Más cosas en el cielo y en la tierra
Sorprendentemente, George había permanecido en silencio durante la cena, y ni siquiera se había molestado en interrumpirme cuando yo me tomé la molestia de contarle algunas frases ingeniosas que se me habían ocurrido a lo largo de los últimos días. Una leve risita burlona al oír la mejor de ellas fue todo lo que se dignó otorgarme.
A los postres (tarta de bayas caliente á la mode), lanzó un profundo suspiro, salido desde el fondo mismo del abdomen, ofreciéndome una actualización en absoluto agradable del revuelto de gambas que había tomado al principio de la cena.
—¿Qué ocurre, George? —pregunté—. Parece como si te preocupase algo.
—Me sorprendes —dijo George—, al mostrar esta insospechada sensibilidad. Por lo general, estás demasiado absorto en tus propios y triviales problemas literarios como para advertir los sufrimientos ajenos.
—Sí, pero ya que lo he advertido —dije—, no desperdiciemos el esfuerzo que me ha costado.
—Simplemente estaba pensando en un amigo mío. Pobrecillo. Se llamaba Vissarion Johnson. Supongo que nunca has oído hablar de él.
—En efecto —respondí.
—Bueno, así es la fama, aunque me imagino que no es ninguna ignominia permanecer desconocido para una persona de tu limitada visión. Lo cierto es que Vissarion fue un gran economista.
—Seguramente bromeas —dije—. ¿Cómo pudiste llegar a relacionarte con un economista? Eso sería caer demasiado bajo, incluso para ti.
—No lo creas. Vissarion Johnson era un hombre de grandes conocimientos.
—No lo dudo ni por un momento —repuse—. Es la integridad de la profesión lo que pongo en tela de juicio. Hay una anécdota según la cual el presidente Reagan, preocupado por el Presupuesto Federal y tratando de sacarlo adelante, preguntó a un físico: «¿Cuántas son dos y dos?». El físico respondió al instante: «Cuatro, señor Presidente».
»Reagan consideró esto unos momentos, utilizando los dedos, y no se quedó satisfecho. Por consiguiente, preguntó a un experto en estadística: “¿Cuántas son dos y dos?”. Después de reflexionar, el experto respondió: “La última encuesta realizada entre estudiantes de cuarto grado, señor Presidente, revela un conjunto de respuestas que dan un promedio muy próximo a cuatro”.
»No obstante, era el Presupuesto lo que estaba en juego, así que Reagan consideró que debía llevar la pregunta hasta la cumbre. Por consiguiente, preguntó a un economista: “¿Cuántas son dos y dos?”. El economista echó las persianas, miró rápidamente a ambos lados y, luego, susurró: “¿Cuál le gustaría que fuese la respuesta, señor Presidente?”.
George no demostró con expresión verbal ni facial alguna que esto le hubiera hecho la menor gracia.
—Es obvio que no sabes nada de economía, amigo mío —dijo.
—Ni tampoco los economistas, George —respondí.
—Bueno, entonces permíteme que te cuente la triste historia de mi buen amigo el economista Vissarion Johnson. Sucedió hace unos años.
Como te explicaba —dijo George—, Vissarion era un economista que había llegado a la cumbre, o casi, de su profesión. Había estudiado en el Instituto de Tecnología de Massachusetts, donde aprendió a escribir las más abstrusas ecuaciones sin que le temblara la tiza.
Una vez graduado, comenzó a ejercer inmediatamente, y gracias a los fondos puestos a su disposición por cierto número de clientes, aprendió mucho acerca de las aleatorias vicisitudes de la marcha cotidiana de la Bolsa. Fue tal su habilidad, que algunos de sus clientes apenas si perdieron nada.
En varías ocasiones fue lo bastante audaz como para predecir que al día siguiente la Bolsa subiría o bajaría dependiendo de que la atmósfera fuese favorable o desfavorable, respectivamente, y en todos los casos la Bolsa se comportó exactamente como él había predicho.
Naturalmente, triunfos de éstos le lucieron famoso como el «Chacal de Watt Street», y sus consejos eran solicitados por muchos de los más famosos practicantes del arte de ganar dinero con facilidad.
Sin embargo, él tenía los ojos puestos en algo más grande que la Bolsa y que las maquinaciones comerciales, algo más grande aún que la capacidad de predecir el futuro. Lo que quería era nada menos que el puesto de economista jefe de los Estados Unidos o, como más familiarmente suele ser conocido este funcionario, «Consejero económico del Presidente».
Difícilmente puede esperarse que tú, con tus limitados intereses, conozcas la posición sumamente delicada que ocupa el economista jefe. El Presidente de los Estados Unidos debe tomar las decisiones que determinan las regulaciones gubernamentales del comercio y los negocios; controlar la masa de dinero y los Bancos; proponer o vetar medidas que afectarán a la agricultura, el comercio y la industria; decidir la distribución de los ingresos obtenidos por los impuestos, determinando cuánto debe destinarse a gastos militares y, si se diera la circunstancia de que sobrara algo, cuánto para todo lo demás. Y en todos estos casos, él recurre, ante todo y sobre todo, al asesoramiento del economista jefe.
Y cuando el Presidente recurre a él, el economista jefe debe ser capaz de decidir, instantánea y exactamente, qué es lo que el Presidente quiere oír, y debe dárselo, juntamente con las necesarias frases sin sentido que el Presidente, a su vez entonces puede ofrecer al público norteamericano. Cuando me contaste la historia del Presidente, el físico, el experto en estadística y el economista, por un momento creí que comprendías la delicada naturaleza de la tarea del economista, pero la risa totalmente inapropiada en que prorrumpiste me demostró con toda claridad que no habías entendido nada.
Para cuando cumplió los cuarenta años, Vissarion había obtenido todas las calificaciones necesarias para cualquier puesto, por alto que fuese. Por los pasillos del Instituto de Economía Gubernamental se comentaba que ni una sola vez en los siete últimos años Vissarion Johnson le había dicho nada a nadie que no quisiera oír. Es más, había sido aprobado por aclamación su ingreso en el pequeño círculo del CRD.
Tú, en tu inexperiencia de todo cuanto se halle situado más allá de tu máquina de escribir, es probable que nunca hayas oído hablar del CRD, que es el acrónimo del «Club de Rendimientos Decrecientes». De hecho, muy pocas personas tienen conocimiento de su existencia. Incluso entre los economistas de más bajo rango hay muchos que la ignoran. Es el pequeño y exclusivo grupo de economistas que han llegado a dominar plenamente el intrincado terreno de la economía taumatúrgica…, o, como una vez la llamó un político, con su estilo curiosamente rústico, «economía vudú».
Era bien sabido que nadie que estuviera fuera del CRD podía triunfar en el Gobierno federal, pero que podría hacerlo cualquiera que estuviese dentro de él. Así, pues, cuando inesperadamente murió el presidente del CRD y un comité de la organización se entrevistó con Vissarion para ofrecerle el puesto, el corazón le dio un vuelco en el pecho. Como presidente, a la primera oportunidad sin duda sería nombrado economista jefe, y se encontraría en la fuente misma del poder, moviendo la mano del Presidente exactamente en la dirección que el Presidente quisiera.
Sin embargo, había un detalle que le preocupaba a Vissarion y le dejaba sumido en terribles dudas: sentía que necesitaba la ayuda de alguien de mente equilibrada y aguda inteligencia, y recurrió a mí, como naturalmente habría hecho cualquiera que se encontrase en aquella situación.
—George —dijo—, al convertirme en presidente del CRD se cumplen mis más grandes esperanzas y mis sueños más descabellados. Es la puerta abierta a un glorioso futuro de psicofancia económica, en el que incluso puedo aventajar a ese segundo suministrador de confirmación de todas las conjeturas presidenciales, el científico jefe de los Estados Unidos.
—Te refieres al consejero científico del Presidente.
—Si quieres decirlo de manera informal, sí. Sólo necesito ser nombrado presidente del CRD, y dentro de dos años, con toda seguridad, seré economista jefe. Salvo que…
—¿Qué? —pregunté.
Vissarion pareció hacer un esfuerzo por controlarse.
—Debo volver al principio. El «Club de Rendimientos Decrecientes» fue fundado hace sesenta y dos años, y se eligió ese nombre porque la Ley de Rendimientos Decrecientes es la única ley económica de la que todos los economistas, por bien instruidos que estén, han oído hablar. Su primer presidente, una respetada figura que en noviembre de 1929 predijo que la Bolsa iba a sufrir un fuerte descenso, fue reelegido presidente año tras año, y se mantuvo como tal durante treinta y dos años, muriendo a la patriarcal edad de noventa y seis.
—Muy loable por su parte —dije—. Hay muchas personas que renuncian demasiado pronto, cuando sólo se necesita firmeza y determinación para mantenerse hasta los noventa y seis años o, incluso, más.
—Nuestro segundo presidente obtuvo resultados casi igualmente brillantes, ocupando el puesto durante dieciséis años. Fue el único que no llegó a ser economista jefe. Lo merecía, y fue nombrado para el puesto por Thomas E. Dewey el día anterior al de las elecciones, pero de alguna manera… Nuestro tercer presidente murió tras haber ocupado el puesto durante ocho años, y el cuarto falleció después de ser presidente cuatro años. Nuestro último presidente, que murió el mes pasado, era el quinto, y ocupó el puesto durante dos años. ¿Ves algo extraño en todo esto, George?
—¿Extraño? ¿Murieron todos de muerte natural?
—Por supuesto.
—Bueno, considerando el puesto que ocupaban, si «es» extraño.
—Tonterías —exclamó Vissarion con cierta aspereza—. Quiero llamar tu atención sobre los períodos de tiempo en que los sucesivos presidentes desempeñaron su cargo: treinta y dos, dieciséis, ocho, cuatro y dos, respectivamente.
Reflexioné unos momentos.
—Los números parecen ir disminuyendo.
—No solamente van disminuyendo. Cada uno es exactamente la mitad del anterior. Créeme, he hecho que lo compruebe un físico.
—Creo que tienes razón. ¿Ha visto esto alguien más?
—Desde luego —respondió Vissarion—. Les he enseñado estas cifras a mis compañeros del Club, y todos ellos aseguran que estadísticamente no son significativas, a menos que el presidente promulgue un decreto ejecutivo declarando que lo son. Pero ¿no ves la importancia de todo esto? Si acepto el puesto de presidente, moriré al cabo de un año. Seguro. Y si muero, después le será sumamente difícil al presidente nombrarme para el puesto de economista jefe.
—Sí, Vissarion, estás en un dilema —le dije—. He conocido a muchos funcionarios gubernamentales que no mostraban ninguna señal de vida detrás de la frente, pero nunca a uno solo que no mostrase ninguna señal de vida «en absoluto». Dame un día para pensar en ello, ¿eh, Vissarion?
Nos pusimos de acuerdo para reunimos al día siguiente; a la misma hora, en el mismo sitio. Después de todo, era un restaurante excelente y, a diferencia de ti, Vissarion no me regateaba un mendrugo de pan.
Está bien, tampoco me regateaba un revuelto de gambas.
Era obvio que se trataba de un caso para Azazel, y me sentía plenamente justificado para poner a trabajar en ello a mi pequeño demonio de dos centímetros de estatura, con sus poderes ultraterrenos.
Después de todo, Vissarion no sólo era un hombre bondadoso dotado de un evidente buen gusto en materia de restaurantes, sino que, además, yo pensaba sinceramente que podría prestar grandes servicios a nuestra nación confirmando las ideas del presidente frente a las objeciones aducidas por individuos de mejor criterio. Al fin y al cabo, ¿quién les había elegido a «ellos»?
No le agradó a Azazel que le hiciese acudir a mi presencia. En cuanto me vio, arrojó lo que tenía en sus diminutas manos. Se trataba de algo demasiado pequeño como para que yo pudiera distinguirlo con mucha claridad, pero me pareció que eran unos minúsculos rectángulos de cartulina de curiosos dibujos.
Lanzó una violenta exclamación, mientras su rostro se contorneaba y se teñía de un vivo color amarillo a consecuencia de su ira. Su pequeña cola restallaba con furia y los minúsculos cuernos de su frente vibraban a impulsos de su fuerte emoción.
—¿Te das cuenta, inmunda y enorme masa de inferioridad —gritó—, de que por fin tenía en la mano un zotchil, y no sólo un zotchil, sino un zotchil de figuras y con un par de reils en juego? Todos estaban pujando, y yo no podía perder. Me habría llevado todo lo que había sobre la mesa.
—No sé de qué estás hablando —le dije con severidad—, pero parece como si hubieras estado jugando. ¿Es ésa una actividad refinada y civilizada? ¿Qué diría tu pobre madre si supiera que pasas el tiempo jugando con un grupo de holgazanes?
Azazel pareció desconcertado. Luego, murmuró:
—Tienes razón. A mis madres se les partiría el corazón. A las tres. Especialmente a mi pobre madre intermedia, que tanto se sacrificó por mí. —Y prorrumpió en atiplados gemidos que resultaban horribles de oír.
—Vamos, vamos —le dije en tono tranquilizador. Ardía en deseos de taparme los oídos, pero eso le habría ofendido—. Puedes compensarlo ayudando a un meritorio ser de este mundo.
Le conté la historia de Vissarion Johnson.
—Hum —dijo Azazel.
—¿Qué significa eso? —pregunté ansiosamente.
—Significa «hum» —replicó Azazel—. ¿Qué otra cosa crees que podría significar?
—Sí, pero ¿no crees que se trata de una mera coincidencia y que Vissarion debería hacer caso omiso de ella?
—Es posible…, si no fuera porque todo esto no puede ser coincidencia, y más vale que Vissarion no lo pase por alto. Tiene que ser obra de una ley de la Naturaleza.
—¿Cómo puede ser una ley de la Naturaleza?
—¿Crees que conoces todas las leyes de la Naturaleza?
—Bueno, no.
—Claro que no. Nuestro gran poeta Cheefpreest, escribió una vez un delicado pareado al respecto, pareado que, con mi gran talento poético, traduciré a tu bárbaro lenguaje.
Azazel carraspeó, pensó unos instantes y luego dijo:
Es la Naturaleza un arte que solemos ignorar;
el azar, un camino cuyo rumbo no solemos averiguar.
Yo pregunté con cierta suspicacia:
—¿Eso qué significa?
—Significa que se halla implicada una ley de la Naturaleza, y que debemos descubrir cuál es y cómo podríamos aprovecharla para modificar los acontecimientos a nuestra conveniencia. Eso es lo que significa. ¿Crees que un gran poeta de mi pueblo mentiría?
—Bueno, ¿puedes hacer algo al respecto?
—Posiblemente. Ya sabrás que hay muchísimas leyes de la Naturaleza.
—¿Sí?
—Oh, sí. Hay una ley de la Naturaleza preciosa, una ecuación diabólicamente atractiva cuando se la pone en los tensores de Weinbaum, que rige el calor de la sopa en relación con la prisa que uno tenga por terminarla. Si esa extraña disminución de la duración del período presidencial está regida por la ley de la que yo creo que depende, es posible que pueda alterar la naturaleza del ser de tu amigo, de tal modo que quede permanentemente protegido contra todo daño procedente de cuanto existe sobre la Tierra. Naturalmente, no será inmune a los procesos de la decadencia fisiológica. Los efectos de lo que tengo pensado no le harán inmortal, pero, al menos, garantizarán que no morirá a consecuencia de una infección o un accidente, cosa que me imagino le resultará satisfactoria.
—Por completo. Pero ¿cuándo sucederá?
—No estoy del todo seguro. Ando bastante ocupado estos días con una joven de mi especie que parece prendada por completo de mí, pobrecilla.
Bostezó, mientras su pequeña lengua bífida se enroscaba en forma de hélice y luego volvía a enderezarse.
—Creo que necesito dormir, pero en dos o tres días seguramente estará terminado.
—Sí, pero ¿cómo puedo saber cuándo está hecho y si todo ha salido bien?
—Es fácil —respondió Azazel—. Espera unos días, y luego, tírale de un empujón a tu amigo debajo de las ruedas de un camión que pase a toda velocidad. Si sale ileso, será que ya están funcionando las modificaciones que habré introducido. Y ahora, si no te importa, quiero jugar esta mano, luego pensaré en mi pobre madre intermedia y dejaré la partida. Llevándome mis ganancias, naturalmente.
No creas que no me costó persuadir a Vissarion de que se encontraba perfectamente seguro.
—¿Nada en la Tierra puede causarme daño? —decía—. ¿Y tú cómo sabes que nada en la Tierra puede causarme daño?
—Lo sé. Mira, Vissarion, yo no pongo en tela de juicio tus conocimientos especializados. Cuando me dices que las tasas de interés van a bajar, yo no me pongo a preguntarte cómo lo sabes.
—Sí, eso está muy bien, pero si yo digo que las tasas de interés van a bajar y luego suben —y eso no sucede más de la mitad de las veces—, solamente resultan heridos tus sentimientos. Ahora bien, si yo actúo sobre la presunción de que nada en la Tierra puede herirme y luego resulta que algo en la Tierra me hiere, el herido soy yo mismo.
No se puede discutir contra la lógica; de todos modos, yo seguí discutiendo. Por lo menos le convencí de que no rechazase el puesto, sino que tratase de retrasar unos días el nombramiento.
—Nunca aceptarán un retraso —dijo, pero, sin que nadie se hubiera percatado de ello, ocurrió que aquel mismo día era el aniversario del Viernes Negro, y el CRD entró en el habitual período de luto y plegarias por los difuntos. El retraso se produjo de manera automática, y eso por sí solo indujo a Vissarion a pensar que quizá su vida estuviese encantada.
Una vez terminó el período de luto, cuando se aventuró de nuevo en público, estaba yo cruzando una concurrida calle con él y —no recuerdo en realidad cómo sucedió— de pronto me agaché para atarme el cordón del zapato, perdí el equilibrio y caí contra él, y «él» perdió el equilibrio y cayó en medio del tráfico; de repente, se desató un pandemónium de chirridos de frenos y rechinar de neumáticos, y tres coches quedaron destrozados.
Vissarion no salió ileso del todo: su pelo quedó un poco desordenado, sus gafas ligeramente torcidas y tenía una mancha de grasa en la pernera derecha de su pantalón.
Pero él no le dio importancia. Mientras observaba la carnicería, dijo, con voz intimidada:
—Ni me han tocado. Santo Dios, ni me han tocado.
Y, al día siguiente, le sorprendió la lluvia —una lluvia fría y desagradable— sin botas, paraguas ni impermeable, y no cogió un resfriado en el acto. Me llamó, sin molestarse siquiera en secarse el pelo, y aceptó el puesto de presidente.
El caso es que tuvo un mandato espléndido. Inmediatamente quintuplicó sus honorarios, sin nada de esa tontería de lograr un mejor promedio de aciertos por lo que a sus pronósticos se refiere. Al fin y al cabo, un cliente no puede esperar tenerlo todo. Si obtiene un prestigio sin igual en el profesional a quien consulta, ¿es razonable que exija «además» un mejor asesoramiento?
Y encima disfrutaba de la vida. Ni un catarro. Nada en absoluto de enfermedades contagiosas. Cruzaba las calles con impunidad, sin hacer caso de los semáforos cuando tenía prisa, y, sin embargo, sólo rara vez provocaba accidentes a otros. No vacilaba en entrar de noche en el parque, y una vez que un navajero le puso la navaja en el pecho y le sugirió una transferencia de fondos, Vissarion se limitó a darle al joven financiero una patada en la ingle y a seguir su camino. El navajero en cuestión quedó tan preocupado por el hecho, que olvidó por completo renovar su solicitud.
En el aniversario de su elevación a la presidencia, le encontré en el parque. Se dirigía a participar en la comida conmemorativa de la ocasión. Era un hermoso día del veranillo de san Martín y, sentados uno al lado del otro en un banco del parque, nos sentíamos totalmente felices y a gusto.
—George —me confió—, he tenido un año magnífico.
—Me alegro —dije yo.
—Mi reputación es mayor que la de cualquier economista que haya vivido jamás. El mes pasado, sin ir más lejos, cuando advertí que «Jabones Unidos» tendría que asociarse con «Jabones Combinados» y se vio obligada a unirse a «Jabones Asociados», todo el mundo se maravilló de lo mucho que me había aproximado.
—Lo recuerdo —dije.
—Y ahora quiero que tú seas el primero en saber…
—¿Sí Vissarion?
—El Presidente me ha pedido que sea el economista jefe de los Estados Unidos, y he alcanzado la cumbre de todos mis sueños y deseos. Fíjate.
Me tendió un impresionante sobre en cuyo ángulo superior figuraba impreso en relieve el membrete de la Casa Blanca. Lo abrí, y al hacerlo oí un extraño zumbido, como si una bala hubiera pasado silbando junto a mi oreja, y capté un extraño resplandor con el rabillo del ojo.
Vissarion se hallaba tendido de costado sobre el banco, con una mancha de sangre en la pechera de la camisa, obviamente muerto. Algunos transeúntes se detuvieron atónitos; otros gritaban o se quedaban sin aliento y continuaban apresuradamente su camino.
—¡Llamen a un médico! —grité—. ¡Llamen a la Policía!
Por fin llegaron, y el dictamen fue que había sido herido en pleno corazón por un arma de calibre indeterminado, disparada por algún francotirador psicópata. Nunca se capturó al francotirador, ni tampoco se encontró la bala. Afortunadamente, había testigos dispuestos a declarar que en el momento del hecho yo tenía una carta en la mano y era a todas luces inocente de cualquier fechoría, ya que, en otro caso, lo habría pasado mal.
¡Pobre Vissarion! Había sido presidente justamente durante un año, lo que él había temido, y, sin embargo, la culpa no era de Azazel. Éste había dicho que Vissarion no resultaría muerto por nada existente en la Tierra, pero, como sabiamente dijo Hamlet: «Hay más cosas en el cielo y en la Tierra, Horacio, de las que hay solamente en la Tierra». Antes de que llegasen los médicos y la Policía, yo había advertido el pequeño agujero que había en la parte del banco justo detrás de Vissarion. Sirviéndome de mi navajita de bolsillo, extraje el pequeño objeto incrustado en la madera. Todavía estaba caliente. Meses después, discretamente encargué que fuese examinado en el museo, y tenía razón: era un meteorito.
En resumen, pues, Vissarion no había muerto por nada existente sobre la Tierra. Él era la primera persona en la Historia que se supiera que había muerto por efecto de un meteorito. Naturalmente, lo mantuve en absoluto secreto, pues Vissarion era un hombre muy reservado y le habría desagradado obtener notoriedad de esa manera. Habría oscurecido todos sus importantes trabajos en cuestiones económicas, y yo no podía permitir tal cosa.
Pero en cada aniversario de su elevación y muerte —como hoy—, pienso: ¡Pobre Vissarion! ¡Pobre Vissarion!
George se enjugó los ojos con el pañuelo, y yo le pregunté:
—¿Y qué fue de la siguiente persona que le sucedió en la presidencia? Debería haber ocupado el puesto durante medio año, y la siguiente durante tres meses, y la siguiente…
—No es necesario que hagas ostentación de tus conocimientos de alta matemática conmigo. Yo no soy uno de tus pobres y sufridos lectores. No sucedió nada de eso. La ironía del asunto radica en que el propio club alteró la ley de la Naturaleza.
—¡Oh! ¿Y cómo lo hicieron?
—Se les ocurrió que el nombre del club, el CRD, «Club de Rendimientos Decrecientes», era de mal agüero y que controlaba la duración del mandato del presidente. Por lo tanto, lo que hicieron fue invertir las iniciales y cambiaron el CRD en CDR.
—¿Y qué significa CDR?
—«Club de Distribuciones Rotativas», naturalmente —dijo George—, y el siguiente presidente lleva ya diez años en el puesto y conserva todo su vigor.
Cuando el camarero volvió con el cambio, George lo cogió en su pañuelo, se guardó pañuelo y billetes en el bolsillo superior con elegante ademán, se levantó y, con un afable movimiento de la mano, se alejó.