La poubelle agréée

De las tareas domésticas, la única que desempeño con cierta competencia y satisfacción es la de sacar la basura. La operación se divide en varias fases: retirada del cubo de los desperdicios de la cocina y su vaciamiento en el recipiente más grande que está en el garaje, después transporte de dicho recipiente fuera de la casa, a la acera donde será recogido por los basureros y vaciado a su vez en el camión.

El cubo de basura de la cocina es un balde cilíndrico de material plástico color verde guisante. Para sacarlo hay que esperar el momento justo, cuando se supone que todo lo que se ha de tirar ya se ha tirado, es decir cuando, levantada la mesa, el último hueso o mondadura o corteza se ha deslizado de la lisa superficie de los platos, y el mismo rápido gesto de manos expertas los ha llevado uno por uno, los platos, después de un primer enjuague sumario bajo el grifo, a alinearse en los compartimientos del lavavajillas.

La vida de la cocina se basa en un ritmo musical, en una concatenación de movimientos como pasos de danza, y cuando hablo de rápido gesto pienso en una mano femenina, no en mis movimientos inarmónicos y torpes, siempre estorbando el trabajo de los demás. (Por lo menos esto es lo que he oído a lo largo de toda mi vida, repetido por padres, compañeros, compañeras, superiores, subalternos y ahora incluso por mi hija. Se han pasado la voz para desmoralizarme, lo sé, creen que si continúan diciéndomelo terminaré por convencerme de que hay algo cierto. Pero yo permanezco un poco apartado, esperando el momento de ser útil, de rendirme).

Ahora todos los platos están enjaulados en su vagoncito, con las redondas caras atónitas de cuando se encuentran en posición vertical, las espaldas curvas a la espera de la tempestad que está por volcárseles encima, allí en el fondo del túnel en el que desaparecerán en exilio hasta que se haya cumplido el ciclo de los nubifragios[1], de las trombas marinas, de las exhalaciones de vapores. Ése es el momento en que yo entro en acción.

Ya voy bajando las escaleras sosteniendo el cubo por el asa en semicírculo, atento a que no se bambolee hasta volcar la carga. Suelo dejar la tapadera en la cocina: accesorio incómodo, esa tapadera, que mal se las ingenia entre la tarea de esconder y la de quitarse de en medio apenas hay que arrojar cosas dentro. La solución de compromiso a la que se llega consiste en mantenerla al sesgo, un poco como una boca que se abre, empujándola entre el cubo y la pared, en equilibrio inestable, con lo cual termina en el suelo, con un bang opaco, no desagradable al oído, como una vibración contenida, porque el plástico no vibra.

He de señalar que aquí en París vivimos en una casa unifamiliar (por emplear una locución que no es bonita pero sí comprensible del habla hoy usual) o un pavillon (por decirlo en francés atemporal y todavía pródigo en connotaciones sugestivas). Esto para explicar el valor diferente que asumen los gestos de mi ritual respecto de los que cumple el copropietario o inquilino de un edificio de numerosos apartamentos, el cual se despoja de los desperdicios del día vertiéndolos de la poubelle familiar en la poubelle colectiva que suele estar en el patio del inmueble y que a su hora la portera expondrá en la vía pública para confiarla al cuidado de los servicios urbanos. Ese trasvase de un recipiente a otro que para la mayoría de los habitantes de la metrópoli se configura ya como un traspaso de lo privado a lo público, para mí en cambio, en mi casa, en el garaje donde tenemos la poubelle grande durante el día, es solamente el último acto del ceremonial en el que se funda lo privado —y como tal es cumplido por mí, paterfamilias—, para que el despedirse de los despojos de las cosas confirme la apropiación acontecida e irreversible.

Sin embargo es preciso decir que la poubelle grande, como parte indiscutible de los bienes de nuestra propiedad de resultas de una compra regular en el mercado, se presenta ya en su aspecto y color (un gris-verde oscuro de uniforme militar) como un enser oficial de la ciudad, y anuncia la parte que en la vida de cada uno tienen la dimensión pública, los deberes cívicos, la constitución de la polis. Su elección por nosotros no se debió en realidad al arbitrio del gusto estético o a la experiencia del uso práctico como para los otros objetos de la casa, sino que fue dictada por el respeto a las leyes de la ciudad. Sabiamente prescriben estas leyes cómo y de qué manera deben presentarse dichas poubelles para que su cotidiano despliegue a lo largo de las calles de la ciudad no ofenda la vista (la uniformidad tiende a pasar inadvertida) ni el olfato (la tapadera, si el contenido no desborda, debería calzar en la boca del recipiente con su borde replegado, de modo que no lo desplace el salto caprichoso de los gatos enamorados o el metódico husmeo de los perros) ni el oído (sustituyendo al metal, el plástico blando amortigua el estruendo y protege el sueño de los ciudadanos cuando a la incierta luz del alba los basureros se ajetrean destapando y arrastrando los bidones y volcándolos en su carreta-fantasma).

No por nada la denominación exacta de este tipo de recipiente —así lo designa el cliente que quiere comprarlo en una quincallería o el comerciante que lo vende— es poubelle agréée, como quien dice cubo de basura patentado, aprobado, aceptado (o sea: por los reglamentos municipales y de la autoridad que en ellos se exterioriza, y que se interioriza en las conciencias de los individuos en virtud del contrato social y de las conveniencias del buen vivir). Es preciso recordar aquí que en la expresión poubelle agréée no sólo el adjetivo sino el sustantivo mismo lleva el sello de la paternal burocracia metropolitana. Poubelle, nombre común de cosa, repite un nombre propio de persona: fue un tal Monsieur Poubelle, prefecto del Sena, el primero en prescribir (1884) el uso de estos recipientes en las entonces infectas calles de París.

De modo que yo, en el momento en que vacío el cubo pequeño en el grande y transporto este último alzándolo por las dos asas para sacarlo a la entrada de nuestra casa, aunque obrando todavía como una humilde ruedecita del mecanismo doméstico, asumo un papel social, me constituyo en primer engranaje de una cadena de operaciones decisivas para la convivencia colectiva, sanciono mi dependencia de las instituciones sin las cuales moriré sepultado por mis propios desperdicios en mi cáscara de individuo singular, introvertido y (en más de un sentido) autista. De aquí debo partir para aclarar las razones que hacen agréée mi poubelle: grata en primer lugar para mí, aunque no agradable, como es necesario aceptar lo no agradable sin lo cual nada de lo que nos resulta grato, aceptable, tendría sentido.

Mi memoria registra otros modos de desembarazarse de los residuos: habitante en otro tiempo de apartamentos en grandes inmuebles, conozco el golpe sordo con el que el contenido del cubo se precipita en los correspondientes conductos verticales despeñándose hasta el fondo de las oscuras criptas al nivel del patio: procedimiento que combina el ágil uso de la fuerza de gravedad —que los hombres de las poblaciones lacustres fueron los primeros en aprovechar— con el sistema del amontonamiento en anfractuosidades escondidas que aun antes habían adoptado los cavernícolas y que presenta los conocidos inconvenientes de la acumulación maloliente al obstruirse el túnel.

Remontándose aún más en la memoria asoma la San Remo de mi infancia, y aparece el basurero con el saco al hombro subiendo a pie por los recodos del vial hasta la villa, para recoger los desperdicios del bidón de zinc: la vida de los señores parecía eternamente garantizada por la disponibilidad de mano de obra y por los bajos salarios.

Mientras tanto, en los inmensos suburbios de la civilización individualista y próspera y democrática e industrial, muchos hombrecitos todos iguales salían de casas pequeñitas todas iguales, provistas de jardincillo y garaje, dejaban en fila juntos en la acera otros tantos cubos de basura todos iguales: imagen anglosajona que se remonta a los albores de la sociedad de masas, pero que en mis recuerdos se asocia con mi primer viaje a Estados Unidos, cuando aún vivía en la anarquía del célibe fluctuante y afluente y estos deberes familiares estaban lejos de mis pensamientos, y fue Barolini quien me habló de sacar cada día el bidón del garbage como uno de los primeros fundamentos de la vida doméstica, en Croton-on-Hudson. (Era un ejemplar padre de familia norteamericana, norteamericana la familia, no él que se había identificado con aquel papel a edad madura y tenía tendencia a observarse desde fuera mientras lo vivía).

«El garbagio», repetía, en su anglo-véneto, como si tuviera que grabar bien esa misión en su memoria, «no tengo que olvidarme de sacar el garbagio». La voz del amigo muerto me vuelve desde que me he convertido yo también en padre de familia, y de una familia extranjera, no en un verde suburbio de Nueva York sino en un atestado barrio en las puertas de París (pero ¿será realmente París?), me asomo a un patio apartado llamado square, tal vez más por la vaga sensación de extrañamiento que inspira que por el verde condensado en mezquinas plantas de lila pegadas a las paredes, deposito yo también el garbage-can o poubelle agréée delante del portal.

Mi amigo había llegado a aceptar esta regla con alegría como cristiano que era. ¿Y yo? Quisiera poder decir, con Nietzsche: «Amo mi destino», pero no consigo hacerlo mientras no me explique las razones que me inducen a amarlo. El transporte de la poubelle agréée no es un acto que yo cumpla sin pensarlo, sino algo que exige ser pensado y que despierta en mí una particular satisfacción del pensar.

Cada palabra que se piensa oscila en un campo mental donde interfieren otras lenguas. Pasando por encima del francés, está el verbo inglés to agree que invade el campo: para respetar un agreement, un pacto acordado por mutuo consentimiento de las partes, estoy depositando este objeto en esta acera, con todo lo que implica el uso internacional de la palabra inglesa.

¿Un agreement con quién? Con la ciudad, desde luego, a la que pago anualmente una taxe d’enlevement des ordures ménagères y que se compromete a liberarme de esa carga cada día del año —incluidos los domingos y salvo unas pocas festividades solemnes—, siempre que yo dé el primer paso, es decir que lleve hasta este umbral el recipiente reglamentario a las horas reglamentarias. Y aquí cometo una primera falta, ya que está prohibido dejar expuesta en la calle durante la noche la basura que no será recogida hasta la mañana; pero un artículo de ley tan inhumano que me obliga a despertarme antes del alba me creo autorizado a interpretarlo con cierta amplitud, como en un tácito agreement, precisamente, dado que vivo en un lugar poco frecuentado donde un bulto en la acera durante la noche no estorba el paso. Y también porque la ley más fuerte no escrita a la que obedece el ritual de nuestros gestos cotidianos prescribe que la expulsión de los residuos durante el día ha de coincidir con el cierre de la misma jornada, y que nos durmamos después de haber alejado de nosotros las posibles fuentes de malos olores (apenas se marchan los visitantes de la noche, rápido, a abrir las ventanas, enjuagar los vasos, vaciar los ceniceros; en la poubelle la capa de ceniza y colillas sella la acumulación de las escorias diurnas como los depósitos de las glaciaciones separan una era de la otra en los cortes geológicos), no sólo por un natural escrúpulo higiénico sino para que mañana al despertarnos podamos iniciar un nuevo día sin tener que manipular todo lo que la víspera hemos dejado caer de nosotros para siempre.

Sacar fuera la poubelle debe ser pues interpretado simultáneamente (porque así lo vivo) bajo el aspecto de contrato y bajo el de rito (dos aspectos ulteriormente unificables, en cuanto todo rito es contrato, pero por ahora —¿contrato con quién?— no quiero ir tan lejos), rito de purificación, abandono de las escorias de mí mismo, no importa si se trata exactamente de las escorias contenidas en la poubelle o si esas escorias remiten a toda otra posible escoria mía, lo importante es que con este gesto cotidiano yo confirme la necesidad de separarme de una parte de lo que era mío, el despojo o crisálida o limón exprimido del vivir, para que quede su sustancia, para que mañana yo pueda identificarme totalmente (sin residuos) en lo que soy y tengo. Únicamente desechando puedo asegurarme de que algo mío no ha sido desechado y tal vez no será desechable.

La satisfacción que experimento es pues análoga a la de la defecación, sentir las propias vísceras que se liberan, la sensación, al menos por un momento, de que mi cuerpo no contiene nada más que yo mismo y que no hay confusión posible entre lo que soy y lo que es lo ajeno irreductible. Maldición del estreñido (y del avaro) que por temor de perder algo de sí mismo no consigue separarse de nada, acumula deyecciones y termina por identificarse a sí mismo con la propia deyección y perderse en ella.

Si esto es verdad, si el expulsar es la primera condición indispensable para ser, porque se es lo que no se expulsa, el primer acto fisiológico y mental es separar la parte de mí que queda y la parte que debo dejar que baje a un más allá sin retorno.

Así es cómo el rito purificador del enlèvement des ordures ménagères puede entonces ser considerado también como una ofrenda a los infiernos, a los dioses de la desaparición y de la pérdida, el cumplimiento de un voto (una vez más, el contrato). El contenido de la poubelle representa la parte de nuestro ser y tener que debe desplomarse cotidianamente en la oscuridad para que otra parte de nuestro ser y tener siga gozando de la luz del sol, exista y sea verdaderamente poseída. Hasta el día en que incluso el último soporte de nuestro ser y tener, nuestra persona física, se convierta a su vez en despojo muerto que ha de depositarse él también en el carro que lleva al crematorio.

Por lo tanto esta cotidiana representación del descenso subterráneo, este funeral doméstico y municipal de la basura tiene como primer propósito alejar el funeral de la persona, diferirlo aunque sólo sea por poco tiempo, confirmarme que por un día más he sido productor de escorias y no escoria yo mismo.

De aquí deriva el estado de ánimo a la vez sombrío y eufórico que se asocia al transporte de desperdicios; de modo que los hombres que vienen a volcar los bidones en su vehículo triturador se nos presentan no sólo como emisarios del mundo ctónico, necróforos de las cosas, carontes de un más allá de papel engrasado y lata oxidada, sino también como ángeles, mediadores indispensables entre nosotros y el cielo de las ideas en el que inmerecidamente planeamos (o creemos planear) y que sólo puede subsistir en la medida en que no seamos vencidos por la basura que produce cada acto del vivir incesantemente (incluso el acto del pensar: estos pensamientos míos que estáis leyendo son lo que se ha salvado de decenas de hojas arrojadas a la papelera), anunciadores de una salvación posible más allá de la destrucción de toda producción y consumo, liberadores del peso de los detritos del tiempo, negros y pesados ángeles de la limpidez y la levedad.

Basta que durante unos días una huelga de basureros deje que los desechos se amontonen en nuestros umbrales y la ciudad se transforma en un estercolero infecto, antes de que podamos preverlo quedamos ahogados por nuestro vómito incesante de inmundicias, la coraza tecnológica de nuestra civilización se revela como un envoltorio frágil, vuelve a abrir perspectivas medievales de decadencia y pestilencia.

Esto se ve especialmente en Italia, como ejemplo de la larga crisis que es nuestra historia. La mala administración se ramifica en nuestros municipios por cien vías manifiestas y ocultas pero el escándalo estalla siempre incontenible en los entresijos de los encargados de la Limpieza Urbana. Y como si algo que no cuadra se revelara en la relación con la basura, un vicio de fondo de la mente italiana, o mejor, católico-italiana, dado que es característico de las administraciones municipales democristianas el naufragar en ese abismo, tal vez por un error religioso, de teología moral e incluso de fe, una idea equivocada sobre la parte que toca a la Providencia y la parte que toca a los hombres, un menosprecio del carácter sagrado de las operaciones de remoción de los desechos (así como de todos los otros servicios municipales): el considerar la necesidad material no como el campo de las elecciones y de la prueba sino como un peso que no podemos dejar de cargar desde el día de la Caída y frente al cual todo fallo es sólo una falta venial que ha de considerarse con ojos indulgentes porque de él seremos de todas maneras despojados en el último momento sin que se nos pida otra justificación que el acto de la piedad formal (y en el plano de la vida cívica el voto por el partido o la corriente). Con el resultado de que el ejército de los netturbini (neologismo burocrático que aleja ya la idea del servicio práctico al limbo de la pertenencia a una entidad laboral cualquiera) pueda agigantarse ilimitadamente en los balances municipales para garantizar un sueldo a una plétora de clientes que nunca serán iniciados en las pruebas infernales y angélicas de la misión de la que han estado nominalmente investidos. Y que el gran instrumento purificador, la víscera esencial de la ciudad, el incinerador, sea visto profanamente sólo como ocasión de las habituales malversaciones en suministros y adjudicaciones, sin quedar abrumados por su alcance simbólico, sin vernos a nosotros mismos juzgados por el amenazador mecanismo, sin preguntarnos cuánto de nosotros tememos o deseamos que se convierta en cenizas.

Es preciso decir, sin embargo, que en París las huelgas de los éboueurs no son menos frecuentes (se les llama oficialmente éboueurs, es decir desenlodadores, en recuerdo de un inimaginable París de calles fangosas, surcadas por las ruedas de los carruajes, donde se amasaba el estiércol de los caballos), efecto del perpetuo descontento de una mano de obra recién inmigrada y forzada a aceptar el empleo más humilde y agotador sin contrato regular de trabajo. En comparación con Italia se puede decir que las causas son opuestas pero los resultados los mismos: en la precaria economía italiana la calificación de basurero está protegida como un empleo estable, un cargo vitalicio; en la sólida economía francesa recoger los desperdicios es una ocupación precaria, realizada por quien no ha conseguido todavía echar raíces en la metrópoli y sólo regulable por la recíproca amenaza del desempleo o de la huelga.

Es propio de los demonios y de los ángeles presentarse como extranjeros, visitantes de otro mundo. Así los éboueurs surgen de las nieblas de la mañana, con rasgos que no se destacan de lo indistinto: semblantes terrosos —los norteafricanos—, algo de bigote, un casquete en la cabeza; o —los de África negra— sólo el globo de los ojos que aclara el rostro perdido en la oscuridad; voces que superponen sonidos inarticulados para nuestras orejas al zumbido del camión, sonidos que traen alivio cuando se filtran en el sueño de la mañana asegurándote que puedes seguir durmiendo un poco más porque otros trabajan para ti. La pirámide social sigue mezclando sus estratificaciones étnicas: en París ahora el trabajador italiano se ha convertido en pequeño patrono, el español en obrero calificado, el yugoslavo en albañil, la mano de obra más tosca es portuguesa, y cuando se llega al que palea la tierra o barre las calles, es siempre la mal descolonizada África la que alza sus ojos tristes del pavimento de la metrópoli sin cruzarlos con tu mirada, como si una distancia insuperable siguiera separándonos. Y tú en el sueño oyes que el camión no tritura sólo basura sino vidas humanas y funciones sociales y privilegios y no se detiene hasta que ha dado toda la vuelta.

Con los basureros sólo se tiene una relación directa antes de Navidad, cuando vienen a traerte el calendario y la tarjeta que dice Messieurs les Éboueurs du 14ème Vous Souhaitent une Bonne et Heureuse Année y a recibir la propina. Durante el resto del año la comunicación entre nosotros y ellos es el contenido de la poubelle, nada más rico de información si se lo quiere leer día a día: las botellas vacías después de las noches de fiesta, el papel de los paquetes de las tiendas después de las compras, las páginas llenas de tachaduras en las que un escritor se ha deslomado para llevar a término una prosa sobre las poubelles. Al cargar el camión el inmigrante en su primer trabajo visita la metrópoli a través de su reverso: evalúa la riqueza o la pobreza de los barrios por la calidad de sus desechos, a través de ellos sueña el destino de consumidor que le aguarda.

He aquí el nudo económico de lo que hasta ahora he querido significar jurídicamente como contrato y simbólicamente como rito: mi relación con la poubelle es la de aquel para quien el tirar completa o confirma la apropiación, la contemplación de la mole de cortezas, mondaduras, embalajes, envases de plástico remite a la satisfacción del consumo de los contenidos, mientras que en cambio el hombre que descarga la poubelle en el cráter giratorio del camión extrae la noción de la cantidad de bienes de los cuales está excluido, que le llegan sólo como despojos inutilizables.

Pero tal vez (ahora el razonamiento entrevé una conclusión optimista y se deja tentar enseguida), tal vez esta exclusión sea sólo temporal: el haber sido contratado como basurero es el primer peldaño de un ascenso social que hará también del paria de hoy un miembro de la masa consumidora y a su vez productora de desechos, mientras otros salidos de los desiertos «en vías de desarrollo» ocupan su puesto cargando y descargando los cubos. Así la poubelle sería agréée también para él, el magrebí o el negro que la iza hasta la boca de la máquina maloliente en la mañana brumosa, y esa máquina no sería únicamente la última meta del proceso industrial de producción y destrucción sino que marcaría también el punto en el que se vuelve a empezar desde el principio, el ingreso en un sistema que se traga a los hombres y los rehace a su imagen y semejanza.

A partir de este punto se abren al razonamiento dos caminos divergentes: una historia de integración satisfecha del paria que avanza a la conquista de París desde el margen extremo de los depósitos de residuos, o bien una historia de revolución e inversión de ese mecanismo, por lo menos en la conciencia, una propagación de las vibraciones del camión quieto bajo mis ventanas hasta hacer temblar los cimientos de la civilización de Occidente asentados desde hace siglos. Pero una y otra perspectiva (una y otra ilusión) vuelven a juntarse en esta poubelle, aceptada por nosotros pero más aún por el anónimo proceso económico que multiplica los productos nuevos recién salidos de fábrica y los residuos descompuestos que se han de arrojar, y que nos deja meter mano sólo en ese recipiente que hemos de llenar y vaciar, yo y el basurero. En el rito de tirar quisiéramos, el basurero y yo, recuperar la promesa del cumplimiento del ciclo propia del proceso agrícola en el cual —dicen— nada se perdía: lo que se sepultaba en la tierra renacía. (Ahora el razonamiento se mete por el camino de la evocación arcaica y nadie lo para). Todo se desenvolvía de la manera más simple y regular: después de su estancia subterránea, la semilla, el abono, el estiércol, la sangre de los sacrificios volvían a la luz con la nueva cosecha. Ahora la industria multiplica los bienes más que la agricultura, pero lo hace gracias a los beneficios y las inversiones: el reino plutónico que se ha de atravesar para que se produzcan las metamorfosis es la caverna del dinero, el capital, la Ciudad de las Empresas inaccesible para mí y para el basurero (sea o vaya a ser privada o estatal: en este sentido sabemos ahora que poco cambia), regida por un Consejo Supremo de Administración no ya plutónico sino superuránico, que maneja la abstracción de los números desde una altura alejadísima de la pegajosa y fermentante corteza terrestre a la que el basurero y yo confiamos nuestras ofrendas sacrificiales de latas vacías, nuestras siembras de papeles viejos, nuestra participación en la ardua destrucción de los materiales sintéticos. Inútilmente volcamos, el basurero y yo, nuestra oscura cornucopia, el reciclado de los residuos sólo puede ser una práctica accesoria que no modifica la sustancia del proceso. El placer de hacer renacer las cosas perecederas (las mercancías) sigue siendo privilegio del dios Capital que monetiza el alma de las cosas y en el mejor de los casos no deja para el uso y el consumo más que sus despojos mortales.

Pero ¿cómo puedo inferir lo que piensa y ve el hombre venido de África a vaciar mi poubelle? Hablo siempre sólo de mí mismo, trato de entender con mis categorías mentales el mecanismo del que formo (formamos) parte, aunque ambos tengamos un punto de partida común: la separación y el rechazo de una primitiva condición agrícola que está en crisis. Cuando falta la abundancia de las cosechas y la penuria asedia los campos, el hombre agricultor —dicen los etnólogos— es presa de la angustia y de remordimientos y busca el modo de expiar las propias culpas. No sé si esto es cierto para el éboueur (tal vez para el felah no existe la memoria de un tiempo que no sea de penuria; tal vez quien profesa el Islam esté exento de complejos de culpa); para mí es desde luego verdadero: el remordimiento que arrastro desde la juventud sigue siendo el del hijo del amo que contraviniendo la voluntad del padre ha abandonado las tierras a manos extrañas, rechazando la mitología fecunda y la ética severa en que había sido educado: la abundancia y variedad de los frutos que sólo la asidua presencia en los campos del propietario-cultivador puede arrancar a la tierra, unida a una obstinación exclusiva y a la iniciativa y eficiencia en la experimentación de nuevas técnicas y nuevos cultivos.

En esta cocina, en el corazón de la metrópoli a donde me ha traído mi larga fuga, es donde se representa todavía para mí el viejo drama. Toda familia es hacienda, lugar del hacer, lugar de la supervivencia física y cultural a través de una práctica de trabajo realizado con los demás, donde se cumple un ciclo aunque sea reducido de producción y consumo de alimentos. Y son las normas de mi comportamiento dentro de esta elemental hacienda lo que trato de establecer ahora, de fijar en un contrato o agreement, para ser yo privadamente agréé, aceptado, maniobro públicamente el cubo agréé, agréé yo en el contexto casero, en la tácita distribución de las funciones domésticas, en la orquestación de la suite cotidiana de la subsistencia familiar.

Un momento, que voy a vaciar la poubelle. La poubelle es el instrumento para insertarme en una armonía, para llegar a ser armónico con el mundo y para que el mundo sea armónico conmigo. (Por lo tanto el contrato sólo me concierne a mí, es un mutuo acuerdo mío conmigo mismo, con mi ley interna o imperativo kantiano o superyó). Esta armonía es imposible. Después de más de medio siglo de lento curso la larga Crisis de la Familia Burguesa se precipita en su fase convulsiva con la Desaparición de las Últimas Mujeres de Servicio, puntal extremo de la institución. La división del trabajo entre iguales (como entre el cazador de osos y su esposa cocinera de osos en la caverna primordial) parece inextricablemente ligada (tal vez desde los orígenes) a la división del trabajo entre desiguales (amos y servidores): tanto es así que cuestionada la segunda, también la primera resulta impracticable. El discurso que, explícito o silencioso, el Coro de las Mujeres Occidentales dirige al Coro de los Hombres en este crepúsculo de milenio, suena así: «Puedo cocinar una vez porque es fiesta, una vez para expresarme, una vez para transmitir un saber, una vez por necesidad, una vez por amor, pero no cocinaré trescientos​sesenta​y​cinco días al año porque se haya decidido que mi papel es cocinar y el tuyo sentarte a la mesa». Algo esencial ha cambiado en la conciencia colectiva, pero como en la práctica las costumbres no han cambiado casi nada, el resultado es una nube de malhumor persistente. Si el hombre, cualquiera que sea su contribución al balance familiar, no contribuye al trabajo doméstico, es considerado como un parásito. Tal vez se llegue a un nuevo modus vivendi, a una redistribución de los papeles; o tal vez ya no sea posible ningún sistema de compensación, ni en familia ni en ninguna parte. Tal vez mañana en el restaurante el cliente no podrá salir del paso pagando la cuenta: primero tendrá que ayudar a mondar las patatas y después a lavar los platos.

La cocina que debería ser y es el lugar más alegre de la casa (pro memoria: cuando copie esta página no debo olvidar insertar aquí una descripción atractiva: los enseres que cuelgan relucientes, el zumbido de los electrodomésticos, el olor a limón del detergente para los cubiertos) ahora es vista por la mujer como el lugar de la opresión, por el hombre como el lugar del remordimiento. La solución más sencilla sería la intercambiabilidad de los papeles: marido y mujer cocinando juntos o por turno, o un cónyuge que cocina mientras el otro limpia o viceversa. Pero el hecho es que un obstáculo a esta solución es el prejuicio (y aquí dejo el tratamiento universal para volver a la exposición del caso particular que es mi experiencia cotidiana) según el cual se me considera tan inhábil para moverme entre las hornallas que apenas me dispongo a hacer algo enseguida me apartan por encontrar equivocado o torpe o inútil y hasta peligroso lo que hago. Como todos los prejuicios también éste es fácil de transmitir: mi hija, que es todavía una niña, si nos encontramos solos ella y yo en la cocina halla la manera de criticar todos mis gestos y prefiere obrar sola (y después hacer a su madre detalladas reseñas de mis errores). Tal desconfianza de mis dotes, así como me ha desalentado siempre disuadiéndome del aprendizaje, así me desautoriza en mi papel de educador, de modo que el saber acumulado durante generaciones me roza y pasa por encima de mí excluyéndome.

Todo lo que he dicho no sería nada si no sintiera que esta deficiencia mía es considerada como una culpa relacionada con otros modos míos de ser igualmente culpables. Si la cocina no se me da es porque no soy digno de ella (éste es el sentido de la polémica contra mí que siento que pesa sobre mí), como el alquimista indigno no podrá obtener el oro ni el caballero indigno vencer en el torneo. Hasta mis tentativas de ser útil son mal vistas: no prueba de buena voluntad sino hipocresía, humo en los ojos, exhibición histriónica. No valen las Obras para salvarme, sino sólo la Gracia que no me fue ni me será concedida. Si consigo hacer una tortilla, no es el comienzo de un progreso, de un crecimiento interior: esa tortilla no será nunca la Verdadera Tortilla sino la mistificación de un falsario, la estafa de un charlatán. La cocina es juicio de Dios, prueba en la que, no mereciendo la iniciación, he fracasado de una vez por todas. No me queda sino buscar otras vías para justificar mi presencia en el mundo.

Puedo decir sin falsa modestia que el campo de acción que más conviene a mis aptitudes es el de los transportes. Ir de un lugar a otro transportando un objeto, sea pesado o ligero, a través de distancias largas o cortas: cuando me hallo en esa situación me siento en paz conmigo mismo, como quien consigue dar a sus actos una utilidad o una finalidad, y en lo que dure el trayecto experimento una rara sensación de libertad interior, la mente planea, los pensamientos echan a volar. Voy de buena gana, por ejemplo, a «hacer los recados», a comprar el pan, la mantequilla, la ensalada, el periódico, los sellos. Digo «hacer los recados» para establecer una continuidad entre estas tareas mías de jefe de familia y las que se me confiaban cuando era pequeño; podría decir «hacer las compras», pero esto implica iniciativas, elecciones, riesgos: evaluar y confrontar los precios cada vez más crueles, discutir con el carnicero el corte de la carne, recibir las sugerencias de las mercancías expuestas, las ensaladas, las primicias exóticas, los quesos. Sin duda «hacer la compra» es lo que más me gustaría, en teoría; en la práctica no puedo pretender rivalizar con quien se mueve en las tiendas con tanta más naturalidad, rapidez de mirada, experiencia y fantasía, sentido práctico e inspiración personal. Por lo tanto es más sensato que limite mis relaciones con los mercados a las salidas de emergencia para tapar un agujero: con la hojita donde está la lista de las cosas que hay que pedir («un grand pot de crème fraîche») y el peso («une livre de tomates»), a veces también el precio, igual que cuando de niño me enviaban «a hacer un recado».

En París la cesta de la compra cuelga sobre todo del brazo de los hombres, o por lo menos así le parece al italiano acostumbrado a ver los mercados de su país frecuentados esencialmente por las mujeres, y aquí vuelve a comprender cómo la tarea de llevar alimento es la primera del gobierno de la casa. Entonces mi pasado agrícola asoma nuevamente desde el contexto metropolitano, y me trae la imagen de mi padre cargado de cestas, orgulloso de ser él quien transportaba los productos de la finca a la casa, como signo del sentirse «dueño», ante todo en el sentido de «dueño de sí», de autosuficiente independencia, a lo Robinson Crusoe, independencia también respecto de los brazos asalariados a los que había que recurrir sólo para aquello a lo que no llegaban sus brazos ni los de sus hijos siempre reacios.

¿Es pues el camino de herradura de mi rechazada vocación de propietario el que vuelvo a recorrer con la memoria en este tramo de acera del decimocuarto arrondissement, entre el ferretero y el quesero y el frutero? No, es otro itinerario de mi adolescencia: el que llevaba de la villa a la ciudad, cuando tener que «hacer recados» era un pretexto para salir de casa, y a veces fingía un olvido para poder salir por segunda vez. O, más a menudo, no necesitaba ni siquiera fingir, tan aturdido y poco interesado estaba en la verdadera finalidad de mi tarea, y lo que debía comprar y el peso y el precio tenían que repetírmelos muchas veces para metérmelos en la cabeza, y el dinero dármelo contado.

Un Mercurio de vuelo corto es el que guiaba mis pasos y aún los guía, parcial reflejo del dios que sirve de mediador y de vínculo con la profusión del mundo, y que sin embargo sólo en raros momentos premia mi devoción iluminándome con su plena, plateada luz. O bien, cuando voy cayendo hacia los dioses de los infiernos, hacia los rincones tenebrosos donde se arrojan los restos de la vida, el que me acompaña entonces es el Mercurio psicopompo conduciendo la carga de los pesos muertos a la orilla del Aqueronte municipal.

Vuelvo a la cocina con el cubo pequeño vacío, sustituyo el papel de diario que lo forraba interiormente por otro papel de diario. Esta operación me es particularmente afín porque me alegra dar un uso ulterior a los periódicos, concederles un suplemento de vida tras el rápido curso de su caducidad. Objeto de un amor insatisfecho o solamente de una fijación neurótica, el periódico es regularmente comprado por mí, velozmente hojeado y descartado, pero me remuerde deshacerme de él enseguida, siempre espero que resulte útil en un segundo tiempo, que le quede algo que decirme. El momento de la resurrección llega precisamente cuando tomo de la pila de diarios viejos una hoja para forrar la poubelle y los títulos que aparecen invertidos se imponen en la cóncava perspectiva a una instantánea segunda lectura mientras adapto la superficie cuadrangular para que cubra lo mejor posible el interior del cilindro y lo doblo alrededor del reborde. Para el cubo pequeño el formato Le Monde es ideal, mientras que los diarios italianos más amplios terminan habitualmente por revestir la poubelle grande. Cuando está bien hecho, el revestimiento de papel sigue adherido al recipiente después de vaciado por obra de los éboueurs y mañana, cuando vaya a recuperar mi poubelle vacía, esa gran bandera de escritura en la lengua del Dante me permitirá distinguirla de sus hermanas abandonadas en la misma acera.

Desde que empecé a escribir este texto que de vez en cuando retomo y abandono, han pasado tres o cuatro años y muchas otras cosas han cambiado en el manejo de las poubelles. El forro de papel de diario es ya un recuerdo del pasado: yo también uso bolsas de plástico que han transformado la imagen de la basura ciudadana, ahora oculta en envoltorios lisos y brillantes, progreso que ningún nostálgico del pasado o enemigo del plástico podrá negar, espero, aunque la basura siga siendo reconocible como tal aun así acondicionada y los montones en las aceras los días de grève des éboueurs no sean menos infectos. (Aún más, yo diría que ahora la bolsa de plástico más terso remite a la idea de basura, cualquiera que sea su contenido, dado que es la imagen más fuerte la que siempre se impone sobre la más anodina).

Otra reforma fundamental: el desagüe de la pila de nuestra cocina ha sido dotado de un broyeur o triturador que permite disolver una gran cantidad de residuos de alimentos (salvo, extrañamente, las hojas de alcachofa, cuyas fibras quedan en los dientes del mecanismo y lo atascan), de modo que también nuestra basura ha cambiado, en el sentido de que contiene menos detritos orgánicos.

Después hemos sustituido el cubo de la cocina, el verde, por uno nuevo, de plástico blanco, cuya tapadera se levanta y se baja por medio de un pedal, y dentro del cual hay un cubo que se extrae. De manera que sólo llevo abajo este cubo para volcarlo en el grande, más aún, ni siquiera el cubo, la bolsa —también de plástico— que extraigo del cubo cuando está lleno, sustituyéndola por una nueva. (Hay un arte para hacer adherir el saco al reborde del cubo, estirándolo de modo que se ajuste todo alrededor y no se deslice hacia abajo, pero después hay que hacer salir el aire que ha quedado en medio, levantando el fondo e hinchándolo como una vela).

En cambio la bolsa llena la ato con la cinta pegada debajo: dispositivo genial, esa cinta, benemérito como cualquier mínima invención que simplifique las dificultades de la vida. (Hay un arte de atar la bolsa demasiado llena teniéndola suspendida, porque es preciso sacarla del cubo para despegar la cinta y una vez fuera del cubo no se sabe dónde apoyarla y cómo evitar que se derrame la basura en el pavimento). Ya estoy llevando la bolsa atada con un lazo como un regalo navideño y depositándola en la poubelle grande, que a su vez tiene como forro una gran bolsa de plástico gris.

No serán por cierto éstos los últimos cambios en la larga serie de transformaciones que nuestras costumbres han sufrido y sufrirán para adaptarse a los tiempos, siempre que sigamos todavía con vida. La reforma que se anuncia como más necesaria y urgente será la de separar los residuos según sus características y sus diversos destinos, incineración o reciclado, para que una parte por lo menos de los tesoros del mundo que hemos arrebatado no se pierda para siempre sino que encuentre las vías de la recuperación y la reutilización, el eterno retorno de lo efímero.

Entre los materiales que pueden agotarse y cuya salvación me concierne de manera directa está el papel, tierno hijo de los bosques, espacio vital del hombre escribiente y leyente. Comprendo ahora que hubiera debido comenzar mi razonamiento distinguiendo y comparando dos clases de basura doméstica, productos de la cocina y de la escritura, el cubo de los desperdicios y la papelera. Y distinguir y comparar el diferente destino de lo que no tiran cocina y escritura, la obra, la de la cocina que se come, que se asimila a nuestra persona, la de la escritura que una vez realizada ya no forma parte de mí pero todavía no se puede saber si llegará a ser alimento de una lectura ajena, de un metabolismo mental, qué transformaciones sufrirá al pasar por otros pensamientos, cuánto transmitirá de sus calorías y si las pondrá de nuevo en circulación y cómo. Escribir es desposeerse tanto como lo es tirar, es alejar de mí un montón de hojas estrujadas y una pila de hojas escritas hasta el final, ya no mías unas y otras, abandonadas, expulsadas.

Sólo me queda y me pertenece una hoja constelada de apuntes dispersos, en la cual durante los últimos años he ido anotando debajo del título «La poubelle agréée» las ideas que venían a mi mente y que me proponía desarrollar por escrito, tema de la purificación de las escorias tirar es complementario del apropiarse infierno de un mundo en el que no se tirase nada uno es lo que no tira identificación de uno mismo basura como autobiografía satisfacción del consumo defecación tema de la materialidad, del rehacerse, mundo agrícola la cocina y la escritura autobiografía como basura el transmitir para conservar y otras notas más de las cuales no consigo ahora retomar el hilo, reconstruir el razonamiento que las vinculaba, tema de la memoria expulsión de la memoria memoria perdida el conservar y el perder lo que está perdido lo que no se ha tenido lo que se ha tenido tardíamente lo que nos llevamos con nosotros lo que no nos pertenece el vivir sin llevar nada consigo (animal): quizá sea más lo que se lleva consigo el vivir para la obra: en ella uno se pierde: hay la obra inservible, yo ya no estoy en ella.

[París 1974-1976]