5. Demócrito y los átomos
Le llamaban el «filósofo risueño» por su eterna y amarga sonrisa ante la necedad humana.
Su nombre era Demócrito y nació hacia el año 470 a. C. en la ciudad griega de Abdera. Sus conciudadanos puede que tomaran esa actitud suya por síntoma de locura, porque dice la leyenda que le tenían por lunático y que llegaron a recabar la ayuda de doctores para que le curaran.
Demócrito parecía albergar, desde luego, ideas muy peregrinas. Le preocupaba, por ejemplo, hasta dónde se podía dividir una gota de agua. Uno podía ir obteniendo gotas cada vez más pequeñas hasta casi perderlas de vista. Pero ¿había algún límite? ¿Se llegaba alguna vez hasta un punto en que fuese imposible seguir dividiendo?
¿El final de la escisión?
Leucipo, maestro de Demócrito, había intuido que esa escisión tenía un límite. Demócrito hizo suya esta idea y anunció finalmente su convicción de que cualquier sustancia podía dividirse hasta allí y no más. El trozo más pequeño o partícula de cualquier clase de sustancia era indivisible, y a esa partícula mínima la llamó átomos, que en griego quiere decir «indivisible». Según Demócrito, el universo estaba constituido por esas partículas diminutas e indivisibles. En el universo no había otra cosa que partículas y espacio vacío entre ellas.
Según él, había distintos tipos de partículas que, al combinarse en diferentes ordenaciones, formaban las diversas sustancias. Si la sustancia hierro se aherrumbraba —es decir, se convertía en la sustancia herrumbre— era porque las distintas clases de partículas que había en el hierro se reordenaban. Si el mineral se convertía en cobre, otro tanto de lo mismo; e igual para la madera al arder y convertirse en ceniza.
La mayoría de los filósofos griegos se rieron de Demócrito. ¿Cómo iba a existir algo que fuera indivisible? Cualquier partícula, o bien ocupaba espacio, o no lo ocupaba. En el primer caso tenía que dejarse escindir, y cada una de las nuevas partículas ocuparía menos espacio que la original. Y en el segundo caso, si era indivisible, no podía ocupar espacio, por lo cual no era nada; y las sustancias ¿cómo podían estar hechas de la nada?
En cualquier caso, dictaminaron los filósofos, la idea del átomos era absurda. No es extraño que las gentes miraran a Demócrito de reojo y pensaran que estaba loco. Ni siquiera juzgaron conveniente confeccionar muchos ejemplares de sus escritos. Demócrito escribió más de setenta obras; ninguna se conserva.
Hubo algunos filósofos, para ser exactos, en quienes sí prendió la idea de las partículas indivisibles. Uno de ellos fue Epicuro, otro filósofo, que fundó una escuela en Atenas, en el año 306 a. C., casi un siglo después de morir Demócrito. Epicuro era un maestro de gran renombre y tenía numerosos discípulos. Su estilo filosófico, el epicureismo, retuvo su importancia durante siglos. Parte de esta filosofía eran las teorías de Demócrito sobre las partículas.
Aun así, Epicuro no logró convencer a sus coetáneos, y sus seguidores permanecieron en minoría. Lo mismo que en el caso de Demócrito, ninguna de las muchas obras de Epicuro ha logrado sobrevivir hasta nuestros días.
Hacia el año 60 a. C. ocurrió algo afortunado, y es que el poeta romano Lucrecio, interesado por la filosofía epicúrea, escribió un largo poema, de título Sobre la naturaleza de las cosas, en el que describía el universo como si estuviera compuesto de las partículas indivisibles de Demócrito. La obra gozó de gran popularidad, y se confeccionaron ejemplares bastantes para que sobreviviera a los tiempos antiguos y medievales. Fue a través de este libro como el mundo tuvo noticia puntual de las teorías de Demócrito.
En los tiempos antiguos, los libros se copiaban a mano y eran caros. Incluso de las grandes obras se podían confeccionar solamente unos cuantos ejemplares, asequibles tan sólo a las economías más saneadas. La invención de la imprenta hacia el año 1450 d. C. supuso un gran cambio, porque permitía tirar miles de ejemplares a precios más moderados. Uno de los primeros libros que se imprimieron fue Sobre la naturaleza de las cosas, de Lucrecio.
De Gassendi a Boyle
Así fue como hasta los sabios más menesterosos de los tiempos modernos tuvieron acceso a las teorías de Demócrito. En algunos, como Pierre Gassendi, filósofo francés del siglo XVII, dejaron huella indeleble. Gassendi se convirtió en epicúreo convencido y defendió a capa y espada la teoría de las partículas indivisibles.
Uno de los discípulos de Gassendi era el inglés Robert Boyle, quien en 1660 estudió el aire y se preguntó por qué se podía comprimir, haciendo que ocupara menos y menos espacio.
Boyle supuso que el aire estaba compuesto de partículas minúsculas que dejaban grandes vanos entre ellas. Comprimir el aire equivaldría a juntar más las partículas, dejando menos espacio vacío. La idea tenía sentido.
Por otro lado, el agua podría consistir en partículas muy juntas, tan juntas que estaban en contacto. Por eso, razonó Boyle, el agua no se puede comprimir más, mientras que, al separar las partículas, el agua se convertía en vapor, sustancia tenue parecida al aire.
Boyle se convirtió así en nuevo seguidor de Demócrito. Como vemos, durante dos mil años hubo una cadena ininterrumpida de partidarios de la teoría de las partículas indivisibles: Demócrito, Epicuro, Lucrecio, Gassendi y Boyle. La mayoría, sin embargo, jamás aceptó sus ideas. «¿Qué? ¿Una partícula que no puede dividirse en otras menores? ¡Absurdo!».
Vigilantes del peso
Pero llegó el siglo XVIII y los químicos empezaron a reconsiderar la manera en que se formaban los compuestos químicos. Sabían que eran producto de la combinación de otras sustancias: el cobre, el oxígeno y el carbono, pongamos por caso, se unían para formar el compuesto llamado carbonato cúprico. Pero por primera vez en la historia se hizo el intento de medir los pesos relativos de las sustancias componentes.
Joseph Louis Proust, químico francés, realizó mediciones muy cuidadosas hacia finales de siglo. Comprobó, por ejemplo, que siempre que el cobre, el oxígeno y el carbono formaban carbonato de cobre, se combinaban en las mismas proporciones de peso: cinco unidades de cobre por cuatro de oxígeno por una de carbono. Dicho de otro modo, si Proust usaba cinco onzas de cobre para formar el compuesto, tenía que usar cuatro de oxígeno y una de carbono.
Y aquello no era como hacer un bizcocho, donde uno puede echar una pizca más de harina o quitar un poco de leche. La «receta» del carbonato de cobre era inmutable; hiciese uno lo que hiciese la proporción era siempre 5:4:1, y punto.
Proust ensayó con otras sustancias y constató el mismo hecho: la receta inflexible. En 1779 anunció sus resultados, de los cuales proviene lo que hoy conocemos por «ley de Proust» o «ley de las proporciones fijas».
¡Qué extraño!, pensó el químico inglés John Dalton cuando supo de los resultados de Proust. «¿Por qué ha de ser así?».
Dalton pensó en la posibilidad de las partículas indivisibles. ¿No sería que la partícula de oxígeno pesa siempre cuatro veces más que la de carbono, y la de cobre cinco veces más que esta? Al formar carbonato de cobre por combinación de una partícula de cobre, otra de oxígeno y otra de carbono, la proporción de pesos sería entonces 5:4:1.
Para alterar ligeramente la proporción del carbonato de cobre habría que quitar un trozo a una de las tres partículas; pero Proust y otros químicos habían demostrado que las proporciones de un compuesto no podían alterarse, lo cual quería decir que era imposible romper las partículas. Dalton concluyó que eran indivisibles, como pensaba Demócrito.
Dalton, buscando nuevas pruebas, halló compuestos diferentes que, sin embargo, estaban constituidos por las mismas sustancias; lo que difería era la proporción en que entraba cada una de ellas. El anhídrido carbónico, pongamos por caso, estaba compuesto por carbono y oxígeno en la proporción, por pesos, de 3 unidades del primero por 8 del segundo. El monóxido de carbono también constaba de carbono y oxígeno, pero en la proporción de 3 a 4.
He aquí algo interesante. El número de unidades de peso de carbono era el mismo en ambas proporciones: tres unidades en el monóxido y tres unidades en el anhídrido. Podría ser, por tanto, que en cada uno de los dos compuestos hubiese una partícula de carbono que pesara tres unidades.
Al mismo tiempo, las ocho unidades de oxígeno en la proporción del anhídrido carbónico doblaban exactamente las cuatro unidades en la proporción del monóxido. Dalton pensó: si la partícula de oxígeno pesara cuatro unidades, entonces el monóxido de carbono estaría compuesto, en parte, por una partícula de oxígeno y el anhídrido por dos.
Puede que Dalton se acordara entonces del carbonato de cobre. La proporción de pesos del carbono y el oxígeno eran allí de 1 a 4 (que es lo mismo que 3 a 12). La proporción podía explicarse si uno suponía que el carbonato de cobre estaba compuesto de una partícula de carbono y tres de oxígeno. Siempre se podía arbitrar un sistema que hiciese aparecer números enteros de partículas, nunca fracciones.
Dalton anunció su teoría de las partículas indivisibles hacia el año 1803, pero ahora en forma algo diferente. Ya no era cuestión de creérsela o no. A sus espaldas tenía todo un siglo de experimentación química.
Átomos por experimento
El cambio que introdujo Galileo en la ciencia demostró su valor (véase el capítulo 4). Los argumentos teóricos por sí solos nunca habían convencido a la humanidad de la existencia real de partículas indivisibles; los argumentos, más los resultados experimentales, surtieron casi de inmediato el efecto apetecido.
Dalton reconoció que su teoría tenía sus orígenes en el filósofo risueño, y para demostrarlo utilizó humildemente la palabra átomos de Demócrito (que en castellano es átomo). Dalton dejó establecida así la teoría atómica.
Este hecho revolucionó la química. Hacia 1900, los físicos utilizaron métodos hasta entonces insólitos para descubrir que el átomo estaba constituido por partículas aún más pequeñas, lo cual revolucionó a su vez la física. Y cuando se extrajo energía del interior del átomo para producir energía atómica, lo que se revolucionó fue el curso de la historia humana.