13. Wöhler y la química orgánica

El joven químico alemán Friedrich Wöhler sabía en 1828 qué era exactamente lo que le interesaba: estudiar los metales y minerales. Estas sustancias pertenecían a un campo, la química inorgánica, que se ocupaba de compuestos que supuestamente nada tenían que ver con la vida. Frente a ella estaba la química orgánica, que estudiaba aquellas sustancias químicas que se formaban en los tejidos de las plantas y animales vivos.

El maestro de Wöhler, el químico sueco Jöns J. Berzelius, había dividido la química en estos dos compartimentos y afirmado que las sustancias orgánicas no podían formarse a partir de sustancias inorgánicas en el laboratorio. Sólo podían formarse en los tejidos vivos, porque requerían la presencia de una «fuerza vital».

El enfoque vitalista

Berzelius, como vemos, era vitalista, partidario del «vitalismo» (véase el capítulo 12). Creía que la materia viva obedecía a leyes naturales distintas de las que regían sobre la materia inerte. Más de dos mil años antes Hipócrates había sugerido que las leyes que regulaban ambos tipos de materia eran las mismas. Pero la idea seguía siendo difícil de digerir, porque los tejidos vivos eran muy complejos y sus funciones no eran fáciles de comprender. Muchos químicos estaban por eso convencidos de que los métodos elementales del laboratorio jamás servirían para estudiar las complejas sustancias de los organismos vivos.

Wöhler trabajaba, como decimos, con sustancias inorgánicas, sin imaginarse para nada que estaba a punto de revolucionar el campo de la química orgánica. Todo comenzó con una sustancia inorgánica llamada cianato amónico, que al calentarlo se convertía en otra sustancia. Para identificarla, Wöhler estudió sus propiedades, y tras eliminar un factor tras otro comenzó a subir de punto su estupor.

Wöhler, no queriendo dejar nada en manos del azar, repitió una y otra vez el experimento; el resultado era siempre el mismo. El cianato amónico, una sustancia inorgánica, se había transformado en urea, que era un conocido compuesto orgánico. Wöhler había hecho algo que Berzelius tenía por imposible: obtener una sustancia orgánica a partir de otra inorgánica con sólo calentarla.

El revolucionario descubrimiento de Wöhler fue una revelación; muchos otros químicos trataron de emularle y obtener compuestos orgánicos a partir de inorgánicos. El químico francés Pierre E. Berthelot formó docenas de tales compuestos en los años cincuenta del siglo pasado, al tiempo que el inglés William H. Perkin obtenía una sustancia cuyas propiedades se parecían a las de los compuestos orgánicos pero que no se daba en el reino de lo viviente. Y luego siguieron miles y miles de otros compuestos orgánicos sintéticos.

Los químicos estaban ahora en condiciones de preparar compuestos que la naturaleza sólo fabricaba en los tejidos vivos. Y además eran capaces de formar otros, de la misma clase, que los tejidos vivos ni siquiera producían.

Todos estos hechos no lograron, sin embargo, acabar con las explicaciones vitalistas. Podía ser que los químicos fuesen capaces de sintetizar sustancias formadas por los tejidos vivos —replicaron los partidarios del vitalismo—, pero cualitativamente era diferente el proceso. El tejido vivo formaba esas sustancias en condiciones de suave temperatura y a base de componentes muy delicados, mientras que los químicos tenían que utilizar mucho calor o altas presiones o bien reactivos muy fuertes.

Ahora bien, los químicos sabían cómo provocar, a la temperatura ambiente, reacciones que de ordinario sólo ocurrían con gran aporte de calor. El truco consistía en utilizar un catalizador. El polvo de platino, por ejemplo, hacía que el hidrógeno explotara en llamas al mezclarse con el aire. Sin el platino era necesario aportar calor para iniciar la reacción.

Catalizadores de la vida

Parecía claro, por tanto, que los tejidos vivos tenían que contener catalizadores, pero de un tipo distinto de los que conocía hasta entonces el hombre. Los catalizadores de los tejidos vivos eran en extremo eficientes: una porción minúscula propiciaba una gran reacción. Y también eran harto selectivos: su presencia facilitaba la transformación de ciertas sustancias, pero no afectaba para nada a otras muy similares.

Por otro lado, los biocatalizadores eran muy fáciles de inactivar. El calor, las sustancias químicas potentes o pequeñas cantidades de ciertos metales detentan su acción, normalmente para bien del organismo.

Estos catalizadores de la vida se llamaban «fermentos», y el ejemplo más conocido eran los que se contenían en las diminutas células de la levadura. Desde los albores de la historia, el hombre había utilizado fermentos para obtener vino del jugo de fruta y para fabricar pan blando y esponjoso a partir de la masa plana.

En 1752, el científico francés René A. F. de Réaumur extrajo jugos gástricos de un halcón y demostró que eran capaces de disolver la carne. Pero ¿cómo? Porque los jugos no eran, de suyo, materia viva.

Los químicos se encogieron de hombros. La respuesta parecía cosa de niños: había dos clases de fermentos. Los unos actuaban fuera de las células vivas para digerir el alimento y eran fermentos «no formes» o «desorganizados». Los otros eran fermentos «organizados» o «formes», que sólo podían actuar dentro de las células vivas. Los fermentos de la levadura, que descomponían los azúcares y almidones para formar vino o hinchar el pan, eran ejemplos de fermentos formes.

Hacia mediados de la década de 1800-1810 estaba ya desacreditado el vitalismo de viejo cuño, gracias al trabajo de Wöhler y sus sucesores. Pero en su lugar había surgido una forma nueva de la misma idea. Los nuevos vitalistas afirmaban que los procesos de la vida podían operarse únicamente como resultado de la acción de fermentos organizados, que sólo se daban dentro de las células vivas. Y sostenían que los fermentos organizados eran de suyo la «fuerza vital».

Wilhelm Kühne, otro químico alemán, insistió en 1876 en no llamar fermentos desorganizados a los jugos digestivos. La palabra «fermento» estaba tan asociada a la vida, que podría comunicar la falsa impresión de estar ocurriendo un proceso vivo fuera de las células. Kühne propuso decir que los jugos digestivos contenían enzimas. La palabra «enzima», que proviene de otra griega que significa «en la levadura», parecía apropiada, porque los jugos gástricos se comportaban hasta cierto punto como los fermentos de la levadura.

El fin del vitalismo

Era preciso poner a prueba el nuevo vitalismo. Si los fermentos actuaban sólo en las células vivas, entonces cualquier cosa que matara la célula debería destruir el fermento. Claro que, al matar las células de levadura, dejaban de fermentar. Pero podía ser que no hubiesen sido bien matadas. Normalmente se utilizaba con este fin el calor o sustancias químicas potentes. ¿Podrían sustituirse por otra cosa?

Fue a Eduard Buchner, un químico alemán, a quien se le ocurrió matar las células de levadura triturándolas con arena. Las finas y duras partículas de sílice rompían las diminutas células y las destruían; pero los fermentos contenidos en su interior quedaban a salvo del calor y de los productos químicos. ¿Quedarían, aun así, destruidos?

En 1896 Buchner molió levadura y la filtró. Estudió los jugos al microscopio y se cercioró de que no quedaba ni una sola célula viva; no era más que jugo «muerto». Luego añadió una solución de azúcar. Inmediatamente empezaron a desprenderse burbujas de anhídrido carbónico y el azúcar se convirtió lentamente en alcohol.

Los químicos sabían ahora que el jugo «muerto» era capaz de llevar a cabo un proceso que antes pensaban era imposible fuera de las células vivas. Esta vez el vitalismo quedó realmente triturado. Todos los fermentos, dentro y fuera de la célula, eran iguales. El término «enzima», que Kühne había utilizado sólo para fermentos fuera de la célula, fue aplicado a todos los fermentos sin distinción.

Así pues, a principios del siglo XX la mayoría de los químicos habían llegado a la conclusión de que dentro de las células vivas no había fuerzas misteriosas. Todos los procesos que tenían lugar en los tejidos eran ejecutados por medio de sustancias químicas ordinarias, con las que se podría trabajar en tubos de ensayo si se utilizaban métodos de laboratorio suficientemente finos.

Aislar una enzima

Quedaba aún por determinar exactamente la composición química de las enzimas; el problema era que estas se hallaban presentes en trazas tan pequeñas que era casi imposible aislarlas e identificarlas.

El bioquímico norteamericano Mames B. Sumner mostró en 1926 el camino a seguir. Sumner estaba trabajando con una enzima que se hallaba presente en el jugo de judías sable trituradas. Aisló los cristales formados en el jugo y comprobó que, en solución, producían una reacción enzimática muy activa. Cualquier cosa que destruía la estructura molecular de los cristales, destruía también la reacción enzimática, y además Sumner fue incapaz de separar la acción enzimática, por un lado, y los cristales, por otro.

Finalmente llegó a la conclusión de que los cristales eran la enzima buscada, la primera que se obtenía de forma claramente visible. Pruebas ulteriores demostraron que los cristales consistían en una proteína, la ureasa. Desde entonces se han cristalizado en el laboratorio muchas enzimas, y todas, sin excepción, han resultado ser de naturaleza proteica.

Una sarta de ácidos

Las proteínas tienen una estructura molecular que no encierra ya ningún misterio hoy día. En el siglo XIX se comprobó que consistían en veinte clases diferentes de unidades menores llamadas «aminoácidos», y el químico alemán Emil Fischer mostró en 1907 cómo estaban encadenados entre sí los aminoácidos en la molécula de proteína.

Después, ya en los años cincuenta y sesenta, varios químicos, entre los que destaca el inglés Frederick Sanger, lograron descomponer moléculas de proteína y determinar exactamente qué aminoácidos ocupaban cada lugar de la cadena. Y, por otro lado, se consiguió también sintetizar artificialmente en el laboratorio moléculas sencillas de proteína.

Así es como más de un siglo y medio de infatigable labor científica vino a dar la razón a Hipócrates y a su doctrina no vitalista. Esta búsqueda de la verdad desveló los procesos vitales de la célula y demostró que los componentes celulares son sustancias químicas, no «fermentos» ni otras fuerzas vitalistas. Desde Wöhler a Sanger, los científicos han demostrado que las leyes naturales del universo gobiernan tanto la materia viva como la inerte.