6. Lavoisier y los gases
Cuesta creer que el aire sea realmente algo. No se puede ver y normalmente tampoco se deja sentir; y, sin embargo, está ahí. Cuando cobra suficiente velocidad, sopla un viento huracanado que es capaz de hacer naufragar barcos y tronchar árboles. Su presencia resulta entonces innegable.
El aire ¿es la única sustancia invisible? Los alquimistas de la Edad Media pensaban que sí, pues las pompas o vapores incoloros que emanaban sus pócimas recibían el nombre de «aires».
Si los alquimistas vivieran hoy día, no tomaríamos en serio muchos de sus hallazgos. Al fin y al cabo, la alquimia era una falsa ciencia, más interesada en convertir metales en oro que en contribuir al conocimiento de la materia. Con todo, hubo alquimistas de talento que observaron y estudiaron el comportamiento de los metales y otras sustancias con las que trabajaban e hicieron importantes aportaciones a la química moderna.
Un alquimista de talento
Uno de estos alquimistas brillantes fue Jan Baptista van Helmont. A decir verdad era médico y tenía la alquimia como afición. Pues bien, corría el año 1630 aproximadamente y el tal van Helmont estaba muy descontento con la idea de que todos los vapores incoloros fuesen aire. Los «aires» que veía borbotear de sus mixturas no parecían aire ni nada que se le pareciera.
Al echar, por ejemplo, trocitos de plata en un corrosivo muy fuerte llamado ácido nítrico, la plata se disolvía y un vapor rojo borboteaba y dibujaba rizos por encima de la superficie del líquido. ¿Era aquello aire? ¿Quién había visto jamás aire rojo? ¿Quién había oído jamás hablar de un aire que podía verse?
Van Helmont echó luego caliza sobre vinagre y observó de nuevo una serie de pompas que ascendían a la superficie. Al menos esta vez eran incoloras y tenían todo el aspecto de ser burbujas de aire. Pero al colocar una vela encendida sobre la superficie del líquido, la llama se apagaba. ¿Qué clase de aire era aquel en el que no podía arder una vela? Esos mismos vapores ignífugos emanaban del jugo de fruta en fermentación y de las ascuas de madera.
Los así llamados aires obtenidos por van Helmont y otros alquimistas no eran realmente aire. Pero se parecían tanto que engañaron a todos… menos a van Helmont, quien concluyó que el aire era sólo un ejemplo de un grupo de sustancias similares.
Estas sustancias eran más difíciles de estudiar que los materiales corrientes, que uno podía ver y sentir fácilmente; tenían formas definidas y ocupaban cantidades fijas de espacio; se daban en trozos o en cantidades: un terrón de azúcar, medio vaso de agua. Las sustancias aéreas, por el contrario, parecían esparcirse uniformemente por doquier y carecían de estructura.
Del «caos» al «gas»
Este nuevo grupo de sustancias necesitaba un nombre. Van Helmont conocía el mito griego según el cual el universo fue en su origen materia tenue e informe que llenaba todo el espacio. Los griegos llamaban a esta materia primigenia caos. ¡Una buena palabra! Pero van Helmont era flamenco —vivía en lo que hoy es Bélgica— y escribió la palabra tal y como la pronunciaba: «gas».
Van Helmont fue el primero en darse cuenta de que el aire era sólo uno de tantos gases. A ese gas rojo que observó lo llamamos hoy dióxido de nitrógeno, y al gas que apagaba la llama, anhídrido carbónico.
A van Helmont no le fue fácil estudiar los gases, porque tan pronto como surgían se mezclaban con el aire y desaparecían. Unos cien años más tarde, el inglés Stephen Hales, que era pastor protestante, inventó un método para impedir esa difusión.
Hales dispuso las cosas de manera que las burbujas de gas se formaran en un matraz cuya única salida era un tubo acodado que conducía hasta la boca de otro matraz en posición invertida y lleno de agua. Las burbujas salían por el tubo y subían por el segundo matraz, desplazando el agua. Al final tenía un recipiente lleno de un gas determinado con el que podía experimentar.
La nueva bebida de Priestley
Había gases que, para desesperación de los químicos, no podían recogerse en un matraz lleno de agua porque se disolvían en este líquido. Joseph Priestley, otro pastor inglés, sustituyó hacia 1770 el agua por mercurio. Los gases no se disuelven en mercurio, por lo cual el método servía para recoger cualquier gas.
Priestley obtuvo los dos gases de van Helmont con ayuda del mercurio. El que más le interesaba era el dióxido de carbono, así que, tras obtenerlo con mercurio, disolvió un poco en agua y comprobó que la bebida resultante tenía un sabor agradable. Había inventado el agua de soda.
Priestley recogió también los gases amoníaco, cloruro de hidrógeno y dióxido de azufre y descubrió el oxígeno. Evidentemente, existían docenas de gases distintos.
Una cuestión candente
Hacia la misma época en que Priestley descubría gases, en los años 70 del siglo XVIII, el químico francés Antoine-Laurent Lavoisier estaba enfrascado en el problema de la combustión. La combustión —es decir, el proceso de arder u oxidarse una sustancia en el aire— era algo que nadie terminaba de comprender.
Lavoisier no fue, claro está, el primero en estudiar la combustión; pero tenía una ventaja sobre sus predecesores, y es que creía firmemente que las mediciones precisas eran parte esencial de un experimento. La idea de tomar medidas cuidadosas tampoco era nueva, pues la introdujo doscientos años antes Galileo (véase el capítulo 4); pero fue Lavoisier quien la extendió a la química.
Lavoisier, como decimos, no se limitaba a observar la combustión de una sustancia y examinar las cenizas residuales; ni a observar solamente la oxidación de los metales y examinar la herrumbre, esa sustancia escamosa y pulverulenta que se formaba en la superficie antes de arder o aherrumbrarse la sustancia, la pesaba con todo cuidado; y al final del proceso volvía a pesarla.
Estas mediciones no hicieron más que aumentar la confusión al principio. La madera ardía, y la ceniza residual era mucho más ligera que aquella. Una vela se consumía y desaparecía por completo; no dejaba ni rastro. Lavoisier y varios amigos suyos compraron un pequeño diamante y lo calentaron hasta que ardió; y tampoco dejó rastro alguno. La combustión de un metal ¿destruía parte o la totalidad de su sustancia?
Por otro lado, Lavoisier comprobó que cuando un metal se oxidaba, la herrumbre era más pesada que el metal original. Parecía como si un material sólido sin saber de dónde venía, se agregara al metal. ¿Por qué la oxidación añadía materia, mientras que la combustión parecía destruirla?
Un problema de peso
Los químicos anteriores no habían perdido el sueño por cuestiones de esta índole, porque no tenían la costumbre de pesar las sustancias. ¿Qué más daba un poco más o un poco menos de peso?
A Lavoisier sí le importaba. ¿No sería que el material quemado se disipaba en el aire? Si las sustancias formaban gases al arder, ¿no se mezclarían estos con el aire y desaparecerían?
Van Helmont había demostrado que la combustión de la madera producía dióxido de carbono. Lavoisier había obtenido el mismo gas en la combustión del diamante. Una cosa era cierta, por tanto: que la combustión podía producir gas. Pero ¿cuánto? ¿En cantidad suficiente para compensar la pérdida de peso?
Lavoisier pensó que podría ser así. Veinte años atrás, Joseph Black, un químico escocés, había calentado caliza (carbonato de calcio) y comprobado que liberaba dióxido de carbono. La caliza perdió peso, pero el peso del gas producido compensaba exactamente la pérdida.
«Bien», pensó Lavoisier, «supongamos que una sustancia, al arder, pierde peso porque libera un gas. ¿Qué ocurre entonces con los metales? ¿Ganan peso cuando se aherrumbran porque se combinan con un gas?».
El trabajo de Black volvió a dar una pista. Black había hecho burbujear dióxido de carbono a través de agua de cal (una solución de hidróxido de calcio), y el gas y el hidróxido se habían combinado para formar caliza en polvo. Si el hidróxido de calcio podía combinarse con un gas y formar otra sustancia —pensó Lavoisier— es posible que los metales hagan lo propio.
Dejar el aire afuera
Lavoisier tenía, pues, buenas razones para sospechar que detrás de los cambios de peso que se producían en la combustión estaban los gases. Mas ¿cómo probar su sospecha? No bastaba con pesar las cenizas y la herrumbre; había que pesar también los gases.
El problema era la ancha capa de aire que rodea a la Tierra, tanto a la hora de pesar los gases que escapaban de un objeto en combustión como a la hora de medir la cantidad de gas que abandonaba el aire para combinarse con un metal, porque en este segundo caso no pasaría mucho tiempo sin que el espacio dejado por el gas lo ocupara una cantidad parecida de aire.
Lavoisier cayó en la cuenta de que la solución consistía en encerrar los gases y dejar afuera todo el aire, menos una cantidad determinada. Ambas cosas podía conseguirlas si preveía que las reacciones químicas ocurrieran en un recipiente sellado. Los gases liberados en la combustión de una sustancia quedarían capturados entonces dentro del recipiente; y los necesarios para formar la herrumbre sólo podían provenir del aire retenido dentro del mismo.
Sopesar la evidencia
Lavoisier comenzó por pesar con todo cuidado el recipiente estanco, junto con la sustancia sólida y el aire retenido dentro. Luego calentó aquella enfocando la luz solar por medio de una gran lupa o encendiendo un fuego debajo. Una vez que la sustancia se había quemado o aherrumbrado, volvió a pesar el recipiente junto con su contenido.
El proceso lo repitió con diversas sustancias, y en todos los casos, independientemente de qué fuese lo que se quemara o aherrumbrara, el recipiente sellado no mostró cambios de peso.
Imaginemos, por ejemplo, un trozo de madera reducido a cenizas por combustión. Las cenizas, como es lógico, pesaban menos que la madera, pero la diferencia de peso quedaba compensada por el del gas liberado, de manera que, a fin de cuentas, el peso del recipiente no variaba.
Lo mismo con la oxidación. El trozo de hierro absorbía gas del aire retenido en el recipiente y se transformaba en herrumbre. La herrumbre era más pesada que el hierro, pero la ganancia quedaba exactamente compensada por la pérdida de peso del aire, de modo que, al final, el peso del recipiente tampoco variaba.
Los experimentos y mediciones de Lavoisier ejercieron gran influencia en el desarrollo de la química. Constituyeron los cimientos para su interpretación de la combustión (que es la que seguimos aceptando hoy) y le llevaron a inferir que la materia ni se crea ni se destruye, sino sólo cambia de una forma a otra (de sólido a gas, por ejemplo).
Este es el famoso «principio de conservación de la materia». Y esta idea de que la materia es indestructible ayudó a aceptar, treinta años más tarde, la teoría de que la materia se compone de átomos indestructibles (véase el capítulo 5).
Tanto el principio de conservación de la materia como la teoría atómica han sufrido retoques y mejoras en el siglo XX. Pero, a grandes rasgos, constituyen la sólida plataforma sobre la que se alza la química moderna. En reconocimiento a su contribución a esta tarea, Lavoisier ostenta el título de «padre de la química moderna».