Las peleas de primavera

George y yo estábamos mirando el campus universitario que se extendía a la otra orilla del río; después de haber comido a mis expensas hasta hartarse, George se sintió movido a una lacrimosa nostalgia.

—¡Ah, días universitarios, días universitarios! —gimió—. ¿Qué podemos encontrar después en la vida que compense vuestra pérdida?

Le miré, sorprendido.

—¡No me digas que fuiste a la Universidad!

Me dispensó una altiva mirada.

—¿Te das cuenta de que yo soy el presidente más grande que jamás haya tenido la fraternidad de «Fi Fo Fum»?

—Pero ¿cómo pagabas las matrículas y los gastos?

—¡Becas! —respondió—. Llovían sobre mí una vez que demostré mis proezas en las peleas que celebraban nuestras victorias en los dormitorios de los pabellones mixtos. Eso, y un tío rico.

—No sabía que tenías un tío rico, George.

—Después de los seis años que tardé en terminar el programa desacelerado, ya no lo era, por desgracia. Al menos, no mucho. El dinero que pudo salvar del desastre, finalmente lo legó a un hogar para gatos indigentes, haciendo en su testamento varias observaciones acerca de mí, que desdeño repetir. La mía ha sido una vida triste y carente de aprecio.

—En algún momento del lejano futuro —dije— debes contármelo todo, sin omitir detalle.

—Pero el recuerdo de los días universitarios —continuó George— baña toda mi dura vida con un resplandor de oro y perlas. Lo sentí con toda su intensidad hace unos años, cuando volví a visitar el campus de la vieja Universidad Tate.

—¿Te invitaron a volver? —dije, consiguiendo casi ocultar el inequívoco tono de incredulidad que latía en mi voz.

—Se disponían a hacerlo, estoy seguro —respondió George—, pero, en realidad, volví a petición de un querido camarada de mis años estudiantiles, el bueno de Antiochus Schnell.

Puesto que estás claramente fascinado por lo que ya te he dicho —dijo George—, permíteme que te hable del bueno de Antiochus Schnell. Era mi compañero inseparable en los viejos tiempos, mi fiel Acates (aunque nunca sabré por qué desperdicio alusiones clásicas con un necio e ignorante como tú). Incluso ahora, aunque ha envejecido mucho más que yo, le recuerdo tal como era en los tiempos en que, juntos, engullíamos carpas, llenábamos cabinas telefónicas con nuestros compinches y quitábamos bragas con diestros giros de muñecas, entre los complacidos chillidos de pecosas estudiantes. En resumen, saboreábamos todos los placeres sublimes de una ilustrada institución.

Por eso, cuando el viejo Antiochus Schnell me pidió que fuera a verle por un asunto de gran importancia, acudí inmediatamente.

—George —dijo—, se trata de mi hijo.

—¿El joven Artaxerxes Schnell?

—El mismo. Es estudiante de segundo curso en la vieja Universidad Tate, pero las cosas no le van nada bien.

Entorné los ojos.

—¿Frecuenta la compañía de gente indeseable? ¿Se ha entrampado? ¿Ha cometido la tontería de caer en las redes de alguna madura camarera de cervecería?

—¡Peor! ¡Mucho peor! —respondió con voz entrecortada el viejo Antiochus Schnell—. Nunca me lo ha dicho él mismo…, supongo que no se atreve; sin embargo, he recibido una horrorizada carta de uno de sus compañeros, escrita con carácter estrictamente confidencial. George, amigo mío, mi pobre hijo…, deja que te lo diga abiertamente, sin recurrir a eufemismos, ¡está estudiando cálculo!

—Estudiando cal… —no me atreví a pronunciar la horrible palabra.

Antiochus Schnell asintió con abatimiento.

—Y también ciencias políticas. En realidad, está asistiendo a clase, y se le ha visto estudiando.

—¡Santo cielo! —exclamé, aterrado.

—No lo puedo creer en el joven Artaxerxes, George. Si su madre se enterase, acabaría con ella. Es una mujer sensible, George, y no goza de buena salud. En nombre de nuestra vieja amistad, te suplico que vayas a la vieja Tate e investigues el asunto. Si el chico se ha dejado seducir por la ciencia, de alguna manera hazle entrar en razón…, por su madre y por él mismo, ya que no por mí.

Con lágrimas en los ojos, le estreché la mano.

—Nada me detendrá —dije—. Absolutamente ninguna consideración me apartará de esta sagrada tarea. Gastaré hasta la última gota de mi sangre si es necesario… Hablando de gastar, necesitaré un cheque.

—¿Un cheque? —musitó con voz temblorosa Antiochus Schnell, que siempre ha sido un hombre muy dado a mantener la cartera cerrada.

—Habitación de hotel —dije—, comidas, bebidas, propinas, inflación y gastos generales. Es para tu hijo, amigo mío, no para mí.

Finalmente, conseguí ese cheque, y una vez que llegué a Tate no esperé mucho para visitar al joven Artaxerxes. Apenas si me permití tomar una buena cena, un coñac excelente, una larga noche de sueño y un sosegado desayuno antes de acudir a su habitación.

Al entrar sufrí una fuerte impresión: las paredes se hallaban cubiertas de estanterías repletas no de diversos y heterogéneos objetos de adorno, ni de nutritivas botellas llenas del arte del vinatero, ni de fotografías de encantadoras jovencitas que inexplicablemente habían perdido sus vestidos…, sino de «libros».

Uno yacía desvergonzadamente abierto sobre la mesa, y yo creo que lo había estado hojeando justo antes de mi llegada. Tenía una sospechosa mancha de polvo en el dedo índice de la mano derecha, que, torpemente, trató de esconder en la espalda.

No obstante, el propio Artaxerxes constituía una impresión mayor aún. Naturalmente, él no me reconoció como viejo amigo de la familia. Yo no le había visto desde hacía nueve años, pero nueve años no habían cambiado mi noble apostura ni mi lozano y abierto semblante. Nueve años antes, sin embargo, Artaxerxes era un joven anodino de diecinueve años. Medía poco más de metro y medio, llevaba gafas grandes y redondas y tenía aspecto encorvado.

—¿Cuánto pesas? —le pregunté de improviso.

—Cuarenta y cuatro kilos —susurró.

Le miré con sincera compasión. Era un tipejo endeble de cuarenta y cuatro kilos, objeto natural de la burla e irrisión de los demás.

Luego, se me ablandó el corazón al pensar: ¡Pobre muchacho, pobre muchacho! Con un cuerpo así, ¿podría tomar parte en alguna de las actividades esenciales para una adecuada educación universitaria? ¿Rugby? ¿Carreras? ¿Lucha libre? Cuando otros muchachos exclamaban: «Tenemos este viejo granero, podemos cosernos nuestras propias ropas, vamos a montar una comedia musical», ¿qué podía hacer «él»? Con unos pulmones como los suyos, ¿podría cantar de forma que no fuese como una delicada soprano?

Es lógico que se viese obligado, contra su voluntad, a dejarse deslizar en la infamia.

Con suavidad, casi tiernamente, le dije:

—Artaxerxes, muchacho, ¿es verdad que estás estudiando cálculo y economía política?

Asintió con la cabeza.

—Y también antropología.

Sofoqué una exclamación de disgusto.

—¿Y es verdad que asistes a clases? —pregunté.

—Lo siento, señor, pero así es. Al final de este año haré la lista del decano.

Había una lágrima delatora en la comisura de uno de sus ojos, y en medio de mi horror, albergué alguna esperanza en que, por lo menos, reconociera el abismo de depravación en que había caído.

—Hijo mío —le dije—, ¿es que no puedes apartarte de esas despreciables prácticas y retornar a una pura e inmaculada vida universitaria?

—No puedo —sollozó—. He ido demasiado lejos. Nadie puede ayudarme.

Yo pugnaba desesperadamente por hallar alguna solución.

—¿No hay en esta Universidad una mujer decente que pueda ocuparse de ti? En el pasado, el amor de una buena mujer ha obrado milagros, y seguro que puede volver a hacerlo.

Se le iluminaron los ojos. Era obvio que yo había puesto el dedo en la llaga.

—Philomel Kribb —dijo con voz entrecortada—. Ella es el sol, la luna y las estrellas que brillan sobre el mar de mi alma.

—Ah —dije, percibiendo la emoción oculta tras su controlada fraseología—. ¿Lo sabe ella?

—¿Cómo puedo decírselo? El peso de su desprecio me aplastaría.

—¿No renunciarías al cálculo para anular ese desprecio?

Inclinó la cabeza.

—Soy débil…, débil.

Me separé de él, decidido a encontrar inmediatamente a Philomel Kribb.

No me costó mucho trabajo. En Secretaría, rápidamente averigüé que se estaba especializando como animadora de espectáculos deportivos, con una dedicación secundaria a la música coral. La encontré en el local de ensayos.

Esperé pacientemente a que terminaran los complicados y briosos pasos y los melodiosos grititos, luego pedí que me indicaran quién era Philomel: se trataba de una muchacha rubia de mediana estatura, reluciente de salud y de transpiración y poseedora de una figura que me hizo fruncir los labios en signo de aprobación. Era obvio que bajo la académica perversión de Artaxerxes latía una oscura comprensión de cuáles eran los debidos intereses de un estudiante.

Una vez que hubo salido de la ducha y se hubo puesto su vistoso y escueto vestido estudiantil, vino a mi encuentro, con aire tan fresco y radiante como un prado cubierto de rocío.

Inmediatamente fui al grano y le dije:

—El joven Artaxerxes considera que tú eres la iluminación astronómica de su vida.

Me pareció que sus ojos se enternecían un poco.

—Pobre Artaxerxes. Necesita mucha ayuda.

—Podría aprovechar la que le diera una buena mujer —señalé.

—Lo sé —dijo—, y yo soy tan buena como la que más…, eso dicen, al menos. —Se ruborizó—. Pero ¿qué puedo hacer? Yo no puedo ir contra la biología. Bullwhip Costigan humilla constantemente a Artaxerxes. Se burla de él en público, le da empujones, tira al suelo sus estúpidos libros, todo ello entre las crueles risas de los presentes. Ya sabe lo que ocurre en el aire hirviente de la primavera.

—Ah, sí —dije emocionado, recordando los felices tiempos y las muchas, muchísimas veces que yo había custodiado las chaquetas de los contendientes—. ¡Las peleas de primavera!

Philomel suspiró.

—He esperado mucho tiempo que, de alguna manera, Artaxerxes hiciera frente a Bullwhip…, un taburete le ayudaría, naturalmente, habida cuenta de que Bullwhip mide 1,95; no obstante, por alguna razón, Artaxerxes se niega a hacerlo. Tanto estudiar —se estremeció— debilita la fibra moral.

—Indudablemente, pero si tú le ayudaras a salir del agujero…

—Oh, señor, él está profundamente hundido, y es un muchacho bueno y considerado, y yo le ayudaría si pudiese, pero el equipamiento genético de mi cuerpo impone su influencia y me llama al lado de Bullwhip. Es guapo, musculoso y dominador, y esas cualidades dejan su impronta natural en mi entusiasmado corazón de animadora.

—¿Y si Artaxerxes humillase a Bullwhip?

—Una animadora —dijo, y se irguió orgullosamente, ofreciendo una espectacular ostentación de esplendor frontal— debe seguir a su corazón, que, inevitablemente, se apartaría del humillado y alcanzaría hacia el humillador.

Sencillas palabras, que yo sabía que brotaban del alma de la honesta muchacha.

Estaba claro lo que debía hacer. Si Artaxerxes hacía caso omiso de la insignificante diferencia de cuarenta y cinco centímetros y cincuenta kilos, y arrojaba al fango a Bullwhip Costigan, Philomel sería de Artaxerxes y le convertiría en un auténtico hombre, que se pasaría la vida entregado a la útil tarea de beber cerveza y ver la televisión.

Estaba claro: era un caso para Azazel.

No sé si te he hablado alguna vez de Azazel, pero es un ser de otro tiempo y lugar, de dos centímetros de estatura; al que puedo llamar a mi lado mediante conjuros y hechizos secretos que sólo yo conozco.

Azazel posee poderes muy superiores a los nuestros; sin embargo, carece de cualidades sociales, pues es una criatura extraordinariamente egoísta, que constantemente antepone sus triviales ocupaciones a mis importantes necesidades.

Esta vez, cuando apareció, estaba tendido de costado, con los diminutos ojos cerrados y acariciando lentamente el aire vacío ante él con suaves y lánguidos movimientos de su cola.

—«Poderoso» —dije, pues él insiste en que se le dé ese tratamiento.

Abrió los ojos, y, al instante, emitió estridentes silbidos en la gama más alta de mi audición. Muy desagradable.

—¿Dónde está Astaroth? —exclamó—. ¿Dónde está mi preciosa Astaroth, que en este mismo momento se encontraba en mis brazos?

Luego, reparó en mi presencia y dijo, rechinando los dientes:

—¡Oh, eres tú! ¿Te das cuenta de que me has llamado a tu lado en el preciso momento en que Astaroth…? Pero eso no viene al caso.

—En efecto —dije—. No obstante, considera que, una vez me hayas prestado una pequeña ayuda, puedes volver a tu propio continuo medio minuto después de tu marcha. Para entonces, Astaroth habrá tenido tiempo de sentirse molesta por tu súbita ausencia, pero no furiosa todavía. Tu reaparición le llenará de alegría, y lo que estuvierais haciendo, se puede hacer por segunda vez.

Azazel reflexionó unos instantes, y luego dijo, en lo que para él era un tono afable:

—Tienes una mente pequeña, primitivo gusano, pero es una mente retorcida y astuta, que puede sernos útil a los que tenemos mentalidades gigantes pero padecemos el inconveniente de una naturaleza luminosamente directa y sincera. ¿Qué clase de ayuda necesitas ahora?

Expliqué la situación de Artaxerxes; Azazel reflexionó y dijo:

—Podría aumentar la potencia de sus músculos.

Meneé la cabeza.

—No es sólo cuestión de músculo. Están también la habilidad y el valor, que necesita desesperadamente.

Azazel se mostró indignado.

—¿Quieres que me ponga a aumentar sus cualidades espirituales? —exclamó.

—¿Tiene alguna otra cosa que sugerir?

—Claro que la tengo. No en balde soy infinitamente superior a ti. Si tu frágil amigo no puede atacar directamente a su enemigo, ¿qué tal una eficaz acción evasiva?

—¿Quieres decir escapar corriendo a toda velocidad? —Meneé la cabeza—. No creo que eso resultara muy impresionante.

—No he hablado de huida; a lo que me refiero es a una acción evasiva. Sólo necesito abreviar mucho su tiempo de reacción, lo cual se consigue de manera muy sencilla por medio de uno de mis grandes logros. Para evitar que desperdicie su fuerza de forma innecesaria, puedo hacer que esa abreviación sea activada por la descarga de adrenalina. En otras palabras, será operativa únicamente cuando se encuentre en un estado de miedo, ira u otra pasión fuerte. Déjame verle sólo unos momentos, y yo me ocuparé de todo.

—Por supuesto —dije.

En cuestión de un cuarto de hora, visité a Artaxerxes en su habitación y dejé que Azazel le observara desde el bolsillo de mi camisa. Azazel pudo así manipular a corta distancia el sistema nervioso autónomo del joven y luego volver a su Astaroth y a las obscenas prácticas a que deseara entregarse.

Mi paso siguiente fue escribir una carta, astutamente disfrazada con letra de estudiante —con mayúsculas y a lápiz—, y deslizaría bajo la puerta de Bullwhip. No hubo que esperar mucho. Bullwhip puso en el tablón de anuncios de los estudiantes un mensaje citando a Artaxerxes en el bar del «Gourmet Bebedor», y Artaxerxes tenía demasiado sentido común como para no acudir.

Philomel y yo acudimos también, y nos quedamos en la parte exterior del nutrido grupo de estudiantes que se habían congregado, ansiosos por lo que ocurría. Artaxerxes, a quien le castañeteaban los dientes, llevaba un pesado volumen titulado Manual de Física y Química. Ni siquiera en aquellas críticas circunstancias podía liberarse de su perversión.

Bullwhip, seguido en toda la plenitud de su estatura y contrayendo de manera ostensible los músculos bajo su camiseta, cuidadosamente rasgada, dijo:

—Schnell, ha llegado a mi conocimiento que has estado diciendo mentiras acerca de mí. Como buen universitario, te daré una oportunidad de desmentirlo antes de hacerte pedazos. ¿Has dicho a alguien que una vez me viste leyendo un libro?

—Una vez te vi mirar un libro de tiras cómicas —respondió Artaxerxes—, pero lo tenías cogido al revés, por lo que no pensé que lo estuvieras leyendo, así que nunca dije a nadie que lo leyeras.

—¿Has dicho alguna vez que yo tenía miedo a las chicas y que fanfarroneaba de cosas que no podía hacer?

—Una vez les oí a unas chicas decirlo, Bullwhip —respondió Artaxerxes—, pero nunca lo repetí.

Bullwhip hizo una pausa. Aún faltaba lo peor.

—Bien, Schnell, ¿has dicho alguna vez que yo era un sucio cornudo?

—No, señor —respondió Artaxerxes—, lo que dije es que eras un absurdo del todo.

—Entonces, ¿lo niegas todo?

—Categóricamente.

—¿Y reconoces que todo es falso?

—Clamorosamente.

—¿Y que eres un maldito mentiroso?

—Abyectamente.

—Entonces —dijo Bullwhip, con los dientes apretados—, no te mataré. Me limitaré a romperte uno o dos huesos.

—Las peleas de primavera —exclamaron los estudiantes riendo, mientras formaban un círculo en torno a los dos combatientes.

—Será una pelea limpia —anunció Bullwhip, que, aunque era un cruel camorrista, seguía el código universitario—. Nadie me ayudará a mí, y nadie le ayudará a él. Será estrictamente uno contra uno.

—¿Puede haber algo más justo? —coreó el ávido auditorio.

—Quítate las gafas, Schnell —dijo Bullwhip.

—No —replicó audazmente Artaxerxes, y uno de los espectadores le quitó las gafas.

—Eh, estás ayudando a Bullwhip —protestó Artaxerxes.

—No, te estoy ayudando a «ti» —dijo el estudiante que tenía ahora las gafas en la mano.

—Pero así no puedo ver claramente a Bullwhip —dijo Artaxerxes.

—No te preocupes —dijo Bullwhip—, me sentirás claramente.

Y, sin más preámbulos, lanzó su pesado puño contra la barbilla de Artaxerxes.

El puño silbó a través del aire, y Bullwhip giró sobre sí mismo a consecuencia del impulso, pues Artaxerxes retrocedió ante la aproximación del golpe, que falló por medio centímetro.

Bullwhip parecía asombrado; Artaxerxes, estupefacto.

—Bien —dijo Bullwhip—. Ahora vas a ver.

Avanzó un paso y lanzó alternativamente ambos brazos.

Artaxerxes danzaba a derecha e izquierda con una expresión de extrema ansiedad en el rostro, y yo temí realmente que fuera a resfriarse por el viento que producían los violentos movimientos de Bullwhip.

Era obvio que Bullwhip se estaba fatigando. Su poderoso pecho subía y bajaba convulsivamente.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó con voz quejumbrosa.

Pero Artaxerxes ya había comprendido que, por alguna razón, era invulnerable. Por consiguiente, avanzó hacia su contrincante y, levantando la mano que no sostenía el libro, abofeteó sonoramente la mejilla de Bullwhip, al tiempo que decía:

—Toma, «cornudo».

Al mismo tiempo, todos los presentes contuvieron el aliento, y Bullwhip fue presa de un súbito frenesí. Todo lo que se podía ver era una poderosa máquina embistiendo, golpeando y girando, con un danzante blanco en su centro.

Al cabo de unos interminables minutos, Bullwhip jadeaba, sudoroso y exhausto. Ante él, se alzaba Artaxerxes, fresco e intacto. Ni siquiera había soltado su libro.

Y con él precisamente, golpeó ahora con fuerza a Bullwhip en el plexo solar. Éste se dobló sobre sí mismo, y Artaxerxes le golpeó con más fuerza aún en el cráneo. Como consecuencia, el libro quedó bastante estropeado, pero Bullwhip se derrumbó en un estado de beatífica inconsciencia.

Artaxerxes volvió en derredor sus miopes ojos.

—Que el granuja que me quitó las gafas me las devuelva «ahora» —dijo.

—Sí, señor Schnell —convino el estudiante que las había cogido, y sonrió espasmódicamente tratando de congraciarse con él—. Aquí están, señor. Las he limpiado, señor.

—Bien. Y, ahora, largo. Eso va para todos. ¡Largo!

Obedecieron apresuradamente, empujándose unos a otros en su precipitación por irse. Sólo nos quedamos Philomel y yo.

Los ojos de Artaxerxes se posaron sobre la anhelante joven. Enarcó altivamente las cejas y le hizo una seña doblando el dedo meñique. Humildemente, ella se dirigió hacia él, y cuando Artaxerxes dio media vuelta y se marchó, le siguió con la misma humildad.

Fue un final completamente feliz. Artaxerxes, pletórico de seguridad en sí mismo, descubrió que ya no necesitaba de los libros para tener una espuria sensación de valía. Se pasaba todo el tiempo practicando en el ring y se convirtió en campeón universitario de boxeo. Todas las estudiantes le adoraban, pero al final se casó con Philomel.

Sus hazañas como boxeador le dieron tal reputación universitaria, que pudo elegir entre diferentes puestos de ejecutivo. Su aguda inteligencia le permitió percibir dónde había dinero, así que se las arregló para conseguir la concesión de tapas de retrete para el Pentágono, a lo que añadió la venta de objetos tales como lavadoras, que compraba en almacén y vendía a las agencias gubernamentales de suministros.

Sin embargo, resultó que los estudios que había realizado al principio, antes de regenerarse, le eran útiles después de todo. Asegura que necesita cálculo para averiguar sus beneficios, economía política para elaborar sus deducciones fiscales y antropología para tratar con la sección ejecutiva del Gobierno.

Miré a George con curiosidad.

—¿Quieres decir que en esta ocasión vuestra intromisión —la tuya y la de Azazel— en los asuntos de un pobre inocente terminó «felizmente»?

—En efecto —respondió George.

—Pero eso significa que ahora tienes un amigo extremadamente rico, que te debe a ti todo cuanto tiene.

—Lo has expresado perfectamente.

—Entonces, no hay duda de que podrás sacarle dinero.

El rostro de George se oscureció.

—Eso creerías tú, ¿verdad? Tú creerías que debería existir gratitud en el mundo, ¿verdad? Tú creerías que hay personas que, una vez que se les explicara cuidadosamente que sus facultades evasivas sobrehumanas son fruto exclusivo de los denodados esfuerzos de un amigo, considerarían oportuno derramar recompensas sobre ese amigo.

—¿Quieres decir que Artaxerxes no?

—En efecto. Una vez que me dirigí a él para pedirle que me dejara diez mil dólares, como inversión en un proyecto mío que seguramente produciría cien veces más…, diez mil cochinos dólares, que él se gana en cuanto vende una docena de tuercas y tornillos a las Fuerzas Armadas, hizo que sus criados me echaran.

—Pero ¿por qué, George? ¿Lo has averiguado?

—Sí, acabé enterándome. Ya sabes que él emprende una acción evasiva siempre que fluye su adrenalina, siempre que se halla bajo los efectos de una pasión intensa, como la cólera o la ira. Azazel lo explicó.

—Sí. ¿Y…?

—De ese modo, siempre que Philomel considera las finanzas familiares y se siente invadida de cierto ardor libidinoso, se acerca a Artaxerxes, quien, percibiendo su intención, siente fluir su propia adrenalina en apasionada respuesta. Luego, cuando ella se echa hacia él con su femenino entusiasmo y abandono…

—¿Qué?

—Él la esquiva.

—¡Ah!

—De hecho, nunca puede ponerle una mano encima, lo mismo que tampoco pudo hacerlo Bullwhip. Cuanto más tiempo dura esto, más sube su nivel de frustración y más adrenalina fluye sólo con verla…, y más inconsciente y automáticamente la esquiva. Como es natural, ella, desesperada y llorosa, se ve obligada a encontrar consuelo en otra parte, pero cuando «él» intenta de vez en cuando una aventura fuera de los estrictos lazos del matrimonio, no puede. Esquiva a toda mujer que se le acerca, aun cuando sólo se trate de una cuestión de conveniencia mercantil por parte de ella. Artaxerxes se encuentra en la posición de Tántalo…, aparentemente el objeto siempre está disponible y, sin embargo, siempre fuera de su alcance. —Al llegar a este punto, la voz de George cobró un tono de indignación—. Y por ese trivial inconveniente me ha echado de la casa.

—Podrías hacer que Azazel suprimiera la maldición…, quiero decir, el don que pediste para él —dije.

—Azazel es reacio a actuar dos veces sobre un mismo sujeto, no sé por qué. Además, ¿por qué habría yo de conceder favores adicionales a quien se muestra tan desagradecido por los que ya ha recibido? Tú, en cambio, aunque eres un reconocido tacaño, me prestas cinco dólares de vez en cuando… —te aseguro que llevo la cuenta de todas esas ocasiones en trocitos de papel que tengo aquí y allá, en alguna parte de mis habitaciones— y, sin embargo, nunca te he hecho un favor, ¿verdad? Si tú puedes mostrarte servicial sin un favor, ¿por qué él no, que sí que ha recibido un favor?

Pensé en ello y dije:

—Escucha, George. Sigue sin concederme ningún favor. Todo va bien en mi vida. De hecho, sólo para recalcar que no quiero un favor, ¿qué tal si te doy diez dólares?

—Oh, bueno —respondió George—, si insistes…