ANTES DE LA CIENCIA

Toda mujer sabe cuándo es madre. Ella sabe que el hijo es suyo porque ha salido de su propio cuerpo.

El concepto de la paternidad es ya más difícil de determinar. El hombre primitivo tardó algún tiempo en darse cuenta de que él desempeñaba un papel importante en la creación de un niño. Pero acabó por advertirlo, y cuando surgieron las primeras civilizaciones la idea de la paternidad estaba establecida.

Una vez se asumió el concepto de la paternidad, la familia adquirió un nuevo significado. Un niño ya no era algo que le llegaba inexplicablemente a una mujer, causando inconvenientes al hombre que en aquel momento fuera con ella; también formaba parte del hombre, era el fruto vivo y rejuvenecido de su cuerpo.

De estorbo, el niño se convirtió en símbolo de inmortalidad: una criatura que, cuando el padre muriera, seguiría viva y podría representar a la familia. El niño formaba parte de un grupo que se proyectaba hacia el futuro, cuyos actos honraban o deshonraban a todo el grupo, vivos, muertos y por nacer. (La Biblia contiene múltiples referencias a la tragedia de la esterilidad que significaba la muerte de una familia).

Al mismo tiempo que se captaba la idea de la paternidad, surgía, inevitablemente, el concepto de la herencia de cualidades y características. En primer lugar, muchos hijos se parecían visiblemente al padre. Ésta fue, en un principio, la señal inequívoca de que el marido de la madre era el padre de la criatura.

De este reconocimiento a pensar que el hijo debe heredar también las cualidades intangibles del padre: valor, temperamento y ciertas habilidades, no media más que un paso. Si un hombre se ha mostrado apto para mandar, es de suponer que el hijo poseerá también aquellas cualidades que valieron el mando a su padre. Por lo tanto, era lógico que la dignidad real pasara de padre a hijo.

Esta noción de la existencia de una unidad orgánica que entrelazaba firmemente a las generaciones mediante la transmisión de unas características, dio origen a fenómenos tales como el culto a los antepasados, enemistades y venganzas, aristocracias, sistemas de castas y hasta racismo.

Esta noción de la familia aún subsiste entre nosotros. Muchas de las ideas estrictamente tribales del hombre primitivo se han desterrado, pero todos sabemos exactamente qué queremos decir cuando afirmamos que fulano es «de buena familia».

Todavía nos sentimos inclinados a hacer recaer en los hijos los pecados de los padres al suponer que los hijos de padres que «no han hecho carrera» tampoco van a hacerla.

La noción de la herencia de unas características, de la transmisión de ciertas cualidades de padres a hijos es, pues, una de las más antiguas, extendidas y arraigadas mantenidas por la especie humana. Es también una de las más importantes, si se tiene en cuenta la manera en que ha afectado la estructura “de la sociedad.

Todo aquello que pueda explicar razonadamente la manera en que se produce esta transmisión de características, convirtiéndola de tradición intuitiva en conocimiento científico, ha de ser forzosamente del mayor interés e importancia.

GENÉTICA

Hasta la década de los 60 del siglo pasado no se hicieron verdaderos experimentos con el mecanismo de la herencia. Fue entonces cuando empezaron a hacerse observaciones exactas que fueron minuciosamente anotadas y estudiadas. El hombre que las realizó era un monje agustino llamado Gregor Mendel, que cultivaba su afición a la botánica en un convento de Austria. Aquel monje cultivaba distintas variedades de guisantes que luego mezclaba cuidadosamente y anotaba la forma en que se desarrollaban las diferentes características de color, forma de las semillas y longitud de los tallos. De aquellos experimentos se sacaron unas conclusiones simples que ahora se llaman «leyes mendelianas de la herencia». Luego resultó que aquellas leyes podían aplicarse no sólo a los guisantes, sino a todas las criaturas: moscas de la fruta, ratones y personas.

Cuando se aplicaron al género humano, se dedujo que ambos progenitores, varón y hembra, contribuían a la herencia en partes iguales. Cada uno contribuía con un factor (en las circunstancias más simples) para cada característica física. Los dos factores que determinaban una característica podían no ser iguales. Por ejemplo, un progenitor podía transmitir un factor de color de ojos productor de ojos azules y el otro, un factor de ojos castaños.

En la combinación, un factor puede predominar sobre el otro. Por ejemplo, una persona que hubiera heredado un factor de ojos castaños y otro de ojos azules tendría ojos castaños. Sin embargo, el factor de ojos azules subsistiría y, en combinación con otro factor igual, podría producir un niño con ojos azules en la generación siguiente.

A principios del siglo XX se dio a estos factores el nombre de genes, palabra griega que significa «dar nacimiento a», y a la ciencia que trata de la manera en que se heredan los genes se la llamó genética.

Mendel podía considerarse afortunado por trabajar con guisantes, organismos simples cuyo cultivo podía controlar. Cada una de las diversas características que estudiaba estaba determinada por una única pareja de genes, por lo que el monje podía obtener resultados útiles. Las características de los organismos más complejos suelen ser producto de numerosos genes combinados. Además, estos genes pueden producir características que estén afectadas por las condiciones ambientales. Entonces, resulta difícil extraer los hilos de la herencia.

Los seres humanos, en particular, presentan problemas. Algunas características, como el tipo sanguíneo, pueden seguirse bastante bien. Otras muchas, incluso algunas en apariencia tan simples como el color de la piel, tienen esquemas hereditarios complicados que aún no han podido aclararse. Desde luego, la «sabiduría popular» da explicaciones que parecen plausibles, sobre las que se fundan teorías raciales que muchas personas están dispuestas a defender con la vida. Pero para el científico las cosas no son tan simples ni tan sangrientas.

Para descubrir el intrincado mecanismo de la herencia no basta actuar con el organismo íntegro, estudiando únicamente las características que se aprecian a simple vista sin otras consideraciones. Sería como tratar de averiguar las reglas del rugby cotejando los resultados de una serie de partidos. Por el número de veces que esos resultados son múltiplos de seis y de siete, deducimos que debe de haber alguna jugada que vale seis puntos y otra, siete. Si pudiéramos escuchar el vocerío de las gradas, sabríamos que el partido dura una hora como mínimo, dividida en dos tiempos iguales. Pero para recoger más datos tendríamos que ver todo un partido.

DIVISIÓN CELULAR

Durante la segunda mitad del siglo XIX, los biólogos entraron en el «juego» propiamente dicho, al dedicarse al estudio minucioso de las células microscópicas que componen toda la materia viva. Cada célula es una gota de líquido (de estructura y composición química muy complejas) rodeada de una fina membrana y provista de un pequeño cuerpo central llamado núcleo.

La célula es la unidad de la vida y, aunque en la composición de un organismo pueden entrar trillones de ellas, todas las propiedades y características del organismo están determinadas por las funciones y actividades de uno u otro grupo de células o combinación de ellos. El color de la piel del individuo depende de la actividad de ciertas células de la piel que fabrican un pigmento negro amarronado. Cuanto mayor es el rendimiento de estas células más oscura es la piel. Si una persona sufre de diabetes es porque ciertas células del páncreas. Por alguna razón, dejan de producir una sustancia determinada.

El razonamiento puede prolongarse hasta el infinito y, mientras tanto, no podemos evitar el pensar que, si comprendiéramos cómo se transmiten las propiedades y características de las células, sabríamos cómo se transmiten las propiedades y características de los organismos. Así, las células de la piel se dividen periódicamente de manera que de cada una se forman dos. Cada una de las nuevas células posee, precisamente, igual capacidad de producir pigmento que tenía la célula madre. ¿Cómo se ha preservado esta capacidad?

Hacia 1880, un biólogo alemán, Walther Flemming, estudió a fondo el proceso de la división celular y descubrió que el núcleo contiene un material que puede impregnarse de un tinte rojo que le permite destacarse sobre un fondo incoloro. A este material se le llamó cromatina, nombre derivado de la palabra griega que significa «color».

Durante el proceso de la división de la célula, la cromatina se aglomera en pares de filamentos llamados cromosomas. Dado que estos cromosomas en forma de hilos desempeñan el papel esencial en la división celular, se dio al proceso el nombre de mitosis, derivado también de una palabra griega que quiere decir «hilo». En el momento crucial, poco antes de que la célula se divida, las parejas de cromosomas se separan y van cada una a un lado de la célula que está a punto de dividirse. Cuando la división ha terminado, cada nueva célula tiene un número igual de cromosomas.

Dicho de este modo, podría parecer que cada nueva célula tiene la mitad del número primitivo de cromosomas. Pero no es así. Antes de la separación, cada cromosoma forma una réplica de sí mismo, (por lo tanto, a este proceso se le llama replicación). Y la célula no se divide hasta después de realizada está duplicación. Por lo tanto, cada nueva célula posee un juego completo de pares de cromosomas, idéntico al que tenía la célula madre. Cada nueva célula está dispuesta para una nueva división, momento en el que se repite el proceso de duplicación seguido del de división.

Puesto que los cromosomas se conservan tan cuidadosamente y se distribuyen con tanta exactitud entre las nuevas células, parece lógico suponer que las características y funciones de las células están gobernadas precisamente por estos cromosomas. Si las células hijas poseen todas las propiedades de la célula madre, ello se debe a que tienen los cromosomas originales de la célula madre o réplicas exactas de los mismos.

Pero ¿podemos estar seguros de que, dado que los cromosomas, por su estructura, tienen la facultad de determinar las características de una célula, pueden también configurar las características de todo un organismo? El mejor argumento en el que se apoya la respuesta afirmativa es el de que todos los organismos, por grandes y complejos que sean cuando alcanzan su pleno desarrollo, empiezan su vida siendo una célula.

Éste es el caso del ser humano, por ejemplo, cuya vida se inicia en el óvulo fertilizado resultante de la unión entre la célula del óvulo materno y la célula del esperma paterno. La célula del óvulo es la mayor producida por el ser humano, a pesar de lo cual su diámetro es de doce centésimas de milímetro, una partícula apenas perceptible a simple vista. Ella contiene todos los factores que representan la aportación materna a la herencia de la criatura. Sin embargo, la mayor parte del material que compone el óvulo es alimento, materia inerte y sin vida. La parte viva es el núcleo, una proporción pequeñísima que es la que encierra los factores genéticos.

Esto puede parecer una simple suposición hasta que pasamos a estudiar la aportación del padre. La célula espermática no contiene prácticamente alimento; una vez combinada con la célula del óvulo, se nutre del alimento de ésta. La célula espermática es, pues, mucho más pequeña; concretamente, 80.000 veces menor. Es la más pequeña que produce el cuerpo humano.

Sin embargo, la minúscula célula espermática contiene toda la aportación del padre a la herencia de la criatura, aportación exactamente igual a la de la madre.

El interior de la célula espermática consta casi únicamente de cromosomas bien comprimidos, uno de cada par existente en las células humanas, veintitrés en total. La célula ovular tiene también en su núcleo veintitrés cromosomas, uno de cada par existente en las células de la madre.

La formación de células ovulares y células espermáticas es el Único caso de división de cromosomas sin reproducción anterior. Las células ovulares y las espermáticas, por lo tanto, tienen «medios juegos» de cromosomas. Esta situación se corrige cuando la célula espermática y la ovular se funden para formar el óvulo fertilizado que contiene veintitrés pares de cromosomas formados por un cromosoma materno y un cromosoma paterno.

Es sabido que madre y padre contribuyen en igual medida a las características que hereda el hijo. Dado que la célula ovular de la madre contiene mucho además de los cromosomas y que la célula espermática del padre no aporta más que su medio juego de cromosomas, parece lógico deducir que los cromosomas contienen el factor genético no sólo de las células individuales sino de organismos completos, por complicados que sean.

Por supuesto, dado que no podemos suponer que en el cuerpo humano haya sólo 23 características diferentes, nadie ha afirmado que cada cromosoma determine una sola característica. Por el contrario, se supone que cada cromosoma se compone de una serie de genes, cada uno de los cuales determina una característica diferente. Actualmente se calcula que cada cromosoma humano contiene algo más de 3.000 genes.

Hacia el año 1900, y gracias a la labor de pionero de un botánico holandés, Hugo de Vries, se empezó a pensar que el mecanismo de la herencia no funciona siempre con suavidad. A veces se dan características que no se parecen a las de ninguno de los progenitores. Es lo que se llama mutación o cambio.

Las mutaciones pueden interpretarse a la luz de la teoría de los cromosomas. A veces, en el proceso de la división de las células, los cromosomas se reparten defectuosamente y una célula ovular o espermática puede recibir un cromosoma más o menos. El desequilibrio resultante afectaría a todas las células del cuerpo.

Hasta hace pocos años no se han comprobado las graves consecuencias de tales desequilibrios, por lo menos en lo qué respecta al ser humano. Los cromosomas aparecen en la célula en un aparente revoltijo; por lo que, hasta 1956, no se estableció el cálculo exacto de 46 cromosomas por célula. (Antes se creía que eran 48). Se desarrollaron nuevas técnicas para el aislamiento y estudio de los cromosomas y, en 1959, se descubrió que los niños nacidos con una forma de deficiencia mental llamada «mongolismo» tenían 4 cromosomas en cada célula en vez de 46. Otros trastornos, más o menos graves, están causados también por la presencia de un número anormal de cromosomas y a la distorsión de éstos producida durante la división celular.

Sin embargo, no todas las mutaciones pueden atribuirse a cambios evidentes en los cromosomas. Muchos, mejor dicho, la mayoría se producen sin que se observen en ellos cambios visibles.

Parece razonable suponer que, en estos casos, también ha habido cambios en los cromosomas; aunque a una escala invisible para el ojo humano, incluso ayudado por el microscopio. Los cambios deben de haberse producido en la estructura submicroscópica de la sustancia que los compone.

Si es así, ha llegado el momento de investigar a mayor profundidad, es decir, de entrar en los dominios de la Química. Pero, antes de intentar averiguar qué cambios químicos se producen en los cromosomas, debemos preguntar: ¿De qué sustancia química se componen los cromosomas?