Deslizarse sobre la nieve
George y yo estábamos sentados junto al ventanal de «La Bohéme», un restaurante francés al que él solía acudir de vez en cuando a mi costa.
—Es probable que nieve —dije.
No era una gran aportación al caudal de conocimientos de la Humanidad. El cielo había permanecido oscuro y encapotado todo el día, la temperatura rondaba los cero grados y el hombre del tiempo había pronosticado nieve. No obstante, me sentí herido en mis sentimientos cuando George ignoró por completo mi observación.
—Considera el caso de mi amigo Septimus Johnson —dijo.
—¿Por qué? —pregunté—. ¿Qué tiene él que ver con el hecho de que es probable que nieve?
—Una asociación natural de ideas —respondió severamente George—. Es un proceso que debes de haber oído mencionar a otros, aunque tú nunca lo hayas experimentado.
Mi amigo Septimus —dijo George— era un joven de aspecto feroz, de frente permanentemente hendida en un torvo ceño y bíceps siempre abultados. Era el séptimo hijo de su familia, de ahí su nombre. Tenía un hermano menor llamado Octavius, así como una hermana menor, Nina. No sé hasta dónde llegó la progresión, pero creo que fue el hacinamiento de sus días juveniles lo que, en años posteriores, le hizo extrañamente amigo del silencio y la soledad.
Cuando llegó a la madurez, y obtuvo cierto éxito con sus novelas (como tú, mi viejo amigo, salvo que los críticos a veces dicen cosas bastante halagadoras de sus obras), se encontró con dinero suficiente para poder entregarse a su perversión. En resumen, se compró una casa solitaria situada en un olvidado territorio de la parte alta del Estado de Nueva York, y allí se retiraba durante períodos más o menos largos para escribir nuevas novelas. No estaba tan terriblemente lejos de la civilización; no obstante, al menos en todo cuanto abarcaba la vista, parecía un desierto absoluto.
Creo que yo fui la única persona a la que voluntariamente llegó a invitar a que se hospedara con él en su casa de campo. Supongo que se sintió atraído por la serena dignidad de mi porte, así como la fascinación y variedad de mi conversación. Cierto que nunca explico con tantas palabras la causa de la atracción, pero difícilmente puede haber sido ninguna otra cosa.
Claro que había que tener cuidado con él. Todo el que ha sentido alguna vez la amistosa palmada en la espalda, que es la forma favorita de saludo de Septimus Johnson, sabe lo que es tener una fisura en una vértebra. Sin embargo, su despreocupada demostración de fuerza fue muy oportuna en nuestro primer encuentro.
Yo había sido asaltado por una o dos docenas de salteadores callejeros a quienes mi aristocrática apostura había inducido a pensar que llevaba sobre mi persona una incalculable riqueza en dinero y joyas. Me defendí furiosamente, pues daba la casualidad de que ese día no llevaba encima ni un centavo, y sabía que, cuando lo descubriesen, los atracadores, en su muy natural decepción, me dispensarían un trato en extremo bárbaro.
Fue en ese momento cuando apareció Septimus, sumido en reflexiones acerca de algo que estaba escribiendo. La horda de desdichados se interponía en su camino, y como estaba demasiado abstraído en sus pensamientos como para pensar en andar de otra manera que no fuese en línea recta, los fue arrojando distraídamente a un lado y a otro de dos en dos y de tres en tres. Ocurrió que llegó junto a mí justo en el momento en que alboreaba la luz y veía una solución a su dilema literario, cualquiera que fuese. Considerándome un talismán de buena suerte, me invitó a cenar. Y yo, considerando el cenar a costa de otro un talismán todavía de mejor suerte, acepté.
Para cuando terminó la cena, yo había establecido sobre él la clase de ascendencia que hizo que fuera invitado a su casa de campo. Estas invitaciones se repitieron con frecuencia. Como dijo una vez, estar conmigo era lo más parecido posible a estar solo, y teniendo en cuenta lo mucho que él amaba la soledad, evidentemente eso suponía un gran cumplido.
En un principio, yo había esperado encontrarme con una choza, pero me equivoqué por completo. Era obvio que a Septimus le había ido bien con sus novelas, y no había escatimado en gastos. (Sé que es un tanto duro hablar de novelas de éxito en tu presencia, mi viejo amigo, pero, como siempre, yo me atengo a los hechos).
En realidad la casa, aunque aislada hasta el punto de mantenerme en un constante estado de horripilación, estaba totalmente electrificada, con un generador accionado por petróleo en el sótano y paneles solares en el tejado. Comíamos bien, y tenía una bodega magnífica. Vivíamos con absoluto lujo, cosa a la que siempre he sido capaz de adaptarme con una facilidad asombrosa, habida cuenta de mi falta de costumbre.
Naturalmente, era imposible evitar por completo mirar por las ventanas, y la absoluta carencia de belleza en el paisaje resultaba en extremo deprimente. Había, cantidades increíbles de vegetación de un verde bilioso, pero ni rastro de moradas humanas, de carreteras ni de nada que valiera la pena mirar…, ni tan siquiera una hilera de postes de teléfonos.
En una ocasión, después de una buena comida y un buen vino, Septimus dijo de manera efusiva:
—George, me agrada tenerte aquí. Después de escucharte, me resulta un alivio tan grande volver a mi procesador de textos, que mi literatura ha mejorado sustancialmente. Considérate con libertad para venir aquí en cualquier momento. Aquí —y señaló a su alrededor con la mano— puedes escapar a todas las preocupaciones y problemas que te puedan acosar. Y cuando yo esté trabajando con mi procesador de textos, dispones de libre acceso a mis libros, al televisor, al frigorífico y…, y creo que ya sabes dónde está la bodega.
En efecto, lo sabía. Incluso había confeccionado un plano orientativo, con una gran X que señalaba el emplazamiento de la bodega y varias rutas alternativas cuidadosamente delineadas.
—La única cuestión es —dijo Septimus— que este refugio de las miserias mundanas está cerrado desde el 1 de diciembre hasta el 31 de marzo. Durante ese período no puedo ofrecerte mi hospitalidad. Debo permanecer en mi casa de la ciudad.
Quedé consternado. La época de las nieves constituye una temporada calamitosa para mí. Después de todo, mi querido amigo, es en invierno cuando mis acreedores se muestran más apremiantes. Esas codiciosas gentes que, como todo el mundo sabe, son lo bastante ricas como para poder ignorar los pocos y míseros centavos que yo pueda deberles, parecen encontrar un especial deleite en la idea de que yo pueda ser arrojado a la nieve. Les inspira nuevas acciones de codicia lupina, por lo que era sobre todo entonces cuando me habría venido bien disponer de un refugio.
—¿Por qué no utilizarlo en invierno, Septimus? —dije—. Con una crepitante hoguera en esta espléndida chimenea, que colabora con tu igualmente espléndido sistema de calefacción central, podrías reírte del frío de la Antártida.
—Sí —dijo Septimus—, pero parece ser que todos los inviernos convergen aquí aullantes ventiscas y sepultan bajo la nieve este semiparaíso mío. Esta casa, sumida en la soledad que yo adoro, queda entonces incomunicada con el mundo exterior.
—Con lo cual no se pierde nada —señalé.
—Tienes razón —dijo Septimus—. No obstante, mis suministros llegan desde el mundo exterior: comida, bebida, combustible, ropa lavada. Es humillante pero cierto que en realidad no puedo sobrevivir sin el mundo exterior…, por lo menos no podría llevar la clase de vida sibarítica que cualquier ser humano decente desearía llevar.
—¿Sabes, Septimus? —dije—. Tal vez yo pueda pensar en una forma de resolver el problema.
—Piensa cuanto quieras —respondió—, pero no conseguirás nada. De todos modos, esta casa es tuya durante ocho meses al año, o, al menos, mientras yo esté aquí durante esos ocho meses.
Eso era verdad, pero ¿cómo podía un hombre razonable conformarse con ocho meses cuando existían doce? Esa noche llamé a Azazel.
No creo que estés enterado de la existencia de Azazel. Es un demonio, un duende mágico de unos dos centímetros de estatura, que posee poderes extraordinarios que le encanta exhibir, porque en su mundo, dondequiera que esté, no se le tiene en gran consideración. Por consiguiente…
Oh, ¿has oído hablar de él? Bueno, amigo mío, ¿cómo voy a poder contarte este relato de forma razonada si andas interrumpiendo constantemente con tus opiniones? No pareces comprender que el arte del verdadero conversador consiste en mantenerse completamente atento y en abstenerse de interrumpir con excusas tan engañosas como la de ya haber oído hablar, del asunto. De todos modos…
Como siempre, Azazel estaba furioso por haber sido llamado. Al parecer, se hallaba realizando lo que él denominó una solemne observancia religiosa. A duras penas mantuve la calma. Siempre está entregado a algo que imagina que es importante y nunca se para a considerar que, cuando le llamo, invariablemente estoy en algo que en realidad es importante.
Tranquilamente, esperé a que cesaran sus farfullados barboteos, y luego le expliqué la situación. Escuchó con una ceñuda expresión en su diminuto rostro, y finalmente dijo:
—¿Qué es nieve?
Suspiré y se lo expliqué.
—¿Quieres decir que aquí cae del cielo agua solidificada? ¿Pedazos de agua solidificada? ¿Y la vida sobrevive?
No me molesté en hablar del granizo, sino que dije:
—Cae en forma de blandos copos, «Poderoso». —Siempre le aplaca que se le llame con nombres idiotas—. Pero resulta molesta cuando cae en exceso.
—Si vas a pedirme que reorganice la pauta meteorológica de este mundo —dijo Azazel—, me niego en redondo. Eso entraría en el epígrafe de manipulación planetaria, lo cual es contrario a la ética de mi notoriamente ético pueblo. Yo ni siquiera soñaría en violar la ética, en especial habida cuenta de que, si se me sorprende haciéndolo, sería entregado como alimento al temible Lamell Bird, una inmunda criatura de horribles modales en la mesa. Detestaría decirte con qué me mezclaría.
—Ni se me ocurriría inducirte a practicar una manipulación planetaria, oh «Sublime». Yo quisiera pedir algo mucho más simple. Verás, la nieve, cuando cae, es tan blanda y mullida que no soporta el peso de un ser humano.
—La culpa es vuestra por ser tan pesados —dijo Azazel con tono despreciativo.
—Sin duda —respondí—, pero ese peso hace que resulte difícil caminar. Yo quisiera que hicieses a mi amigo menos pesado cuando pise la nieve.
Me costaba mantener la atención de Azazel. Con aire indignado, estaba diciendo:
—Agua solidificada…, por todas partes…, cubriendo la tierra… —Meneó la cabeza, como si no pudiera comprenderlo.
—¿Puedes hacer a mi amigo menos pesado? —pregunté, concretando lo que, después de todo, era una cuestión bien simple.
—Naturalmente —respondió Azazel con indignación—. Basta con aplicar el principio de la antigravedad, activado por la molécula de agua en condiciones apropiadas. No es fácil, pero se puede hacer.
—Un momento —dije, pensando con inquietud en los peligros de la inflexibilidad—. Sería aconsejable colocar la intensidad anti-gravitatoria bajo control de mi amigo. A veces, podría considerar conveniente caminar hundiendo los pies en la nieve.
—¿Acomodarlo en vuestro tosco sistema autonómico? ¡El colmo! Tu desfachatez no conoce límites.
—Lo pido tan sólo porque se trata de ti —dije—. Me cuidaría mucho de pedírselo a ningún otro miembro de tu especie.
Esta diplomática mentira surtió el efecto deseado. Azazel hinchó el pecho, aumentando su perímetro nada menos que dos milímetros, y con orgullosa vocecilla de contralto, dijo:
—Se hará.
Supuse que Septimus había adquirido en ese momento la capacidad deseada, pero no podía estar seguro. Corría entonces el mes de agosto y no había ninguna capa de nieve con la que experimentar…, ni tampoco estaba yo de humor para realizar un viaje rápido a la Antártida, Patagonia o Groenlandia en busca de material experimental.
Tampoco tenía sentido explicarle la situación a Septimus sin disponer de nieve para una demostración. No me habría creído. Incluso podría haber llegado a la ridícula conclusión de que yo…, yo había estado bebiendo.
Sin embargo, los hados se mostraban benévolos. A finales de noviembre, me encontraba en la casa de campo de Septimus, en lo que él llamaba su periodo de despedida de la temporada, y cayó una copiosa nevada, desusadamente intensa para las fechas en que estábamos.
Septimus montó en cólera y declaró la guerra al Universo entero por no haberle ahorrado aquel perverso ultraje.
Pero para mí era la gloria…, y también para él, aunque aún no lo sabía.
—No temas, Septimus —le dije—. Ha llegado el momento de que descubras que la nieve no reserva ningún terror para ti.
Y le expliqué con todo detalle la situación.
Supongo que era de esperar que su primera reacción fuese de insolente incredulidad, pero formuló ciertas observaciones totalmente innecesarias sobre el estado de mi salud mental.
No obstante, yo había dispuesto de varios meses para elaborar mi estrategia.
—Quizá te hayas preguntado alguna vez, Septimus, cómo me gano la vida —le dije—. No te sorprenderá mi reserva cuando te diga que yo soy la figura clave de un programa gubernamental de investigación sobre la antigravedad. No puedo decir nada más, salvo que tú eres un experimento de valor extraordinario y harás avanzar notablemente el programa. Esto tiene importantes implicaciones de seguridad nacional.
Me miró con ojos desmesuradamente abiertos por el asombro, mientras yo tarareaba por lo bajo unos compases de La bandera sembrada de estrellas.
—¿Hablas en serio? —preguntó.
—¿Bromearía yo con la verdad? —pregunté, a mi vez. Luego, arriesgándome a la natural réplica, pregunté—: ¿Lo haría la CIA?
Se lo tragó, dominado por el aura de veracidad que impregna todas mis afirmaciones.
—¿Qué debo hacer? —preguntó.
—Únicamente hay quince centímetros de nieve sobre el suelo. Imagina que no pesas nada y sal a pisarla.
—¿Sólo tengo que «imaginarlo»?
—Así es como funciona.
—Me mojaré los pies.
—Entonces, ponte unas botas altas —dije con sarcasmo.
Vaciló y, a continuación, sacó de verdad sus botas altas y se las puso con esfuerzo. Esta abierta demostración de falta de fe en mis afirmaciones me hirió profundamente. Además, se puso abrigo y sombrero de piel.
—Si ya estás listo… —dije fríamente.
—No lo estoy —respondió.
Abrió la puerta, y salió. No había nieve en la cubierta veranda, pero tan pronto como puso los pies en los escalones, éstos parecieron deslizarse bajo él. Se agarró desesperadamente a la barandilla.
Había llegado al final del corto tramo de peldaños y trató de enderezarse. Resbaló unos pocos metros, agitando los brazos, y luego, sus pies se elevaron en el aire. Cayó de espaldas y continuó deslizándose hasta pasar junto a un árbol y sujetarse al tronco con el brazo. Dio tres o cuatro vueltas a su alrededor, deslizándose, y finalmente se detuvo.
—¿Qué clase de nieve tan resbaladiza es ésta? —gritó, con voz que temblaba de indignación.
Debo confesar que, pese a mi fe en Azazel, me encontré observando la escena lleno de sorpresa. No había dejado huellas, y su cuerpo, al deslizarse, no había producido ningún surco en la nieve.
—No pesas nada sobre la nieve —dije.
—Estás loco —replicó.
—Fíjate en la nieve —le dije—. No has dejado ninguna señal en ella.
Miró, y acto seguido farfulló unas cuantas frases de ésas que antes se solían calificar de irreproducibles.
—La fricción —continué— depende en parte de la presión entre un cuerpo deslizante y aquello sobre lo que se desliza. Cuanto menor es la presión, menor es la fricción. Tú no pesas nada, así que tu presión sobre la nieve es nula, la fricción es nula y, por consiguiente, te deslizas sobre la nieve como si se tratase del hielo más pulido.
—¿Qué debo hacer, entonces? ¡No puedo dejar que mis pies resbalen de esta manera!
—No hace daño, ¿no? Si no pesas nada y te caes de espaldas, no sufres ningún daño.
—Aun así. El que no me haga daño no es excusa para pasarme la vida tendido en la nieve.
—Vamos, Septimus, piensa que vuelves a tener peso, y levántate.
Frunció el ceño, como era habitual en él, y dijo:
—Sólo que piense que tengo peso, ¿eh?
Lo hizo, y torpemente se puso en pie.
Sus pies se hundieron unos centímetros en la nieve, y cuando trató, con cautela, de andar, no tuvo más dificultades que las que suelen presentarse en la nieve.
—¿Cómo lo haces, George? —preguntó, con mucho más respeto en su voz del que yo solía suscitar en él—. No habría imaginado que fueses un científico de esa categoría.
—La CIA me obliga a ocultar mis conocimientos técnicos y científicos —expliqué—. Ahora, imagínate que te vas volviendo más ligero poco a poco, y ve caminando mientras lo piensas. Irás dejando huellas cada vez menos profundas, y la nieve se volverá paulatinamente más resbaladiza. Detente cuando notes que se está volviendo peligrosamente resbaladiza.
Hizo lo que le decía, pues los científicos ejercemos una poderosa influencia intelectual sobre el resto de los mortales.
—Ahora —proseguí—, trata de deslizarte. Cuando quieras pararte, no tienes más que hacerte más pesado…, y hazlo gradualmente, o te caerás de bruces.
Como tenía bastante de atleta, inmediatamente dominó el truco. En una ocasión me dijo que podía practicar cualquier deporte, salvo la natación. Cuando tenía tres años, su padre le había tirado al agua en un cariñoso intento de hacerle nadar sin la tediosa necesidad de la instrucción previa; como consecuencia de ello, el pequeño Septimus había precisado diez minutos de respiración boca a boca. Explicó que aquello le había dejado para siempre con un miedo terrible al agua y con una aversión también a la nieve.
—La nieve no es más que agua sólida —repetía, exactamente como lo habría hecho Azazel.
Pero la aversión a la nieve no se manifestaba en las nuevas condiciones. Empezó a deslizarse con un estridente grito de júbilo y, de vez en cuando, se hacía más pesado al volverse, despidiendo un espeso reguero de nieve y deteniéndose.
—¡Espera! —dijo.
Se precipitó en el interior de la casa y volvió a salir —aunque te cueste creerlo— llevando en las manos unos patines para hielo unidos a unas botas.
—Aprendí a patinar en mi lago —explicó, mientras empezaba a ponérselos—, pero nunca disfruté haciéndolo. Siempre temía que fuera a romperse el hielo. Ahora puedo patinar en tierra sin peligro.
—Pero recuerda —le dije, preocupado— que sólo da resultado sobre la molécula de H2O. Si llegas a un trecho descubierto de tierra o de pavimento, tu ingravidez desaparecerá al instante. Te harás daño.
—No te preocupes —respondió, al tiempo que se incorporaba y se ponía en marcha.
Me quedé mirando cómo se alejaba a toda velocidad a lo largo de por lo menos setecientos metros sobre las heladas extensiones de sus terrenos, y a mis oídos llegó el distante rugido de: «Deslizarse sobre la nieve en un trineo de un caballo…».
Debes saber que Septimus trata de acertar al azar el tono de cada nota, y nunca lo consigue. Me tapé los oídos con las manos.
A continuación, vino lo que verdaderamente creo fue el invierno más feliz de mi vida. Durante todo el invierno estuve cómodo y abrigado en la casa, comiendo y bebiendo como un rey, leyendo edificantes libros en los que trataba de adivinar las intenciones del autor e identificar al asesino, además de especular con torva delectación en las frustraciones de mis acreedores allá en la ciudad.
Por la ventana, podía ver a Septimus en su incesante patinar sobre la nieve. Decía que le hacía sentirse como un pájaro y que le proporcionaba un placer tridimensional que nunca había conocido. Bueno, a cada uno lo suyo.
Le advertí que no debía dejarse ver.
—Sería arriesgado para mí —le dije—, pues la CIA no aprobaría este experimento privado…, pero a mí no me importa mi peligro personal, pues para una persona como yo lo primero es la ciencia. No obstante, si llegaras a ser visto mientras te deslizas sobre la nieve como sueles hacer, te convertirías en blanco de la curiosidad del público, y caerían sobre ti enjambres de periodistas. La CIA se enteraría de ello, y tendrías que soportar los experimentos a que te someterían centenares de científicos y militares hurgándote. No estarías solo ni un minuto. Te convertirías en una celebridad nacional y te hallarías permanentemente a disposición de miles de personas interesadas en ti.
Septimus se estremeció intensamente ante la perspectiva, tal como yo sabía que le ocurriría a un amante de la soledad. Luego, dijo:
—Pero ¿cómo conseguiré provisiones cuando me encuentre bloqueado por la nieve? Ésa era la finalidad de este experimento.
—Estoy seguro de que los camiones casi siempre podrán pasar por las carreteras, y tú puedes hacer suficiente acopio de víveres como para subsistir en las ocasiones en que no puedan. Si cuando de verdad estés bloqueado por la nieve necesitas algo urgentemente, puedes ir deslizándote hasta tan cerca de la ciudad como te atrevas, cerciorándote de que no te ve nadie…; de todos modos, en esas condiciones habrá muy pocas personas al aire libre, posiblemente nadie, y luego, recuperar tu peso, recorrer los últimos metros caminando penosamente y parecer agotado. Recoges lo que necesitas, te alejas unos cientos de metros, caminando con fatiga, y vuelves a emprender el vuelo. ¿Comprendes?
En realidad, no fue necesario hacer eso ni una sola vez en todo el invierno; desde el principio yo sabía que había exagerado el peligro de la nieve. Y tampoco nadie le vio durante sus deslizamientos.
Septimus no se saciaba. Deberías haber visto su rostro cuando dejaba de nevar durante más de una semana o cuando la temperatura se elevaba por encima de los cero grados. No puedes imaginar cuánto le preocupaba la preservación del manto de nieve. ¡Qué invierno tan maravilloso! ¡Qué tragedia que fuese el único!
¿Qué sucedió? Te diré lo que sucedió. ¿Recuerdas lo que dijo Romeo justo antes de hundir su puñal en el cuerpo de Julieta? Probablemente no, así que te lo mencionaré: «Deja que una mujer penetre en tu vida, y se habrá terminado tu tranquilidad».
En el otoño siguiente, Septimus conoció a una mujer, Mercedes Gumm. Antes ya había conocido a otras mujeres, no era ningún ermitaño, pero nunca habían significado gran cosa para él: un breve período de amistad, idilio, ardor y, luego, las olvidaba, y ellas le olvidaban a él. Ningún daño se derivaba de ello. Después de todo, yo mismo he sido ferozmente perseguido por numerosas jóvenes y nunca he hallado en ello absolutamente ningún daño, aunque a menudo me acorralaban y me obligaban a…, pero me estoy apartando del asunto.
Septimus vino a mí con aire extremadamente abatido.
—La quiero, George —dijo—. Estoy loco por ella. Es el imán mismo de mi existencia.
—Muy bonito —dije—. Tienes mi permiso para seguir con ella durante algún tiempo.
—Gracias, George —respondió sombríamente Septimus—. Ahora lo que necesito es «su» aprobación. No sé por qué, pero no parece tenerme mucho aprecio.
—Es extraño —dije—. Por lo general, sueles tener mucho éxito con las mujeres. Después de todo, eres rico, musculoso y no más feo que la mayoría.
—Yo creo que la cuestión estriba en lo de musculoso —comentó Septimus—. Ella piensa que soy un patán.
Tuve que admirar la percepción de la señorita Gumm. Septimus, por decirlo lo más suavemente posible, «era» un patán. Sin embargo, al imaginar sus bíceps en tensión bajo las mangas de su chaqueta, consideré preferible no mencionar mi apreciación de la situación.
—Dice que ella no admira el aspecto físico en los hombres —añadió—. Quiere alguien reflexivo, intelectual, profundamente racional, filosófico y todo un montón de adjetivos de ese tipo. Dice que yo no soy ninguna de esas cosas.
—¿Le has mencionado que eres novelista?
—Claro que se lo he dicho. Y también ha leído un par de novelas mías. Pero, como sabes, George, suelen tratar sobre jugadores de rugby, y ella dice que eso le resulta repugnante.
—Entiendo que no es del tipo atlético.
—No, en efecto. Practica la natación. —Hizo una mueca, probablemente recordando la ocasión en que fue reanimado mediante respiración boca a boca a la tierna edad de tres años—. Pero eso no ayuda gran cosa.
—En ese caso —dije consoladoramente—, olvídala, Septimus. Las mujeres son fáciles de encontrar. Cuando una se marcha, llega otra. Hay muchos peces en el mar y muchos pájaros en el aire. Todas son iguales en la oscuridad: una mujer u otra, no hay ninguna diferencia.
Habría continuado indefinidamente, pero él parecía que estaba siendo presa de una extraña agitación mientras escuchaba, y uno no quiere provocarle agitación a un patán.
—Me ofendes profundamente con esos sentimientos, George —dijo Septimus—. Mercedes es la única mujer del mundo para mí. No podría vivir sin ella. Está inseparablemente ligada al núcleo mismo de mi ser. Ella es el aliento de mis pulmones, el latido de mi corazón, la visión de mis ojos. Ella…
Él sí continuó indefinidamente, y no parecía preocuparle lo más mínimo el hecho de que me estuviese ofendiendo en lo más hondo de aquellos sentimientos.
—Así, pues —dijo—, no veo más salida que insistir en el matrimonio.
Las palabras estaban impregnadas de ominosos presagios. Yo sabía exactamente cuál sería el resultado: tan pronto como se casaran, eso significaría el fin de mi paraíso. No sé por qué, pero si hay algo en que las recién casadas insisten es en que los amigos solteros se esfumen. Jamás volvería a ser invitado a la casa de campo de Septimus.
—No puedes hacer eso —exclamé, alarmado.
—Oh, reconozco que parece difícil, pero creo que puedo hacerlo. He elaborado un plan: aunque Mercedes piense que soy un patán, no carezco de refinamiento. La invitaré a mi casa de campo a principios del invierno. Allí, en el sosiego y la paz de mi Edén, sentirá expandirse todo su ser y acabará comprendiendo la verdadera belleza de mi alma.
Pensé que eso era esperar demasiado, incluso del Edén, pero lo que dije fue:
—No pretenderás mostrarle cómo puedes deslizarte sobre la nieve, ¿verdad?
—No, no —respondió—. Hasta que no nos casemos, no.
—Aun entonces…
—Tonterías, George —dijo Septimus con aire cortante—. Una esposa «es» el segundo yo de un marido. A una esposa se le pueden confiar los secretos más íntimos. Una esposa…
Volvió a continuar indefinidamente, y todo lo que pude hacer fue decir débilmente:
—A la CIA no le gustará.
Su breve comentario sobre la CIA lo habrían suscrito gustosamente los soviéticos. Y también Cuba y Nicaragua.
—De alguna manera la convenceré para que se venga conmigo a principios de diciembre —dijo—. Confío que comprenderás, George, que deseemos estar solos. Sé que ni siquiera pensarías en obstaculizar las románticas posibilidades que surgirían entre Mercedes y yo en la tranquila soledad de la Naturaleza. Sin duda alguna, nos sentiríamos atraídos el uno al otro por el magnetismo del silencio y del pausado tiempo.
Reconocí la cita, naturalmente. Es lo que Macbeth dice justo antes de hundir el puñal en el cuerpo de Duncan, pero me limité a mirar a Septimus con aire frío y digno. Un mes después, la señorita Gumm fue a la casa de campo de Septimus, y yo, no.
No presencié lo que sucedió en la casa de campo; lo conozco sólo a través del testimonio oral de Septimus, por lo que no puedo responder de todos los detalles.
La señorita Gumm era una entusiasta de la natación, pero Septimus, sintiendo una aversión invencible hacia esa particular afición, no hizo ninguna pregunta al respecto. Y, al parecer, la señorita Gumm tampoco consideró necesario dar detalles a un patán que no mostraba ninguna curiosidad. Por esa razón, Septimus nunca supo que la señorita Gumm era una de esas chifladas que disfrutan poniéndose un bañador en pleno invierno, rompiendo el hielo del lago y sumergiéndose en las gélidas aguas para dar unas cuantas saludables y vigorizantes brazadas.
Y ocurrió que una fría y radiante mañana, mientras Septimus roncaba sonoramente, la señorita Gumm se levantó, se puso su bañador, su albornoz y sus zapatillas y, a lo largo del nevado sendero, se dirigió al lago. La orilla estaba cubierta por una fina capa de hielo, pero el interior no se había helado, y, quitándose el albornoz y las zapatillas, se zambulló en las frígidas aguas, con lo que debieron de ser evidentes muestras de satisfacción.
Poco después, Septimus se despertó y, con el fino instinto de los enamorados, al instante se dio cuenta de que su amada Mercedes no estaba en la casa. Recorrió ésta llamándola por su nombre. Al encontrar en su habitación sus ropas y demás pertenencias, comprendió que no se había marchado a la ciudad en secreto, como al principio había temido. Así, pues, debía de estar fuera.
Apresuradamente, se calzó las botas en los descalzos pies y se puso sobre el pijama su abrigo más grueso. Se precipitó al exterior, gritando su nombre.
La señorita Gumm le oyó, como es lógico, y agitó vivamente los brazos en su dirección, gritando: «Aquí, Sep. Aquí».
Lo que sucedió después te lo contaré con las propias palabras de Septimus.
—Me pareció que pedía auxilio —dijo— y llegué a la natural conclusión de que mi amada se había aventurado sobre el hielo en un momento de locura y se había caído. ¿Cómo iba a pensar que ella fuera a arrojarse voluntariamente a las gélidas aguas?
»Era tan grande mi amor hacia ella, George, que al instante decidí desafiar al agua —a la que por lo general temía cobardemente, en particular si se trataba de agua gélida—, y me precipité a salvarla. Bueno, quizá no “al instante”, pero de veras que no lo pensé más de dos minutos, o tres a lo sumo.
»Entonces, grité: “Ya voy, querida. Mantén la cabeza fuera del agua”, y eché a correr. No iba a “caminar” sobre la nieve. Pensé que no había tiempo suficiente. De modo que disminuí mi peso mientras corría y, luego, en espléndido deslizamiento, me elevé sobre la delgada capa de nieve, sobre el hielo que bordeaba el lago, y caí al agua con horrendo chapoteo.
»Como sabes, tengo un miedo mortal al agua y no sé nadar. Además, las botas y el abrigo me arrastraban al fondo, y con toda seguridad me habría ahogado si Mercedes no me hubiera salvado.
»Uno pensaría que lo romántico de salvarme nos habría acercado más el uno al otro, nos habría unido, pero…
Septimus meneó la cabeza, y había lágrimas en sus ojos.
—No fue así. Ella estaba furiosa.
»—Maldito idiota —gritó—. Zambullirte en el agua con abrigo y botas y sin saber siquiera nadar. ¿Qué diablos creías que estabas haciendo? ¿Sabes los esfuerzos que he tenido que hacer para sacarte del lago? Y estabas tan dominado por el pánico, que me agarrabas de la mandíbula. Casi me haces perder el conocimiento, y nos hubiéramos ahogado “los dos”. Y todavía me duele.
»Recogió sus cosas y se marchó hecha una furia, y yo tuve que quedarme con lo que se convirtió en un fortísimo catarro del que aún no me he recuperado por completo. No la he vuelto a ver desde entonces…, no contesta mis cartas ni mis llamadas telefónicas. Mi vida ha terminado, George.
—Sólo por curiosidad, Septimus —le dije—, ¿por qué te arrojaste al agua? ¿Por qué no te quedaste en la orilla, o tan internado en el hielo como te atrevieses, y le tendiste desde allí un palo largo o una cuerda, en el caso de poder conseguir una?
Septimus parecía apesadumbrado.
—No tenía intención de arrojarme al agua. Me proponía deslizarme sobre la superficie.
—¿Deslizarte sobre la superficie? ¿No te dije que tu ingravidez sólo funcionaría sobre el hielo?
La expresión de Septimus se tomó feroz.
—Yo pensaba que era eso. Tú dijiste que sólo daba resultado sobre H2O. Eso incluye el agua, ¿no?
Tenía razón. H2O sonaba más científico, y yo tenía que mantener mi aire de genio científico.
—Pero me refería a H2O sólida —dije.
—Pero no «dijiste» H2O sólida —replicó, mientras se ponía lentamente en pie, con clara intención de despedazarme.
No me quedé a comprobar la exactitud de mi impresión. No le he vuelto a ver desde entonces, tampoco he vuelto a ir jamás a su paraíso campestre. Tengo entendido que, principalmente, ahora vive en una isla del mar del Sur, al parecer porque no quiere volver a ver hielo ni nieve.
—Y es lo que yo digo: «Deja que una mujer penetre en tu vida…», aunque, ahora que lo pienso, quizá fuera Hamlet quien dijo eso justo antes de hundir su puñal en el cuerpo de Ofelia.
George dejó escapar un vinoso suspiro de las profundidades de lo que él consideraba su alma, y dijo:
—Bueno, están cerrando el local y será mejor que nos marchemos. ¿Has pagado la cuenta?
Desafortunadamente, la había pagado.
—¿Y puedes prestarme cinco dólares para ir a casa?
Más desafortunadamente aún, podía.