Autobiografía de un espectador
Hubo años en que iba al cine casi todos los días y hasta dos veces al día, y fueron años entre, digamos, el treinta y seis y la guerra, la época de mi adolescencia. Años en que el cine era para mí el mundo. Otro mundo que el mundo que me rodeaba, pero para mí solamente lo que veía en la pantalla poseía las propiedades de un mundo, la plenitud, la necesidad, la coherencia, mientras que fuera de la pantalla se amontonaban elementos heterogéneos que parecían reunidos por azar, los materiales de mi vida que consideraba desprovistos de toda forma.
El cine como evasión, se ha dicho tantas veces, con una fórmula que quiere ser de condena, y es verdad que a mí entonces el cine me servía para eso, para satisfacer una necesidad de distanciamiento, de proyección de mi atención a un espacio diferente, una necesidad que corresponde, creo, a una función primaria, de la inserción en el mundo, una etapa indispensable en toda la formación. Claro que para crearse un espacio diferente hay también otras maneras más sustanciosas y personales: el cine era la más fácil y al alcance de la mano, pero también la que me llevaba instantáneamente más lejos. Cada día, cuando recorría la calle principal de mi pequeña ciudad, no tenía ojos más que para el cine, tres salas de estreno que cambiaban el programa los lunes y los jueves, y un par de tugurios que daban films más viejos o malos, a tres por semana. Sabía con anticipación qué films daban en cada sala, pero mi ojo buscaba los cartelones colocados a un lado, donde se anunciaba el film del próximo programa, porque allí estaba la sorpresa, la promesa, la expectativa que me acompañaría los días siguientes.
Iba al cine por la tarde, me escapaba de casa a escondidas o con la excusa de ir a estudiar con algún compañero, porque en los meses de escuela mis padres me dejaban poca libertad. La prueba de la verdadera pasión era el impulso de meterme en un cine apenas abría, a las dos. Asistir a la primera proyección tenía varias ventajas: la sala semivacía, como si fuera toda para mí, lo que me permitía despatarrarme en el centro del «gallinero», con las piernas apoyadas en el respaldo de adelante; la esperanza de volver a casa sin que mi fuga se hubiera advertido, para tener el permiso de salir de nuevo (y ver quizás otro film); un leve aturdimiento durante el resto de la tarde, perjudicial para el estudio pero favorable al fantaseo. Y además de estas razones, todas inconfesables por diversos motivos, había una más seria: entrar a la hora de la apertura me garantizaba la privilegiada fortuna de ver el film desde el principio, y no a partir de cualquier momento hacia la mitad o el final como solía sucederme cuando llegaba mediada la tarde o hacia la noche.
Entrar cuando el film había empezado correspondía por lo demás a una bárbara costumbre generalizada entre los espectadores italianos, que rige hasta hoy. Podemos decir que ya en aquellos tiempos nos adelantábamos a las técnicas narrativas más sofisticadas del cine actual, rompiendo el hilo temporal de la historia y transformándola en un puzzle que había que armar pieza por pieza o aceptar en forma de cuerpo fragmentario. Para seguir consolándonos, diré que asistir al inicio del film cuando ya se conocía el final proporcionaba satisfacciones suplementarias: descubrir, no la resolución de los misterios y los dramas, sino su génesis y un confuso sentimiento de premonición frente a los personajes. Confuso: como ha de ser el de los adivinos, porque la reconstrucción de la trama mutilada no siempre era fácil, y sobre todo si se trataba de un film policíaco, en la que la identificación del asesino primero y del delito después dejaba en medio una zona de misterio aún más tenebrosa. Además, a veces entre el principio y el final había un fragmento perdido, porque de pronto al mirar el reloj comprobaba que se me había hecho tarde y si no quería incurrir en las iras familiares debía salir corriendo antes de que en la pantalla reapareciera la secuencia durante la cual había entrado. Muchos films quedaron así para mí con un agujero en medio, y aún hoy, después de más de treinta años, ¿qué digo?, casi cuarenta, cuando vuelvo a ver uno de los films de entonces —en la televisión, por ejemplo— reconozco el momento en que entré en el cine, las escenas que había visto sin entenderlas, recupero los grandes fragmentos perdidos, recompongo el puzzle como si lo hubiese dejado inconcluso el día anterior.
(Hablo de los films que vi, digamos, entre los trece y los dieciocho años, cuando el cine me ocupaba con una fuerza que no se compara ni con lo de antes ni con lo de después; de los films vistos en la infancia los recuerdos son confusos; los films vistos de adulto se mezclan con muchas otras impresiones y experiencias. Los míos son los recuerdos de alguien que descubre en ese momento el cine: había sido educado con la rienda corta y mi madre trató de preservarme, mientras pudo, de relaciones con el mundo que no estuvieran programadas y dirigidas a un fin; de pequeño al cine me acompañaba rara vez y sólo para los films que consideraba «adecuados» o «instructivos». Tengo pocos recuerdos de la época del cine mudo y de los primeros años del hablado: algunos Chaplin, un film sobre el Arca de Noé, Ben Hur con Ramón Novarro, Dirigible, en el que un zepelín naufragaba en el polo, el documental África habla, un film de anticipación sobre el año dos mil, las aventuras africanas de Trader Horn. Si Douglas Fairbanks y Buster Keaton ocupan los puestos de honor en mi mitología es porque más tarde los introduje retrospectivamente en una infancia mía imaginaria a la que no podían no pertenecer; de pequeño los conocía sólo por la contemplación de los carteles de colores. En general no me dejaban ver los films con tramas amorosas, que por lo demás no entendía porque, falto de familiaridad con la fisonómica cinematográfica, confundía los actores de los films unos con otros, sobre todo si usaban bigotito, y a las actrices si eran rubias. En los films de aviación que se llevaban mucho en mi infancia los personajes masculinos se parecían como mellizos, y como la historia estaba siempre basada en los celos de dos pilotos que para mí eran uno solo, caía en gran confusión. En una palabra, mi aprendizaje de espectador fue lento y contrastado; de ahí que estallara la pasión de la que hablo).
En cambio cuando había entrado en el cine a las cuatro o a las cinco, al salir me sorprendía la sensación del paso del tiempo, el contraste entre dos dimensiones temporales diferentes, dentro y fuera del film. Había entrado en pleno día y encontraba fuera la oscuridad, las calles iluminadas que prolongaban el blanco y negro de la pantalla. La oscuridad amortiguaba en parte la discontinuidad entre los dos mundos y en parte la acentuaba, porque marcaba el paso de aquellas dos horas que no había vivido, tragado en una suspensión del tiempo o en la duración de una vida imaginaria o en un salto atrás de siglos. Era una emoción especial descubrir en aquel momento que los días se habían acortado o alargado: la sensación del paso de las estaciones (siempre suave en el lugar templado donde vivía) me asaltaba al salir del cine. Cuando llovía en el film, prestaba atención para percibir si también fuera se habría echado a llover, si me sorprendería un chaparrón habiendo escapado de casa sin paraguas: era el único momento en que, aún permaneciendo inmerso en aquel otro mundo, me acordaba del mundo de fuera; y el efecto era angustioso. Aún hoy, la lluvia en los films despierta en mí aquel reflejo, un sentimiento de angustia.
Si no era todavía la hora de cenar, me juntaba con amigos que iban y venían por las aceras de la calle principal. Volvía a pasar delante del cine del que acababa de salir y oía brotar de la cabina de proyección réplicas del diálogo que resonaban en la calle, y las recibía entonces con una sensación de irrealidad, no de identificación, porque había pasado al mundo de fuera, sino con un sentimiento semejante a la nostalgia, como quien se vuelve a mirar atrás en una frontera.
Pienso en un cine en particular, el más viejo de mi ciudad, unido a mis primeros recuerdos de los tiempos del mudo, y que de aquella época había conservado (hasta hace no muchos años) una enseña Liberty adornada con medallones, y la estructura de la sala, un largo salón en pendiente flanqueado por un corredor con columnas. La cabina del operador se abría sobre la calle principal por un ventanuco por donde salían resonantes las absurdas voces del film, metálicamente deformadas por los medios técnicos de la época, y todavía más absurdas por la lengua del doblaje italiano que no tenía relación con ninguna otra hablada del pasado o del futuro. Y sin embargo la falsedad de aquellas voces debía de tener una fuerza comunicativa en sí, como el canto de las sirenas, y cada vez que yo pasaba al pie del ventanuco oía el llamado de aquel otro mundo que era el mundo.
Las puertas laterales de la sala daban a una calleja; en los intervalos el acomodador con chaqueta de alamares corría las cortinas de terciopelo rojo y el color del aire de fuera se asomaba al umbral con discreción, los transeúntes y los espectadores sentados se miraban con un poco de incomodidad, como a intrusos inoportunos los unos para los otros. En particular el intervalo entre la primera y la segunda parte (otra extraña usanza sólo italiana que inexplicablemente se ha conservado hasta hoy) venía a recordarme que yo seguía en aquella ciudad, aquel día, a aquella hora; y según el humor del momento crecía la satisfacción de saber que un instante después volvería a proyectarme en los mares de China o en el terremoto de San Francisco, o bien me asaltaba la advertencia de no olvidar que seguía siempre allí, de no perderme en la lejanía.
Menos bruscas eran las interrupciones en el cine por entonces más importante de la ciudad, donde se procedía al cambio de aire abriendo una cúpula metálica, en el centro de una bóveda con centauros y ninfas pintados al fresco. La visión del cielo introducía a medio film una pausa de meditación, con el lento paso de una nube que podía venir de otros continentes, de otros siglos. En las noches de verano la cúpula permanecía abierta durante la proyección: la presencia del firmamento englobaba todas las lejanías en un único universo.
Durante las vacaciones de verano frecuentaba los cines con más calma y libertad. La mayoría de mis compañeros de escuela cambiaba en verano nuestra pequeña ciudad marítima por la montaña o el campo, y yo me quedaba sin compañía durante semanas y semanas. Era la estación de la caza a los viejos films la que se abría para mí cada verano, porque volvían a programarse films de años anteriores, de antes de que esa hambre omnívora se apoderase de mí, y en aquellos meses podía reconquistar años perdidos, rehacerme una vejez de espectador que no tenía. Films del circuito comercial normal: sólo hablo de ésos (la exploración del universo retrospectivo de los cineclubs, de la historia consagrada y encerrada en las cinematecas, marcará otra fase de mi vida, una relación con ciudades y mundos diferentes, y entonces el cine pasará a formar parte de un discurso más complejo, de una historia); pero entretanto aún llevo conmigo la emoción que sentí al recuperar un film de Greta Garbo que sería de tres o cuatro años antes pero que para mí pertenecía a la prehistoria, con un Clark Gable jovencísimo, sin bigotes. ¿Se llamaba Susan Lenox o era otro? Porque eran dos films de Greta Garbo que añadí a mi colección en aquella misma serie estival de reestrenos, cuya perla siguió siendo a pesar de todo Tierra de pasión, con Jean Harlow.
No he dicho todavía, pero me parecía sobreentendido, que para mí el cine era el de los Estados Unidos, la producción corriente de Hollywood. «Mi» época va aproximadamente de Tres lanceros bengalíes, con Gary Cooper y Rebelión a bordo, con Charles Laughton y Clark Gable, hasta la muerte de Jean Harlow (que reviví tantos años después como muerte de Marilyn Monroe, en una época más consciente de la carga neurótica de todo símbolo), con muchas comedias entre medio, el policíaco-rosa con Myrna Loy y William Powell y el perro Asta, los musicales de Fred Astaire y Ginger Rogers, los policíacos de Charlie Chan detective chino y los films de terror de Boris Karloff. Los nombres de los directores los tenía menos presentes que los nombres de los actores, salvo los de algunos como Frank Capra, Gregory La Cava y Frank Borzage que en vez de representar a los millonarios representaba a los pobres, por lo general con Spencer Tracy; eran los directores de los buenos sentimientos de la época de Roosevelt; esto lo aprendí más tarde; entonces me lo tragaba todo sin distinguir demasiado. En aquel momento el cine norteamericano consistía en un muestrario de caras de actores incomparables con los de antes o los de después (por lo menos así me parece) y las historias eran simples mecanismos para juntar esas caras (enamorados, característicos, de reparto) en combinaciones siempre diferentes. En torno a esas tramas convencionales el sabor que quedaba de una sociedad o de una época era poca cosa, pero precisamente por eso me llegaba sin saber definir en qué consistía. Era (como aprendería después) la mistificación de todo lo que aquella sociedad llevaba dentro, pero era una mistificación particular, diferente de la mistificación nuestra en la que estábamos sumergidos el resto del día. Y así como para el psicoanalista tiene el mismo interés que el paciente mienta o sea sincero porque de todos modos le revela algo de sí mismo, así yo, espectador perteneciente a otro sistema de mistificación, tenía algo que aprender, ya fuese de lo poco de verdad o de lo mucho de mistificación que los productores de Hollywood me daban. Por eso no siento ningún rencor hacia aquella imagen falaz de la vida; ahora me parece que nunca la tomé por verdadera, sino sólo por una de las posibles imágenes artificiales, aunque entonces no fuese capaz de explicarlo.
Circulaban también los films franceses, claro está, que se manifestaban como algo completamente diferente, dando al distanciamiento otro espesor, un enganche especial entre los lugares de mi experiencia y todos los demás lugares (el efecto llamado «realismo» consiste en eso, comprendería más tarde), y después de haber visto la alcazaba de Argel en Pépé le Moko miraba con otros ojos las calles de gradas de nuestra ciudad vieja. La cara de Jean Gabin estaba hecha de un material fisiológico y psicológico distinto del material de los actores que nunca la hubiesen levantado del plato sucio de sopa y de humillación como en el comienzo de La bandera. (Sólo la de Wallace Beery en ¡Viva Villa! podía acercársele, y tal vez también la de Edward G. Robinson). El cine francés estaba cargado de olores pesados, así como el norteamericano olía a Palmolive, lustroso y aséptico. Las mujeres tenían una presencia carnal que las instalaba en la memoria como mujeres vivas y al mismo tiempo como fantasmas eróticos (Viviane Romance es la figura que asocio a esta idea), mientras que en las estrellas de Hollywood el erotismo estaba sublimado, estilizado, idealizado. (Aun la más carnal de las norteamericanas de entonces, la rubia platino Jean Harlow, se volvía irreal por la deslumbrante blancura de su piel. En el blanco y negro la fuerza del blanco operaba una transfiguración de los rostros femeninos, de las piernas, de los hombros y del escote, hacía de Marlene Dietrich no el objeto inmediato del deseo sino el deseo mismo como esencia extraterrena). Yo advertía que el cine francés hablaba de cosas más inquietantes y vagamente prohibidas, sabía que Jean Gabin en El muelle de las brumas no era un veterano que quería ir a trabajar a las colonias en una plantación, como trataba de hacer creer el doblaje italiano, sino un desertor que huía del frente, tema que la censura fascista nunca hubiese permitido.
En fin, del cine francés de los años treinta también podría hablar largamente como del norteamericano, pero el discurso se ampliaría a muchas otras cosas que no son cine y no son años treinta, mientras que el cine norteamericano de los años treinta existe de por sí, casi diría que no tiene un antes y un después: claro está, ni un antes ni un después en la historia de mi vida. A diferencia del cine francés, el cine norteamericano de entonces no tenía nada que ver con la literatura: tal vez es ésta la razón por la que se destaca en mi experiencia con un relieve aislado del resto: estas memorias mías de espectador pertenecen a las memorias de antes de que me rozara la literatura.
Lo que se llamaba «el firmamento de Hollywood» formaba un sistema de por sí, con sus constantes y sus variables, una tipología humana. Los actores constituían modelos de caracteres y de comportamientos; había un héroe posible para cada temperamento; para quien se proponía enfrentar la vida en la acción, Clark Gable representaba cierta brutalidad alegrada por la fanfarronería; Gary Cooper, la sangre fría filtrada por la ironía; para quien contaba con superar los obstáculos mediante el humour y el savoir faire, estaban el aplomo de William Powell y la discreción de Franchot Tone; para el introvertido que vence su timidez estaba James Stewart, mientras que Spencer Tracy era el modelo del hombre abierto y justo que sabe hacer las cosas con sus manos; y con Leslie Howard se proponía incluso un raro ejemplo de héroe intelectual.
Con las actrices la gama de las fisonomías y de los caracteres era más restringida: el maquillaje, los peinados, las expresiones tendían a una estilización unitaria dividida en las dos categorías fundamentales de las rubias y las morenas, y dentro de cada categoría se pasaba de la lista Carole Lombard a la práctica Jean Arthur, de la boca amplia y lánguida de Joan Crawford a la fina y pensativa de Barbara Stanwyck, pero en medio había un abanico de figuras cada vez menos diferenciadas, con cierto margen de intercambiabilidad. Entre el catálogo de las mujeres que se encontraban en los films norteamericanos y el catálogo de las mujeres que se encuentran fuera de la pantalla en la vida de todos los días no se lograba establecer una relación; yo diría que donde terminaba uno empezaba el otro. (En cambio con las mujeres de los films franceses sí existía esa relación). De la despreocupación pícara de Claudette Colbert a la energía punzante de Katherine Hepburn, el modelo más importante que proponían los caracteres femeninos del cine norteamericano era el de la mujer rival del hombre en determinación y obstinación y ánimo e ingenio; en este lúcido dominio de sí misma frente al hombre, Myrna Loy era la que ponía más inteligencia e ironía. Ahora hablo de ello con una seriedad que no sabría relacionar con la ligereza de aquellas comedias; pero en el fondo, para una sociedad como la nuestra, para las costumbres italianas de aquellos años, sobre todo en provincias, esa autonomía e iniciativa de las mujeres norteamericanas podía ser una lección que en cierto modo me tocaba. Tanto, que había hecho de Myrna Loy el prototipo de una femineidad ideal tal vez uxoria tal vez sororal, pero de identificación de gusto, de estilo, que coexistía al lado de los fantasmas de la agresividad carnal (Jean Harlow, Viviane Romance) y de la pasión extenuante y lánguida (Greta Garbo, Michèle Morgan) —fantasmas en cuya atracción se mezclaba un sentimiento de temor—, o al lado de aquella imagen de felicidad física y de alegría vital que era Ginger Rogers, por quien alimentaba un amor desdichado desde el comienzo, aun en los fantaseos, porque yo no sabía bailar.
Cabe preguntarse si la construcción de un olimpo de mujeres ideales y por el momento inalcanzables era un bien o un mal para un joven. Seguramente tenía un aspecto positivo porque incitaba a no conformarse con lo poco o lo mucho que uno encontraba y a proyectar los propios deseos más allá, al futuro o a otro lugar o a lo difícil; el aspecto más negativo era que no enseñaba a mirar a las mujeres verdaderas con ojos dispuestos a descubrir bellezas inéditas, no conformes a los cánones, a inventar personajes nuevos con lo que el azar o la búsqueda nos hace encontrar en nuestro horizonte.
Aunque para mí el cine estaba sobre todo hecho de actores y actrices, debo tener presente también que, como para todos los espectadores italianos, sólo existía la mitad de todos los actores y las actrices, es decir, sólo la figura y no la voz, sustituida por la abstracción del doblaje, por una dicción convencional y extraña e insípida, no menos anónima que los subtítulos impresos que en los otros países (o por lo menos en aquellos donde los espectadores son considerados mentalmente más ágiles) informa sobre lo que las bocas comunican con toda la carga sensible de una pronunciación personal, de una sigla fonética hecha de labios, de dientes, de saliva, hecha sobre todo de diferentes procedencias geográficas del caldero norteamericano, en una lengua que a quien la entiende le revela matices expresivos y para quien no la entiende tiene un algo más de potencialidad musical (como la que hoy escuchamos en los films japoneses o también en los suecos). El convencionalismo del cine norteamericano me llegaba pues doblado (con perdón del equívoco) por el convencionalismo del doblaje, que sin embargo formaba parte, a nuestros oídos, del encantamiento del film, inseparable de aquellas imágenes. Señal de que la fuerza del cine nació muda, y la palabra —por lo menos para los espectadores italianos— siempre fue sentida como una superposición, una leyenda en letras de imprenta. (Por lo demás los films italianos de entonces, si no estaban doblados, era como si lo estuviesen. Si no hablo de ellos, a pesar de haberlos visto casi todos y de recordarlos, es porque contaban muy poco, para bien o para mal, y en esta disquisición sobre el cine como otra dimensión del mundo no podría darles entrada).
En mi asiduidad de espectador de films norteamericanos había algo de la obstinación del coleccionista, para quien todas las interpretaciones de un actor o de una actriz eran como sellos de una serie que yo iba pegando en el álbum de mi memoria, colmando poco a poco las lagunas. He nombrado hasta ahora a divas y divos famosos pero mi coleccionismo se extendía al tropel de los actores de reparto que en aquel tiempo eran un ingrediente necesario de todos los films, especialmente en los papeles cómicos, como Everett Horton o Frank Morgan, o en los papeles de «malo», como John Carradine o Joseph Calleja. Era un poco como en las comedias de máscaras, en las que cada papel es previsible, y al leer los nombres del cast ya sabía que Billie Burke sería la señora un poco evaporada, Aubrey Smith el coronel ceñudo, Mischa Auer el tramposo tronado, Eugene Pallette el millonario, pero me esperaba también la pequeña sorpresa de reconocer una cara conocida en un papel donde no se la espera, quizá maquillada de otra manera. Conocía los nombres de casi todos, incluso del que hacía siempre de susceptible portero de hotel (Hugh Pagborne), y del que hacía siempre de barman resfriado (Armetta); y de otros, cuyos nombres no recuerdo o nunca llegué a saber, recuerdo las caras, por ejemplo de los diversos mayordomos que eran una categoría en sí muy importante en el cine de entonces, tal vez porque ya se empezaba a sentir que la época de los mayordomos había terminado.
Erudición de espectador la mía, claro está, y no de especialista. Nunca podría competir con los eruditos profesionales en la materia (ni siquiera presentarme al concurso «Abandona o sigue») porque nunca he tenido la tentación de ayudar mis recuerdos consultando manuales, repertorios filmográficos, enciclopedias especializadas. Estos recuerdos forman parte de un depósito mental propio donde no cuentan los documentos escritos, sino sólo el almacenamiento casual de las imágenes a lo largo de los días y los años, un depósito de sensaciones privadas que nunca he querido mezclar con los depósitos de la memoria colectiva. (De los críticos de aquel tiempo yo seguía a Filippo Sacchi, en el Corriere, muy fino y atento a mis actores favoritos, —más tarde— en el Bertoldo, a «Volpone», que era Pietro Bianchi, el primero que tendió un puente entre cine y literatura).
Naturalmente toda esta historia se concentra en pocos años: mi pasión tuvo apenas tiempo de reconocerse y liberarse de la represión familiar, cuando fue sofocada bruscamente por la represión estatal. De pronto (creo que fue en 1938), Italia, para extender su autarquía al campo cinematográfico, decretó el embargo de los films norteamericanos. No era exactamente una cuestión de censura: la censura, como de costumbre, daba o no daba el visto bueno a cada film, y los que no pasaban nadie los veía y punto. A pesar de la grosera campaña antihollywoodiana con que la propaganda del Régimen (que justo en aquel momento se iba alineando con el racismo hitleriano) acompañó la medida, la verdadera razón del embargo debía de ser el proteccionismo comercial para dejar sitio en el mercado a la producción italiana (y alemana). Con lo cual quedaron excluidas las cuatro productoras y distribuidoras norteamericanas más importantes —Metro, Fox, Paramount, Warner— (mis referencias son todas de memoria, me fío de la exactitud de registro de mi trauma), mientras films de otras compañías americanas como RKO, Columbia, Universal, United Artists (que ya antes eran distribuidas por sociedades italianas) siguieron llegando hasta fines de 1941, es decir hasta que Italia entrara en guerra contra Estados Unidos. Todavía me fue concedida alguna satisfacción aislada (más aún, una de las mayores: La diligencia) pero mi voracidad de coleccionista había sufrido un golpe mortal.
En comparación con todas las prohibiciones y obligaciones que el fascismo había impuesto, y las otras aún más graves que iba imponiendo por aquellos años de preguerra y de posguerra, el veto a los films norteamericanos era desde luego una privación menor o mínima, y yo no era tan tonto como para no saberlo, pero por vez primera me afectaba directamente a mí, que no había conocido otros años que los del fascismo ni sentido otras necesidades que aquellas que el ambiente donde vivía podía sugerir y satisfacer. Era la primera vez que me quitaban un derecho del que gozaba, más que un derecho, una dimensión, un mundo, un espacio de la mente; y sentí esa pérdida como una opresión cruel que encerraba en sí todas las formas de opresión que conocía sólo de oídas o por haberlas visto padecer a otras personas. Si aún hoy puedo hablar de ellas como de un bien perdido es porque algo desapareció así de mi vida para no reaparecer nunca más. Terminada la guerra, muchas otras cosas habían cambiado: yo había cambiado y el cine se había convertido en otra cosa, otra cosa en sí mismo y otra cosa en relación conmigo. Mi biografía de espectador se reanuda pero es la de otro espectador que ya no es solamente espectador.
Con tantas otras cosas en la cabeza, si volvía con el recuerdo al cine hollywoodiano de mi adolescencia, me parecía una cosa pobre: no era una de las épocas heroicas del mudo o de los comienzos del cine hablado, el apetito por los cuales nació de mis primeras exploraciones en la historia del cine. También mis recuerdos de la vida de aquellos años habían cambiado, y muchas cosas que había considerado como lo insignificante cotidiano, ahora se coloreaban de significado, de tensión, de premonición. En una palabra, que al reconsiderar mi pasado, el mundo de la pantalla se me revelaba mucho más pálido, más previsible, menos emocionante que el mundo de fuera. Ciertamente, siempre puedo decir que la vida de provincia gris y trivial era lo que me había empujado hacia los sueños de celuloide, pero sé que recurro a un lugar común que simplifica mucho la complejidad de la experiencia. Es inútil que ahora explique cómo y por qué la vida provinciana que me rodeó durante la infancia y la adolescencia estaba hecha de excepciones a la regla, y la tristeza y la acidia, si las había, estaban dentro de mí, no en el aspecto visible de las cosas. E incluso el fascismo, en un lugar donde no se percibía la dimensión masiva de los fenómenos, era un conjunto de caras singulares, de comportamientos individuales, por lo tanto no una capa uniforme como una mano de asfalto, sino (para los ojos desencantados de un muchacho que miraba mitad desde fuera mitad desde dentro) un elemento más de contraste, un fragmento del puzzle que por su contorno deforme era más difícil de hacer coincidir con los otros, un film cuyo comienzo había perdido y al que no era capaz de imaginarle el final. ¿Qué había sido entonces el cine, en ese contexto, para mí? Yo diría: la distancia. Respondía a una necesidad de distancia, de dilatación de los límites de lo real, de ver abrirse alrededor dimensiones inconmensurables, abstractas como entidades geométricas, pero también concretas, absolutamente llenas de caras y situaciones y ambientes, que establecían con el mundo de la experiencia directa una red propia (abstracta) de relaciones.
Desde la posguerra en adelante el cine ha sido visto, discutido, hecho, de un modo completamente diferente. No sé cuánto cambió nuestro modo de ver el mundo el cine italiano de la posguerra, pero desde luego cambió nuestro modo de ver el cine (cualquier cine, incluso el norteamericano). No hay un mundo dentro de la pantalla iluminada en el interior de la sala oscura, y fuera otro mundo heterogéneo separado por una discontinuidad neta, océano o abismo. La sala oscura desaparece, la pantalla es una lente de aumento enfocada en el fuera cotidiano y obliga a mirar aquello en lo cual el ojo desnudo tiende a deslizarse sin detenerse.
Esta función tiene —puede tener— su utilidad, pequeña o mediana, o en algún caso enorme. Pero la necesidad antropológica, social, de la distancia, no la satisface.
Después (para retomar el hilo de la biografía individual) entré rápidamente en el mundo del papel escrito, que a lo largo de alguno de sus márgenes confina con el mundo del celuloide. Oscuramente sentí enseguida que, en nombre de mi viejo amor por el cine, debía preservar mi condición de puro espectador, y que perdería sus privilegios si me pasaba del lado de los que hacen los films. Nunca tuve, por otra parte, la tentación de hacer la prueba. Pero como la sociedad italiana tiene poco espesor, uno se encuentra en el restaurante con los que hacen cine, todos conocen a todos, cosa que ya quita a la condición de espectador (y de lector) buena parte de su fascinación. Añádase el hecho de que Roma se convirtió por un breve tiempo en un Hollywood internacional, y que entre las cinematografías de los distintos países pronto cayeron las barreras: en fin, que el sentido de la distancia se perdió en todas sus acepciones.
Y sin embargo yo sigo yendo al cine. El encuentro excepcional entre el espectador y una visión filmada siempre puede producirse, por obra del arte o del azar. En el cine italiano se puede esperar mucho del genio personal de los directores, pero poquísimo del azar. Ésta debe de ser una de las razones por las cuales a veces he admirado el cine italiano, a menudo lo he apreciado, pero nunca lo he amado. Siento que a mi placer de ir al cine le ha quitado más de lo que le ha dado. Porque este placer es evaluado no sólo con los «films de autor» con los cuales establezco una relación crítica de tipo «literario», sino con todo lo nuevo que puede aparecer en la producción media y menor, con la que trato de entablar nuevamente una relación de puro espectador.
Tendría que hablar entonces de la comedia satírica de costumbres que a lo largo de los años sesenta constituyó la producción italiana media tipo. En la mayoría de los casos la encuentro detestable, porque cuanto más despiadada quiere ser la caricatura de nuestros comportamientos sociales, más complaciente e indulgente se revela; en otros casos la encuentro simpática y bonachona, con un optimismo que sigue siendo milagrosamente auténtico, pero entonces siento que no me hace avanzar en el conocimiento de nosotros mismos. En una palabra, mirarnos directamente a los ojos es difícil. Es justo que la vitalidad italiana encante a los extranjeros pero que a mí me deje frío.
No es casual que entre nosotros haya surgido una producción artesanal de calidad constante y de originalidad estilística con el western a la italiana, es decir como rechazo de la dimensión en la que el cine italiano se había afirmado y detenido. Y como construcción de un espacio abstracto, deformación paródica de una convención puramente cinematográfica. (Pero de esta manera también dice algo de nosotros, como psicología de masas: de lo que representa para nosotros el western, de cómo integramos y corregimos el mito para poner en él lo que llevamos dentro).
De modo que también yo, para recrearme el placer del cine, tengo que salir del contexto italiano y volver a ser un puro espectador. En las salas estrechísimas y malolientes de los studios del Barrio Latino puedo repescar los films de los años veinte o treinta que yo creía haber perdido para siempre, o dejarme agredir por la última novedad tal vez brasileña o polaca llegada de ambientes de los que nada sé. En una palabra, o voy a buscar los viejos films que me iluminen sobre mi prehistoria, o los que son tan nuevos que quizá puedan indicarme cómo será el mundo después de mí. E incluso en este sentido son siempre los films norteamericanos —hablo de los más nuevos— los que tienen algo más inédito que comunicar: aún hoy sobre las autopistas, los drugstores, las caras jóvenes o viejas, el modo de moverse a través de los lugares y de gastar la vida.
Pero lo que ahora da el cine ya no es la distancia: es la sensación irreversible de que todo está próximo a nosotros, se nos arrima, se nos echa encima. Y esta observación desde más cerca puede ejercerse en un sentido exploratorio-documental o en un sentido introspectivo, las dos direcciones en que podemos definir hoy la función cognitiva del cine. Una es la de dar una fuerte imagen del mundo exterior a los que por alguna razón objetiva o subjetiva no conseguimos percibirlo directamente; la otra es la de obligarnos a vernos y a ver nuestro existir cotidiano de una manera que cambie algo en nuestras relaciones con nosotros mismos. Por ejemplo la obra de Federico Fellini es la que más se aproxima a esta biografía de espectador que él mismo me ha convencido que escribiera, sólo que en él la biografía se ha convertido a su vez en cine, en el fuera que invade la pantalla, la oscuridad de la sala que se invierte en el cono de luz.
La autobiografía que Fellini ha proseguido ininterrumpidamente, desde Los inútiles hasta hoy, me toca de cerca no sólo porque en cuanto a edad nos separan unos pocos años, y no sólo porque venimos ambos de una ciudad de la costa, él adriática y yo ligure, donde la vida de los muchachos ociosos se asemejaba bastante (aunque mi San Remo se diferenciaba mucho de su Rímini, por ser una ciudad de frontera con un casino, y entre nosotros la bifurcación entre el verano balneario y la «estación muerta» del invierno fue percibida como tal sólo en los años de la guerra), sino porque detrás de toda la miseria de los días pasados en el café, del paseo hasta el muelle, del amigo que se disfraza de mujer y después se emborracha y llora, reconozco una juventud insatisfecha de espectadores cinematográficos, de una provincia que se juzga a sí misma en relación con el cine, en la confrontación constante con ese otro mundo que es el cine.
La biografía del héroe felliniano —que el director retoma cada vez desde el comienzo— es en este sentido más ejemplar que la mía porque el joven abandona la provincia, va a Roma y pasa al otro lado de la pantalla, hace cine, se vuelve cine él mismo. El film de Fellini es cine al revés, aparato de proyección que se traga la platea y cámara filmadora que vuelve las espaldas al set, pero los dos polos son siempre interdependientes, la provincia adquiere un sentido al ser recordada desde Roma, Roma adquiere un sentido al haber llegado a ella desde la provincia, entre las monstruosidades humanas de la una y de la otra se establece una mitología común que gira en torno a gigantescas deidades femeninas como la Anita Ekberg de La dolce vita. A sacar a la luz y a clasificar esta convulsa mitología apunta el trabajo de Fellini, con el autoanálisis de Ocho y medio en el centro como una espiral atestada de arquetipos.
Para definir más exactamente cómo ocurrieron las cosas, hay que tener presente que en la biografía de Fellini la inversión de los papeles de espectador a director es precedida por la de lector de semanarios humorísticos a dibujante y colaborador de los mismos. La continuidad entre el Fellini dibujante-humorista y el Fellini cineasta está dada por el personaje de Giulietta Masina y por toda la especial «zona Masina» de su obra, esto es de una poesía enrarecida que engloba la esquematización figurativa de los dibujos humorísticos y se extiende —a través de las plazas de pueblo de La strada— al mundo del circo, a la melancolía de los clowns, uno de los motivos más insistentes del teclado felliniano y más ligados a un gusto estilístico retrofechado, es decir corresponde a una visualización infantil, desencarnada, precinematográfica, de un mundo que es «otro». (Ese «otro» mundo al que el cine confiere una ilusión de carnalidad que confunde sus fantasmas con la carnalidad atrayente-repulsiva de la vida).
Y no es casualidad que el film-análisis del mundo de la Masina, Julieta de los espíritus, tenga como referencia figurativa y cromática declarada las tiras cómicas coloreadas del Corriere dei Piccoli: es el mundo gráfico de la prensa ilustrada de gran difusión que reivindica su autoridad visual especial y su estrecho parentesco con el cine desde sus orígenes.
En ese mundo gráfico, el semanario humorístico, territorio, creo, aún virgen para la sociología de la cultura (alejado como está de los itinerarios entre Fráncfort y Nueva York), debería ser estudiado como canal indispensable casi tanto como el cine para definir la cultura de masa de la provincia italiana entre las dos guerras. Y habría que estudiar (si aún no se ha hecho) el vínculo entre revista humorística y cine italiano, aunque sólo sea por el lugar que ocupa en la biografía de otro, y más viejo, de los padres fundadores de nuestro cine: Zavattini. La aportación de la revista humorística (tal vez más que las de la literatura, la cultura figurativa, la fotografía sofisticada, el periodismo irreverente) es la que proporciona al cine italiano un tipo de comunicación con el público ya sometido a prueba, como estilización de figuras y de relato.
Pero la relación del Fellini director se establece no sólo con la zona del humorismo «poético», «crepuscular», «angélico», dentro de la cual se había situado con sus tiras cómicas y sus textos juveniles, sino también con el aspecto más plebeyo y romanesco que caracterizaba a otros dibujantes del Marc’Aurelio, por ejemplo Attalo, que representaba la sociedad contemporánea de un modo tan desagradable y deliberadamente vulgar, con un trazo de pluma tan desairado y casi grosero que excluía cualquier ilusión consoladora. La fuerza de la imagen en los films de Fellini, tan difícil de definir porque no encuadra en los códigos de ninguna cultura figurativa, tiene sus raíces en la agresividad redundante e inarmónica de la gráfica periodística. Esa agresividad capaz de imponer en todo el mundo cartoons y strips que cuanto más marcados por una estilización individual tanto más comunicativos resultan a nivel de masas.
Fellini nunca ha perdido esta matriz de comunicativa popular, ni siquiera cuando su lenguaje se vuelve más sofisticado. Por lo demás su antiintelectualismo programático nunca ha aflojado: el intelectual es siempre para Fellini un desesperado que en el mejor de los casos se ahorca como en Ocho y medio, y cuando pierde el rumbo como en La dolce vita, se suicida de un tiro después de matar a sus hijos. (En Fellini-Roma se da la misma elección en tiempos del estoicismo clásico). Según intenciones declaradas de Fellini, a la árida lucidez intelectual raciocinante se contrapone un conocimiento espiritual, mágico, de religiosa participación en el misterio del universo: pero en el plano de los resultados, ni uno ni otro término, tienen, creo, un realce cinematográfico lo bastante fuerte. Queda en cambio, como constante defensa contra el intelectualismo, la naturaleza sanguínea de su instinto del espectáculo, la truculencia elemental de carnaval y de fin del mundo que su Roma de la Antigüedad o de nuestros días infaltablemente evoca.
Lo que tantas veces se ha definido como el barroquismo de Fellini reside en su constante forzar la imagen fotográfica en la dirección que lleva de lo caricaturesco a lo visionario. Pero siempre teniendo presente una representación bien precisa como punto de partida que debe encontrar su forma más comunicativa y expresiva. Y esto es para nosotros los de su generación particularmente evidente en las imágenes del fascismo que en Fellini, por grotesca que sea la caricatura, tienen siempre un sabor de verdad. El fascismo que en el curso de veinte años tuvo tantos climas psicológicos diferentes, así como de un año a otro cambiaban los uniformes: y Fellini pone siempre los uniformes justos y el clima psicológico justo de los años que está representando.
La fidelidad a lo verdadero no debería ser un criterio de juicio estético, y sin embargo cuando veo los films de los directores jóvenes que se complacen en reconstruir la época fascista indirectamente, como un escenario histórico-simbólico, no puedo sino sufrir. En los cineastas jóvenes más prestigiosos, en especial, todo lo que tiene que ver con el fascismo es sistemáticamente desentonado, tal vez conceptualmente justificable pero falso en el plano de las imágenes, como si ni por casualidad consiguieran dar en el blanco. ¿Querrá decir que la experiencia de una época no es transmisible, que inevitablemente se pierde un tejido sutil de percepciones? ¿O querrá decir que las imágenes a través de las cuales los jóvenes se representan la Italia fascista y que son sobre todo las que los escritores han (hemos) dado, imágenes parciales que presuponían una experiencia de todos, perdida esa referencia común no son ya capaces de evocar el espesor histórico de una época? En cambio, en Fellini basta que en Los clowns el cómico jefe de estación a quien los jóvenes pedorrean llame a un miliciano de bigotes negros y que desde el tren espectral los brazos de los muchachos se alcen en un silencioso saludo romano, para que se reconstruya pleno, inconfundible, el clima de la época. O basta que por la platea del teatrito de variedades de Fellini-Roma pase el lúgubre sonido de la alarma aérea.
Probablemente en cuanto se refiere a precisión de evocación obtenida a través de la exasperación de la caricatura se vea el mismo resultado en las imágenes de la educación religiosa, que para Fellini parece haber sido un trauma fundamental, a juzgar por la reiterada aparición de sacerdotes aterradores, de un horror francamente fisiológico. (Pero aquí no tengo competencia para juzgar: sólo he conocido la represión laica, más interiorizada y de la que es menos fácil liberarse). A la presencia de una escuela-iglesia represiva, Fellini contrapone otra, más vaga, de una iglesia mediadora de los misterios de la naturaleza y del hombre, que no tiene rasgos, como la monja enana que tranquiliza al loco trepado al árbol en Amarcord, o que no responde a las preguntas del hombre en crisis, como el viejísimo monseñor que habla de los pájaros en Ocho y medio, desde luego la más sugestiva, inolvidable imagen del Fellini religioso.
Así Fellini puede avanzar mucho por el camino de lo visualmente repugnante, pero en el camino de la repugnancia moral se detiene, recupera lo monstruoso en beneficio de lo humano, en beneficio de la indulgente complicidad carnal. Tanto la provincia poltrona como la Roma fábrica de cine son jirones del infierno, pero son también al mismo tiempo deleitosos países de cucaña. Por eso Fellini consigue perturbar hasta el fondo: porque nos obliga a admitir que lo que más quisiéramos alejar nos es intrínsecamente próximo.
Como en el análisis de la neurosis, pasado y presente mezclan sus perspectivas; como en el desencadenamiento del ataque histérico, se exteriorizan en espectáculo. Fellini hace del cine la sintomatología del histerismo italiano, ese particular histerismo familiar que antes de él era representado como un fenómeno sobre todo meridional y que él, desde ese lugar de mediación geográfica que es su Romaña, redefine en Amarcord como el verdadero elemento unificador del comportamiento italiano. El cine de la cercanía absoluta es la inversión radical del cine de la distancia que había alimentado nuestra juventud. En el tiempo estrecho de nuestras vidas todo permanece allí, angustiosamente presente; las primeras imágenes del eros y las premoniciones de la muerte nos llegan en cada sueño; el fin del mundo ha empezado con nosotros y no da señales de terminar; el film del que nos hacíamos la ilusión de ser los únicos espectadores es la historia de nuestra vida.