1
MANZANAS Y BOMBAS
—Me estoy quedando sin cobertura...
—¿Perdón?
—Da igual.
—¿Qué?
—Hasta luego.
Cerré el móvil.
Esto fue tres semanas antes del asunto del club Clout y Raine (perdón; el asunto del club Clout y «Raine») y el taxi y la carretera por debajo del puente ferroviario y la ventana y el incidente del puñetazo en la nariz y básicamente de toda la experiencia de la noche truculenta del West End al East End cuando comprendí que no sé qué malnacido o malnacidos quería o querían hacerme daño de verdad o incluso —y de acuerdo con sus propias amenazas— matarme.
Todo lo cual ocurrió no muy lejos de aquí (donde estamos empezando, donde iniciamos nuestra historia precisamente porque fue como el principio y el final de algo, un momento en el que todo el mundo sabía exactamente dónde estaba), todo ello probablemente a la vista, si no a un tiro de piedra, de este presente que destacamos. Quizá; no hay posible marcha atrás para comprobarlo porque el lugar desde el que empezamos ya no existe.
En fin, asocio lo que ocurrió en un sitio con lo que ocurrió en el otro, con cosas que empiezan y cosas que acaban y —como la primera pieza en una de esas impresionantes pero irremediablemente enfermas composiciones de dominó que baten récords mundiales y que la gente monta en canchas deportivas en las que un minúsculo acontecimiento desencadena toda una cascada de ramificaciones en abanico de derribos de varios acontecimientos minúsculos que acontecen tan rápido y seguido que se convierten en un único gran acontecimiento—, sencillamente y en general, con cosas que se ponen en marcha, que son propulsadas de su estado de reposo a un movimiento inquieto, temerario y creciente.
—¿Quién era? —Jo vino a buscarme al parapeto.
—Ni idea —mentí—. No he reconocido el número.
Me puso un vaso bajo en la mano. El whisky tenía hielo y una manzana tapaba el vaso como un trasero gordo de color verde rojizo sobre un retrete de cristal. La miré por encima de las gafas de sol.
Sacó un palito de apio de su bloody mary y brindamos entrechocando los vasos.
—Deberías comer algo.
—No tengo hambre.
—Ya. Por eso.
Jo era menuda, con el pelo negro y espeso —corto— y la tez muy pálida agujereada por diversos piercings. Tenía una boca grande de estrella de rock, que resultaba bastante adecuada puesto que trabajaba de relaciones públicas para la discográfica Ice House. Ese día recordaba vagamente a una Madonna de la época oscura, con medias negras, una minifalda de cuadros escoceses y una chaqueta de cuero vieja sobre una camiseta artísticamente rota. La gente, no solo los estadounidenses, solía llamarla mona y luchadora, aunque normalmente no más de una vez. Tenía genio, razón por la que mentí automáticamente sobre la llamada telefónica a pesar de que no había ningún motivo para hacerlo. Bueno, casi ninguno.
Levanté la manzana del vaso y le di un mordisco. Su aspecto era brillante y estupendo, pero no sabía a gran cosa. Jo probablemente tenía razón al decir que debía comer algo. Habíamos desayunado un zumo de naranja y un par de rayas de coca cada uno. Rara vez tomaba coca, pero tenía la teoría de que el peor momento para encocarte es a altas horas de la noche, cuando lo único que consigues es mantener el cuerpo en marcha más allá de la hora que quiere y por lo tanto tienes muchas posibilidades de desperdiciar el día siguiente; así que esnifaba de día e ibapasándome al alcohol a medida que anochecía y de este modo mantenía algo remotamente parecido al ritmo corporal normal.
Así que apenas habíamos probado el almuerzo de bodas y era probable que debiéramos forzarnos a comer un poco, simplemente para mantener el equilibrio. Por otra parte, la manzana no resultaba apetecible. La dejé en el parapeto de ladrillos, que me llegaba a la altura del pecho. La manzana se bamboleó y rodó hasta el borde. La cogí y la coloqué bien para que no cayera al asfalto del aparcamiento abandonado que había abajo, a una distancia de unos treinta metros. Un aparcamiento que, de hecho, no estaba abandonado del todo: mi amigo Ed había aparcado su reluciente Porsche nuevo de color amarillo en un extremo, cerca de la puerta. Casi todos los demás habían aparcado en la calle anormalmente tranquila y vacía del otro lado de la vieja fábrica.
Kulwinder y Faye vivían en esta parte todavía por descubrir del East End londinense, al norte de Canary Wharf, desde hacía un par de años, conscientes de que demolerían aquel lugar en cualquier momento. El edificio de ladrillo rojo tenía más de cien años. Originalmente allí se trabajaba el plomo; sobre todo se fabricaban soldaditos y perdigones (cosa que, por lo visto, requería una torre de gran altura desde la que se escupían gotas de plomo fundido a una gran piscina). De ahí la altura del lugar: ocho plantas de techo alto, ocupadas en su mayoría por artistas desde hacía una docena de años.
Kulwinder y Faye habían alquilado la mitad de la última planta y la habían transformado en un inmenso loft al estilo neoyorquino: desnudo, amplio y lleno de ecos. Era blanco como una galería de arte y en realidad no contaba con habitaciones reconocibles de inmediato; en su lugar había lo que la gente del teatro habría llamado «espacios». Principalmente un gran espacio, minimalista, pero de un minimalismo carísimo y muy estudiado.
Sin embargo, al final algún proyectista había obtenido permiso para edificar, y en una o dos semanas tirarían abajo todo el lugar. Kul y Faye ya se habían comprado una casa en Shoreditch. La compra parecía haber intensificado la necesidad de reafirmar su compromiso y decidieron casarse esa mañana; Jo y yo éramos dos de la cincuentena de invitados a la ceremonia (no pude acudir, tenía trabajo) y al posterior banquete en el loft. Aunque, tal como decía, no comimos gran cosa.
Fruncí el ceño y hundí los dedos en el vaso para sacar el hielo. Dejé los relucientes cubitos en el muro de ladrillo.
Jo se encogió de hombros.
—Me lo han dado así, cari —dijo.
Bebí un sorbo de whisky helado y miré en dirección al río, inapreciable desde allí. La terraza estaba dispuesta de sur a este, con vistas ensombrecidas por las nubes dispersas que se cernían sobre las torres de Canary Wharf y la interminable llanura de Essex. Un viento frío me entumeció los dedos mojados.
No me gustaba quejo me llamara «cari». Aunque sonora afectuoso. A veces también decía «boile» cuando quería decir baile. Se había criado en una zona pija de Manchester, pero hablaba como si procediera de algún lugar situado entre Manhattan y Mayfair.
Miré cómo los cubitos de hielo se deshacían formando charcos sobre los ladrillos y me pregunté si no habría también pequeños detalles míos que empezaban a molestarla.
Lancé los rombos de hielo por la borda, hacia el asfalto resquebrajado del aparcamiento.
—Ken, Jo. ¿Qué tal? —Kulwinder se acercó a nosotros.
—Muy bien, Kul —le dije.
Kulwinder llevaba un elegante traje negro con una camisa blanca de cuello Nehru. Su piel lucía tan rica y lustrosa como la miel oscura; tenía los ojos grandes y húmedos, normalmente los protegía tras unas Oakley de montura plateada. Kulwinder era promotor de conciertos y una de esas personas que dan rabia porque tienen estilo sin proponérselo, en especial cuando retomaba alguna moda antigua que la gente tenía medio olvidada pero que, recuperada por alguien como Kulwinder, de pronto nos gustaba mucho a todos.
—¿Todavía soportas la vida de casado?
Sonrió.
—De momento va bien.
—Bonito traje —dijo Jo, palpándole la manga.
—Sí —convino Kul, estirando un brazo para inspeccionarlo—. Es el regalo de bodas de Faye.
Faye era periodista y locutora en la misma emisora de radio que yo; ella y Kul se conocieron en una de nuestras tardes de pub después del trabajo. Creo que estoy grabado describiendo a Faye por la radio como «linda».
—¿Cuándo salís para Nueva York? —pregunté.
Iban de luna de miel a Estados Unidos: a Nueva York y Yosemite. Solo seis días debido al trabajo de Kul y a la mudanza a Shoreditch de la semana siguiente.
—Mañana.
—¿Dónde os hospedáis?
—En el Plaza —contestó Kul. Se encogió de hombros—.Faye siempre quiere quedarse en el Plaza. —Echó un trago a la botella de Hobec que tenía en la mano.
—¿Vais en Concorde? —preguntó Jo. A Kul le gustaba viajar a lo grande; conducía un Citroën DS restaurado.
Negó con la cabeza.
—No. Todavía no han reanudado los vuelos.
Jo me miró con aire acusador.
—Ken no me quiere llevar a Estados Unidos —le dijo a Kul.
Él me miró con las cejas arqueadas.
Me encogí de hombros.
—Estaba pensando que sería mejor esperarse a que restauren la democracia.
Kulwinder resopló.
—No te gusta nada Bush, ¿eh?
—No, no me gusta, pero ésa no es la cuestión. Tengo la anticuada creencia de que si pierdes la carrera no deberías llevarte el trofeo. Que te lo entreguen gracias a un pucherazo electoral, a que la policía del estado de tu hermano impida a los negros ir a votar, a que una panda de fachas asalte una oficina de escrutinio y a que el Tribunal Supremo esté plagado de republicanos se llama... Vaya, ¿cuál era el término exacto? Ah, sí: golpe de Estado.
Kul sacudió la cabeza y me miró con sus grandes ojos oscuros.
—Uf, Ken —dijo con tristeza—. ¿Nunca te bajas de ese caballo tan alto en el que te paseas?
—Tengo un establo lleno de caballos iguales, Kul.
—Mierda —dijo Jo, con la vista fija en la pantalla del móvil.
Yo no lo había oído sonar; Jo solía tenerlo en vibrador (detalle que unos seis meses antes me había proporcionado la idea para uno de los elementos de mayor éxito y persistencia del programa; bueno, persistente en el sentido de que seguía recuperándolo de vez en cuando y exitoso para los perversos niveles de mi productor y yo mismo, ya que recibimos muchas más quejas por nuestra ordinariez y obscenidad de las habituales). Jo apretó un botón, adoptó una expresión heroica y dijo, con una alegría totalmente impostada.
—¡Todd! ¿Cómo estás? ¿En qué puedo ayudarte?
Jo sacudió la cabeza y miró el teléfono con desdén mientras Todd —uno de sus jefes en Ice House y, según decía, un incapaz en todos los sentidos— hablaba. Mantuvo el teléfono alejado y apretó la mandíbula un momento, luego se volvió y se llevó el teléfono a la oreja.
—Entiendo. ¿No puedes solucionarlo tú? —preguntó mientras paseaba despacio por la amplia terraza—. Bien. No. Comprendo. Sí. Sí. No, por supuesto...
—Bueno, y ¿qué me dices de ti, Ken? —preguntó Kul, apoyándose en el parapeto con la vista puesta en Jo, que ahora se encontraba a unos pasos de nosotros y mandaba el teléfono a tomar por culo mientras seguía hablando por él—. ¿Jo va a convertirte en un hombre honrado?
Le miré.
—¿Matrimonio? —pregunté en voz queda, mirando también a Jo—.¿Me estás hablando de matrimonio? —Contestó con una mueca. También yo me apoyé en el parapeto, con la vista fija en la pulpa cada vez más marrón de la manzana—. No creo. Con una vez basta.
—¿Qué tal anda Jude?
—Muy bien, que yo sepa.
Mi ex actualmente follaba con un poli del soleado Luton.
—¿Seguís en contacto?
—Muy de vez en cuando.
Me encogí de hombros. Estábamos pisando terreno pantanoso, porque Jude y yo quedábamos de vez en cuando y en alguna de tales ocasiones (pese a toda la amargura y las recriminaciones y demás complementos habituales de un matrimonio fracasado) habíamos acabado juntos en la cama. No quería que Jo se enterara, ni tampoco el novio de azul de Judith. De hecho, no lo había hablado con ninguno de mis amigos. Tampoco era algo que se hubiera repetido en el último medio año, de modo que tal vez se hubiese terminado por fin. Probablemente para bien.
—Tú y Jo debéis de salir desde que conocí a Faye —dijo Kul.
Jo estaba en el extremo opuesto de la terraza, apoyada en el parapeto que daba al sur, todavía al teléfono y sacudiendo la cabeza.
—¿Tanto tiempo?
—Sí; hará unos dieciocho meses. —Bebió de nuevo, mirando a Jo por encima de mí—. Supongo que estáis a punto de romper o de iros a vivir juntos —dijo en voz baja.
Demostré la sorpresa que sentía.
—¿Por qué?
—Ken, tus relaciones rara vez superan el año y medio. Tu media debe de andar en torno al año.
—Hostia, Kul, ¿es que tomas notas?
Negó con la cabeza.
—No, simplemente recuerdo cosas y veo que hay patrones que se repiten.
—Bueno —empecé a decir, y quizá hubiera admitido a medias que Jo y yo no estábamos yendo a ninguna parte, salvo que Jo colgó el teléfono y se nos acercó a grandes zancadas—. ¿Problemas?
—Sí —dijo Jo, casi escupiendo—. Otra vez esos capullos de Addicta. —Addicta eran el último grupo de moda de Ice House. Eran actualidad; estaban en su momento. A mí más o menos me gustaba su música (grunge melódico inglés con oasis de sorprendente nostalgia), pero había llegado a odiarlos de una manera indirecta nacida de la solidaridad porque, de acuerdo con Jo, una fuente fiable, resultaba imposible tratar con ellos de puro idiotas que eran—. Ese capullo inútil necesita que les lleve de la puta manita mientras un estupendo fotógrafo de mierda los pasea en un puto Bentley o algo así. Tenían que haberlo hecho ayer pero el imbécil de los cojones se olvidó de decírmelo. —Dio una patada al parapeto con una de sus Doc Marten—. Mierda.
—Estás cabreada —dije—. Es evidente.
—Que te jodan, Ken —musitó, dirigiéndose al interior del piso.
La observé marcharse. ¿Seguirla e intentar suavizar las cosas o dejarla marchar para no empeorarlas? Dudé.
Jo se detuvo un instante a hablar con Faye, que avanzaba acompañada de varias personas en sentido contrario, luego se marchó. Al cabo de nada Faye me sonreía y me presentaba a esa gente y la posibilidad de seguir a Jo e intentar suavizar la situación se esfumó.
—Pensaba que estabas evitándome, Ken.
—Emma. Claro —dije, sentándome a su lado en uno de los dos sofás de cromo y ante negro del espacio principal. Brindamos—.Tienes un aspecto magnífico.
Emma llevaba sencillamente vaqueros, una suave camisa de seda y una diadema en el pelo, pero estaba estupenda. Para entonces ya me había bebido algunas copas más, pero no era el alcohol el que juzgaba y hablaba por mí. Ella se limitó a arquear las cejas.
Estaba casada con mi mejor amigo de la escuela de Glasgow, Craig Verrin; Craig y yo formamos nuestra pequeña banda de dos durante quinto y sexto, antes de que se marchara al University College de Londres y al año sentara la cabeza con Emma y tuvieran una niñita. Entretanto, yo —ferozmente ajusticiado por profesores y examinadores bajo el falso argumento de no haber hecho todo el trabajo necesario para aprobarme fui para preparar té y pillar drogas para los DJs más vagos y disolutos de la StrathClyde Sound.
Emma era lista y divertida y atractiva de un modo delicado típico de las rubias y siempre había estado loco por ella, pero nuestra relación se había agriado un poco porque ambos compartíamos la culpa secreta de que, solo una vez, nos habíamos acostado. Ella y Craig estaban pasando por un bache cuando ocurrió, después de que Craig se descarriara y volviera a encontrar el buen camino, y ahora habían roto de nuevo —llevaban separados un par de años—, de modo que la cosa no parecía tan mala como podría haber sido... pero aun así... La chica de mi mejor amigo; ¿en qué coño había estado pensando? La mañana siguiente había sido probablemente la más embarazosa de mi vida; Emma y yo parecíamos tan avergonzados que había carecido de sentido intentar fingir ante el otro que lo ocurrido no había sido un error garrafal.
Bueno, era solo otra de esas cosas que desearías borrar de la realidad. Supuse que los dos habíamos hecho cuanto habíamos podido por olvidarlo y que solo el tiempo había suavizado la culpa; pero a veces, cuando Emma y yo nos mirábamos a los ojos, tenía la impresión de que hubiera ocurrido ayer y los dos teníamos que desviar la mirada. Yo vivía con el miedo intermitente a que Craig lo descubriera.
Supongo que era parecido pero diferente a cuando Jude y yo nos acostábamos. Y era otra relación de la que no podía hablar con nadie. Puestos a pensar en ello, por una u otra razón, no podía hablar de la mayoría de mis relaciones/líos/comoquiera que se llamen. Desde luego no podía hablar de la otra importante; la relación con Celia —Celia la esbelta, Celia la sexy, Celia la de ropa ajustada como un precinto—. Joder, alguien poco profundo podría sacar la conclusión al revisar mi vida privada de que me gustaba cierto riesgo en mis devaneos, pero esa relación en particular no solo era peligrosa, de esa relación podría haber salido herido de gravedad o algo peor.
En mis peores momentos se me ocurrió alguna vez que estos enredos —al menos uno de ellos— acabarían conmigo.
—Hacía tiempo que no nos veíamos. —Emma estaba inclinada hacia mí, hablando en voz baja, una voz que casi se perdía en el alboroto de la fiesta.
—He tenido una temporada muy frenética.
—Apuesto a que sí. He visto a Jo salir hecha una furia.
—Bueno, no; no estaba furiosa exactamente. Tampoco es que se haya ido paseando, te lo aseguro. Ha sido algo intermedio; indignación, más bien.
—¿Por algo que hayas dicho?
—Curiosamente, no. No, era indignación relacionada con el trabajo, o furia. ¿Dónde está Craig?
—Ha ido a recoger a Nikki. —Consultó el reloj de pulsera—. Debería estar al caer.
—¿Y cómo está esa preciosa...?
—Bueno —interrumpió Emma—. ¿Qué tal va el programa?
—¿Tienes que preguntarlo? —Fingí sentirme herido—. ¿Es que ya no lo escuchas?
—Me perdisteis como oyente cuando empezasteis a machacar con eso de que solo los criminales deberían tener armas.
—No decíamos eso exactamente.
—Quizá debisteis ser más claros. ¿Qué decíais?
—No me acuerdo —mentí.
—Sí que te acuerdas. Decíais que los criminales deberían ir armados.
—¡Que no! Lo que yo decía era que la idea de que si quitas las armas a la gente normal que acata la ley entonces solo los criminales estarían armados es un argumento idiota para permitir el uso de armas.
—¿Por qué?
—Porque es la gente normal que respeta la ley la que se vuelve loca y entra en un colegio y abre fuego contra los niños de la clase; comparado con eso, los criminales hacen un uso responsable de las armas. Para ellos un arma es una herramienta, algo que tienden a usar contra otros criminales, diría yo, y no contra un gimnasio lleno de niños de menos de ocho años.
—Dijiste que los criminales deberían ir armados, y te estoy citando. Te oí.
—Bueno, pues si lo dije, solo exageraba para conseguir un efecto cómico.
—No creo que sea...
—Probablemente no escuchaste el desarrollo de la idea. Decidimos que únicamente los extrovertidos y los chalados deberían tener armas, criminales o no. Porque siempre son los más tranquilos los que pierden la chaveta. ¿No te habías fijado nunca? Los vecinos, asombrados, dicen siempre lo mismo: era un tipo muy tranquilo, preocupado solo por sus cosas... Así que las armas para los chiflados. Tiene sentido.
—Ni siquiera eres coherente; antes solías decir que todo el mundo debería ir armado.
—Emma, soy un polemista profesional. Es mi trabajo. De todos modos, he cambiado de opinión. Me di cuenta de que estaba del mismo bando que la gente que argumentaba que Estados Unidos e Israel eran oasis de paz y tranquilidad porque allí todo el mundo iba armado hasta las cejas.
Emma resopló.
—Bueno —dije, moviendo la mano con la que no sostenía la copa—, la estadística no es tan clara. En Suiza también tienen montones de armas y no muchos crímenes con armas de fuego.
Emma observó su bebida mientras la hacía girar en el vaso.
—En Estados Unidos no durarías ni un minuto —murmuró.
—¿Qué? —pregunté, desconcertado.
—Te pegarían un tiro.
—¿Qué? —me reí—. Nadie disparó a Howard Stern.
—Pensaba en maridos celosos, novios, ese tipo de gente.
—Ah. —Apuré el whisky—. Es un argumento completamente diferente. —Me levanté—. ¿Te traigo algo de beber?
En la larga y relumbrante galería que servía de cocina, Faye barría un vaso roto del suelo de pizarra. Los del servicio de comidas desempaquetaban más manjares de neveras portátiles. Me colé por entre un grupo de gente que conocía vagamente de mis amistades en el mundo de la publicidad, saludando aquí y allá, sonriendo y dando palmaditas y entrechocando las manos que me tendían.
Kul estaba recostado contra la nevera SMEG de color morado mientras un trajeado con cara enrojecida y un maletín delgado en la mano le daba golpecitos en el pecho.
—... nosotros esta tarde trabajamos, ¿sabes? —estaba diciendo el trajeado—. Tenemos reuniones.
Kul se encogió de hombros.
—Yo monto conciertos, tío. Trabajo los fines de semana. Hoy era el primer día que los dos teníamos libre.
—Bien, vale, esta vez pase —dijo el trajeado acalorado, balanceándose—. Pero que no vuelva a ocurrir. —Se rió en voz alta.
—Ja, ja—rió Kul.
—Sí, que no vuelva a ocurrir—repitió el trajeado, encaminándose a la puerta principal—. Nada, hombre, ha estado genial. Fantástico. Gracias. Gracias por invitarnos. Ha sido brillante. Espero que seáis muy felices.
—Gracias por venir. Cuídate —le contestó Kul.
—Sí, gracias. Gracias. —El trajeado chocó con alguien y derramó la bebida—. Perdón, perdón.
Dio media vuelta tambaleante para despedirse de Kul, que ya se había girado y se dirigía al espacio principal del loft. Me serví un poco más de Glen Generic antes de descubrir que alguien había traído una botella de añejo Laphroaig, así que abandoné el primer vaso y me serví otro del segundo y fui a la nevera a por agua.
—Hola, Ken.
Cerré la puerta de la nevera y vi a Craig, mi mejor amigo oficial (escocés). De habitual, sonrisa tímida y aspecto descuidado, con ropas gastadas; gafitas redondas bajo el cráneo afeitado. Cuando Craig todavía tenía pelo, era negro como el mío; tal vez un poco más rizado. Siempre habíamos tenido una complexión similar, media tirando a delgada, y desde el tercer año de instituto yo era unos cinco centímetros más alto. Solían tomarnos por hermanos, algo que los dos considerábamos que halagaba al otro de forma inmerecida. Teníamos los ojos diferentes; los suyos eran castaños y los míos azules. Junto a Craig estaba su hija Nikki, manteniendo el equilibrio sobre un par de muletas. Me llevó unos segundos hacerme una composición de lugar.
No había visto a Nikki desde hacía más de un año, cuando todavía iba al colegio y era desgarbada, torpe y se ponía colorada. Ahora era igual de alta que su padre y tan guapa como su madre. Tenía una larga melena caoba y brillante que ocultaba solo a medias un rostro pálido y delgado que traslucía salud y juventud.
—¡Craig! ¡Nikki! —dije—. Chica, estás estupenda. —Miré la pierna recién enyesada que colgaba en ángulo de sus vaqueros de pata ancha—.Pero te has roto la pierna.
—Fútbol —dijo ella, encogiéndose de hombros como pudo.
Craig y yo nos abrazamos y nos dimos palmadas en la espalda al más puro estilo caledonio para dar la bienvenida a los colegas. Abracé a Nikki de manera más vacilante. Ella más o menos se inclinó hacia mis brazos y topó de frente con mi mejilla. Olía a aire libre, a algún lugar fresco y perfecto muy lejos de Londres.
—Me han dicho que estás a punto de entrar en Oxford, ¿eh? —dije, sacudiendo la cabeza mientras la miraba. Ella asintió.
—Ajá —dijo, y después contestó a su padre—: Sí, solo un agua o algo así.
—Chino, ¿no? —pregunté.
—Sí. —Asintió.
—Genial. Bien por ti. Podrás enseñarme a decir tacos en mandarín.
De pronto dejó escapar unas risillas, convertida de nuevo en niña por un instante.
—Solo si prometes decirlos por la radio, tío Ken.
Inspiré por entre los dientes.
—Hazme un favor, no me llames tío Ken, ¿vale? Haz feliz a un pobre viejo mientras estemos juntos y finge que podrías ser un trofeo que he recogido de la calle.
—¡Ken! —Me pateó con la muleta.
—Eh —dije, frotándome la espinilla—. Tengo que estar a la altura de mi reputación. O a la bajura, no sé.
—¡Eres de lo que no hay!
—Vamos —le dije, ofreciéndole el brazo—. Vamos a conseguirte un asiento. Craig, estamos por ahí —le dije a su padre. Craig saludó. Nikki me indicó con la cabeza que pasara delante— Cojea por aquí —le dije, y abrí camino entre el montón de gente hacia el espacio principal con Nikki pegada tras de mí. Volví a mirarla cuando salimos de la muchedumbre de la cocina y suspiré—. Ah, querida Nikki.
—¿Qué?
—Chica, vas a romper tantos corazones en Oxford...
—Órganos mejor que huesos. Buena idea.
—Hum... ¿Jugando al fútbol?
—Ahora las chicas también jugamos, ¿sabes?
—¡Vaya que si jugáis! ¿No os enredáis con las faldas? ¡Guau! ¿Podrías dejar de hacer eso?
—Bueno...
—¿En qué posición juegas?
—Delantero; me pusieron la zancadilla en la zona de penaltis. Iba a por el tercer gol.
—Una pena.
—Nikki, Nikki, aquí. ¡Nikki!
Acababa de aparecer Emma. Abrazó a su hija con fuerza, con los ojos cerrados. Me quedé un rato, pero en cuanto se instalaron las dos no quedó sitio en el sofá para mí y Emma parecía excluirme a propósito. Me despedí de Nikki y fui a dar una vuelta. Había llegado la hora de meterse una o dos rayas más y combinarlas o sustituirlas por una sesión rápida en la PlayStation 2 de Kul (si este último fragmento me deja como a un niño cuyos padres no quisieron o no pudieron comprarle una videoconsola propia, me declaro medio culpable del cargo de infantilismo; tenía una PS2 propia pero me sacó de quicio una noche de borrachera el verano anterior y la tiré por la borda. Vivo en una casa flotante, así que puedo hacer ese tipo de cosas).
Una o dos bebidas, un par de rayas y varias conversaciones después, volvía a estar de pie en la terraza, admirando la vista y respirando el aire fresco del otoño. Con Jo lejos de allí, me dominaba una sensación de libertad e incluso de oportunidades y promesas que se abrían ante mí, la tarde y la noche se anunciaban tentadoras. Llevaba encima un par de Evo 8, pensé en tomarme una. Buen rollo durante el resto del día. Aunque también me desincronizaría con respecto a Jo, suponiendo que volviéramos a vernos antes de acabar el día. Con Addicta de por medio, no era probable, pero nunca se sabe.
Un brazo me rodeó la cintura. Un cuerpo se pegó al mío, un beso en la mejilla y una voz ronroneando:
—Hoo—laa.
—Amy. Vaya, hola.
Amy era una amiga. Una de las amigas de Jo, en origen, aunque sospechaba que en la actualidad se llevaba mejor conmigo que con Jo, que parecía mostrarse más fría con ella. Amy era casi igual de alta que yo; tenía una magnífica melena rubio oscuro que le llegaba hasta los hombros y de rizo natural. También tenía las piernas muy largas y una buena figura. En conjunto destilaba cierta sensación de haber detenido el tiempo; en realidad era un año más joven quejo y que yo pero se vestía y actuaba como alguien cinco o diez años mayor. Trabajaba de secretaria personal en un grupo de presión.
—Tienes buen aspecto, Ken.
Amy se recostó en el parapeto, estirando los brazos sobre el muro. Llevaba un collar de perlas, una blusa azul, una falda por debajo de las rodillas y una americana larga; zapatos de salón.
—Tú estás deliciosa, como siempre —le dije con una sonrisa.
Amy y yo almorzábamos juntos de vez en cuando. Llevábamos más o menos un año tonteando y bromeando con tener una tórrida aventura pero los dos sabíamos que no iba a pasar nada. Bueno, no era probable. Era con ella con quien había estado hablando por teléfono cuando nos interrumpieron.
Sonrió despacio y miró alrededor.
—¿Está Jo?
—Estaba. Ha tenido que irse. Por trabajo.
—¿Otra vez el grupo ese tan adictivo?
—Los mismos.
Tomó un sorbo del vaso de vino blanco que tenía en la mano con delicadeza.
—¿Qué tal ha ido la boda?
Una ligera ráfaga de viento le empujó el pelo delante de la cara. Lo apartó de un soplo.
—No lo sé —contesté—. No he podido ir; tenía trabajo.
—Ya. ¿Tienes drogas, Ken?
—Algo de coca y un par de éxtasis.
—¿Me invitarías a una rayita? No sé por qué. Me apetece. —Arrugó la nariz—.¿Nunca te pasa?
—Todos los días, con el caballo.
Había un par de niños en la fiesta y al menos dos periodistas en los que no confiaba, de modo que fuimos a una habitación que daba al único pasillo del loft. Antes había sido el despacho de Faye, pero ahora estaba lleno de cajas de embalar, listas para la mudanza.
De vuelta en la terraza, un poco después, mientras charlábamos animadamente, Amy cogió la manzana a medio comer que seguía sobre el parapeto y empezó a darle vueltas en la mano.
—No le pasa nada —dije—. Es nuestra.
Me la lanzó. Tenía una pinta muy poco apetitosa, marrón alrededor del único mordisco que le había dado. Me asomé por encima del muro y la sostuve por encima del aparcamiento. Amy se asomó a mi lado. Solté la manzana. Cayó muy lentamente, casi como si desapareciera.
Chocó en el asfalto y estalló de manera harto satisfactoria en montones de cachitos blancos que se esparcieron por la superficie negra.
—¡Estupendo! —Amy aplaudió.
Nos miramos, con las barbillas asomando por el borde del parapeto de ladrillos. De pronto me sentí de nuevo como un colegial.
—Oye.
—¿Qué?
—Tiremos más cosas.
—Justo lo que estaba pensando.
—Lo sé.
Y así fue como acabamos lanzando prácticamente la mitad del contenido del piso de Faye y Kul parapeto abajo. Empezamos con más fruta.
—De todos modos tienen demasiada comida —dijo Amy mientras cargábamos con naranjas, plátanos, un melón y más manzanas.
Miramos el asfalto situado treinta metros más abajo.
—Qué decepción.
—Un poco sí, ¿verdad? —dije, mirando abajo, hacia el mejunje fangoso producido por un par de naranjas— Creo que los cítricos no son el camino. No se fragmentan de manera satisfactoria.
—Ni los plátanos.
—Estamos de acuerdo. Volvamos a las manzanas.
—Falta el melón. Podría estar bien.
—Sí. He depositado grandes esperanzas en el melón.
—Lancemos dos manzanas a la vez; una cada uno.
—Buena idea. A la de tres. Una, dos, tres... Ah, sí. Muy bien.
—Buena sincronización. Probemos con cuatro. Dos cada uno.
—Solo tenemos tres manzanas.
—Voy a por otra. No tires el melón mientras no estoy.
—Ni se me pasaría por la cabeza.
—Eh, vosotros dos, ¿qué andáis tramando?
—Ed, hola. Espero que no te importe. Estamos tirando fruta al aparcamiento. Tranquilo, la tiramos lejos de tu coche.
—La leche, colega, espero que sea verdad. Solo hace una semana que lo tengo. Me costó siete de los grandes.
Ed era mi mejor amigo oficial (inglés). De constitución ligera, con una cara que siempre me había recordado a un Mark E. Smith negro; duro y tierno a la vez, el rostro de un matón de los pesos gallo flexible. DJ de discoteca; el tipo en alza con dos sesiones por noche que coge un helicóptero para ir de una a la otra. El Porsche probablemente equivaliera al sueldo de una semana.
—Bonito coche —le dije—.Pero... ¿amarillo?
—Es un color tradicional para los Porsche, coño, por eso.
—¿Tradicional? ¿Tradicional el amarillo? Azul, verde, esos sí son tradicionales. Incluso el rojo, pero no el amarillo. El amarillo es tradicional para los juguetes JCB y Tonka. Incluso el verde lima, si me apuras; para los Kawasaki. Pero el amarillo, no.
—Gilipolleces —se rió Ed—. ¿Qué te has metido?
—Hola, Ed —saludó Amy, de vuelta con otra manzana— Ten.
—Gracias. Fibra —le dije a Ed, ofreciéndole la manzana—. Me he metido montones de fibra.
—¿Listo?
—Listo... ¡Eh! —exclamé indignado—. A esta manzana le falta un mordisco.
Amy asintió.
—Sí. Alguien se la estaba comiendo.
La miré.
—¿Cómo estás? —pregunté con acento dublinés.
Ella se limitó a encogerse de hombros y se preparó para tirar sus dos manzanas, sosteniéndolas en alto.
—¿Listo?
—Listo —contesté.
—¿Para qué hacéis esto? —preguntó Ed al tiempo que dejábamos caer las manzanas—. ¿Eh, Ken? —insistió mientras Amy y yo estábamos concentrados en ver caer la fruta hacia su destino—. ¿Qué...? —Las manzanas se espachurraron—. ¡Guau, sí!
—¿Lo ves?
—Por eso —dije.
—Es una pasada, tío.
—¿El melón? —preguntó Amy.
—El melón, seguro —convine, calculando el peso de la fruta.
—¡Déjame a mí! —dijo Ed—. ¡Yo quiero tirar el melón! —Amy y yo nos miramos—. ¡Venga! Yo no he tirado nada.
—Tienes que pasar la prueba —dijo Amy con severidad—. Tienes que traernos algo que valga la pena tirar, si no, no entras en la fiesta.
Asentí.
—Todavía no has sido iniciado.
—¡Enseguida traigo algo! —Ed se dirigió al apartamento, pero se detuvo—. Un momento; primero tiremos el melón.
Lo sostuve por encima del borde con ambas manos y luego lo solté.
Amy chilló y chocamos las palmas.
—¡Superior!
—¡La puta, tío!
—Muy divertido.
—Necesitamos más fruta.
—Voy a por algo, yo voy.
—Buena suerte.
—Sí, algo que escasee en el frente frutal.
—Mejor otra cosa.
—¿Qué?
—No sé; basura, porquería.
—¿Tú has visto bien este sitio? El salón es como un quirófano; no tienen porquerías.
—Están de mudanza, tío. Deben de tener cosas para tirar.
—Bien pensado. A ver qué puedes encontrar.
—Vamos todos a ver.
—Mejor aún.
—¿Qué está pasando aquí? —preguntó Kul.
—¡El hombre perfecto! —dije. Kul brillaba un poco; tenía los ojos algo vidriosos. Nunca le costaba demasiado emborracharse—. Kul, seguro que tenéis montones de cosas que vais a tirar, ¿verdad?
—Hura... bueno...
La mayoría de los asistentes a la fiesta esperaban turno para lanzar cosas por el parapeto. Para ser una pareja de delicado minimalismo, Kul y Faye tenían una cantidad sorprendente de cosas que no iban a echar de menos cuando abandonaran el loft: bastantes trastos y menaje de cocina viejos, como cuencos, bandejas, jarras, un exprimidor estropeado, un termo difunto, algunas copas pasadas de moda, un juego para fondues de color verde bilis... y un puñado de adornos regalo de los padres de Faye que nunca les habían gustado y ni siquiera habían colocado a la vista pero que habían guardado por si los viejos se presentaban de visita (los adornos, como los padres de Faye, eran bastante odiosos), además de cosas más grandes que aparecieron cuando Faye y Kul entraron en el juego y la gente empezó a grabar el acontecimiento: un equipo de música viejo, un televisor estropeado, una radio que funcionaba mal y botellas, montones de botellas.
—¡Mi coche! —bramó Ed al tiempo que media docena de botellas de vino cuidadosamente arrojadas se desplomaban hacia la destrucción. Lanzamos una gran ovación más o menos simultánea cuando se hicieron añicos.
—No está cayendo nada cerca del puto coche, Ed —le dije.
—No puedes estar seguro, joder, tío. ¿Y los neumáticos? Los putos neumáticos son nuevos de trinca. Fijo que cuestan una fortuna.
—¿Bolitas de poliestireno? —se rió Amy cuando uno de los compinches de trabajo de Kul apareció entre el gentío aferrado a dos bolsas de cuentas de poliestireno por encima de la cabeza como a gigantescos escrotos marrones.
—¿Tenéis...? ¿Tenéis bolsas de poliestireno? —le pregunté a Kul.
Se encogió de hombros.
—Promete que no lo contarás.
—¿Qué sentido tiene? —gritó alguien—. No van a estallar.
—No —quiso decir el promotor, que, al igual que Ed, era de Sarf Landin y por tanto pronunció otra cosa—.Pero se me ha ocurrido que, bueno, que si les tiras algo pesado encima...
—¡Genial! —chillé, profundamente impresionado por la brillantez de la idea.
—¿Kul? —dijo Faye entre risas pero algo insegura—. Creía que esa silla te gustaba.
—Ya, sí, bueno, no tanto —contestó él—. Échame una mano...
Subimos al parapeto la butaca de madera y metal, un buen puñado de gente la colocamos de manera que pareciera que fuera a desplomarse sobre una o dos bolsas de cuentas y después la soltamos.
La ovación por la butaca fue muy, muy grande; la butaca chocó justo con una de las bolsas de cuentas provocando una explosión masiva de bolas blancas de poliestireno que se dispersaron por el aparcamiento, a estas alturas fabulosamente cubierto de residuos, como una nívea pluma gigante que apuntara hacia la alambrada.
—Eh, si tiramos la pecera, ¿el pez experimentará la ingravidez? O sea, ¿una doble ingravidez? Es broma.
—Faye, ¿quieres esta mesa vieja?
—¡He encontrado más botellas!
Faye miró a Kul con los ojos como platos. Chasqueó los dedos.
—¡La caja esa de cava asqueroso que mi tío compró tan barato en el supermercado! ¿Te acuerdas?
Kul le cogió la cara con las manos y la besó.
—Sabía que acabaría siendo de utilidad. Está claro que es imbebible.
Se dirigió al interior del piso. Un torrente inestable de botellas de diversos tamaños cayó silbando hacia el asfalto, provocando cada una de ellas pequeños vítores. La gente cantaba puntuaciones al mérito técnico y artístico de cada lanzamiento.
—Apuesto a que esto lo has empezado tú, Ken.
Di media vuelta y me encontré con Nikki apoyada en las muletas y con mirada malhumorada.
Levanté las manos.
—Culpable —admití, sorprendido por su expresión—. ¿Por qué? ¿Qué tiene de malo?
—Tirar comida que está en perfecto estado está mal, Ken —dijo, negando con la cabeza como ante un niño al que hay que explicarle que no se pinta en las paredes con ceras de colores.
—Solo eran unas frutas. Probablemente no...
—Venga, ya, Ken. —Sacudió la cabeza y se fue hecha una furia.
Kul regresó con una caja de cartón repleta de botellas de cava y empezó a repartirlas entre las numerosas manos que las pedían.
—Solo para tirar —advertía en serio a la gente—. Os lo ruego; haced lo que queráis, pero no os las bebáis.
Sopesé sin demasiada convicción tratar de alcanzar el radio de reparto de botellas de Kul, pero la presión de la gente resultaba excesiva.
Me volví hacia Amy con las manos en alto.
—Da igual —dijo ella.
Nos apoyamos en el parapeto que daba al este. Me ofreció la mano.
—Buen juego, Ken. —Parecía acalorada, excitada.
—No lo sé —contesté, entrechocando su mano—. Antes me gustaba más.
—¿De veras?
Más ovaciones cuando las botellas de cava llenas estallaron con estruendo y ruidos varios a un volumen satisfactorio.
—Sí —dije—. Llámame purista, pero tengo la impresión de que cuando dejamos la fruta se le acabó la gracia, perdimos la categoría de aficionados.
—No puedes vivir en el pasado, Ken.
—Supongo que no.
—Debemos enorgullecemos de haber estado cuando todo empezó.
—Tienes razón. ¿Fue idea mía o tuya?
—Quizá de los dos.
—Desde luego.
—Por supuesto.
—Mentes brillantes.
—Tuvimos la idea; aprovechamos el momento.
—Nada de patentes; lo importante es el resultado.
—El destino.
—Como en Destiny's Child.
—Synchronicity.
—The Pólice —dije, justo cuando llamaron al móvil (yo también lo tenía en vibrador). Cuando lo sacaba de la chaqueta, sonó el de Amy; una coincidencia clásica que no sabía identificar.
—Ja, ja. Esto sí es synchronicity —dijo.
Me reí y miré la pantalla del teléfono; mi productor, que llamaba desde el despacho. Oí uno o dos teléfonos más por los alrededores y me pareció escuchar también el fijo del piso y me pregunté si por alguna extraña razón todos los presentes habían programado las alarmas para poco después de las dos un martes de septiembre por alguna urgencia.
—Hola, Phil —dije.
Amy también contestó a su llamada.
—¿Qué?
—¿Qué?
—¿Nueva York?
—¿El qué?
—¿Dónde?
—¿El World Trade Center? ¿Eso no es...?
—¿Un avión? ¿Qué, un avión grande como un Jumbo o así?
—Quieres decir que, o sea, ¿te refieres a los dos rascacielos?
Kulwinder regresaba por entre la muchedumbre mientras seguían sonando los teléfonos y las caras empezaban a parecer perplejas y el ambientecomenzabaa cambiar y a enfriarse. Ahora se dirigía de vuelta al espacio principal mientras hablaba con alguien por teléfono.
—Sí, sí, voy a poner la tele...