3
RÍO ABAJO, CENTRO CIUDAD
—Lo que dije es que estos revisionistas del Holocausto tan remilgados no han ido lo bastante lejos. No se trata solo de que el Holocausto no existiera, no solo los campos de exterminio fueron falsos; toda la Segunda Guerra Mundial es un mito. ¿La ocupación de París? ¿La batalla de Bretaña? ¿La campaña norteafricana? ¿Los convoyes y los submarinos? ¿La operación Barbarossa? ¿Estalingrado? ¿Kursk? ¿Ataques de mil bombardeos? ¿El Día D? ¿La caída de Berlín? ¿Singapur? ¿Pearl Harbor? ¿Midway? ¿Hiroshima y Nagasaki? ¡Nada de eso ocurrió! Todo fueron efectos especiales y mentiras. Los que ya tenéis una edad, ¿recordáis pensar cuánto se parecían aquellos Spitfire Airfix y Lancaster a los que veíais en las películas? ¡Pues porque también eran maquetas! Todos los campos de aviación, los bunkeres de cemento, las llamadas zonas bombardeadas; todo se construyó tras la guerra.
La chica titubeó, luego se rió.
—Es una locura.
Brindé con ella.
—Exacto. Y, además, ¿qué clase de neonazis caguetas son esos? Deberían estar clamando: «Por supuesto que matamos seis millones, ojalá hubieran sido más», en lugar de tirarse de los pelos por si eran uno o dos millones y quejarse de que al puto Führer lo malinterpretaron.
—En realidad no crees nada de eso, ¿verdad?
—¿Estás loca? —Reí socarronamente—. ¡Claro que no! ¡Me cachondeo de esos cabrones fascistas!
—¿Y el programa ese de la tele va de eso?
—Sí. Me van a traer a uno de esos retrasados para «debatir».
—Pero ¿tú crees que a esa gente deberían dejarla hablar en una televisión pública?
—Pregúntales a los de Channel Four, no a mí —dije, y tomé un trago—. Pero, sí, yo creo que sí. No puedes ocultar esa basura venenosa eternamente; acabará saliendo en alguna parte. Es mejor encararla y aplastarla. Y quiero que sea a la vista de todos. Quiero saber quiénes son esa gente, quiero saber dónde viven. —Me acabé la bebida—. Por eso a esos mierdecillas cobardes les encanta internet. Pueden enviar cualquier estupidez llena de odio sin posibilidad de réplica porque en la red se pueden esconder. Es el medio perfecto para matones, mentirosos y cobardes.
Estábamos en el Golden Bough, nuestro antro habitual para después del programa, en Hollen Street. El Bough era el pub básico del centro de Londres; uno de esos lugares que ni halagas ni insultas llamándolo abrevadero. No estaba de moda, rara vez tan concurrido que solo se cupiese de pie (salvo las tardes de los viernes y los sábados por la noche), con una selección musical digna, comida sencilla sin pretensiones y solo una máquina de juegos —apartada bajo las escaleras que daban al bar del primer piso— y una gama de bebidas sólida, sin extravagancias.
No tenía una clientela especial. Así que en el Bough conocías a gente de todo tipo: trabajadores con las botas sucias y los monos manchados de pintura, creativos publicitarios, teatreros, turistas, oficinistas, gente del mundillo musical, del cine, vagabundos a resguardo del frío alargando una media pinta, una o dos chicas de algún espectáculo porno y nosotros. Había un camello que usaba el local, aunque para tomarse una copa tranquila, no para traficar. Una pareja de polis asomaba la cabeza por la puerta una vez al mes más o menos.
La encargada se llamaba Clara, una abuela medio portuguesa de brusca rotundidad que no se andaba con hostias y tenía una voz seca y ruidosa y fumaba tres paquetes de cigarrillos al día. No conocíamos a nadie que la hubiera visto alguna vez sin uno de sus dos turbantes en la cabeza —el verde o el amarillo— y había una apuesta de cantidades variables en juego entre una lista rotante de habituales desde hacía veinte años, acerca de si era calva o no. La última vez que la consulté las apuestas estaban 65 a 35 a que era una bola de billar y me jugué un billete de cinco a que no.
—Te invito a una copa. ¿Qué quieres?
—Gracias. Un WKD azul. Gracias.
—No te he preguntado cómo te llamas —le dije a la chica mientras hacía señas a Clara.
—Tanya. —Me ofreció la mano.
—Ken. Encantado de conocerte, Tanya.
Poco antes Tanya nos había estado observando a Phil y a mí mientras comentábamos el asunto de Última hora.La había visto mirándonos con el ceño fruncido y no había apartado la vista cuando le sostuve la mirada. Supuse que había pillado alguna selección alarmante de palabras de moda relacionadas con el odio racial y estaba pensando si largarse o lanzarnos su copa antes de salir huyendo.
—No pasa nada —le había dicho por encima del hombro de Phil—.Somos dos agradables liberales y esta es una de esas raras ocasiones en que, de verdad, las cosas no son tan malas como parecen.
Tanya tenía antepasados judíos, por eso se había ofendido al oír lo que pensaba que estábamos diciendo. Trabajaba para una empresa cinematográfica en Wardour Street. Algo de lo que podía estar bastante seguro porque Phil la había interrogado acerca de la industria del cine durante varios minutos, aunque con sutileza. Phil tenía la teoría paranoica de que periodistas de la prensa amarilla sin escrúpulos habían descubierto que bebíamos en el Bough y creían que valía la pena sacarnos a la luz pública, de modo que cabía la probabilidad de que enviaran a alguien a sonsacarme algo de lo que después quizá me arrepintiera, convencido de que charlaba con un civil cuando en realidad se trataba de un gacetillero de incógnito que lo estaba grabando todo.
Visto lo que digo cuando sé que me están grabando o estoy en el aire, parece un temor de lo más singular, pero en fin.
El caso es que Tanya pasó el filtro antiperiodistas hostiles de Phil, y mi compañero perdió interés en la chica cuando entraron en el bar el equipo de producción y la pandilla de ayudantes.
Tanya era baja, delgada y morena y no paraba de moverse como si bailara, balanceándose de un lado a otro de manera rítmica y lenta cual planta subacuática mecida por la lánguida corriente de los meandros de un río. Había visto a otras chicas en situaciones semejantes y a menudo significaban que iban empastilladas, pero no me pareció su caso. Tenía los ojos grandes de color verde grisáceo y el pelo negro y de punta.
Acabamos con el resto de compañeros del programa y un par más del de Timmy Mann, el que emitían después del nuestro, aunque él no apareció. La situación derivó hacia una sesión alcohólica de moderada gravedad, sentados todos alrededor de nuestra mesa redonda favorita de un rincón del Bough. Pensé que estaba congeniando de maravilla con Tanya, quien me reía todas las bromas y me tocó el antebrazo en un par de ocasiones.
Se suponía que esa noche había quedado con Jo para ver una peli en casa, pero tuvo que cancelar la cita —de nuevo, otra crisis de Addicta— y yo había empezado a plantearme estar atento a cómo evolucionaban las cosas con Tanya.
Tanya bebía el WKD azul muy despacio y yo me había pasado al whisky después de un par de pintas de Fuller's, pero los dos últimos habían sido de mentira. Cuando nadie miraba había acercado el vaso al suelo y lo había volcado, dejando caer la bebida en la vieja y pringosa moqueta de debajo. Joder, si eran unos chupitos de nada sin agua, lo más probable es que se evaporaran antes de llegar al suelo, pero la cuestión era que no me estaba emborrachando. Si se producía algún avance con la encantadora Tanya, estaría en perfecto estado para saber valorarlo.
Todo fue en vano; Tanya se fue a las seis porque había quedado con unos amigos y no hubo modo de disuadirla. Incluso la acompañé a la puerta del pub y a la calle. Me dio su número del móvil y desapareció en la penumbra en dirección a la entrada de metro de Tottenham Court Road. Suspiré y la vi marchar mientras miraba la pantalla encendida de mi Motorola donde su número seguía brillando.
La pantalla de teléfono se apagó y volví dentro.
La fiesta alcohólica empezó a disgregarse a medida que la gente se marchaba a coger trenes, metros y autobuses. Phil y yo decidimos llevarnos comida preparada del Taj, nuestra expendeduría local de curry situada a la vuelta de la esquina del Bough, y luego cada uno siguió su camino. Me sentía lo bastante sobrio para conducir, pero sabía que no lo estaba, así que dejé el Land Rover en el aparcamiento de la Mouth Corporation y cogí un taxi, en el que tuve que soportar una conferencia sobre la mayor calidad de la comida caribeña en comparación con los platos de tradición indopaquistaní, altamente sospechosos, a cargo de Geoff, el taxista jamaicano con el que por lo visto acabo siempre que llevo una bolsa de curry o un paquete goteante de doner kebab.
—¡Me vas a apestar el buga, tío!
—Ten un billete de cinco pavos extra, amigo; ondéalo un poco y seguro que dispersa este espantoso tufo del subcontinente.
A Geoff le pareció tan divertido que se encendió un gran porro al salir de Lots Road entre carcajadas, dejando tras de sí una estela de nubes de marihuana.
A veces le decía a la gente que vivía de casero. El barco del muelle de Chelsea había sido uno de los pisos londinenses de sir Jamie en la época en que en esencia trataba de convertirse en Richard Branson (por lo visto, entonces sir Jamie lucía incluso una barba como seña de identidad, aunque al poco tiempo la cambió por una coleta y un pendiente, cediendo el campo de la pelusa facial al Barbudo). El Bella del temploera un barco de cabotaje viejo y muy modificado. Todavía pertenecía a la Mouth Corporation, pero me lo alquilaban a un precio extremadamente razonable. Tenía un contrato muy bueno desde que había pasado al programa de última hora de la mañana y podría haberme permitido el alquiler o la hipoteca de la chalana de haber tenido que pagarla a precio de mercado, pero desde luego disfrutarla barata constituía una diferencia considerable y muy agradable, si bien, como Phil había sido el primero en señalar, le otorgaba a sir Jamie más poder sobre mí; si perdía el trabajo también me quedaba sin la cucada de casa flotante en el moderno Chelsea.
El Bella del templocabalgaba la marea alta cuando pasé por delante de las otras casas del embarcadero; de un par de ellas salían música y luces. Río arriba, de donde provenía la brisa sembrada de lluvia ligera, un tren cruzó ruidosamente el puente de Battersea. Más cerca, la imponente fachada del complejo Chelsea Reach relucía con opulencia hortera. El río estaba silencioso y casi no se oía el tráfico. La marea alta equivalía a ausencia de malos olores; el principal inconveniente de vivir en el barco era que con marea baja, en especial en un día cálido de verano, el barro que salía a la luz apestaba a mierda antigua y a cosas muertas tiempo atrás. Probablemente porque era eso exactamente.
Pese a la lluvia y al estómago vacío, dudé junto a la vieja timonera con las llaves de la puerta en una mano y el curry enfriándose en la otra, contemplando las aguas negras, a causa de lo que en un par de minutos se convirtió en una sensación repentina de soledad y luego —en mi descargo, casi de inmediato— cierta vergüenza por sentir lástima de mí mismo. El suave murmullo de fondo de la ciudad insomne llenaba los cielos a manchas color sodio y me quedé de pie a la escucha de la música oscura y líquida del río, en vano.
En casa de mis padres, en Helensburgh, a treinta kilómetros al sur de Glasgow en la orilla norte del Clyde, veía el río desde mi dormitorio. Crecí contemplando desaparecer gradualmente las lejanas grúas de Greenock a medida que los astilleros cerraban para ser sustituidos, más tarde, por oficinas, tiendas, complejos de viviendas y centros de ocio. Entonces nos mudamos a Glasgow para estar más cerca de la clínica dental de mi padre en el centro de la ciudad. Nuestro piso en la primera planta de la arbolada orilla sur era grande; mi hermano Iain y yo teníamos cuartos casi el doble de grandes de los que habíamos tenido en el bungalow de Helensburgh, pero daban a una calle ancha bordeada de árboles con coches aparcados y los altos bloques de arenisca roja iguales al nuestro de la acera de enfrente. Eché de menos las vistas del río y la montaña más de lo que esperaba.
Conocí a Jo en un crucero fluvial una bochornosa noche de verano; a Ceel, en el flamante ático nuevo de sir Jamie de Limehouse Tower durante una tormenta.
—Eres el tipo que hizo aquella portada de Cat Stevens. ¿No te demandaron?
Finales de verano de 2000. Por entonces seguía en el programa de Capital Live! que terminaba a medianoche y había estado charlando con el que era mi productor junto a la popa de un pequeño barco para cruceros fluviales. Habíamos estado contemplando las estructuras metálicas del paso por la barrera del Támesis —parecían dos barcos hundiéndose en vertical mientras los últimos destellos rubíes de luz solar destellaban en sus cimas— cuando aquella pseudogótica rubia de pelo cardado y montones de chatarra en la cara se entrometió.
Vic, el productor, retrocedió un paso para dejarle sitio, la repasó de arriba abajo, decidió que probablemente a mí no me importaría que la chica me interrumpiera, me miró con las cejas arqueadas y se fue.
Yo también realicé una pequeña evaluación completamente justificable: la chica vestía de negro riguroso, botas Doc Martens, vaqueros, camiseta de cuello ancho y una desastrada cazadora de motorista colgando de un hombro. Tendría unos veinticinco años.
—No me demandaron exactamente —dije con cautela, preguntándome si estaba hablando con una periodista—. Nuestros abogados se intercambiaron misivas tan caras como un litigio en serio, pero conseguimos evitar un mandato judicial.
—Bien. —La chica asintió con energía—.Ah, soy Jo LePage —dijo alargando la mano para estrechármela mientras señalaba con la cabeza a la superestructura de cristal del barco, donde atronaba la música y destellaban luces de discoteca impresionantes hacía diez años—. Soy de Ice House. La discográfica. Tú eres Ken Nott, el locutor, ¿verdad?
—Verdad. —Le di la mano.
—Bien. ¿Qué canción era esa? ¿«Rushdie and Son»?
—Ajá. Pero la melodía era casi como la de «Moonshadow».
—Ja. Bien. ¿Cómo iba? ¿«Me persigue un fundamentalista...»? —cantó con voz ronca pero entonada.
—Casi. Era «Me acecha un fundamentalista. Creo que me siguen» —dije en lugar de cantar.
Seguía desconfiando de la chica. Solo porque hubiera afirmado trabajar para la discográfica no significaba que fuera cierto. Ya había concedido al menos una entrevista sin saberlo, una noche de borrachera y calentura con una chica de una disco que resultó ser reportera de un tabloide con una actitud espantosamente recalcitrante en relación a las drogas y su consumo. La entrevista resultante casi había conseguido que me despidieran y desencadenó una controversia entre Capital Live! y el periódico sobre si la chica me había informado al inicio de nuestra conversación de que era periodista o no. Yo aseguré que no, pero también podría habérmelo dicho y que yo no la escuchara porque estaba demasiado ocupado rechinando los dientes y mirándole fijamente a las tetas.
Jo también tenía unos pechos impresionantes; no muy grandes, pero erguidos y sin sujetador. Las luces de cubierta colgadas sobre nuestras cabezas mostraban sus pezones como bultitos nítidamente definidos que se marcaban bajo el fino algodón negro.
—Sí —dijo—. La oí una vez en una fiesta. Pero nunca he conseguido una copia.
—Bueno, estaría encantado de, hum... conseguírtela —dije con una sonrisa—, pero yo tampoco tengo ninguna.
—Perdona —repuso también sonriendo—. No trataba de agenciarme una.
Se pasó la mano por el pelo rubio y en punta, dejando entrever las raíces negras en un gesto natural y atractivo, y echó un rápido vistazo a la fiesta.
—¿Qué haces en Ice House?
Se encogió de hombros.
—Un poco de contratación, un poco de lo que mi jefe llama gestión de activos. Cuido de los grupos.
—¿Alguno conocido?
—Eso espero. ¿Addicta? ¿Los conoces?
—Sí. He oído al grupo de moda, desde luego.
Sacudió la cabeza para enfatizar.
—Nada de modas. Son muy buenos.
—Vale. Leí una entrevista. El cantante me pareció un poco engreído.
Hizo una mueca.
—¿Y? —preguntó.
Sonreí.
—Ya, supongo que es cosa del oficio.
—Están bien. El grupo está bien. Brad parece arrogante, pero en cierto modo solo es sinceridad; es bueno y lo sabe y no le va la falsa modestia.
—Y que lo digas —convine—. No creo que le acusen nunca de falsa modestia.
Miró alrededor.
—Bueno. ¿Disfrutas del crucero?
—No. —Suspiré—. Detesto estas cosas —contesté a su expresión interrogante—. Bueno, aparte de lo que pasó con el Marchioness... siempre me siento atrapado. No puedes salir. En una fiesta o un concierto normales siempre puedes coger tus cosas y poner rumbo a la puerta. En estas cosas te chupas el viaje entero, aunque te mueras de aburrimiento o... bueno, de todo lo contrario.Un par de veces me ha pasado de conocer a alguien y, ah, ya sabes, alguien con quien congenias mucho y...
—Ah. Un alguien femenino.
—Un alguien femenino del género complementario a elección, desde luego, y de repente no tenéis ganas de gentío y queréis ir a alguna parte juntos, solos los dos, y... Bueno, esperar al final del crucero es de lo más frustrante.
Me respondió con una amplia sonrisa y sacó un botellín de cerveza de uno de los bolsillos de la chaqueta.
—¿Tienes costumbre de ligarte mujeres en los cruceros?
—De momento solo lo he hecho dos veces.
—Siempre podrías unirte al club subcubierta o como se llame y follar en los lavabos del barco.
—Lo sé —dije frunciendo el ceño como si acabara de ocurrírseme—, pero no sé de ninguna relación que haya empezado en los lavabos y haya durado demasiado. Es raro. Hum...
—¿Por qué me miras así?
—Perdona. Te contaba los piercings.
—¿Y?
—Eh. Siete. A la vista.
—Ja —dijo, y se levantó la camiseta para mostrarme un ombligo asegurado por una varilla en forma de hueso.
—Ocho.
Echó un trago y se secó los labios con el dorso de la mano, dejó la boca abierta, paseando la lengua por el interior de los dientes inferiores al tiempo que asentía y me repasaba sin disimulo.
—En total, nueve. —Hizo un ligero movimiento que en principio me indujo a pensar que se trataba de una reverencia, pero luego comprendí que hacía como si se mirara a sí misma.
—Vaya. Debe de ser divertido pasar por el detector de metales del aeropuerto.
Frunció un poco las cejas.
—Todo el mundo dice lo mismo. —Se encogió de hombros—. No es ningún problema.
—Bueno, parece que hay poca seguridad en los aeropuertos.
—¿No te van los piercings?
—¿Qué quieres que te diga? Soy un macho hetera y orgulloso —sonreí.
Una ceja alzada me dio la impresión de que me había entendido mal. Volvió la vista de nuevo hacia las luces del barco, sus metales relucieron.
—Oye —dijo—, ¿bailamos?
—Uf, pensaba que nunca lo preguntarías.
No nos unimos al club de subcubierta o comoquiera que lo llamara Jo. Esperamos una hora y tuvimos una sesión de sexo enérgico y tempestuoso en otro barco, mi nueva casa, elBella del templo.Encontré el noveno piercing.
—¡Eh! Hundamos el barco, tío.
Me desperté avanzada la noche, con el brazo dormido debajo de ella. ElBella del templodescansaba sobre un lecho de barro no demasiado equilibrado, de modo que hasta cierto punto podías deducir el estado de la marea incluso de noche, en el dormitorio principal y con las cortinas corridas, por la presencia o la ausencia de una ligera sensación de estar inclinado hacia la cabecera de la cama. Ahora notaba dicha sensación. Respiré hondo, saboreando el olor a decadencia que en ocasiones infestaba el aire de las noches veraniegas, proveniente del barro y capaz, las noches realmente cálidas y tranquilas como esa, de abrirse camino incluso hasta allá abajo. Nada. Solo el perfume de Jo.
La chica siguió durmiendo, despatarrada encima de mí, murmurando bajito en sueños. También le gustaba hablar mientras follaba, y que la mordieran. Bueno, que la mordisquearan, pero bastante fuerte. Se mostró muy sorprendida de que yo no compartiera esa predilección. Emitió un curioso ruidito de exhalación, como un suspiro exasperado, luego se acurrucó más cerca de mí y se quedó quieta y silenciosa, con una respiración lenta y regular.
A la luz del radiodespertador se veía un pequeño frasco de plástico sobre la mesilla de noche; sus lentes de contacto festivas. Jo llevaba lentillas a la moda que hacían que sus ojos parecieran fluorescentes a la luz ultravioleta. Bailar con ella en el barco con su anticuado juego de luces había sido... interesante.
Mirándole atentamente la cara distinguía los tenues reflejos de alguno de los piercings de acero que puntuaban su piel. No me importaba en lo más mínimo que la gente se tatuara o se agujereara el cuerpo con varas de metal: ¿era mejor, peor o igual que hacerse un lifting, un implante de colágeno, una liposucción o inyectarse botox? No lo sabía. Pero cuanto más lo pensaba, más raro me parecía atravesarse la piel con bultos metálicos. Hasta dónde llegamos para diferenciarnos de los demás, pensé. Pero por otra parte la gente llevaba pendientes y empastes, y había cosas todavía más extrañas, como aquella tribu que va poniendo anillos alrededor del cuello de las chicas a medida que crecen hasta que se lo han estirado tanto que si se quitaran los anillos, se les rompería el cuello y morirían.
Jo era divertida, con lentillas y todo. Ya habíamos dejado claro que ambos nos encontrábamos implicados en relaciones serias (cosa que en cierto modo quería decir que los dos estábamos dispuestos a iniciar una nueva).
Ya veríamos.
—... de visita en su país, señor, y no podía creerme que lo que estaba escuchando aquí mismo, en la ciudad de Londres, no viniera en realidad de Kabul o Bagdad. No me lo podía creer. Tuve que echar un vistazo alrededor y convencerme de que estaba en un taxi londinense, no...
—Señor Hecht...
—¿De dónde demonios salen ustedes? Dios mío, perdimos a cuatro mil de los nuestros en una mañana, hombre. Todos ellos civiles inocentes. Esto es la guerra. ¿No lo entiende? Ha llegado la hora de despertar. Es hora de elegir bando. Cuando el presidente dijo que están con nosotros o contra nosotros, habló en nombre de todos los americanos decentes. Su señor Blair ha elegido de qué lado está y nos gustaría pensar que habla en nombre de todos los ingleses decentes, pero no sé de qué bando se cree usted que está. Desde luego, no parece que del nuestro.
—Señor Hecht, si la elección está entre la democracia estadounidense y unos misóginos asesinos en un Estado gobernado a golpe de decreto y sharia, créame que estoy de su lado. Vendería... Entregaría a mi propio hermano si descubriera que ha tenido algo que ver con los ataques del once de septiembre. Señor Hecht, sé que normalmente no lo parece y estoy seguro de que no se lo pareció cuando me escuchó ayer, pero adoro muchas cosas de América. Adoro sus libertades, que celebren la libertad de expresión, su amor por... el progreso. Sigue siendo la tierra de las oportunidades, lo sé; no hay mejor lugar en el mundo si eres joven, listo, sano y ambicioso. Muchos británicos fingen perplejidad ante el hecho de que tan pocos estadounidenses tengan pasaporte; yo he viajado por su país y sé el porqué; Estados Unidos es un mundo. Los estados son como países, simplemente la escala del país, su diversidad climática y paisajística es deslumbrante, bello de verdad. Y ¿existe alguna nación o algún grupo étnico que no tenga representación en Estados Unidos? Los americanos no tienen necesidad de salir al mundo, el mundo va a ellos y es comprensible.
»Pero hay muchas cuestiones que me plantean problemas. Tengo un problema con cualquiera que haya votado a ese hombre que proclama ser su presidente, por ejemplo... pero como no todos los americanos tienen derecho a voto y la mitad de los que lo tienen no se molestaron en votar y menos de la mitad de los que votaron lo hicieron por Bush, supongo que eso significa que sencillamente me desconcierta un veinte por ciento o menos de la población, que no es para tanto. Pero se trata de problemas similares a los que tienes con un familiar al que quieres; solo importan porque estáis muy unidos. Lo que digo es que, movidos por la rabia y el dolor del momento, ustedes... su gobierno está cometiendo una serie de errores terribles, errores que en el futuro perjudicarán a Estados Unidos y a todos nosotros. Y no quiero que ocurra.
—Bueno, es como escuchar a dos personas distintas, señor, no veo cómo concuerda eso con lo que decía usted ayer.
—Señor Hecht, lo que digo es que se está generando una especie de locura alrededor de todo este asunto, una negatividad que no beneficia a nadie. No, no es verdad; beneficiará a la gente que ha hecho esto. El rechazo estadounidense beneficiará a sus enemigos. Si no logran comprender esto, si no comprenden a sus enemigos, nunca los derrotarán. De modo que el creer que Estados Unidos fue atacado en un acto de celos no solo es ridículo y un autoengaño, sino perjudicial. No fue un acto de petulancia desmedida, por amor de Dios. Veinte hombres muy motivados no entrenan durante meses para suicidarse en una operación meticulosamente planeada y ejecutada que los servicios de seguridad mejor financiados del mundo no consiguen siquiera olerse (pese a que tiene lugar justo delante de sus narices) porque ustedes tengan más electrodomésticos que ellos. ¿Cómo es eso que suele decirse? «Es la economía, estúpido.» Bueno, en este caso, es la política exterior. Así de simple.
»Ni siquiera importa que usted o yo lo veamos de otro modo, señor Hecht, pero para ellos se trata de todos los regímenes corruptos y antidemocráticos a los que Estados Unidos ha entregado armas y dinero desde la última guerra mundial, apoyando dictaduras porque ocupan un desierto repleto de petróleo y ayudándolos a aplastar a los disidentes, se trata de los infieles que ocupan los lugares sagrados y la innegable opresión del pueblo palestino por parte del estado número cincuenta y uno de Estados Unidos. Así es como lo ven. Puede discutirles su análisis, pero no se engañe pensando que todo esto ha pasado porque tienen celos de los centros comerciales estadounidenses.
—Por supuesto que les discuto su análisis. ¿Ahora trata de decir que está de nuestro bando?
—Querido amigo, le remito a la antedicha respuesta.
—¿Perdón?
—No, perdóneme usted a mí, señor Hecht; era un ejemplo de fraseología parlamentaria británica que a veces usamos en el programa. Mire, señor Hecht, ¿creo que deberían ustedes invadir Afganistán? Para lo que van a conseguir (y me doy cuenta de que es prácticamente nada), no. Pero cuando lo hagan, no podrían elegir otro régimen mejor. Llevo años despotricando contra el régimen talibán. Pero no se olvide de que ustedes ayudaron a instaurarlo; ustedes financiaron a los muyaidines, armaron a Bin Laden y apoyaron al servicio secreto paquistaní, como en otro tiempo ayudaron al dictador Saddam Hussein porque le necesitaban y como ahora apoyan al dictador Musharraf y el grotesco despotismo medieval de los saudíes porque ahora los necesitan... Entretanto, el nuevo Escudo Antimisiles, que destruye todos los tratados de limitación de armamento con precisión milimétrica pero del que se nos garantiza que carece por completo de efectos discernibles sobre cualquier supuesto misil enemigo, que necesita un buscador en la nariz de su objetivo para aun así errarlo en el mismo hemisferio y que tras el once de septiembre ha demostrado ser un dispendio de dinero todavía más descarado e irrelevante, tiene un ciento por ciento de garantías de salir adelante. O sea... Todo esto es una locura, señor Hecht. Una psicosis nacional.
—Tenemos derecho a defendernos, señor. Teníamos ese derecho antes del once de septiembre. Ahora tenemos derecho a exigirlo. Y lo tendremos le guste o no a la gente como usted. Si quiere formar parte del asunto, bien. Pero si no forma parte de la solución, es usted parte del problema.
—¿Sabe una cosa, señor Hecht? De adolescente, justo cuando empecé a pensar por mí mismo, llegué a una conclusión muy simple. Decidí que, siempre que alguien dice «Estás con nosotros o contra nosotros», tienes que estar en contra. Porque solo los bobos moralistas y los bribones manipuladores ven, o aseguran ver, el mundo en términos tan absurdos de blanco o negro. Dudo profundamente del hecho de estar del mismo bando que cualquiera así de estúpido o falso y, desde luego, no me dejaré guiar por gente así. El mal siempre empieza con una buena excusa, señor Hecht. George W. Bush tal vez sea ahora, en efecto, presidente por aclamación y, comparado con los que atacaron Estados Unidos, personalmente intachable, pero eso no quita que llegara a donde está a base de argucias y falsedades y, sin necesidad de hurgar muy hondo, no es más que un pobre hombre que no está a la altura.
—Váyase usted al infierno, donde seguro que acabará. —El señor Hecht colgó.
—Creo que le hemos perdido, Notty.
Respiré hondo.
—Has gastado tu oportunidad anual para hacer esa broma[1], Filfa Phil.
—¡La embajada estadounidense al teléfono!
—Ah, basta ya, me estáis matando.
—Encantado de conocerte, Ken. Pasa, pasa. Ah, sí, permite que esta encantadora jovencita te coja el abrigo...
—Encantado de conocerle, eh...
—Jamie. Llámame Jamie. Aquí no nos andamos con ceremonias. Bienvenido al cuerpo de la iglesia, como suele decirse. Yo también tengo sangre escocesa, ¿sabes? Los chicarrones del norte tenemos que mantenernos unidos frente a esos anglos, ¿eh? Nos emocionó de veras que te unieras a nosotros, a Capital Live! Tengo entendido que te va muy bien. Yo mismo te he escuchado un par de veces; ojalá fueran más. Ya sabes, horarios, reuniones, negocios; pero te he escuchado. Te he escuchado. Muy bien, muy bien. Apurando, apurando al máximo, pero me gusta. También es mi estilo. Trabajo al límite. No hay nada igual, ¿verdad? El peligro, el riesgo. Correr riesgos, en eso consiste todo, ¿verdad? ¿No te parece? Bueno, ¿y cómo te va en elBella del templo?
—Ah, muy bien —dije. Dudé un momento, preguntándome si debía puntualizar que ya llevaba instalado más de un año.
—Brillante. ¡Estupendo, estupendo! Ah. Helena. Te presento a Ken. Ken Nott. Ken; mi mujer, la encantadora Helena. Ah, bebidas. Excelente, excelente. Ken. ¿Champán?
—Lady Werthamley —dije, saludándola con la cabeza—.Gracias.
Sir Jamie Werthamley, nuestro Querido Propietario, tenía un ático de lujo en los dos pisos superiores de su nuevo edificio de oficinas, Limehouse Tower, con vistas al río. Esto ocurría en abril de 2001 y llevaba trabajando para él casi un año —tres meses en el relativamente prestigioso programa de última hora de la mañana—, pero esta fiesta de cumpleaños era la primera ocasión que tenía de conocerle en persona (la invitación pedía que no se le llevaran regalos, que podrían haber resultado superfluos para un hombre que poseía varias minas de oro, un banco, un archipiélago caribeño y su propia aerolínea; en fin, cumplí encantado).
Sir Jamie era un cincuentón de aspecto juvenil, pelirrojo con algunas canas. Hacía tiempo que la coleta marca de la casa había desaparecido, pero la tachuela de diamante seguía en su oreja. Vestía con estilo informal, unos vaqueros de diseño, una camiseta blanca y una chaqueta azul que se veía correcta y carísima. Yo me había vestido con mis mejores galas informales pero elegantes, aunque a su lado me sentía como un pillo de la calle.
Quizá hubiera un centenar de personas reunidas en el salón principal, que había arreglado a las mil maravillas un decorador cinematográfico. La multitud cabía sin problemas. Una mujer con aspecto de supermodelo se llevó mi abrigo como una exhalación y otra me colocó en la mano una copa de champán del color del oro viejo sin darme tiempo ni a respirar. Sir Jamie era del tipo tocón; te cogía de la mano, te llevaba del codo, te daba palmaditas en la espalda, golpecitos suaves en el brazo, esas cosas. Y durante todo ese tiempo hablaba con intensidad y entusiasmo, las palabras apenas tenían tiempo de apartarse del camino para dejar paso a las siguientes. En ese particular era exactamente el mismo que cuando le entrevistaban en televisión.
Su mujer estaba sentada, erguida y elegante, en una silla de ruedas alta de última tecnología. Lady W. había sufrido una terrible caída de caballo hacía diez años, no mucho después de casarse. Vestía una prenda azul de gasa y algunas relucientes joyas de diamantes y platino. Debía de tener unos diez años menos que su marido, una melena negra azabache y ojos violeta.
—Llámame Helena, por favor —me dijo, soltándome la mano.
—Gracias, Helena.
Hizo girar la silla de ruedas mediante un pequeño mando que sostenía en la mano derecha y la deslizó hacia los escalones que bajaban a la parte hundida del salón.
—Escucho tu programa, Ken —me dijo por encima del hombro mientras yo la seguía.
—Gracias.
—No tienes pelos en la lengua, ¿eh?
—Es mi trabajo, Helena —dije al tiempo que la silla de Lady W. llegaba a la cima de los escalones y se detenía.
—Molestas a mucha gente.
—Eso me temo.
—A mucha gente importante, de hecho.
—Me declaro culpable, señora —convine.
—Conozco a muchos de ellos.
—Eh... Me sorprendería que no fuera así —dije con cautela.
Resopló como una colegiala inglesa de escuela privada y levantó la vista hacia mí, guiñándome el ojo.
—Sí, bueno, que no decaiga. Y ahora, a ver quién te encontramos para charlar.
Inspeccionó el salón con la vista. Yo también. El espacio en sí resultaba abrupto y de colores primarios. Parecía un decorado de cine; en realidad parecía la guarida del malo de una película de Austin Powers, que era una cosa curiosa en la que gastarse un par de millones de libras, pero en fin. Las ventanas, con vistas al sur y al oeste, medían tres metros de alto y fácilmente quince de ancho; parecían grandes losas oscuras salpicadas por las luces de Londres.
Se veían muchas caras famosas de, supuse entonces, prácticamente cualquiera de las sendas que en esta vida pueden conducir a que la cara de la gente aparezca en la prensa o la televisión aparte del crimen. (En realidad, me equivocaba en lo del crimen.) Imaginé que la gente a la que no conocía solo eran ricos o poderosos discretos o ambas cosas y comprendí que muy probablemente yo era la persona menos importante de todo el piso con la excepción, no garantizada, del personal de servicio con aspecto de supermodelos.
—Ah —exclamó con decisión la señora W.—. Tal vez te interese conocer a Ann y David Schuyler. Ella enseña filosofía política en la facultad de economía de Londres y él es un incondicional del grupo Tribune. Vamos.
La silla salió disparada hacia delante y, mediante un sistema de tres ruedas en cada esquina, descendió lentamente, con los motores runruneando, hacia la moqueta rojo oscuro de la zona inferior.
Los Schuyler eran encantadores y fascinantes e interesantes conversadores y también charlé con varias personas más que eran todas esas cosas o la mayoría de ellas durante el curso de la noche y pasé un rato agradable con un piloto de Fórmula Uno, una secretaria de Estado recién nombrada que me llevaría unos quince años pero seguía resultando sorprendentemente atractiva (y que sentía un desprecio todavía más sorprendente por su ministro) y una bella y joven actriz cuyo nombre todavía recordaba semanas después pero cuya personalidad me pasó totalmente inadvertida. Bebí champán y probé algunos de los alimentos que se deshacían en la boca y circulaban en bandejas de plata sostenidas en alto por el servicio cualificado para la pasarela.
Y por fascinante que me resultara por un tiempo, al final la única cosa que importó fue que conocí a Celia.
Ya la había visto al volver del servicio («En dirección al Monet y, al llegar al Picasso, giras a la derecha», como me había indicado el propio sir Jamie). Celia estaba de pie junto a un hombre pálido y pequeño con traje negro de corte severo, escuchándole hablar con un rotundo lord dueño de un diario nacional y varios títulos regionales.
Llevaba unos tacones bajos que la acercaban al metro setenta y un vestido negro, largo y de cuello alto. Un collar largo de perlas negras; la piel, del color del café con leche. Parecía mestiza, una combinación de blanco y negro y quizá también del sudeste asiático. Si me hubieran preguntado, le habría echado unos veinticinco, pero su cara era extraordinaria; daba la impresión de pertenecer a una adolescente que había visto cosas terribles para su corta existencia o a una sesentona que no había tenido ni un mal día ni nada que la empujara a envejecer en toda su vida. Sus rasgos transmitían una calma intensa, una inocencia casi obstinada que no recordaba haber visto jamás. Resultaba casi idéntica a la serenidad desenvuelta de un niño seguro y sin problemas pero no obstante profundamente diferente; algo por lo que se había luchado y que se había conseguido, no algo heredado, no algo que se le hubiera otorgado. Sus ojos color ámbar destacaban bajo la fina escultura de sus cejas oscuras y una frente como un cuenco perfecto y suave, y la redondez de la boca y los ojos se extendía hasta las líneas alargadas de los bordes del rostro contribuyendo así a aquella expresión de tranquilidad infinita. Llevaba el pelo recogido, denso, brillante, inmaculado. Era del color de la heroína.
Su mirada resbaló por encima de mí cuando pasé a unos metros de ella a la zaga de un poco más de aquel agradabilísimo champán. No la reconocí a ella ni al hombre que la acompañaba —que recordaba un poco a Bernie Ecclestone sin gafas y con mejor pelo—, aunque lo vi marcharse al cabo de una hora, sin ella pero con un tipo rubio tan ancho y alto que solo podía tratarse de un guardaespaldas.
Una tormenta había estado acercándose a Londres por el oeste desde las encarnadas horas del amanecer. Cuando descargó, la fiesta estaba en pleno apogeo pero, aparte de un rugido lejano, si te aproximabas a las ventanas y los dibujos ondeantes de la lluvia sobre los cristales que daban al oeste, era fácil pasarla por alto.
Volví a encaminarme hacia el Monet, listo para girar a la derecha al llegar al Picasso, pero el lavabo estaba ocupado. Sir Jamie, agarrado a una botella de Krug de cuello estrecho y en compañía de un par de sonrientes estrellas de culebrón, se detuvo y preguntó:
—¿Cola, Ken? Ven por aquí; hay otro urinario. Mi casa, ya sabes. ¡Ah! ¿Te apetece un billar? Nos falta... Oh, mentira, no, no nos falta nadie —dijo al tiempo que un joven insultantemente guapo al que reconocí de un grupo pop bajaba torpemente por las escaleras de caracol que quedaban a la derecha—. Perdona, Ken; retiro vergonzosamente mi oferta repentina. Hola, Sammy —saludó sir Jamie con una sonrisa, y le dio una palmada al chico en el brazo. Se volvió hacia mí y señaló las escaleras de caracol con la cabeza—. Por arriba, Ken. O si no, en ascensor. En cualquier caso, sigue a tu nariz. ¡Ja, ja! Nos vemos. Pásatelo bien. —Y añadió para el joven y las dos mujeres—: ¡Bien! —Y desaparecieron.
Subí las escaleras y luego seguí un pasillo ancho de gruesa moqueta flanqueado de obras de arte. Las ventanas del fondo daban al este del Millennium Dome, coronado por un aro de luces rojas de los edificios altos. No encontré ninguna puerta abierta, así que me encogí de hombros y elegí una al azar, la única de hoja doble a la vista. Un apropiado dormitorio del tamaño de una pista de tenis apareció ante mí y crucé hacia donde supuse que se encontraría el baño adjunto. Era un gimnasio, pero al fondo, en el otro extremo de la habitación, estaba el cuarto de baño. Realmente incluía un pequeño urinario de cerámica con tapa colgado de la pared, así como un retrete normal, dos lavamanos del tamaño de bañeras pequeñas, una inmensa bañera a ras de suelo tachonada de bocas, luces y altavoces subacuáticos, una ducha colosal con más bocas de agua que la bañera y una sauna del tamaño de la cabina de un camión.
Me pareció un poco patético hacer solo un pis en semejante palacio de la evacuación, la exfoliación y la inmersión; como usar un McLaren F1 como cochecito de golf. Me quedé de pie mirando el lugar y caí en la cuenta de que probablemente se tratara solo del baño de sir Jamie, puesto que no se veían facilidades especiales para una persona discapacitada. Estaba inmaculado salvo por una pequeña zona de un estante de vidrio donde se acumulaban algunos cristales blancos minúsculos. Me lleve unos pocos a la lengua con la punta del dedo y saboreé la cocaína. Un poco demasiado cortada, de modo que seguro que no era de sir Jamie. Probablemente de Sammy, el popero patoso.
Iba a salir del dormitorio cuando vi moverse el borde de las cortinas que cubrían una de las paredes y noté una ligera bocanada de aire rozarme la cara. Titubeé, luego aparté la cortina.
La ventana daba al nordeste, por encima de una terraza cortada en diagonal en la cima de la torre. Arbustos y árboles pequeños en macetas gigantes se balanceaban al viento y la superficie de los estanques artificiales ondeaba con las acometidas y caricias del viento. La puerta corredera de uno de los bordes del enorme ventanal estaba abierta, no más de un dedo. Me pregunté si debería cerrarla. Si cambiaba el viento... ¿Y qué? Seguro que sir Jamie tenía un valet o un mayordomo o un comoquiera que se llame para encargarse de esas cosas. Iba a soltar de nuevo la cortina y dejarlo todo como estaba cuando vislumbré una figura entre las sombras cerca de uno de los bordes de la terraza donde una verja fina y recta segmentaba la vista.
Rayos. Mucho después pensé que debieron haber sido rayos los que iluminaron la escena, que se había tratado de una de esas tormentas y que cuando la vi por primera vez allí de pie había sido por cortesía de un rayo que iluminó la Misteriosa Figura entre las Sombras. Pero no. Solo eran las luces de la ciudad atenazada por la tormenta. A veces las situaciones no son lo bastante góticas.
Distinguía que era una mujer de pie, a unos cuatro metros de distancia, situada al abrigo del edificio, bajo un techo que cubría parte del jardín. Era una protección parcial, porque la veía sacudida por las rachas de viento arremolinado. Se la veía delgada, frágil y oscura. Tenía los brazos cruzados bajo el pecho. El viento tiraba del dobladillo de su vestido largo y cuando mi vista se adaptó a la oscuridad vi pequeños mechones de pelo azotándole la cara y revoloteando alrededor de su cabeza como llamas atenuadas, veloces.
Comprendí que probablemente sabía que la estaban observando —una rendija de luz iluminaba el enladrillado desde que había levantado la cortina— justo cuando giró la cabeza y me miró de frente. Se quedó quieta un momento, luego inclinó la cabeza a un lado. Reconocí a la mujer del vestido negro ajustado con la cara extraordinaria. No le veía los ojos.
Incluso entonces, en teoría, podría haberme limitado a soltar la cortina y dirigirme al piso de abajo y regresar con mi achispamiento a la fiesta. Pero muy pocas veces se presentan oportunidades así, pequeños montajes de la suerte. Incluso sin haber leído sobre escenas como aquella o haberlas visto en la televisión o el cine, incluso si nunca hubiera leído ni visto nada en la vida, el momento habría impuesto la necesidad de actuar de un modo determinado, de aprovechar la ocasión que se había presentado porque hacer cualquier otra cosa habría sido sencillamente reconocerse víctima de una tristeza terminal. O quizá me había tragado la fantochada de sir Jamie sobre lo de ser dos amantes del riesgo. En cualquier caso, lo que hice fue colar la mano por el hueco abierto entre el ventanal y el marco y empujar a un lado el pesado panel.
—Hola —dijo ella con voz apenas audible por encima del rugir de la tormenta.
—Te estás jugando la vida.
—¿Cómo dices?
Alcé la voz.
—La vida —dije casi gritando, sintiéndome ya como un idiota mientras se desvanecía el gran momento oculto bajo el ruido y la fuerza del viento—. Te la estás jugando.
—¿Sí? —preguntó como si acabara de comunicarle una noticia novedosa e importante.
Dios mío, pensé, menuda pánfila.
—Oye, ¿podría...?
Y señalé hacia el interior del dormitorio dándole a entender que la dejaría proseguir con cualquiera que fuera la naturaleza de su comunión con el tejado a la que estaba entregada.
Inclinó la cabeza llevándose una mano al oído. Meneó la cabeza.
—Mierda —dije por lo bajo, y salí a la terraza.
Bueno, ¿qué otra cosa podía hacer? Era guapa, el tipo con el que estaba se había marchado de la fiesta sin ella, yo tenía treinta y cinco años y empezaba a vigilar mi peso y a buscarme canas cada mañana y no estaba tan involucrado en otras historias como para no poder manejar la potencial complicación extra de enredarme con una mujer con aquel aspecto. Suponiendo que no fuera una pánfila y por pocas posibilidades que tuviera. La lluvia me salpicó la cara y el viento me despeinó.
—Ken Nott. Encantado de conocerte. —Le ofrecí la mano.
Ella la miró un momento y luego la aceptó.
—Celia. Merrial. ¿Qué tal?
Tenía una voz suave, con un leve deje probablemente francés.
—¿Estás bien aquí fuera? —pregunté.
—Sí. ¿Pasa algo?
—¿Cómo?
—¿Por que esté aquí? ¿Pasa algo? ¿Se puede?
Descorazonado, comprendí que no me había reconocido de antes, de la fiesta. Por lo visto me había tomado por un guardia de seguridad de Mouth Corporation dedicado a arrastrarla de vuelta al territorio destinado a la diversión de la planta baja.
—No tengo ni idea —admití—. Soy un civil más. —No íbamos a ninguna parte. Lo mejor era excusarse e irse de allí. Era absurdamente pronto para escapar de una situación con potencial, pero un instinto que en una situación normal habría obviado me decía que olvidara todo aquello—. Escucha. Si estás bien, te dejo sola. Simplemente... bueno, ya sabes, te he visto ahí fuera y... —Ni siquiera manejaba con gracia la retirada.
No me hizo caso. Volvió a ladear la cabeza, socarrona. Frunció el ceño y dijo:
—Ah. Tu nombre me suena.
—¿Ahora sí?
—Trabajas en la radio —dijo retirándose un mechón de pelo que se le había enganchado en la boca. Tenía la boca pequeña y carnosa—. Me dijeron que vendrías. —Sus dientes se vieron muy blancos cuando me sonrió tímidamente, con recelo—. Escucho tu programa.
Ahí me atrapó. En lo que a mi ego respecta, aquello equivalía a confesarse mi fan número uno. A la vez, un leve tizne de decepción tiñó mi satisfacción. Por muy inteligentes, ricos, extraordinariamente influyentes y con un rendimiento superior a la media que supusiera a mis oyentes, para una mujer como aquella no era lo bastante exótico escuchar mi programa de la radio diurna con toques pop y cuñas comerciales metidas con calzador. Entre las diez y las doce de la mañana aquella mujer debería estar perfeccionando su técnica para interpretar fugas de Bach en su piano de cola o recorriendo galerías mientras preparaba un borrador de su tesis, deteniéndose delante de grandes lienzos, asintiendo sabiamente. Debería ser del tipo de oyente de Radio Three, me dije para mis adentros; desde luego, no debería escuchar ninguna emisora con un signo de exclamación en el nombre.
Lo siento, no alcanzas el nivel mínimo aceptable de misterio que mi recalentada y hondamente desgraciada sensibilidad romántica exige. Muy Groucho. Pobre estúpido.
—Me siento muy halagado —le dije.
—¿Sí? ¿Por qué?
Contesté con una pequeña sonrisa. Nos golpeó una ráfaga de viento, duchándonos de lluvia y haciéndonos oscilar juntos como si bailáramos al son aporreante de la tormenta.
—Bueno, me halaga conocer a alguien que admite oír mi programa de usar y tirar, de un simplismo terminal. Y tú...
—¿De veras? ¿De verdad te parece simplista y desechable?
Yo iba a decir algo del estilo «Y tú eres la criatura más sobrecogedoramente bella de esta fiesta compuesta en su mayoría de criaturas sobrecogedoramente bellas, cosa que hace especialmente gratificante tu interés por mí», pero ella cometió la temeridad de interrumpir mi discurso profesional y tomarse en serio mi charla. No sabía qué era peor.
—Bueno, puede ser simplista, desde luego —dije—. Y cuando eso ocurre, no es más que una radio local, aunque sea una radio local londinense. Tampoco es Noam Chomsky.
—Admiras a Noam Chomsky —dijo asintiendo y apartándose otro mechón de pelo de la boca. El viento ululaba en torno al edificio, salpicándonos a ambos con gotas de lluvia. Era abril y no hacía demasiado frío, pero aun así allí actuaba una buena cantidad del factor viento helado—. Lo has mencionado varias veces.
Alcé las manos.
—Lo más parecido a un héroe que tengo. —Crucé los brazos—. Es verdad que oyes el programa, ¿no?
—A veces. Dices unas cosas... Siempre me sorprende que te salgas con la tuya. A menudo pienso que no te dejarán seguir adelante y, sin embargo, cuando vuelvo a encender la radio sigues ahí.
—La verdad es que al estudio lo llamamos...
—Puerta de Embarque —dijo con una sonrisa—. Lo sé. —Asintió. El viento le golpeó en la espalda, obligándole a dar un paso adelante, hacia mí. Adelanté una mano, pero ella recuperó el equilibrio y volvió a enderezarse. No parecía notar el vendaval que la rodeaba—. Seguro que te creas muchos enemigos.
—Cuantos más, mejor —convine con ligereza—. Hay mucha gente absolutamente despreciable, ¿no te parece?
—¿De verdad te da igual?
—¿Crearme enemigos entre mis mayores y superiores?
—Sí.
—No me importa lo suficiente para parar.
—¿De verdad no te preocupa ofender tanto a alguien que intente perjudicarte?
—Me niego a preocuparme. No le daría a esa clase de gente el gustazo de saberme preocupado.
—Así que... ¿eres valiente? —preguntó con una sonrisilla.
—No, no soy valiente. Simplemente me la trae al pairo.
Por lo visto le pareció divertido, porque bajó la cabeza y sonrió al empedrado.
Suspiré.
—La vida es demasiado corta para malgastarla preocupándose, Celia. Carpe diem.
—Sí, la vida es corta —concedió sin mirarme. Luego alzó la vista—. Pero quizá te arriesgues a acortarla aún más.
Le sostuve la mirada. Contesté que no me importaba, y en ese preciso momento, en la terraza bajo la tormenta, realmente lo creía.
Alzó un poco la cara, al tiempo que otra ráfaga de viento la sacudía primero a ella y luego a mí. Me moría de ganas de coger aquella barbilla perfecta y besarla.
—Mira —dije—, dejando aparte cualquier otra consideración, solo es la radio. Y mi reputación, que me he ido construyendo. Sobre todo a base de ser despedido de diversas emisoras, lo admito, pero por eso se me conoce. Es como si me hicieran descuento especial por eso mismo. La gente sabe que me pagan por ser controvertido o, directamente, grosero. Soy un deportista de impacto. El Escocés Impactante. El Impacto Escocés. Si Jimmy Young o uno de los locutores de Radio One o incluso si Nicky Campbell dijera las cosas que yo digo la gente protestaría, pero como soy yo, lo pasan por alto. Hoy día para impresionar de verdad tendría que difamar a alguien y entonces me despedirían. De todos modos, es probable que no tarden mucho en despedirme.
—Con todo, resulta extraño enfocar tu trabajo como lo haces. A la mayoría de la gente le gusta gustar. O incluso ser querida. —Lo expuso como si se tratara de algo que quizá no se le hubiera ocurrido nunca a una mente triste y cínica como la mía.
—Ah, pero yo siempre estoy listo para recibir una buena dosis de ambas cosas.
—Pero insultas a la gente y sus ideas. Incluso a su fe. A las cosas que aprecian.
—No tienen obligación de escucharme. —Suspiré—. Pero, sí, insulto a cosas que la gente tiene en gran estima. Es mi trabajo. —Celia fruncía el ceño. Me llevé las manos a las mejillas—. Mira, mi intención no es insultar a la gente y sus creencias para hacerles daño porque me produzca un subidón sádico, es decir, lo que necesito y quiero decir, y en lo que creo sinceramente, que considero que es verdad, son cosas que por casualidad hieren a otros. ¿Tiene sentido?
—Sí, creo que sí —dijo en un tono comedido y escéptico.
—Lo que trato de explicar es que yo tengo mis propias creencias. Yo... Mierda, esto es tan poco postirónico o posmoderno y tan escasamente cínico para, ya sabes... un cínico... Perdón, me estoy repitiendo... Jesús. —Respiré hondo una bocanada de aire tormentoso—. Creo en la verdad. —Ahora me sonreía un poco. Estaba comportándome como un completo idiota, pero ya no me importaba—. Ya está, ya lo he dicho. Creo que existe algo muy parecido a la verdad más o menos todo el tiempo y no acepto esa tontería de que cada uno tiene su propia verdad y que hay que respetar las opiniones de todo el mundo solo porque son sinceras. El odio de los nazis a los judíos era sincero; no era ninguna broma. No voy a respetar sus putas ideas solo porque fueran sinceras. Creo en la ciencia, en el método científico, en la duda, en el cuestionarse las cosas, en enfrentarse a las verdades en lugar de esconderse de ellas. No creo en Dios, pero admito que podría estar equivocado. No creo para nada en la fe porque la fe significa creer sin razón y la razón es lo único que tenemos, la única cosa en la que sí creo. Creo que la gente tiene todo el derecho a creer en lo que quiera, por muy ridículo que sea, pero no acepto que tenga derecho a coaccionar a otros para compartir sus puntos de vista. Y, desde luego, no acepto ningún derecho que pueda creer tener nadie a que no se desafíen sus opiniones solo porque le fastidie.
—Tienes fe en la razón —dijo con calma, colocándose bien algunos mechones—. ¿No?
Me reí en voz alta, agitando los brazos.
—¡Qué locura! —bramé—.¿Estamos en lo alto de una torre en medio de un puto huracán calándonos hasta los huesos y charlando de filosofía? —Dejé los brazos extendidos—.¿No te sorprende lo absurdo de la situación? ¿Celia? —añadí por si creía que había olvidado su nombre.
Volvió a ladear la cabeza. Otra ráfaga desestabilizadora de viento, otro reajuste de posición.
—Lo siento. ¿Tienes frío? —preguntó con tono preocupado—. Podemos entrar.
—No, no. Si tú estás bien aquí, yo también. Soy escocés; estamos obligados moral y legalmente a no admitir que tenemos frío, desde luego, no en presencia de mujeres con vestimenta ligera y en especial no de mujeres con vestimenta ligera y una belleza apabullante a las que quepa suponer habituadas a climas más agradables. Las penas son bastante severas. Te retiran el pasaporte y...
Celia asentía con un leve fruncimiento de cejas.
—Sí. Solo te cuesta explicarte cuando estás siendo particularmente sincero —dijo a modo de conclusión.
Eso me cortó las alas. Dejé caer las manos, con las que también había estado hablando.
—¿Qué eres tú? —inquirí—.Celia, a las claras: ¿una especie de detractora de las brigadas policiales móviles venida a psicoanalista filosófica?
—Soy una mujer casada, ama de casa, oyente.
—¿Casada?
—Casada.
—¿A tu marido también lo metes en estos aprietos?
—No me atrevería. —Parecía muy seria. Luego meneó la cabeza—. Bueno, podría, pero no me entendería.
A la mierda; estaba cogiendo frío. Era la mujer más interesante, incluso excepcional, que había conocido desde hacía muchísimo tiempo, pero las cosas tienen un límite.
Le sostuve la mirada y, después de coger aire, pregunté:
—¿Eres una esposa fiel, Celia?
No dijo nada durante un rato. Nos limitamos a seguir de pie mirándonos el uno al otro. Veía gotitas de lluvia en su cara como gotas de sudor o lágrimas y el vendaval que la despeinaba. Celia se sacudía a cada ráfaga de viento, como si temblara.
—Lo he sido —contestó por fin.
—Bien, yo...
Me detuvo, levantando una mano hacia mi boca y negando con la cabeza. Miró detrás de mí, hacía el ventanal todavía abierto.
—Mi marido es... —empezó a decir, pero se detuvo. Chasqueó la lengua, miró abajo, luego a un lado, y se pellizcó el labio inferior con los dedos de la mano derecha. Volvió a levantar la vista hacia mí—. Una vez se me ocurrió que si llegaba a odiar a alguien de verdad, de verdad, le haría el amor y me encargaría de que mi marido se enterara. Pero solo si odiara mucho a ese individuo y quisiera verlo muerto o quizá creyera que él preferiría estar muerto.
Arqueé las cejas.
—La puta —dije razonablemente. No parecía estar de broma—. Tu marido es, ah, bueno, celoso.
—No sabes cómo se llama.
—Ah —dije avergonzado. Me di unos golpecitos en la sien—. ¿No era Merry...?
—Merrial. John Merrial.
Sacudí la cabeza.
—Lo siento —dije—. No me suena de nada.
—Pues debería sonarte, creo.
—Bueno, me llevas ventaja.
Celia asintió despacio, con solemnidad.
—Me gustaría volver a verte, si te apetece. —El viento casi ahogó su voz.
—Sí, me gustaría. —Pensé: Todavía no la he tocado, ni besado, ni nada. Nada.
—Sin embargo, debes saber que si vamos a vernos tendrá que ser de manera esporádica y secreta. Podría parecer... casual —dijo volviendo a fruncir el ceño, como si no estuviera explicándose como quería—. Pero no lo sería. No podría serlo. Sería... —sacudió la cabeza— significativo. No algo en lo que embarcarse a la ligera. —Sonrió—. Me ha quedado muy formal, ¿no?
—Me han hecho proposiciones más románticas.
Avancé lentamente y estiré los brazos hacia Celia. Ella se puso de puntillas, alzando la cabeza y echándola hacia atrás, cogiéndome la cara con las manos y ofreciéndome su boca abierta mientras el viento golpeaba y empujaba y nos zarandeaba y la lluvia sembraba las ráfagas a modo de suave y fría metralla tormentosa.
Esa noche Jo había ido a una juerga por todo lo alto en Ice House. Llegó borracha media hora después que yo, bajando a tumbos la escalerilla del Bella del templocon una sonrisa y oliendo a tabaco. Se rió y empezó a hacerme cosquillas, luego me besó y acabamos en la cama.
A veces tenía un modo preferido de que la follara cuando estaba borracha; tumbada de espaldas, vestida solo con una camiseta levantada por encima de la cabeza y con los brazos atrapados dentro dibujando una especie de cuadro, con la cara oculta por el algodón negro mientras chillaba y se desgañitaba como una niña salvaje, calentorra y malhablada, dentro de aquel negativo carnal de un burka.
—¿John Merrial? ¿El señor Merrial? —dijo Ed—. Es un gángster, tío.
—¿Es qué?
—Un puto gángster, te lo digo yo. Un capo del crimen. Como quieras decirlo. Sí; capo es mejor. A ver, te digo esto, pero es posible que en la actualidad no esté demasiado metido en el asunto. Se ha pasado a lo legal. Como en la segunda parte de El Padrino,cuando hablan de que pronto serán legales del todo, hacia finales de año o así, ¿verdad? Algo parecido. Claro que por otro lado se gana más con las drogas, los refugiados, los coches, los delitos informáticos y esas cosas.
—¿Delitos informáticos?
—Sí. Ya sabes: fraudes. Debe de ser difícil renunciar a ese tipo de actividad y dejársela a otros. Es hasta cuestión de orgullo, imagino. Probablemente. ¿Por qué? —Ed tenía una mirada desenfrenada—.Coño, Ken, ¿no estarás pensando en ir con el soplo de alguna cosa horrible del colega, verdad? Dime que no, coño. En serio, tío. Yo no me metería con esa gente, ¿entiendes?
—No pensaba decir nada del tipo —contesté con total sinceridad—. Simplemente me lo encontré la otra noche en una fiesta y alguien me dijo quién era sin decírmelo y pensé en preguntarlo. No tenía idea de que fuera un cruce entre los hermanos Kray y el puto Al Capone.
—Bueno, pues lo es. Déjalo en paz.
—Si lo estoy dejando en paz.
Estábamos en el coche nuevo de Ed; un Hummer negro con lunas tintadas. En comparación, mi Land Rover parecía un 2CV. Conducíamos por las calles del sur de Londres de camino a un concierto en un antiguo cine de Beckenham. Ed estaba decidido a convertirme en DJ de discoteca, o al menos a enseñarme las complejidades de conseguir que dos trozos de plástico giren a diferentes velocidades de modo que las melodías que contienen suenen como si estuvieran a las mismas revoluciones.
—Y bueno, ¿qué clase de fiesta era esa en la que coincidisteis?
—De nuestro Querido Propietario. Sir Jamie. Una de sus fiestas de cumpleaños.
—¿Qué? ¿Es que tiene más de una, como la reina? ¿Un cumpleaños oficial y el de verdad? ¿De qué va?
—Solo celebra un cumpleaños, pero muchas fiestas. Creo que yo he ido a la segunda velada más exclusiva.
Nos paramos a causa de un autobús que cargaba pasajeros en una parada, por un lado, y el tráfico que venía en sentido contrario, por el otro. De hecho, quedaba un hueco considerable en el que podrías haberte metido sin problemas con un coche normal, o incluso con una furgoneta Transit (el Landy se habría colado con las dos portezuelas abiertas), pero probablemente Ed acertaba pecando de exceso de precaución, sobre todo porque el coche llevaba el volante a la izquierda. Detrás se oyó un bocinazo.
—Hostia, Ed —dije mirando la parte posterior del autobús a nuestra izquierda y el exceso de capó del Hummer—. Este trasto es más ancho que un autobús londinense.
—Sí. Rudo, ¿eh?
—¿Rudo?
—Ajá. Perverso, ¿verdad?
Di una palmada en el túnel de transmisión. Era una caja alta forrada de piel negra situada entre Ed y yo del tamaño aproximado de una nevera con congelador; me hubiese creído que llevaba un Mini debajo. Si Ed hubiese sido más bajo habría tenido que levantarme del asiento para asegurarme de que iba sentado al volante.
—¿De qué coño vas con ese dialecto de mierda?
—¿Qué? —preguntó Ed con inocencia.
Seguíamos sin avanzar. Se oyó otra vez el bocinazo de detrás. No sabía quién lo tocaba, pero era un valiente. Si yo me hubiera quedado atascado detrás de un Hummer no lo habría hecho; habría tenido demasiado miedo a que el cabrón metiera la marcha atrás y me pasara por encima.
—Si rudo significa bueno —dije indignado—y perverso es bueno, entonces malo significa bueno. A ver, me doy cuenta de que aquí influyen el esclavismo y siglos de opresión, pero ¿tienes que cargárselo al idioma?
—No, tío —contestó Ed avanzando por fin cuando el autobús arrancó—. Profundizas tanto en el concepto, en el significado, que sales por el otro lado. ¿Me explico?
Le miré.
—¿Qué? —preguntó.
—Culpa mía —dije agitando una mano y mirando a lo lejos— Mira que soy tonto. Ni siquiera me había dado cuenta de que los significados tienen lados por los que se puede salir. Me está bien empleado por prescindir de la educación universitaria. Así aprenderé. O no, como es el caso.
—De eso trata el lenguaje, ¿no? De comunicación.
—Y que lo digas. Pero si la gente hace que las palabras signifiquen lo contrario a...
—Pero todo el mundo entiende lo que quieren decir en realidad, ¿no?
—¿Ah, sí?
—Claro que sí. Es cuestión del contexto, ¿no?
—Un momento, la primera vez que alguien dijo malo cuando quería decir bueno, ¿cómo coño iban a saber lo que quería decir?
Ed lo pensó.
—Bien —dijo—. Tal como yo lo veo, la cosa fue así. Un tipo está trabajándose a una piba, ¿estamos? Y la tía es un poco tímida, ¿vale?, como si no quisiera parecer demasiado ansiosa aunque en realidad tiene ganas, ¿no? Y entonces dice: «Ay, qué perverso eres». O algo. A lo mejor el tipo ha estado contándole todas las cosas que le gustaría hacerle y ella se ha estado haciendo la estrecha cuando en realidad está cada vez más mojada, ¿vale? El tipo la está poniendo cachonda. Pero ella le llama perverso y sonríe y los dos saben lo que significa, ¿lo ves? Así que esa fue la primera vez que alguien dijo que perverso es bueno; brillante, pues adelante. Después, como por extensión, ¿me pillas?, la gente empieza a usar otras palabras que son lo contrario de lo que quieren decir, como rudo por guapo y malo por bueno porque en realidad no es como si hubiera mucha diferencia con esa primera vez que usaron perverso y todo esto pasa porque la comunidad negra, aquí o en Estados Unidos, bueno, los hermanos no tienen muchas otras cosas propias. Podemos ser boxeadores o músicos y eso, pero todas las demás... eh... formas de expresión nos están vedadas, así que os jodemos el idioma. Yo creo que fue así. Probablemente.
Me quedé mirándolo.
—Es posible que entre ese montón de sandeces haya algo de verdad —admití. Ed se rió espasmódicamente— Pero sigues sin explicarme cómo puedes salir por el otro lado de un significado lexicológico aceptado de un término claro y nada ambiguo como «malo».
—Como las botellas de Kline, ¿no?
—¿Como qué?
—Las botellas de Kline. Son como botellas cuadrimensionales que solo existen en el ciberespacio, tío.
—¿Qué cojones tiene eso que ver?
—Mi vieja me hizo un sombrero con forma de botella de Kline cuando era crío.
—¿Vas colocado?
—Ji, ji, ji. No, pero, oye, la boca de una botella de Kline se tuerce sobre sí misma y regresa dentro de la botella, ¿no?
—Tal vez te sorprenda, y desde luego a mí me tiene desconcertado, pero más o menos sé de qué me hablas.
—Bueno, pues como el significado que estábamos hablando antes, ¿no? Sale de sí mismo y luego regresa. Claro como el agua, diría yo. Es que no atiendes, Ken.
Me quedé sin palabras. Al final me recuperé lo suficiente para hablar:
—¿De verdad tenías un sombrero con forma de botella de Kline, locazo? ¿O eso me lo he imaginado?
—Mi mamá seguía un curso de la universidad a distancia, ¿vale? Geometría y eso. Así que decidió hacerme una botella de Kline de punto y le salió una especie de gorro a lo Bob Marley. Un puto desastre. Además, una vez me obligó a llevarlo al cole porque estaba muy orgullosa del gorro; me acompañó a la puerta del cole y todo para que no lo perdiera por casualidad.
—Confío en que tus colegas hicieran lo que hay que hacer y te dieran una buena.
—¡Ja! Sí, eso también. —Ed cabeceó con una expresión nostálgica y feliz en la cara—. Desde entonces detesto las mates.
Permanecimos en silencio un minuto o así. Luego dije:
—Oye, acabamos de pasar junto a un coche de la pasma sin que te haga parar.
—Porque se han imaginado que conducías tú.
—Claro; hombre blanco al volante en el asiento derecho. Suficiente para engañar al pasma medio, te lo garantizo.
— 'Xacto. ¿Por qué crees que me he ofrecido a llevarte en coche?
—¡Cabrón! ¡Me estás explotando!
—Ji, ji, ji.