Desde lo opaco
Si entonces me hubieran preguntado qué forma tiene el mundo, habría dicho que era en pendiente, con desniveles irregulares, con entrantes y salientes, y por eso siempre me encuentro de alguna manera como en un balcón, asomado a una balaustrada y veo disponerse a derecha e izquierda, a diferentes distancias, lo que el mundo contiene en otros balcones o palcos de teatro, arriba o abajo, de un teatro cuyo escenario se abre al vacío, sobre la alta franja de mar contra el cielo atravesado por los vientos y las nubes y así aún hoy si me preguntan qué forma tiene el mundo, si lo preguntan al yo que habita en mi interior y conserva la primera impronta de las cosas, debo contestar que el mundo está dispuesto en muchos balcones asomados irregularmente a un único gran balcón que se abre al vacío del aire, al alféizar que es la breve franja del mar contra el cielo enorme, y a ese parapeto se sigue asomando mi verdadero yo en el interior de mí mismo, en el interior del presunto habitante de formas del mundo más complejas o más simples pero todas derivadas de ésta, mucho más complejas y al mismo tiempo mucho más simples por cuanto contenidas todas o deducibles de aquellos primeros precipicios y declives, de aquel mundo de líneas quebradas y oblicuas entre las cuales el horizonte es la única recta continua.
Empezaré entonces diciendo que el mundo está compuesto de líneas quebradas y oblicuas, con segmentos que tienden a sobresalir de los ángulos de cada peldaño, como los agaves que suelen crecer en el borde, y con líneas verticales ascendentes como las palmeras que dan sombra a los jardines o terrazas que dominan aquéllos donde tienen sus raíces, y me refiero a las palmeras de tiempos en que solían ser altas las palmeras y bajas las casas, las casas que también cortan verticalmente la línea de los desniveles, apoyadas a medias en el peldaño de abajo y en el de arriba, con dos plantas bajas, una debajo de la otra, y así aún ahora en que las casas suelen ser más altas que cualquier palmera, y trazan líneas verticales ascendentes más largas en medio de las líneas quebradas y oblicuas del nivel del suelo, queda el hecho de que tienen dos o más plantas bajas y que por mucho que se empinen siempre hay un nivel del suelo más alto que los tejados, de modo que en la forma del mundo que ahora estoy describiendo las casas se presentan como a quien mira los tejados desde arriba, la ciudad es una tortuga allá en el fondo con su caparazón cuadriculado y en relieve, y no porque la vista de las casas desde abajo no me sea familiar, más aún, siempre puedo cerrar los ojos y sentir a mis espaldas casas altas y oblicuas casi sin espesor, pero entonces basta una casa para esconder las otras casas posibles, la ciudad más arriba que yo no la veo y no sé qué es, todas las casas que están más arriba que yo son una tabla vertical pintada de rosa apoyada en pendiente, todos los espesores se achatan en un sentido pero sin ensancharse en el otro, las propiedades del espacio varían según las direcciones en que miro en relación con la manera en que estoy orientado
Está claro que para describir la forma del mundo lo primero es fijar la posición en que me hallo, no digo el lugar sino la manera en que estoy orientado, porque el mundo del que hablo se diferencia de otros mundos posibles en que uno siempre sabe dónde están el levante y el poniente a todas las horas del día de la noche, y así empiezo por decir que miro hacia mediodía, lo cual equivale a decir que estoy de cara al mar, lo cual equivale a decir que vuelvo las espaldas a la montaña, porque ésta es la posición en que habitualmente sorprendo al yo mismo que está metido en el interior de mí mismo, aun cuando el yo externo esté orientado de un modo completamente diferente o no esté orientado en absoluto, como suele ocurrir, en la medida en que toda orientación comienza para mí por aquella orientación inicial que siempre implica tener a la izquierda el levante y a la derecha el poniente, y sólo a partir de ahí puedo situarme con relación al espacio, y verificar las propiedades del espacio y de sus dimensiones
Por lo tanto si me hubieran preguntado cuántas dimensiones tiene el espacio, si le preguntaran a ese yo que sigue sin saber las cosas que se aprenden para tener un código de convenciones en común con los demás, siendo la primera de ellas la convención según la cual cada uno de nosotros está en el cruce de tres dimensiones infinitas, ensartado por una dimensión que le entra por el pecho y le sale por la espalda, otra que lo traspasa de un hombro al otro, y una tercera que le perfora el cráneo y le sale por los pies, idea que uno acepta al cabo de muchas resistencias y repulsas, pero después fingirá haberlo sabido siempre porque todos los demás fingen haberlo sabido siempre, si tuviera que contestar a partir de todo lo que realmente había aprendido mirando a mi alrededor, acerca de las tres dimensiones que estando en el medio resultan seis, adelante atrás arriba abajo izquierda derecha, observándolas, como decía, de cara al mar y de espaldas a la montaña, lo primero que debe decirse es que la dimensión de delante de mí no subsiste, por cuanto allí abajo empieza enseguida el vacío que se convierte en el mar que se convierte en el horizonte que se convierte en el cielo, por lo cual también podría decirse que la dimensión de delante de mí coincide con la de encima de mí, con la dimensión que a todos vosotros os sale del centro del cráneo cuando estáis erguidos y que se pierde enseguida en el cenit vacío, después pasaría a la dimensión de atrás de mí que nunca va muy atrás porque encuentra un muro un escollo una pendiente abrupta o zarzosa, lo digo al hallarme siempre de espaldas a la montaña, es decir a medianoche, por lo tanto también podría decir que esa dimensión no subsiste o que se confunde con la dimensión subterránea de lo de abajo, con la línea que debería salirte de la planta de los pies y sin embargo no sale ni en broma porque entre la suela de tus zapatos y el pavimento no tiene espacio material para salir, está la dimensión que se prolonga a la izquierda y a la derecha y que para mí corresponde más o menos al levante y al poniente, y ésta sí que puede continuar de los dos lados porque el mundo continúa con su contorno recortado de modo que en cada nivel puede trazarse una línea horizontal imaginaria que corta el declive oblicuo del mundo, como las que se trazan en las cartas altimétricas y tienen un nombre bellísimo: isohipsas o como los desvíos de agua por donde corre en cunetas horizontales el magro fluir de los torrentes para regar en una u otra ladera las franjas de terreno cultivable obtenidas sosteniendo el declive con muros de piedra pero aun prosiguiendo a lo largo de esta dimensión no se va demasiado lejos porque antes o después tanto a levante como a poniente se llega a la punta divisoria de las aguas de un cabo y entonces, o se considera que la línea se pierde en el aire del cielo confundiéndose con la primera dimensión de que hemos hablado, o se la hace continuar al otro lado como una buena isohipsa siguiendo la serie de ensenadas y golfos y hundimientos interiores de estas ensenadas y golfos, hasta encontrar promontorios que se lanzan más hacia mar afuera que otros promontorios delimitando golfos más amplios que comprenden los golfos más interiores, y así sucesivamente hasta establecer que este sistema de golfos en el interior de otros golfos, dorados por la mañana y azules al atardecer hacia poniente, verdosos por la mañana y grises al atardecer hacia levante, sigue así a todo lo largo y ancho de los mares y las tierras, tendiendo a englobar todo el mar en un único golfo, por lo cual da igual considerar como forma del mundo la del golfo que tengo delante de mis ojos, delimitada por el cabo que tengo a levante y por el que tengo a poniente, y si no es por un cabo, por ese algo que detiene mi vista a un lado y a otro, dorso de colina, tronco de olivo, superficie cilíndrica de depósito de cemento, seto de retamas, araucaria, parasol, o cualesquiera que sean los dos bastidores que delimitan el escenario en cuyo centro me hallo, dando la espalda a un alto telón de fondo y el frente a las candilejas del luminoso horizonte
He vuelto a emplear metáforas que se refieren al teatro, aunque en mis pensamientos de entonces el teatro con sus terciopelos no podía asociarse a aquel mundo de hierbas y de vientos, y si bien aún ahora lo que la palabra teatro puede evocar, es decir un interior que pretende contener en sí el mundo exterior, la plaza la fiesta el jardín el bosque el muelle la guerra, es todo lo contrario de lo que estoy describiendo, es decir un exterior que excluye de sí todo tipo de interior, un mundo todo al aire libre que da la sensación de estar encerrados estando al aire libre, por cuanto el trozo de tierra propia se asoma al trozo de tierra ajena, divididos no por muros de cinturón sino de contención, y cada uno de nosotros está en el suyo pero mirando a los demás, cada uno en el suyo, y nadie sale nunca del suyo sino que está siempre bajo la mirada de los demás, un espacio que es exterior aun cuando esté dentro de un interior, gallineros conejeras se vislumbran a través de las redes metálicas, quioscos pérgolas marquesinas glorietas, todas las albercas reflejan lo que está sobre la alberca, escaleras exteriores relacionan miradores en cuyos alféizares crece la albahaca en ollas llenas de tierra, un pueblo es una piña toda arcadas y ventanas, la ventana encuadra la cómoda con su espejo por el que pasa una nube
Habría que decir también para disipar todo equívoco a que pueda inducir la palabra teatro, que el teatro está hecho de manera que el máximo número de ojos tenga un campo visual libre al máximo, es decir de modo que todas las miradas posibles estén contenidas en él y guiadas como en el interior de un ojo único que se mira a sí mismo, que se ve reflejado en el iris de la propia pupila, mientras hablo de un mundo donde todo se ve y no se ve al mismo tiempo, en la medida en que todo asoma y esconde y aparece y oculta, las palmeras se abren y cierran como un abanico sobre las arboladuras de los barcos de pesca, el chorro de una manguera se yergue y riega un campo de invisibles anémonas, medio autobús gira en la media curva de la carretera y desaparece entre las espadas del agave, mi mirada se fragmenta entre planos y distancias diferentes, se desliza por una franja oblicua de esteras y vidrieras de invernáculos, toca un campo todo erizado de cordeles y estacas sobre la vertiente de enfrente, vuelve a acortarse sobre el primer plano de una hoja de níspero que cuelga de una rama aquí en medio, pasa de la nube de un olivo gris a una nube blanca que navega por el cielo, después tengo bajo los ojos enorme y verde de azufre una planta de tomate en un entramado de cañas, después un pequeño tejado al otro lado del torrente del que se separa una hilera de plantas de caqui, con las frutas de un rojo amarillento que puedo contar en las ramas aun a esta distancia, y habría que precisar igualmente que es un teatro en relación con los sonidos, como lugar de la máxima capacidad del oído, gran oreja que encierra en sí misma todas las vibraciones y las notas, oreja que se escucha a sí misma, oreja y a la vez concha posada en la oreja, pero en cambio mientras hablo de un mundo en el que los sonidos se quiebran subiendo y bajando por las anfractuosidades del terreno y girando en torno a esquinas y obstáculos, y se amortiguan y se propagan independientemente de la distancia, el diálogo de dos mujeres que se encuentran en medio de una calle de gradas se pierde apenas sube por encima de las cestas que sostienen en sus cabezas, pero de la colina de enfrente llegan los ¡uuu!, los ¡gaaa!, los ¡ay de mí!, atravesando el aire como cuentas de un collar que caen deslizándose por el hilo, el espacio está formado por puntos visibles y puntos sonoros que se mezclan todo el tiempo y nunca consiguen coincidir del todo, y sólo de noche los sonidos encuentran su lugar en la oscuridad, miden sus distancias, el silencio que llevan alrededor describe el espacio, el pizarrón de la oscuridad está marcado por puntos y rasgos sonoros, el ladrido entrecortado de un perro, la caída amortiguada de una vieja hoja de palmera, la línea discontinua del tren que ya se borra ya se acentúa en las entradas y salidas de los túneles, y apenas deja de oírse el tren emerge el mar como una sombra blanca en el punto donde el tren ha desaparecido, se escucha durante medio minuto y se acabó, y ya se apresuran los gallos lejanos y los gallos cercanos a trazar la perspectiva que encuadre todas las señales sonoras en la oscuridad, antes de que la esponja del alba embadurne el pizarrón de una punta a otra, y a la luz del día no llega un sonido que sepa de dónde viene, el chirrido de la sulfatadora se enreda en el estruendo de la motocicleta, el zumbido de la sierra eléctrica envuelve el carillón del carrusel, para quien observa sin moverse el mundo se exfolia discontinuo a la vista y el oído en el desmoronamiento del espacio y del tiempo
Para quien observa inmóvil el único elemento continuo es el arco que el sol recorre subiendo y bajando de izquierda a derecha, el sol que siempre puede decirse dónde está aunque no haya sol, y de todas las cosas de las que no puede establecerse la distancia y la forma siempre se puede saber cómo se desplaza se reduce se agranda la sombra a su pie, de cada color del que no puede decirse el color siempre se puede sin embargo prever cómo cambia de color según la inclinación de los rayos, el sol es en el fondo solamente la relación del mundo con el sol, que no cambia si se considera el arco cóncavo recorrido por el sol como un arco convexo, es la relación de un manantial de rayos, no importa si inmóvil o fijo, con un cuerpo o conjunto de cuerpos, no importa si fijo o móvil, que recibe los rayos, es decir el sol consiste en las propiedades de los rayos recibidos del mundo, que se supone provienen de un manantial llamado sol el cual si lo miras fijo te ciega, y le basta un jirón de nube para esconderse detrás, le bastan algunos estratos intermedios de atmósfera más densa o de vapor acuoso para que palidezca y se empañe hasta desaparecer, o aunque sólo sea un poco de calígine que sube del mar, en todo caso, por lo tanto, no es la existencia hipotética de este manantial lo que cuenta sino cómo caen sus rayos sobre las superficies del mundo, ya directamente variando intensidad inclinación frecuencia, ya indirectamente según ángulos de reflexión variables y según vengan reflejos desde el espejo deslumbrante del mar o de la costa de tierra cenicienta y de piedras, como cuando en los golfos la orilla de poniente es abandonada por la luz del sol ya desaparecido y la alcanza la reverberación de un levante todavía soleado o en vez de tener en cuenta el manantial de rayos o los rayos en sí o las superficies que los reciben, pueden tenerse en cuenta las manchas de sombra o sea los lugares no alcanzados por los rayos, cómo la sombra adquiere nitidez proporcionalmente a la fuerza que saca del sol, cómo la sombra matutina de una higuera de tenue e incierta se vuelve al salir el sol un dibujo en negro de la higuera hoja por hoja que se agranda al pie de la higuera en verde, ese concentrarse del negro para significar el verde brillante que la higuera contiene hoja por hoja en la cara que da al sol, y cuanto más concentra su negro el dibujo en el suelo más se encoge y acorta como chupado por las raíces, tragado por la base del tronco y restituido a las hojas, transformado en látex blanco en las nervaduras y en los pecíolos, hasta que en el momento del sol más alto la sombra del tronco vertical ha desaparecido y la sombra del paraguas de hojas se tiende allí debajo, sobre el fermentado aplastamiento de los higos maduros caídos en el suelo, esperando que la sombra del tronco vuelva a asomar y la empuje desde el lado opuesto alargándose como si el don de crecer, al que la higuera ha renunciado como planta portadora de higos, pasara a ese fantasma de planta tendido en el suelo, hasta la hora en que los otros fantasmas de plantas crecen y la cubren, hasta que el cerro la colina la costa extienden las sombras en un solo lago
Podríamos pues limitar mi descripción a las manchas que se agrandan y se encogen según las horas del día con un movimiento rotatorio que los diferentes niveles y pendientes hacen irregular y agrietado, y ya se tragan ya revelan viñas, almácigos, amarillos campos de caléndulas, negros jardines de magnolias, rojas canteras de piedras, mercados, en cada lugar la sombra tiene sus citas y sus itinerarios, aquí es su derecho reinar sobre enteros valles comunicantes, allá puede recoger sólo jirones de sí misma escondidos detrás de una regadera o una carretilla, cada lugar puede definirse a partir de una escala intermedia entre los lugares donde nunca da el sol y aquellos expuestos a la luz desde la aurora hasta el crepúsculo
Llámase «opaco» —en dialecto: ubagu— el lugar donde no da el sol, en lengua culta, con una locución más rebuscada: a bacio; en cambio se llama a solatio o aprico —abrigu en dialecto— el lugar soleado. Como el mundo que estoy describiendo es una especie de anfiteatro cóncavo a mediodía y como no está comprendida en él la faz convexa del anfiteatro, presumiblemente vuelta hacia medianoche, en él se verifica por tanto la extrema rareza de lo opaco y la más amplia extensión de lo soleado o si se quiere utilizar una metáfora de la vida animal, estamos en un mundo que se alarga y contorsiona como una lagartija de manera de ofrecer al sol el máximo de su superficie, y abre el abanico de sus patas con ventosas en la pared que se calienta, la cola con sacudidas filiformes se sustrae a las imperceptibles progresiones de la sombra, tendiendo a hacer coincidir lo soleado con la existencia del mundo tendiendo a hacer coincidir lo soleado con la lucha por la existencia e inmediatamente después con el máximo provecho, nivelando los declives al geométrico imperio de los claveles que adelantan al sol en filas apretadas sus legiones en escuadra, o enderezando las verticales murallas de las copropiedades cuadriculadas de ventanas que se disputan la exposición y la vista
Sólo en el fondo de los torrentes erizados de cañas con su crujido de papel, o en los valles que se curvan en codo, o detrás de las copas que sobresalen en los collados, y más atrás en la sucesión de contrafuertes de la cadena montañosa paralela a la costa, se da ese oscurecerse del verde, ese aflorar de rocas desde la tierra deslavada, esa cercanía del frío que sube del subsuelo y lejanía no sólo del mar invisible sino también del feroz azul del cielo suspendido, esa sensación de un misterioso confín que separa del mundo abierto y extraño, que es la sensación de haber entrado int’ubagu, en el opaco reverso del mundo de modo que podría definir l’ubagu (lo opaco) como anuncio de que el mundo que estoy describiendo tiene un reverso, una posibilidad de hallarse expuesto y orientado diferentemente, en una relación diferente con el curso del sol y las dimensiones del espacio infinito, señal de que el mundo presupone un resto del mundo, más allá de la barrera de montañas que se suceden a mis espaldas, un mundo que se prolonga en lo opaco con pueblos y ciudades y altiplanos y cursos de agua y pantanos, con cadenas de montañas que ocultan mesetas cubiertas de niebla, siento este reverso del mundo escondido más allá del espesor profundo de tierra y de roca, y el vértigo que ya zumba en mis oídos y me empuja hacia el allende
Y es aquí donde esa reconstrucción del mundo realizada en ausencia del mundo debería recomenzar diciendo que me aplano en mi inmovilidad de lagartija sobre la pendiente escarpada int’abrigu, en lo soleado, pero diciendo en el momento mismo que soy empujado vertiginosamente hacia el allende, aquí abrir un paréntesis para distinguir un allende como lo opaco absoluto que se abre al que mira más allá de una extrema cresta enriscada o tal vez los allendes convergen, el barco que veo internarse en el mar y desaparecer en el reflejo del sol amarrará en puertos opacos, verá explanadas grises de muelles que asoman en una mañana de niebla, las luces todavía encendidas de los docks, y el cazador que vuelve a subir por el camino de herradura a las tierras yermas se interna en el bosque, pasa por el lomo de la colina, costea una hondonada al resguardo, hace rodar las piedras entre los matorrales esperando que alce vuelo una bandada de estorninos, baja corriendo por los prados, trepa por un despeñadero, busca el paso de los pájaros migratorios, busca el reborde al otro lado del cual se abra la vista de un país sin confines, la línea divisoria de las líneas divisorias de todas las aguas, el techo del mundo desde donde pueda asomarse y lanzar la mirada más allá de la gran ala de sombra, hasta divisar una tule de puertas doradas, una helsinki con su blanca plaza, ciudad soleada sobre un golfo de hielo
Y aun considerando inmóvil al observador, como al principio, su situación respecto de lo opaco y lo soleado seguirá siendo discutible, porque ese yo mismo vuelto hacia lo soleado es el lado opaco que ve desde cada puente árbol tejado, mientras está a pleno sol el muro o pendiente a los cuales vuelvo las espaldas, el muro florecido de buganvillas, la cuesta donde crecen matas de euforbios, el seto de chumberas, la espaldera de alcaparras pero no es eso lo que importa porque admitiendo que yo esté siempre mirando hacia la desembocadura de un valle cualquiera y tenga a mis espaldas el torrente escarpado y sombreado, nada prueba que esté a punto de avanzar cada vez más hacia lo descubierto en vez de retroceder hacia el fondo del valle, por lo cual es justo decir que el mí mismo vuelto hacia lo soleado es también un yo mismo que se retrae en lo opaco y si partiendo de esa posición inicial considero las fases sucesivas del mismo yo mismo, cada paso adelante también puede ser un retroceso, la línea que trazo se arrolla cada vez más en lo opaco, y es inútil que trate de recordar en qué punto entré en la sombra, ya estaba en ella desde el principio, es inútil que busque en el fondo de lo opaco una desembocadura de lo opaco, ahora sé que el único mundo que existe es lo opaco y que lo soleado es sólo su reverso, lo soleado que opacamente se esfuerza por multiplicarse a sí mismo pero multiplica sólo el reverso del propio reverso
D’int’ubagu, desde el fondo de lo opaco escribo reconstruyendo un mapa de lo soleado, que es sólo un axioma inverificable para los cálculos de la memoria, el lugar geométrico del yo, de un mí mismo del cual mi yo necesita para saber que soy yo, el yo que sirve sólo para que el mundo reciba continuamente noticias de la existencia del mundo, un mecanismo del que el mundo dispone para saber si existe.