La estructura de la mente

Aquella mañana me sentía predispuesto a la expresión filosófica. Meneando la cabeza en apesadumbrada reminiscencia, dije:

—No hay arte que permita descubrir en el rostro la estructura de la mente. Él era un caballero en quien había depositado una confianza absoluta.

Corría una mañana fría de domingo, y George y yo nos hallábamos sentados a una mesa del «Bagel Nosh» local. Recuerdo que George estaba terminando su segundo bollo de sésamo, generosamente entremezclado con queso de nata y salmón.

—¿Se trata —preguntó— de algo tomado de un relato de los que habitualmente compones para los editores menos exigentes?

—Da la casualidad que es de Shakespeare —respondí—. De Macbeth.

—Ah, sí. Había olvidado tu afición a los pequeños plagios.

—No es plagio expresarse mediante una cita apropiada. Lo que estaba diciendo es que yo tenía un amigo a quien creía un hombre considerado y de buen gusto. Le había invitado muchas veces a cenar. En ocasiones, le había prestado dinero. Aduladoramente, había alabado su aspecto y su carácter. Y, fíjate bien, había hecho todo eso sin tener en cuenta en absoluto que su profesión era la de crítico de libros…, si es que a eso se le puede llamar profesión.

—Y pese a todas esas desinteresadas acciones tuyas —dijo George—, llegó el momento en que tu amigo hizo la crítica de uno de tus libros y se dedicó a machacarlo sin piedad.

—¡Oh! —exclamé—. ¿Has leído la crítica?

—En absoluto. Simplemente, me he preguntado qué clase de crítica es probable que reciba un libro tuyo, y la respuesta correcta ha acudido a mí al instante.

—Y fíjate bien, George, que no me importó que dijese que se trataba de un libro malo…, al menos no me importó más de lo que a cualquier otro escritor le habría importado una afirmación tan necia, pero cuando empezó a emplear expresiones como «demencia senil», consideré que eso ya era ir demasiado lejos. Decir que el libro era apropiado para niños de ocho años, pero que éstos harían mejor poniéndose a jugar al parchís en lugar de leerlo, suponía un golpe bajo. —Suspiré y repetí—: No hay arte…

—Ya lo has dicho —se apresuró a interrumpir George.

—Parecía tan agradable, tan amistoso, tan agradecido por los pequeños favores… ¿Cómo iba yo a pensar que por debajo de todo eso era un diabólico y maligno difamador?

—Pero era un crítico —dijo George—. ¿Cómo podía ser otra cosa? Uno se entrena para el puesto calumniando a su propia madre. En realidad, es increíble que te hayas dejado engañar de forma tan ridícula. Eres peor que mi amigo Vandevanter Robinson, y te diré que en cierta ocasión se habló de él como posible candidato a un Premio Nobel de la Ingenuidad. Su historia es muy curiosa…

—Por favor —dije—, la crítica ha salido en el último número de la New York Review of Books…, cinco columnas de bilis, veneno y hiel. No estoy de humor para escuchar una de tus historias.

—Ya me lo imaginaba —dijo George—, y es perfectamente lógico. No obstante, servirá para apartar tu mente de tus intrascendentes problemas.

Mi amigo Vandevanter Robinson era un joven al que cualquiera habría augurado un brillante futuro: guapo, culto, inteligente y creativo. Había asistido a los mejores colegios y estaba enamorado de una criatura deliciosa, la joven Minerva Shlump.

Minerva era una de mis ahijadas, y me profesaba un gran afecto, como es lógico. Naturalmente, una persona de mi fibra moral es completamente reacia a permitir que muchachas de llamativas proporciones le abracen y traten de encaramarse en su regazo; sin embargo, había en Minerva algo tan enternecedor, tan inocentemente infantil y, sobre todo, tan elástico al tacto, que en su caso lo permitía.

Por supuesto, nunca lo hacía en presencia de Vandevanter, que era totalmente irrazonable en sus celos.

Una vez, explicó este defecto suyo con tonos que conmovieron mi corazón.

—George —dijo—, desde niño mi ambición ha sido enamorarme de una mujer de virtud superlativa, de pureza inmaculada, de inocencia de fulgor de porcelana, si vale la expresión. En Minerva Shlump, si me es lícito pronunciar ese nombre divino, he encontrado exactamente esa mujer. Es el único caso en que sé que no puedo ser engañado. Si alguna vez descubriera que mi confianza era traicionada, no podría continuar viviendo. Me convertiría en un viejo amargado sin más consuelo que cosas tan despreciables como mi mansión, mis criados, mi club y mi riqueza heredada.

Pobrecillo. No se engañaba con la joven Minerva, como bien sabía yo, pues cuando se enroscaba complacidamente en mi regazo, yo percibía con toda claridad su absoluta falta de maldad. No obstante, era con la única persona, cosa o concepto, con la cual no se engañaba. El pobrecillo simplemente no tenía discernimiento. Era, aunque pueda parecer duro decirlo, tan estúpido como tú. Carecía del arte que permite… Sí, ya sé que lo has dicho tú. Sí, sí, lo has dicho dos veces.

Lo que hacía las cosas particularmente difíciles en su caso, era el hecho de que Vandevanter pertenecía, como detective de reciente ingreso, a la Policía de Nueva York.

La ambición de su vida había sido (además de encontrar a la damisela perfecta) ser detective, convertirse en uno de los astutos y sagaces caballeros que constituyen el terror de los malhechores en todas partes. Con vistas a ese objetivo, se especializó en criminología en Crotón y Harvard, y asiduamente leía los informes de investigaciones entregados a la luz pública por autoridades en la materia tan destacadas como Sir Arthur Conan Doyle y Mrs. Agatha Christie. Todo eso, junto con un tío suyo fuera a la sazón presidente de la Corporación Municipal del distrito de Queens, hizo que acabara ingresando en la Policía.

Lamentable e inesperadamente, no alcanzó éxito en su empeño. Único en su capacidad para tejer una inexorable cadena lógica mientras se hallaba sentado en su sillón, utilizando pruebas recogidas por otros, se reveló incapaz del todo para recoger pruebas por sí mismo.

Su problema radicaba en que se hallaba dominado por un increíble impulso para aceptar todo lo que alguien le decía. Cualquier coartada, por peregrina que fuese, le desconcertaba. Cualquier conocido perjuro no tenía más que dar su palabra de honor, y Vandevanter se sentía incapaz de dudar de él.

Esto llegó a hacerse tan notorio, que los criminales, desde el carterista más humilde hasta el político o el industrial más encumbrado, rehusaban ser interrogados por ningún otro.

—Que nos traigan a Vandevanter —clamaban.

—Cantaré todo con él —decía el carterista.

—Le pondré al corriente de los hechos, cuidadosamente dispuestos en el orden adecuado por mí mismo —decía el político.

—Explicaré que el cheque gubernamental de cien millones de dólares estaba por casualidad en el cajón del dinero para gastos pequeños, y que yo necesitaba una propina para el limpiabotas —decía el industrial.

El resultado era que todo lo que él tocaba se esfumaba. Tenía un pulgar exonerativo…, expresión inventada para la ocasión por un literato amigo mío. (Claro que no recuerdas haberla inventado. No me estoy refiriendo a ti. ¿Iba a ser tan insensato como para considerarte a ti un «literato»?).

Con el paso de los meses, disminuyó el número de casos llevados a los tribunales, e innumerables rateros, salteadores y delincuentes de todo tipo fueron devueltos junto a sus amigos y parientes sin una mancha en su reputación.

Naturalmente, no pasó mucho tiempo antes de que la Policía de Nueva York comprendiera la situación y llegara a la causa. Vandevanter no llevaba en su puesto más de dos años cuando se percató de que la camaradería a que se había acostumbrado se estaba desvaneciendo y de que sus superiores tendían a recibirle con una expresión de ceñuda perplejidad. Prácticamente nadie hablaba ya de ascenso, aunque Vandevanter se lo mencionase a su tío, el presidente de distrito, en momentos que parecían apropiados.

Acudió a mí como suelen hacer los jóvenes que se encuentran en dificultades, buscando refugio en la sabiduría de un hombre de mundo. (No sé qué quieres decir al preguntarme si conocía a alguien que pudiera recomendarle. Haz el favor de no distraerme con incongruencias).

—Tío George —dijo—. Creo que me encuentro en una situación difícil.

(Siempre me llamaba tío George, impresionado como estaba por el aire de dignidad y espléndida nobleza que me dan mis plateados aladares…, tan diferentes de tus desaliñadas patillas).

—Tío George —dijo—, al parecer hay una inexplicable resistencia a ascenderme. Sigo siendo un detective raso, de clase cero. Mi despacho está justo en medio del pasillo y mi llave para el lavabo no funciona. A mí eso en sí no me importa, compréndelo, pero mi querida Minerva, con su sencilla ingenuidad, ha sugerido que esto puede significar que soy un fracasado, y casi se le rompe el corazón al pensarlo. «Yo no quiero casarme con un fracasado —dice, frunciendo los labios en gesto enfurruñado—. La gente se reirá de mí».

—¿Hay alguna razón —le pregunté— para que tengas esa dificultad, mi querido Vandevanter?

—Ninguna en absoluto. Para mí es un completo misterio. Reconozco que no he resuelto algunos casos, pero no creo que «ése» sea el problema; no se puede esperar de nadie que resuelva todos los casos, ya sabes.

—¿Alguno de los otros detectives resuelve al menos unos pocos? —pregunté.

—De vez en cuando, sí, pero su forma de actuar me desagrada sobremanera. Tienen una incredulidad horrible, un escepticismo deplorable, una forma ofensiva de mirar a algunos acusados con aire altivo y decir: «¡Oh, sí, claro!», o «¡Eso dices tú!». Los humilla. No es ése el estilo norteamericano.

—¿Es posible que los acusados mientan y que «deban» ser tratados con escepticismo?

Vandevanter reflexionó unos instantes.

—Tal vez sea así. ¡Qué idea tan terrible!

—Bien —dije—, déjame pensar en ello.

Esa noche, invoqué a Azazel, el demonio de dos centímetros de estatura que en una o dos ocasiones me ha sido útil con sus misteriosos poderes. No sé si te he hablado de él alguna vez, pero… Oh, sí que te he hablado de él, ¿verdad?

Bueno, apareció sobre el pequeño círculo de marfil de mi mesa alrededor del cual quemo el incienso especial y recito los viejos conjuros…, pero los detalles son secretos.

Llevaba una túnica larga y flotante, al menos parecía larga y flotante en comparación con los dos centímetros que él mide desde el extremo de su cola basta las puntas de sus cuernos. Tenía levantado uno de los brazos y estaba hablando con voz chillona, mientras su cola se retorcía a un lado y a otro.

Era obvio que estaba haciendo algo. Es una criatura que siempre se halla preocupada con algún detalle sin importancia. Al parecer, nunca invoco su presencia cuando se encuentra en sosegado y digno reposo. Siempre está dedicado a algún asunto nimio e intrascendente, y siempre se pone furioso por mi interrupción.

En esta ocasión, sin embargo, bajó el brazo y sonrió nada más darse cuenta de mi presencia. Por lo menos, creo que sonrió, pues resulta difícil ver los detalles de su rostro, y una vez que utilicé una lupa para distinguirlos, inexplicablemente pareció ofendido.

—No importa —dijo—, me viene bien el cambio. Tengo el discurso dominado y estoy completamente seguro del éxito.

—¿Éxito en qué, oh «Grandioso»? Aunque es seguro el éxito en cualquier cosa que tú hagas. (Parece ser aficionado a esta clase de grandilocuencia. Se parece extrañamente a ti en ese aspecto).

—Me presento como candidato a un cargo político —dijo con satisfacción—. Espero ser elegido apresador de grodos.

—¿Puedo pedir humildemente que remedies mi ignorancia informándome qué es un grodo?

—Pues un grodo es un pequeño animal doméstico muy estimado por mi pueblo como animal de compañía. Algunos de esos animales carecen de licencia, y la misión de un apresador de grodos es capturarlos. Son criaturas de malévola astucia y fiera determinación, y se precisa alguien con fuerza e inteligencia para poder llevar a cabo la tarea. Hay quienes sueltan una risita y dicen: «Azazel no podría ser elegido apresador de grodos», pero yo me propongo demostrarles que sí. Bien, ¿qué puedo hacer por ti?

Le expliqué la situación, y Azazel pareció sorprendido.

—¿Quieres decir que en tu miserable mundo la gente no puede distinguir cuándo una persona formula afirmaciones que no coinciden con la verdad objetiva?

—Tenemos un aparato llamado «detector de mentiras» —contesté—. Mide la presión sanguínea, la conductividad eléctrica de la piel, etcétera. Puede detectar mentiras, pero, asimismo, detecta el nerviosismo y la tensión y también los llama mentiras.

—Naturalmente, pero hay sutiles funciones glandulares que existen en cualquier especie lo bastante inteligente como para falsear la verdad, ¿o esto es algo que vosotros no sabríais?

Eludí contestar a esa pregunta.

—¿Existe algún medio para hacer posible que el detective raso Robinson detecte esa función glandular?

—¿Sin una de vuestras toscas máquinas? ¿Utilizando el funcionamiento de su propia mente?

—Sí.

—Debes comprender que me estás pidiendo que trate con una de las mentes de tu especie. Grande, pero infinitamente tosca.

—Me doy cuenta.

—Bien, lo intentaré. Tendrás que llevarme hasta él, o traerle hasta mí, y en cualquiera de los dos casos, permitirme que lo estudie.

—Por supuesto.

Y así se hizo.

Había transcurrido más o menos una semana, cuando Vandevanter vino a verme con una expresión preocupada en su patricio rostro.

—Tío George —dijo—, ha sucedido una cosa sumamente extraña. Me encontraba interrogando a un joven involucrado en el asalto a una tienda de licores. Él me estaba contando con patético detalle que simplemente lo que había sucedido era que él había acertado a pasar ante la tienda, sumido en sus reflexiones sobre su pobre madre, la cual se hallaba afectada de una fuerte jaqueca que se le había declarado después de consumir media botella de ginebra. Entró en la tienda para preguntar si, después de todo, era prudente consumir ginebra poco después de haber ingerido una cantidad similar de ron, cuando el dueño, sin ninguna razón que él pudiera imaginar, le puso una pistola en las manos y a continuación le empezó a dar todo el contenido de la caja registradora al joven, quien, sorprendido y confuso, lo aceptó, justo en el momento en que entraba un policía. Él creía que se trataba de una compensación por el sufrimiento que su querida madre había experimentado. Me estaba contando esto cuando, de la forma más extraña, me di cuenta de que estaba… mintiendo.

—¿De veras?

—Sí, Es la cosa más sorprendente que jamás he experimentado. —La voz de Vandevanter descendió hasta convertirse en un susurro—. De alguna manera, no sólo sabía que el joven llevaba consigo la pistola cuando entró, sino que su madre no tenía jaqueca. ¿Puedes imaginar a alguien mintiendo sobre su «madre»?

Una detenida investigación demostró que el instinto de Vandevanter había sido correcto. El joven había mentido con respecto a su madre.

A partir de ese momento, la habilidad de Vandevanter fue perfeccionándose constantemente.

Al cabo de un mes, se había convertido en una astuta y perspicaz máquina para la detección de la falsedad.

El Departamento observaba con boquiabierto asombro cómo acusado tras acusado fracasaban en su intento de engañar a Vandevanter. Ninguna historia de haber estado profundamente inmerso en la oración mientras era saqueado el cepillo de las limosnas podía resistir su astuto interrogatorio. Abogados que habían estado invirtiendo fondos de huérfanos en la renovación de sus despachos —de manera por completo inadvertida— rápidamente eran descubiertos. Contables que, por accidente, habían restado un número telefónico del epígrafe «deuda tributaria» quedaban atrapados en sus propias palabras. Traficantes de drogas que simplemente habían recogido un paquete de cinco kilos de heroína en la cafetería local creyendo que era un sucedáneo de azúcar, al instante acababan enredados en nudos lógicos.

Le llamaban Vandevanter «el Victorioso», y el propio comisario, con el aplauso del cuerpo de Policía en pleno, recompensó a Vandevanter con una llave que abría la puerta del lavabo, además de trasladar su despacho a un lado del corredor. Me estaba congratulando de que todo marchaba bien y de que Vandevanter, asegurado «ya» su éxito, se encontraba en condiciones de casarse con la adorable Minerva Shlump, cuando la propia Minerva apareció en la puerta de mi apartamento.

—Oh, tío George —murmuró débilmente, al tiempo que se tambaleaba.

Era evidente que estaba a punto de desmayarse. La cogí en brazos y la mantuve pegada a mi cuerpo durante cinco o seis minutos, mientras consideraba en qué silla en concreto podría depositarla.

—¿Qué ocurre, querida? —le pregunté, después de haberme desembarazado lentamente de ella y alisar su vestido para que no quedara desarreglado.

—Oh, tío George —dijo, y las lágrimas desbordaron de sus encantadores párpados inferiores—. Se trata de Vandevanter.

—Espero que no te haya ofendido con requerimientos extemporáneos e impropios.

—Oh, no, tío George. Es una persona demasiado refinada para hacer eso antes del matrimonio, aunque, por supuesto, yo le he explicado detalladamente que comprendo las influencias hormonales que a veces dominan a los jóvenes, y que estaba preparada para perdonarle en el caso de que se produjera un suceso enojoso. No obstante, pese a mis seguridades, conserva el dominio de sí mismo.

—¿De qué se trata entonces, Minerva?

—Oh, tío George, ha roto nuestro compromiso.

—Es increíble. No hay dos personas que encajen mejor la una con la otra. ¿Por qué?

—Dice que yo soy una… narradora de inexactitudes.

Mis renuentes labios formaron la palabra: ¿Mentirosa?

Ella asintió.

—Esa infame palabra no atravesó sus labios, pero eso es a lo que se refería. Esta misma mañana, me miró con su expresión de rendida adoración y preguntó: «Querida, ¿me has sido siempre fiel?». Y yo, como siempre hago, respondí sentimentalmente: Tan fiel como el rayo de sol al sol, como el pétalo de rosa a la rosa. Entonces, sus ojos «se» entornaron y se volvieron rencorosos, y dijo: «Ajá, tus palabras no se ajustan a la verdad. Has dicho una patraña». Fue como si me hubieran asestado un fuerte golpe. Le pregunté: Vandevanter mío, ¿qué estás diciendo? Él respondió: «Lo que has oído. He sido engañado, y debemos separarnos para siempre». Y se marchó. Oh, ¿qué voy a hacer? ¿Qué voy a hacer? ¿Dónde encontraré otro triunfador?

Yo dije, con aire pensativo:

—Vandevanter suele tener razón en estas cosas…, en las últimas semanas al menos. ¿Le has sido infiel?

Un débil rubor cubrió las mejillas de Minerva.

—Realmente, no.

—¿Cómo de irrealmente?

—Bueno, hace unos años, cuando yo no era más que una chiquilla, con diecisiete años, besé a un joven. Confieso que le abracé con fuerza, pero fue sólo para impedir que escapara, no por afecto personal.

—Comprendo.

—No fue una experiencia muy placentera. No mucho. Después de que conocí a Vandevanter, quedé sorprendida al descubrir cuánto más gratificante era su beso que el que había experimentado antes con el otro joven. Naturalmente, estaba resuelta a volver a experimentar esa gratificación. Durante toda mi relación con Vandevanter, he besado de manera periódica —tan sólo con ánimo de investigación científica— a otros jóvenes, con el fin de cerciorarme de que ninguno, «ninguno», puede igualar a mi Vandevanter. Te aseguro, tío George, que al hacerlo les concedía todas las ventajas en lo que tiene que ver con estilo y forma de besar, por no decir nada del abrazo y el apretón, y «nunca» igualaban en ningún aspecto a Vandevanter. Y, sin embargo, dice que soy infiel.

—Qué ridículo —dije—. Ha sido injusto contigo.

La besé cuatro o cinco veces, y luego dije:

—Esto no te gratifica tanto como los besos de Vandevanter, ¿verdad?

—Veamos —repuso ella, y me besó cuatro o cinco veces más, con gran habilidad y vehemencia—. Claro que no —concluyó.

—Iré a verle —dije.

Esa misma noche me presenté en su apartamento. Se hallaba sentado, con aire sombrío, en su cuarto de estar, cargando y descargando su revólver.

—Sin duda, estás pensando en el suicidio —dije.

—Jamás —respondió, con una seca risita—. ¿Qué razón tengo yo para suicidarme? ¿La pérdida de una chicuela frívola? ¿De una mentirosa? No me duele en absoluto.

—Te equivocas. Minerva siempre te ha sido fiel. Sus manos, sus labios y su cuerpo nunca han establecido contacto con las manos, labios y cuerpo de ningún hombre más que tú.

—Sé que eso no es cierto —dijo Vandevanter.

—Yo te digo que lo es —expliqué—. He hablado largamente con la llorosa doncella, y ella me ha revelado los más íntimos secretos de su vida. En una ocasión le tiró un beso a un joven: a la sazón, ella tenía cinco años; él, seis. Desde entonces, no ha dejado de sufrir por ese momento de locura amorosa. Jamás se ha repetido una escena semejante de lascivia, y es sólo ese momento lo que tú has detectado en ella.

—¿Me estás diciendo la verdad, tío George?

—Examíname con tu infalible y penetrante mirada, y repetiré lo que te acabo de decir, y luego me dirás si te estoy contando la verdad.

Repetí la historia, y, admirado, dijo:

—Me estás diciendo la verdad, exacta y literal, tío George. ¿Crees que Minerva podrá perdonarme alguna vez?

—Naturalmente —respondí—. Adopta una actitud humillante ante ella y continúa tu sagaz persecución de la escoria del hampa por todas las tiendas de licores, salas de Consejo y Administración y pasillos de Ayuntamiento, pero nunca vuelvas tus sagaces ojos sobre la mujer que amas. El amor perfecto es confianza perfecta, y debes confiar en ella perfectamente.

—Lo haré, lo haré —exclamó.

Y así lo ha hecho siempre desde entonces. En la actualidad, es el detective más famoso de la Policía, y ha sido ascendido al grado de detective de clase media, con despacho en el sótano, justo al lado de la lavadora. Está casado con Minerva y viven juntos en una paz ideal.

Ella se pasa la vida comprobando una y otra vez en un éxtasis de felicidad la superior gratificación de los besos de Vandevanter. A veces ella pasa voluntariamente toda la noche con algún hombre de buena presencia que parece adecuado para la investigación, pero el resultado siempre es el mismo: Vandevanter es el mejor. En la actualidad, ella es madre de dos hijos, y uno de ellos presenta un ligero parecido con Vandevanter.

Y eso para que luego andes diciendo que mis esfuerzos y los de Azazel siempre conducen al desastre.

—Pero —dije—, si acepto tu historia, estabas mintiendo cuando le aseguraste a Vandevanter que Minerva nunca había tocado a otro hombre.

—Lo hice para salvar a una joven e inocente doncella.

—Pero ¿cómo es que Vandevanter no detectó la mentira?

—Supongo —dijo George, limpiándose los restos de queso de los labios— que fue por mi aire de inexpugnable dignidad.

—Yo tengo otra teoría —dije—. Creo que ni tú, ni tu presión sanguínea, ni la conductividad eléctrica de tu piel, ni tus sutiles reacciones hormonales pueden ya notar la diferencia entre lo que es verdad y lo que no lo es; y tampoco puede hacerlo nadie que dependa para ello de los datos obtenidos estudiándote.

—Eso es ridículo —dijo George.