Recuerdo de una batalla

No es cierto que ya no recuerde nada, los recuerdos están todavía allí, escondidos en el ovillo gris del cerebro, en el húmedo lecho de arena que se deposita en el fondo del torrente de los pensamientos, si es verdad que cada grano de esa arena mental conserva un momento de la vida fijado de manera que nunca se pueda borrar sino que sea sepultado por miles de millones de granitos. Estoy tratando de traer a la superficie un día, una mañana, una hora entre la oscuridad y la luz al despuntar de aquel día. Hace años que no muevo esos recuerdos, escondidos como anguilas en las pozas de la memoria. Estaba seguro de que en cualquier momento me bastaría revolver el agua baja para verlos aflorar de un coletazo. Cuando mucho tendría que levantar alguno de los grandes guijarros que forman el margen entre el presente y el pasado para descubrir las pequeñas cavernas donde se agazapan detrás de la frente las cosas olvidadas. Pero ¿por qué aquella mañana y no otro momento? Hay puntos que emergen del fondo de arena, señal de que alrededor de ese punto giraba una especie de remolino, cuando los recuerdos despiertan después de un largo sueño, la espiral del tiempo se desovilla a partir del centro de ese remolino.

En cambio ahora que, al cabo de casi treinta años, decido finalmente tirar hacia la orilla las redes de los recuerdos y ver qué hay en ellas, estoy aquí agitando los brazos en la oscuridad, como si la mañana no quisiera empezar, como si no consiguiera despegar los ojos llenos de sueño, y esta imprecisión es quizá justamente la señal de que el recuerdo es preciso, de que lo que ahora me parece medio borrado ya lo estaba entonces, aquella mañana el despertar había sido a las cuatro y enseguida el destacamento de Olmo se había puesto en marcha bajando por el bosque en la oscuridad, casi corriendo por atajos que no ves donde pones los pies, tal vez no sean senderos sino sólo despeñaderos, lechos de arroyos secos invadidos por zarzas y helechos, guijarros lisos en los que resbalan los zapatos claveteados, y aquí estamos todavía en el comienzo de la marcha de acercamiento, así como ahora es una marcha de acercamiento en la memoria lo que intento al seguir las huellas de recuerdos que se desmoronan, no recuerdos visuales porque era una noche sin luna ni estrellas, recuerdos del cuerpo derrumbado en la oscuridad, con media gamella de castañas en el estómago que no consiguen dar calor sino sólo pesar como un ácido puñado de cascajo que se embolsa y se agita, con el peso de la caja de municiones de la ametralladora que me golpea en los hombros y cada vez que pierdo pie estoy por caerme de cara al suelo o por irme hacia atrás de espaldas contra las piedras. Tal vez de todo el descenso han quedado en la memoria sólo estas caídas, que podrían también ser las de otra noche o de otra mañana. Los despertares para ir al combate se parecen todos, yo soy uno de los portamuniciones de mi grupo, siempre con aquella dura caja cuadrada y las correas que siegan los hombros, pero en este recuerdo mis imprecaciones y las de quienes vienen detrás se amortiguan en leves estallidos de las voces, como si desplazarse en silencio fuera el hecho esencial, esta vez aún más que otras, porque a la misma hora nocturna por todas las cuestas del bosque bajan filas como la nuestra de hombres armados, todos los destacamentos del batallón de Fígaro acampados en chozas escondidas han salido temprano, todos los batallones de la brigada de Gino desembocan desde los valles y se cruzan en los caminos de herradura con otras filas que ya se han puesto en marcha la noche anterior desde lejanas montañas, apenas recibida la orden de Vittò que tiene el mando de la división: que los partisanos de toda la zona se concentren al amanecer en torno a Baiardo.

El aire tarda en aclararse. Y sin embargo ya deberíamos de estar en marzo, empezar la primavera, la última (¿pero será verdad?) primavera de guerra o incluso la última (¿para cuántos de nosotros todavía?) de la vida. La incertidumbre del recuerdo es la incertidumbre de la luz y de la estación y del después. Lo importante es que este descenso en la incierta memoria hormigueante de sombras me lleve a tocar algo sólido, como cuando sentí bajo los pies el cascajo batido de la carretera y reconocí el tramo del camino real hacia Baiardo que pasa al pie del cementerio, y en el recodo, aunque no lo vea, sé que tenemos enfrente el pueblo prendido en lo alto de un collado. Ahora que he arrancado del gris de la desmemoria un lugar preciso y que me es familiar desde la infancia, la oscuridad empieza a volverse transparente y a filtrar las formas y los colores: de pronto ya no estamos solos, nuestra columna marcha al amparo de otra columna que se ha detenido en el camino real, más aún, avanzamos entre dos filas de hombres semejantes a nosotros, que marcan el paso sin desplazarse, con las armas a los pies.

—¿Con quién estáis? —nos pregunta alguien.

—Con Fígaro. ¿Y vosotros?

—Con Pelletta.

—Nosotros con Gori —nombres de comandantes con bases en otros valles y montañas.

Y nos miramos al pasar, porque siempre nos hace un efecto extraño vernos con otra sección, registrar tantos aspectos diferentes entre nosotros, indumentarias de todos colores, partes de uniformes desparejados, pero también comprobar que somos reconocibles e iguales en los lugares donde la ropa se desgarra más fácilmente (en el hombro donde se apoya la correa del fusil, en los bolsillos desfondados por los cargadores de bronce, en los pantalones que las ramas y los matorrales reducen enseguida a harapos), diferentes e iguales en armamento, un triste equipo de viejos fusiles mellados de 1891 y bombas de mano alemanas ensartadas por el mango de madera en los cinturones, en medio de los cuales se despliega el muestrario de las armas ligeras más modernas y nerviosas que la guerra ha sembrado por los campos de Europa y que cada combate redistribuye en un bando y en el otro. Nos encontramos barbudos o imberbes, con el pelo largo o esquilado, con los forúnculos que salen por no comer durante meses más que castañas y patatas. Nos escrutamos emergiendo de la oscuridad, como sorprendidos de encontrarnos tantos sobrevivientes del invierno terrible, de vernos tantos juntos como sucede solamente los días de gran victoria o de gran derrota. Y en nuestro mirar queda en suspenso el interrogante sobre el día que empieza, que se prepara en un ir y venir de comandantes con los binóculos al cuello, mezclando deprisa las secciones en el camino polvoriento, asignando los apostamientos y las tareas para el asalto de Baiardo.

Aquí debería abrir un paréntesis para informar que este pueblo de los Prealpes Marítimos, encaramado en la roca como un antiguo castillo, estaba ocupado por los bersaglieri repubblichini, en gran parte estudiantes, un cuerpo bien armado y equipado y aguerrido, que controlaba todo el valle verde de olivos hasta Ceriana, y desde hacía meses entre nosotros, partisanos de las «Garibaldi», estos bersaglieri del ejército de Graziani se libraba una guerra continua y feroz. Debería añadir muchas cosas más para explicar cómo era esa guerra en aquel lugar y durante aquellos meses, pero en vez de despertar los recuerdos volvería a cubrirlos con la costra sedimentada de las palabras de después, que ponen en orden y lo explican todo según la lógica de la historia pasada, mientras que ahora lo que quiero traer a la luz es el momento en que doblamos por un sendero que baja rodeando el pueblo, en fila india por un bosque ralo y rojizo, y ha llegado la orden: «A quitarse los zapatos y atarlos al cuello, cuidado con el ruido de pasos, atentos si en el pueblo empiezan a ladrar los perros: pasad la voz y adelante en silencio».

Así era cómo quería empezar el relato justo a partir de este momento. Durante años me dije: ahora no, más adelante, cuando quiera recordar, me bastará evocar el alivio de desatar los zapatones endurecidos, la sensación del terreno bajo la planta de los pies, las punzadas de los erizos de castaña y de los cardos silvestres, el modo cauteloso con que se posan los pies cuando las espinas se hunden a cada paso en la piel, atravesando la lana, verme nuevamente cuando me detengo a arrancar los erizos de la suela apelmazada de los calcetines donde otros se pegan enseguida, pensaba que me bastaría recordar ese momento y que todo lo demás vendría a continuación como un hilo que se desovilla, como los calcetines que se deshacían en los pulgares y en los talones, sobre otras capas de calcetines también agujereados y con todas las espinas, espigas, ramitas, la polvareda vegetal del monte enredado a la lana.

Si me concentro en este detalle agrandado es para no ver cuántos desgarrones hay en mi memoria. Las que antes eran sombras nocturnas ahora son manchas claras y desenfocadas. Cada signo interpretado como el canto de los gallos de Baiardo que rompen todos al mismo tiempo el silencio del alba, y que podría ser el signo de la normalidad cotidiana o de que en el pueblo ya ha sonado la alarma. Nuestra tropa está apostada abajo, con la ametralladora entre los olivos. No vemos el pueblo. Hay un poste telefónico y el hilo que une Baiardo a Ceriana (creo). Los objetivos que nos fueron asignados los recuerdo: cortar los hilos del teléfono apenas oigamos que empieza el ataque, obstruir el camino a los fascistas si tratan de escapar bajando por los campos, estar listos para subir al pueblo al ataque como refuerzo apenas recibamos la orden.

Lo que quisiera saber es por qué la red agujereada de la memoria retiene ciertas cosas y no otras: las órdenes que nunca se cumplieron las recuerdo punto por punto, pero ahora quisiera recordar las caras y los nombres de mis compañeros de tropa, las voces, las frases en dialecto, y cómo hicimos con los hilos para cortarlos sin tenazas. Recuerdo incluso el plan de la batalla, cómo hubo de ser, en sus diversas fases, y cómo no fue. Pero para seguir el hilo tendría que volver a recorrerlo todo mediante el oído: el silencio especial de una mañana en el campo lleno de hombres que callan, zumbidos, disparos que llenan el cielo. Un silencio que estaba previsto pero que duró más allá de lo previsto. Después disparos, toda clase de estallidos y de ráfagas, un embrollo sonoro imposible de descifrar porque no cobra forma en el espacio sino sólo en el tiempo, en un tiempo de espera para nosotros apostados en el fondo de aquella quebrada desde donde no se ve absolutamente nada.

Sigo escrutando en el fondo de la quebrada de la memoria. Y lo que temo ahora es que apenas se perfile un recuerdo, adquiera enseguida una luz equivocada, amanerada, sentimental como ocurre siempre con la guerra y la juventud, que se convierta en un relato con el estilo de entonces, que no puede decirnos cómo eran en realidad las cosas sino únicamente cómo creíamos verlas y decirlas. No sé si estoy destruyendo el pasado o salvándolo, el pasado escondido en aquel pueblo sitiado.

El pueblo está ahí arriba, cercano e inalcanzable, un pueblo donde por lo demás no había nada muy bueno que conquistar, pero que para nosotros, errantes en los bosques desde hacía meses, concentraba la idea de las casas, las calles, la gente. Una muchacha evacuada que el pasado mes de agosto (cuando Baiardo estaba en nuestras manos) me había mirado con estupor al reconocerme entre los partisanos. Un recuerdo de guerra y de juventud no podía no traer consigo por lo menos una mirada de mujer, en el centro del pueblo sitiado en su cerco de muerte. Ahora el cerco sólo estaba formado de disparos aislados. Alguna ráfaga más. Silencio. Estamos listos para cortar el camino a algún enemigo desbandado. Pero no viene nadie. Esperamos. Como quiera que haya sido, alguno de los nuestros vendrá seguramente a relevarnos. Hace tanto que se estamos aquí solos, separados de todo.

Sigue siendo el oído, no la vista, el que mantiene las filas de la memoria: se siente llegar del pueblo un estruendo de voces, ahora cantan. ¡Los nuestros celebran la victoria! Nos vamos acercando al pueblo casi corriendo. Estamos ya debajo de las primeras casas. ¿Qué cantan? No es Fischia il vento… Nos detenemos. ¡Lo que cantan es Giovinezza! Ganaron los fascistas. Ya vamos saltando por los bancales de olivos abajo, tratando de poner la mayor distancia posible entre nosotros y el pueblo. Quién sabe desde cuándo se están retirando los nuestros. Quién sabe cómo haremos para alcanzarlos. Hemos quedado dispersos en territorio enemigo.

Mi recuerdo de la batalla ha terminado. Ahora no me queda sino volver a atrapar el recuerdo de la fuga por el fondo del torrente cubierto de espesos avellanos, que estamos tratando de remontar para evitar los caminos. Volver a abrirme paso en la noche por el bosque (una sombra humana que nos ha cortado el camino corriendo, como presa de un miedo loco, y no supimos quién era). Revolver en las cenizas frías del campamento abandonado tratando de encontrar las huellas de la banda de Olmo.

O bien puedo enfocar todo lo que he sabido más tarde de la batalla: cómo entraron los nuestros en el pueblo corriendo y disparando y cómo fueron rechazados dejando tres muertos. Entonces, si trato de describir la batalla como yo no la vi, la memoria que hasta ahora se ha rezagado siguiendo las sombras inciertas, toma impulso y se lanza: veo la columna de los que abren el camino hacia la plaza, mientras desde las callejas en gradas suben los que han rodeado el pueblo. Podría dar a cada uno su nombre, su puesto, su gesto. En la batalla el recuerdo de lo que no vi puede encontrar un orden y un sentido más preciso de lo que realmente viví, sin las sensaciones confusas que oscurecen todo el recuerdo. Es verdad que aun aquí quedan espacios blancos que no puedo llenar. Me concentro en las caras que conozco mejor: en la plaza está Gino, un robusto muchacho al mando de nuestra brigada, que se asoma y se agacha disparando desde una balaustrada, con sus negros mechones de barba cubriendo las mandíbulas tensas, los pequeños ojos brillando bajo el ala del sombrero de mexicano. Sé que en aquella época Gino se cubría con otra cosa la cabeza, pero ahora no consigo recordar si era un colbac o una capucha de lana o un sombrero alpino.

Sigo viéndole con aquel gran sombrero de paja que pertenece a un recuerdo del verano anterior.

Pero ya no tengo tiempo de imaginar detalles porque los nuestros deben apartarse cuanto antes si no quieren caer en la trampa tendida dentro del pueblo. Desde un murete Trítolo da un salto y arroja una bomba como quien hace una broma. Cerca de él está Cardù, que protege la retirada de los otros haciendo gestos hacia atrás para indicar que ahora el camino está despejado. Alguno de los bersaglieri ha reconocido ya el pelotón de los milaneses, ex fascistas, camerati que hacía un año se habían pasado a nuestro lado. Y aquí me voy acercando al punto en el que estoy pensando desde el principio, y es la muerte de Cardù.

La memoria de la imaginación es también una memoria de entonces porque estoy sacando a la luz cosas que imaginé en aquel momento. No era la muerte de Cardù lo que veía, sino después, cuando los nuestros ya habían dejado el pueblo y uno de los bersaglieri le da la vuelta a un cuerpo tumbado en el suelo y ve los bigotes de un rubio rojizo y el ancho pecho desgarrado y dice: «Oye, mira quién ha muerto», y entonces se amontonan todos alrededor de aquel que en vez de ser el mejor de ellos había sido el mejor de los nuestros, Cardù que desde que los había abandonado volvía en sus conversaciones y pensamientos y miedos y leyendas, Cardù que muchos de ellos hubieran querido imitar si hubiesen tenido coraje, Cardù con el secreto de su fuerza en la sonrisa descarada y tranquila.

Todo lo que llevo escrito hasta aquí me sirve para entender que de aquella mañana ya no recuerdo casi nada, y todavía debería escribir más páginas para contar la tarde, la noche. La noche del muerto en el pueblo enemigo velado por vivos que ya no saben quién está vivo y quien muerto. Mi noche y yo buscando en la montaña a los compañeros para que me digan si gané o perdí. La distancia que separa aquella noche de entonces de esta noche en que escribo. El sentido de todo que aparece y desaparece.