XIX. LA VUELTA
… pero, en el verdadero triunfo, no hay perdedores.
DEZHNEV, padre
Morrison volvía a estar sentado en la habitación del hotel que, por espacio de unos quince minutos, creyó que no volvería a ver más. Estaba al borde de la desesperación…, mucho más cerca, le parecía de lo que había estado cuando se encontró solo y perdido en la corriente celular de la neurona.
¿De qué servia pensar? Lo pensó una y más veces, como si la frase se reprodujera en una cámara de resonancia. Era un perdedor. Siempre había sido un perdedor.
Por un día o algo más, creyó que Sofía Kaliinin se había sentido atraída hacia él, pero, naturalmente no era así. Sólo había sido su arma contra Konev y cuando Konev había vuelto…, la había llamado…, ella volvió a el y ya no necesitó su arma, ni a Morrison ni el stunner.
Los contemplo estúpidamente. Ambos estaban de pie a la luz del sol que entraba por la ventana… ellos al sol, él en la sombra, como debía ser siempre.
Se hablaban en voz baja, tan perdidos uno en el otro que Kaliinin parecía no darse cuenta de que aún seguía con el stunner en la mano. Por un momento se le doblaron las rodillas como si fuera a deshacerse de él dejándolo caer en la cama, pero entonces Konev le dijo algo y fue de nuevo toda atención olvidándose otra vez de la existencia del stunner. Morrison protestó con voz ronca:
—Su Gobierno no va a tolerar esto. Se le había ordenado liberarme.
Konev levantó la vista, sus ojos brillaron fugazmente como si se fuera convenciendo, con dificultad, de prestar atención a su prisionero. Aunque, después de todo, no era como si estuviera vigilando a Morrison en sentido físico. La camarera, Valeri Paleron, lo hacía con suma eficacia. Estaba apostada a un metro de Morrison y sus ojos (algo burlones…, como si disfrutara con su trabajo) no se apartaban de él.
—Mi Gobierno no tiene que preocuparle, Albert. No tardará en cambiar de opinión.
Kaliinin levantó la mano como si fuera a objetar algo, pero Konev la cogió entre las suyas.
—No te preocupes, Sofía —le dijo—. La información de que disponía ha sido enviada a Moscú. Les hará recapacitar. Se pondrán en contacto conmigo por medio de mi longitud de onda personal y cuando les informe que ya tengo a Morrison, actuarán. Estoy seguro de que tendrán suficiente poder persuasivo para que el Viejo entre en razón. Te lo prometo.
Kaliinin, con voz turbada, murmuró:
—¡Albert!
—¿Se dispone a decirme cuánto lo siente, Sofía? ¿A decirme que me ha borrado de su existencia por unas palabras del hombre al que parecía odiar?
Kaliinin se ruborizó:
—No lo he borrado de la existencia, Albert. Lo tratarán bien. Trabajará como lo hubiese hecho en su propio país, excepto que aquí se le apreciará de verdad.
—Gracias —dijo Morrison encontrando en su interior una pequeña reserva de sarcasmo—. Si se siente feliz por mí, ¿qué importancia puede tener cómo me siento yo?
Paleron intervino con impaciencia:
—Camarada americano, habla demasiado. ¿Por qué no se sienta? Siéntese (lo empujó a un sillón). Mejor que espere tranquilamente, ya que no puede hacer otra cosa.
Entonces se volvió a Kaliinin, cuyos hombros estaban rodeados, en actitud protectora, por el brazo derecho de Konev.
—Y usted, pequeña zarina, ¿sigue dispuesta a poner fuera de combate a su tierno enamorado con este stunner todavía en su mano? Podrá abrazarlo mejor si ambos brazos están libres.
Paleron tendió la mano hacia el stunner que Kaliinin sostenía aún y ésta se lo dio sin decir palabra.
—La verdad —comentó Paleron mirando curiosamente el stunner—, me alivia tenerlo. En el paroxismo de su amor nuevamente encontrado, tuve miedo de que empezara a disparar en todas direcciones. En sus manos no estaría seguro, pequeña mía.
Se volvió a acercar a Morrison, sin dejar de estudiar el stunner y volviéndolo en todas direcciones. Morrison se movió inquieto:
—No lo apunte hacia aquí, mujer. Puede dispararse.
Paleron lo contempló con altivez:
—No se disparará si yo no lo quiero, camarada americano. Sé utilizarlo.
Sonrió en dirección a Konev y Kaliinin. Liberada del arma, Kaliinin había echado ahora ambos brazos alrededor del cuello de Konev y lo besaba con pequeñas, rápidas y suaves presiones de sus labios en los de él. Paleron dijo dirigiéndose a ellos, aunque no realmente a ellos, ya que no oían nada:
—Sé cómo utilizarlo. ¡Así! ¡Y así!
Y primero Konev, luego Kaliinin, se desplomaron. Paleron se volvió entonces a Morrison:
—Ahora ayúdame, idiota, debemos trabajar rápidamente.
Y lo dijo en inglés.
A Morrison le costaba comprender. Se la quedó mirando, simplemente. Paleron lo sacudió por el hombro como si se tratara de despertarlo de un sueño profundo:
—Vamos. Coja de los pies.
Morrison obedeció maquinalmente. Primero Konev y luego Kaliinin fueron puestos encima de la cama, de la que Paleron había retirado la manta. Los tendió a ambos, juntos, en los estrechos confines del único colchón, y luego registró a Kaliinin de una forma rápida y profesional.
—¡Ah! —exclamó mirando una hoja doblada que tenía toda la apariencia de ser algún papel oficial. Se lo metió en el bolsillo de su chaqueta blanca y siguió buscando. Aparecieron otros objetos… Un par de llaves pequeñas, por ejemplo. Rápidamente registró a Konev y sacó un pequeño disco metálico de la parte interior de la solapa.
—Su longitud de onda personal —dijo, y también lo guardó en el bolsillo.
Finalmente encontró un objeto negro y rectangular y preguntó:
—Es suyo, ¿verdad?
Morrison gruñó. Era el programa de su computadora. Había estado tan preocupado que ni se había dado cuenta de que Konev se lo había quitado. Ahora lo cogió con fuerza.
Paleron colocó a Konev y Kaliinin de frente, apoyándolos para que no se separaran. Entonces colocó el brazo de Konev rodeando a Kaliinin y los cubrió a los dos con la manta sujetándola debajo de cada uno de ellos para mantenerlos en posición.
—No se me quede mirando así, Morrison —le dijo cuando hubo terminado—. Vamos.
Lo agarró con fuerza por el brazo. Él se resistió:
—¿A dónde vamos? ¿Qué pasa?
—Se lo diré después. Ahora cállese. No hay tiempo que perder. Ni un minuto. Ni un segundo. Venga —concluyó con suave ferocidad y Morrison la siguió.
Salieron de la habitación, bajaron la escalera con el menor ruido posible (él siguiéndola e imitándola), a lo largo del corredor alfombrado y una vez afuera se dirigieron al coche.
Paleron abrió la puerta delantera correspondiente al pasajero con una de las llaves que había obtenido de Kaliinin y ordenó secamente:
—Entre.
—¿A dónde vamos?
—Entre —y virtualmente lo empujó dentro.
Rápidamente se instaló al volante y Morrison resistió el impulso de preguntarle si sabía conducir. Por fin su atontada mente había percibido que Paleron no era una simple camarera. (Que había representado aquel papel, era obvio por el leve olor a cebollas que todavía persistía y que se mezclaba lamentablemente con el aroma rico y agradable del interior del coche).
Paleron puso el coche en marcha, mirando hacia el área de aparcamiento que estaba desierta, excepto por un gato que caminaba despreocupadamente, y salió por un sendero arenoso que conducía a la cercana carretera.
Poco a poco, el coche fue adquiriendo velocidad hasta llegar a los noventa y cinco kilómetros por hora, circulando por una autopista de dos carriles con, de tanto en tanto, un coche circulando en la dirección contraría. Morrison volvió a sentirse capaz de pensar normalmente.
Miró angustiado por el cristal trasero. Un coche, pero lejos de ellos, se desviaba en un cruce que habían dejado atrás un momento antes. No parecía que nadie los siguiera.
Entonces Morrison se volvió para mirar el perfil de Paleron. Parecía sombría pero competente. Ahora era obvio que no solamente no era una camarera de profesión sino que probablemente tampoco era ciudadana soviética. Su inglés tenía un fuerte acento urbano que ningún europeo aprendería en la escuela o captaría de tal modo que pudiera engañar el oído de Morrison. Le dijo:
—¿Estaba esperando fuera del hotel, leyendo un libro, para ver cuándo llegaríamos Sofía y yo?
—Lo ha entendido —dijo Paleron.
—¿Es agente americana, verdad?
—Más y más astuto.
—¿A dónde vamos?
—Al aeropuerto elegido para que el avión sueco le recoja. Tuve que recoger los detalles de boca de Kaliinin.
—¿Y sabe cómo llegar hasta allí?
—Por supuesto. He estado en Malenkigrad mucho más tiempo del que lleva su Kaliinin… Pero dígame, ¿por qué le ha dicho que ese hombre, Konev, estaba enamorado de ella? Estaba esperando oírlo de boca de una tercera persona. Quería que se lo confirmara y usted lo hizo. De esta forma ponía todo el juego en manos de Konev. ¿Por qué lo hizo?
—En primer lugar —dijo Morrison abrumado— porque era la verdad.
—¿La verdad? —Paleron disgustada movió la cabeza—. Usted no es de este mundo. Seguro que no. Me sorprende que nadie le diera en la cabeza y lo enterraran hace tiempo… por su bien. Además, ¿cómo sabe que es la verdad?
—Lo sé… Pero me daba pena. Ayer salvó mi vida. Bueno, salvó todas nuestras vidas. Y, sinceramente, Konev también me salvó la vida.
—Vaya, veo que se salvaron unos a otros.
—Sí, es cierto.
—Pero eso fue ayer. Hoy ha empezado de nuevo y no hubiera debido dejar que el ayer influyera en el hoy. Nunca se hubiera vuelto a reconciliar con él de no ser por su estúpida observación. Podía haber estado jurando que la amaba hasta el fin de los siglos y demás tonterías, y con ella no le hubiera creído. No se atrevía. ¿Hacer el idiota por segunda vez? ¡Jamás! Lo hubiera dejado inconsciente en el suelo en aquel momento, y entonces va usted y se lo dice: «Pues sí, niña, este hombre te quiere», y eso era lo único que necesitaba. Le juro, Morrison, que no deberían dejarlo circular solo, sin su niñera.
—¿Cómo sabe todo esto? —preguntó inquieto.
—Estaba en el suelo de la parte trasera del coche, dispuesta a ir con usted y Kiilinin para estar segura de que lo llevaba al avión. Y de pronto, va usted, y se saca el comodín de la manga. ¿Qué podía hacer sino agarrarle y evitar que lo desintegraran, devolverlo a su habitación, donde pudiéramos estar en privado y después buscar el sistema de apoderarme del stunner?
—Gracias.
—De nada… Además los he dejado como si fueran una pareja de amantes. Cualquiera que entre tendrá que decir: «Perdón», y salir rápidamente… y esto nos dará más tiempo.
—¿Cuánto tardarán en recobrar el conocimiento?
—No lo sé. Todo depende de lo correctamente que haya marcado la radiación y del estado de ánimo de uno y de otro y yo qué sé qué más. Pero cuando despierten, tardarán mucho tiempo en recordar lo ocurrido. Tengo la esperanza de que en su postura, lo primero que recordarán es que están enamorados. Esto les preocupará durante un tiempo. Luego cuando puedan acordarse de usted y de lo que iba a hacerse con Moscú, será demasiado tarde.
—¿Y sufrirán algún daño permanente? Paleron dirigió una mirada al rostro preocupado de Morrison.
—¿Se preocupa por ellos? ¿Por qué? ¿Qué son para usted?
—Pues…, compañeros de viaje.
Paleron lanzó un sonido poco elegante:
—Creo que se recuperarán bien. Estarán mucho mejor si parte de su hipersensible mente queda algo limada. Podrán estar unidos y formar una simpática familia.
—¿Y qué ocurrirá con usted? ¿No sería mejor que se viniera en el avión conmigo?
—No sea burro. Los suecos no me aceptarían. Tienen órdenes de recoger a una persona y harán pruebas para asegurarse de que usted es usted. Tienen sus huellas y su patrón de retina que habrán encontrado en el Registro de Población. Si admiten a la persona equivocada o admiten a otro más, se crearía un nuevo incidente y los suecos son demasiado listos para que los pillen.
—Entonces, ¿qué ocurrirá con usted?
—Bien, para empezar diré que usted se apoderó del stunner y los borró a los dos, luego me apuntó a mí y me ordenó que lo llevara al aeropuerto porque usted no sabía cómo localizarlo.
Me ordenó detenerme en la entrada, me disparó y luego tiró el stunner dentro del coche. Mañana temprano, regresaré a Malenkigrad, como si despertara del disparo.
—Pero, Konev y Kaliinin negarán su historia.
—No me estaban mirando cuando les disparé y, en todo caso, casi nadie recuerda el momento del disparo. Además, el Gobierno soviético sabe que se dio orden de que lo devolvieran, y si fue devuelto, cualquier cosa que Konev les cuente no lo beneficiará. El Gobierno aceptará el jait accompli. Son rublos contra kopecs, o mejor, dólares contra kopecs que preferirán olvidar todo el asunto… y yo volveré a hacer de camarera.
—Pero, alguien puede sospechar de usted.
—¡Entonces, veremos, Nichevo! Lo que sea será. —Y esbozó una sonrisa.
Continuaron viajando por la autopista y Morrison, avergonzado, dijo:
—¿No deberíamos ir un poco más de prisa?
—Ni siquiera un kilómetro más por hora —declaró Paleron con firmeza—. Estamos yendo exactamente dentro del límite de velocidad y los soviéticos tienen hasta el último milímetro de carretera radarizado. No tienen sentido del humor respecto al límite de velocidad y no estoy dispuesta a pasar horas tratando de salir de una comisaría por el capricho de ganar quince minutos para llegar al avión.
Era algo más de mediodía y Morrison empezaba a sentir las punzadas premonitorias del hambre.
Preguntó:
—¿Tiene idea de lo que Konev dijo de mí a los de Moscú?
Paleron movió la cabeza.
—Ni idea. Fuera lo que fuera, recibió la respuesta en su longitud de onda personal. Oí la señal hará cosa de veinte minutos. ¿No la oyó?
—No.
—Qué poco duraría en mi oficio… Naturalmente, no han recibido respuesta, así que no importa con quién haya contactado Konev en Moscú, tratará de descubrir por qué. Alguien los encontrará y ellos se imaginarán que está camino del aeropuerto y alguien nos perseguirá para ver si pueden cazarlo. Igual que los carros del faraón.
—Sólo que no tenemos a Moisés para que separe el mar Rojo —masculló Morrison.
—Si llegamos al aeropuerto, tendremos a los suecos. No lo entregarán a nadie.
—¿Qué pueden hacer contra los militares soviéticos?
—No serán los militares. Será algún funcionario, trabajando para algún grupo de tendencias extremistas, el que intentará engañar a los suecos. Pero tenemos los documentos oficiales que garantizan su salida y no se dejarán engañar. Lo importante es llegar antes.
—¿Y no cree que debemos correr más?
Paleron volvió a mover la cabeza negativamente.
Media hora más tarde, Paleron le indicó:
—Aquí estamos y tenemos suerte. El avión sueco ha venido antes y ya ha aterrizado.
Paró el coche, pulsó un botón y se abrió la puerta del pasajero:
—Vaya solo. Yo no quiero ser vista, pero oiga… —Se inclinó hacia él—: Mi nombre es Ashby. Cuando llegue a Washington, dígales si no creen que ya ha llegado la hora, para mí, de desaparecer…, que estoy dispuesta. ¿Entendido?
—Entendido.
Morrison bajó del coche, parpadeando al sol. A la distancia, un hombre de uniforme (pero no un uniforme soviético por lo que pudo apreciar) le indicó que se acercara.
Morrison echó a correr. No había límite de velocidad en aquella carrera y aunque no podía ver a nadie persiguiéndolo, no se hubiera sorprendido de ver surgir a alguien de la tierra para detenerlo.
Se volvió, agitó la mano por última vez en dirección al coche, creyó ver una mano agitándose en respuesta, y continuó corriendo.
El hombre que le había hecho una señal avanzó hacia él, primero andando, luego corriendo, y lo alcanzó cuando ya casi se desplomaba. Morrison veía ahora claramente que llevaba el uniforme de la Federación Europea.
—¿Puede darme su nombre, por favor? —le dijo el hombre en inglés. Su acento, con gran alivio por parte de Morrison, era sueco.
—Albert Jonás Morrison —contestó; y juntos fueron andando hacia el avión y el pequeño grupo que esperaba para comprobar su identidad.
Morrison se sentó junto a la ventanilla, tenso y exhausto, mirando hacia abajo a la tierra que iba quedando atrás, al Este.
Un almuerzo, consistente en arenque y patatas cocidas, había tranquilizado su estómago pero no su mente.
¿Acaso el viaje miniaturizado a través de la corriente sanguínea y del cerebro, ayer (¿sólo ayer?) había convertido para siempre su actitud de aprensión mental, en una de desastre inminente? ¿Volvería a ser capaz de aceptar el Universo como un lugar amistoso? ¿Volvería a poder caminar serenamente consciente de que nada o nadie le deseaba algún mal?
¿O no había tenido tiempo suficiente para recuperarse?
El sentido común le decía, naturalmente, que no debía sentirse aún completamente a salvo. Lo que veía debajo del avión era todavía suelo soviético.
¿Había aún tiempo para los aliados de Konev, fueran quienes fuesen, de mandar aviones tras los suecos? ¿Eran suficientemente poderosos para hacerlo? ¿Se elevarían los carros del faraón y continuarían su persecución por el aire?
Por un momento creyó que el corazón le fallaba al ver un avión a distancia…, luego otro.
Se volvió a la azafata, que estaba sentada del otro lado del pasillo. No tuvo que preguntarle nada. Por lo visto ésta adivinó su angustiada expresión correctamente y le explicó:
—Aviones de la Federación, son nuestra escolta. Ya hemos dejado el territorio soviético. Los aviones llevan tripulación sueca.
Luego cuando pasaron por encima del canal de la Mancha, aviones americanos se unieron a la escolta. En todo caso, Morrison estaba a salvo de los carros.
Pero su mente no le dejaba descansar. ¿Misiles? ¿Y si alguien cometía un acto bélico? Trató de calmarse. Seguro que ningún hombre de la Unión Soviética, ni siquiera el mismo presidente, podía tomar tal decisión sin consultar, y la consulta llevaría horas, o días quizá.
No podía ser.
Pero, hasta que el avión hubo aterrizado en las afueras de Washington, no pudo Morrison permitirse sentir que todo había terminado y que estaba a salvo en su propio país.
Era sábado por la mañana y Morrison se estaba recuperando. Había satisfecho sus necesidades humanas. Había desayunado y se había lavado. Incluso estaba a medio vestir.
En este momento se encontraba tumbado en la cama, con los brazos bajo la cabeza. El día estaba nublado y apenas había entreabierto la ventana, porque quería experimentar la sensación de intimidad. En las horas que siguieron al desembarco del avión y a su traslado a este lugar de ocultación, había visto a tanta gente oficial a su alrededor que pensó si estaba mejor en los Estados Unidos de lo que había estado en la Unión Soviética.
Los médicos habían terminado por fin su reconocimiento; las cuestiones iniciales se habían formulado y contestado incluso durante la cena, y finalmente lo habían dejado para que durmiera en una habitación que estaba, a su vez, dentro de lo que parecía una fortaleza por su enorme seguridad.
En fin, por suerte no tenía que hacer frente a la miniaturización. Esta idea, por lo menos, lo animaba.
La señal de la puerta se encendió y Morrison alzó la mano por encima de su cabeza, en busca del botón que clarificaría la ventanilla de la puerta. Reconoció la cara y apretó otro botón que permitía abrir la puerta desde afuera.
Entraron dos hombres. Uno, cuyo rostro familiar había aparecido en la ventanilla de la puerta, dijo:
—Espero que me recuerde.
Morrison no hizo el menor movimiento para bajar de la cama. Él era ahora el centro alrededor del cual giraba todo, por lo menos temporalmente, y se aprovecharía de ello. Simplemente levantó el brazo en un gesto de saludo y dijo:
—Usted es el agente que quería que me fuera a la Unión Soviética. Ródano, ¿verdad?
—Gracias, Ródano. Sí. Y le presento al profesor Robert G. Friar. Imagino que lo conoce.
Morrison titubeó, pero la corrección le hizo bajar los pies de la cama y ponerse de pie.
—Hola, profesor. Sé quién es usted, claro, y lo he visto bastante en holovisión. Me encanta conocerlo personalmente.
Friar, uno de los «científicos visibles» cuyas fotografías y apariciones en HV lo habían hecho familiar para la mayor parte del mundo, sonrió forzadamente. Su rostro era redondo, los ojos azul pálido, mejillas rubicundas, una arruga que parecía permanentemente vertical entre las cejas, un cuerpo macizo de altura normal, y un modo inquieto de mirar a su alrededor.
—Y usted deduzco que es Albert Jonás Morrison —dijo.
—En efecto —respondió Morrison—. Mr. Ródano lo confirmará. Por favor, siéntense, los dos, y perdónenme si continúo relajándome en la cama. Tengo que recuperar el equivalente a un año de relajación.
Los dos visitantes se sentaron en un amplio sofá y se inclinaron hacia Morrison. Ródano sonrió dubitativo:
—No puedo prometerle mucha relajación, doctor Morrison. Al menos por ahora. Incidentalmente, hemos recibido noticias de Ashby, ¿la recuerda?
—¿La camarera que me ayudó a regresar? Ya lo creo. Sin ella…
—Conocemos lo esencial de la historia, Morrison. Quiere que sepa que sus dos amigos se han recuperado y aparentemente siguen amándose.
—¿Y la propia Ashby? Me dijo que estaba dispuesta a marcharse si Washington lo aprobaba. Informé de ello anoche.
—Sí, la sacaremos de un modo u otro… Y ahora, me temo que vamos a fastidiarlo de nuevo.
—¿Cuánto tiempo va a durar esto?
—No lo sé. Debe tomarlo como venga… Profesor Friar, ¿quiere empezar?
Friar asintió.
—Doctor Morrison, le importará si tomo notas… No, lo diré de otro modo. Voy a tomar notas, Morrison.
Sacó una pequeña y moderna computadora de su portafolios.
—¿A dónde irán a parar estas notas, profesor? —preguntó Ródano.
—A mi registrador, señor Ródano.
—¿Qué está dónde, profesor?
—En mi oficina, en Defensa, señor Ródano. —Luego algo irritado por la insistente mirada del otro, añadió—: En mi caja fuerte, en Defensa, y ambas cosas, la caja y el registrador, están bien codificadas. ¿Lo satisface?
—Adelante, profesor.
Friar se volvió a Morrison, diciendo:
—¿Es cierto que fue usted miniaturizado, Morrison? ¿Personalmente?
—Sí. Y de lo más pequeño; fui del tamaño de un átomo, mientras formaba parte de una nave del tamaño de una molécula de glucosa. Pasé más de medio día dentro de un cuerpo humano vivo; primero en la corriente sanguínea, luego en el cerebro.
—¿Y esto es cierto? ¿No se trata de una ilusión o un truco?
—Por favor, profesor Friar. Si hubiera sido hipnotizado o víctima de un truco, mi testimonio ahora no valdría nada. No podemos continuar si no reconoce el hecho de que estoy en mi sano juicio y que se puede confiar en que los acontecimientos que les describa, corresponden a la realidad.
Friar apretó los labios, luego asintió:
—Tiene razón. En primer lugar debemos asumir, y yo lo asumo, que está usted en su sano juicio y que se puede confiar en usted… sin perjuicio de reconsiderar dicha suposición más adelante.
—De acuerdo —dijo Morrison.
—En tal caso —y Friar se volvió a Ródano— empecemos con una observación grande e importante. La miniaturización es posible y los soviéticos la poseen y hacen uso de ella, y pueden miniaturizar incluso a seres humanos sin que sufran daño aparente.
Se volvió a Morrison y continuó:
—Presumiblemente, los soviéticos aseguran miniaturizar reduciendo al tamaño de la constante de Planck.
—Sí, así es.
—Claro que es así. No se puede concebir otra forma de hacerlo. ¿Le explicaron el procedimiento empleado para lograrlo?
—Por supuesto que no. Podría también asumir que los científicos soviéticos con quien tuve tratos, están tan cuerdos como nosotros. No dejaban imprudentemente que averiguara nada que no quisieran que supiéramos.
—Muy bien. Asumido. Ahora díganos exactamente lo que le ocurrió en la Unión Soviética. No lo cuente como una historia de aventuras, sino como observaciones de un físico profesional.
Morrison comenzó a hablar. No estaba enteramente disgustado por hacerlo. Necesitaba exorcizarlo y no quería la responsabilidad de ser el único americano que supiera lo que sabía. Contó la historia detalladamente y tardó horas en hacerlo. No terminó hasta que se sentaron a un almuerzo que se sirvió en la habitación.
Durante el postre, dijo Friar:
—Déjeme resumir de memoria, lo mejor que pueda. Para empezar, la miniaturización no afecta el curso del tiempo, ni las interacciones cuánticas…, es decir, las interacciones electromagnéticas, débiles y fuertes. La interacción gravitacional queda, no obstante, afectada, y disminuye en proporción a la masa, como cabía esperar. ¿Es así?
Morrison movió la cabeza afirmativamente. Friar prosiguió.
—La luz, la radiación electromagnética, generalmente, puede cruzarse dentro y fuera del campo de miniaturización, pero no así el sonido. La materia normal es débilmente repelida por el campo de miniaturización pero, bajo presión, la materia normal puede hacerse entrar y ser a su vez miniaturizada, a expensas de la energía del campo.
Morrison se volvió a asentir.
—Cuanto más miniaturizado es un objeto, menos energía se precisa si se quiere miniaturizarlo aún más. ¿Sabe si la energía exigida, disminuye en proporción a la masa restante en cualquier fase determinada de la miniaturización?
—Es algo que parecería lógico —dijo Morrison—, pero no recuerdo que nadie mencionara la naturaleza cuantitativa del fenómeno.
—Sigamos, pues. Cuanto más miniaturizado es un objeto, mayor es la probabilidad de su desminiaturización espontánea… y esto se aplica a toda la masa dentro del campo, más que a cualquier parte componente del mismo. Usted, como individuo separado, estaba más expuesto a la desminiaturización espontánea de lo que hubiera estado como parte de la nave. ¿Es así?
—Así lo comprendí.
—Y sus compañeros soviéticos admitieron que era imposible maximizar y dar más masa a las cosas de la que tienen naturalmente.
—También así lo comprendí. Debe darse cuenta, profesor Friar, que yo sólo puedo repetir lo que se me dijo. Podrían haberme despistado deliberadamente o estar realmente equivocados porque no disponían de suficientes conocimientos.
—Sí, sí, lo comprendo. ¿Tiene algún motivo para creer que lo despistaron deliberadamente?
—No. Me pareció que eran sinceros.
—Bien, quizás. Ahora bien, para mí lo más interesante es que el movimiento browniano estaba en equilibrio con la oscilación de la miniaturización y que, cuando mayor era el grado de miniaturización, mayor el desplazamiento de equilibrio hacia la oscilación y más lejos del ordinario movimiento browniano.
—Esto fue mi propia observación, profesor, y no se basa simplemente en lo que se me explicó.
—¿Y este desplazamiento de equilibrio tiene algo que ver con la velocidad de desminiaturización espontánea?
—Así lo creí. No puedo afirmarlo como un hecho.
—Humm. —Friar sorbió, pensativo, su café y comentó—: Lo malo de todo esto es que es superficial. Nos habla del comportamiento del campo de miniaturización, pero no nos dice nada sobre cómo se produce dicho campo, y al disminuir el valor de la constante de Planck, dejan intacta la velocidad de la luz, ¿no es así?
—Sí, pero como le he hecho notar, esto significa que el mantenimiento del campo de miniaturización requiere una enorme energía. Si pudieran acoplar la constante de Planck con la velocidad de la luz, aumentando ésta mientras se disminuye la anterior… Pero no lo han conseguido aún.
—Eso dicen. Se suponía que la solución estaba en la mente de Shapirov, pero usted fue incapaz de conseguirla.
—En efecto.
Friar permaneció sumido en sus pensamientos durante unos minutos; luego sacudió la cabeza, e insistió:
—Volveremos a repasar todo lo que me ha dicho y deduciremos lo que podamos, pero me temo que no nos va a servir.
—¿Por qué no? —preguntó Ródano.
—Porque nada de esto llega al corazón. Si alguien que jamás hubiera visto un robot u oído sobre las partes que lo componen, tuviera que hablarnos de un robot en funciones, podría describir cómo se movían la cabeza o los miembros, cómo sonaba la voz, cómo obedecía órdenes y demás. Nada de lo que pudiera observar le diría cómo funciona un circuito positrónico o qué es una válvula molecular. Ni siquiera tendría la menor idea de que ambas existieran, ni tampoco aquellos científicos que trabajaran a partir de sus observaciones.
»Los soviéticos tienen alguna técnica para producir el campo y no sabemos nada de ello, ni nos sirve nada de lo que condujera a ello sin saber que algo cruel estaba preparándose… eso fue lo que ocurrió a mediados del siglo XX, cuando se publicó un primer trabajo sobre la fisión nuclear, antes de que se comprendiera que debía mantenerse en secreto. No obstante, ni los soviéticos cometieron este error con la miniaturización, ni nosotros hemos logrado conseguir información a través del espionaje o por la suerte de que algún personaje clave del otro bando desertara y viniera a nosotros.
»Consultaré con mis colegas del Consejo pero, en general, doctor Morrison, me temo que su aventura en la Unión Soviética, por arriesgada y digna de encomio que sea, excepto por su confirmación de que la miniaturización existe, ha sido inútil. Lo siento, señor Ródano, es lo mismo que si no hubiera sucedido.
La expresión de Morrison no varió mientras Friar exponía su conclusión. Se sirvió un poco más de café, añadió un poco de crema de leche, y bebió sin prisas. Después, dijo:
—Está completamente equivocado, ¿sabe, Friar?
Friar lo miró y preguntó:
—¿Está intentando decirme que sabe algo sobre la producción del campo de miniaturización? Usted mismo dijo que…
—Lo que voy a decirle, Friar, no tiene nada que ver con la miniaturización. Tiene todo que ver con mi propio trabajo. Los soviéticos me llevaron a Malenkigrad y a la Gruta, para que pudiera utilizar mi programa de computadora a fin de leer en la mente de Shapirov. Esto falló, lo que no es sorprendente teniendo en cuenta que Shapirov estaba en coma y a punto de morir. Por el contrario, Shapirov cuya mente era sorprendentemente penetrante, se refirió a mi programa como «estación relé» después de haber leído algunos de mis artículos. Y esto es lo que resultó ser.
—¿Una estación relé? —El rostro de Friar reflejó disgusto y desconcierto—. ¿Qué significa esto?
—En lugar de captar el pensamiento de Shapirov, mi computadora programada, una vez dentro de una de sus neuronas, actuaba de enlace, pasando pensamientos de uno de nosotros a otro.
La expresión de Friar fue ahora de indignación:
—¿Quiere decir que actuó de dispositivo telepático?
—Exactamente. Lo experimenté por primera vez cuando percibí una intensa emoción de amor y deseo sexual por una joven que estaba conmigo en la nave miniaturizada. Naturalmente, supuse que se trataba de mi propia emoción porque era joven y muy atractiva. Sin embargo, yo no experimentaba ningún sentimiento consciente de este tipo. No fue hasta que lo experimenté otras veces que me di cuenta de que estaba recibiendo los pensamientos de un joven, también a bordo de la nave. Él y ella estaban distanciados, pero no obstante, la pasión entre ellos seguía latente.
Friar sonrió con tolerancia:
—¿Está usted seguro de que estaba en condiciones, a bordo de la nave, de interpretar debidamente esos pensamientos? Después de todo, estaba sometido a una fuerte tensión. ¿Recibió usted similares pensamientos de parte de la joven?
—No, el joven y yo intercambiamos pensamientos, involuntariamente, en muchas ocasiones. Cuando yo me acordé de mi mujer y mis hijos, él pensó en una mujer y dos niños. Cuando estuve perdido en la corriente sanguínea fue él quien detectó mis sensaciones de pánico. Asumió que había captado los sufrimientos de Shapirov a través de mi aparato, que permaneció en mi poder cuando yo iba a la deriva, pero ésos eran mis sentimientos, no los de Shapirov. No intercambié pensamientos con las dos mujeres que iban a bordo, pero ellas sí intercambiaron sensaciones entre sí. Cuando trataron de captar los pensamientos de Shapirov, detectaron palabras y pensamientos similares, de una a otra, claro… que ni el joven ni yo captamos.
—¿Diferencias sexuales? —observó Friar escéptico.
—Realmente, no. El piloto de la nave, un varón, ni captaba ni recibía nada, ni de las mujeres, ni de los hombres, aunque en cierta ocasión le pareció percibir un pensamiento. Mí propia impresión es que hay tipos de cerebro, como hay tipos de sangre, probablemente pocos, y que la comunicación telepática puede establecerse más fácilmente entre los del mismo tipo.
Ródano intervino, preguntando blandamente:
—Incluso si todo es como dice, doctor Morrison, ¿de qué sirve?
—Deje que se lo explique. Durante años he trabajado para identificar las regiones y tipos del pensamiento abstracto dentro del cerebro humano, con escaso éxito. En ocasiones, captaba una imagen, pero nunca supe interpretarla debidamente. Pensé que era del animal en cuyo cerebro trabajaba, pero ahora sospecho que surgían cuando estaba relativamente cerca de algún ser humano, que fuera presa de alguna emoción fuerte o pensamiento profundo. Nunca lo tuve en cuenta. Es culpa mía.
»Sin embargo, herido por la indiferencia del general y la absoluta incredulidad y burla de mis colegas, jamás publiqué sobre la percepción de imágenes, sino que modifiqué mi programa en un intento por intensificarlo. Algunas de estas modificaciones tampoco fueron publicadas. Así entré en la corriente sanguínea de Shapirov, con un dispositivo que podía servir como relé telepático que como otra cosa que hubiera utilizado abiertamente. Y ahora, que por fin mi cabezota ha comprendido exactamente qué es lo que tengo, sé lo que debo hacer para mejorar mi programa. Estoy seguro.
—A ver si lo he entendido bien, Morrison —dijo Friar—. ¿Me está diciendo que como resultado de su viaje fantástico al cuerpo de Shapirov, tiene la absoluta seguridad de que puede modificar su programa, al extremo de hacer que la telepatía sea práctica?
—Práctica hasta cierto punto. Sí.
—Esto podría ser muy grande… si pudiera demostrarlo.
El escepticismo en la voz de Friar no había desaparecido.
—Mucho más grande de lo que piensa —cortó Morrison con aspereza—. Sabe, naturalmente, que los telescopios, ya sean de radio u ópticos, pueden construirse por partes sobre un área amplia, y si se coordinan por computadora logran la función de un solo y gran telescopio, uno mucho mayor de lo que prácticamente se conseguiría de una sola pieza.
—Sí. ¿Y qué?
—Lo menciono como analogía. Estoy convencido de que puedo demostrar algo del mismo tipo en relación con el cerebro. Si tuviéramos a seis hombres unidos telepáticamente, los seis cerebros funcionarían en un momento dado, como un solo gran cerebro y, de hecho, estaría más allá de la inteligencia humana y la capacidad de discernimiento. Piense en lo mucho que podría avanzar la ciencia y la tecnología, y también otros campos del esfuerzo humano. Podríamos crear, sin tener que pasar por la tediosa evolución física o por el peligro de la ingeniería genética, un superhombre mental.
—Muy interesante, es cierto —musitó Friar obviamente intrigado pero sin ningún convencimiento.
—Pero, hay un fallo —admitió Morrison—. Hice todos mis experimentos con animales, conectando sondas de mi computadora al cerebro. Ahora me doy cuenta de que esto no podía ser nada preciso. Por más que lo perfeccionáramos, solamente obtendríamos un burdo sistema telepático como mucho. Lo que necesitamos es invadir un cerebro, y colocar una computadora miniaturizada y debidamente programada en una neurona donde pueda actuar como relé. El proceso telepático quedará enormemente agudizado.
—Y la pobre persona a la que se infligiera el daño —dijo Friar— explotaría eventualmente cuando el dispositivo se desminiaturizara.
—El cerebro animal es muy inferior al humano… —insistió Morrison— por el hecho de que el cerebro animal tiene menos neuronas, y son menos complicadas en su ordenación. La neurona individual en el cerebro de un conejo puede, no obstante, no ser significativamente inferior a la neurona humana. Podría utilizarse un robot como relé.
Ródano habló entonces:
—Unos cerebros americanos trabajando en equipo, podrían pues descubrir el secreto de la miniaturización y quizás incluso adelantarnos a los rusos, en la tarea de acoplar la constante de Planck a la velocidad de la luz.
—¡Sí! —exclamó Morrison entusiasmado— y un científico soviético, Yuri Konev, que era el compañero que compartía sus pensamientos conmigo, lo vio lo mismo que yo. Fue por esta razón por lo que trató de retenerme, así como a mi programa, en contra de su propio Gobierno. Sin mí, y sin mi programa, dudo de que pueda reproducir mi trabajo en mucho tiempo, quizás en muchos años. Ésta no es realmente su especialidad.
—Continúe —dijo Ródano—. Empieza a gustarme esto.
—Ésta es pues la situación. Ahora mismo tenemos una telepatía burda. Incluso sin miniaturización, puede ayudarnos a dejar atrás a los soviéticos, o tal vez no. Sin miniaturización, y sin el establecimiento de una computadora debidamente programada en una neurona animal como relé, no podemos estar seguros de conseguir nada.
»Los soviéticos, por el contrario, tienen una forma burda de miniaturización. Pueden, en el curso ordinario de la investigación, encontrar el modo de acoplar la teoría cuántica y la de la relatividad para conseguir un dispositivo de miniaturización realmente eficiente, pero podría requerir mucho tiempo.
»Así que si tenemos telepatía pero no miniaturización, y ellos tienen la miniaturización pero no la telepatía, podría ocurrir que ganáramos nosotros pasado un largo período… o que ganaran ellos. La nación ganadora dispone, en cierto modo, de una ilimitada velocidad de viaje y el Universo será suyo. La nación perdedora se marchitará… o por lo menos se marchitarán sus instituciones. Sería magnífico que nosotros ganáramos la carrera, pero son ellos los que pueden ganar, y este proceso acarreará el colapso de dos generaciones de paz incierta, y conducirá a una guerra totalmente destructiva.
»Por el contrario, si nosotros y los soviéticos estamos dispuestos a trabajar juntos, y a utilizar la telepatía refinada y reforzada por una situación de relé miniaturizada, insertada en una neurona viva, podríamos lograr, conjuntamente y en muy poco tiempo, lo equivalente a antigravedad y velocidad infinita. El Universo pertenecerá por igual a los Estados Unidos y a la Unión Soviética; al globo entero, a la Tierra, a la Humanidad.
»¿Y por qué no caballeros? Nadie perdería. Todos ganaríamos.
Friar y Ródano le miraron asombrados. Al fin Friar tragó saliva y dijo:
—Suena bien, si en verdad tiene usted la telepatía.
—¿Dispone de tiempo para escuchar mi explicación?
—Dispongo de todo el tiempo que quiera.
Morrison tardó varias horas en explicar su teoría detalladamente. Luego se recostó y observó:
—Ya casi es la hora de cenar. Ahora sé que usted, y otros también, querrán entrevistarme y que todos querrán que monte un sistema con el cual se demostrará lo práctico de la telepatía, y que esto me tendrá ocupado horas… digamos, durante el resto de mi vida a juzgar por lo que sé ahora; pero ahora deben concederme una cosa.
—¿Qué cosa? —preguntó Ródano.
—Para empezar, un poco de tranquilidad. Se lo ruego. Concédame veinticuatro horas… desde ahora hasta mañana a la hora de cenar. Déjenme que lea, coma, piense, descanse y duerma. Sólo un día, si no les importa, y después estaré a su servicio.
—Es justo —concedió Ródano poniéndose en pie—. Lo arreglaré si puedo y sospecho que podré. Las veinticuatro horas son suyas. Sáqueles el máximo partido. Estoy de acuerdo con usted en que a partir de ahora dispondrá de poco tiempo para sí. Y de ahora en adelante, y por cierto tiempo, resígnese a ser la persona más estrictamente guardada de América, sin excluir al Presidente.
Ródano y Friar habían terminado su cena. Había sido una comida inusitadamente silenciosa en una estancia aislada y guardada. Una vez hubieron terminado, dijo Ródano:
—Dígame, doctor Friar, ¿cree que Morrison está en lo cierto en este asunto de la telepatía?
Friar suspiró y contestó cautamente:
—Tendré que consultar con algunos de mis colegas que saben más que yo sobre el cerebro, pero creo que tiene razón. Es muy convincente. Y ahora, quiero hacerle una pregunta.
—¿Sí?
—¿Cree que Morrison tenía razón en cuanto a la necesidad de cooperación, en este asunto, entre los Estados Unidos y la Unión Soviética?
La pausa fue muy larga hasta que Ródano se decidió a hablar:
—Sí, creo que también en esto tiene razón. Naturalmente habrá rugidos en todas direcciones, pero no podemos arriesgarnos a que los soviéticos lleguen antes. Todo el mundo lo verá. Tendrán que verlo.
—¿Y los soviéticos? ¿Lo verán también?
—Tendrán que verlo. No se pueden arriesgar a que lleguemos primero. Además, el resto del mundo se enterará, indudablemente, de lo que está ocurriendo y clamarán por participar en la acción, y para que no se inicie una nueva guerra fría. Puede que se tarde unos años, pero al final cooperaremos.
Después, Ródano movió la cabeza y dijo:
—¿Sabe lo que realmente me parece peculiar, doctor Friar?
—¿Qué es lo que en esta serie de extraños acontecimientos puede no parecerle peculiar?
—Supongo que nada, pero lo que me parece más peculiar es esto. Me encontré con Morrison el pasado domingo por la tarde para animarle a que fuera a la Unión Soviética. En aquel momento se me cayó el alma a los pies. Me pareció un hombre sin empuje, un cero a la izquierda, un tonto; alguien que ni siquiera valía gran cosa en sentido académico. No pensé que pudiéramos confiar en que hiciese algo. Lo mandaba, sencillamente, a la muerte. Así lo creí, y se lo comenté a un colega al día siguiente, y que Dios me valga, todavía lo creo. No es nada y es sencillamente un milagro que sobreviva, y eso gracias a los demás. Sin embargo…
—¿Sin embargo, qué?
—Sin embargo, regresó, después de haber hecho un increíble descubrimiento científico y haber puesto en marcha un proceso por el que los Estados Unidos y la Unión Soviética se verán obligados, en contra de sus voluntades, a cooperar. Y por encima de todo, se ha vuelto el más importante y, una vez publiquemos estos acontecimientos, el más famoso científico del mundo, posiblemente de todos los tiempos. En cierto modo, ha destruido el sistema político del mundo y creado uno nuevo, o por lo menos iniciado el proceso de creación de uno nuevo, y lo ha hecho todo entre el domingo pasado por la tarde y la tarde de hoy, sábado. Lo ha hecho en seis días. Y eso es una idea que me asusta.
Friar se recostó y se echó a reír.
—¡Asusta más de lo que usted piensa! Se propone descansar el séptimo día.
FIN