XII. INTERCELULAR

En la vida, al contrario que en el ajedrez, el juego continúa después del jaque mate.

DEZHNEV, padre

Un pesado silencio se abatió sobre los cinco navegantes. El de Konev era el menos tranquilo. Se estremecía de inquietud y sus manos no dejaban de moverse.

Morrison sintió por él una vaga simpatía. Haber llegado a destino; haber hecho exactamente lo planeado, a través de infinitas dificultades; imaginarse el éxito al alcance de la mano, y tener que temer que todo eso pueda escaparse de nuestras manos tendidas incluso ahora…

Conocía la sensación. Quizá no tan hiriente como antaño, ahora que ya estaba abatido por la frustración, pero recordó las primeras veces… Experimentos que habían despertado esperanza, pero que nunca llegaron a cristalizar. Colegas que asentían sonriendo, pero que nunca estuvieron convencidos. Se inclinó hacia delante y le dijo:

—Óigame, Yuri, vigile los glóbulos rojos. Se nos están acercando uno tras otro, incesantemente… y esto significa que el corazón late aún y que lo hace con cierta normalidad. Mientras los glóbulos rojos sigan firmemente hacia delante, estamos a salvo.

—También hay que tener en cuenta la temperatura de la sangre —observó Dezhnev—. La tengo en el monitor en todo momento y en el caso que Shapirov se fuera, empezaría a descender lenta pero decididamente. En este momento, la temperatura está en el límite superior de lo normal.

Konev gruñó como si despreciara el consuelo y lo apartara de sí, pero Morrison tuvo la impresión de que estaba mucho más tranquilo después de aquello.

Morrison se recostó en su asiento y cerró los ojos. Se preguntó si sentía hambre, y decidió que no. También si no experimentaba una clara sensación de molestia en la vejiga. No era así, pero no sintió alivio. Uno podía siempre retrasar la comida por un tiempo considerable, pero la necesidad de orinar no permitía la misma flexibilidad de elección. De pronto tuvo la impresión de que Kaliinin le estaba hablando y que él no le estaba prestando atención.

—Perdóneme. ¿Qué me decía? —preguntó volviéndose hacia ella.

Kaliinin pareció sorprendida, y contestó a media voz:

—Soy yo la que debe pedirle perdón. Interrumpí sus pensamientos.

—Merecían ser interrumpidos, Sofía. Lamento haber estado distraído.

—Si es así, le pregunté de qué manera hace sus análisis de las ondas cerebrales. Quiero decir, ¿qué es lo que usted hace que no se parece a lo que hacen los demás? ¿Por qué fue necesario que nosotros…? —calló, claramente indecisa sobre cómo continuar.

Morrison terminó su frase sin la menor dificultad.

—¿Por qué fue necesario que se me arrancara a la fuerza de mi país?

—¿Se ha enfadado conmigo?

—No. Me figuro que no aconsejó llevar a cabo tal hazaña.

—Por supuesto que no. Ni lo sabía. En realidad es por lo que le hago la pregunta. No sé nada sobre su campo de trabajo excepto que trata sobre la existencia de ondas electroneurales y que la electroencefalografía se ha vuelto una ciencia complicada y de suma importancia.

—Entonces, si me pregunta qué hay de especial en mis propias opiniones, me temo que no podré decírselo.

—¿Es secreto, entonces? Me lo figuraba.

—No, no es secreto —le respondió ceñudo—. En la ciencia no hay secretos, o no debería haberlos. Lo que sí hay son luchas por la prioridad, de forma que los científicos son cautelosos, a veces, con lo que dicen. En ocasiones también yo me culpo de ello. En este caso, no puedo, literalmente, decírselo, porque usted carece de la base para comprender.

Kaliinin reflexionó, con los labios apretados, como intentando ayudar al pensamiento. Le rogó:

—¿No podría explicármelo un poco?

—Puedo intentarlo, si está dispuesta a oír afirmaciones simples. Me costaría describirle la totalidad de la teoría. Lo que llamamos ondas cerebrales son un conglomerado de todo tipo de actividades neurónicas, percepciones sensoriales de varios tipos, estímulos de diversas glándulas y músculos; mecanismos de excitación, coordinaciones y demás. Perdidas entre todo esto están esas ondas que o bien controlan, o bien son resultantes del pensamiento constructivo y creativo. Aislar dichas ondas sképticas, como las llamo yo, de todo lo demás, es un enorme problema. El cuerpo lo hace sin dificultad, pero nosotros pobres científicos, en general quedamos perplejos.

—No tengo la menor dificultad en comprenderle —sonrió Kaliinin aparentemente encantada.

(Que bonita es, pensó Morrison, cuando se desprende de su expresión melancólica).

—Todavía no he llegado a lo complicado.

—Por favor, siga.

—Hará unos veinte años, se demostró que existía un elemento fortuito en las ondas que nadie jamás había captado; los instrumentos utilizados hasta entonces no recogían lo que ahora llamamos «el destello». Es una oscilación muy rápida de intensidad y amplitud irregulares. Pero esto, compréndalo, no es un descubrimiento mío.

Kaliinin volvió a sonreír.

—Me imagino que hace veinte años, era demasiado joven para haber hecho el descubrimiento.

—Entonces era estudiante de bachillerato, descubriendo solamente que las muchachas no eran del todo inabordables, que no es poco importante como descubrimiento. Creo que cada persona debería volver a redescubrirlo de vez en cuando…; pero bueno dejemos eso.

»Gran número de personas especulaban con que el destello podía representar el proceso del pensamiento en la mente, pero nadie consiguió aislarlo como era debido. Aparecía y desaparecía; a veces se detectaba, otras no. La impresión general era que no era natural, que había que trabajar con instrumentos que eran demasiado delicados para lo que pretendían medir, de forma que lo que uno descubría, esencialmente, era ruido.

»Pero yo no pensaba así. Con paciencia y tiempo desarrollé un programa de computadora que me posibilitaba aislar el destello y demostrar que siempre estuvo presente en el cerebro humano. Por ello se me reconoció cierto mérito, aunque muy poca gente pudo reproducir mi trabajo. Utilicé animales en los experimentos que eran demasiado peligrosos para realizarlos con seres humanos y con dichos resultados logré activar aún más mi programa de análisis. Pero cuanto más penetrante era mi análisis y más significativos me parecían los resultados, menos podían reproducirlos los demás y más insistían en que mis experimentos con animales me habían inducido a error.

»Pero incluso aislando el destello, estaba lejos de poder demostrar que éste era la representación del pensamiento abstracto. He amplificado, modificando mi programa una y más veces y me he convencido de que estoy estudiando el pensamiento, las propias ondas sképticas. Sin embargo, nadie puede reproducir los puntos cruciales de mi trabajo. En diversas ocasiones, he permitido que alguien utilizara mi programa y mi computadora, los que estoy utilizando ahora, y han fracasado invariablemente.

Kaliinin escuchaba atentamente. Preguntó:

—¿Puede imaginar la razón de que nadie haya podido hacerlo?

—La explicación más fácil sería que hay algo raro en mí, que soy un chiflado… por no decir un loco. Creo que algunos de mis colegas sospechan que ésta es la respuesta.

—Y usted, ¿cree que está loco?

—No, no lo creo, Sofía, pero a veces me inquieta. Verá, después de aislar las ondas sképticas y amplificarlas, es concebible que el propio cerebro humano pueda transformarse en un instrumento receptor. Las ondas pueden transferir los pensamientos del ser que se está estudiando, directamente a uno. El cerebro sería un receptor extraordinariamente delicado, pero también sería extraordinariamente singular. Si mejorara mi programa a fin de captar mejor los pensamientos, significaría que lo habría hecho en beneficio de mi propio cerebro. Otros cerebros podrían no ser afectados y, en realidad, podrían ser menos afectados cuanto más los ajustara al mío. Es como una pintura. Cuanto más consigo que el cuadro se parezca a mí, menos se parece a nadie más. Cuanto más puedo hacer que mi programa produzca resultados autoconsistentes, menos pueden conseguirlo los demás.

—¿Y ha captado realmente el pensamiento?

—No estoy seguro. A veces me ha parecido que sí, pero otras no estoy del todo seguro de que no sea sólo mi imaginación. Ciertamente nadie más, con mi programa o con otro, ha captado nada. Yo me he servido del destello para descubrir los nódulos sképticos en los cerebros de los chimpancés, y de ellos he deducido lo que podrían ser en los cerebros humanos, pero tampoco se me ha aceptado esto. Se considera como un exceso de entusiasmo en un científico pagado de su propia e improbable teoría. Incluso utilizando sondas a los nódulos sképticos, en animales, por supuesto, no puedo estar seguro.

—Con animales sería difícil. ¿Ha publicado esas… sensaciones suyas?

—No me he atrevido —confesó Morrison, meneando la cabeza—. Nadie aceptaría tales descubrimientos subjetivos. Lo he mencionado de pasada a ciertas personas, imbécil de mí, y corrió la noticia y no sirvió más que para convencer a mis colegas de que soy, digamos, un chiflado. Fue sólo el domingo pasado cuando Natalya me dijo que Shapirov me tomaba en serio, pero también él está considerado, por lo menos en mi país, como un chiflado.

—Pues desde luego sería magnífico pensar que no lo era.

De pronto, Konev, desde delante de Morrison y sin volverse, dijo:

—Fueron sus sensaciones del pensamiento lo que impresionó a Shapirov. ¡Lo sé! Lo discutió conmigo. Dijo, en diferentes ocasiones, que su programa era una estación de relé y que a él le gustaría probarlo. Si estuviera usted dentro de una neurona clave del nódulo sképtico, las cosas serían diferentes. Captaría, sin equivocarse, los pensamientos. Shapirov lo creía así y yo también. Él creía posible que hubiera captado los pensamientos sin lugar a dudas, pero que no estaba dispuesto a dejar que el mundo lo supiera. ¿Es cierto eso?

Qué pesados estaban con lo del secreto, todos ellos, pensó Morrison. Al instante captó la mirada de Kaliinin. Tenía la boca entreabierta, las cejas unidas, y un dedo cerca de sus labios. Era como si quisiera pedirle que se callara con angustiada intensidad, sin atreverse a decirlo abiertamente.

Le distrajo la voz de Dezhnev, fuerte y jovial:

—Basta de charla, niños. La Gruta nos ha localizado y nos encontramos, con gran asombro por su parte, exactamente donde les dijimos que estábamos.

Konev alzó ambas manos y su voz sonó casi como la de un chiquillo:

—Exactamente donde yo dije que estábamos.

—Compartamos la responsabilidad —comentó Dezhnev—. Donde dijimos que estábamos.

—No —cortó Boranova—, ordené a Konev que tomara la decisión bajo su responsabilidad. El mérito es, por consiguiente, suyo.

Pero ni con esto se ablandó Konev, sino que insistió:

—No habría reclamado tan rápidamente compartir la responsabilidad, Arkady Vissarionovich —utilizó el patronímico en el estilo ya pasado de moda en la Unión Soviética, como para poner en evidencia el hecho de que Dezhnev era hijo de aldeanos, entre los cuales dicho estilo seguía estando de moda—, si hubiera quedado demostrado que estábamos en otro capilar.

La sonrisa de Dezhnev se hizo incómoda y sus dientes superiores, ligeramente amarillentos, mordieron el labio inferior. Boranova intervino con su autoritaria voz de contralto, abortando así cualquier protesta de Dezhnev:

—¿Y qué se sabe de Shapirov?

—Eso ha pasado ya. Con una inyección de no sé qué regularizaron sus latidos.

—Bien, pues, ¿estamos listos para marchar? —preguntó Konev.

—Sí —respondió Boranova.

—En tal caso…, salgamos de la corriente sanguínea, por fin.

Boranova y Kaliinin estaban inclinadas sobre sus instrumentos. Morrison las estuvo observando un momento, pero claro, no sabía nada de lo que estaban haciendo. Se volvió a Dehznev, sentado en posición relajada (al contrario que Konev cuyo cuerpo estaba tenso, casi trenzado de músculos).

—¿Qué vamos a hacer, Arkady? No podemos salir reventando el vaso sanguíneo para entrar en el cerebro —comentó Morrison.

—Podremos hacerlo, una vez seamos lo bastante diminutos. Volvemos a miniaturizarnos. Mire a su alrededor.

Sobresaltado, Morrison, miró. Se dio cuenta de que cada vez que el mundo exterior parecía estabilizarse, él lo daba por supuesto y ya no le prestaba atención.

La corriente había aumentado en velocidad. O, mejor dicho, la nave se había vuelto a reducir y los objetos que se movían junto a ellos tardaban menos en pasar, de modo que la mente, empeñada en considerar el tamaño de la nave inalterado, interpretaba lo que veía como una corriente más rápida.

Un glóbulo rojo pasó de largo, moviéndose como lo había hecho (o pareciendo hacerlo) en la arteria carótida, pero pese a su velocidad, flotó un buen rato, como si fuera una ballena adelantando una barquita. Se había vuelto borroso, ahora era casi transparente y con los bordes vibrando a causa del movimiento browniamo. Tenía una coloración grisácea que la hacía parecer una nube de tormenta extendiéndose en el cielo. Para entonces había perdido la mayor parte de su oxígeno, naturalmente, porque lo había entregado a las ávidas células cerebrales que, sin movimiento o visibles señales de vida, consumían un cuarto de todo el oxígeno llevado por la sangre a los diversos órganos del cuerpo. Y pese a ello, el cerebro parecía estar simplemente sentado allí; percepciones, reacciones y pensamiento, todo ello coordinado con una complejidad que ninguna computadora podía acercarse ni astronómicamente a duplicar…, que jamás duplicaría…, a ningún precio.

Para compensar la expansión de los glóbulos rojos, las plaquetas y los relativamente escasos leucocitos que se habían transformado ahora en monstruos, demasiado grandes para ser captados, el plasma sanguíneo se estaba volviendo menos diáfanamente líquido.

Había empezado a volverse granulado y los gránulos aumentaban lentamente a medida que pasaban a su lado cada vez con mayor velocidad. Morrison sabía que estaba viendo moléculas de proteína; pasado un instante, le pareció que a través de sus giros y flexiones podía distinguir los arreglos helicoidales de sus átomos de un modo impreciso. Algunas tenían un bosque en miniatura de moléculas lípidas envolviéndolas parcialmente.

También empezaba a darse cuenta de un movimiento, no el temblor del movimiento browniano, sino un cabecear que se volvía cada vez más pronunciado.

Volvió la cabeza para mirar, del otro lado, la pared capilar a la que estaban sujetos.

Las baldosas habían desaparecido…, o por lo menos una baldosa (o una célula como debería llamarla ahora) había crecido de tal forma que era la única que podía verse. Sobresaliendo por detrás se veía el bulto del núcleo de la célula, grande y grueso, creciendo cada vez más.

La nave dio un bandazo cuando parte de la misma se separó de la pared y volvió a cabecear cuando volvió a unirse.

—¿Qué está ocurriendo? —preguntó Morrison mirando a Kaliinin que sacudió la cabeza impaciente. Estaba totalmente absorta en su trabajo. Dezhnev trató de explicar:

—Sofía está tratando de neutralizar la carga eléctrica de la nave, aquí y allá para que se suelte antes de que la tensión dañe la pared. Y tiene que buscar nuevas áreas de sujeción para no separarse del todo de la pared. No es fácil, tener que miniaturizarse y al mismo tiempo mantenernos sujetos a la pared.

Morrison, alarmado, preguntó:

—¿Hasta qué punto vamos a miniaturizarnos?

Sus palabras quedaron cubiertas por la orden estridente de Kaliinin.

—Arkady, adelante. ¡Cuidado! ¡Despacio! Imprima sólo un poco de presión a la nave.

—Bien, Sofía…, pero dígame sólo cuándo tengo que detenerme.

Y dirigiéndose a Morrison, añadió:

—Mi padre solía decir: «Entre no mucho y demasiado hay sólo el espesor de un cabello».

—Más, más —ordenó Kaliinin—. Bien. Ahora lo intentaremos.

La nave pareció sujetarse y tensarse y de pronto saltó hacia delante y Morrison fue suavemente proyectado hacia atrás en su asiento.

—Bien. Ahora un poco menos.

Llegaron al final de la célula. Más allá de ésta había otra. Células delgadas encajadas una en otra hasta formar un pequeño tubo; mientras la nave y sus cinco tripulantes se sujetaban a la superficie interior por diminutas atracciones de cargas eléctricas.

El espacio entre células parecía de soga, con cables tendidos desde dentro de una célula, a la otra. No estaban todos intactos y había muñones visibles como si fueran restos de un bosque talado. A Morrison le pareció que había huecos, estrechos, en ese bosque pero no podía percibirlo claramente desde el ángulo en que lo miraba. Volvió a preguntar:

—¿Hasta dónde nos miniaturizaremos, Arkady?

—Eventualmente, hasta el tamaño de una pequeña molécula orgánica.

—¿Cuáles van a ser las probabilidades de desminiaturización en este tamaño?

—Apreciables —respondió Dezhnev—. Mucho mayores que cuando teníamos el tamaño de un glóbulo rojo, o incluso de una plaqueta.

—Pero no para preocuparse aún. Se lo aseguro —dijo Boranova.

—Exactamente —confirmó Dezhnev y levantó a medias la mano con los dedos cruzados, para que Morrison pudiera verlos, pero no Boranova desde su asiento trasero. Ese gesto americano se había vuelto universal y Morrison, al verlo, sintió que un frío lo invadía. Dezhnev tenía la vista fija delante, pero debió presentir la mueca de Morrison por su apagado gruñido. Dijo:

—No se preocupe, joven Albert. Lo prudente, siempre, es tener una sola preocupación a la vez, y ahora debemos preocuparnos por escurrirnos fuera del vaso sanguíneo… Sofía, ¡mi amor!

—¿Sí, Arkady?

—Debilite el campo de la popa de la nave y cuando le avise busque otro por delante.

—Así lo haré, Arkady. ¿No dijo su padre una vez: «Es inútil tratar de enseñar a robar a un ladrón»?

—Sí, lo hizo. Robe, pues, pequeña ladrona. Robe.

Morrison se preguntó si Dezhnev y Kaliinin estaban bromeando deliberadamente ante la posibilidad de una muerte instantánea, para animarle, o trataban de demostrar desprecio por su cobardía. Prefirió suponer lo primero. Cuando una acción puede igualmente interpretarse como amistosa u hostil, uno debe elegir siempre la amistosa. Quizás el padre de Dezhnev hubiera estado de acuerdo. Con solo aquella idea ya se sintió animado.

La popa de la nave parecía estar despegada y permanecer a varios centímetros (¿o serían picómetros la medida real?) de la pared del capilar. Morrison la estudió atentamente y pudo ver las apretadas hileras de moléculas lípidas y de proteínas que formaban aquella pared. Pensó: «¿Cómo podemos ignorar todo esto? Aquí está la oportunidad de estudiar los tejidos con mayor precisión de lo que el mejor microscopio electrónico es capaz de hacerlo…, y estudiarlos en vivo; ver no sólo su situación, sino su movimiento y cambio vivientes.

»Hemos recorrido la corriente sanguínea y nos hemos encajado entre las paredes de un capilar sin fijarnos en nada en sentido realmente científico. Sólo navegamos, sin mayor interés que el que sentiríamos en el Metro, lanzados a través de un túnel subterráneo… Solamente para estudiar oscilaciones que podría producir el pensamiento…, o tal vez no».

La nave avanzaba pulgada a pulgada (una palabra antigua pensó de pronto Morrison, anterior al sistema métrico) como si fuera tanteando el camino. Quizás era precisamente lo que hacía entre los motores de Dezhnev y los campos eléctricos fluctuantes de Kaliinin.

—Nos acercamos al cruce, pequeña Sofía —dijo Dezhnev con voz curiosamente tensa—. Asegúrese de que su punto delantero es firme, mientras yo trato de avanzar un metro o así.

—Sospecho, a juzgar por lo que veo y el comportamiento eléctrico, que tenemos un grupo de argininas en dirección al cruce. Eso representa una fuerte región de carga positiva, pero puedo manejarla como si fuera crema de leche.

—Déjese de excesos de confianza, Sofía —advirtió Boranova—. Manténgase alerta. Si falla y la nave se desprende, habrá mucho que hacer.

—De acuerdo, Natalya, pero con todo respeto, la advertencia no es necesaria.

Dezhnev acudió en su ayuda:

—Sofía, haga exactamente lo que le diga. Mantenga la proa de la nave sujeta a la pared, pero con fuerza. Suelte todo lo demás.

—Hecho —respondió Sofía con voz sofocada.

Morrison se encontró conteniendo el aliento. La popa de la nave se había separado de la pared, pero por delante seguía sujeta. La corriente zarandeó la nave y la colocó en ángulo recto con la corriente, mientras que la pared capilar donde la nave seguía sujeta se hinchaba como un grano, hacia fuera.

—¡Cuidado! —advirtió Morrison de pronto—. Vamos a arrancar una sección de pared.

—¡A callar todos! —tronó Dezhnev. Después, en un tono de voz normal—. Sofía, voy a aumentar la potencia de los motores. Póngase en posición de suprimir la atracción restante. La nave debe quedarse enteramente neutral…, pero no hasta que se lo diga.

Sofía dirigió una mirada a Boranova que dijo con su calma habitual:

—Haga exactamente lo que él le diga, Sofía. En esto la palabra de Arkady es la que manda.

Morrison imaginó que sentía la nave tirando hacia delante. La sección de pared capilar a la que estaba sujeta, estaba cada vez más tirante. Sofía dijo con insistencia:

—Arkady, o se partirá el campo o se romperá la pared.

—Un momento más, querida mía, un poquito más… ¡Ahora!

La pared se soltó hacia atrás y la nave se proyectó hacia delante con un gran salto que sacudió a Morrison. El extremo delantero de la nave se hundió en la materia que había entre las dos células de la pared capilar.

Por primera vez, Morrison se dio cuenta del esfuerzo de los motores de microfusión. Había como un latido apagado a medida que la nave se abría paso a través de la junta, con lo que parecía una creciente dificultad. No se veía nada por delante. El grosor de la pared capilar, por fina que fuera en términos normales, era mucho mayor que la longitud de la nave.

La nave estaba totalmente inmersa en aquella materia y Dezhnev, con la frente cubierta de sudor, volvió la cabeza para hablar con Boranova.

—Estamos gastando energía más de prisa de lo que deberíamos.

—Entonces, detenga la nave y reflexionemos.

—Si lo hago hay una posibilidad de que la elasticidad de esta materia nos proyecte fuera otra vez a la corriente sanguínea.

—Entonces aminore la marcha. Busque un nivel que baste para mantenernos en el sitio.

El latido cesó. Dezhnev observó:

—La materia está ejerciendo una presión considerable sobre la nave.

—¿Lo bastante para aplastarnos, Arkady?

—Por el momento no. ¿Pero quién puede predecir el futuro si la presión continúa?

—Esto es ridículo —exclamó Morrison—. ¿No ha dicho alguien que teníamos el tamaño de una pequeña molécula orgánica?

—Nuestro tamaño es el de una molécula de glucosa —dijo Boranova— que está compuesta, en total, de veinticuatro átomos.

—Gracias, pero sé perfectamente cuántos átomos tiene una molécula de glucosa. Da la casualidad de que las pequeñas moléculas atraviesan las paredes capilares por difusión. ¡Difusión! ¿Es así cómo trabaja el cuerpo, por qué la difusión no nos hace pasar a través?

—La difusión —explicó Boranova— es una proposición estadística. Hay veinticinco mil millones de moléculas de glucosa en la corriente sanguínea en cualquier momento dado. Se mueven al azar y algunas consiguen chocar en tal lugar y de tal forma que pueden atravesar una junta, o meterse en la membrana de una célula de la pared capilar, luego dentro de la célula, y por fin salen del otro lado. Un muy pequeño porcentaje lo consigue en un segundo dado, pero es lo bastante para asegurar el debido funcionamiento del tejido. No obstante, por casualidad, una determinada molécula de glucosa puede permanecer en la corriente por espacio de un mes sin lograrlo. ¿Podemos esperar todo un mes la ocasión de que haga su trabajo?

—Este argumento no vale, Natalya —arguyó Morrison impaciente—. ¿Por qué no hacemos deliberadamente lo que una verdadera molécula de glucosa haría por casualidad? Especialmente ahora que nos encontramos a mitad de camino. ¿Por qué nos hemos quedado pegados en esta posición?

—Estoy de acuerdo con Albert —anunció Konev—. La difusión no es una filtración pasiva. Hay una especie de interacción entre el objeto que se filtra y la barrera a través de la sangre cerebral.

—Ya estamos en la barrera —anunció Dezhnev—. Usted es el especialista en cerebros, ¿puede echar un vistazo alrededor y decirnos cómo funciona esta difusión?

—No, no puedo. Pero la glucosa es una molécula que cruza fácilmente la barrera sanguínea del cerebro. Así debe ser porque es el único combustible que le proporciona energía. El problema está en que si bien la nave es tan pequeña como una molécula de glucosa, no es una molécula de glucosa.

—¿Se propone algo, Yuri, o es sólo una lección? —preguntó Boranova.

—Me propongo algo. Hemos quitado las cargas a la nave a fin de meternos entre las moléculas, ¿por qué dejarla descargada ahora? ¿No se le puede dar la carga tipo de una molécula de glucosa? Si se puede, será una molécula de glucosa en cuanto al cuerpo de Shapirov se refiere. Sugiero que ordene que se haga, Natalya.

Kaliinin no esperó la orden:

—Ya está hecho, Natalya.

(Morrison se fijó en que ambos se dirigían siempre a Boranova. Cada uno seguía manteniendo la ficción de la inexistencia del otro).

—Y la presión disminuye al momento —dijo Dezhnev—. Reconoce a una amiga, así que se inclina cortésmente y nos deja pasar. La madre de mi padre, que Dios me conserve su memoria, hubiera dicho que era «magia negra» y se hubiese escondido debajo de la cama.

—Arkady —ordenó Boranova—, aumente la potencia de los motores y atraviese antes de que la junta descubra que debajo del patrón glucosa, hay algo que no es glucosa.

—De acuerdo, Natalya.

—Apúntese el tanto, Yuri. Su sugerencia era acertada. Recapacitando veo que yo también hubiera debido darme cuenta; pero el caso es que no lo pensé.

Konev refunfuñó, como si encontrara que el halago era algo que no sabía cómo manejar.

—No es nada. Dado que el cerebro vive de glucosa, pasemos al tamaño de la glucosa. Eventualmente hubiéramos debido adoptar un aspecto de glucosa y tan pronto como hizo usted la pregunta de cómo no nos difundíamos cuando debiéramos haberlo hecho, comprendí que ya necesitábamos dicho aspecto.

—Miembros de la expedición —anunció Dezhnev—, hemos atravesado la junta, estamos fuera de la corriente sanguínea. Estamos en el cerebro.

En el cerebro, se dijo Morrison, pero no en una célula cerebral. Hasta el momento solamente habían pasado del espacio intercelular, entre las células de la pared capilar, a los espacios intercelulares del cerebro, donde existían las estructuras de soporte que mantenían la forma y las interrelaciones de las células nerviosas, o neuronas. Si los retiraban, las células se aplastarían en masas amorfas, unidas por la gravedad e incapaces de mantener ninguna función sensible.

Era una jungla formada por gruesos sarmientos de colágeno (esto era la proteína animal conjuntiva casi universal, que realizaba la función de la celulosa en las plantas, aquí menos inferior, puesto que se trataba de proteína y no de hidrato de carbono, pero con mayor flexibilidad). A través del ojo de la ultraminiaturización estos filamentos de colágeno, totalmente invisibles sin un microscopio electrónico, parecían troncos de árbol, inclinados a uno y otro lado, en un mundo en el que la gravedad tenía poca importancia.

Había otros filamentos más y más finos. Morrison sabía que algunos de ellos podían ser elastina y que el propio colágeno podía presentarse en variedades sutilmente diferentes. De poder verlo en conjunto, desde un punto de vista menos miniaturizado, habría podido detectar orden y estructuras. Pero en este nivel, resultaba caótico. Uno no podía siquiera ver a distancia en ninguna dirección; las fibras superfluas bloqueaban la visibilidad.

Morrison notó que la nave se movía mucho más despacio. Los otros cuatro miraban asombrados a su alrededor. O bien no esperaban esto (tampoco lo esperaba Morrison, porque había estado demasiado interesado en las propiedades eléctricas del cerebro para preocuparse de su microanatomía) o, si lo esperaban, no habían sido capaces de imaginárselo.

—¿Cómo esperan encontrar el camino hacia una neurona? ¿Lo sabe alguien? —preguntó Morrison.

Dezhnev fue el primero en contestar:

—Esta nave sólo puede avanzar de frente, así que lo haremos hasta encontrar una célula.

—¿Cómo podemos ir directamente de frente a través de esta jungla? Si no podemos dirigir la nave, ¿cómo podremos sortear los obstáculos?

Dezhnev se frotó la barbilla, pensativo:

—Ya que no podemos rodearlos, empujaremos. La nave rebasará uno de estos objetos y habrá más fricción del lado que entre en contacto que del otro, así torcerá el camino, como un cometa rodeando el sol —sonrió—. Los cosmonautas lo hacen así cuando se sirven de la gravedad para pasar rozando un satélite o un planeta. Haremos lo mismo para sortear estas cosas.

—Estas cosas, son fibras de colágeno —anunció Konev sombrío.

—Y algunas de ellas son muy gruesas —observó Morrison—. No siempre podrá sortearlas. Irá de cabeza contra ellas y allí se quedará si solamente puede ir hacia delante, ¿qué hará entonces? Esta nave fue solamente diseñada para la corriente sanguínea. Fuera de ella estamos perdidos al no tener nada que nos arrastre.

Boranova intervino:

—Arkady, dispone de tres motores de microfusión; y los reactores, lo sé, están dispuestos al fondo en los ápices de un triángulo equilátero. ¿Puede disparar uno solo de ellos?

—No. Un solo contacto controla a los tres.

—Sí, Arkady, así es como funcionan ahora. Pero ha diseñado usted la nave y conoce los detalles de sus controles. ¿Hay algo que pueda hacer para dispararlos por separado?

Dezhnev respiró hondamente.

—Todo el mundo me ha repetido hasta la saciedad que debía recortar gastos, que debía salvar el presupuesto, que no debía hacer nada que irritara a los burócratas.

—Aparte de todo esto, Arkady, ¿hay algo que pueda usted hacer?

—Déjeme pensar. Significa trabajar en los cables. Significa encontrar algo que sirva de interruptores, y cable adicional, y quién sabe si funcionará o cuánto durará su funcionamiento si lo hace, y si no acabaremos peor de lo que estamos…, pero, sé lo que quiere decir. Si solamente pongo en marcha uno de los motores, será un impulso desequilibrado.

—Pero podrá gobernarlo, según el que ponga en funcionamiento.

—Lo intentaré, Natalya.

—¿Por qué no pensó en esto cuando estábamos en el capilar equivocado? Hubiera podido evitarme la pequeña molestia de estar a punto de morir haciendo girar la nave a mano.

—Si no hubiera sugerido, tan de prisa, que movería la nave a mano, a lo mejor se nos habría ocurrido…, aunque no hubiera sido una buena idea —concluyó Dezhnev.

—Y ¿por qué no?

—Estábamos en la corriente sanguínea. La nave está cuidadosamente diseñada para aprovecharse de ella y su superficie pensada para evitar turbulencias, lo que hace más difícil aún girarla para sacarla de la corriente. Hubiéramos tardado más que haciéndolo a mano…, y gastado mucha más energía. Hay que recordar también la estrechez del capilar. Aquí, ahora, no hay corriente y por haber sido tan miniaturizados disponemos de más espacio.

—Basta —ordenó Boranova—. Póngase a trabajar, Arkady.

Dezhnev obedeció. Se puso a revolver en una caja de herramientas, retirando una chapa de metal y estudiando al detalle los controles que había ahí dentro, y manteniendo durante todo el tiempo una especie de murmullo incoherente. Konev, con las manos cruzadas en la nuca, dijo sin volverse:

—Albert, háblenos de esas sensaciones que capta.

—¿Sensaciones?

—Nos estaba hablando de ellas justo antes de que la Gruta nos anunciara que nos había localizado en el capilar correcto. Me refiero a las sensaciones que experimentó cuando trataba de analizar las ondas del pensamiento.

—Ah… —musitó Morrison, mirando a Kaliinin.

Ésta movió apenas la cabeza. Muy disimuladamente apoyó un dedo en los labios.

—No tengo nada que decir. Tuve sensaciones vagas que no pude describir objetivamente. Pudo haber sido mi imaginación. Aquéllos a quienes intenté explicárselo lo creyeron así.

—¿Y nunca publicó nada acerca de ello?

—Nunca. Me limité a mencionarlo de pasada en alguna convención y fue fatal. Si Shapirov y usted se enteraron fue solamente de oídas. De haberlo publicado, pudo haber resultado lo más parecido a un suicidio científico, que era lo último que deseaba.

—Mala suerte.

Morrison observó a Kaliinin de soslayo. Casi imperceptiblemente hizo un movimiento afirmativo, pero sin hablar… Era obvio que no podía decir nada sin que toda la nave se enterara.

Miró a su alrededor. Dezhnev estaba enfrascado en su trabajo hablando para sí. Konev miraba hacia delante, sumido en quién sabe qué tortuosos pensamientos. Boranova, detrás de Kaliinin, estudiaba la pantalla de su computadora cuidadosamente, y tomaba notas. Morrison no trató de leerlas…, sabía leer en inglés, del revés, pero no había llegado a tal facilidad con el ruso.

Solamente Kaliinin, a su izquierda, lo miraba.

Morrison apretó los labios y colocó su computadora en procesado de palabras. No tenía alfabeto cirílico, pero marcó las palabras rusas en fonética latina, ¿QUÉ OCURRE?

Ella titubeó tal vez por su falta de práctica en escritura latina. Luego sus dedos corrieron y en su pantalla, en cirílico, leyó: NO CONFÍE EN Él. NO DIGA NADA. Y se borró en seguida.

Morrison escribió:

—¿POR QUÉ?

—NO MALO, PERO PRIORIDAD, MÉRITO, HARÁ CUALQUIER COSA…, CUALQUIER COSA…, CUALQUIER COSA.

Las palabras desaparecieron y se quedó mirando fijamente hacia delante. Morrison la estudió, pensativo, ¿se trataba solamente de la venganza de una mujer traicionada?

En cualquier caso no importaba, porque no tenía la intención de hablar de nada que no hubiera dicho ya, o por escrito o de palabra. Él tampoco era malo, pero cuando la prioridad y el mérito entraban en juego, podía no hacer cualquier cosa…, cualquier cosa…, cualquier cosa…, pero haría bastante.

Por el momento, no había nada que hacer. O, quizás una cosa, que no tenía nada que ver con todo ello, pero que empezaba, solamente empezaba, a ocupar su mente excluyendo todo lo demás. Se volvió a Boranova, que seguía contemplando su instrumento mientras tamborileaba ligeramente sobre el brazo de su asiento, en pensativa concentración.

—¿Natalya?

—Sí, Albert —dijo sin levantar la vista.

—Lamento tener que introducir una nota de feo realismo pero… —bajó cuanto pudo la voz— estoy pensando en orinar.

Lo miró, le temblaron las comisuras de los labios, evitando sonreír. Pero no bajó la voz.

—¿Por qué pensarlo, Albert? Hágalo.

Morrison se sintió como un chiquillo levantando la mano para pedir permiso para salir de la habitación. No era razonable, lo sabía.

—No me gusta ser el primero.

Boranova arrugó la frente, casi como si fuera la maestra del caso.

—Eso es una tontería y, de todos modos, no es el primero. Yo ya me he ocupado de tal necesidad. —Y encogiéndose ligeramente de hombros añadió—: La tensión tiende a aumentar la necesidad, lo he experimentado varias veces.

También Morrison lo había experimentado. Musitó:

—Para usted no hay problema. Está sola en el asiento de atrás. —Y señaló hacia Kaliinin.

—¿Y? —Boranova sacudió la cabeza—. Seguro que no querrá que le improvise una cortina. Me cubriré los ojos con la mano. (Kaliinin los miró sorprendida). Estoy segura de que lo ignorará por decencia y por el presentimiento de que, a no tardar, deseará que usted haga otro tanto.

Morrison estaba profundamente avergonzado porque ahora Kaliinin lo miraba, claramente comprensiva.

—Vamos, Albert —le dijo—, lo he tenido completamente desnudo en mi regazo. ¿A qué viene ahora esa modestia?

Morrison sonrió y esbozó un gesto de agradecimiento.

Intentó recordar cómo manejar la tapadera de su asiento, pero cuando lo recordó, encontró que se abría por deslizamiento haciendo un pequeño pero clarísimo «clic». (¡Irritantes soviéticos! Siempre retrasados en pequeñeces. Podrían haberlo diseñado para que se abriera silenciosamente.

También consiguió soltar la costura electrostática de su bragueta y al instante le preocupó la idea de si conseguiría cerrarla después.

Tan pronto abrió la tapadera del recipiente, sintió la corriente de aire desagradablemente fría sobre su piel. Suspiró sumamente aliviado cuando terminó. Después, consiguió volver a cerrar la bragueta y se quedó quieto, jadeando. Se dio cuenta de que habla estado conteniendo el aliento.

—Tome —dijo bruscamente Boranova.

Miró asombrado, por un momento, lo que le tendía. Reconoció que era una toallita dentro de un sobre. Rasgó el envoltorio y encontró que estaba húmeda y perfumada, y se limpió las manos en ella. (Era obvio que los soviéticos estaban aprendiendo pequeñas elegancias…, o decadencias, según ganara la batalla interior un remilgado o un impaciente).

Y entonces se oyó la voz fuerte, algo gutural, de Dezhnev que resonó en el oído de Morrison después de tanto cuchicheo.

—Ya está.

—¿Qué es lo que está? —preguntó irritado asumiendo, maquinalmente, que se refería a sus funciones corporales.

—La puesta en marcha individual de los motores —respondió Dezhnev señalando con ambas manos en dirección a los controles—. Puedo poner en marcha uno, o dos, o los tres, si así lo deseo. Absolutamente seguro…, creo.

—¿En qué quedamos, Arkady? —saltó Boranova—. ¿Está completamente seguro o es cuestión de opinión?

—Ambas cosas. Es mi opinión que estoy completamente seguro. El problema es que mi opinión no siempre es acertada. Mi padre solía decir…

—Pienso que deberíamos probarlo —interrumpió Konev a fin de eliminar al padre de Dezhnev, quizá consciente de que lo hacía.

—Naturalmente —asintió Dezhnev—, no hace falta decirlo, pero como solía decir mi padre. —Y levantó la voz como decidido a que no le interrumpieran—: «Lo seguro sobre algo que no hace falta decir es que alguien va a decirlo». Y mejor que sepan…

Calló voluntariamente y Boranova insistió:

—¿Qué es lo que debemos saber?

—Varias cosas, Natasha. En primer lugar, gastaremos mucha energía para navegar. He hecho lo mejor que he podido, pero esta nave no está diseñada para esto. Después…, bueno, no podemos comunicarnos con la Gruta, ahora.

—¿Qué no podemos comunicarnos? —exclamó Kaliinin, casi chillando de sorpresa o indignación.

La voz de Boranova indicaba que estaba claramente indignada:

—¿Qué quiere decir eso de que no podemos comunicarnos?

—Venga, Natasha. No puedo aislar los motores sin cables, ¿no cree? El mejor ingeniero del mundo no puede hacer cables de la nada y no puedo fabricar chips de silicio de la nada tampoco. Había que desmontar algo y lo único que podía desmontar, sin inutilizar la nave, era el sistema de comunicaciones. Se lo comuniqué a la Gruta y oí gritos y lamentos, pero ¿cómo iban a impedírmelo? Así que ahora podemos navegar, creo…, y no podemos comunicarnos, lo sé.

Reinó el silencio, mientras la nave se ponía en marcha. Lo que los rodeaba era totalmente distinto ahora. En la corriente sanguínea había una barahúnda de objetos…, algunos arrastrándose por delante de la nave, otros siguiéndole lentamente, dependiendo de torbellinos y de aerodinamismo, suponía Morrison. Había una sensación de movimiento, aunque sólo fuera por lo que veían en las paredes…, placas de grasa en las arterias, baldosas en los capilares, que iban quedándose atrás.

Aquí, en el espacio intercelular, en cambio, había éxtasis. Ningún movimiento. Ninguna sensación de vida. La maraña de fibras de colágeno, parecía un bosque primitivo, hecho solamente de troncos, sin hojas, sin color; sin sonido, sin movimiento.

Una vez la nave avanzó a través del viscoso fluido intercelular todo empezó a moverse hacia atrás. La nave se deslizó a través de un nudo de fibras en forma de cuña y, al traspasarlas, Morrison tuvo la clara impresión de que había una espiral floja subiendo por cada fibra de colágeno, mucho más notoria en las fibras delgadas.

Delante de ellos vieron otra fibra aún más gruesa, un rey en la jungla de colágeno.

—Tendrá que virar, Arkady —dijo Konev—. Ahora es el momento de probarlo.

—Está bien, pero tendré que inclinarme. Todavía no tengo dominados los controles. Hay un límite a la improvisación. —Se inclinó hacia delante, rebuscando a la altura de sus pantorrillas—. No me entusiasma la idea de tener que hacer esto constantemente. Es duro para un hombre de porte majestuoso.

—Querrá decir un hombre gordo —corrigió Konev malhumorado—. Se ha vuelto fofo, Arkady. Tendría que adelgazar.

Dezhnev se irguió:

—Está bien. Pararé ahora mismo, me iré a casa y empezaré a perder peso… ¿Crees que es el momento, Yuri, de sermonearme?

—Tampoco es el momento de que se ponga tonto, Arkady —dijo Boranova—. ¡Adelante!

Dezhnev se agachó, conteniendo un gruñido. Poco a poco la nave giró hacia la derecha en un arco suave. Juzgando literalmente por las apariencias, la gruesa fibra de colágeno se movió hacia la izquierda al acercársele…, como hizo todo lo demás.

—Chocara —advirtió Konev—. Gire más.

—No puedo girar más —protestó Dezhnev—. Cada motor no da más de sí, y no puedo modificarlo.

—Bien, pues chocaremos —aceptó Konev con cierta ansiedad.

—Entonces choquemos —exclamó Boranova enfadada—. Yuri, deje de sentir pánico por tonterías. La nave es de plástico resistente, esa fibra es indudablemente elástica.

Mientras hablaba, la proa de la nave empezó a pasar junto a la fibra con el espacio justo. Observando desde babor, era obvio que la parte ancha del casco la tocaría. Así ocurrió cuando la fibra estaba a la altura del asiento de Kaliinin. No se notó el ruido, sólo un chasquido apagado. La fibra no sólo era elástica, como Boranova había supuesto, de modo que se comprimía bajo la fuerza de la colisión, sino que rebotó, empujando la nave a cierta distancia…, afortunadamente el pegajoso fluido intercelular sirvió como un acolchado reductor de fricción.

La nave continuó moviéndose y viró a la izquierda en dirección a la fibra.

—Apagué el motor tan pronto como vi que íbamos a establecer contacto. Este giro a la izquierda que iniciamos ahora, es un giro de fricción.

—Sí —dijo Konev—, pero ¿y si quisiera girar en la otra dirección?

—Entonces habría utilizado el motor o, mucho antes, durante nuestro avance, habría hecho un giro para rozar la fibra de la derecha. La fibra nos hubiera dirigido en esa dirección. Lo más importante, en cualquier caso, es utilizar los motores lo menos posible y las fibras todo lo que se pueda. En primer lugar, no queremos consumir nuestro suministro de energía, demasiado de prisa. En segundo lugar, el rápido gasto de energía aumenta las probabilidades de desminiaturización espontánea.

—¿Qué? —exclamó Morrison, vuelto hacia Boranova—. ¿Es verdad?

—No es un efecto importante, pero sí es verdad. Las probabilidades aumentan algo. Yo diría que la conservación es la más importante de las dos razones para ahorrar energía.

Pero Morrison no podía contener su ira:

—¿No comprenden lo ridícula…, no, criminal…, que es esta situación? Estamos en una nave que sencillamente no está a la altura de la tarea y todo lo que hacemos no es sino empeorar la situación.

—Albert, por favor, sabe que no tenemos elección.

—Además —añadió Dezhnev sonriendo—, si logramos hacer el trabajo a pesar de esta nave inadecuada, piense en lo importante que vamos a ser. Seremos héroes. Héroes auténticos. Seguro que nos darán la Orden de Lenin…, a cada uno de nosotros.

Será una conclusión perfecta. Y si fracasamos, es alentador pensar que podremos justificarlo como fallo de la nave.

—Sí. Héroes soviéticos, ganemos o perdamos, todos ustedes. ¿Y yo qué voy a ser?

—Recuerde, Albert, que si tenemos éxito no vamos a dejarlo de lado. La Orden de Lenin ha sido concedida a extranjeros en diversas ocasiones, incluyendo a varios americanos. Incluso si por alguna razón declinara el honor, el éxito de sus teorías quedará perfectamente establecido y a lo mejor puede recibir el premio Nobel antes que ninguno de nosotros.

—No hagamos las cuentas de la lechera —dijo Morrison—. Retrasaré la redacción de mi discurso de agradecimiento por el Nobel, de momento. Gracias.

—La verdad —observó Kaliinin—, me pregunto si estamos en situación de llegar a una neurona.

—¿Y por qué no? —preguntó Dezhnev—. Podemos movernos, navegar, y además ya estamos fuera de la corriente y dentro del cerebro. Ahí fuera hay una neurona; muchas de ellas; miles de millones de ellas.

—¿Pero dónde? Yo no veo sino fibra de colágeno.

—¿Cuánto fluido intercelular cree que hay? —volvió a preguntar Dezhnev.

—Si nuestro tamaño fuera normal, un espesor microscópico. Sin embargo, tenemos el tamaño de una molécula de glucosa y, en relación a nosotros, puede haber un kilómetro de distancia o más hasta la próxima neurona.

—Entonces —propuso Dezhnev—, la nave avanzará un kilómetro. Es posible que tardemos un poco, pero puede hacerse.

—Sí, si nos moviéramos en línea recta, pero nos encontramos en medio de una densa jungla. Tenemos que rodear y girar alrededor de ésta y aquella fibra y, al final, podemos viajar durante cincuenta kilómetros, según nuestra medida, y terminar encontrándonos en el punto de partida. Navegaremos a tientas a través de esta especie de laberinto, y no encontraremos una neurona como no sea por puro accidente.

—Yuri tiene un mapa —dijo Dezhnev algo confundido—. El cerebro…, yo qué sé, de Yuri.

Konev movió negativamente la cabeza.

—Mi cerebrógrafo me muestra la red circulatoria del cerebro y la distribución de las células, pero no puedo ampliarlo hasta el punto de que me indique nuestra posición en el fluido intercelular, en medio de dos células. No conocemos este detalle preciso y no podemos salimos del cerebrógrafo como tampoco podemos meternos en él.

Morrison miró a través de la pared de la nave. Las fibras de colágeno se extendían por todos lados; cruzándose y encerrándoles. No podían mirar a lo lejos en ninguna dirección y en ninguna dirección se veía otra cosa que fibra sobre fibra.

¡Ninguna célula nerviosa! ¡Ninguna neurona!