11

FUNCIÓN PÁNICO AMPLIADA

Me cago en la leche. Me cago en mis muertos. Me cago y me vuelvo a cagar en toda la puta mierda.

No lo había hecho, ¿verdad que no? Por favor, Dios mío, que fuera un sueño, que fuera una pesadilla, que no hubiese pasado, que hubiese telefoneado a otro número. Que fuese el teléfono de otra persona, de cualquiera; el de mis padres, el de Craig, el de Ed, el del despacho, el de cualquiera, cualquiera, cualquiera, pero, por favor, por favor, ése no, el número que había guardado encima del móvil de Ceel no.

Me caí de la cama, todavía vestido. El teléfono no estaba en su funda del cinturón. Miré alrededor. ¿Dónde leches estaba? Ay, Dios, ay, Dios. ¿Dónde estaba? Retiré el edredón, miré debajo de la cama, busqué en los armarios de al lado de la cama, en el ropero, en la mesa de delante del sofá. ¿Qué había hecho con el móvil? Tenía que encontrar al pequeño cabrón, comprobarlo, asegurarme de que no había hecho lo que pensaba que había hecho y por tanto me tenía aterrorizado. Hostia puta, podían estar ya de camino, aparcando, cruzando el pontón, pisando la plancha, subiendo a cubierta. Tendrían las dos sillas preparadas, el grandullón rubio estaría deseando oír y notar mis rodillas doblarse del revés hasta partirse. Luego me castrarían, después me torturarían hasta matarme. O quizá fuesen rápidos, piadosos, y solo me atravesaran la cabeza con una bala. Pero Dios mío, Ceel. ¿Qué le haría Merrial? ¿Qué le haría para obligarla a hablar y luego, una vez conseguido, cómo le haría pagar lo que le había hecho?

Oh no, no, no, no podía estar pasando. Entré en el salón a trompicones. Tenía que estar allí. Por fuerza. Joder, esto no estaba pasando. Tenía que ser un sueño. Ahora mismo en realidad no estaba despierto. Tenía la puta tatarabuela de todas las pesadillas. Por narices. No lo había hecho. No. No podía haber estado tan borracho; ni yo ni nadie. No era posible físicamente que ningún ser humano bebiera tantísimo como para olvidar que había borrado el móvil de su amante con el número del fijo, no cuando el número del fijo era también el de su marido, un puto gángster de altos vuelos famoso por su gigantesco guardaespaldas rubio al que le gustaba saltar sobre las piernas de las personas que no le caían bien hasta que se les rompían las rodillas, se les partían los tobillos o los fémures se les salían de los huecos de la cadera o cualquiera que fuera el horror o espantosa combinación o sucesión de cosas que ocurrían cuando te lo hacía.

Puse patas arriba el salón. Tiré cojines, levanté alfombras, abrí cajones. Tenía que ser un sueño, tenía que ser una pesadilla. No podía haber hecho lo que pensaba que había hecho. No había bastante alcohol en el puto mundo para obligar a un hombre a hacer algo tan rematadamente estúpido. Nunca, en toda la historia de la especie, había existido suficiente bebida fermentada, destilada o cocida para hacer que nadie, nadie en absoluto, por muy estúpido, irreflexivo o completo agilipollado de primer orden que fuera, cometiera semejante imbecilidad suicida. Existían leyes físicas, reglas inmutables escritas en la urdimbre misma del tejido que conforma la realidad, que impedían que cualquier supuesta criatura sensible hiciera nada que llegara ni a la décima parte de locura cretina y mortal.

Un sueño. Una pesadilla. La peor de todas; una nueva línea de bajamar en el sumidero del miedo y el terror humanos. Tenía que seguir dormido y con el corazón a punto de detenerse de puro pavor. Tenía que despertarme. Urgentemente.

Entré en el cuarto de baño, abrí el grifo del agua fría y me mojé la cara, mojándome y abofeteándome las mejillas y mirando fijamente en el espejo la cara lívida y aterrorizada de un hombre que no iba a despertarse de su pesadilla porque era una pesadilla de la peor especie, de la especie que es real, de la especie que puede causar la muerte pero no el despertar. La cara de un hombre que había matado a la única mujer que quería en el mundo, que la había mandado a una muerte horrible, lenta, dolorosa y lamentable por borracho y por estúpido, por no pensar, porque egoístamente había querido hablar con ella, porque se le había ocurrido que sería divertido o sexy dejarle una mierda de mensaje guarro en el contestador, porque era incapaz de leer la puta pantalla y ver que era otro número de teléfono, un teléfono fijo, porque era incapaz de captar la diferencia entre un servicio de buzón de voz y un contestador doméstico normal.

¿Por qué había contestado ella? ¿Por qué no había podido grabar el puto mensaje del contestador el puto hombre de la casa? ¿Por qué el cabrón de Merrial le había pedido a su mujer que grabara el mensaje, el muy mierda, patético, inútil, asqueroso y pringao?

Miré el estante de encima del lavamanos. El teléfono estaba allí. Lo cogí. Pero debía de haberlo dejado encendido durante la noche porque no tenía batería.

Le chillé. Sin decir ninguna palabra, solo grité. Sí, grita, pensé. Practica para luego, porque probablemente vas a gritar bastante en un futuro no muy lejano. Gritarás cuando veas las dos sillas colocadas a una pierna de distancia, cuando veas al grandullón rubio sonriéndote y dando saltitos de puntillas, gritarás cuando te aten, gritarás cuando saquen las navajas o los alicates o el soplete. Sí, era buena idea gritar ahora. Hasta era posible que de algún modo espeluznante cargara el teléfono, resucitara la batería. Porque tenía que comprobarlo; necesitaba que el puto trasto plateado de mierda se encendiera y funcionara para poder consultar la lista de últimas llamadas y descubrir que —¡eh!— pues claro que no había llamado a Ceel (aunque todavía oía su voz, todavía me recordaba de pie en cubierta escuchando, a oscuras, su bonita voz); no, había llamado a otro. A cualquiera, coño.

Ceel. Tenía que telefonearla. Corrí, conecté el teléfono al cargador de la mesa del salón y descolgué el teléfono fijo del barco.

Nada. ¡Jesús! ¡Habían cortado la línea! Estaban... Dio línea.

Titubeé. ¿Era lo correcto? ¿Estaba haciendo lo que debía? Sí, por supuesto. Estaba bien comprobarlo, solo por si alguien era tan estúpido como para hacer lo que yo había hecho anoche, pero era lo correcto. Definitivamente. La llamé al móvil, al número que me sabía de memoria. Por favor, contesta, por favor ten el móvil encendido. No, por favor, no estés en casa, por favor, en cualquier otro lugar, en algún lugar donde puedas correr, huir, escapar de él.

Por amor de Dios, contesta, Ceel, contesta. Por favor, contesta.

—¿Sí?

¡Sí!

—Celia. Hola. Soy Ken. Kenneth. Ken Nott.

Ay Dios mío, iba a tener que contárselo, iba a tener que admitir que era un imbécil, que la había puesto en el peor de los peligros, todo por ser un borracho estúpido.

—¿Sí?

—Mira, he hecho algo total, increíblemente estúpido. Tienes que escapar, huir.

—Sí —dijo con calma—. Estoy en Escocia.

Por detrás de su voz oí el motor de un coche.

—¿En Escocia? —grité.

Pero eso era bueno. Cualquier lugar alejado de Londres era bueno. A menos que estuviera con él, a menos que Ceel estuviera con él y él consultara el contestador a distancia, desde dondequiera que estuvieran de Escocia. Mierda.

—Huy, me temo que me estoy quedando sin cobertura —mintió—.Te volveré a llamar cuando tenga... Vaya. Se ha cortado. Bueno —le oí decir a otra persona—, qué raro...

Y colgó.

Cogí el móvil con la esperanza de que se hubiera cargado suficiente. No.

Me senté, tembloroso. Ceel estaba viva. En Escocia. La había avisado y me llamaría cuando quienquiera que la acompañara la dejara a solas.

Si había hecho lo que temía haber hecho —y tenía que aceptar que probablemente lo había hecho porque recordaba la voz de Ceel y algunas de las palabras del mensaje del contestador—, ¿qué podía hacer? Miré la hora. El imponente Breitling decía que —mierda— eran las diez y media. Tenía que devolverlo y regresar a mi Spoon, mucho más elegante... ¿En qué estaba pensando? A la mierda con el reloj, a la mierda pensar en el reloj o cualquier otra cosa aparte de la terrible situación suicida en la que nos había colocado a Celia y a mí. Piensa; tal vez Merrial estuviera con ella. Tal vez —probablemente— habían ido a pasar fuera el fin de semana. Eso me daba un día y medio para hacer algo.

¿Qué? ¿Quemarles la casa? ¿Entrar? ¿Contar con que habría un criado o un sirviente o alguien (aunque entonces, ¿para qué tenían contestador?) e intentar hacerme pasar por él...? No lo sabía. ¿El hombre del gas? ¿Un poli? ¿Un puto testigo de Jehová?

¿Podía acceder a la cinta o el chip desde fuera de la casa? ¿Y si volvía a telefonear y dejaba un mensaje interminable, se grabaría encima del de la noche previa? No. Por supuesto que no. Nunca me había topado con ningún contestador así. Nadie diseñaría un contestador así. Bueno, nadie con un mínimo de sentido; un capullo como yo sí, claro.

Prende fuego a la puta casa. Lanza un cóctel molotov por la ventana, vierte líquido para mecheros por la rendija del correo; cuando lleguen los bomberos —llámalos primero, antes de ir, pero a la policía no— les dejas reventar la puerta y luego entras con ellos, finge ser un policía de paisano o de algún cuerpo especial o consigue una tienda de disfraces y alquila un uniforme de policía...

Oh, por favor, ojalá no haya pasado. Por favor que sea cosa de un síndrome de falsa memoria muy vivida. Me había imaginado su voz en el mensaje del contestador. No había sido ella. Había copiado mal el número de la tarjeta de Merrial, escrito mal un dígito y había estado equivocado todo ese tiempo y la primera vez que había llamado me había contestado la voz de una mujer que vivía en la casa con el teléfono con un solo dígito diferente del de Merrial y por lo tanto había dejado mi mensaje guarro y sexual en el contestador de una desconocida. Dios mío, tenía que ser eso. Por fuerza.

Pero si no era así, si lo había hecho de verdad, ¿qué podía hacer?

Tenía ganas de vomitar. Me encontraba muy mal. Me daba vueltas la cabeza, empezaba a ver las cosas como dentro de un túnel. Me zumbaban los oídos. Me levanté y me dirigí tambaleando al lavabo.

Diez minutos más tarde, todavía con alguna que otra náusea seca, la garganta irritada, la boca apestosa a pesar de los enjuagues y los dientes con esa sensación pegajosa resultado de acabar de bañarlos con ácido estomacal, volví a sentarme a la mesa del salón e intenté encender el móvil. Todavía tenía la cara pálida. Las manos me temblaban incontroladas. Tuve que apoyarme el teléfono en las piernas para poder acertar con las teclas. Me eché a llorar por lo embarazoso y desesperado de la situación.

El teléfono se despertó con un zumbido encima de mi muslo. El marcador de batería solo indicaba una barra de capacidad pero no necesitaba más. Tú funciona un par de minutos, trasto de los cojones; podrías haberte quedado seco anoche antes de que hiciera la llamada que puede conseguir que me torturen y me maten, a mí y a la mujer que amo, zurullo plateado y lleno de botones. Sí, ya sé que estás buscando, capullo... Para de una puta vez y muestra el menú. Menú; Listín Telefónico, OK, Marcación Por la Voz, Números Personales, Últimas Llamadas. Se me secó la boca. OK. De Salida. ¿Seleccionar? OK.

Allá vamos.

Miré fijamente el número. Me levanté de un salto y cogí la cartera, donde tenía la tarjeta de Merrial. Comprobé los teléfonos número a número. Los comprobé otra vez, y otra más, deseando que uno, solo un asqueroso dígito de las pelotas difiriera. Joder, no habría sido tan difícil equivocarse; me equivocaba todo el tiempo. Incluso estando sobrio. Constantemente. Solo por esta vez, que sea un error.

¿Llamar?, preguntó el breve retazo de escritura de la parte inferior de la pantalla. No. No, no quiero llamar otra vez, coño, estúpido cacho de mierda. Quiero Deshacer. Quiero apretar F1 o ir al menú adecuado con la flecha del ratón y Deshacer, Deshacer de cabo a rabo lo que hice anoche, rebobinar la cinta, oh sí, borrar el chip, formatear el disco, rebobinar la cinta mortal de las pelotas o lo que fuera que tuviesen en esa casa a un kilómetro escaso de mi barco, rebobinarla y borrarla. Mejor todavía, sacarla y quemarla y reducirla a cenizas finísimas y tirarlas todas en un triturador de basura de la distante Mongolia de los cojones.

Leí los números de la pantalla del teléfono, comparándolos con los números de la tarjeta de Merrial. Eran idénticos. Ahora no iban a cambiar. Cerré el teléfono.

A lo mejor Merrial no adivinaba quién era. Había dicho que era Ken, eso lo recordaba —pensé—, pero a lo mejor a Merrial no se le ocurría relacionar ese Ken borracho con el tipo que había conocido en el patio de Somerset House... Ah, mierda, ¿en qué estaba pensando? Había dicho Ken el Pillín o algo igual de patético e incriminatorio, ¿no? ¿O sí?

No importaba; era un puto locutor radiofónico; me enorgullecía de tener una voz inconfundible. Incluso si Merrial no escuchaba nunca el programa y se había perdido mis apariciones estelares en radio y televisión de las últimas semanas o nunca había escuchado un anuncio doblado por mí, algún conocido suyo me reconocería. Y en cualquier caso no había ocultado mi número de teléfono; su contestador lo habría grabado, como suelen hacer esos trastos, ¿no? O tal vez el suyo no; a lo mejor el contestador de Merrial era uno de los primeros modelos, una máquina viejísima que nunca había llegado a reemplazar y que no guardaba una lista de los números entrantes.

Sí, eso.

Pero incluso si tenía el número, ¿cómo iba a saber que era el mío? Yo no le había dado mi teléfono, no podía... Sí, claro, el gran señor del crimen no tenía ningún modo de descubrir a quién correspondía un número de móvil. Por supuesto que lo tenía.

¡Ya está!, pensé. Me debía un favor. Merrial me había dicho que le llamara si había algo que pudiese hacer por mí. Le llamaría una y otra vez hasta que contestara o me acercaría hasta la casa y colaría una nota por debajo de la puerta y le pediría que por favor no escuchara los mensajes del contestador; como un favor personal; que confiara en mí. Cielos, sí, eso seguro que funcionaría. Y O. J. Simpson era inocente y Al Megrahi culpable.

¡Llama ya!, pensé. ¡Claro! Llama ahora y averigua si el puto contestador sigue en marcha. ¿Por qué no había empezado por ahí? Porque todavía estaba borracho, con resaca y aterrado bajo la influencia del error más catastrófico cometido en la larga historia de los errores catastróficos.

Me alcancé el teléfono fijo. Mierda, ¿y si contestaba Merrial? ¿Y si decía algo del estilo «Ah, Kenneth, otra vez tú. He escuchado tu mensaje. Muy interesante. Acabo de mandar a un par de colegas a hacerte una visita para charlar un rato...»?

Oh, joder, joder.

Intenté marcar el número tres veces, pero me temblaban demasiado las manos.

La voz de Ceel, grabada. Su bonita, clara, serena, perfecta voz. Deje su mensaje después de oír la señal... Luego una serie de pitidos indicativos del mensaje o mensajes ya dejados —¡el mío!, el mío estaba ahí, ¡esa divagación de mierda, sucia y borracha, estaba girando ahora mismo!—, luego el bip. No dejé otro mensaje. Colgué. De modo que, probablemente, nadie había escuchado el mensaje. Lo peor aún no había ocurrido. A menos, claro, que Merrial se estuviera haciendo el listo y fingiera que no lo había escuchado... pero eso era ser más paranoico de lo que la realidad demandaba, como si no fuera ya bastante mala.

Quizá pudiese confesar a medias. Podía decir que me había obsesionado con Celia desde que la había visto en la pista de patinaje. Vivía una fantasía en la que éramos amantes, la acechaba... No. No, así Merrial también me haría algo horrible, solo por eso, y era probable que quisiera asegurarse de que no había pasado nada, de modo que me torturaría para sacarme la verdad. Y no me hacía falsas ilusiones acerca de mi aguante sometido a dolores extremos, ni por Celia, ni por mí, ni por nadie.

Tenía las palmas de las manos empapadas de sudor. La boca tan seca que no podía tragar. Me levanté con torpeza y fui a la cocina a por algo de agua mineral. Llamaron al fijo al segundo trago y escupí el agua en la moqueta.

—¿Kenneth? —Era ella. Gracias a Dios. Ella, viva, sin gritos de agonía, capaz de hablar y ahora con libertad para hacerlo—. ¿Qué pasa?

Se lo conté. En toda mi vida —y quizá no me quedara mucha más— no había sabido nunca de nadie que permaneciera tan sereno frente a un desastre tan rotundo y absoluto. Celia estaba en su derecho de echarse a gritar, llorar o desgañitarse, pero solo me hizo un par de preguntas sensatas y meditadas para cubrir algunas lagunas que había dejado en mi semihistérico relato de lo ocurrido. Luego la oí suspirar.

—Bien. Bueno, yo estoy en Escocia con unos amigos, cerca de Inverness. John está en el Peak District, practicando espeleología. Volverá esta noche o mañana.

—¿Esta noche? Dios mío.

—Depende del tiempo que haga; si llueve demasiado el sistema se inunda y no pueden hacer gran cosa. La última vez que hablé con él no estaba nada claro.

Me pasé la mano por la cara.

—¿Tienes acceso a los mensajes del contestador desde fuera, desde otro teléfono?

—No. John no quiso un contestador con esa función, por si acaso alguien descubría la manera de acceder a los mensajes.

—Vale, vale, bueno, eso como mínimo nos da tiempo hasta que tu marido vuelva a casa. —Cerré los ojos y me quedé de pie, moviendo la cabeza—.Ceel, lo siento muchísimo. Soy incapaz de decirte...

—Kenneth, basta. Tenemos que pensar. Bien. Bien. Puedo fingir una emergencia y pedir que me lleven al aeropuerto. Cogeré el próximo vuelo. Llegaré a casa antes que John y borraré la cinta.

—Sí, por favor, por favor, por favor.

—Será mejor que hable con los anfitriones. —La oí suspirar—. Será interesante. Te llamaré en cuanto tenga noticias.

—¿Ceel?

—¿Qué?

—Te quiero.

Esta vez cogió aire.

—Sí —dijo—. Bueno. Enseguida te llamo.

Y colgó.

Bebí de la botella de agua con las manos todavía temblorosas. Fijé la vista al frente, sin ver nada. Seguía viva. Los dos seguíamos vivos. De momento. De momento no había habido torturas ni muertes dolorosas. Ceel volvería. Regresaría, a tiempo. Brillante, serena, Ceel, llena de recursos, resolvería la increíble mierda de lío que había montado el idiota de su amante. Bendita mujer fantástica, bella, maravillosa, sexy y lista. Quizá no volviera a hablarme más, quizá me echara de su vida para siempre con una carta y me maldijera ritualmente todas las noches antes de irse a dormir durante el resto de su larga vida por ser tan capullo, como sin duda lo era, pero al menos viviría para hacerlo, al menos los dos seguiríamos vivos. No sufriríamos por culpa de mi estupidez. Bebí más agua y me dije que un día acabaría viendo el lado divertido de todo el asunto.

Ceel volvió a llamar al cabo de unos cuarenta minutos con la noticia de que el aeropuerto de Inverness estaba cerrado a causa de la niebla.

 

—Tienes que escaparte —dije. Se me había vuelto a secar la boca—. No podemos hacer nada más. Corre. Tienes que huir. Lejos. Dios mío, Ceel...

—No, no —dijo con resolución—. Me enteraré de cuándo sale el siguiente vuelo para Londres desde Aberdeen, Edimburgo o Glasgow, luego alquilaré un coche para ir al aeropuerto. Fletaré un avión o un helicóptero. Iremos con el tiempo más justo pero todavía puede funcionar. Aunque hay otra posibilidad.

—¿Cuál?

—Que entres en la casa.

—¿Cómo? ¿Alguien tiene una llave? ¿Hay alguien dentro?

—No. En principio, no. El servicio tiene el fin de semana libre.

—Entonces...

—Hay una llave en el jardín de atrás, dentro de una piedra artificial.

—¿Sí? —Me pareció un poco barato y arriesgado para un barrio tan pijo.

—Sí. Una vez dentro tendrás que desconectar la alarma.

—Vale, vale, muy bien.

—Te daré el código. Sin embargo, hay un problema.

—Mierda. ¿Qué?

—Entrar en el jardín trasero desde el callejón. Hay un muro alto.

—Entonces, ¿qué sentido tiene...?

—Hay un garaje que da al callejón; se supone que puedes entrar con el control remoto del coche y luego utilizar la llave de reserva. También hay una puerta normal, pero está cerrada con llave.

—Bien. Vale. —Tuve una idea—. ¿Qué altura tiene exactamente el muro? Bueno, no exacta...

—Tres metros, tal vez tres y medio.

—¿Con alambrada o algo más?

—No.

—¿Ni siquiera botellas rotas?

—No.

—Vale, creo que podré entrar en el jardín. Supongo que está vigilado, ¿no? Por...

—Sí. Pero normalmente no hay nadie; es un callejón sin salida.

—La piedra artificial; ¿cómo la encuentro?

—Contando desde la pared trasera del garaje hay dos faroles en la pared occidental del jardín y luego el de la piedra. La piedra con la llave está justo al pie del tercer farol, a dos piedras del muro. En cuanto la ves resulta obvio que es falsa.

—Muro occidental, pared trasera del garaje, tercer farol, a dos piedras. —Me froté la nuca con la mano. Aquel lío era justo lo que necesitaba en mi estado—. ¿Qué pasa con la alarma? ¿Está conectada con la central de alguna empresa de seguridad?

—Sí, y con la comisaría de policía.

—¿La comisaría de policía? ¿En serio?

—Te sorprenderían los acuerdos a los que John ha llegado con la policía metropolitana, Kenneth.

—Ya, apuesto a que sí —convine—.¿Hay cámaras de vigilancia?

—No. Bueno, no que yo sepa.

—Bien.

—Copia el código de la alarma.

—Dispara.

—Apúntalo, ¿quieres?

—De acuerdo. —Cogí la tarjeta de Merrial—.Dime. —Apunté el código en el dorso de la tarjeta de Merrial, luego lo leí—.¿Dónde está el contestador?

—En el estudio de John. En la primera planta. Oh.

—¿Y ahora qué pasa?

—El estudio estará cerrado con llave.

—¿Cerrado? Pero...

—También es la sala de armas; se supone que tiene que estar cerrada.

—¿Una sala de...? La hostia. Bien. Bueno, y, si está cerrada, ¿qué?

—Tengo una llave en el dormitorio. Está en la segunda planta. John no lo sabe. Tendrás que subir primero al dormitorio si el estudio está cerrado.

No podíais tener el maldito trasto donde la gente suele tener el contestador, junto a la puerta de entrada, ¿verdad? Y el dormitorio de Ceel; había pasado meses fantaseando con algo parecido, pero no exactamente en las mismas circunstancias.

—Vale. ¿Dónde está la llave?

—En el cuarto de baño. Hay un armario sobre el lavamanos. Dentro de la caja de tampones.

Buena idea, supuse.

—Bien.

—Cuando llegues al contestador, para borrar la cinta aprietas Función y luego Borrar. ¿Entendido?

—Función y Borrar. Preferiría destrozar la cinta o borrarlo todo con un imán grande, pero tendré que conformarme con borrarla. A lo mejor la borro dos veces.

—Con Función y Borrar debería bastar.

—De acuerdo.

—Mantente en contacto.

—Claro.

—Por favor, Kenneth, ve con cuidado.

—Lo haré. Suerte con el vuelo.

—Gracias. Adiós.

—Adiós.

Colgué. Ahora ya no temblaba tanto. Bebí un poco más de agua. Al menos teníamos un plan de ataque. Al menos tenía algo que hacer en lugar de limitarme a esperar que Celia llegara para solucionar las cosas. Dios, ¿qué clase de hombre era? Pues claro que tenía que hacer algo. Era yo el que nos había metido en aquel lío truculento; debía ser yo el que nos sacara. Aunque solo fuera a ella. Si pudiera salvar al menos a Ceel habría hecho algo bueno, algo para compensar mi flagrante incompetencia. Obviamente mi miserable trasero no merecía ser salvado, unido como estaba a una espina dorsal con un puñado de gachas a medio solidificar en el extremo opuesto donde una persona normal tendría un cerebro funcional, pero el de ella... su glorioso culo merecía ser salvado a toda costa, incluso a expensas del mío.

Piensa. Tenía que aparcar el Landy en el callejón. ¿Y si alguien me veía saltar la tapia? Llamarían a la policía o como mínimo tomaría el número de matrícula del Land Rover.

¿Cómo podía conseguir matrículas nuevas? Podían conseguirse placas traseras en cualquier ferretería, la gente las compraba para las caravanas y nadie comprobaba que tuvieras un vehículo con el número de matrícula que querías, pero no era tan fácil conseguir placas delanteras. Quizá pudiera fabricar unas falsas con el ordenador. Imprimir un par de páginas tamaño A4 con los números adecuados y pegarlos luego con film transparente o algo encima de los de verdad. Debería engañar a las miradas casuales. Ni siquiera necesitaba que la fuente fuera correcta porque a veces la gente tiene letras raras en la matrícula, lo había visto.

Mejor, podía llamar al garaje donde habían reparado el Landy y pedirles unas placas viejas. Seguro que tenían; de todos modos sería un préstamo a corto plazo. Tenía unas trescientas libras ahorradas para emergencias en el fondo del cajón de los calcetines y podía sacar otras doscientas cincuenta del cajero automático. Con eso bastaría para alquilar las matrículas por una hora. ¿No? ¿Qué probabilidades existían de que fuera a parar al único garaje londinense pequeño que rechazara mi proposición delictiva y avisara inmediatamente a la poli? Casi ninguna.

Por otro lado, llevaría tiempo, retrasaría las cosas. Supongamos que Merrial regresa temprano. Desviarse hasta el garaje podría cambiarlo todo. Introduciría otra variable en la ecuación, otra fuente más de fallos potenciales. Supongamos que la gente del garaje conoce a gente que sabe quién es Merrial. Si veían el Landy y seguían la pista de las matrículas falsas hasta el garaje, ¿qué les sonsacarían? ¿Cómo reaccionarían?

No podía arriesgarme. Pero mientras había estado sentado mamando agua y pensando ya había malgastado varios minutos. Bien hecho, Kenneth. Las once y diez. En marcha.

 

El tráfico era relativamente fluido. Hacía una mañana de invierno agradablemente templada, con nubes altas y sol débil. Corría la brisa. ¿Por qué cojones no podía correr la brisa en Inverness? ¿Y salir el sol en el puto Peak District? Podría haber ido más rápido, pero había limitado la velocidad entre cincuenta y sesenta kilómetros por hora. No habría sido un buen momento para que me pararan por exceso de velocidad, en especial con la ignota cantidad de alcohol que todavía recorría mi sistema sanguíneo.

Ascot Square estaba tranquila. Los racimos de globos plateados atados a la verja indicaban que se había celebrado una fiesta en una de las casas del otro lado de la plaza que la de los Merrial. Quizá unas bodas de plata. Montones de Mercedes, Jaguar y BMW, además de dos Range Rover y un par de Roller o Bentley; también, algún Audi A2 y una pareja de Smarts. Los Merrial vivían en el número once, cerca del centro de la imponente hilera de casas adosadas de cuatro plantas más sótano. No se distinguían señales de vida en el número once.

En los jardines privados del centro de la plaza crecían tilos y hayas altos. Atravesé la plaza en dirección a la Eccleston Street y luego giré hacia Chester Square. Aparqué en una plaza para vecinos un par de minutos, me subí a la parte de atrás del Landy y me puse el mono. Completamente nuevo; lo había comprado junto con el Landy, pensando en encargarme yo mismo de las reparaciones. Y una talla menos de la que necesitaba; las mangas de la camisa y los bajos de los 501 sobresalían por debajo del mono verde sus buenos dos o tres centímetros. Estupendo; así que ahora parecía estúpido además de criminal. Tenía una gorra de béisbol vieja de los premios Sony de la Música; me la puse. Una pista para la gente de la industria, pero ¿qué iba a hacerle? Saqué las gafas de sol del cuchitril escondido entre los dos asientos delanteros.

¡Guantes! Claro, necesitaba guantes. Iba a forzar una casa o entrar de forma ilícita o cualquiera que fuera la definición legalmente adecuada. No quería ir dejando huellas por todo el maldito lugar. Guantes. Tenía unos en alguna parte. Rebusqué detrás de los bancos de ambos lados, hundiendo la mano entre los respaldos y el asiento. Caray, allí había sitio para esconder una caja entera de herramientas además de... los guantes. Por fin. Eran gruesos, acolchados, para arrancar ramas de zarzas o trajinar con cables de cabestrante o cualquier otra mierda viril por el estilo; en cualquier caso, nada que ver con el tipo de guantes finos y delgados que desearías para la delicada operación de colarte en la casa de otro pero, mierda, tendrían que valer.

Salté delante y volví a arrancar, crucé otra vez Ascot Square y me metí en el callejón del lado sur. Allí se hacinaban partes traseras de casas carísimas con variados tratamientos de la arquitectura antigua, una gran diversidad de ventanas grandes y balcones pequeños, toldos y escaleras. También había muchas plantas; colgando de cestas, en macetones o emparrados. Mierda; y una familia cargando un Landy Discovery. Una pareja joven y tres críos colocando neveras portátiles y sillitas de niño para pasar el día fuera. ¡Mierda! ¿Qué horas eran esas de salir? ¡Si casi era mediodía! ¡Habían perdido la mejor parte del día, joder! ¿No podían haberse largado después del desayuno, los muy imbéciles?

El hombre alzó la vista al ver acercarse por el callejón de adoquines mi cascado todoterreno. Me repasó bien. Hum, no reconozco ese trasto ruinoso ni al sospechoso bicho raro de las gafas de sol que lo conduce. No vive por aquí. Y tampoco es una furgoneta del gas ni de la luz. Prácticamente le veías bullir el pensamiento.

Bajé la ventanilla y paré al lado del Discovery.

—Usté perdone. ¿Esto é Ascot Mews norte?

—Ah, no —dijo el tipo—. Está en Siythe.

—¿Seguro? Pues, vale. —Eché una mirada al otro asiento, como si consultara alguna guía—. Vale. Gracias, tío —dije, y salí marcha atrás.

Aparqué cerca de la esquina de Eccleston Street con Eaton Square y fingí consultar el callejero. El Discovery se unió al tráfico y puso rumbo al río al cabo de diez largos minutos. Regresé a Ascot Mews sur, pasé por delante de varias casas del final del callejón donde empezaban los garajes y las tapias altas de los jardines. Fui contando números hasta el once, pero no tenía que haberme molestado; la reluciente puerta verde para peatones que daba a la calle junto a las puertas recién pintadas del garaje lucía un flamante número once.

Había repasado mentalmente lo que tenía que hacer. Ya que había que hacerlo, mejor darse prisa. Me olvidé de las ventanas traseras de las casas de la otra acera y de las vecinas al número once. Apagué el motor, bajé, cerré la portezuela, trepé al techo por el parachoques y el capó delanteros —el aluminio cedió bajo mi peso y todavía me quedó energía cerebral de reserva para sentirme decepcionado— y luego salté a la cima del alto muro de piedra.

Un jardín japonés; grava rastrillada formando estancos redondos secos con grandes guijarros pulidos a modo de islas en las inmóviles ondas grises. Pequeños arbustos y matorrales cuidadosamente recortados; una charca en calma con otro canto rodado grande. Una terraza cubierta por grandes toldos verdes. Algo en la organización serena del lugar me dijo que el jardín era más de Celia que de su marido. Miré abajo. Iba a tener que saltar de una vez y caer en la grava. Habría fácilmente tres metros y medio.

Descolgué una pierna, luego la otra y me quedé balanceándome cuan largos eran mis brazos. En Escocia, de niños, a eso lo llamábamos dreeping. No tenía ni idea de cómo lo llamaban aquí. En realidad, no encontré un buen asidero en la superficie redondeada de lo alto de la tapia así que me limité a apretar cuantopude los antebrazos y las manos enguantadas hasta que la gravedad me venció y caí al lecho de gravilla. Misericordiosamente hondo. Me golpeé, rodé y no me rompí nada. Aunque tendría que reparar un poco la disposición de la gravilla con un rastrillo. Levanté la vista hacia la tapia. Ya me preocuparía más tarde de cómo salir de allí. Alisé un poco la gravilla mientras lo meditaba, por si acaso se me olvidaba después. No quedó perfecto pero podría pasar por la acción de un gato que se hubiera colado en el jardín. Comprobé la puerta del jardín. La cerradura era una especie de cierre automático reforzado; intenté abrirla, pero por lo visto necesitabas la llave incluso desde dentro.

Llamaron al móvil mientras recorría el sendero hacia la piedra falsa que escondía la llave. El mono tenía dos aberturas laterales para acceder a los bolsillos de la ropa que llevaras debajo. Atrapé el Motorola por una de las rajas. Ceel.

—Estoy en el jardín de atrás —dije.

—Bien. Se me acaba de ocurrir una cosa. John se habrá llevado el coche. Cuando entres, usa las llaves que hay a la derecha de la puerta trasera para abrir el garaje y meter tu coche. Resultará menos sospechoso.

No le había prestado demasiada atención a las puertas del garaje. Me habían parecido bastante altas, pero quizá estuviera equivocado.

—Es un Land Rover —dije—. Hace al menos dos metros de alto. Quizá no pase.

—No, debería caber. Antes eran unas cocheras.

—Vale. Buena idea. —Me detuve frente al tercer farol y bajé la vista hacia el ordenado arreglo de piedras variadas—. Un momento. ¿Y si vuelve? Ver un Land Rover aparcado frente al muro trasero de tu casa podría sorprender un poco, encontrártelo dentro del garaje...

—Hum... tienes razón. He telefoneado al centro meteorológico. Esta noche ha llovido más de lo esperado en el Peak District. Me parece muy probable que John regrese hoy a casa.

—Mierda. ¿Y tú? ¿Qué pasa con el vuelo?

—Aberdeen está cerrado. A Edimburgo o Glasgow son tres o cuatro horas en coche. Estoy intentando cerrar un vuelo privado desde un aeropuerto más pequeño que esté más cerca, pero no es fácil.

—Bueno, de todas maneras yo ya estoy dentro. Espera. —Me incliné sobre las piedras. Los guantes gruesos implicaron un par de intentos, pero tras unos segundos y unas cuentas blasfemias pude anunciar—: Tengo la llave.

—¿Tienes el número de la alarma?

—Memorizado y por escrito. La puerta de la tapia del jardín, la que da al callejón, ¿dónde encuentro la llave para esa?

—A la izquierda de la puerta trasera, en el office. Búscala. Tiene un llavero de plástico verde.

—¿Puedo cerrar la puerta sin la llave? Me gustaría salir sin tener que trepar el muro.

—Déjame pensar. —Ceel se quedó en silencio un par de segundos—.Sí. Abre la puerta con la llave, devuelve la llave a su sitio, hunde el botoncito de la cerradura y luego cierra la puerta desde fuera. Funcionará. No te olvides de devolver primero la llave de la puerta trasera de la casa a la piedra.

—Hostia —dije, tapándome los ojos con una mano—. Maldita la falta que me hace esto con la resaca que tengo. —Respiré hondo, me enderecé—. Vale. No importa. Bien. Ya está. Gracias.

—Buena suerte, Kenneth.

—Buena suerte, nena.

 

La puerta trasera se cerró sola y saltó el seguro. Recorrí a toda prisa el office, la cocina y el vestíbulo; un insistente pitido intermitente llegaba desde lejos, desde la puerta delantera. Introduje el código en el teclado de la alarma pero por culpa de los guantes debí de pulsar los botones equivocados. El sudor me picaba en la frente y volví a empezar. Aquello seguía pitando. Se me acababa el tiempo. Me saqué el guante derecho e introduje el código correctamente. El ruido cesó. El corazón me latía a mil por hora, las manos me temblaban. Respiré hondo varias veces. Limpié las teclas que había tocado con un pañuelo de papel, luego volví a ponerme el guante. Dios, qué calor. Me quité la estúpida gorra de béisbol y la guardé en un bolsillo. Algo me indujo a pensar que debía seguir pensando sin parar de hacer cosas, de modo que me dirigí a la puerta de atrás, descorrí el pestillo y la calcé con una bota para la lluvia mientras salía al jardín y devolvía la llave al interior de la piedra artificial.

Volví a cerrar la puerta de atrás. De camino al pie de las escaleras cercanas a la puerta principal descubrí que tenía que visitar el lavabo con urgencia. Era ridículo —por lo que sabía una vecina suspicaz debía de estar al teléfono avisando a la pasma local de que un tipo vestido con un mono desastrado acababa de colarse en un jardín— pero tenía menos de un minuto para encontrar un lavabo o de lo contrario me lo haría encima. Supuse que en parte era el resultado de la colosal ingesta alcohólica de la noche anterior, pero en parte era solo miedo. Recordé haber leído algo al respecto, que los ladrones que dejan una caca en mitad de la alfombra de la víctima necesariamente no estaban comportándose como unos mierdas. Sencillamente no podían aguantarse. Entrar a robar en una casa ajena daba miedo; la mayoría se cagaba de miedo. Y eso que —por norma— no se dedicaban a invadir la privacidad de un puto señor del crimen londinense.

Subí las escaleras a la carrera y me puse a buscar un cuarto de baño abriendo puertas varias, de la sala, la biblioteca, un pequeño cine, otra sala y un vestidor, antes de encontrar una cerrada que debía de corresponder al estudio donde estaba el contestador.

Ay, Dios mío, iba a cagarme en los pantalones. Notaba las tripas soltándose, un músculo por allí abajo empezaba a reaccionar con espasmos a mis intentos de mantenerlo todo dentro. No había ningún lavabo a la vista. Arriba; sabía que arriba había uno; arriba estaba el dormitorio de Celia con su baño correspondiente. Caminé con las rodillas juntas hasta las escaleras que llevaban a la planta siguiente, metiendo barriga como si eso fuera a detener el desastre que se desencadenaría en cuestión de segundos. ¿Qué estaba haciendo? Había sido una estupidez subir hasta allí; seguro que había un lavabo abajo, en la planta baja, donde debían de estar la cocina y el comedor.

Demasiado tarde. Corrí hacia la puerta de una habitación probablemente orientada a la parte de atrás de la casa, con vistas al jardín japonés. Iba con las mejillas hundidas —las mejillas de la cara además de las nalgas del culo—, como por afinidad. Ahora me temblaba todo el cuerpo; casi me caigo al cruzar la puerta de la habitación. Dormitorio. Grande. Oscuro a causa de los estores grises que tapaban dos ventanales altos.

Había sendas puertas a cada uno de los lados de la enorme cama negra y blanca. Abrí la de la izquierda; un puto vestidor.

Me cago en la leche, ¿qué coño les pasaba a esos ricachones de mierda? ¿Es que no podían tener roperos como la gente normal, joder? Malditos hijos de perra mimados. Rodeé la cama renqueando, intentando andar sin separar las piernas y con la mano derecha en el culo, tratando de presionar hacia arriba para que todo siguiera donde estaba. Joder, joder; si esa puerta no daba a un lavabo iba a cagarme en los putos pantalones.

La puerta se abrió y frente a mí apareció un bello retrete de porcelana blanca con tapa y asiento de rica madera oscura. Me saqué rápidamente los guantes.

Mis gimoteos de alivio pronto degeneraron en un terrible lamento de rabia y desesperación frustradas por tener que perder unos segundos con los que no contaba —y que tal vez no pudiera permitirme— en arrancarme el estúpido mono demasiado pequeño antes de alcanzar siquiera los vaqueros y los calzoncillos. Me acordé de levantar la tapa del retrete justo antes de girarme.

Empecé a cagar incluso antes de que mi carne tocara el borde de madera del retrete. Fue una experiencia horrenda, llena de salpicaduras y terriblemente hedionda, pero me pareció que, por los pelos, conseguí mantenerme dentro de los límites del comportamiento social de la defecación.

Me recosté y cerré los ojos, respirando por la boca para evitar el pútrido olor de lo que ocurría debajo de mí y —durante unos instantes breves y fugaces— me dejé llevar por la oleada de alivio animal que me recorría el cuerpo.

—La Virgen —suspiré.

La limpieza me llevó un rato. Casi había terminado cuando caí en la cuenta de que había soltado mi mierda apestosa en el cuarto de baño privado de John Merrial, no en el de Ceel. Los artículos de tocador colocados en los estantes eran masculinos y había un espejo para afeitarse y una maquinilla eléctrica en la balda de encima de uno de los dos lavamanos. Al pensarlo mejor recordé que la ropa del vestidor en el que había mirado antes también era de hombre; no me había dado cuenta por el terror del momento.

Me pareció buena idea tirar dos veces más de la cadena y usar la escobilla del váter para asegurarme de que no quedaban restos.

Dejé el lugar tal como lo había encontrado, exceptuando el olor. Recurrí al ambientador más por deferencia a la formación en hábitos higiénicos recibida de mi madre que porque fuera a notarse la diferencia; si por casualidad Merrial regresaba a casa en el curso de la hora siguiente y decidía que lo primero que necesitaba era una ducha para reponerse tras un largo día en las cuevas, Claro Alpino le resultaría igual de sospechoso que Heces Fecales.

Las toallas perfectamente dobladas del baño me intimidaban, así que después de lavarme las manos me las sequé en el mono en lugar de mancillar aquellas extensiones blancas como la nieve. De nuevo limpié las superficies que había tocado con el pañuelo de papel.

Unas cuantas inspiraciones profundas más y un vaso de agua del grifo y casi estaba lo bastante sereno y calmado para continuar. Encontré otro dormitorio grande del otro lado del pasillo, también con vistas a la parte de atrás. Este dormitorio estaba pintado en tonos azules y verdes pálidos, techos, paredes, moqueta, muebles y complementos. Los estallidos de color tropical en las paredes los aportaban unos cuadros con escenas de junglas exuberantes, profusas abstracciones de flores, hojas, cielo y rocas, atravesadas por lo que semejaban escuadrones de loros o cacatúas surcando el paisaje, representadas en manchas de caótico cromatismo.

Gruesas persianas venecianas cubrían ventanas de un tamaño similar a las del dormitorio del otro lado del pasillo. Quizá en ese barrio todo el mundo tuviera siempre cerradas las cortinas, pensé, esperanzándome de nuevo. Quizá nadie me había visto saltar la tapia del jardín.

Muebles claros. Un gran tocador con peines y botellas y un arbolito para anillos del que colgaban algunas joyas, todo cuidadosamente ordenado. Resultaba muy cálido.

Definitivamente, estaba en el dormitorio de Ceel. El baño se encontraba en el lado contrario que en el otro dormitorio. Tuve que volver a quitarme los estúpidos guantes. ¿Por qué no lo había pensado antes? Me habría bastado un minuto prever en el puto Bella del temploque iba a necesitar un par de guantes finos para todo esto. Pero bueno. La llave aserrada estaba sujeta a la base de la caja de tampones con un trozo de cinta adhesiva de doble cara. Confieso que saqué algunos tampones y les eché un vistazo; después, con los tampones todavía en la mano, repasé el cuarto debaño con la vista, la bañera y, junto a ella, una gran ducha de hidromasajes con asiento. Descubrí que contemplaba el retrete con una sonrisa.

Ay, Dios, ¿qué clase de lunático patético era, acariciando los tampones de una mujer mientras contemplaba embelesado, enamorado, su taza del váter? Aterriza, Kenneth. Y ponte en marcha, memo. Devolví los tampones a la caja y la caja a su sitio, luego repetí la operación de limpieza de huellas.

Bajé a la puerta cerrada del primer piso. Dediqué un poco más de tiempo a echar un vistazo por ahí. La casa estaba amueblada con un estilo respetable, discretamente anticuado, que probablemente se adecuaba al edificio. En realidad se parecía bastante a las suites de hotel, ligeramente más modernas, en las que había estado con Ceel. Celia debía de haberse sentido como en casa. Aunque el calor no era tan sofocante.

La llave abría la puerta del estudio. Dejé que se cerrara tras de mí. El estudio era más anticuado que el resto de la casa. La gran mesa escritorio era de estilo retro sin ironía, con una pieza de cuero borgoña trabajado en oro en la superficie y una lámpara de bronce con pantalla verde. El ordenador era un Hewlett Packard con pantalla de plasma. ¡Ja! Sabía que Merrial no era usuario de Mac. No descubrí ningún indicio de una caja de armas, pero supuse que estaría disimulada.

El contestador tenía una mesita para él solo junto a la puerta. Le dirigí una mirada acusadora, como si todo fuera culpa suya. ¿Has visto los problemas que me has causado, mierdecilla de color beige oficina? Me acerqué al contestador.

Entonces fue cuando oí la sirena.

Debía de llevar un par de segundos sonando en los límites del alcance de mis oídos. Había notado una especie de inquietud general que parecía no concordar con el hecho de que por fin le había echado la vista encima al trasto que tantos esfuerzos, angustias y sudores me había costado encontrar. Entonces lo comprendí: una sirena. Servicios de Emergencia. En una gran ciudad, con el tiempo, dejas de oírlas.

Si vas conduciendo —siempre que no seas la clase de descerebrado capaz de tener un camión de bomberos de veinte toneladas justo detrás con las luces girando y la sirena aullando y aun así no darte cuenta de que tienes que salir de en medio al instante—, todavía te fijas cuando se oye una sirena; empiezas a mirar a las calles laterales, compruebas el retrovisor cada pocos segundos, buscas gente echándose a un lado o subiéndose al bordillo u ocupando las paradas de autobús para dejar vía libre al vehículo de las luces azules. Si no, la oyes pero no le prestas atención a menos que la estés esperando o vaya subiendo de volumen hasta hacerse insoportable y callarse de golpe.

Escuché la sirena cada vez más cerca.

Maldito efecto Doppler, pensé. Puto Doppler con su gua—gua—gua. No pares. No te detengas aquí, en el callejón, ni en la plaza. Continúa. Que la emergencia sea en otro sitio. Que sea un coche de la pasma de camino a un robo en King's Road o una ambulancia que se dirige a un accidente fluvial o un camión de bomberos acudiendo a una falsa alarma en una tienda; que sea cualquier cosa menos un coche patrulla comprobando un supuesto allanamiento en la parte posterior de Ascot Square.

Me quedé de pie, con la vista clavada en el contestador, consciente de que debería seguir adelante, consciente de que lo sensato, lo inteligente, era seguir adelante con el plan, coger la cinta, borrar el puto mensaje, borrar otra vez el puto mensaje, asegurarme de que la cinta estaba vacía y de que Celia y yo estábamos a salvo... pero no podía. Tenía que escuchar qué iba a pasar con la puñetera sirena. De todos modos aún tendría tiempo de borrar la cinta incluso si la sirena se paraba justo delante de la puerta de Merrial, pero no podía moverme, no podía hacer nada hasta saber qué iba a pasar. Cerca, cada vez más. ¿Encienden la sirena en estas situaciones? ¿No sería la cosa más estúpida del mundo si estás intentando atrapar a unos criminales con las manos en la masa? Avisa a los ladrones. Les da tiempo de largarse con las bolsas del botín y sus chándales a rayas y sus pasamontañas antes de que la pasma les caiga encima y los mande al trullo más rápido que canta un gallo...

Me llamaron al teléfono, que me vibró en la cadera. Di un salto como si me hubiera golpeado con una picana y luego me saqué el guante derecho y lo sostuve entre los dientes mientras desenganchaba el móvil del cinturón. Otra vez gimoteaba. Empezaba a cogerle el tranquillo a eso de gimotear. Me temblaban tanto las manos que casi se me cae el teléfono. Lo abrí. Phil. Corté la llamada y guardé el móvil, aunque con los dedos temblorosos necesité tres o cuatro intentos para acertar con el gancho. La sirena seguía acercándose. Volví a ponerme el guante.

Pasa, pasa. Joder, pasa de largo... San Doppler, os ruego que intercedáis en mi nombre... Hostia, joder, qué asco. Solo me faltaba rezarle al santo patrón de los ateos.

La sirena empezó a oírse más lejos. Solté un suspiro que debía de llevar reteniendo al menos un minuto. El estruendo de mis oídos empezó a desvanecerse y la habitación ganó en colores y dejó de parecerme como vista a través de un tubo. Joder, seguro que había estado a punto de perder el conocimiento.

En fin. Al final habría que encender una vela en la capilla de san Doppler. Roja, desde luego.

Me aproximé a la mesilla del contestador. Tenía una pequeña pantalla verde con letras negras que indicaba el número de mensajes. Cinco. Todavía estaba mirándola cuando sonó.

Di un bote.

—¡Joder! —grité—.¡Hijo de puta! —En ese momento me pareció un comentario razonable.

El contestador saltó al cabo de cuatro telefonazos. «En este momento no hay nadie», dijo la bonita y serena voz de Ceel.

—¡Que no! —bramé con voz ronca, sacudiendo los puños frente al pecho.

«Por favor, deje su mensaje después de oír la señal.»

—¡No! —chillé—. ¡No te molestes! ¡Vete al carajo, seas quien seas!

Otro clic y un zumbido cuando la cinta del contestador corrió hacia delante. A continuación:

—Ah, hola, sí, me llamo Sam, llamo de parte de British Telecom. Nos gustaría comprobar que está al corriente de nuestras últimas ofertas para usuarios domésticos. Volveré a llamarle más tarde y espero poder charlar con usted de las ofertas. Gracias. Adiós.

—¡Que te jodan! —le grité al teléfono al tiempo que volví a hacer clic y la cinta se rebobinaba de vuelta al mensaje inicial de Ceel.

Típico, pensé. Te borras del listín telefónico porque estás harto de recibir llamadas de vendedores y ¿qué ocurre? Que te llama la British Teleputa. Al menos debería haberme tranquilizado que ni siquiera los criminales metropolitanos fueran inmunes a esos coñazos.

Cuando el contestador se quedó en silencio, identifiqué con cuidado los botones de Función y Borrar. Eran lo bastante grandes para pulsarlos con los guantes puestos. Apreté uno —la pantalla verdinegra me preguntó si quería borrar todos los mensajes—, después el otro. No pasó nada.

Estaba en cuclillas. Me levanté.

En realidad había pasado algo; ahora la pantalla indicaba Ningún Mensaje. Pero no se oían clics, ni zumbidos ni nada.

¿Ya estaba? No me lo parecía. ¿No había que hacer nada más? ¿No debería girar hasta después del mensaje de bienvenida de Ceel?

Igual no. El contestador prescindiría de los mensajes almacenados y grabaría encima la siguiente llamada.

¿Me bastaba? Tendría que bastar. El contestador funcionaba así. Por lo que yo sabía, no se habían recibido mensajes. Si ponías la cinta, no escuchabas nada, Ningún Mensaje.

Pero el mensaje que había dejado seguía allí. Las palabras seguían impresas en rayas magnetizadas sobre la cintita marrón de plástico recubierto de una capa de óxido. Si extraías el microcasete del contestador y lo ponías en un dictáfono normal aún podrías oír lo que había dicho.

Volví a pulsar el botón de Función. ¿Volver a Grabar Mensaje? No. Apreté Función varias veces más antes de llegar de nuevo a la pantalla Ningún Mensaje. Estaba sudando. No lograba decidirme. En teoría todo estaba arreglado; misión cumplida. Hora de largarse.

Pero el mensaje seguía en su sitio. ¿Valía la pena arriesgarse a dejarlo ahí, incluso aunque fuera muy poco probable que alguien llevara a cabo los pasos necesarios para acceder a él? ¿Y si Merrial, por la razón que fuese, había llamado a su teléfono y sabía que había uno o varios mensajes? ¿O si alguien le decía que le había dejado un mensaje? ¿Qué pasaría en ese caso si al regresar a casa veía en la pantalla Ningún Mensaje? ¿Investigaría, extraería la cinta, la probaría en otro aparato?

Quizá Ceel llegase antes que Merrial y pudiese decirle que en la cinta no había nada, solo tonterías, pero ¿y si llegaba él primero?

Joder, ¿dónde tenía la cabeza? Volví a sacarme un guante, descolgué el móvil y me dirigí a la puerta. Llamaría yo mismo al maldito contestador y dejaría una llamada sin mensaje que durase lo suficiente para superponerse al mensaje incriminatorio de la noche anterior. Quizá sí dijera algo; quizá la máquina detectaba los mensajes inarticulados y en tales casos se desconectaba. Frotaría la mano contra el micrófono del móvil para que recogiera algo de ruido y quedara grabado en la cinta.

Aunque primero tenía que indicarle a mi móvil que ocultara su identidad en la siguiente llamada. Apreté Menú al tiempo que abría la puerta que daba al vestíbulo del primer piso. Me dirigí a las escaleras que llevaban a la planta baja. Listín Telefónico. OK. Llegué a lo alto de las escaleras.

Joder, no había cerrado la puta puerta del estudio. Di media vuelta. No, un momento, el pestillo del estudio saltaba solo; no tenía que cerrarlo yo. Regresé a las escaleras. Características Llamadas. OK.

Mierda, tenía que devolver la llave al lavabo de Ceel; iba en dirección contraria. Di media vuelta y me encaminé a las escaleras que subían al piso de arriba. Mostrar Carga Batería. No; siguiente. Restringir Núm propio. OK. Subí las escaleras.

Menuda estupidez; intentaba hacer dos cosas a la vez cuando apenas conseguía hacer una sola con un mínimo de competencia. Ocultar Núm. Siguiente Llamada.

¡Por fin! OK.

Mientras cruzaba el dormitorio de Ceel, retrocedí en el móvil hasta poder telefonear y entonces llamé al número de la casa. Aun así di un salto cuando sonó la extensión del dormitorio. Dejé la llave del estudio en la caja de tampones y escuché la voz de Ceel invitando a dejar un mensaje después de la señal. No hubo pitidos intermedios, solo el tono inmediatamente después del mensaje de Ceel. Sostuve torpemente el móvil en la mano izquierda, enguantada, y lo froté con el pulgar mientras cerraba el armario y limpiaba la zona con el pañuelo de papel.

Estaba cerrando la puerta del dormitorio de Ceel y frotando todavía con entusiasmo el micrófono del móvil con el guante (y pensando: Oye, esto debe de sonar como la llamada accidental de Jo) cuando, a lo lejos, en el hueco de la escalera, dos pisos por debajo, oí abrirse la puerta principal.

 

Me quedé petrificado. No. No había pasado. No iba a pasar. No podía pasar semejante cosa. Sencillamente, no.

Quizá me había confundido. Intenté no hacer ruido. ¿Era un tenue clic lo que oía allá abajo? Luego un ligero bip. Claro, la alarma que debería estar encendida cuando alguien entraba en la casa, la alarma que esperaban encontrar conectada pero que no lo estaba. Mierda.

—¿Celia? —llamó una voz.

De pronto mis tripas parecieron a punto de retomar viejas costumbres, como si hubiera dejado pendiente un asunto que reclamaba mi atención. Ay, Dios mío, era él, había vuelto antes de lo esperado. Hostia, ¿y qué iba a hacer yo ahora? Miré el móvil que tenía en la mano enguantada. El pulgar tapaba el micro. Mierda, ¿estaría recogiendo todo esto? ¿Retransmitiendo los acontecimientos al contestador del estudio?

—¿Celia? —Otra vez. Más alto—. ¿Maria?

Retrocedí un par de pasos, hacia el dormitorio de Celia. Me refugiaría allí. Estaba bien. Era el lugar natural, la frágil esperanza a la que aferrarse, el santuario de mi amante... bueno, era una gilipollez. Suponiendo que fuera Merrial y que la estuviera buscando, ¿cuál sería el primer sitio donde miraría? Eso es, Kenneth.

Retrocedí un poco más hasta otra puerta. Oía pasos abajo. La puerta daba a un pequeño armario. No había sitio para esconderse. Ya está. Estaba el cuarto de Merrial, el cuarto de Celia y otros que solo podría alcanzar pasando por delante de la escalera, a la vista durante un momento de cualquiera que estuviera abajo. Costaba descifrar los pasos. ¿Era alguien que subía las escaleras hacia la planta de debajo de la mía, hacia el primer piso? ¿O era alguien que caminaba por el pasillo de la planta baja?

Estaba temblando. Aferraba tan fuerte el móvil que estuve a punto de romperlo. Me chirriaba la mandíbula como si me hubiera tomado una veintena de éxtasis una hora antes. Me sentía justo al borde de un ataque al corazón. El sudor me resbalaba por las cejas; lo notaba en el labio superior. Hostia, llevaba borracho desde mediados de la tarde anterior, había dormido vestido, me había levantado y no me había duchado ni me había cambiado, había sufrido al menos un ataque de pánico por hora desde que me había despertado y ahora sudaba como un pedófilo en Maternidad; incluso aunque encontrara el escondite perfecto el muy cabrón me olería.

Pasé tan rápido como pude por delante de las escaleras hacia las habitaciones de la parte delantera de la casa. Caminé rápido pero apoyando los pies con suma delicadeza, intentando no causar crujidos ni ningún otro tipo de ruido. Miré hacia el hueco de la escalera con los ojos como platos. Ningún signo evidente de que alguien subiera al primer piso ni al siguiente.

—¿María?

Esta vez sonó más lejos. Merrial debía de andar por la cocina o alrededores.

Tenía tres puertas por delante. Una a un lado. Esta daba a otra escalera más estrecha que subía empinada hacia lo que, cuando se diseñó la casa, debían de ser las habitaciones del servicio o de los niños. La cerré. De momento las cuidadas bisagras no habían emitido ningún chirrido propio de las comedias. Gracias a Dios. Puerta central. Otro armario. No tan estrecho como el del otro lado del descansillo, pero tampoco podría esconderme si miraban en él.

Puerta de la derecha. Hostia, ¿eso era el cuarto de Merrial? Bastante grande. Bastante grandilocuente. Bastante masculino (o eso me pareció). Más o menos había dado por supuesto que ambos tendrían los dormitorios en la parte de atrás porque sería más silenciosa, pero quizá el de delante de Celia correspondía a otra persona —¿el guardaespaldas, el grandullón rubio?—, y este era el de Merrial. Se veía vivido. Cerré la puerta. Quizá demasiado rápido; se oyó claramente un clic.

La tercera puerta ocultaba un gimnasio. Un gimnasio muy bien equipado, con el suelo de madera clara pulida y montones de máquinas, algunas de las cuales reconocí y un par que no conocía. Dos ventanales más con estores translúcidos.

Se oyeron pasos subiendo las escaleras. Estaba empezando a hiperventilarme. ¿Qué notabas cuando te empezaba un ataque al corazón? ¿Se te aceleraba el corazón? ¿Te dolía el pecho? ¿La cabeza? ¿Los brazos? En mi caso la respuesta era: e) Todas las anteriores.

Me colé en el gimnasio. Qué diablos, quizá allí la peste a sudado fuera menos intensa. Seguía necesitando un escondite. Dos puertas más; la primera daba a otra sala. La segunda, a un armario hondo y grande.

Mierda; había alguien en el primer piso, en el descansillo. El armario contenía equipamiento viejo para practicar fitness y varias prendas deportivas, incluido un equipo de submarinismo. Tendría que servir. Cerré la puerta y me abrí camino a oscuras todo lo rápido que pude, golpeándome en la espinilla y arañándome una mano en algo duro y metálico. Cuando llegué a la pared del fondo me escondí en un rincón, agachado. Olía a moho. Me pareció bueno.

Se abrió una puerta. ¿Era la puerta del gimnasio?

Mierda. ¿En qué coño estaba pensando? Si Merrial acababa de llegar de las cuevas, ¿qué era lo más probable que podía hacer? Guardar el equipo. ¿Dónde lo guardaría? ¿Adónde se dirigiría nada más llegar? Justo donde estaba yo. El mismo armario, la misma puerta. Justo donde el señor tonto del culo estaba escondido, agachado como un colegial asustado en el fondo de su escondrijo.

Bien hecho, Kenneth. Eres el número uno, chaval. Disfruta de tus rodillas ahora que todavía se doblan en el mismo sentido que las de todo el mundo.

Pasos; zapatos pisando la madera cada vez más cerca. Hostia puta. Tenía ganas de llorar. Iba a echarme a llorar. Tápate la cara, que no se te vea el blanco de los ojos. Tal vez los pasos no se acercaban. En las casas desconocidas no podías saberlo seguro. Tal vez subían al piso de arriba. Quizá... Se abrió la puerta del armario. La luz se filtró entre los párpados. Dejé de respirar.

¿Cuánto? ¿Qué pasaría? ¿Me descubriría por el olfato? ¿Me vería? ¿Cuánto? ¿Cuánto tenía que esperar para averiguarlo? ¿Diría algo? ¿Se limitaría a mirar, escudriñar, para luego chillar o sacar un arma? ¿O iría a buscarla a la caja de armas del estudio? ¿O llamaría al grandullón rubio? ¡Luz! ¡Tenía que haber una luz en un armario tan grande! No se me había ocurrido buscarlo ni con la vista ni a tientas, pero seguro que había algún interruptor. Merrial encendería la luz y me vería acurrucado en el rincón. ¡Puto imbécil!

No se encendió ninguna luz. Quizá me viera sin ella. De todos modos seguro que con el olor le bastaba. Los animales huelen el miedo y nosotros no somos más que animales, sobre todo en situaciones así. El sentido más antiguo, más vil y de conexiones más profundas iba a traicionarme y cuanto más me asustara la idea más feromonas del miedo emitiría y, por tanto, más probable sería que me descubrieran. Mierda, volvía a tener retortijones. Se oyó un ruido y el suelo tembló bajo mi trasero. Casi salto y grito.

Entonces la puerta se cerró y se apagó la luz.

Oí unos pasos alejándose.

Volví a respirar. Por supuesto, seguía cabiendo la posibilidad de que Merrial me hubiera visto y hubiese preferido fingir lo contrario para poder ir a por un arma o a avisar a la poli o al rubio.

—¿Sí, Celia? —le oí decir—. Estoy en casa... Sí, llovía demasiado. Oye. La alarma no estaba conectada cuando he llegado. —Se oía un ruidillo metálico rítmico. Entonces, mientras miraba el delgado marco lumínico que rodeaba la puerta cerrada, uno de los bordes de esa frontera brillante empezó a ensancharse lentamente. La puñetera puerta estaba abriéndose—. La alarma de la casa. No estaba conectada. —La puerta se abría silenciosa y lentísimamente. Gradualmente fueron quedando a la vista partes de relucientes equipos de fitness. Luego el mismo Merrial, de pie junto a una de las brillantes máquinas de cromo, mirando al exterior por una ventana alta con los estores recogidos. Llevaba vaqueros y una cazadora de cuero negro—. Pues claro que estoy seguro. No preguntes tonterías. —Apoyaba una mano en la máquina, golpeando uno de los pesos colgantes contra el soporte metálico, de ahí el ruido rítmico que había escuchado. Merrial no se había dado cuenta de que la puerta del armario se estaba abriendo—. Ni siquiera tengo a Kaj conmigo... —Debió de ver la puerta con el rabillo del ojo; dio un respingo y giró la cabeza de golpe al tiempo que saltaba y dejaba escapar una exclamación involuntaria—. Puta puerta —dijo en voz baja. Daba la impresión de que tenía la vista clavada en mí.

Mierda. Si me movía me vería, pero si seguía mirándome así, seguro que acabaría por distinguir mi cara paliducha en medio de la oscuridad. Me quedé quieto pero cerré los ojos. Luego los abrí un pelín porque le oía acercarse por el suelo de madera del gimnasio.

—No, la puerta del armario del gimnasio. Se abre sola. Espera... un segundo —dijo cerrando la puerta con una mano. La luz volvió a disminuir. Volví a respirar—. Entonces, ¿has sido tú la última en salir o qué? —preguntó con voz de nuevo amortiguada por la puerta cerrada—. Bueno, pues alguien se ha olvidado de conectar la alarma de los cojones, Celia.

Joder, déjala en paz, cabrón. Ella no era cualquiera. Era Ceel; Ceel nunca cometería un error tan tonto. Ceel es serena, infalible. Su único defecto es cierta debilidad por los villanos y los idiotas.

Quizá podía lanzarme encima del cabrón y golpearle en la cabeza con algún objeto pesado. Cargármelo, matarlo. El tipo era un señor del crimen que traficaba con personas, les arruinaba la vida y les partía las rodillas, por Dios; matarlo sería hacerle un favor a la sociedad. Luego Ceel y yo huiríamos juntos.

O, mejor aún, limítate a quedarte aquí escondido a oscuras y no pierdas la esperanza.

—Pues voy a llamar a Kaj para que compruebe la alarma... Bueno, ayudó a instalarla. Voy a echar un vistazo para asegurarme de que no ha entrado nadie... No estoy siendo paranoico, Celia. No pienso ducharme convencido de que podría andar suelto por la casa un drogata en busca de joyas o algo así. Esos tipos están desequilibrados, son capaces de cualquier cosa... Sí, una broma divertida para la hora de comer, Celia. Los comentarios irónicos son lo último en que ocuparía ahora la cabeza, con la posibilidad de que haya un yonqui con una navaja escondido detrás de alguna puerta... No insinúo que un yonqui sepa anular la alarma, insinúo que alguien se olvidó de conectarla y que, por consiguiente, cabe la posibilidad de que alguien se haya colado en la casa sin que la alarma salte como habría sido... No pienso discutir contigo. Estás muy rara... No, no quiero saber cómo te va el fin de semana... Haz lo que quieras.

Se oyó un leve chasquido seco, como cuando alguien pliega el móvil. Siguieron pasos, una pausa, más pasos, una puerta abriéndose, luego cerrándose, luego otra puerta y después nada.

Tenía la mano dolorida. Seguía aferrada al móvil; supuse que el teléfono aún estaba conectado al contestador del estudio situado una planta más abajo. Cerré el móvil y lo volví a abrir para que se encendiera la luz de la pantalla. Duración de la llamada: 6:51, 6:52, 6:53... ¿Finalizar Llamada?

Seis minutos deberían bastar para cubrir el mensaje que había dejado la noche anterior. A estas alturas estaría borrado. Pulsé OK para finalizarla llamada. El teléfono vibró casi de inmediato y me asustó. Se me cayó el teléfono, intenté atraparlo antes de que llegara al suelo pero, en el armario a oscuras, solo conseguí batearlo contra la pared con un golpe sordo y después contra algún objeto metálico no identificado de forma más ruidosa. Luego cayó al suelo con otro ruido apagado.

¡Mierda! ¿Lo habría oído Merrial? ¿Y dónde estaba el teléfono? Tirado en el suelo, por alguna parte. Con un poco de suerte, los golpes habrían desmontado el maldito trasto, pero si no había suerte estaba a punto de agotar las tres o cuatro vibraciones del modo en que lo tenía seleccionado antes de empezar a sonar. Tenía que encontrarlo enseguida. Probablemente Merrial se había detenido en el pasillo y escuchaba con atención mientras se preguntaba si había oído un par de golpes sordos separados por un cling metálico procedentes del gimnasio. Si oía el trino insidioso de un móvil desconocido procedente de la habitación de la que acababa de salir, volvería a entrar de inmediato. Aunque todavía era más probable que corriera al estudio, agarrara un arma y volviera hecho una furia.

Me incliné hacia delante, palpando el suelo invisible en busca del pequeño móvil. ¿Por qué puñetas tenían que hacer esos trastos tan canijos? Los móviles viejos eran del tamaño de un ladrillo; seguro que ya lo habría encontrado y no estaría gimoteando mientras peinaba el suelo de madera con las manos, golpeándome con diferentes componentes deportivos y fracasando totalmente en el intento de dar con el móvil, que ahora ni siquiera oía. El tono saltaría en cualquier momento. Tampoco importaba demasiado, porque, gracias al pánico y a los consiguientes porrazos propinados al móvil como si de una maldita pelota de squash se tratara, Merrial ya se habría dado cuenta de que había alguien escondido en el trastero del gimnasio y probablemente ahora subía tranquilamente las escaleras armado con una escopeta o similar, cargada y amartillada.

Un resplandor verde a un lado, parpadeando rápido. La pantalla del móvil. Lo encontré, golpeándome la frente con algo de metal. Lo cerré y lo volví a abrir. La pantalla se veía normal; al cabroncete no le había pasado nada. Entonces, ¿por qué no había pasado de vibración a tono? Luego vi el sobre de mensajes. Claro; habría recibido un mensaje y por eso solo había vibrado una vez. No tenía por qué haberme asustado; desde luego el trasto no tenía por qué haber salido rebotando contra las paredes como una mosca en un puto bote de mermelada.

Seguían sin llegar sonidos del exterior. Quizá me había librado. Me agaché en la oscuridad y accedí al mensaje: «¿Me llamas? C.».

Miré la puerta del armario. A media altura de uno de los bordes se veía un ojo de cerradura anticuada. Me giré para echar un vistazo por el hueco iluminado. Me golpeé la frente con la manilla de la puerta. Caí sentado, con los ojos llenos de lágrimas. Un pomo de puerta justo encima de una cerradura; ¿quién se lo iba a imaginar? Puto idiota. Me había hecho tanto daño que no sabía si el ruido había sido muy fuerte. Hostia puta. Para el sigilo con el que estaba actuando, lo mismo daba que saliera cantando un popurrí de Slipknot y me deslizara por la puta barandilla de la escalera entonando cantos tiroleses.

Miré con precaución por el ojo de la cerradura. Se veía casi todo el gimnasio, incluida la puerta que daba al pasillo. Estaba cerrada. No había nadie en el gimnasio. Me apoyé en la pared y marqué el número de móvil de Celia.

—¿Sí?

—Estoy en el trastero del gimnasio —susurré—. ¿Me oyes?

—Sí. John acaba de llamarme.

—Lo sé. Lo he oído. ¿Quién es Kaj?

—El guardaespaldas de John. Es sueco. Lo viste en Somerset House.

El grandullón rubio.

—Mierda.

—¿Has borrado la cinta del contestador?

—Toda.

—Sal de ahí. Rápido.

—Es lo que intento.

—John ha dicho que echaría un vistazo por la casa y le pediría a Kaj que se pasara. También es posible que se duche. Si lo hace, lo oirás; la bomba de la ducha está en un armario del pasillo de la segunda planta; hace mucho ruido, al menos en ese piso.

—¿Desde dónde viene el tal Kaj?

—No lo sé. Me ha sorprendido que no estuviera con John. Quizá estuvieran juntos y John le diera el resto del día libre. Espera, Kaj tiene una novia que vive... Por los alrededores de Regent's Park. Tal vez esté con ella. John podría haberlo acercadocon el coche de vuelta de Yorkshire. No me ha dicho nada de ningún Land Rover aparcado en el callejón, así que es posible que haya aparcado delante. Pero tienes que irte en cuanto puedas.

—¡Ya lo sé! —dije entre dientes, volviendo a echar un vistazo por el ojo de la cerradura.

De Regent's Park a Belgravia. ¿Cuánto se tarda en coche? En la hora punta de un día laboral lluvioso y con huelga de metro podían tardarse varias horas, pero era la hora del almuerzo de un sábado soleado. ¿Diez minutos? No; tal vez en domingo. ¿Veinte minutos? ¿Más? Eso suponiendo siempre que el tal Kaj estuviera allí, para empezar. Tal vez el muy cabrón estaba a diez minutos a pie, ocupando la mitad de la acera con los hombros mientras registraba King's Road en busca de una tienda moderna de tallas grandes.

—Esperaré un par de minutos. Si está registrando la casa, lo más probable es que crea que no necesita mirar aquí porque ya lo ha hecho.

—¿Por qué no le vuelvo a llamar? —propuso Celia—. Puedo tratar de descubrir lo que va a hacer y cuánto tardará Kaj. Hasta puedo intentar convencerle de que no debería estar en casa sin Kaj, de que vaya a casa de unos amigos o a una cafetería.

Lo pensé.

—Buena idea —dije—. Llámame luego.

—Muy bien. Estate preparado.

—Oh, ya lo estoy.

Ceel colgó. Iba a cerrar el móvil cuando la pantalla decidió apagarse sola. Oh. No. Cerré el móvil y volví a abrirlo, pero el teléfono se había apagado solo. Intenté encenderlo de nuevo, pero lo único que conseguí fue una vibración y que iniciara el proceso de puesta en marcha sin mostrarme ninguna de las tres barras de nivel de batería disponibles, detalle que confirmó volviéndose a apagar. Sin batería. Había sido afortunado al conseguir alargar tanto la batería con el poco rato que había estado cargándose en el Bella del templopor la mañana.

Me quedé sentado, respirando casi con normalidad, con el pequeño teléfono en la mano reducido a un bultito muerto, después me lo colgué y suspiré. De modo que estaba solo. Pobre Ceel; se preocuparía al no poder contactar conmigo. Ojalá supusiera que el teléfono se había quedado seco. Otra vez al ojo dela cerradura. En el gimnasio seguía sin ocurrir nada. Pensé que tenía que ponerme el otro guante.

Ah, el otro guante. A ver, ¿dónde estaba?

Cabeceé en la oscuridad. Di media vuelta y resbalé de regreso al rincón donde me había acuclillado, al fondo del trastero; me golpeé otra espinilla con algo muy duro. A ese paso no iba a necesitar que Kaj me saltara sobre las rodillas para romperme las putas piernas. Palpé el suelo. Toqué el guante. Qué alivio. Otro pequeño obstáculo imprevisto que había sabido salvar. Mierda, estaba agotado. Iba a pasar el resto de la vida en esa pijada de casa, intentando salir.

Quizá pudiera tumbarme a dormir donde estaba y nadie me encontraría. Podía acurrucarme, esconderme. Vivir en la casa en secreto como una especie de ermitaño silencioso. Celia me descubriría y me traería algo de comer por las noches, como si fuera un niño al que su comprensiva madre o la hermana pequeña le mandaran comida porque el estricto padre lo había castigado en su habitación.

Me dolían las rodillas de tanto golpe. Rodillas doloridas. Piénsalo. Piensa en el dolor, retén la imagen; la gran cara de pelo rubio y corto de Kaj te sonríe mientras va haciendo boing—boing sobre los pobres huesos de tus piernas, tío.

Una parte sorprendentemente amplia de mi cerebro parecía no querer actuar. Una minoría significativa y chillona de mis neuronas parecía creer que quedarme a oscuras donde estaba era una idea bastante buena. De momento había funcionado; no me habían descubierto, se estaba tranquilo y seguro; tal vez si me quedaba allí todo se arreglaría. Obviamente, sabía que no tenía sentido pensar así, pero resultaba tentador. Quédate. Abandonar el santuario oscuro y mohoso significaba emerger a la luz, enfrentarse a los descansillos y escaleras y pisos y pasillos y puertas de una casa cuyo propietario estaba presente y alerta y potencialmente —y para entonces, muy probablemente— armado. Y que en cualquier caso era un jefe criminal. Y que acababa de ordenar a su guardaespaldas personal, un Dolph Ludgren dopado de esteroides, que acudiera a investigar qué estaba pasando. Ah, sí, quedarse en la oscuridad, escondido en silencio, parecía una idea buena y seductora. O quizá pudiese regresar al dormitorio de Ceel y ocultarme allí, y nuestro intenso karma sexual me protegería misteriosamente de una búsqueda decidida y minuciosa hasta que Celia regresara y me ayudara a escabullirme cuando no hubiera monos en la costa...

No. Largo. Mueve ese culo. Ahora. Vuelve a la puerta. Mira por el ojo de la cerradura. Comprueba que no pasa nada, que no hay nadie. Ase la manilla de la puerta. Gírala y abre la puerta despacio. Levántate. Nota la queja de las rodillas, como si anticiparan lo que podría ocurrirles después si todo sale fatal. Respira hondo. Vuelve a cerrar la puerta. Camina sigilosamente hacia la puerta del gimnasio. No hay ojo de cerradura, así que no puedes espiar el pasillo.

Para y escucha. ¿Oyes una bomba de ducha en marcha? No. Entonces, ¿qué vas a hacer? ¿Regresar al trastero a esperar? ¿Mantener la oreja pegada al ojo de la cerradura del trastero para oír la bomba cuando se encienda? Pero ¿y si desde dentro del armario no se oye? ¿Esperar donde estás, junto a la puerta del pasillo? Pero ¿y si Merrial vuelve a mirar en el gimnasio antes de ducharse? Ya ha estado en el gimnasio, pero tal vez quiera volver a comprobarlo.

Una casa de semejante tamaño probablemente superaba con creces el límite topográfico que según la probabilidad matemática definía cuándo un espacio devenía demasiado grande para que una sola persona pudiera registrarlo por completo. Podías confirmar que no había nadie en una planta determinada, pero mientras te adentrabas en las profundidades de una de sus enormes estancias, comprobando un cuarto de baño adjunto o similar, la persona que se escondía podía escabullirse de una habitación todavía por registrar hasta una de las que se habían comprobado sin que el perseguidor le viera. De modo que tenía sentido registrar dos veces la misma habitación.

Joder, no tenía ni idea. Miré atrás. Cortinas abiertas. La ventana frente a la que había permanecido Merrial mientras hablaba con Ceel por el móvil. Desde allí veía la casa del otro lado de la plaza, por entre los árboles desnudos del invierno. Demasiado alejada para representar un problema. Me pregunté si habría algún modo de salir por la ventana y descender hasta el suelo sin armar un escándalo. O de subir hasta la planta superior y desde allí al tejado para encontrar luego un modo de bajar. Si todavía me funcionara el móvil podría llamar a los bomberos con la excusa de que la casa se había incendiado y tal vez escapar en la confusión. No, solo serviría para complicar las cosas y que hubiera aún más probabilidades de que todo se torciera.

Pasos en el pasillo, acercándose. Mierda. ¿Tenía tiempo de regresar al armario? Probablemente no, y, desde luego, no sin hacer ruido. Me encogí detrás de la puerta. Si Merrial abría la puerta y era lo bastante tonto como para no mirar detrás quizá saliera del apuro.

Pasó de largo. Se cerró una puerta. Me pareció que la cerraba con llave. Esperé al ruido de la ducha. Eché una mirada al gimnasio. Si encontraba una extensión en el gimnasio, ¿me atrevería a telefonear a Ceel por si tenía alguna información vital que debiera conocer? Pero ¿y si Merrial estaba al teléfono? El clic de otro teléfono me delataría.

Esperé. ¿Cuánto tiempo llevaba esperando? ¿Desde dónde tenía que venir Kaj? ¿King's Road? ¿Regent's Park? ¿Otro lugar? Joder, ¿cuánto le llevaba al puto Merrial prepararse para una ducha, por amor de Dios? Vamos, hombre; para ya de dar vueltas y desnúdate, métete de una puta vez en la ducha. Abre el grifo y enjabónate.

Quizá Ceel había exagerado el ruido de la ducha. Quizá oía mejor que yo. Quizá alguna rareza en el modo en que el ruido se transmitía por la casa provocaba que el gimnasio donde estaba fuera el único lugar donde no se oía la puta bomba del agua. Escuché con suma atención. ¿Eso era una bomba? Hostia, si el móvil aún tuviera batería podría telefonear a Ceel y preguntarle si ese zumbido lejano apenas audible era la bomba. O si era la calefacción central o la puñetera nevera del estudio o lo que fuera. Quizá Merrial estuviera usando otra ducha por la razón que fuera. ¡Ja! Quizá se estuviera duchando sin hacer ruido porque no quería que el supuesto yonqui con la navaja supiera donde estaba, aunque hubiera cerrado con llave la puerta del dormitorio y presumiblemente también la del baño.

Cuando por fin se encendió la bomba volví a dar un bote; sonaba como si estuviera justo al otro lado de la pared. Me acordé de ese dicho acerca de estar nervioso como un gatito y pensé que era una gilipollez; nunca había visto a un gatito tan nervioso como yo en las dos últimas horas.

Vale. Hora de irse. Así la manilla de la puerta. Pero ¿y si Merrial había abierto el agua para despistar y...? No, no, no, a la mierda; lárgate de una puta vez, cagón de mierda.

Salí raudo al pasillo, con sigilo; cerré la puerta con suavidad y me dirigí a la escalera, pisando con cuidado los escalones para reducir los crujidos de la madera. Hice lo mismo en el siguiente tramo de escaleras. Estaba justo en el último escalón, de cara a la puerta principal y a punto de girar hacia el largo pasillo que llevaba a la cocina y a la puerta de atrás, cuando oí una llave en la cerradura de la entrada.

No me paralicé. Ni siquiera pensé que tal vez podría negar la evidencia, vestido como iba con mi mono increíblemente convincente. No tenía tiempo de retroceder escaleras arriba ni de llegar a la cocina. Quizá tuviera el tiempo justo de alcanzar la puerta que había a la derecha de la principal. La ataqué de un salto, así el picaporte y la abrí, y descubrí que era un guardarropa al tiempo que volvía a cerrar la puerta conmigo dentro, consiguiendo evitar un portazo solo un instante antes de oír que se abría la puerta principal.

Oh, no, iba a estornudar. Jadeaba, casi sin aliento, preocupado porque hacía tanto ruido que quienquiera que acabase de entrar —probablemente Kaj— iba a oírme de todos modos, pero ahora me picaba la nariz como cuando se avecina un estornudo. Apreté la lengua contra el paladar y hundí un dedo contra el tabique nasal, en la base de la nariz. La necesidad de estornudar se disipó. Intenté esconderme entre los abrigos y las chaquetas —por alguna razón, el olor a material encerado siempre me daba ganas de estornudar— y recé para que Kaj no quisiera guardar allí su abrigo. Se cerró la puerta de entrada.

—¿Jefe? —bramó una voz masculina—.¿John?

Silencio. Me agaché detrás y debajo del grupo de abrigos más grueso. Era invierno; no helaba pero tampoco hacía calor, así que era muy probable que Kaj llevara un abrigo que quisiera dejar en el guardarropa. Oh, no. Por favor, no. Por favor, tienes que ser un sueco duro que se chotea de la mera idea de ponerse un abrigo o una chaqueta hasta que la temperatura no llega a los diez bajo cero y el viento hiela el doble.

Se abrió la puerta.

Dios mío, ya está. Se acabó. No creía estar visible pero mi suerte tenía que acabarse en algún momento y sospechaba que había llegado a su fin hacía tiempo. Enterrado detrás y debajo de los abrigos, solo veía un par de botas Timberland y las perneras de unos vaqueros. ¿Kaj me veía? Oí un frufrú, el ruido de tela contra otra tela, luego la puerta se cerró.

Me quedé donde estaba. Le di tiempo al cabrón del grandullón rubio para caer en la cuenta: Un momento, ¿de quién eran esos zapatos que acabo de ver?

Luego oí pasos pesados subiendo rápidamente la escalera.

Otra vez tenía la boca seca. Cuando intenté levantarme las piernas me fallaron y tuve que sentarme; me costaba respirar. Me puse de pie. Acerqué la oreja a la puerta. Estaba a un metro de la salida. Escaparía por la puerta principal y al diablo con desandar el camino de entrada. Menos mal que ya había devuelto la llave a la piedra falsa.

Silencio. En el guardarropa tampoco había ojo de cerradura. Me arriesgué a abrir la puerta para echar un vistazo. No se veía a nadie. La puerta se abrió y se cerró casi sin hacer ruido. Escaleras arriba se oía el ruido de la ducha. También una puerta cerrándose con un ruido apagado. Me volví hacia la puerta principal. Por favor, que no haya ninguna criada ni ningún poli al otro lado. La puerta era pesada pero también se abrió silenciosamente; salí de la casa. El aire frío de una luminosa tarde invernal me golpeó en la cara y bajé a saltos los escalones que daban a la plaza, resollando. El aire sabía a libertad.

Dos giros a la izquierda y llegué al callejón. No había nadie junto al Land Rover. Subí al coche y salí marcha atrás. Silbé y chillé durante casi todo el camino de vuelta al Bella del templo. Aparqué en una zona prohibida al lado de una cabina telefónica de Buckingham Palace Street para llamar a Ceel. Tenía puesto el contestador. Me lamí los labios mientras pensaba qué decirle.

—Todo va bien —dije.

Le tiré un beso a una vigilante que ya estaba tomando los datos del Landy.

Luego, cuando llegué al aparcamiento de Chelsea Creek, apenas podía moverme. Era como si las ruedas delanteras se arrastraran por asfalto blando y, al bajar, me fallaron las piernas. Tuve que agarrarme con ambas manos para cruzar la estrecha pasarela que conducía al barco. Cerré la puerta, bajé los escalones a trompicones y —por segunda vez en doce horas e incluso, con el mono, todavía más vestido— me desplomé sobre la cama como un peso muerto. Me dormí al instante.