VII. NAVE

Ningún viaje es peligroso para el que dice adiós desde la playa.

DEZHNEV, padre

Morrison se sintió como entumecido durante todo el almuerzo pero, curiosamente, la presión había desaparecido. No había voces decididas presionándolo, ni intensidad en explicaciones y persuasión; ni sonrisas intencionadas, ni cabezas juntas.

Naturalmente quedaba bien claro, dicho de forma fría y precisa, que ya no abandonaría la Gruta hasta que hubiera terminado del todo, y que de la Gruta, naturalmente, no había escapatoria.

Y de tanto en tanto, una idea giraba en su mente.

¡Había realmente aceptado ser miniaturizado!

Lo condujeron a una habitación para él solo, donde podía ver libro-filmes mediante un visor sólo para él…, incluso libro-filmes en inglés, si deseaba sentirse como en su casa durante las próximas horas. Así que se quedó allí sentado con un libro-filme, que iba pasando por el visor frente a sus ojos y que, en cierto modo, no afectaba para nada su mente.

¡Había aceptado ser miniaturizado!

Le habían dicho que podía hacer lo que quisiera hasta que alguien fuera a buscarlo. Podía hacer lo que quisiera, claro, siempre que no fuera irse. Había guardias por todas partes.

La sensación de terror había disminuido mucho. Para esto servía el estar yerto y también, naturalmente, cuanto más repite uno una frase mentalmente, más sentido pierde. Había aceptado ser miniaturizado. Cuanto más resonaba en su mente, como el tañido de una campana, una y otra vez, más iba perdiéndose el terror… Y en su lugar quedaba una sensación de vacío.

Remotamente se dio cuenta de que la puerta de su habitación se había abierto. Alguien, se dijo distraído, lo había venido a buscar. Se quitó el visor, alzó la mirada con languidez y por un instante sintió un chispazo de interés.

Era Sofía Kaliinin, que le pareció hermosa pese a que sus sentidos parecían entumecidos. Le dijo en inglés:

—Una buena tarde para usted, caballero.

Se estremeció. Prefería oír ruso antes que aquel inglés totalmente distorsionado. En ruso rogó:

—Por favor, Sofía, hable en su idioma.

Su ruso podía ser tan angustioso para ella, como su inglés para él, pero no le importaba. Estaba allí porque ellos lo habían querido y si sus tropiezos les molestaban, también lo habían querido ellos.

Sofía se encogió levemente de hombros y dijo en ruso:

—Con mucho gusto…, si es lo que prefiere.

Luego se le quedó mirando un buen rato, pensativa. Sus miradas se cruzaron, sin tiranteces. Le tenía bastante sin cuidado lo que hacía y mirarla no era distinto, para él, que mirar algo que pudo haber sido…, o mirar a nada que hubiera sido. La momentánea impresión de belleza que había irrumpido con su llegada, se había esfumado.

—He sabido que finalmente ha aceptado acompañarnos en nuestra aventura —le dijo por fin.

—En efecto.

—Bien por usted. Le estamos todos muy agradecidos. Con toda sinceridad no pensé que lo hiciera, dado que es americano. Le pido perdón.

Morrison observó con un lejano deje de pena y enfado:

—La decisión de ayudarlos no ha sido voluntaria. Fui persuadido…, por una experta.

—¿Por Natalya Boranova?

Morrison asintió.

—Es muy buena persuadiendo. Poco amable, en general, pero muy buena. También yo necesité persuasión.

—¿Por qué usted? —preguntó Morrison.

—Tenía otras razones…, que para mí eran importantes.

—¿De verdad? ¿Y cuáles eran?

—No creo que tenga importancia para usted.

Hubo una pausa breve pero incómoda.

—Venga, la tarea que se me ha asignado es mostrarle la nave.

—¿La nave? ¿Cuánto tiempo llevan preparando esto? ¿Han tenido el suficiente para construir una nave?

—¿Para el propósito científico de estudiar el cerebro de Shapirov desde dentro? Claro que no. Estaba prevista para otras cosas más simples, pero es lo único que tenemos que pueda servirnos… Venga, Albert, Natalya cree que es prudente que se acostumbre, que la vea, la toque. Es posible que la vulgaridad de la tecnología lo reconcilie con la tarea.

Morrison retrocedió.

—¿Por qué debo ver la nave ahora? ¿No me pueden dejar tiempo para irme acostumbrando a todo lo referente a mi miniaturización?

—Es una tontería, Albert. Si dispusiera de más tiempo para quedarse sentado en su habitación dándole vueltas a la idea, tendría más tiempo para alimentar su…, su incertidumbre. Además, tenemos poco tiempo. ¿Cuánto supone que podemos dejar a Shapirov deteriorándose, con sus ideas disminuyendo a cada momento? La nave zarpa mañana por la mañana.

—Mañana por la mañana —repitió Morrison con la boca seca. Tontamente miró el reloj.

—Nos quedan pocas horas. Lo tendremos al corriente del horario para que no tenga que consultar su reloj. Mañana por la mañana la nave se adentrará en un cuerpo humano. Y usted estará a bordo.

De pronto, sin advertencia previa, le dio una fuerte palmada en la mejilla. Diciendo:

—Sus ojos empezaban a ponerse en blanco, ¿se proponía desmayarse?

Morrison se frotó la mejilla, que le ardía.

—No me proponía nada —musitó—, pero me hubiera desmayado sin proponérmelo. ¿No tiene una forma menos dura de advertir?

—¿Le he cogido realmente por sorpresa, cuando sabe de sobra que ha aceptado la miniaturización y que es evidente que no disponemos de tiempo?

Con un gesto perentorio, ordenó:

—Ahora, vamonos.

Y Morrison, sin dejar de frotarse la mejilla y rebosando rabia y humillación, la siguió.

Había vuelto al área de miniaturización. Había gente ocupada, enfrascada en lo suyo y sin preocuparse de los demás. Kaliinin cruzó por entre todos ellos, erguida, por el porte aristocrático que surge automáticamente cuando todos obedecen y se someten.

Morrison (con la mano apoyada ligeramente en la mejilla que sentía inflamada y que no deseaba exhibir) se dio cuenta de que ella era una de las principales lumbreras, y todos los que se cruzaban con ella o estaban cerca suyo, inclinaban la cabeza y retrocedían algo, como para asegurarse de que no le interceptaban el paso. Nadie pareció fijarse en Morrison.

Adelante. Adelante. Una habitación tras otra, y en todas partes la sensación de energía contenida, mantenida a raya.

Kaliinin también debió notarlo por más familiarizada que estuviera, porque dijo a Morrison en voz baja:

—Hay una estación de energía solar en el espacio, y la mayor parte de su producción está reservada para Malenkigrad.

De pronto se encontraron allí, antes de que Morrison tuviera oportunidad de comprender lo que estaba viendo. No era una estancia muy grande y el objeto que contenía no era de un volumen excesivo. En realidad, la primera impresión de Morrison era de que veía un objeto de artesanía.

Tenía unas líneas estilizadas. No era mucho mayor que un coche, ciertamente más corto que una gran limusina, aunque más alto. Y era transparente.

Maquinalmente, Morrison alargó la mano para tocarlo.

No era frío al tacto. Era liso y casi húmedo; pero cuando retiró la mano, sus dedos estaban perfectamente secos. Volvió a probarlo y al rozar la superficie con la punta de los dedos, le pareció que se pegaban un poco. Tampoco dejaron marca. Llevado por un impulso soltó el aliento, vio la sombra de humedad condensada sobre el material transparente, pero desapareció al instante.

—Es de material plástico —explicó Kaliinin—, pero desconozco su composición. Si lo supiera a lo mejor pertenecería a Información Secreta, pero sea lo que fuese, es más resistente que el acero…, más duro y más resistente al choque…, kilo por kilo.

—Pero por peso, quizás —observó Morrison cuya curiosidad científica ahogaba de momento su inquietud—, pero tal espesor en material plástico no puede ser tan fuerte como el mismo espesor en acero. No podría ser tan fuerte, volumen por volumen.

—Sí, pero a donde vamos —expuso Kaliinin—. No habrá presión diferencial dentro y fuera de la nave; no habrá meteoritos ni siquiera polvo cósmico de los que debamos protegernos. No habrá nada a nuestro alrededor sino blanda estructura celular. Este plástico será suficiente protección y es, además, ligero. Quizás entre los dos podríamos levantarlo si nos lo propusiéramos. Eso es lo importante. Como puede comprender, debemos ahorrar en masa. Cada kilo de más, consume considerable energía electromagnética en la miniaturización y desprende considerable calor al desminiaturizar.

—¿Admitirá suficiente tripulación? —preguntó Morrison mirando al interior.

—Sí. Es compacto, pero admite seis y seremos solamente cinco. Además contiene una cantidad sorprendente de instrumentos inusitados. Aunque no tantos como desearíamos. Los planos originales… Pero ¿qué vamos a hacer? Estamos sometidos a continuas presiones para economizar, incluso algunas injustificadas, ¡en este mundo injusto!

Morrison comentó con un dejo de fuerte inquietud:

—¿Cuánta presión para cuánta economía? ¿Funciona todo?

—Le aseguro que sí. —Y al decirlo se le iluminó el rostro. Ahora que la habitual melancolía lo había abandonado (temporalmente, supuso Morrison), Kaliinin era indudablemente guapa.

—Todo ha sido comprobado exhaustivamente, tanto solo como en grupo. El riesgo cero es imposible de conseguir, pero aquí el riesgo es lo más cerca a cero. Y todo, virtualmente, sin metal. Entre los microchips, fibras ópticas y ensamblajes «Manuilsky», tenemos cuanto queremos con un peso inferior a cinco kilos en total. Por eso es por lo que la nave puede ser tan pequeña. Después de todo, los viajes al microcosmos no se supone que duren más de unas horas, así que no necesitamos nada para dormir, ni para ciclos, ni comida complicada, ni reservas de aire; nada más que arreglos simples para funciones excretorias y demás.

—¿Quién estará en los controles?

—Arkady.

—¿Arkady Dezhnev?

—Parece sorprendido.

—No sé por qué me sorprende. Supongo que es competente.

—Mucho. Está en diseño de ingeniería y es un genio. No hay que tener en cuenta sus cosas… No, hay que fiarse de él por sus cosas. ¿Cree que cualquiera de nosotros podría soportar su extraño humor y afectación si no se tratara de un genio? Ha diseñado esta nave, cada parte de ella, y todo su equipo. Ha inventado una docena de medios para disminuir la masa y distribuirlo todo perfectamente. No tienen nada como esto en los Estados Unidos.

—No tengo forma de saber si los Estados Unidos tienen o no tienen aparatos no usuales.

—Estoy segura de que no. Dezhnev es una persona fuera de lo corriente, por más que se presente siempre como un patán. Es descendiente de Semyon Ivanov Dezhnev. Supongo que habrá oído hablar de él.

Morrison sacudió la cabeza.

—¿De veras? —la voz de Kaliinin se hizo puro hielo—. No es otro que el famoso explorador que, en tiempos de Pedro el Grande, recorrió Siberia hasta el último centímetro y dijo que había un brazo de mar que la separaba de América del Norte, varias décadas antes de que Vitus Bering, un danés al servicio de Rusia, descubriera el estrecho de Bering… ¡No conoce a Dezhnev! Típicamente americano. Si no lo hace un occidental, no se enteran.

—No vea insultos en todas partes, Sofía. No he estudiado las exploraciones. Hay muchos exploradores americanos que yo no conozco…, ni usted tampoco. —Agitó el dedo en su dirección, recordando su bofetón y frotándose la mejilla una vez más—. A eso me refiero. Descubre cosas para alimentar su odio…, cosas intrascendentes de las que debería avergonzarse.

—Semyon Dezhnev fue un gran explorador…, y no era intrascendente.

—Estoy dispuesto a aceptarlo. Me alegro de haberme enterado y me maravilla su gesta. Pero el que yo no haya oído hablar de él no es motivo de rivalidad americana-soviética. ¡Avergüéncese!

Kaliinin bajó la mirada, pero al momento la alzó hasta su mejilla («¿habría dejado una marca?», se preguntó Morrison), diciéndole:

—Siento haberle pegado, Albert. No tenía que haberle dado tan fuerte, pero no quería que se desmayara. En aquel momento me sentí incapaz de habérmelas con un americano inconsciente. Me dejé llevar por un arrebato desconsiderado.

—Comprendo que su intención era buena, pero también hubiera preferido que no me diera tan fuerte. En todo caso aceptaré sus excusas.

—Entonces pasemos a la nave.

Morrison consiguió esbozar una sonrisa. De todos modos se sentía mejor estando con Kaliinin que con Dezhnev o Konev…, o incluso con Boranova. Una mujer bonita, muy joven aún, aparta, de algún modo, la mente de un hombre de sus problemas mejor de lo que lo harían otras muchas cosas. Se decidió a preguntarle:

—¿No teme que intente sabotearla?

Después de una pausa Kaliinin le aseguró:

—A decir verdad, no. Sospecho que siente suficiente respeto por un medio de exploración científica como para evitar dañarla de algún modo. Además, y se lo digo muy en serio, Albert, las leyes antisabotaje son sumamente severas en la Unión Soviética y el menor error al tocar cualquier cosa de la nave hace que se dispare una alarma que traería a los guardias en cuestión de segundos. Tenemos leyes estrictas contra guardias que den palizas a los saboteadores, pero a veces su indignación es tanta que tienden a olvidarlas. Por favor, no se le ocurra nunca tocar cualquier cosa.

Mientras hablaba apoyó la mano en el casco y presumiblemente cerró un contacto, aunque Morrison no vio cómo lo hacía. Una puerta, un rectángulo algo curvado en el borde, se abrió. (El propio borde de la puerta parecía ser doble. ¿Actuaría también como esclusa de aire?).

La abertura era reducida. Kaliinin, al entrar la primera, tuvo que agacharse. Tendió la mano a Morrison, advirtiendo:

—Cuidado, Albert.

Morrison no sólo se agachó, sino que entró de lado. Una vez dentro de la nave se encontró con que no podía incorporarse del todo. Al golpearse la cabeza contra el techo, miró hacia arriba, sorprendido. Kaliinin observó:

—La mayor parte del tiempo haremos nuestro trabajo sentados, así que no se preocupe por el techo.

—A los que sienten claustrofobia no les gustaría eso.

—¿Es usted claustrofóbico?

—No.

Kaliinin asintió, aliviada.

—Bueno. Tenemos que ahorrar espacio, ¿sabe? ¿Qué puedo explicarle?

Morrison miró a su alrededor. Había seis asientos, distribuidos en parejas. Se sentó en el más cercano a la puerta y dijo:

—Tampoco son precisamente holgados.

—No —aceptó Kaliinin—. Los pesos pesados no podrían acomodarse.

—Es obvio que la nave se construyó mucho antes de que Shapirov entrara en coma.

—Naturalmente. Estábamos preparando disponer de personal miniaturizado que invadiera el tejido vivo, desde hacía tiempo. Iba a ser necesario si queríamos hacer importantes y auténticos descubrimientos biológicos. Naturalmente, contábamos trabajar con animales, primero, y estudiar su sistema circulatorio con todo detalle. Para ese proyecto se construyó la nave. Nadie podía haber imaginado jamás que cuando llegara el momento de realizar el primer microviaje, el sujeto no solamente sería un ser humano, sino el propio Shapirov.

Morrison seguía estudiando el interior de la nave. Parecía desnuda. Los detalles eran sorprendentemente difíciles de descubrir, en el estado de transparencia-sobre-transparencia y miniaturización de los componentes anticuados, ordinarios pero microscópicos. Observó:

—En la nave seremos cinco: usted y yo, Boranova, Konev y Dezhnev.

—En efecto.

—¿Y qué va a hacer cada uno de nosotros?

—Arkady llevará el control de la nave. Por lo visto es el que sabe. La nave es hija de sus manos y de su mente. Se sentará en la primera butaca a la izquierda. A su derecha estará el otro varón, que tiene un mapa completo del sistema neurocirculatorio del cerebro de Shapirov. Él será el piloto. Yo me sentaré detrás de Arkady y controlaré el sistema electromagnético de la superficie de la nave.

—¿Un sistema electromagnético? ¿Para qué?

—Mi querido Albert, usted reconoce los objetos por la reflexión de la luz, un perro los reconoce por el olor que emiten, una molécula reconoce los objetos por el sistema electromagnético de superficie. Si vamos a circular como un objeto miniaturizado entre moléculas, debemos tener el tipo apropiado a fin de ser tratados como amigos más que como enemigos.

—Esto suena complicado.

—Lo es…, pero resulta ser el estudio a que he dedicado mi vida. Natalya se sentará detrás de mí. Será la jefa de la expedición. Tomará las decisiones.

—¿Qué clase de decisiones?

—Todas las que sean necesarias. Es obvio que no pueden decirse de antemano. En cuanto usted, se sentará a mi derecha.

Morrison se levantó y logró cambiar de postura a lo largo del estrecho pasillo entre la puerta y los asientos, pasó atrás. Había estado sentado en el lugar de Konev y ahora se encontraba en el que sería el suyo. Sentía que el corazón le latía alocado al imaginarse en el mismo asiento al día siguiente, con el proceso de miniaturización en marcha. Con voz apagada murmuró:

—Entonces, hay solamente un hombre, Yuri Konev, que ha sido miniaturizado y desminiaturizado sin sufrir daños durante el proceso.

—Sí.

—¿Y no mencionó incomodidad, mareos, ni trastornos mentales durante el proceso?

—No se mencionó nada de eso.

—¿No sería que es un estoico? ¿No pensaría, acaso, que al quejarse se pondría por debajo de su dignidad de héroe soviético de la Ciencia?

—No diga tonterías. No somos héroes científicos soviéticos, y el que usted acaba de nombrar, menos que nadie. Somos seres humanos, y además científicos, y si sintiéramos alguna perturbación, nos veríamos obligados a describirla detalladamente, dado que modificando el proceso podríamos eliminar la incomodidad y hacer más fáciles las miniaturizaciones futuras. Ocultar parte de la verdad no sería científico, ni ético, sino peligroso. ¿No lo comprende…, puesto que usted mismo es un científico?

—Pero puede haber diferencias individuales. Yuri Konev sobrevivió intacto. Pyotr Shapirov no lo consiguió…, del todo.

—No tuvo nada que ver con las diferencias individuales —dijo Kaliinin impaciente.

—No lo sabemos bien, ¿no es eso?

—Juzgue por usted mismo, Albert. ¿Piensa que llevaríamos la nave a una miniaturización sin una última prueba, con o sin seres humanos en su interior? Esta nave fue miniaturizada, vacía, en el transcurso de la noche pasada…, no hasta grandes extremos, pero lo suficiente para saber que todo está bien.

Al instante, Morrison se debatió por levantarse de su asiento.

—En tal caso, si no le importa, Sofía, quiero salir antes de que lo prueben con seres humanos a bordo.

—Lo siento, Albert, es demasiado tarde.

—¿Qué?

—Mire hacia fuera de la nave, a la habitación. Desde que entramos no ha mirado hacia fuera ni una sola vez, lo que en mi opinión estuvo muy bien. Pero hágalo ahora. Venga. Las paredes son transparentes y el proceso ha terminado ya. Por favor, ¡mire!

Morrison, asombrado, lo hizo así y poco a poco se le fueron doblando las rodillas hasta quedar nuevamente sentado. Preguntó pensando lo tonto que debía parecer:

—¿Es que las paredes de la nave tienen un efecto de aumento?

—No, claro que no. Todo lo que está fuera, es como siempre. La nave y yo…, y usted hemos sido miniaturizados hasta, aproximadamente, la mitad de nuestro tamaño.

Morrison sintió que se mareaba y rápidamente inclinó la cabeza entre las rodillas y respiró honda y pausadamente. Cuando volvió a alzar la cabeza, vio que Kaliinin lo contemplaba pensativa. Estaba de pie en el pasillo, ligeramente apoyada en el brazo de un asiento para evitar que su cabeza topara con el techo.

—Esta vez podía desmayarse, no me habría molestado. Ahora nos están desminiaturizando y esto lleva mucho más tiempo que la miniaturización, que no ha tardado más de tres o cuatro minutos. Demoraremos una hora o más, así que dispondrá de tiempo para recuperarse.

—No ha sido decente hacer esto sin decírmelo, Sofía.

—Al contrario. Ha sido un acto de bondad. ¿Habría entrado tan tranquilamente a la nave de haber sospechado que iban a miniaturizarnos? ¿Habría inspeccionado tan fríamente la nave de haberlo sabido? Y si hubiera anticipado la miniaturización, ¿no habría presentado y desarrollado síntomas psicogénicos de todo tipo?

Morrison no abrió la boca.

—¿Sintió algo? ¿Se dio incluso cuenta de que estaba siendo miniaturizado?

Morrison sacudió la cabeza:

—No.

Y de pronto, llevado de cierta vergüenza, añadió:

—Usted, lo mismo que yo, ¿no había sido anteriormente miniaturizada?

—No. Hasta hoy, Konev y Shapirov han sido los únicos seres sometidos a miniaturización.

—¿Y no sintió la menor aprensión?

—No lo diría así. Estaba inquieta. Sabemos por nuestras experiencias en viajes espaciales que, como dijo usted antes, hay diferencias individuales en la reacción ante entornos insólitos. Algunos astronautas sufren ataques de náusea bajo gravedad cero, por ejemplo, y otros no. No tenía la seguridad de cómo reaccionaría usted ¿Sintió náuseas?

—No sentí nada hasta que supe que habíamos sido miniaturizados, pero supongo que sentirse raro no cuenta. ¿Quién lo planeó?

—Natalya.

—Por supuesto. Debí suponerlo.

—Había razones. Pensó que no podía dejar que se derrumbara una vez iniciado el viaje. No estábamos preparados para luchar contra su histeria cuando empezara la miniaturización.

—Supongo que merezco esta falta de confianza. —Apartó, avergonzado, la mirada de los ojos de Kaliinin—. Y me imagino que la designó a usted para que viniera conmigo con el propósito deliberado de que distrajera mi atención mientras todo eso iba ocurriendo.

—No, fue idea mía. Quería ser ella la que viniera con usted, pero de esa manera pensé que no tardaría en sospechar una trampa.

—Mientras que con usted, estaría tranquilo.

—Por lo menos, como se dice, estaría distraído. Soy lo bastante joven aún para distraer a los hombres. —Y con cierta amargura, añadió—: A la mayoría.

Morrison levantó la cabeza y entrecerró los ojos.

—Me ha dicho que podía sospechar una trampa.

—Quise decir con Natalya.

—¿Por qué no con usted? Lo único que veo ahora es que el exterior parece haber aumentado. ¿Cómo puedo tener la seguridad de que no es una ilusión óptica, algo preparado para hacerme pensar que he sido miniaturizado y que no ocurre nada…, sólo para que mañana entre tranquilamente en la nave?

—No sea ridículo, Albert. Pensemos en una cosa: usted y yo hemos perdido la mitad de nuestra dimensión lineal en todas direcciones. La fuerza de nuestros músculos varía a la inversa de las cuadrículas. Ahora están a la mitad de la mitad o el cuarto de la cuadrícula y por lo tanto, la fuerza que tendrían normalmente. ¿Ve lo que quiero decir? ¿Lo comprende?

—Sí, por supuesto —contestó Morrison, molesto—, es elemental.

—Pero nuestros cuerpos son en conjunto la mitad de altos, la mitad de anchos y la mitad de gruesos; de forma que el volumen total, así como la masa y el peso, es la mitad de la mitad de la mitad o un octavo de lo que era originalmente… Es decir, si estamos miniaturizados.

—Sí, es la ley de la cuadratura del cubo. Se ha comprendido desde los tiempos de Galileo.

—Lo sé, pero usted no ha pensado en ello. Si yo ahora intentara levantarlo, levantaría un octavo de su peso normal y lo haría con mis músculos a un cuarto de su fuerza normal. Mis músculos comparados con su peso serían el doble de fuertes de lo que serían si no estuviéramos miniaturizados.

Y así diciendo, Kaliinin colocó sus manos debajo de los brazos de él y, con un pequeño gruñido lo levantó de su asiento.

Lo mantuvo así levantado, jadeando un poco, y después lo bajó.

—No es fácil —dijo, algo cansada—, pero podía hacerlo. Y como se estará diciendo: «Ah, sí, ésta es Sofía, probablemente una forzuda soviética», hágalo usted conmigo.

Morrison se levantó y fue al pasillo. Dio un paso adelante, se volvió y quedó frente a ella. La ligera inclinación, forzada por causa del techo bajo, le obligaba a una postura incómoda. Por un momento vaciló. Pero Kaliinin lo animó:

—Venga, cójame por debajo de los brazos. Uso desodorante. Y no se preocupe por si acaso me toca el pecho. Lo han tocado antes de esto. Vamos…, soy más ligera que usted y usted es más fuerte que yo. Puesto que he podido levantarlo, no debería costarle hacerlo conmigo.

Ni le costó. No podía alzarla con toda su fuerza debido a su incómoda y ligera inclinación, pero maquinalmente empleó la fuerza que, a través de años de experiencia, juzgó apropiada para un objeto del tamaño de ella. No obstante, flotó hacia arriba como si no pesara nada. Pese al hecho de que estaba algo preparado para aquella posibilidad, por poco la deja caer.

—¿Qué, sigue pensando que es una ilusión? ¿O que estamos miniaturizados?

—Estamos miniaturizados —confesó Morrison—. ¿Pero cómo lo ha hecho? En ningún momento la he visto hacer algo que pareciera como si manejara los controles de la miniaturización.

—No he hecho nada. Lo han hecho desde fuera. La nave está equipada con dispositivos de miniaturización, pero no me hubiera atrevido a utilizarlos. Esto es parte del trabajo de Natalya.

—Y ahora la desminiaturización está también controlada desde fuera, ¿no es así?

—Así es.

—Y si la desminiaturización se descontrola algo, nuestros cerebros quedarán dañados como el de Shapirov…, o peor.

—No es probable —contestó Kaliinin estirando las piernas hacia el pasillo—, y no sirve de nada pensarlo. ¿Por qué no se relaja y cierra los ojos?

—Pero la lesión es posible —insistió Morrison.

—Por supuesto que es posible. Casi todo es posible. Un meteorito de tres metros de anchura puede chocar dentro de dos minutos contra nosotros, penetrar la corteza de la montaña sobre nuestras cabezas, irrumpir en esta habitación y destruir la nave y a nosotros y quizás el proyecto entero en unos segundos ardientes…, pero no es probable.

Morrison apoyó la cabeza sobre sus brazos y se preguntó si, en el caso de que la nave empezara a calentarse, sentiría el calor antes de que las proteínas de su cerebro se desnaturalizaran.

Había transcurrido más de media hora cuando Morrison tuvo el convencimiento de que los objetos que podía ver fuera de la nave se estaban empequeñeciendo y volvían perceptiblemente a su tamaño normal.

—Estoy pensando en una parodia —observó.

—¿Qué ha dicho? —dijo Kaliinin bostezando. Era obvio que había seguido su propio consejo sobre la conveniencia de relajarse.

—Los objetos fuera de la nave parecieron crecer cuando nosotros disminuíamos. ¿No debería la longitud de onda de la luz exterior crecer también, tener mayor longitud, al encoger nosotros? ¿No deberíamos ver todo lo exterior volverse rojizo, ya que no puede haber suficientes ultravioleta para expandirse y remplazar las ondas más cortas de luz visible?

—Si en efecto pudiera ver las ondas de luz que hay fuera, es así como las vería. Pero no las ve. Ve las ondas de luz después de que han entrado en la nave y chocado contra su retina. Y a medida que penetran en la nave, sufren la influencia del campo de miniaturización y automáticamente encogen en longitud, así que dentro de la nave se perciben las longitudes de onda igual que se las percibiría fuera de ella.

—Si encogen en longitud de onda, deben ganar en energía.

—Sí, si la constante de Planck fuera del mismo tipo dentro del campo de miniaturización que fuera de él. Pero la constante de Planck disminuye dentro del campo de miniaturización…, ésta es la esencia de la miniaturización. Las longitudes de onda, al encogerse, mantienen su relación con la encogida constante de Planck y no ganan energía. Un caso análogo es el de los átomos. También se encogen y no obstante, las interrelaciones entre átomos y entre partículas subatómicas que los forman, siguen siendo las mismas en relación a nosotros dentro de la nave, como lo serían del mismo modo dentro de ella.

—Pero la gravedad cambia. Aquí es más débil.

—La fuerte interacción y la electrodébil interacción se encuentran, ambas, bajo la teoría cuántica. Dependen de la constante de Planck.

—¿Y en cuanto a gravitación? —Kaliinin se encogió de hombros—. Pese a dos siglos de esfuerzos, la gravitación no ha sido nunca cuantificada. Francamente, creo que el cambio gravitativo con la miniaturización es suficiente prueba de que la gravitación no puede ser cuantificada, que es fundamentalmente no cuántica, en su naturaleza.

—No puedo creerlo —exclamó Morrison—. Dos signos de fracasos sólo pueden significar que no hemos logrado profundizar lo bastante en el problema. La teoría del supercordón casi nos dio por fin nuestro campo unificado. —Le aliviaba discutir el asunto. Seguro que no podría hacerlo si su cerebro se calentaba lo más mínimo.

—Casi no cuenta —objetó Kaliinin—. Pero Shapirov estaba de acuerdo con usted, creo. Su opinión era que, una vez sujetáramos la constante de Planck a la velocidad de la luz, no sólo conseguiríamos el efecto práctico de miniaturizar y desminiaturizar de un modo esencialmente libre de energía, sino que lograríamos el efecto teórico de poder descubrir la conexión entre la teoría cuántica y la relatividad y finalmente una perfecta teoría de campo unificado. Y probablemente, una más sencilla de lo que hubiéramos podido imaginar, como diría él.

—Quizá —dijo Morrison. No conocía lo bastante para seguir comentando.

—Shapirov diría —prosiguió Kaliinin, entusiasmándose— que en la ultraminiaturización, el efecto gravitacional sería lo bastante cercano a cero para que se le ignorara del todo y que la velocidad de la luz sería tan grande que podría considerársela infinita. Con la masa virtualmente a cero, la inercia sería virtualmente cero y cualquier objeto, como esta nave por ejemplo, podría acelerarse con un consumo de energía prácticamente inexistente a cualquier velocidad. Tendríamos, dicho de otro modo, un viaje sin gravitación y más veloz que la luz. Según Shapirov, el empuje químico nos daba el Sistema Solar, el empuje iónico nos daría las estrellas más cercanas, pero la miniaturización relativista nos llevaría, de un salto a todo el Universo.

—Es una visión preciosa —exclamó Morrison arrobado.

—Entonces ya sabe lo que estamos buscando, ahora, ¿verdad?

Morrison asintió:

—Todo esto…, si podemos leer la mente de Shapirov, Y si realmente tiene algo en ella y si no estaba, simplemente, soñando.

—¿No cree que esta oportunidad merece el riesgo?

—Estoy a punto de creer que sí. Es usted terriblemente convincente —murmuró Morrison—. ¿Por qué no pudo Natalya emplear este tipo de argumentos en vez de los que utilizó?

—Natalya es… Natalya. Es una persona sumamente práctica, no una soñadora. Consigue que las cosas se hagan.

Morrison estudió a Kaliinin, sentada ahora a su izquierda. Miraba fijamente hacia delante con una expresión abstraída que daba a su perfil la apariencia de una soñadora poco práctica…, aunque, quizá, no una que, como Shapirov, soñara con conquistar el Universo. Con ella se trataba de algo más cercano, quizá.

—Su tristeza no es cosa mía, Sofía, como ya me ha dicho…, pero me han contado lo de Yuri.

Sus ojos lanzaron destellos:

—¡Arkady! Tuvo que ser él. Es un…, un… —Sacudió la cabeza—. Con todos sus conocimientos y todo su genio sigue siendo un patán. Siempre que pienso en él lo veo como un siervo barbudo con una botella de vodka.

—Creo que, a su modo, está preocupado por usted, aunque no sepa expresarlo poéticamente. Todo el mundo debe estar preocupado.

Kaliinin miró furiosa a Morrison, como conteniendo las palabras. Pero él insistió afectuosamente, diciéndole:

—¿Por qué no me lo cuenta? Creo que le ayudaría y yo soy una elección lógica, dado que no pertenezco al grupo. Le aseguro que se puede confiar en mí.

Kaliinin volvió a mirarlo pero esta vez con cierto agradecimiento.

—¡Yuri! —Escupió el nombre—. Todo el mundo puede estar preocupado, menos Yuri. No tiene sentimientos.

—Pero en algún momento debió estar enamorado de usted.

—¿Lo estuvo? No lo creo. Tiene una… —Levantó la vista y abrió las manos, que le temblaban, como si estuviera buscando una palabra y no se resignara a emplear otro término inferior—. Visión.

—No siempre somos dueños de nuestras emociones y afectos, Sofía. Si ha encontrado otra mujer y sueña con ella…

—No hay otra mujer —interrumpió Kaliinin—. ¡Ninguna! Utiliza la idea como excusa para ocultarse tras ella. Me amaba, si no del todo, vagamente. Yo le convenía, me tenía a mano, porque yo le satisfacía una cierta necesidad física y, como yo también estaba involucrada en el proyecto, no necesitaba perder tiempo buscándome. Mientras tenía el proyecto firmemente sujeto, no le importaba tenerme, tranquilamente y sin llamar la atención, a ratos perdidos.

—El trabajo de un hombre…

—No necesita ocupar todo su tiempo. Ya le he dicho que tiene una visión. Se propone ser el nuevo Newton, el nuevo Einstein. Quiere hacer que los descubrimientos sean tan fundamentales, tan grandes, que no quedará nada para el futuro. Tomará las especulaciones de Shapirov y las transformará en Ciencia firme. ¡Yuri Konev se transformará en el todo de la ley natural, y los demás no serán sino puro comentario!

—¿Y no puede considerarse esto como una ambición admirable?

—No, cuando le hace sacrificarlo todo y a todos, cuando le hace renegar de su propia hija. ¿Yo? ¿Qué importo yo? Se me puede dejar de lado, negar. Soy una adulta. Puedo cuidar de mí. Pero ¿y mi hija? ¿Puede negársele un padre a una criatura? ¿Negarla? ¿Rechazarla? Lo distraería de su trabajo, le exigiría atención, consumiría unos breves instantes aquí y allá…, así que insiste en que no es el padre.

—Un análisis genético.

—No. ¿Iba yo a arrastrarlo ante un tribunal y forzar una decisión legal? Piense en lo que su negativa implica. La criatura no ha sido concebida espontáneamente. Alguien debe ser el padre. Da a entender…, no, lo declara, que soy promiscua. No ha dudado en decir, como opinión propia, que yo no conozco al padre de mi hija puesto que me debato entre numerosas posibilidades. ¿Debo esforzarme para hacer que un hombre tan ruin como él, sea legalmente probado como el padre y se excuse por lo que ha hecho…, y yo pueda concederle, de vez en cuando, echar una mirada a la criatura?

—Sin embargo, tengo la impresión de que todavía lo ama.

—Sí es así, es mi maldición. Pero no afectará a mi hija.

—¿Es por ella por lo que ha tenido que ser persuadida para someterse a la miniaturización?

—¿Y trabajar con él? Sí, ésta es la razón. Pero me dijeron que no se me puede remplazar, que lo que podamos hacer por la Ciencia está por encima y más allá de cualquier sentimiento personal que se pueda concebir…, rabia, odio. Además…

—¿Además?

—Además, si abandonara el proyecto, perdería mi rango de científico soviético. Perdería muchos privilegios y emolumentos, que no me importan, pero que también los perdería mi hija…, y esto me importa mucho.

—¿Hubo que persuadir a Yuri también para que trabajara con usted?

—¿Él? Claro que no. El proyecto es lo único que conoce y ve. No me mira. No me ve. Y si muere en el transcurso de este intento… —Le tendió la mano, suplicante—. Por favor, comprenda que ni por un momento crea que esto vaya a ocurrir. Es sólo una actitud estúpidamente romántica el que yo me torture por amor al dolor, creo yo. Si él muriera ni siquiera se daría cuenta de que yo moriría con él.

—No hable así —dijo, estremecido—. ¿Y qué le ocurriría a su hija en tal caso? ¿Se lo ha dicho Natalya?

—No tuvo que hacerlo. Lo sé sin que me lo diga. A mi hija la educaría el Estado, como hija de una mártir de la ciencia soviética. Tal vez estaría mejor. —Sofía calló un instante y miró a su alrededor—. Allá, fuera, todo empieza a parecer normal. No tardaremos en salir de la nave.

Morrison se encogió de hombros.

—Tendrá que pasar gran parte del resto del día sometido a exámenes médicos y psicológicos, Albert. Y yo también. Será muy pesado, pero hay que hacerlo. ¿Cómo se encuentra?

—Me sentiría mejor —dijo Morrison en un arrebato de sinceridad— si no me hubiera hablado de morir… ¡Oiga! Mañana, cuando hagamos el viaje al interior del cuerpo de Shapirov, ¿hasta dónde seremos miniaturizados?

—Esto será decisión de Natalya. Como mínimo a dimensión celular, por supuesto. Quizás a dimensiones moleculares.

—¿Se ha hecho alguna vez?

—No, que yo sepa.

—¿Conejos? ¿Objetos inanimados?

Kaliinin volvió a sacudir la cabeza y repitió:

—No, que yo sepa.

—Entonces, ¿cómo sabe alguien si la miniaturización a tal extremo es posible, o, si lo es, si alguno de nosotros puede sobrevivir?

—La teoría dice que lo es y que podemos. Hasta ahora, cada experimento ha encajado con la teoría.

—Sí, pero hay límites. No sería mejor si la ultraminiaturización se probara en una simple barra de plástico, luego en un conejo, luego en…

—Naturalmente, pero persuadir al Comité Central de Coordinación de que autorice tal gasto de energía sería una tarea enorme y los experimentos habría que repartirlos en meses y años. ¡No disponemos de tiempo! Debemos entrar en Shapirov inmediatamente.

—Pero vamos a hacer algo sin precedentes, cruzar por una región no puesta a prueba, con sólo los «quizá» de la teoría para…

—Exactamente, exactamente. Venga, se ha encendido la luz y debemos salir y reunimos con los médicos que están esperando.

Pero para Morrison la euforia marginal de una desminiaturización lograda, iba esfumándose. Lo que hoy había experimentado no era de ningún modo indicativo de aquello con lo que se enfrentaría al día siguiente.

El terror volvía a apoderarse de él.