XVII. SALIDA

Si fuera tan fácil salir de los apuros como meterse en ellos… la vida sería como una canción.

DEZHNEV, padre

Un silencio sombrío cayó sobre la nave.

Kaliinin hundió el rostro entre las manos, y pasado un buen rato rompió el silencio murmurando:

—¿Está seguro, Arkady?

Y Dezhnev, parpadeando para retener las lágrimas, dijo:

—¿Si estoy seguro? El hombre ha estado al borde la muerte durante semanas. La corriente celular, se hace lenta, la temperatura baja y la Gruta, que lo tiene conectado a todos los instrumentos jamás inventados, dice que ha muerto. ¿Cómo puedo no estar seguro?

—Pobre Shapirov, merecía una muerte mejor —suspiró Boranova.

—Podría haber aguantado una hora más —dijo Konev.

—No pudo elegir, Yuri —le reprendió Boranova ceñuda.

Morrison sintió un frío glacial. Hasta ahora había estado consciente de algunos glóbulos rojos, de un punto específico de la Región intercelular, del interior de una neurona. Su entorno se había circunscrito a lo inmediato.

Ahora miraba al exterior a través de las paredes de plástico transparente a lo que, por primera vez, le parecían capas espesas de materia A su escala actual, con la nave del tamaño de una molécula de glucosa y el mismo poco mayor que un átomo, el cuerpo de Shapirov se le antojaba mayor que el planeta Tierra.

Y allí estaba, enterrado en un objeto planetario de materia orgánica, muerta Le impaciento la pausa para llorarlo Ya tendrían tiempo después, pero entretanto… En un tono de voz que sonó tal vez un poco más fuerte de lo que hubiera debido, pregunto:

—¿Y ahora como salimos?

Boranova lo miro sorprendida, con los ojos muy abiertos (estaba seguía de que en su pena por Shapirov había desterrado momentáneamente la idea de salir). Carraspeo e hizo un verdadero esfuerzo para actuar con su habitual ecuanimidad. Dijo:

—Para empezar, debemos desminiaturizarnos hasta cierto punto.

—¿Por qué «para empezar»? ¿Por qué no desminiaturizarnos del todo ahora mismo? —y como si quisiera anticiparse a la inevitable objeción—. Dañaríamos el cuerpo de Shapirov, pero es un cuerpo muerto y nosotros todavía vivimos. Nuestras necesidades están primero.

Kaliinin lo miro con reproche:

—Incluso un cuerpo muerto merece respeto, Albert, especialmente el de un gran científico como el académico Pyotr Shapirov.

—Si, claro, pero no hasta el extremo de arriesgar cinco vidas —la impaciencia de Morrison iba en aumento. Shapirov era solamente alguien a quien había conocido de lejos por su reputación y periféricamente. Para Morrison no era el semidiós que parecía ser para los otros.

—Aparte de la cuestión del respeto —dijo Dezhnev— estamos encerrados en el cráneo de Shapirov. Si creciéramos hasta llenar el cráneo y después tratáramos de romperlo por efecto de nuestro campo de miniaturización, perderíamos demasiada energía y nos desminiaturizaríamos de forma explosiva. Antes que nada debemos buscar el medio de salir del cráneo.

—Albert tiene razón —asintió Boranova—. Empecemos. Desminiaturizate a tamaño de célula Arkady, pida a la gente de la Gruta que determinen nuestra posición exacta Yuri, asegúrese de localizar exactamente nuestra posición en el cerebiográfo.

Morrison miro al exterior en dirección a la lejana membrana de la célula, un resplandor más continuo y brillante, uno que resultaba visible a través del centelleo ocasional de las moléculas intermedias. La primera indicación de desmimaturización fue el hecho de que las moléculas… encogieran. (Era la única palabra que se le ocurría a Morrison para describir lo que estaba viendo).

Era como si aquellas cosas, curvadas e hinchadas que llenaban el espacio que los rodeaba, y que el cerebro de Morrison imaginaba más que veía, se encogieran. Para todo el mundo era balones que se iban desinflando hasta que lo que las rodeaba parecía relativamente uniforme.

Pero a la vez que el líquido circundante se alisaba, las grandes moléculas distantes, las proteínas, los ácidos nucleicos, las aún mayores estructuras celulares, se iban también encogiendo y al hacerlo se las podía contemplar mejor. Los destellos de luz que reflejaban estaban menos espaciados.

La membrana de la célula en sí, parecía acercarse y también se veía con mayor claridad. Se aproximaba más y más. La nave se encontraba, después de todo, en una estrecha dendrita que se proyectaba fuera del cuerpo de la célula, y si la nave iba a aumentar hasta alcanzar el tamaño de una célula, tendría que crecer mucho más que esta simple proyección.

Era obvio que la membrana iba a colisionar con la nave y Morrison, maquinalmente, apretó los dientes y se preparó para el impacto.

No hubo impacto. La membrana se fue acercando y después, sencillamente, se separó. Ya no estaba allí. Era una estructura demasiado delgada y débilmente unida, para soportar las consecuencias de verse integrada a la fuerza en un campo de miniaturización. Aunque la nave se desminiaturizaba hasta cierto punto, era todavía excesivamente pequeña, demasiado para el mundo normal que les rodeaba; y las moléculas de la membrana, al entrar en el campo y contraerse, perdían contacto entre si, de forma que la integridad del conjunto, desaparecía.

Morrison, a partir de entonces, lo observó todo fascinado. El entorno parecía caótico hasta que, a medida que los objetos iban empequeñeciéndose, comenzó a reconocer la jungla de colágeno intercelular que habían encontrado antes de meterse en la neurona. Esa jungla, a su vez, seguía encogiéndose hasta que los troncos y cables de colágeno no fueron más que filamentos.

—Basta ya —anunció Boranova—. Necesitamos meternos en Una pequeña vena.

—Esto es todo, en cualquier caso —refunfuñó Dezhnev—. Es muy poca la energía que nos queda.

—Pero seguramente durará hasta que podamos salir del cráneo.

—Esperémoslo —dijo Dezhnev—. No obstante, Natasha, no es usted más que el capitán de la nave, pero no lo es de las leyes de termodinámica.

Boranova sacudió la cabeza en son de reproche:

—Arkady, pídales que determinen nuestra posición… y no me sermonee.

—No creo que sea muy importante determinar nuestra posición —interrumpió Konev—. No puede ser sensiblemente diferente de lo que era cuando salimos del capilar. Nuestros movimientos desde entonces sólo nos han llevado a una neurona cercana y de ella a otra neurona próxima. La diferencia de situación, incluso a escala de microscopio normal es apenas perceptible.

Pasados unos minutos de espera, recibieron su posición y Konev exclamó:

—Como se lo dije.

—¿De qué nos sirve conocer la posición, Yuri? —preguntó Morrison—. No sabemos a dónde nos dirigimos y sólo podemos ir en una sola dirección. Ahora que hemos restablecido la comunicación, no podemos dirigir la nave.

—Bien, pues como sólo podemos ir en una dirección —observó Konev— vayamos en esa dirección. Estoy seguro de que el padre de Arkady tendría un dicho apropiado.

—Solía decir —se apresuró a responder Dezhnev—. «Cuando sólo queda un camino posible, no es difícil decidirse».

—¿Lo ven? Lo encontraremos no importa por dónde vayamos, y saldremos. Adelante, Arkady.

La nave avanzó, atropellando las ahora frágiles fibras de colágeno, aplastando una neurona y cortando por la mitad un axón. (Resultaba difícil creer que poco antes se encontraban dentro de uno de aquellos axones y que entonces les había parecido un camino de cien kilómetros de anchura).

—Supongan que Shapirov estuviera todavía vivo cuando nos viéramos obligados a salir de su cuerpo —preguntó Morrison—. ¿Qué hubiéramos podido hacer?

—¿Qué quiere decir?

—Quiero decir, ¿qué otra alternativa habría? ¿No hubiésemos tenido que averiguar también nuestra posición? Y para hacerlo, ¿no hubiéramos tenido que establecer comunicación? Y una vez hecho, solamente hubiéramos podido movernos en dirección hacia adelante. ¿No hubiéramos tenido que desminiaturizarnos a fin de no tener que recorrer el equivalente de miles de kilómetros, en lugar del equivalente de unos pocos kilómetros? En resumen, para poder salir, ¿no hubiéramos debido abrirnos paso a través de las neuronas vivas de un Shapirov vivo, lo mismo que ahora nos abrimos camino a través de neuronas moribundas y muertas?

—Bien… sí —concedió Boranova.

—¿Dónde está pues el respeto por un cuerpo vivo? Después de todo, solamente dudamos en violar la integridad de un cuerpo muerto.

—Debe comprender, Albert, que ésta es una operación de emergencia con una nave inadecuada. No tenemos elección. Y, en cualquier caso, esto no es como su sugerencia de desminiaturizarnos completamente dentro del cerebro, reventando el cráneo y decapitando a Shapirov. En el camino actual, incluso si Shapirov estuviera vivo, destruiríamos una docena de neuronas posiblemente cien… y ello no empeoraría, notablemente, la condición de Shapirov. Las neuronas mueren constantemente a lo largo de la vida… como los glóbulos rojos.

—No del todo —observó Morrison sombrío—. Los glóbulos rojos se renuevan continuamente. Las neuronas jamás.

Konev interrumpió, alzando la voz como si estuviera impaciente por acabar con la charla ociosa de los demás:

—Arkady, pare. Necesitamos que vuelvan a determinar nuestra posición.

Otra vez se hizo un silencio de muerte dentro de la nave, que fue interminable… como si cualquier palabra interfiriera con las medidas que se tomaban en la Gruta o entorpeciera la concentración de quienes las tomaban. Por fin, Dezhnev, en un murmullo, transmitió las coordenadas a Konev, que dijo:

—Que se las confirmen, Arkady. Asegúrese de tenerlas bien.

Morrison se soltó. Seguía virtualmente sin masa, pero notaba claramente que tenía más que cuando maniobraban dentro de la célula. Se levantó cuidadosamente para poder ver el cerebrógrafo por encima del hombro de Konev.

Observó dos puntos rojos en él, con una fina línea roja que los conectaba. El mapa que mostraba la pantalla se condensó un poco y los dos puntos rojos se encogieron y se acercaron; después, volvió a desplegarse pero con una orientación diferente.

Los dedos de Konev se movieron sobre las teclas de la computadora y el mapa dobló su tamaño y se hizo ilegible. No obstante, Morrison sabía que Konev podía estudiarlo merced a un dispositivo que lo hacía estereoscópico, desplegando una tercera dimensión. Konev, dejó el dispositivo y explicó:

—Natalya, esta vez la suerte está de nuestra parte. Estemos donde estemos y en cualquier dirección que tomemos, tarde o temprano vamos a encontrar una vena pequeña. En este caso, va a ser temprano. No estamos lejos de ella y nos la tropezaremos de tal forma que podremos introducirnos en ella.

Morrison suspiró, interiormente aliviado, pero no pudo evitar comentar:

—¿Y qué habría hecho si la suerte nos hubiera deparado una vena lejana?

—Entonces, habría hecho que Dezhnev volviera a desconectarnos de la Gruta y nos hubiéramos dirigido a la más cercana.

Sin embargo, Dezhnev, se volvió para mirar a Morrison, le hizo una mueca de disconformidad y movió los labios: «Falta energía».

—Adelante, Arkady —ordenó Boranova— y llegue a la vena.

Pasados unos minutos, Dezhnev tuvo que admitir:

—El mapa de Yuri es perfecto, cosa por la que no hubiera apostado. Ahí está, frente a nosotros.

Morrison se encontró mirando una pared curvada que se proyectaba, borrosa, arriba y abajo y con sólo una vaga impresión de baldosas en ella. Si era una vena, no era muy diferente de un capilar. Morrison se preguntó inquieto, si la nave podría meterse en ella.

—¿Hay algún medio, Sofía —preguntó Boranova— de dar a la nave una carga eléctrica de un tipo que nos haga deslizar en la vena?

Kaliinin pareció dudosa y Morrison alzando la mano observó:

—No lo creo, Natalya. Las células individuales pueden no estar enteramente muertas, incluso ahora, pero es obvio que su organización interna ha sido destruida. No creo que ninguna célula del cuerpo pueda admitirnos como pinocitosis o cualquier otro medio.

—¿Qué hago entonces? —preguntó Dezhnev desolado—. ¿Forzar la entrada?

—Naturalmente —asintió Konev—. Apóyese en la pared de la vena. Una pequeña parte se miniaturizará, desintegrándose, y podrá entrar. No tendrá que utilizar demasiado sus motores.

—Ah, ha hablado el experto —rezongó Dezhnev—. La vena se miniaturizará y desintegrará a expensas de nuestro campo y eso requerirá, también, energía… más energía que si forzáramos la entrada.

—Arkady —lo amonestó Boranova—, no se enfade. No es el momento. Utilice los motores con moderación y aproveche la primera debilitación por miniaturización de la pared de la vena para atravesarla. Utilizando ambas técnicas consumirá menos energía que con una u otra por separado.

—Esperémoslo, pero decirlo no es hacerlo. Cuando yo era pequeño mi padre me dijo: «La vehemencia, hijo mío, no es garantía de verdad». Me lo dijo una vez que le juré con vehemencia que no había roto su pipa. Me preguntó si le había entendido. Dije que no y me lo explicó minuciosamente. Luego, me zurró.

—Bien, Arkady —dijo Boranova—, pero ahora métase dentro.

—No es como si fuera a provocar un derrame de sangre en el cerebro —comentó Konev—. Ocurre que la sangre ahora no fluye. Virtualmente nada va a derramarse.

—Ah, esto plantea un punto interesante —observó Dezhnev—. Normalmente una vez dentro de una vena, la corriente sanguínea nos llevaría en una dirección determinada. Si no corre la sangre debo utilizar mis motores… pero ¿en qué dirección debemos ir?

—Una vez entremos por este punto —explicó Konev con calma— gire a la derecha. Así lo indica mi cerebrógrafo.

—¿Pero si no tengo corriente que me gire a la derecha, y entro en ángulo por la izquierda?

—Arkady, entrará en ángulo por la derecha. Mi cerebrógrafo también lo indica así. Métase a la fuerza, ¿quiere?

—Adelante, Arkady —lo animó Boranova—. No tenemos más opción que confiar en el cerebrógrafo de Yuri.

La nave avanzó y al tocar la pared de la vena con la proa, Morrison percibió la ligera vibración de los motores. Entonces, la pared simplemente cedió, se apartó en todas direcciones y la nave se encontró adentro.

Dezhnev detuvo los motores en el acto. La nave siguió avanzando pero cada vez más despacio; rebotó en la otra pared (siendo el contacto tan breve que no causó daño que Morrison pudiera apreciar) y se enderezó, con su extenso eje a lo largo del enorme túnel de la vena. La anchura de la nave era algo mayor que la mitad de la anchura del vaso sanguíneo.

—Bien —musitó Dezhnev—. ¿Vamos en buena dirección? Si no es así, no hay nada que hacer. No puedo retroceder. Nos queda poco margen en la vena para que Albert salga y nos dé la vuelta, y disponemos de insuficiente energía para miniaturizarnos algo más y hacer posible el giro completo.

—Está apuntando hacia la dirección correcta —le advirtió secamente Konev—. Siga moviéndose y no tardará en descubrirlo. La vena se hará más ancha a medida que avancemos.

—Ojalá sea así… Y si es así, ¿cuánto tenemos que viajar antes de poder salir del cuerpo?

—Todavía no lo sé. Tengo que seguir la vena en mi cerebrógrafo, consultar con los de la Gruta y arreglar la inserción de una aguja hipodérmica en la vena lo más cerca posible de donde estaremos cuando salgamos del interior del cráneo.

—¿Puedo decirles que no podemos seguir moviéndonos? Entre miniaturización y desminiaturización, conducir con escasa eficacia, entrar en capilares equivocados, y salir en busca de Albert cuando lo perdimos, hemos gastado muchísima más energía de lo que habíamos calculado. Disponíamos de más energía de la que creíamos necesitar pero, así y todo, la hemos gastado casi por completo.

—¿Quiere decir que no tenemos…? —preguntó Boranova.

—Casi. Vengo advirtiéndoselo desde hace rato. ¿No les he dicho, acaso que se nos estaba terminando?

—¿Cuánta nos queda? ¿Está diciendo que no tenemos bastante para salir del cráneo?

—Normalmente, tendríamos lo suficiente, incluso ahora. Si estuviéramos en una vena viva podríamos contar con que la corriente nos llevara. Pero no hay tal corriente. Shapirov ha muerto y su corazón no late. Esto quiere decir que tengo que circular por la corriente sanguínea con los motores en marcha y cuanto más se enfríe la corriente, más viscosa se volverá, los motores tendrán que trabajar más, y más rápidamente se nos agotará la provisión de energía.

—Sólo nos faltan unos pocos centímetros para llegar —dijo Konev.

Pero Dezhnev saltó furioso:

—¿Sólo unos pocos? ¿Menos que la anchura de mi palma? ¿De veras? Dado nuestro tamaño actual, tenemos kilómetros que recorrer.

—¿Deberíamos desminiaturizarnos más? —preguntó Morrison.

—No podemos. —La voz de Dezhnev sonó con fuerza—. No tenemos energía para hacerlo. La desminiaturización incontrolada no requiere energía. Pero la desminiaturización controlada sí. Mire, Albert, si salta desde una ventana alta, llegará al suelo sin esfuerzo. Pero si quiere sobrevivir a la prueba y desea que lo bajen despacio, colgado de una cuerda, hace falta un gran esfuerzo. ¿Lo ha entendido?

—Entendido.

Kaliinin alargó la mano hasta la suya, se la oprimió con suavidad y en voz baja le advirtió:

—No haga caso a Dezhnev. Protesta y refunfuña, pero nos llevará hasta allá.

—Arkady —observó Boranova—, si la vehemencia no es garantía de verdad, como acaba de decirnos, tampoco nos garantiza una cabeza despejada y una solución. Más bien lo contrario. Así que, ¿por qué no fuerza el paso a lo largo de la vena y quizá la energía nos dure hasta llegar a la hipodérmica?

Dezhnev se inclinó a comentar:

—Es lo que haré, pero si quieren que mantenga la cabeza despejada y fría, déjeme eliminar el calor.

La nave empezó a moverse y Morrison se dijo: Cada metro recorrido es un metro menos para llegar a la aguja hipodérmica.

No tenía mucho sentido como consuelo, no poder llegar a la aguja por poco, podía ser tan fatal como no llegar por mucho. Pero le sirvió para calmar los latidos de su corazón y le produjo una sensación de logro mientras veía cómo la pared iba quedando rápidamente atrás.

Los glóbulos rojos y las plaquetas parecían ahora más numerosas que cuando estuvieron en arterias y capilares, al llegar. Entonces había una corriente sanguínea, y sólo unos pocos objetos flotaban junto a ellos en el fluido. Ahora, los diversos cuerpos de formas variadas estaban casi inmóviles y la nave avanzaba por entre infinidad de ellos, aplastándolos a derecha e izquierda y dejándolos detrás, flotando a sacudidas.

Incluso pasaron junto a algún ocasional leucocito, grande, globular y en reposo. Pero ahora, no reaccionaban ante la presencia de un objeto extraño deslizándose por su lado. En un momento dado, la nave chocó simplemente con un leucocito y lo dejó deshecho tras de sí. Konev observó:

—Estamos en el buen camino. La vena es ahora claramente más ancha que antes.

Y así era. Morrison lo había observado sin conseguir captar lo que significaba. Lo único en lo que se había concentrado era en moverse, simplemente. Experimentó una pequeña oleada de esperanza. Haber avanzado en dirección equivocada, habría terminado en desastre. La vena se hubiera estrechado y reventado, dejándolos a la deriva en plena materia gris con, quizás, escaso combustible para buscar y encontrar otra vena.

Konev estaba anotando algo que Dezhnev le dictaba. Asintió al fin, diciéndole:

—Pídales que le confirmen estos datos, Arkady… ¡Bien!

Volvió a dedicarse un rato a su cerebrógrafo y advirtió:

—Óiganme, ya conocen la vena donde estamos y van a insertar una aguja hipodérmica en un punto específico que ya he señalado en el cerebrógrafo. Lo alcanzaremos dentro de media hora o un poco menos… ¿Puede seguir adelante media hora más, Arkady?

—Probablemente un poco menos. Si el corazón latiera…

—Lo sé, pero no late… —asintió Konev y dirigiéndose a Natalya añadió—: ¿Puede pasarme todos los datos relativos a lo que haya captado del proceso del pensamiento de Shapirov? Voy a enviarlos, completos, a la Gruta.

—¿Lo dice por si no logramos salir?

—Exactamente. Este material es lo que vinimos a buscar y no hay razón para dejar que se pierda, en el caso de que no pudiéramos salir.

—Es la actitud apropiada, Yuri.

—Pero siempre y cuando —añadió Konev— los datos tengan algún valor.

Después, Konev se inclinó hacia Dezhnev y ambos a la vez empezaron a transmitir electrónicamente la información que habían recogido, computadora a computadora, de menor a mayor, desde el interior de una vena al mundo exterior.

Kaliinin seguía apretando la mano de Morrison, quizá tanto para animarse a sí misma como para animarlo a él, reflexionó Morrison. Y en voz baja le dijo:

—¿Qué va a ocurrir, Sofía, si se nos termina la energía antes de llegar a la aguja?

Ella alzó las cejas y respondió:

—Tendremos que mantenernos pasivos en donde estemos. La gente de la Gruta tratará de encontrarnos como sea.

—¿No nos desminiaturizaremos explosivamente tan pronto se acabe la energía?

—Oh, no. La miniaturización es un estado metastable. Recuerde que ya se lo explicamos. Nos quedaremos como estamos, indefinidamente. Eventualmente, en algún momento, ese posible seudomovimiento browniano de dilatación y contracción provocaría una desminiaturización espontánea, pero no ocurriría hasta… ¿Quién sabe?

—¿Años?

—Posiblemente.

—Pero eso sería fatal para nosotros —exclamó Morrison—. Moriríamos asfixiados. Sin energía, no podremos reciclar nuestra provisión de oxígeno.

—Ya le he dicho que la gente de la Gruta tratará de alcanzar nos. Nuestras computadoras aún pueden trabajar e indicar nuestra posición para que nos localicen, corten la vena, entren y nos descubran, electrónicamente… o incluso visualmente.

—¿Cómo pueden descubrir una célula entre cincuenta trillones de ellas?

Kaliinin le dio unas palmadas en la mano:

—Es muy pesimista, Albert. Somos una célula perfectamente reconocible… y una que emite.

—Creo que me sentiría mejor si encontráramos ya la aguja hipodérmica y no tuviésemos que esperar a que nos encontrarán ellos.

—También yo. Me limito a señalarle que la falta de energía y el no encontrar la aguja, no es el final.

—¿Y si la encontramos?

—Entonces nos aspirarán y las fuentes de energía de la Gruta se dedicarán a la tarea de desminiaturizarnos.

—¿Y no pueden hacerlo ahora?

—Estamos demasiado rodeados por masas de material no miniaturizado y sería muy difícil enfocar el campo de desminiaturización con suficiente exactitud. Una vez estemos fuera y seamos visibles para ello, las condiciones serán enteramente diferentes.

En aquel momento se oyó preguntar a Dezhnev.

—¿Lo hemos transmitido todo, Yuri?

—Sí. Todo.

—Entonces mi deber es decirles que sólo me queda energía para continuar moviendo esta nave durante cinco minutos. Tal vez menos, pero de ningún modo más.

Morrison, con la mano de Kaliinin aún en la suya, apretó convulsivamente y la joven hizo una mueca.

—Perdón, Sofía, le dijo. —Y le soltó la mano que Sofía se frotó vigorosamente.

—¿Dónde estamos, Yuri? —preguntó Boranova—. ¿Podremos llegar a la aguja?

—Yo diría que sí. Más despacio, Arkady. Conserve la energía que le queda.

—No, créanme, a la velocidad actual paso a través de la sangre con relativamente poca turbulencia, gracias a la forma y a las características de la superficie de la nave. Si disminuyera la velocidad, habría más turbulencia y mayor gasto de energía.

—Pero no queremos pasarnos del punto de encuentro —advirtió Konev.

—No nos pasaremos. Cuando quiera que detenga los motores iremos despacio a la fuerza, debido a la viscosidad de la sangre. Al ir más despacio crecerá la turbulencia y esto nos frenará rápidamente, así que en pocos segundos estaremos inmovilizados. Si tuviéramos nuestra masa e inercia normales, la rápida detención nos aplastaría contra la proa de la nave.

—Pare, entonces, cuando se lo diga.

Morrison se había puesto de pie y miraba nuevamente por encima del hombro de Konev. Supuso que el cerebrógrafo estaba muy ampliado, tal vez al máximo. La delgada línea roja que indicaba y calculaba la ruta de la nave, era ahora gruesa y llevaba a un círculo verde que, supuso Morrison, debía representar la posición de la aguja hipodérmica.

Pero era un cálculo puramente supuesto y podía no ser demasiado fiel. Konev alternaba la mirada entre el cerebrógrafo y lo que veía ante sí.

—Debimos haber elegido una arteria —exclamó Morrison de pronto—. Están vacías después de la muerte. No hubiéramos tenido que gastar energía por culpa de la viscosidad o las turbulencias.

—Idea equivocada —cortó Konev—. La nave no puede moverse en el aire —pudo haber seguido hablando, pero en aquel punto se envaró y chilló—: ¡Pare, Arkady! ¡Pare!

Dezhnev apretó un botón con fuerza con la palma de la mano. Luego tiró hacia dentro y Morrison se sintió levemente empujado hacia adelante al detener suavemente la nave. Konev señaló con el dedo. Se veía un gran círculo resplandeciente de luz naranja. Dijo:

—Han utilizado métodos de fibra óptica para asegurarse de que la punta brillara. Dijeron que no pasaría inadvertida.

—Pero la hemos pasado —masculló Morrison—. La vemos pero no estamos allí. Para entrar tenemos que girar, y esto significa que Dezhnev tendrá que desconectarnos de nuevo.

—No hace falta —anunció Dezhnev—. Tengo suficiente energía en los motores para otros cuarenta y cinco segundos más, creo, pero carezco de la suficiente para volver a ponernos en marcha. En este momento estamos detenidos en medio del líquido y no podemos volver a movernos.

—¿Entonces? —Morrison comenzó lo que parecía casi un llanto.

—Entonces —aclaró Konev— hay otro tipo de movimiento que sí es posible. Esa aguja hipodérmica tiene inteligencia en su punta. Arkady, pídales que la metan un poco más, pero despacio.

El círculo color naranja aumentó poco a poco, hasta hacerse ligeramente elíptico.

—Nos perderá —gimió Morrison.

Konev ni le contestó, sino que se inclinó hacia Arkady para hablar directamente por el transmisor. La elipse anaranjada se hizo por un instante, marcadamente más larga, pero el efecto cesó después de una orden gritada por Konev. Luego de eso se volvió casi circular. La aguja estaba muy cerca y les apuntaba.

Y de repente hubo un movimiento en todas partes. Los tenues perfiles de los glóbulos rojos y de alguna que otra plaqueta se movieron y convergieron dentro del círculo. Y la nave también.

Morrison miró a su alrededor y hacia arriba cuando el círculo naranja pasó limpiamente por ambos lados, luego quedó detrás de la nave, se encogió rápidamente y desapareció. Konev, sombrío pero satisfecho, les dijo:

—Nos han aspirado. A partir de ahora nos quedaremos sentados tranquilamente. Ellos se ocuparán de todo.

Ahora Morrison se esforzaba por no pensar, por cerrar su mente. O lo devolverían a su mundo, a la normalidad, a la realidad, o moriría en un microparpadeo y el resto del Universo seguiría sin él… como lo haría en todo caso, dentro de veinte, o treinta, o cuarenta años.

Cerró con fuerza los ojos y trató de no reaccionar a nada, ni siquiera a los latidos de su corazón. En un momento dado sintió un leve roce en su mano izquierda. Tenía que ser Kaliinin. Retiró la mano… no bruscamente como rechazándola, sino despacio, como si quisiera decir: «Ahora no».

Después oyó decir a Boranova:

—Pídales, Arkadi, que evacuen la sección C y que coloquen controles a larga distancia. Si nos vamos, para qué arrastrar a nadie con nosotros.

Morrison se preguntó si la Sección C sería realmente evacuada. Él evacuaría si se le ordenaba hacerlo, incluso si no se le ordenaba, pero podría haber de esos lunáticos ansiosos de estar en el lugar donde la primera expedición a un cuerpo viviente regresaba sana y salva… Así podrían contárselo a sus nietos, suponía.

Qué ocurriría con esa gente, pensó, si terminaban no teniendo nietos… si morían demasiado jóvenes para conocerlos… si sus hijos decidían no tener hijos nunca… si los…

Por momentos notaba que deliberadamente se sumía en tonterías y trivialidades. Uno no puede realmente no pensar en nada, especialmente si ha dedicado su vida entera a pensar. Pero sí puede pensar en algo que no tenga la menor importancia. Después de todo, hay infinitamente más pensamientos sin importancia que importantes, triviales más que vitales, insensatos más que sensatos, y que…

Quizá se quedó dormido… Recordando después, tuvo la seguridad de que sí. No hubiera creído posible ser tan frío, pero no se trataba de sangre fría, era agotamiento, era alivio de la tensión, la sensación de que otro tomaba las decisiones, de que podía por fin relajarse del todo. O quizás (aunque no quería admitirlo) había sido demasiado para él y, sencillamente, se había desmayado.

Otra vez notó el roce de su mano izquierda y esta vez no la apartó. Se movió y al abrir los ojos vio que lo que parecía iluminación normal… demasiado normal… le hería los ojos; parpadeó rápidamente y se le llenaron de lágrimas. Kaliinin lo estaba mirando:

—¡Despierte, Albert!

Se secó los ojos, y empezó a hacer la interpretación natural de lo que la rodeaba. Preguntó:

—¿Hemos vuelto ya?

—Hemos vuelto. Todo está bien. Estamos a salvo y esperándolo. Es el que está más cerca de la puerta.

Morrison miró hacia atrás en dirección a la puerta abierta y trató de ponerse en pie; se levantó unos centímetros y se dejó caer.

—Peso mucho.

—En efecto —observó Kaliinin—. Yo misma me siento como un elefante. Levántese despacio, le ayudaré.

—No. No. Está bien. —La apartó. La habitación estaba llena de gente. Su visión era ahora más clara hasta el punto de que podía ver a la multitud. Todos esos rostros, mirándolo, sonriéndole, observándolo. No los quería allí… ciudadanos soviéticos todos ellos… para contemplar al único americano ayudado a incorporarse por una joven soviética.

Despacio, como si estuviese borracho, pero sin ayuda de nadie, se puso de pie, se acercó de lado a la puerta y con sumo cuidado bajó unos peldaños. Media docena de pares de brazos se tendieron para ayudarlo, sin tener en cuenta para nada sus protestas:

—Estoy bien. No necesito que me ayuden.

De pronto dijo bruscamente:

—Esperen.

—¿Qué le pasa, Albert? —preguntó Kaliinin.

—Quiero echar una última mirada a la nave porque espero no volver a verla nunca más… ni de lejos, ni en películas, ni en ningún tipo de reproducción.

Volvía a encontrarse en tierra firme. Los otros lo seguían. Y Morrison vio, aliviado, que a cada uno de ellos se le ayudaba a bajar.

Hubieran debido celebrarlo al instante, pero Boranova, claramente despeinada y muy distinta de su habitual aspecto tranquilo y refinado, habida cuenta de que seguía vestida con su mono de algodón el cual cubría muy poco de las líneas maduras de su cuerpo, se adelantó y dijo:

—Compañeros de trabajo, estoy segura de que habrá ceremonias apropiadas y tiempo suficiente para celebrar este fantástico viaje nuestro, pero por favor, no estamos en condiciones de unirnos a ustedes ahora. Debemos descansar y recuperarnos de una horas arduas, por lo que solicitamos su comprensión.

Fueron acompañados por un griterío alborotado y brazos que se agitaban. Sólo Dezhnev tuvo la presencia de ánimo suficiente para aceptar un vaso que le ofrecieron y que estaba lleno de algo que lo mismo podía ser agua que vodka; Morrison no tuvo la menor duda acerca de cuál de las dos alternativas era, de hecho, la correcta: la enorme sonrisa en la cara sudorosa de Dezhnev mientras bebía, lo confirmaba.

—¿Cuánto tiempo hemos pasado en la nave? —preguntó Morrison a Kaliinin.

—Creo que algo más de once horas.

—A mí me han parecido once años.

—Ya lo sé —observó sonriente—, pero los relojes no tienen imaginación.

—¿Es uno de los aforismos de Dezhnev padre, Sofía?

—No. Éste es mío.

—Lo que yo quiero —dijo Morrison— es un cuarto de baño, y una ducha, y ropa limpia; una buena cena y la oportunidad de gritar y chillar y dormir toda la noche. Por este orden y especialmente comenzando por el baño.

—Lo tendrá todo —le aseguró Kaliinin—, lo mismo que nosotros.

Así fue, y Morrison consideró la cena especialmente satisfactoria. Durante toda la estadía en la nave, la tensión había conseguido suprimir su apetito, que en realidad había quedado aplazado. Ahora que se sentía completamente a salvo, realmente cómodo, y verdaderamente vestido, el hambre le roía las entrañas.

El plato principal de la cena fue una oca asada de gran tamaño, que Dezhnev trichó diciendo:

—Sean moderados, amigos míos, porque como solía decir mi padre: «Comer mucho mata más de prisa que comer poco».

Una vez lo hubo dicho se sirvió una ración mayor que las de los demás.

El único extraño de los presentes, era un hombre muy alto y rubio que fue presentado como el comandante militar de la Gruta, algo que saltaba a la vista, puesto que iba de uniforme de gala y cubierto de condecoraciones. Los demás se mostraban extraordinariamente correctos con él y a la vez, extraordinariamente incómodos.

Durante toda la comida Morrison sintió renacer la tensión. El comandante lo miraba con frecuencia, gravemente, sin sonreír, pero no se dirigió a él directamente. Debido a la presencia del comandante no pudo formular la pregunta importante y después; cuando al fin pudo hacerlo, descubrió que tenía mucho sueño. No habría podido discutirla debidamente en caso de que hubiera habido complicaciones.

Cuando finalmente consiguió echarse en la cama, su último pensamiento semiconsciente, fue que habría complicaciones.

El desayuno se sirvió tarde y Morrison descubrió que era sólo para dos. Únicamente Boranova se reunió con él.

Se sintió algo decepcionado porque había contado con la presencia de Kaliinin, pero al ver que no aparecía, decidió no preguntar por ella. Había otras cosas que debía preguntar.

Boranova parecía cansada, como si no hubiera dormido lo suficiente, aunque también parecía feliz. O quizás (pensó Morrison) «feliz» fuera una palabra excesiva. Más bien, satisfecha.

—He tenido una conversación con el comandante —le dijo— anoche, y celebramos una llamada doble, por vídeo, con Moscú. Cuidadosamente resguardada. El propio camarada Raschin habló conmigo y se mostró altamente satisfecho. No es un hombre demostrativo pero me dijo que había estado todo el tiempo al tanto de los acontecimientos, y que ayer, durante el intervalo en que no tuvimos comunicación con el mundo exterior, le había sido imposible comer o hacer nada, excepto pasear arriba y abajo. Tal vez fuera una exageración; incluso me dijo que había llorado de alegría al enterarse de que estábamos todos a salvo, y eso tal vez sea verdad. Los hombres poco demostrativos pueden emocionarse cuando se rompe la represa.

—Parece estupendo para usted, Natalya.

—Para todo el proyecto. Comprenda que, de acuerdo con el plan de tanteo bajo el que trabajamos, no era de esperar que iniciáramos un viaje al cuerpo humano por lo menos antes de cinco años. Realizado con una nave absolutamente inadecuada y haber salido de todo ello con vida se considera un enorme triunfo. Incluso la burocracia de Moscú comprendió la emergencia que nos hizo esforzarnos.

—Dudo de que realmente consiguiéramos lo que fuimos a buscar.

—¿Se refiere a los pensamientos de Shapirov? Éste era, naturalmente, el sueño de Yuri. En general fue una suerte que nos convenciera de seguir aquel sueño. De otro modo jamás se hubiera intentado el viaje. Tampoco el fracaso del viaje disminuye nuestra hazaña. Si no hubiéramos regresado con vida, se habría criticado mucho nuestra insensatez al intentarlo. No obstante, ahora somos los primeros en haber penetrado en un cuerpo humano vivo y haber regresado con vida… un logro soviético que quedará para siempre en la Historia. No habrá ninguna otra hazaña no soviética del mismo tipo en muchos años y nuestra jefatura lo comprende bien y está muy satisfecha. Se nos ha asegurado el dinero necesario para nuestras necesidades por un tiempo considerable, siempre y cuando, me imagino, podamos producir alguna otra hazaña espectacular de vez en cuando.

Sonrió abiertamente al contárselo, y Morrison asintió sonriendo cortésmente. Empezó a cortar la tortilla de jamón que había pedido y de pronto preguntó:

—¿Habría sido diplomático insistir en que un americano formaba parte de la tripulación? ¿Se me mencionó?

—Vamos, Albert, ¡no piense tan mal de nosotros! Su hazaña al girar la nave a mano, arriesgando la vida, fue insistentemente mencionada.

—¿Y la muerte de Shapirov? No se nos imputará a nosotros, espero.

—Está entendido que fue inevitable. Es sobradamente sabido que se le mantuvo con vida todo lo que se pudo por medios médicos muy avanzados, solamente. Dudo de que se mencione extensamente en los documentos oficiales.

—En todo caso, la pesadilla ha terminado.

—¿La pesadilla? Vamos, dentro de uno o dos meses le parecerá un episodio excitante que le encantará haber experimentado.

—Lo dudo.

—Ya lo verá. Si vive para ser testigo de otros viajes parecidos, le gustará poder decir: «Ah, sí, pero yo estuve en el primero» y no se cansará nunca de contar la historia a sus nietos.

Éste era el pie que necesitaba, pensó Morrison. En voz alta dijo:

—Veo que asume que algún día veré a mis nietos. ¿Qué pasará conmigo una vez terminemos el desayuno, Natalya?

—Saldrá de la Gruta y volverá al hotel.

—No, no, Natalya. Quiero mucho más. ¿Qué seguirá a eso? Le advierto que si el proyecto de miniaturización se hace público y hay una parada en la Plaza Roja, yo no pienso tomar parte.

—No va a haber paradas de ningún tipo, Albert. Todavía falta mucho para que se haga público, aunque estamos más cerca de ello de lo que estábamos anteayer.

—Déjeme que se lo diga de otro modo. Quiero regresar a los Estados Unidos. Ya.

—Tan pronto como sea posible, por supuesto. Me imagino que habrá presión por parte de su Gobierno.

—Así lo espero —comentó secamente Morrison.

—No habrían estado dispuestos a que lo devolviéramos antes de que tuviera ocasión de ayudarnos —lo miró con severidad— o, desde su punto de vista, espiarnos. Pero ahora que ya ha hecho su papel, y tengo la seguridad de que de algún modo se enterarán, van a reclamarlo.

—Y usted me devolverá. Me lo prometió una y varias veces.

—Mantendremos nuestra promesa.

—No tiene por qué pensar que los he espiado. No he visto nada que no me hayan dejado ver.

—Lo sé. Pero, cuando regrese a su país, ¿se imagina que no va a ser exhaustivamente interrogado sobre lo que ha visto?

Morrison se encogió de hombros.

—Ésta fue la consecuencia que debió aceptar claramente cuando me trajo aquí.

—En efecto, y esto no va a impedirnos devolverlo. Es cierto que no podrá contar a su gente nada que ya no sepan. Meten sus narices en nuestros asuntos, cuidadosa y hábilmente…

—Como su gente las mete en los nuestros… —cortó Morrison indignado.

—Indudablemente —y Boranova hizo un gesto negligente con la mano—. Claro que podrá contarles nuestro éxito, pero no nos importa realmente que lo sepan. Hasta hoy, los americanos insisten en creer que la ciencia y la tecnología soviética son de segunda clase. Nos vendrá bien esta lección. Pero, una cosa…

—¿Sí?

—No es gran cosa, sino una mentira. No debe decir que lo trajimos a la fuerza. En cualquier mención pública de este hecho, debe decir… si se plantea la cuestión… que vino voluntariamente a fin de probar sus teorías en condiciones que no eran posibles para usted en ninguna otra parte del mundo. Es algo absolutamente plausible. ¿Quién lo pondría en duda?

—Mi Gobierno está enterado.

—Sí, pero también ellos insistirán para que mienta. Están tan poco deseosos como nosotros de sumir al mundo en una crisis por esta causa. Aparte del hecho de que una crisis entre Estados Unidos y la Unión Soviética pondría al resto del mundo en contra de ambos. En estos llamados los buenos nuevos días, los Estados Unidos no querrán admitir que dejaron que le cogiéramos, como nosotros que lo habíamos raptado. Venga, Albert, es muy poca cosa lo que le pido.

—Si me devuelve ahora, como dice que va a hacer —suspiró Morrison—, me callaré sobre la pequeñez de ser secuestrado.

—Emplea el condicional «si». —Boranova parecía disgustada—. Es obvio que le cuesta creer que soy una persona de honor. ¿Por qué? Porque soy soviética. Dos generaciones de paz, dos generaciones de llevarnos bien, y pese a todo, persiste la vieja costumbre. ¿Es que no habrá nunca esperanza para la Humanidad?

—Nuevos días buenos o no, sigue sin gustarnos su sistema de gobierno.

—¿Quién le da derecho a juzgarnos? Tampoco el vuestro nos gusta. Pero no importa. Si empezamos ahora a pelearnos, vamos a estropear lo que para usted debería ser un día feliz… y lo que para mí es un día feliz.

—Está bien. No peleemos.

—Entonces despidámonos ahora. Albert. Algún día volveremos a encontrarnos, estoy segura, en circunstancias más normales —le tendió la mano y él se la cogió—. He pedido a Sofía que lo acompañe de vuelta al hotel y que haga lo necesario para su marcha. Espero, que no le parezca mal.

Morrison le estrechó fuertemente la mano.

—No. Sofía me gusta mucho.

—No sé cómo me lo pareció —y Boranova le sonrió.

Era un día feliz para Boranova y su cansancio no le impidió disfrutarlo.

¡Cansancio! ¿Cuántos días de descanso, cuántas noches de sueño, cuánto tiempo en casa de Nikolai y Aleksandr, necesitaría para remediarlo?

Pero se había quedado sola ahora y por cierto espacio de tiempo no tendría nada que hacer. ¡Aprovecha el momento!

Boranova se tumbó cómodamente en el sofá de su despacho y se abandonó a una curiosa mezcla de pensamientos… una felicitación de Moscú seguida de un ascenso, todo ello mezclado con unos días en las playas de Crimea con su marido y su hijo. Casi le pareció real al quedarse dormida soñar que perseguía al pequeño Aleksandr mientras éste chapoteaba en las aguas frías del mar negro, con una absoluta falta de preocupación por la posibilidad de ahogarse. Llevaba un tambor en las manos y lo golpeaba con fuerza para llamarle la atención, pero él se obstinaba en no hacerle caso.

Pero la visión se deshizo y el redoble de tambor se convirtió en unos golpes en su puerta.

Se incorporó con esfuerzo, se alisó la blusa que llevaba y se dirigió, preocupada hacia la puerta. Su preocupación se transformó en rabia cuando al abrirla encontró a Konev, ceñudo y sombrío, con el puño levantado para seguir aporreando.

—¿Qué significa esto, Yuri? —preguntó indignada—. ¿Es esta la forma de anunciarse? Hay señales de llamada.

—Que nadie contestó, aunque yo sabía que estaba dentro.

Boranova le indicó que pasara con un gesto de cabeza. No estaba ansiosa por verlo y su aspecto no resultaba agradable.

—¿Es que no ha dormido? Tiene un aspecto fatal.

—No he tenido tiempo. He estado trabajando.

—¿En qué?

—¿En qué se figura, Natalya? En los datos que obtuvimos ayer en el cerebro.

Boranova sintió que se le pasaba el enfado. Después de todo, esto había sido el sueño de Konev. El éxito de la supervivencia había sido grato para todos, excepto para Konev. Sólo él lamentaba el fracaso.

—Siéntese, Yuri —le dijo—. Trate de aceptarlo. El análisis del pensamiento no funcionó… no podía ser de otro modo. Shapirov estaba casi muerto incluso al embarcar, estaba a punto de morir.

Konev miró a Boranova sin verla, como totalmente desinteresado de sus palabras y le espetó:

—¿Dónde está Albert Morrison?

—Es inútil acosarlo, Yuri. Hizo lo que pudo, pero el cerebro de Shapirov era un cerebro moribundo. Créame. Era un cerebro muerto.

Volvió otra vez a mirarla distraído:

—¿De qué me está hablando, Natalya?

—De los datos que obtuvimos. Los supuestos datos por los que usted se peleaba. No lo piense más. El viaje ha sido un éxito maravilloso incluso sin ellos.

—¿Un éxito maravilloso sin ellos? No sabe lo que está diciendo. ¿Dónde está Morrison?

—Se ha ido, Yuri. Ha terminado. Está camino de vuelta a los Estados Unidos. Tal como se lo prometimos.

—¡Pero eso es imposible! —Konev exclamó con ojos desorbitados—. No puede marcharse. No debe marcharse.

—Óigame, ¿de qué me está usted hablando?

Konev se levantó.

—Revisé los datos, estúpida, y es todo evidente. Debemos retener a Morrison. Debemos retenerlo a toda costa.

El rostro de Boranova se enrojeció.

—¿Cómo se atreve a insultarme, Yuri? Explíquese al instante o le haré suspender del proyecto. ¿Qué es esta nueva y loca fijación suya contra Morrison?

Konev alzó los brazos, como impulsado por un abrumador deseo de golpear algo, sin tener delante nada que golpear. Dijo con dificultad:

—Lo siento, lo siento. Retiro el calificativo. Pero debe comprenderme. Durante toda nuestra permanencia en el cerebro… todo el tiempo tratamos de captar los pensamientos de Shapirov… y todo el tiempo Albert Morrison nos mintió. Sabía lo que estaba ocurriendo. Debía saberlo y todo el tiempo nos llevó en la dirección equivocada. Debemos apoderamos de él, Natalya, y debemos apoderarnos de su aparato. No debemos dejar que se marche. Jamás.