por su cabeza.
—Tengo algunos días buenos, pero con frecuencia me veo débil y decadente, cerca de la muerte. Con frecuencia me pregunto: ¿Querré tener gente a mi lado en el final? ¿Tendré miedo de estar sola? ¿Seré una carga para los demás? A veces me imagino como un animal agonizante que se arrastra hasta una cueva para ocultarse del mundo. Vivo sola, no me gusta, y a veces pienso en hacer lo que solía hacer en el pasado: alquilar una casa grande y realquilar varias habitaciones para tener muchos compañeros de casa. Pero ¿cómo podría encargarme de eso ahora? Imagine un aviso que dice: «Oh, a propósito, moriré pronto de cáncer». Ésos son los días malos, pero, como dije, también hay días buenos.
—Y ¿cuáles son los pensamientos de los días buenos?
—Me lo pregunto a mí misma con frecuencia. Me digo: «¿Cómo estás, Ellie?». Me narro a mí misma mi propia historia. Recuerdo perspectivas útiles; por ejemplo, me digo que estoy viva y que estoy feliz de estar involucrada con la vida, que no me paralizan las preocupaciones como un año atrás. Aunque en el fondo siempre hay oscuridad. Nunca dejo de ser consciente de que tengo una enfermedad mortal.
—¿Ese pensamiento está siempre presente?
—Siempre…, es la estática que nunca se va. Cuando me encuentro con alguna amiga embarazada, me pongo a calcular si estaré viva cuando nazca el bebé. La quimioterapia me hace sentir fatal. Todo el tiempo me pregunto: ¿vale la pena? Muchas veces especulo con bajar la dosis, con ajustarla para vivir un poco mejor aunque sea un par de meses menos, es decir, nueve o diez meses de buena vida en lugar de un año entero malo. Y después hay algo más: a veces pienso que lamento la vida que no tuve. Supongo que hay cosas de las que me arrepiento.
—¿Qué cosas, Ellie?
—Creo que me arrepiento de no haber sido lo suficientemente audaz.
—¿Audaz, en qué sentido?
Ellie suspiró y meditó durante un minuto.
—Soy demasiado introvertida; he permanecido escondida durante demasiado tiempo, nunca me he casado, nunca me he defendido bien en el trabajo, nunca he pedido más dinero. Nunca me he expresado.
Pensé en seguir la añoranza y la tristeza que expresaba su voz, pero cambié de idea y decidí tomar un camino más audaz.
—Ellie, ésta puede parecer una pregunta extraña, pero permítame hacérsela: ¿ha sido audaz en esta conversación conmigo?
Estaba arriesgándome. Aunque Ellie había sido honesta y estaba compartiendo asuntos difíciles conmigo, de alguna forma sentía que había cierta distancia entre nosotros. Tal vez fuera mi culpa, pero en cierto modo no estábamos completamente comprometidos, y yo quería solucionar eso. Muchas personas con una enfermedad mortal se sienten aisladas y piensan que los demás las rechazan, y yo quería asegurarme de que eso no estaba pasando. El acto de redireccionar el flujo de la entrevista hacia el aquí y el ahora casi siempre reaviva la terapia al reforzar la conexión entre el terapeuta y el paciente.
Ellie estaba perpleja por mi pregunta. Susurrando, se hizo a sí misma varias veces la pregunta «¿He sido lo suficientemente audaz?». Después cerró los ojos, reflexionó por unos segundos y los abrió de repente, me miró de frente y declaró con firmeza:
—No, no hay duda de que no he sido audaz.
—Y si tuviera que serlo ahora, ¿qué me diría?
—Le diría: ¿por qué me cobra tanto, por qué necesita tanto dinero?
Me quedé estupefacto. Como de costumbre, había usado el tiempo condicional para alentar la audacia, pero nunca, ni en mi imaginación más remota, había previsto una respuesta tan atrevida de esta mujer herida, dócil y de hablar suave, que parecía tan llena de gratitud porque la había recibido.
—Eh…, eh… —tartamudeé—, estoy un poco confundido…, uf…, no sé bien cómo contestarle.
No podía pensar claramente e hice una pausa para reflexionar. Sentí vergüenza por mis honorarios, especialmente si tenía en cuenta que ella había venido a mi consulta en autobús para no gastar y que necesitaba ahorrar dinero para su gran viaje a Europa. En dilemas como éste, lo que hago es recurrir a mi mantra personal: «Di la verdad, di la verdad, di la verdad» (al menos en la medida en que sea de ayuda para mi paciente). Pronto me recompuse.
—Bueno, Ellie, obviamente su pregunta me ha incomodado, pero primero quiero que sepa, y lo digo realmente en serio, que estoy muy emocionado por su audacia. Y la razón por la que estoy confundido es porque usted ha tocado uno de mis dilemas personales. Mi reflejo inmediato habría sido el de defenderme y decirle: «Mis honorarios son acordes a la tarifa oficial de los psiquiatras de San Francisco», pero sé que no es eso a lo que usted se refiere. Los honorarios son altos y su deducción es correcta: yo no necesito el dinero. Usted ha hecho que me enfrente con mi propia ambigüedad respecto al dinero. No puedo elaborar este punto ahora, pero hay algo que sí sé con seguridad: quiero hacerle una propuesta. Me gustaría bajar mis honorarios a la mitad. ¿Puede pagar esa suma?
Ellie se sorprendió un instante, pero luego simplemente asintió con la cabeza y muy rápido cambió de tema. Habló de su rutina diaria y de cómo muchas veces se complicaba la vida al pensar que debía hacer algo importante con su tiempo limitado, como escribir sus memorias o iniciar un blog. Yo estuve de acuerdo con que trabajáramos sobre ese punto si ella decidía seguir con la terapia, pero me daba la impresión de que había abandonado demasiado rápido el tema de los honorarios. Por un momento, pensé en sugerirle que analizáramos nuestros sentimientos sobre lo que acababa de pasar, pero después me dije: «Despacio, le estás pidiendo demasiado. Ésta es sólo una primera sesión».
Ellie miró el reloj que estaba sobre la mesa. Nuestra hora casi había terminado. Se apresuró a elogiarme:
—Ha estado bien hablar con usted hoy. Usted de verdad escucha. Me acepta. Me siento cómoda con usted.
—¿Puede mencionar qué le hizo sentir cómoda específicamente?
Ellie hizo una pausa durante algunos segundos, miró hacia el techo y luego arriesgó:
—Tal vez se trate de su edad. Muchas veces he sentido que es más fácil hablar de la muerte con una persona anciana. Quizá sea porque percibo que los ancianos han pensado en su propia muerte.
Su supuesto elogio me aturdió un poco. Estaba bien hablar de la muerte de ella, pero ¿había firmado yo un contrato para hablar de la mía? Decidí expresar mis sentimientos. A fin de cuentas, si yo no era sincero, ¿qué podía esperar de ella? Elegí mis palabras con cuidado.
—Sé que lo ha dicho con buenas intenciones, Ellie, y lo que dice es completamente cierto: soy viejo, bastante viejo, y sí, he pensado mucho en mi muerte. De todas formas, su comentario me genera algo de inquietud. ¿Cómo decirlo? —Pensé durante algunos segundos y continué—. ¿Sabe por qué? Creo que es porque no quiero que me definan como una persona anciana… Sí, sí, estoy seguro de que se trata de eso, y hay un paralelismo con lo que usted ha dicho antes. Lo que acaba de suceder me ayuda a comprender exactamente a lo que se refería cuando dijo que no quería que la definieran como una paciente de cáncer.
Cuando la hora terminó, Ellie me preguntó si podíamos encontrarnos para una segunda sesión. Resultó que los viernes, el día que yo siempre atendía en San Francisco, no eran siempre adecuados para Ellie a causa de su tratamiento de quimioterapia. Tampoco tenía forma de llegar a mi consulta de Palo Alto, a cincuenta kilómetros. Cuando le ofrecí redirigirla a otro terapeuta en San Francisco, disintió:
—Esta sesión me ha hecho mucho bien. Me siento revitalizada, como si hubiera redescubierto la vida. Sé que en su e-mail le pedí una o dos sesiones. Pero ahora… —Se detuvo, inspiró profundo, reflexionó y dijo—: Ahora quiero pedirle algo grande. No quiero ponerlo en una situación incómoda. Sé que quizá no pueda hacerlo, o no quiera, y también sé que nuestros horarios no coinciden muy bien y que no podemos encontrarnos los fines de semana. —Inspiró profundo—. Pero me preguntaba si querría encontrarse conmigo hasta que yo muera.
¿Si querría encontrarse conmigo hasta que yo muera? ¡Qué pregunta! Nunca nadie me la había hecho… con ese descaro. Me sentí honrado con su invitación y acepté.
En nuestra segunda sesión, Ellie entró con una pila de viejas fotos familiares y con el plan de ponerme al tanto sobre la historia completa de su familia. Revolver el pasado distante no me parecía la mejor idea, y me pregunté si Ellie no habría creído erróneamente que eso era lo que yo deseaba. Mientras buscaba una forma diplomática de decírselo, empezó a hablar con mucha emoción del enorme amor que sentía por sus hermanos. Se le llenaron los ojos de lágrimas, y cuando le pregunté por qué lloraba comenzó a sollozar por el dolor insoportable que le causaba la idea de no volver a verlos. Luego se recompuso y dijo:
—Quizá los budistas tienen razón cuando dicen que sin apego no hay sufrimiento.
Con la intención de decir algo útil, farfullé torpemente algo sobre la diferencia entre amor y apego que no condujo a ninguna parte. Después hice un comentario sobre la riqueza y la plenitud de sus relaciones familiares, y ella amablemente me hizo saber que no era necesario que se lo recordara, pues ella apreciaba mucho a su familia y la reconfortaba la certeza de que cuando los necesitara en el momento de morir sus hermanos y hermanas estarían todos a su lado.
Esta secuencia de eventos me recordó un importante axioma de la psicoterapia que he aprendido (y olvidado) tantas veces de tantos pacientes: «Lo más valioso que tienes para ofrecer es tu mera presencia. Limítate a acompañarla —pensé—. No intentes decir nada inteligente ni sabio. Deja de lado la búsqueda de alguna interpretación explosiva. Tu trabajo es ofrecerle tu presencia. Confía en que ella puede tomar de la sesión las cosas que necesita».
Un poco después, Ellie habló de su fuerte deseo de encontrar algún trabajo que le generara ingresos. Cuando me describió los detalles de su vida, tomé conciencia de que su posición económica era realmente marginal. Alquilaba un pequeño apartamento de un dormitorio en uno de los barrios más baratos de San Francisco y vivía con un presupuesto frugal, evitando hasta el lujo de un taxi para visitar mi consulta en lo alto de una colina. A causa de su enfermedad no había podido conservar un trabajo fijo, y ahora vivía de cuidar niños y algunos encargos menores de edición para un amigo. Me di cuenta de que incluso mis honorarios reducidos eran una gran carga para ella y ponían en riesgo el viaje a Europa que tanto anhelaba. Yo la había animado a realizar ese viaje y sabía que para ella sería más fácil pagarlo si la atendía pro bono, pero sentí que su orgullo no le permitiría aceptar la propuesta de atenderse gratis. Entonces se me ocurrió una idea para ayudar a Ellie sin incomodarla.
Cuarenta años atrás, había visto a una paciente muy tímida, una escritora que no podía pagar la terapia. Le sugerí un formato experimental: ella escribiría un pequeño informe al final de cada sesión como forma de pago y yo haría lo mismo. Cada dos o tres semanas nos reuniríamos y cada uno le leería al otro su informe. Originalmente, había pensado el ejercicio como una herramienta de aprendizaje para los dos: quería que ella aprendiera a ser más sincera en sus comentarios sobre nuestra relación; en lo que a mí respecta, deseaba soltarme como escritor. Pero los informes resultaron de un gran valor para la formación de terapeutas, y la paciente y yo decidimos publicarlos conjuntamente en forma de libro (Every Day Gets a Little Closer). Le hablé a Ellie de este proyecto y le propuse que ella y yo relanzáramos el experimento. Dado que la nuestra no sería una terapia a largo plazo, le propuse que escribiéramos un resumen después de cada sesión y lo enviáramos por e-mail antes del siguiente encuentro. A Ellie le encantó la idea y acordamos comenzar de inmediato.
En su primer resumen, Ellie reflexionó sobre los problemas de hablar sobre su enfermedad:
Es un alivio hablarle a Irv porque él ha enfrentado la cuestión de su propia muerte. Muchas veces es bastante difícil hablar con otras personas sobre mi cáncer. Muchas cosas me molestan. Algunas personas se pasan de atentos. Lo que hacen por ti nunca es suficiente. Hay una enfermera que siempre me pregunta: «¿No hay nadie que te pueda traer hasta aquí en coche?». Y algunas personas son demasiado entrometidas. Son voyeursque intentan satisfacer su curiosidad mórbida sobre el cáncer. Esa actitud me desagrada sobremanera y siempre me dan ganas de decirles: «¡Consíguete tu propia enfermedad mortal!».
Durante nuestra siguiente sesión, cometí el error de decirle que admiraba su coraje, y eso generó una respuesta encendida en su siguiente informe:
Demasiadas personas son demasiado respetuosas, rebuznan: «¡Eres tan valiente…!», e Irv cayó directo en esa trampa. Después de todo, ¿cuál es la valentía de tener cáncer? Una vez que uno lo tiene, ¿qué otra cosa puede hacer? Pero lo peor de todo —y gracias a Dios, Irv no lo hace, o al menos no lo ha hecho hasta ahora— es toda esa charla estúpida sobre la valiente lucha de alguien contra el cáncer que muy frecuentemente termina en fracaso. ¿Cuántos obituarios dicen que éste o aquél perdieron su valiente lucha contra el cáncer? ¡Odio esa frase! ¡La odio con todas mis fuerzas! ¡Si alguien llega a poner eso en mi esquela, regresaré y lo mataré!
Pero la salud de Ellie empezó a deteriorarse. La quimioterapia ya no era efectiva, y comenzó a sentirse cansada y anoréxica, y necesitó varias hospitalizaciones para tratar su ascitis, una acumulación de fluido abdominal. Pronto se hizo patente que el sueño de Ellie de viajar no sería posible, y ni yo ni ella volvimos a mencionarlo. Y tampoco existiría un libro de nuestros informes. Terminamos viéndonos solamente seis veces, y nuestros resúmenes eran forzados y faltos de inspiración. Aunque los de ella tenían un poco más de chispa, su fatiga ganaba terreno y sus textos estaban llenos de expresiones de gratitud hacia mí por atenderla sin recibir honorarios. Mis textos eran cautelosos y superficiales porque era evidente que Ellie tenía poca energía. Obviamente estaba muriendo, y me parecía inapropiado hablar de los matices de nuestra relación. Por estas razones nunca llegamos a tener el auténtico encuentro que yo había buscado originalmente.
Además, en ese momento yo estaba completamente absorto en la tarea de terminar una novela (El problema de Spinoza). Partí hacia un retiro de un mes, que tenía planeado desde hacía mucho tiempo, para dedicarme exclusivamente a concluir las últimas páginas. Hasta el día en que recibí el e-mail de Ellie haciéndome saber que había dejado de comer y beber y que pronto estaría muerta. Me sentí conmocionado y también culpable. Conmocionado porque a pesar de saber que tenía una enfermedad mortal, evidentemente bloqueé la noción de que estaba cercana a la muerte con el fin de conservar toda mi energía para escribir. Y culpable porque podría haberle ofrecido más de mí mismo. Podría haberle hecho más visitas cuando ella no podía moverse y podría haberme comprometido más intensamente en las sesiones y en los resúmenes que le mandé.
¿Por qué nuestra conexión no había sido mayor? Mi primera respuesta a esa pregunta es que a Ellie simplemente le faltaba la capacidad para tener relaciones profundas. Después de todo, nunca se había casado ni había sido capaz de mantener una relación amorosa de larga duración. Se había mudado muchas veces y había tenido muchos compañeros de casa, pero pocos amigos íntimos. Pero no pude convencerme a mí mismo: ésa era solamente una cara de la historia. Yo sabía que, por alguna razón, había interpuesto una distancia con ella. Muy perturbado por su e-mail, sentí la necesidad de dejar mi novela a un lado durante un tiempo y dedicarme a Ellie, y releer meticulosamente nuestros resúmenes y nuestra correspondencia. Fue una experiencia reveladora; muchísimas de sus frases me dejaron atónito por su gran poder y sabiduría. Una y otra vez, revisé las fechas de los e-mails. ¿Realmente había leído esos mensajes? ¿Cómo era posible? ¿Por qué esas palabras tremendamente conmovedoras me parecían desconocidas, como si las estuviera viendo por primera vez?
Decidí dejar mi novela de lado y reunir las palabras más sabias y poderosas de Ellie para escribir esta remembranza de ella. La llamé por teléfono, le conté mi idea y le pedí autorización. A ella le gustó el proyecto y tenía sólo una condición: que usara su nombre real en lugar de un pseudónimo.
Mientras leía cuidadosamente sus resúmenes, me sorprendió la frecuencia con la que Ellie describió una conexión profunda conmigo. Muchas veces, manifestó que conmigo se expresaba más abiertamente que con cualquier otra persona en el mundo. El siguiente es un ejemplo de su cuarto resumen:
Odio tener que explicarles mi situación a personas que no tienen experiencia con la muerte. Irv me hace sentir cómoda y no tiene miedo de adentrarse en la oscuridad conmigo. No puedo hablar así con otras personas. Es difícil, demasiado difícil, explicarles que mi cáncer es incurable. La gente no puede evitar preguntar: «¿Cuánto durará la quimioterapia?». Ésa es una pregunta inquietante. ¿No se dan cuenta? ¿No entienden que mi enfermedad no se va a ir? Necesito gente que pueda mirarme directamente a los ojos. A Irv eso se le da bien. No aparta la mirada.
Éste y muchos otros comentarios similares me persuadieron de que, a pesar de mi sensación de que había fracasado en conectar con ella, le había dado algo valioso al acompañarla hacia la oscuridad y no encogerme de dolor cuando hablaba de su muerte. Cuanto más leo, más me pregunto cómo pude hacerlo.
Mis mejores pensamientos se producen sobre una bicicleta, así que di un largo paseo por la costa sur de Kaui y medité sobre esa cuestión. Sin duda, yo mismo no había superado mi propio miedo a la muerte. Ése era un trabajo en proceso, un proyecto en marcha desde hacía mucho tiempo.
Cuarenta años atrás, cuando comencé a trabajar con pacientes con cáncer terminal, me sacudieron tormentas de miedo a la muerte y pesadillas frecuentes. En ese momento, en busca de consuelo, repasé recuerdos de mi propia psicoterapia, sesiones de psicoanálisis que duraron setecientas horas durante mi residencia en psiquiatría. Fue una sorpresa darme cuenta de que en esas setecientas horas el tema de la muerte no había aparecido ni una sola vez. ¡Increíble! Mi desaparición final, el hecho más aterrador de mi vida, nunca había surgido en aquel largo análisis personal. (Quizá mi analista, que en ese momento estaba a punto de cumplir ochenta años, se estaba protegiendo de su propio miedo a la muerte). Me di cuenta de que si iba a trabajar con pacientes con enfermedades terminales, necesitaba realizar un trabajo con mi propio temor a la muerte y retomé la terapia con un psicólogo, Rollo May, cuyos escritos mostraban una marcada sensibilidad por las cuestiones existenciales.
No puedo definir exactamente cómo me ayudó esa terapia, pero sí sé que lidié una y otra vez con la idea de mi propia muerte durante nuestro trabajo. Rollo era mayor que yo, y ahora que analizo nuestros encuentros en retrospectiva estoy seguro de que lo puse nervioso. Pero a su favor debo decir que él nunca se echó atrás; al contrario, me presionó constantemente para aumentar la profundidad de las sesiones. Tal vez fue simplemente el proceso de abrir puertas cerradas y examinar todos los aspectos de mi situación existencial en presencia de un guía generoso y sensible lo que marcó la diferencia. Gradualmente, durante el curso de varios meses, mi miedo a la muerte disminuyó y yo empecé a sentirme más cómodo en mi trabajo con enfermos terminales.
Esta experiencia hizo posible que yo pudiera acompañar a Ellie, y no cabe duda de que ella valoró mi sinceridad. El enemigo era la negación y ella expresó impaciencia con cualquier forma de negación. En uno de sus resúmenes escribió:
Otras personas, incluso algunos que también tienen cáncer, me dicen: «Vas a vivir treinta años». Se dicen a sí mismos: «No voy a morir de esta enfermedad». Hasta Nancy, una mujer sabia y lúcida de mi grupo de apoyo, me escribió un e-mail ayer que decía: «Todo lo que podemos hacer es resistir a la espera de mejores tratamientos».
Pero yo no quiero escuchar ese tipo de cosas. No quiero una red de seguridad con un agujero en el medio. Vaya a vivir mucho o poco, estoy viva ahora, en este momento. Lo que quiero es saber que hay otras cosas además del deseo de una vida larga. Lo que quiero es saber que no hay que evitar los pensamientos de dolor o de muerte, pero tampoco hay que dedicarles demasiado espacio ni tiempo. Lo que quiero es sentirme bien con la idea de que la vida es pasajera. Y después, a la luz (o a la sombra) de esa idea, saber cómo vivir. Cómo vivir ahora. Esto es lo que he aprendido del cáncer: te muestra tu enfermedad mortal y después te escupe de vuelta al mundo, a tu vida, a todos sus placeres y bondades, que ahora son más intensos que nunca. Y sabes que algo te ha sido concedido y, a la vez, algo te ha sido arrebatado.
Algo te ha sido concedido y algo te ha sido arrebatado. Sabía a lo que se refería Ellie. Era un pensamiento simple, pero muy complejo. Un pensamiento que hay que desarrollar con lentitud. Lo que ha sido concedido es una nueva perspectiva sobre vivir la vida, y lo que ha sido arrebatado es la ilusión de una vida ilimitada y la creencia en que uno es especial y está exento de las leyes naturales.
Ellie batalló contra la muerte con un arsenal de ideas en las que no había negación, ideas tan efectivas que Ellie las comparaba con las medicinas oncológicas:
Estoy viva ahora, y eso es lo que importa.
La vida es transitoria. Siempre, y para todos.
Mi trabajo es vivir hasta que muera.
Mi trabajo es reconciliarme con mi cuerpo y amarlo, en su totalidad, y desde ese núcleo estable poder alcanzar la fuerza y la generosidad.
Cada una de estas ideas tenía su ciclo de vida. En palabras de Ellie:
Después de un tiempo todas dejan de funcionar. Pierden su poder. Las ideas son exactamente como las medicinas oncológicas. Pero las ideas son más resistentes: se agotan, quedan en desuso durante un tiempo, como si estuvieran tomando un descanso, y luego regresan revitalizadas, y al mismo tiempo ideas nuevas y más fuertes no paran de llegar.
Con frecuencia, especialmente al comienzo de su enfermedad, Ellie sentía envidia de las personas sanas. Ella sabía que esos sentimientos maliciosos eran insalubres para su mente y su cuerpo, y luchó para superarlos. La última vez que vi a Ellie me dijo algo notable: «Ahora ya no hay más envidia. Ese sentimiento ha desaparecido y me puedo sentir generosa. Quizá pueda ser una suerte de pionera de la muerte para mis amigos y hermanos. Quizá suene demasiado entusiasta, como Pollyanna, la huérfana del cuento, pero es una idea que me sostiene y que no se desvanece como las otras».
«Una pionera de la muerte…, ¡qué frase tan extraordinaria!». Me retrotrajo a cuarenta años atrás, cuando me topé con esa idea en mi trabajo como terapeuta por primera vez. En el primer grupo de pacientes con cáncer intenté, semana tras semana, consolar a una mujer enferma de gravedad. He olvidado su nombre, pero recuerdo su esencia y todavía puedo ver con gran claridad su rostro abatido y sus tristes ojos grises. Un día nos sorprendió a todos los del grupo cuando llegó y, con un brillo en la mirada, nos dijo:
—He tomado una gran decisión esta semana. He decidido ser un modelo para mis hijos: un modelo de cómo morir.
Y en efecto, hasta el día en que murió, fue un ejemplo de gracia y dignidad, no sólo para sus hijos, sino también para los miembros del grupo y para cualquiera que estuviese en contacto con ella. La idea de ser un ejemplo de cómo morir le permite a uno imbuir sentido a la vida hasta el último momento. Durante años les transmití su idea a muchos pacientes, pero la fuerza del lenguaje de Ellie («una pionera de la muerte») le daba mayor contundencia. Como dijo Nietzche: «Quien tiene un porqué en la vida no necesita un cómo».
Las descripciones que hizo Ellie de los efectos positivos de su enfermedad no me sorprendieron, pues había escuchado muchos comentarios de esa clase de enfermos terminales. Pero, de todas maneras, las palabras de Ellie tenían un poder fuera de lo común.
Para mis familiares y amigos soy más que una mera mercancía. Y yo también me siento especial para mí misma. Mi tiempo me parece más valioso. Tengo un sentido de la importancia, de la gravitas, de la confianza. Creo que le tengo menos miedo a la muerte que antes de tener cáncer, pero me preocupo más por ella. No me preocupa envejecer. No me cuestiono más a mí misma lo que hago o dejo de hacer. Siento que tengo el permiso y hasta la obligación de disfrutar. Me encanta el consejo que vi en una página dedicada al cáncer: «Disfruta cada sándwich».
Durante todo el proceso que vivió, nunca perdió su jocoso sentido del humor.
Sobre la exigencia.
Nunca en mi vida he escuchado con tanta frecuencia el buen aspecto que tengo.
Por supuesto que siempre está implícita la frase «considerando que tienes cáncer», pero, oye, qué importa eso ahora. ¡Aceptaré el cumplido! Me halagaré a mí misma con la misma vehemencia, me daré palmaditas en la espalda y pensaré: «¿Acaso no fui simpática con ese vendedor gruñón, considerando que tengo cáncer? ¿No soy alguien maravillosamente alegre para ser alguien que tiene cáncer?».
No hice demasiado hoy (o, para el caso, durante toda la semana), pero, después de todo, tengo cáncer.
Es agradable vivir así, pero me estoy arruinando. Es momento de ser más exigente.
Casi todos los comentarios de Ellie sobre la muerte eran impresionantes. Releí cada uno de ellos varias veces. Una y otra vez me pregunté cómo pude haberlos leído antes y recordarlos tan poco.
Pensamientos sobre la muerte de la infancia.
Fui una de esas niñas cansinas que no podían cambiar de tema. A los cuatro años, arrinconé a mi madre con una pregunta sobre la muerte. Ella me habló del Cielo, pero la verdad es que no sirvió de mucho. Cuando miraba el cielo, lo único que veía era cielo. Corrí y me escondí detrás del enorme sillón de cuero de mi padre, el que estaba apoyado contra un rincón. Se me ocurrió que si me quedaba allí para siempre, la muerte nunca me encontraría.
Los budistas recomiendan vivir con la muerte sobre tu hombro izquierdo; a veces siento que está sentada sobre mis dos hombros y que se ha metido dentro de mi cuerpo. Y, por supuesto, es allí donde siempre ha estado.
No, estas líneas eran demasiado fuertes para olvidarlas. La verdad es que yo no había permitido que llegaran a mí la primera vez que las había leído. El poder de la negación me maravilló, el poder de mi negación. Entonces, ahora releo las palabras de Ellie, pero esta vez con los ojos y el corazón bien abiertos. Esta vez, el poder de sus palabras me quita el aliento:
Mi trabajo es amar mi cuerpo, en toda su extensión. Mi cuerpo completo. Todo este conjunto de átomos que respira y envejece, este problemático, fallido, milagroso, intrincado, condenado, canceroso, mortificante, cálido, poco confiable, imperfecto, hermoso, vivo, luchador, horrible, tierno, asustado, horroroso, agonizante, vivo, pasajero, asombroso, afligido, mortalmente enfermo, conjunto de átomos del universo que soy yo, para este espacio y para este tiempo. Este cuerpo que se está yendo a la mierda. Que está creando tumores terribles y peligrosos. Que está fallando en revertirlos, destruirlos, disolverlos, aniquilarlos. Este cuerpo que está fallando en el único trabajo esencial de la vida, seguir vivo, seguir vivo.
Después de enterarse de que el cáncer se había diseminado, escribió:
Miré al espejo y vi un rostro humano, vulnerable, viviente, amado, efímero. No me examiné la piel en busca de poros obstruidos, ni me arreglé el pelo, ni me formé una opinión sobre mi aspecto. Miré fijamente a los ojos que me miraban y pensé: «Oh, pobrecita». Creo que fue la primera vez que vi mi cara de esa forma…, la primera vez que la vi por completo.
Estas líneas me hicieron llorar. La imagen de Ellie mirándose en el espejo y diciendo: «Oh, pobrecita» me golpeó el corazón y comencé a sentir miedo por mi persona. El temor a la muerte nunca desaparece del todo, especialmente para las personas como yo, que están siempre husmeando en su subconsciente. Incluso después de todo el trabajo que he hecho sobre mí mismo, sigo despertándome a veces a las tres de la mañana e imagino, una y otra vez, al médico dándome un diagnóstico fatal, o a mí yaciendo en el lecho mortuorio, o a mi esposa llorando por mí.
Ellie dijo que yo estaba completamente presente, que yo había aceptado ingresar al lugar más oscuro con ella. Yo sabía que había verdad en esas afirmaciones, pero no era consciente de cómo había sido capaz de hacerlo. Encontré una respuesta parcial mientras releía las siguientes reflexiones en uno de sus resúmenes:
La vida es pasajera; siempre, para todos. Siempre llevamos nuestra muerte en nuestros cuerpos. Pero sentirla, sentir una muerte particular, con un nombre particular, eso es algo muy distinto.
Mientras leía estas palabras, me observé a mí mismo: comprendía, asentía, estaba de acuerdo con las palabras de Ellie, pero al prestar más atención, escuché una voz ahogada que, desde lo más profundo de mi mente, decía: «Sí, sí, todo eso está muy bien, Ellie, pero seamos francos… Tú y yo no somos iguales. Tú, pobrecita, eres la afligida, la que tiene cáncer, y yo lo siento por ti y te ayudaré de todas las maneras que pueda. Pero yo, yo estoy sano… No tengo cáncer. Estoy fuera de peligro».
Ellie era una mujer perceptiva. ¿Cómo era posible que dijera tantas veces que yo era la única persona con la que podía relacionarse? Dijo que yo la miré directamente a los ojos sin asustarme, que la recibí y que podía aceptar todo lo que me decía.
¡Qué enigma! Mientras revisaba sus mensajes comencé poco a poco a comprender. Sí había estado cerca de Ellie. ¡Pero no demasiado cerca! No peligrosamente cerca. La había culpado a ella falsamente por nuestra falta de confianza. Pero ése no era el problema. Ella tenía una enorme capacidad para cultivar relaciones cercanas. El problema era yo. Me estaba protegiendo a mí mismo.
¿Estoy contento con lo que hice? No, claro que no. Pero tal vez mi negación me permitió hacer mi trabajo. Ahora pienso que todos los que trabajamos con enfermos terminales debemos tener estas contradicciones. Y tenemos que trabajar continuamente en nosotros mismos. Debemos convencernos de permanecer conectados y de no castigarnos por ser humanos, demasiado humanos.
Cuando pienso en el tiempo que pasé con Ellie, siento muchos remordimientos. Siento tristeza por ella, porque nunca pudo vivir con audacia, porque murió joven y porque no pudo hacer su gran viaje. Pero cuando pienso en mi experiencia con Ellie siento tristeza por mí mismo. En nuestras reuniones fui yo el que dio menos. Perdí la extraordinaria oportunidad de encontrarme más profundamente con una mujer que posee un alma grandiosa.