Capítulo XIV

VIENA, OTOÑO-INVIERNO DE 1839-1840

HABÍA llegado al viejo caserón tal y como ella me mandó, en uno de los carruajes de paseo y vestida cien por cien de baronesa. Madame de Brévilliers quizá supiera quién la visitaría esa mañana en nombre de una de sus más influyentes conocidas, aunque de ser así sería por estar muy puesta en los detalles de la vida y los milagros de la Vévodkyně Zaháňská, lo que yo no creía probable, porque su relación con ella no era lo bastante íntima para que la hubiese visto alguna vez en su salon. En realidad, la Brévilliers era para mi señora lo que su propio título indicaba, una madame en apariencia de otra clase pero que, al igual que sus en cierto modo colegas del Spittelberg, administraba irreprochablemente un negocio de trata de blancas. Por lo demás, la carta en que le anunciaba mi visita, escrita por mí aunque firmada por ella, se refería simplemente a su amiga y colaboradora, la Freifrau von Gösseln.

Madame de Brévilliers tenía buena memoria, pero no tanta para recordar el rostro de una chica que había salido de su casa cinco años antes, y no sólo por lo que cambian las caras entre los diecisiete y los veintidós, sino por la ropa, el peinado, las joyas y, sobre todo, el estilo; esto, lo que más, pues el mío de pupila de su casa tenía cero que ver con el mío de baronesa.

—¿Nos hemos visto alguna vez?

—Desde finales del 21 a junio del 34, todos los días, madame.

Era una pista lo suficientemente buena como para que la mente acabara de iluminársele, aunque no del todo.

—Sí, creo que ya te..., ya la recuerdo, pero no termino de...

No era cosa de perder el tiempo en tonterías. Quería volver al Palm cuanto antes, pues tenía montañas de cosas que hacer, sobre todo tras saberse que mis semanas allí estaban contadas, y que mi puesto y mi dormitorio quedarían libres.

—Absolonová, madame. Libuše Absolonová, pero ya no me llamo así. Desde hace un año soy Libuše von Gösseln, esposa del director del Preußische Eisenbahnbundesamt, por lo cual dentro de unos meses, con mucha pena por dejar a la duquesa, marcharé a Berlín. Una de las cosas que me quedan por hacer es buscar una nueva lectrice para la que comenzó siendo mi señora y hoy es la mejor de mis amigas, además de mi protectora y la mujer a quien debo todo lo que soy. Nos preguntábamos, ella y yo, si entre sus pupilas mayores habrá una que pueda ocupar ese puesto. Los requisitos son hablar perfectamente alemán y francés, y mejor si también inglés. En cuanto a modales, nos basta con los propios de las que han estudiado en esta casa. Si dispusiera de una, o de más de una, le rogaría me las enviase al Palm lo antes posible, hoy mejor que mañana, porque no voy a tener demasiado tiempo para determinar si son lo que busca la duquesa y, en su caso, explicarles su trabajo.

Tono preciso, un punto seco. El de mi señora. No era que me inspirara en él para elaborar el mío; simplemente, lo copiaba. Desde algún momento de mi vida que no era capaz de datar, porque fue algo progresivo, gradual, era El Mío a secas.

—Has hecho una extraordinaria carrera, Libuše. Francamente, nunca supuse que llegarías tan lejos.

Parecía ir saliéndose del shock. Ya contaba con ello, de modo que le regalé otro, más fuerte.

—En parte fue gracias a ti. No te harías idea de lo muy provechoso que me fue todo lo que aprendí aquí.

Se me quedó mirando con una expresión similar a la de las ratas del pasadizo de Zaháň cuando las iluminaba con el fanal. Que una de sus expupilas le devolviera el tuteo debía de ser una completa novedad en su lamentable vida.

—Examinaré lo que tengo, y si hay alguna que cumpla se la enviaré a usted inmediatamente, señora Gösseln.

—Baronesa Von Gösseln, madame.

La mirada era en consonancia. La traía ensayada, como lo que seguiría en el despliegue, ya que aquella visita, en cierto modo, era un acto de guerra: levantarme de la silla con cierta ceremonia y mis más de seis pies con taconazos, para desde ahí volver a mirar a una madame que no pasaba de los cinco y que, por las trazas, seguía sin saber qué cara poner.

—Ha sido un placer verla. Que tenga un buen día, madame.

Aparejé y zarpé, como habría dicho el adorable Don Miguel. Ni la HMS Madagascar lo habría hecho con más dignidad.

* * *

Hartenstein me miraba con evidente incomodidad. Le surgía por haber sido puesto en antecedentes de que tanto Ludwig como yo marcharíamos en pocos meses, y que con eso a la duquesa se le planteaba la necesidad de buscar una nueva lectrice; ella no se hacía ilusiones con respecto a lo que pudiera ofrecer el Palm, aunque no quería privar a nadie de una oportunidad, de modo que le había ordenado se pusiera de acuerdo conmigo para seleccionar a las que pudieran servir —un caballero no valdría, porque no se veía escuchando los titulares del Wiener Zeitung desnuda en su bañera mientras los desgranaba un recio varón que la mirase fijamente— y las pusiese a mi disposición, ya que sería yo quien le diría quién valía y quién no. Tras eso le dejó con la palabra en la boca en su mejor estilo despótico aunque por demás ilustrado, el de toda la vida.

—Libuše, ¿de verdad hace falta que sea tan estricta?

—A mí, no, pero a la duquesa, sí. El asunto es claro: francés perfecto y alemán también, y nada de schmäh —el modismo vienés; casi era un dialecto—. Siento no ser más flexible, pero mejor será que yo le diga «lo siento» a que la duquesa le pregunte, a la que sea, «¿y tú cómo te has atrevido?» Se hace cargo, ¿verdad?

Se le puso una cara que ya le conocía, y no sólo a él, sino a toda la cuarta planta; la de «hay que ver la imbécil ésta, los humos que se da». Yo no percibía el haber cambiado, al menos en mi trato con los demás sirvientes, ni Hannchen ni Ludwig habían siquiera insinuado que me veían demasiado crecida, pero los Untermenschen necesitan de alguien a quien achacar sus infortunios, de modo que del tono y la actitud de todos ellos, empezando por Hartenstein, pasaba con el debido desprecio. Tenía presente una parábola de Ludwig, la del suboficial del KPA que por méritos de guerra es promocionado al empleo de oficial; cuando tal cosa ocurría, y no era excepcional, lo primero que se hacía con él era destinarle a otro regimiento, pues El Mando sabía que difícilmente sus antiguos colegas aceptarían obedecer al que hasta entonces era su igual y no pocas veces su inferior. Algo así me pasaba, opinaba él, con Hartenstein y hasta con Lauengram —con Wratislaw, no; estaba muy por encima de todas esas mezquindades—, que siendo sargentos mayores me vieron llegar de soldadito raso y ahora se tenían que cuadrar ante la esplendorosa capitana, y de ahí ya no pasaba, pues era entonces cuando empezaba yo a quitarle la ropa.

—Si están así las cosas, dudo que tengamos alguna.

—Pues no sabe usted cuánto lo siento.

Duelo de miradas, pero era un combate perdido y él lo sabía. De hecho, ahora que lo recordaba, su desconfianza para conmigo empezó un día que, jugando yo contra mí misma interpretando las reseñas que venían en la revista de la Berliner Schachgesellschaft, me propuso una partida, concediéndome ventaja de peón. Como no era cosa de buscar las cosquillas al todopoderoso mayordomo, dueño de los intocables del Palm, acepté, aunque renunciando a la ventaja. Ni que decir tiene que le arrasé, lo cual le sorprendió y le molestó; cuando menos, jamás volvió a proponerme nada relacionado con el ajedrez.

—Bien, veré qué puedo hacer.

Como no dije nada, se levantó y desapareció. Regresó una hora después, acompañado de una segunda doncella cuya cara conocía —su nombre, no—, pues era la que hacía la cama donde mi marido y yo alguna vez hasta dormíamos.

—Esta es Usch. Bueno, Ursula. Lleva cuatro años con nosotros, es de confianza y habla bien francés. Y alemán, claro.

Le sonreí, sin respuesta. No me sorprendió. Estaría prevenida contra la que tendría la culpa de que no ascendiera. Lo que ya me mosqueó fue que, tras indicarle una silla —estábamos en la biblioteca—, vi que Hartenstein también se sentaba.

—Muchas gracias, aunque desde aquí seguiremos solas.

Me salió el tono que le habría salido a la duquesa. Si algún clavo faltaba en la tapa de mi ataúd me lo acababa de ganar, pero me daba igual. A esas alturas, el mayordomo del Palm pintaba en mis esquemas lo mismo que una catalina madrileña. Él lo entendió, porque no había forma de que no entendiera, de modo que, sin decir nada, se levantó y desapareció.

—¿Cuántos años tienes?

—Veintitrés, Fräulein Libuše.

—Libuše a secas, Usch —mi más cariñosa sonrisa; ya metida en gastos, no tenía sentido ahorrar, y menos en eso tan barato—. Y me tuteas. Aquí todas somos criadas, ¿sabes?

No sólo me sonrió, sino que le cambió la cara. No le valdría de nada, porque las tres palabras que le había escuchado revelaban un schmäh incompatible con los gustos de la duquesa, pero un poquito de hipocresía suele venir bien a la hora de tratar con las que te pueden dejar una cucaracha entre las sábanas. Era de agradecer, me decía con humor, que aún no hubiera en Viena criaderos de kraits, un animalito friolero que vivía en la India y que, según explicó Lord Wellington en una memorable velada de Cannes, le gustaba buscar el calor de los humanos en sus camas, para no hacerles nada si no le incordiaban, pero si le daban algún manotazo en sueños, cosa normal, respondían con un mordisco, indoloro aunque al amanecer, cuando la krait ya se había ido a buscar su desayuno, dejaba en la cama un indio, o una india, perfectamente muerto y sin que nadie supiera de qué, pues había que ser un médico bien entrenado y armado con una poderosa lente para descubrir en la piel del difunto-difunta —se habían dado casos de difunto y difunta, recién casados y muy abrazados— las diminutas huellas de los colmillos de la krait. Bien, pues de ningún modo quería provocar que aquella Ursula de aspecto vagamente bestial me dejara una, o algo similar, bajo mi almohada.

* * *

La exasperante Ursula —no por su acento, sino por lo mal que leía; no era culpa suya, porque nadie la tiene de haber sufrido una educación peor que básica, pero ni su alemán ni su pavoroso francés, aprendido al oído, le valdrían para otra cosa que provocar a la duquesa una horrible migraña— no fue la única prueba que me obsequió el destino aquella tarde. No había terminado de recetarle un par de buenos libros, para que practicara —no se me ocurrió nada menos hiriente para decirle que lo suyo no era eso—, cuando el portero anunció una Fräulein Elfriede que venía enviada por Madame de Brévilliers. Verme frente a ella fue verme conmigo misma cinco años antes. El mismo ropaje monjil, el mismo sombrerajo, los mismos zapatos de pedigüeña y, ya de cerca, el mismo aroma putrefacto; no de no haberse lavado, pues de cara estaba limpia; las miasmas las llevaba incrustados en la tela, como las llevaba yo sin que me hubiese dado cuenta de que mis ropas olían a difunto de tres días. En lo que no debíamos parecemos, o eso desearía, era en la expresión: la suya era de susto, si no de pavor. La mía, por lo que Hannchen me contó, fue de indiferencia, de aceptar sin protestar cualquier cosa que sucediese, pero por fatalismo, no porque fuera el deber de una buena cristiana educada en un internado de sólida inspiración religiosa.

Superadas las primeras preguntas, así como el decirle que sabía cómo se sentía, pues procedía de las mismas aulas, las mismas literas y las mismas letrinas, empecé con lo importante. Natural de Linz, diecisiete años, origen campesino, penúltima de diecimuchos hermanos, en el internado desde los doce y, según explicaba la Brévilliers en la carta que traía, se la tenía por buena en lectura y labores, en lengua y en francés, aunque no tanto en formación para el hogar; eso significaba que los números la odiaban, lo cual, por otra parte, no le haría falta para leer con una mínima entonación.

—Empecemos con el alemán. Lee desde aquí.

Le tendía el Götz von Berlichingen, lo primero que mi señora me dio a leerle. Al cabo de diez minutos acepté que no lo hacía mal del todo. La voz se le volvía pastosa, pese a que no paraba de beber agua; lo achaqué a los nervios, a los mismos que tenía yo cuando, a su misma edad, me sentía como los cachorros en las tiendas de animales, cuando ven pasar y pasar viandantes ante los escaparates y se preguntan cuál de ellos se los llevará, impacientes por que alguno lo haga y no por lo que dicen los cursis, que necesitan amor, sino por intuir que, si llegan a ser lo bastante viejos como para que nadie los quiera, terminarán siendo la cena en algún asilo de caridad.

—El alemán, bastante bien —me sonrió, más ilusionada que agradecida—; veamos ahora con el francés.

Le tendía Le malade imaginaire, repitiendo el programa que la duquesa me hizo disfrutar. A mi pesar, porque la chica me iba gustando, al momento vi que no daba la talla. Su pronunciación era horrible y se notaba que no comprendía muchas de las palabras que decía. Era lógico; si su profesor de francés era el mismo que yo disfruté, había que ser una heroína de novela para seguirle sin desfallecer. Como lo fui yo.

—Me temo, Elfriede, que aquí nos estrellamos. En esta casa sólo se habla francés. Mejor dicho, es lo que hablamos con la duquesa delante o para dirigirnos a ella. Entre nosotros hablamos en lo que nos da la gana, pero sin un dominio perfecto del francés aquí no se puede trabajar en nada que signifique acercarse a la señora. Lo siento mucho, porque me recuerdas horrores a cómo era yo cuando llegué a esta casa, pero no te quiero mentir: con tu francés, imposible.

Se le caían las lágrimas, sin descomponerse. Me habría dado pena de ser yo capaz de sentir pena por nadie a cambio de nada, pero no era el caso. Ahora, sí sabía cómo aparentarlo.

—Aún te queda un año para cumplir los dieciocho. Esfuérzate con el francés y tendrás más suerte la próxima vez. En esta casa puede que no, porque se habrá cubierto la plaza, pero hay muchísimas más. En todas te van a pedir lo mismo, porque para ser primera doncella, en Viena y en la casa de una duquesa, o una condesa, o incluso una humilde baronesa —como yo, aunque no se lo dije—, sin francés no tendrás nada que hacer.

—¿Tú ya eres primera doncella?

Compuse un gesto de no estar muy segura.

—Algo por el estilo.

—¿Y cómo se vive siendo primera doncella?

Ahí no pude impedir el sincerarme. Un poquito.

—Pues tan mal como de segunda. Cuando estás al servicio de alguien siempre se vive fatal. Para vivir bien es preciso ser señora, Elfriede. Tú no eres tonta, ni fea. Lávate más, arréglate mejor y no tengas miedo a nada. Quizá no llegues a ser la Kaiserin, pero con suerte no te pasarás la vida terminando cada frase con un señora que no te saldrá del alma, precisamente.

Aquello, por la cara que puso, la desbordó. Elfriede había nacido para lo que había nacido y yo habría debido callarme. Ahí recordé que las que salíamos de las manos, o de las garras de Madame, lo hacíamos con una penosa ignorancia de la vida. Yo también. La diferencia entre nosotras estaba en que, aunque de sabiduría íbamos fatal, unas teníamos más criterio que otras. Elfriede, a sus diecisiete, tenía muy poquito, si alguno. Las pocas de las que me acordaba, pues más o menos lo mismo. Yo, en cambio, siempre supe que criterio sí que tenía, por instinto que no por convicción. Lo que todavía no sabía era que aquello me condenaría, sin remedio, a ser una doncella entre las señoras y una señora entre las doncellas. De ahí venía mi devoción por la duquesa. Gracias a ella estaba muy cerquita de ser, si no lo era ya, una señora entre las señoras.

—Presenta mis respetos a Madame de Brévillieres. Le dices, por favor, que le quedamos muy agradecidas.

Me levanté y le acompañé a la puerta, donde un paje le señalaría el camino de la calle. De la puta calle.

* * *

El colegio Brévilliers seguía siendo el mejor, o eso decía ella, tanto para educar señoritas de la mejor sociedad como para la preparación de primeras doncellas. En lo segundo aún era exclusivo, pero en lo primero tenía competencia, y no sólo en formar jóvenes vienesas de clase irreprochablemente alta, sino excelentes damas de compañía, lo cual, siendo el nivel superior de la servidumbre, aunque servidumbre al fin y al cabo, se consideraba lo bastante próximo al señorío —a la señorez, murmuraba la iconoclasta Hannchen— como para que no fuera un desdoro anunciar en la publicidad de cada escuela que allí formaban ladies in waiting, secretarias privadas e incluso profesionales de los pocos tipos que se consideraban aceptables para que una dama trabajase, como la dirección del área de moda de algún comercio importante, o la de protocolo en algún gran hotel, o asuntos de cualquier estilo —nunca el profesorado; estaba muy mal visto que una dama de sociedad enseñase nada a nadie— donde siendo necesario saber comportarse como toda una señora se consiguiera un reconocimiento social en consonancia, sin jamás olvidar que señoras, verdaderas señoras, no lo podían ser, pues la esencia del auténtico, el legítimo señorío, es ni hacer nada ni valer para nada.

Wratislaw me consiguió una lista de cuatro nombres y direcciones, a la cual no me costó añadir los de sus directores; les escribí, explicando lo que buscábamos. La primera en contestar fue la academia Heinrich Frauenlob, que no estaba lejos del Palm. Proponía una reunión personal y ni me lo pensé, rezando para que aquella vez tuviera suerte, pues era obvio que mi señora no se conformaría con menos de una segunda Libuše, y bien sabía yo que no entrábamos muchas en docena.

El director de la Frauenlob, para mi sorpresa y alegría, era miembro de la Wiener Schachgesellschaft y más de una vez le había despachado con un contrito «mate en tres, Herr Schleicher». No se acordaba de mí cuando contestó a mi carta, pero me recordó nada más verme. Tras el minuto de cortesías idiotas me habló de una señorita por la que sentía interés, una antigua alumna de diecinueve años, muy brillante, con excelentes inglés y francés, cuya vida estaba estupendamente bien orientada y que hasta dos años antes todo indicaba que haría una gran boda y tras eso se incorporaría, con las bendiciones de todo el mundo, a la más exquisita sociedad, pero ahí su padre, de nombre Leopold, Edler von Rosenblatt y alto funcionario del Reich, quedó en evidencia tras descubrirse un affaire financiero, del tipo soborno, que no quiso afrontar, prefiriendo rajarse la garganta con un abrecartas. Eso dejó a la familia en pésimas condiciones, pues de ser verdad que se dejó comprar había ocultado el dinero tan bien que ni su mujer ni sus dos hijos mayores tenían la menor idea de dónde lo puso. Tras el anatema social que significó todo aquello se les cerraron las puertas de la sociedad, a ella y a su madre; sus hermanos ya estaban bien establecidos, tenían su propia vida y salvo aceptar la conveniencia de modificar sus apellidos, para no verse asociados con el amortizado Edler von Rosenblatt, nada más les pasó. A la madre le habilitaron un fondo para que viviera con decoro, pero con la hermana convertida en incasable —no sólo por el desprestigio social; también pesaba el haberse quedado sin dote— no sabían qué hacer. Iba tirando con alguna suplencia de profesores, pero de ningún modo podría él contratarla de un modo estable. La princesa Narishkin, amiga de la familia y que no había retirado del todo el saludo a su madre, se la llevó unos meses a Baden-in-Baden, para que tomase con ella las aguas y de paso se alejara del ominoso clima social vienés. Herr Schleicher no dudaba que la joven Olga, pues así se llamaba, cubriría los requerimientos del cargo a plena satisfacción, si a la duquesa no le importara otorgar un puesto tan de confianza como ése a una joven de familia venida tan a menos y además judía. En el caso de que así fuese, me rogaba le dijera que la princesa pensaba dejar Baden-in-Baden a mediados de noviembre, que si podía esperar hasta entonces se haría con la mejor de las lectrices imaginables, cuando menos en Viena, y que si le autorizaba le enviaría una carta para ponerla en antecedentes.

—La duquesa no tiene problemas con el judaísmo, que yo sepa, pero igual Fräulein Olga los tiene para trabajar todos los días. Me temo que las necesidades del puesto, estar a todas horas, todo el tiempo, a la disposición de la duquesa y sin ningún día libre, no son compatibles con el schabbat.

—No deberán preocuparse por eso. La joven Olga es muy realista, y lo primero que aprenden las judías realistas, si además no tienen dinero, es que los preceptos religiosos pasan a segundo plano cuando se trata de comer todos los días.

A la duquesa no le pareció mal. Sabía de los Rosenblatt y del escándalo, aunque no los conocía. Ya indagaría entre sus amigos y conocidos para saber si la tal Olga valía o no, pero en el entretanto no estaba en contra de que Herr Schleicher la pusiese al corriente. Dado que sólo faltaba un mes para que la Narishkin —una vieja enemiga, tanto que ya lo era en los tiempos en que aún era la princesa polaca Maria Antonovna Svyatopolk-Chetvertinskaya y se disputaban la cama del zar Alexander, pero a esas alturas de sus respectivas vidas se lo habían perdonado casi todo— regresara de beberse todo lo que hubiera en Baden-in-Baden, el agua también, no pasaba nada por esperar aunque sin dejar de buscar, por si acaso aparecía otra joya. Para mí fue un alivio, pues había tomado la firme resolución de no dejarla sin unos nuevos ojos. Tal y como era, o tal y como se había vuelto, la vida sin que alguien le leyera su correo, sus periódicos y sus novelas se le haría insoportable.

* * *

El tiempo pasaba, dejándome la sensación de vivir una suspensión de mi propia vida, primero por no tener a Ludwig en mi cama, segundo porque mis días de Viena se acercaban a su fin y tercero porque cada noche de insomnio me preocupaba más cómo sería mi vida berlinesa. Ludwig me decía en sus cartas que conseguir casa en Berlín no era sencillo si no se disponía de fondos cuantiosos, y los nuestros no lo eran, pero que gracias al interés que se tomaba la Prinzessin Augusta no tardaría en dar con una. Por lo demás, casi todo lo que decía era de naturaleza práctica, empezando por el clima —bastante más duro que el de Viena, siempre amortiguado por el Donau; el humilde Spree berlinés, a lo que se veía, no suavizaba nada—, sobre las costumbres —Berlín parecía ser una ciudad pavorosamente aburrida, con poquísimos teatros, muy escasos restaurantes y nulas oportunidades de conocer a otros, reunirse con otros y divertirse con otros; nuestra vida, según la explicaba, se desarrollaría en el marco de sus amistades militares, lo que a primera vista no era lo más fascinante del mundo, como tampoco lo era el estilo de las berlinesas; en esto último tenía muy presente un consejo, si no advertencia, de mi señora: «compóntelas, siempre, para que digan de ti Sie sehen wie eine Wienerin aus»6— y acerca de las diversas formas de vida en general, las cuales no me hacían pensar que la «joie-de-vivre» fuera la especialidad principal; en Berlín, por lo que contaba Ludwig, lo único que abundaba era un obsesivo, implacable, afán de trabajar sin piedad. El calvinismo era como era y allí seguía en la mejor de las formas.

No todo en las cartas de Ludwig era transmisión de información prosaica pero valiosa. Quedaba espacio para los sentimientos, aunque muy parcamente formulados; mi marido, en la intimidad, podía ser hasta tierno, pero por escrito no lograba dejar de ser un terrible oficial del Alto Estado Mayor.

En el Palm se notaba tensión. El contrato de Scholten para el puesto de Ludwig había generado comentarios, no muchos porque Von Gösseln era una figura lejana, difícil de ver fuera de su ámbito natural, pero mi próxima desaparición era otra cosa, y no sólo por los cuchicheos de la nada feliz Usch —me daban ganas de dejar caer a Hartenstein que como me siguieran llegando malas palabras acabaría por pedirle que la pusiera en la calle, y que si no lo hacía sería yo la que pidiese a la duquesa que lo hiciese, aunque siempre terminaba por encogerme de hombros; como bien decía el graciosísimo señor de Miniussir, «para lo que nos queda de seguir en el convento, casi mejor que nos caguemos dentro»—, sino por las especulaciones acerca de cómo aquello impactaría en la vida del Palm, sobre todo si, como se murmuraba, la nueva lectrice resultaba ser una joven aristócrata, de las de verdad —se partía de que yo, por muy baronesa que fuera, jamás lo sería de pleno derecho—, con lo cual la duquesa se aislaría todavía más de lo que acostumbraba en los últimos tiempos. De momento ya inquietaba el que no reabriera el salon. Su explicación, dentro de las pocas que daba, era que seguía muy cansada y que no tenía ganas de nada. Mi vida con ella, sin embargo, no cambiaba; mantenía sus rutinas y yo seguía pendiente de su persona y de sus deseos, preocupada por lo ausente que la notaba pero sin la menor queja en cuanto a su trato. Ya no jugábamos al ajedrez, ni le leía ningún libro —salvo en el caso de su correo y los periódicos mis funciones de lectrice parecían amortizadas—, pero charlábamos mucho. Me hablaba, sobre todo, de viejos episodios sociales más que olvidados; yo pensaba, en mi tontez, que sólo eran batallas explicadas por una vieja guerrera de los salones y de las alcobas, hasta que me di cuenta de que no, de que aquellas historias eran didácticas y tenían un propósito: aleccionarme. Simplificando, me detallaba las infinitas meteduras de pata que podía cometer una recién dejada caer en el tortuoso mundo de la nobleza. Con aquellos relatos, y de un modo sutil, para no impacientar, me regalaba una sabiduría negativa de muchos años, si no de muchas generaciones, y si digo negativa era por ser un exhaustivo compendio de todo lo que una baronesa de veintidós años, perdida en una sociedad tan incomprensible como despiadada, no se podía permitir so pena de ser crucificada, desollada, quemada viva y echada de comer a los perros en el elegantísimo estilo de las que pertenecían por su cuna y de pleno derecho a ese mundo encanallado, implacable y hostil, aunque tan ceremonioso como cortés.

Algo que había pasado a gustarle mucho era pasear por las animadas calles de Viena en su fiaker, el que nos trajimos de Ingolstadt; lo hacíamos las dos solas, y lo digo en sentido absoluto porque no lo tripulaba ningún cochero. El fiaker era un artefacto de lo más manejable, tanto con un tiro de un caballo como de dos, de modo que con él íbamos a todas partes sin dejar de pasar por ninguna, las dos bien altas en el pescante, yo a las riendas y al látigo, y ella mirándolo todo con los ojos muy abiertos de una niña que se asomase al mundo por primera vez. Hablábamos poco pero reíamos mucho, porque desde ahí arriba divisábamos mejor que desde las ventanillas de la carroza lo muy ridículas que resultaban buena parte de las cosas, de las situaciones y, sobre todo, de las mujeres. Examinar Viena desde lo alto del pescante, riendo a carcajadas cada vez que al caballo le daba por cagarse, parecía devolverle unos años olvidados y unos tiempos que, quizá, se le habían quedado sin vivir. Cuando menos, y según la horrorizada Hannchen, nadie había visto jamás a la duquesa de Sagan encaramada en un pescante demostrando al mundo entero que le tenía sin cuidado lo que se pudiera pensar de ella. Sólo en los tiempos de París, en 1815, le había visto hacer algo comparable, cuando en sus más felices días con Miniussir cabalgaba por los Champs Élysées tan a horcajadas como un húsar, destocada, sin maquillar, la melena suelta y envuelta en una sonrisa de felicidad como nunca le había visto ni jamás le volvió a ver.

El jueves 28 de noviembre salimos a media mañana, como acostumbrábamos en las últimas semanas; hablamos algo más de lo usual, pues yo quería comentar el mensaje que nos había hecho llegar Schleicher, indicando que Fräulein von Rosenblatt acababa de regresar de Baden-in-Baden y se preguntaba si me podría visitar el día siguiente, viernes 29. Con el mismo mensajero le despaché un «sí, a las once», de forma que la duquesa, si lo desease, pudiera echarle un vistazo, a lo cual sólo dijo «pues bueno». Me parecía que no tenía la cabeza en eso, ni en Olga von Rosenblatt ni en ninguna otra cosa; sólo le apetecía pasear por la maravillosa Viena de otoño, la de los colores indescriptibles en los infinitos árboles de la ciudad y los destellos de luz que nos llegaban de todas partes, reflejos de un sol esplendoroso que ya no podría durar mucho, pues finales de noviembre ya era tiempo de inclemencia, de viento, de frío, de lluvia y de alguna nevada que otra. Quizá por eso aprovechamos tanto ese día, pues ni siquiera regresamos al Palm para que comiese algo y luego se regalase una siesta que últimamente solía ser larga. Prefirió que arrumbáramos al Prater; allí, en un modesto merendero, dimos cuenta de una frasca de tinto italiano y de dos riquísimos eingebröselte Kalbsschnitze, un filete de ternera empanado que se había puesto de moda entre las clases populares y que a mi señora le gustó mucho —a mí también—, pese a tener claro que ningún aristócrata de alta cuna se tragaría semejante vulgaridad. Fue, aquélla, una hora divertidísima, de contarme toda clase de chismes, de hacer que le contase yo unos cuantos, incluyendo intimidades con mi marido que me daba cierta vergüenza referir —me debí de emborrachar, un poquito— y, en fin, de reírnos todo el tiempo como un par de locas bajo la mirada especulativa de un camarero que olisqueaba gran propina —íbamos vestidas de duquesa y baronesa, para tener un fiaker como aquél había que ser al menos príncipe y el caballo que lo arrastraba, un precioso schlachtrösser prusiano que a la sazón se ponía las botas en un parterre, no podía permitírselo nadie que no pudiera comprar el merendero, camareros incluidos, con la calderilla que llevara en el bolsillo—; fue uno de los ratos más divertidos y entrañables con mi señora, si no el que más de los cinco años que llevaba con ella. Fue, también, la última vez que la oí reír.

* * *

Llegamos al Palm con el sol ocultándose. Nos esperaba una sorpresa muy agradable: Emilie von Binzer, que pensaba pasar unos días con su madre tras haberle llegado noticias de que no estaba bien del todo. Con eso apenas consiguió arrancarle un «qué tontería», pero yo me decía que algo sucedía y no nos lo contaba. Para empezar, Holbein la visitaba no ya todos los días, sino en ocasiones dos y hasta tres veces. Luego, me alarmaba que pasara tanto tiempo con Wratislaw; ni habría osado preguntarle ni ella me habría dicho nada, pero el aspecto de los papelotes que manejaba el abogado de las Von Biron —trabajaba para las tres— me hacía pensar en un testamento delicado y complejo, y no en una escritura de compraventa más o menos complicada. Por último, los sofocos de mi señora ya no me parecían imputables a los apuros femeninos habituales tras la retirada; más de uno le había visto de quedarse lívida con la boca muy abierta, como si le faltara el aire, y en uno hasta quedarse inconsciente, aunque apenas unos segundos para después volver a ser la de siempre, pero en conjunto eran síntomas de preocupar. El que aquel día la hubiese visto no ya en plena forma, sino tan resplandeciente como en esos tiempos en que para mí sólo era una sombra lejana que pagaba mis estudios, no terminaba de tranquilizarme. Algo pasaba, y lo que más me alarmaba era no saber qué carajo era.

En el Palm rara vez cenaba con ella. Hannchen, tampoco. Aquella noche, con su hija predilecta en casa, era claro con quién lo haría, de modo que Hannchen y yo nos sentamos en el pequeño saloncito-comedor-taller donde mi amiga cosía, bordaba y en ocasiones remendaba, y allí nos dejamos casi todo en nuestros platos, pues las dos andábamos desganadas. Ella describía los síntomas en que había reparado y yo hacía lo recíproco; el resultado era la sospecha, que sólo yo me atreví a formular, de que su corazón no estaba bien, como no lo estuvo, a su misma edad, el de su madre, la duquesa de Kurland, y cuyos últimos días a Hannchen no se le caían de la memoria.

—Espero que te confundas, ¡bruja!

No me lo decía con aversión. Hannchen tenía claro como el agua que yo la quería casi tanto como ella.

—Ojalá, pero lo de su madre coincide pelo a pelo con lo que tú y yo llevamos viendo desde que nos subimos al Ludwig, o por ahí —asentía, y qué remedio le quedaba—. También Pauline está fatal. Igual es que han nacido con fecha de caducidad.

—Sí, pero no. Lo de Pauline es de los riñones. Lo sé por tu tía, como te puedes imaginar. Cada día le filtran peor. Tiene temporadas en que vuelven a ir bien, aunque ya son más las otras. Yo, de siempre, pensaba que sería la primera en desfilar, pero estos días estoy que no puedo ni dormir.

Como yo. Las dos sentíamos una gran angustia, pero distinta. La de Hannchen sería por no tener claro qué sería de su vida una vez desaparecida la duquesa, desde hacía cuarenta y un años objeto capital de su existencia; una preocupación, además, que no debía de ser del todo espiritual o afectiva. La mía era distinta, porque mi tiempo en el Palm, de salir buena la Rosenblatt, no superaría el mes, y tras eso la duquesa se volvería una gran amiga cuyas cartas, escritas por la Rosenblatt, me llegarían con tres días de retraso. En cuanto a repercusiones materiales, ni esperaba ninguna ni tendría por qué haber ninguna. De mi ropa ya me había dicho que me llevara la que me compró y toda la que Hannchen me había readaptado, no esperaba ninguna joya, y en cuanto a esa supuesta dote de la que una vez me habló, en Zaháň, prefería no pensar nada porque no volvió a decirme nada.

Eran angustias distintas, la de Hannchen y la mía, pero las dos eran grandes. Y muy sentidas.

* * *

Me desperté muy pronto, cuando aún faltaba para que amaneciera. Estaba nerviosa. No le di mucha importancia, pues desde la marcha de Ludwig así era como solía empezar el día. Pese a que me la sabía de memoria volví con la última de sus cartas. La encontré la tarde antes, tras dejar a la duquesa en el portalón y entregar el fiaker a los palafreneros, admirados de que una mujer se atreviera con aquel trasto por las calles de Viena. Tenía fecha 24 de noviembre y decía, en no muchas palabras, que ya teníamos casa, un gran piso en la Französischestraße, al lado del Hauptpostamt, y que sus actuales inquilinos la dejarían libre a fin de año, de modo que cuando llegase yo a Berlín la tendríamos a nuestra disposición. Decía también que la creación del Eisenbahnbundesampt ya era pública, que se le habían presentado sus oficiales y que ya ocupaban sus instalaciones en el Kriegsministerium. Por último, que confiaba en llegar a Viena el 18 de diciembre, para pasar las fiestas conmigo, y también que a la mañana siguiente viajaría con el Generalstabschef von Krauseneck para inspeccionar las obras de la línea Dresden-Leipzig, lo que llevaría unos cuantos días y desde donde regresaría el otro a Berlín; él seguiría para Viena, de modo que mejor no volviese a escribirle, porque ninguna de mis cartas le llegaría; él sí lo haría, puntualizó. Eso me alegró por lo que tenía de saber qué día le tendría de nuevo en mi cama, y lo contrario por hacerse claro que no podría contarle nada en tres largas semanas. Si Fräulein Olga fuera espabilada, y aprendiera deprisa, quizá podría marchar a Berlín con él, me decía cuando sentí que aporreaban mi puerta.

—¡Libusche! ¡Ábreme!

No contesté, porque me había tirado de la cama y abría con bastante brusquedad. Frente a mí, una Hannchen también en camisón y con un gesto que no me gustó nada.

—Mina no se despierta. ¡Ven, corre!

La duquesa, iluminada por la luz de una vela y por la poca que atravesaba los visillos del gran ventanal, tenía el aspecto de dormir con placidez, los ojos cerrados, boca arriba, la cabeza un poco ladeada y la boca entreabierta. No era la primera vez que la veía en esa guisa, de modo que al momento certifiqué lo que faltaba: sus ronquidos, pues en esa postura eran implacables. Miré a Hannchen, que seguía sin saber qué hacer, salvo retorcerse las manos. Yo sí sabía, que desde muy pequeña tenía muertos en mi estela; en dos saltos llegué al tocador, cogí un espejo, volví a la cabecera de la cama y lo coloqué cerca de la nariz y la boca; si se empañaba, la duquesa dormía; si no, ya no había duquesa. Un minuto después, para el espejo y para mí estuvo claro cuál hipótesis ganaba, justo antes de que Hannchen rompiese a llorar. Por mi parte me preguntaba por qué no lo hacía yo también, pero el caso era que no me surgía del alma. Intuía que si algo haría falta en el Palm a partir de aquel momento sería serenidad, y mientras no la pusiese alguien de autoridad reconocida, la secretaria de la duquesa era la más indicada para iniciar las penosas actividades del día, las de siempre que una mujer fallece dejando atrás tantísimas personas que vivían no sólo para ella, sino de ella.

—Aún está caliente. Ha debido de ser hace poquísimo.

Volví a mirar a Hannchen, que por momentos parecía más y más descompuesta. Me acerqué a ella con ánimo de abrazarla, no sé sin con cariño, porque mi mente procesaba las emociones con un distanciamiento saludable, como si asistiese a la escena desde Júpiter, consciente de que si algo necesitaba como el respirar era mantenerme tan fría como pudiera, y a mis veintidós años había descubierto, más de una vez, que podía ser exquisitamente fría, lo que ni el mismísimo Ludwig sabía.

—Voy por tu bata, y por la mía. Quédate aquí. No la toques, ni a ella ni a nada.

Un minuto después ya estaba de vuelta, con mi bata puesta. Hannchen seguía sollozando, pero sin ruido, plantada frente a su señora como un álamo al que hubiera herido el rayo. No le tendí la bata porque me daba cuenta de que no sabría qué hacer con ella, de modo que se la puse yo, como si vistiese a una gran muñecona de trapo.

—¿Qué hacemos?

—Tú, quedarte aquí. Sin tocar nada, insisto. Y a ella, menos. Ya me ocupo yo de lo demás.

Según hablaba desarrollaba en mi mente un primer programa de medidas. Lo primero, informar a la hija. Lo segundo, poner el Palm en zafarrancho de catástrofe. Lo tercero, enviar mensajeros a Holbein y a las hermanas. Cuarto y último, informar al Kanzler Metternich; con esto, entendía yo, el universo entero se daría por enterado sin que nadie se pudiera mosquear porque no le hubiéramos dicho nada.

La primera, Frau von Binzer. Se lo tomó como yo. Añadí que, al ser la hija de la duquesa, ella era La Autoridad, de modo que si prefería que las cosas se hicieran de otro modo me lo dijera, y ahí ya le dije lo que había pensado hacer. Lo digirió con sorpresa, porque la lógica operativa extrema no debía serle familiar, como rara vez lo es para una mujer casada, pero sentenció que le parecía bien y que siguiera yo con lo que hacía, para ponerse su bata y marchar al dormitorio de su madre.

Hartenstein engullía su desayuno en el comedor de la alta servidumbre. Le acompañaban Lauengram y Scholten, que a su vez hacían lo mismo y con muy buen apetito.

—Señores, la duquesa de Sagan se nos acaba de morir —se pusieron en pie de un salto, los tres—, quizá de lo mismo que su madre. Hoy será un día de locos, de modo que alerten a su personal. Hartenstein, envíe un mensajero a la princesa Pauline con el texto que voy a escribir ahora mismo —ya buscaba papel de cartas, un tintero y una pluma, que allí no faltaba de nada—, otro al doctor Holbein, otro al conde Wratislaw y otro más, por último, al palacio de la Ballhausplatz, a la secretaría del príncipe Metternich. Vamos, vaya por ellos.

Lo hacía tras oírme chascar los dedos y mientras me sentaba para escribir, pero ahí reaccionó, con el talante del que no reconoce la voz de donde manan las instrucciones.

—Frau Gösseln, no sé si tengo que obedecer sus órdenes.

—Pues verifíquelas como tendría que hacerlo, preguntando a Frau von Binzer. La encontrará donde acabo de dejarla yo, sollozando junto a su madre muerta y tras haberme ordenado que haga todo esto, así que Vd. mismo.

Le miraba sin darme cuenta de cómo lo hacía. Scholten, días después, me dijo que le recordé mucho a una loba instantes antes de cargarse a un cabrito. Ignoro si el Altísimo le iluminó, porque igual sólo fue un ataque de sentido común, o quizá fue un gesto muy seco de Lauengram, al que le habían bastado unos segundos para ponerse a son de temporal, pero el caso fue que ya sí, que ya se puso en marcha.

* * *

Sentados a la mesa de un comedor de diario sobre la que nadie comería ese día, estábamos la princesa Paulina, la duquesa Johanna, Emilie, Wratislaw, Holbein, Hannchen y yo. Como había explicado Wratislaw con fría sencillez, las tres primeras constituían el consejo de familia, el cual tomaría las decisiones que correspondiese tomar hasta la fecha en que, siguiendo las instrucciones de la duquesa, daría él a conocer su testamento; sería la del día 13 de diciembre, jueves, o dos semanas a contar de aquel terrible 29 de noviembre. Su papel en aquella reunión era el de asesor legal del consejo de familia, y también de consignatario y depositario de las últimas voluntades de la duquesa, de la que además era su albacea. La presencia del doctor Holbein partía de dos motivos; uno, escuchar su opinión sobre las causas del aún inexplicado fallecimiento; el otro, exponer las medidas a tomar para su traslado y entierro en el cementerio de Náchod, donde la duquesa dejó escrito que deseaba reposar. La de Hannchen, porque al haber estado cuarenta y un años al servicio de la duquesa tenía todo el derecho a ser quien se ocupara de ella en aquel último trance, y la mía porque, siendo su secretaria, estaba en mejor situación que nadie para encargarme de una serie de acciones, de las que por el momento no podía dar detalles, aunque todos ellos figuraban en el testamento de la duquesa, cuya última y vigente versión había empezado a dictarle meses antes, en Zaháň, y en el que los dos habían trabajado con gran intensidad durante las últimas semanas, hasta dejarlo la duquesa debidamente firmado y registrado en la notaría Baumgartner, Landstraßer Hauptstraße 58, el martes 19 de noviembre. Fue, como todo lo que hacía o decía Wratislaw, tan profesional como frío y tan preciso como eficaz, al punto que nadie hizo preguntas.

—Creo que, ante todo, debemos escuchar al Doktor Holbein.

El doctor, inexpresivo como siempre, no necesitaba notas.

—Desde hace un año la duquesa padecía una cardiopatía de origen desconocido aunque quizá hereditaria, ya que su madre, la duquesa de Kurland, falleció de lo mismo, a similar edad, en agosto hizo dieciocho años. Tras consultar a varios colegas, la duquesa decidió no variar su modo de vida, salvo renunciar a ejercicios violentos, como la equitación. A ella le parecía claro, y ninguno pudimos convencerle de lo contrario, que su esperanza de vida no tenía que ver con que la viviera como una monja o como una duquesa. Se inclinó por disfrutar los días que le quedaran, aunque sin decir a nadie nada, para evitarse la molestia de ser tratada como una inválida o una moribunda. Puedo afirmar, así pues, que fue Ella Misma hasta el mismísimo final, y que no padeció terrores ni angustias más allá de los razonables. No sólo siempre vivió como quiso, sino que murió igual, como ella deseaba. En la tarde de ayer, cuando la reconocí por última vez, me dijo que había pasado uno de los más bonitos días que recordaba, riéndose como no lo hacía desde sus tiempos de adolescente, de modo que no cabe pensar que sus últimos meses fueron penosos o desdichados. Ni su propia muerte lo fue, por cierto. Hannchen la encontró con los ojos cerrados. Si se sufre un ataque al corazón de consecuencia mortal, y el difunto muestra los ojos cerrados, es que lo tuvo mientras dormía y sin llegar a despertar. Es la muerte más dulce de todas. Aunque sólo sea por eso es para dar gracias a Dios, quien crea en alguno.

Hannchen sollozaba sin disimulo, acompañada de Frau von Binzer, que hacía lo mismo. La princesa y la duquesa también parecían emocionadas, y hasta yo lo estaba, por pensar que aquel día de fiaker, vino, carcajadas y eingebröselte Kalbsschnitze había sido de los más bonitos de su vida.

—Por lo demás, propongo embalsamarla cuanto antes. De no proceder así, mañana será desagradable acercársele, y pasado no habrá quien lo haga. Si el plan de Vds. es abrir la casa para que sus amigos se despidan de ella, oficiar un funeral en su parroquia y después llevarla a Náchod, cuando llegue allí la descomposición será insoportable. De ahí que recomiende proceder de inmediato. No hará falta sacarla de aquí, les tranquilizo. En la segunda planta dispongo de todo lo necesario, incluyendo un pequeño quirófano, para urgencias. Si así lo disponen Vds., allí lo haré.

Wratislaw se volvió al resto de la mesa.

—¿La familia está de acuerdo?

Lo estaba. Cuando menos, las tres asintieron.

—¿Necesita Vd. algo más, doctor?

—He hablado con Hartenstein. Tendré todo lo que necesite —Hannchen se levantaba, indicando que se sumaba—. Vd., no. Prefiero que no la vea como la voy a ver yo. Cuando acabe, cosa de seis horas, la enviaré a buscar, para que la maquille, la peine y la vista. Vaya pensando qué le pondrá. Por lo demás —se levantó—, aquí ya no hago nada. Les tendré al corriente.

Holbein aún no había desaparecido cuando Wratislaw consideró que debía decir algo a cuenta de lo último.

—Hannchen, la duquesa dejó dicho con qué quería ser enterrada: el vestido de terciopelo rojo, el más escotado, el mismo con el que posó para el barón Gérard. ¿Lo identifica? —Hannchen asintió; luego me dijo que había pensado en él desde nada más verla muerta; los demás, por nuestra parte, nos mirábamos los unos a los otros con expresiones ausentes, quizá por compartir la misma sensación: aquello sucedía, pero no con nosotros en el comedor de diario; los allí sentados eran unos que se nos parecían, nada más—. Si les parece, seguimos: lo primero es decidir si se abre la casa para visitas, y de ser así dónde la exponemos, a ella, y durante cuántas horas. ¿Opiniones?

Hubo cierta discusión, como siempre cuando se trata de banalidades. Al final, el punto de vista de la princesa Pauline, colocar el catafalco en su salon, donde tantos años había reinado y tantos hombres y mujeres la adoraron, resultó elegido.

—¿Dónde y cuándo se celebrarán los funerales?

Dado que la fatiga se abría camino, se aceptó que, tras exponer el féretro a partir de aquel viernes 29 al atardecer hasta el domingo 1 por la mañana, el mejor momento sería el tal domingo a mediodía, de cuerpo presente y en la Karlkirche, también llamada de San Carlo Borromeo por ser una iglesia italiana. Emilie aventuraba cierta oposición parroquial, por ser domingo, pero ni Johanna ni Pauline temían mucho a eso.

—Con todo el dinero que le han sacado, y el que pronto pensarán que nos van a sacar a nosotras, aunque seamos luteranas, se bajarán lo que tengan que bajarse. Faltaría más.

Así me gustaban a mí las princesas prusianas.

—En ese caso, el lunes 2 podríamos salir para Náchod. ¿Alguien ha pensado cómo hacerlo?

Levanté la mano, con timidez, lo que haría una niña en clase que no quisiera irritar a su maestra.

—Adelante, Freifrau von Gösseln.

Emilie compuso un gesto de sorpresa. No me sabía baronesa. Quizá le fastidiara ser la única de las allí sentadas, Hannchen aparte, que no tenía ni un humilde Edlerin —femenino de Edler, el título más bajo de la nobleza hereditaria, cuando menos en el Österreich— para calzárselo delante del Von.

—La ruta mejor es por Brünn y Böhmisch Trübau, o Brno y Česká Třebová si lo prefieren en checo —no lo preferían; allí, la única checa era yo—; doscientos ochenta kilómetros en total. Salvo nevadas se puede hacer en tres días, parando dos noches a la ida y otras dos a la vuelta donde dije antes, además de todas las que hagan falta para cambiar de caballos. Sumando tres en Náchod, son ocho días y siete noches. La comitiva se compondrá de dos carruajes. Uno será el furgón de los equipajes voluminosos; ahí viajará la duquesa. El otro será la carroza ducal, con las armas de la señora, donde iríamos los acompañantes.

—Libuše, ¿tú ya tienes decidido ir?

La que preguntaba era Pauline.

—Desde hace cinco años he ido con la duquesa Wilhelmine a todas partes. Habrán sido veinte viajes, si no alguno más. En este La Señora no irá sin su lectrice, ni sin su secretaria.

Los ojos se me habían enrojecido y la voz se me quebraba. La consecuencia fue cuatro sonrisas de simpatía y reconocimiento. Wratislaw era de madera, pero eso ya lo sabía.

—Yo también iré. Por lo mismo.

Nadie discutió a Hannchen su derecho.

—Yo no podré. Llevo una temporada bastante mala, como supongo sabéis —la hermana Pauline.

—A mí me gustaría, pero no puedo abandonar a Pauline con todo lo que se nos avecina. No me cabe duda de que vosotras dos os apañaréis muy bien —la hermana Johanna.

—Iría encantada, pero tengo que volver con los niños —la hija Emilie—. Tened cuidado, Libuše. Por los merodeadores, que hay muchos en Náchod. En cuanto se corran las voces pensarán que la enterraremos con sus joyas y se pondrán al acecho.

—No habrá peligro. En Náchod hay un cuartel del ejército. La hija de Hannchen, además, es la guardesa del schloss.

—¿Y la ruta? ¿No será peligrosa?

—No, Graf Wratislaw. Quizá lo sea en general, pero iremos a escolta completa; cuatro palafreneros armados, Scholten y sus ulanos de costumbre. No correremos peligro.

—El kanzler podría brindar alguna escolta —la duquesa; parecía preocupada, pero no tanto como para ser de la partida.

—Me tomé la libertad de enviarle una segunda carta, con los detalles de la ruta que pensábamos seguir; aún no ha contestado, pero es que no ha podido darle tiempo.

—Ya veo que ha pensado en todo.

El tono era de reconocimiento y pienso que no irónico; Wratislaw desconocía la existencia del sentido del humor.

—Como pensé todos los viajes que hizo, ella, en los últimos tres años. Éste será el más triste, pero no el más inseguro.

El graf asintió, distraído. Echaba cuentas con los dedos.

—Según explica, baronesa, dejando Viena el día 2 estarán de vuelta el lunes 9 de diciembre, ¿cierto? —asentí—. Bien.

Dado que las plicas del testamento no se abrirán hasta el viernes 13, tendrán margen de sobra para llegar antes de ese día. Es que deberán estar aquí, las dos, cuando las abra.

Eso significaba que habría un pedazo de pastel para cada una y que no debía de ser despreciable, pues si no a Wratislaw le daría igual tenernos allí o que nos fuéramos al diablo. Para ser la primera buena noticia del día, no estaba mal del todo.

—Bien, pues no me queda más por decir. Señoras...

Nos levantamos, con alivio. Una vez enumerado lo que había por delante no parecía un calvario tan empinado como antes de arremangarnos; claro que, realmente, las que nos arremangaríamos seríamos Hannchen y yo. Como siempre.

* * *

Viernes 6. Día frío, nuboso y tristón, aunque al menos no llovía en el cementerio de Náchod. Rodeando el féretro, adornado con las armas de los Von Biron y las banderas rusa, prusiana y austríaca, el párroco, la guardesa del schloss y su detestable marido, el alcalde —o lo que fuera, pues Náchod era tan propiedad de la duquesa como el schloss o el cercano Ratiborschitz—, el notario, un jefe de policía y bomberos al que acompañaban sus hombres, un pelotón de fusileros presentando armas que sólo la hija de Hannchen sabía de dónde habían salido, el mayordomo de Ratiborschitz, Scholten y sus ulanos, sus cocheros y sus palafreneros, Hannchen, yo y una multitud tan indiscriminada como cariacontecida. Un punto más alejado, el escuadrón del Ulanenregiment Fürst Schwarzenberg que nos escoltaba desde Brno. Me apenaba que no hubiera nadie de la sangre de mi señora, pero me lo callaba, convencida de que a ella le daría lo mismo. Su opinión del Más Allá coincidía con la mía: un día llega el Ángel de la Muerte, sopla en la candela de tu vida y ya está, eso es todo y no hay nada más.

Antes de llegarnos a la fosa nos detuvimos a liquidar la última y penosa ceremonia en la capilla del cementerio, donde tras abrir el ataúd —el notario lo exigió, conforme a la ley— y romper Hannchen a llorar a la vista de lo que durante cuarenta y dos años fue una esplendorosa jovencita, una bellísima mujer, una dama formidable y una señora ya mayor aunque de muy buen ver, vestida con lo que se había sentido más hermosa en su no muy larga vida, y peinada y maquillada con sobrecogedor esmero por la que jamás consintió que nadie la viera fea, y tras yo sentirme un punto insegura por ver lo poquito que ya quedaba de lo que había sido mi modelo de vida, la mujer en que a todo trance quise convertirme desde nada más hablarle por primera vez, Hannchen, Scholten y yo certificamos ante la Ley, representada por el notario, que aquella era Kateřina, Vévodkyně Zaháňská, y que se le podía dar sepultura.

El que Scholten, jefe de la escolta y ostensiblemente armado, al llegar al cementerio descabalgase, abriera mi puerta de la carroza, me tendiera la mano para que descendiera, se me cuadrara con estrépito y anunciase la presencia de la Freifrau von Gösseln en muy buen tono, enteramente a la prusiana, dio lugar, sin yo pretenderlo, a que me viera presidiendo el acto, lo que me causó gran sorpresa, pero después me pareció lo más natural del mundo. Allí todos respetábamos a la duquesa —menos los soldados, que no debían de saber quién fue; sus rostros indicaban que no estaban allí porque tuviesen ganas—, buena parte hasta la querían y Hannchen era notorio que más que a nadie sobre la tierra, pero sólo de mí se podría decir que tuve acceso a sus pensamientos y por haber querido ella, en demostración de un aprecio que, no sé cómo, ni cuándo, me supe ganar. Por eso, qué coño, estaba la mar de bien que yo fuera la primera en arrojar una paletada de tierra sobre su caja.

Habíamos llegado el miércoles, bastante tarde aunque no tanto como para que la hija de Hannchen, una vez asimilada la noticia, no pudiera movilizar a todos los que tendrían un papel, empezando por el cantero, que si bien sabía cuál era la lápida elegida por mi señora no tenía la menor idea de las letras que debería tallar en ella. Ésas se las tendí yo, en perfecta caligrafía checa: «Kateřina Vilemína Bironová, Vévodkyně Zaháňská, Jelgavã 8. února 1781, Vídeň 29. listopadu 1839». Le llevó medio jueves prepararla, no tanto como para impedir enterrarla ese mismo día, pero Hannchen y su hija necesitaban más tiempo para convocar a los que, a su entender, debían asistir. De ahí ese inusitado entierro de viernes —la tradición, o la superstición, desaconsejaban ese día para bajar a la fosa, sin que se supiera la razón; simplemente, así se había hecho siempre—, del que nadie se marchó hasta que todo hubo terminado —caían copos de nieve, bastante gruesos—; si lo hubieran hecho me habría dado igual, porque de ningún modo lo haría yo antes de ver la losa en su sitio. Por mi señora, profesional hasta el final.

Quedaba medio día por disfrutar en el inhóspito Náchod de finales de otoño; Hannchen se inclinaba por refugiarnos en el schloss, cenar decorosamente y disfrutar unas horas más de su hija y sus nietos —de su yerno, menos; era evidente que no se gustaban—, pero yo tenía otros planes, de modo que acompañada de Scholten me acerqué a Ratiborschitz. En apariencia sólo era una muestra de afecto por su nada numerosa servidumbre, pero en realidad sucedía que, según me dijo el mayordomo, una de las pulis criaba una carnada nacida diez semanas antes. A eso se debió que horas después, al irme a la cama, lo hiciera en compañía de una cachorrita destetada por las bravas, de sedoso pelaje gris —habría preferido una negra, pero mejor eso que nada—, tan cariñosa como lo fue Nessie y bautizada con el mismo nombre, aunque pasado al gutural old lowland scots. La razón nacía en una de las muchas y divertidas anécdotas que nos repitió Wellington —ella, que fue quien bautizó a Nessie, ya la conocía— las noches de vino y risas en Cannes, que los oficiales a sus órdenes mientras orquestaba su ejército en Bruselas, todos ellos habituales de la casa de la duquesa de Richmond —a la que llamaban wash house en su código de guerreros, nombre que la duquesa tardó en descifrar, indignándose al saber que para la oficialidad británica indicaba el lugar donde convenía lavarse bien el armamento tras haber pecado contra el sexto mandamiento—, se referían a la propia duquesa, de talante y modales tan airados como propios de los salvajes highlanders del Clan Gordon, con el nombre clave Nessie, apodo del monstruo lacustre que moraba en las frías aguas del Loch Ness y que de vez en cuando daba sustos horribles a los ingleses que paseaban por sus orillas; a los escoceses también se los daba, pero éstos, para diferenciarse de los fastidiosos ingleses, que lo llamaban a grandes gritos, provocándole, lo hacían con aún mayor fuerza en la lengua de las lowlands, en la cual sonaba todavía peor: Niseag —pronunciado nisáj—. Bien, pues si ya tuve una Nessie ahora disfrutaba una Niseag, bolita gris toda mimos y cariño que, como su antecesora, era feliz acurrucada en el sobaco de su ama, con el hociquillo apenas asomando y tan feliz como sólo puede ser un cachorro de semanas que ha escapado a un futuro de intemperie, frío, lluvia, nieve, osos, lobos, cuatreros y palizas del amo hasta llegar a ser un buen perro de pastor, para pasarse los pocos años que lograse vivir apacentando rebaños idiotas de ovejas estúpidas. En cierto modo, rescatarla de tan horrendo destino era lo que una vez hizo por mí la Vévodkyně Zaháňská. Si fuera verdad la majadería esa de la reencarnación que tanto defendía la imbécil de su hermana Jeannette, quizás el alma de mi señora se había transmutado en mi dulce cachorrita. De ahí ese incomprensible haberme propuesto quererla durante toda mi vida, o durante toda la suya.

* * *

El 13 de diciembre Wratislaw hizo públicas las últimas voluntades de la duquesa, lo que hasta entonces había dado lugar a un creciente nerviosismo, sobre todo entre la servidumbre, pues era obvio que sus días en el Palm estaban tan contados como el propio Palm, al menos en su calidad de palacio que daba empleo a docenas de personas. Yo, en cambio, no estaba nerviosa. Tras lo mucho que ya me había dado la duquesa no esperaba gran cosa, de modo que si alguna impaciencia me asaltaba era por liquidar lo que tuviera que ver conmigo y marchar cuanto antes a Berlín con mi marido, el cual no cambiaba de planes pese a que me había enviado una carta desde Leipzig, al saber allí del fallecimiento de la duquesa. Una carta que me alegró el día, pese a que debió de escribirla rodeado de oficiales prusianos, y era que salvo una tímida despedida parecía un oficio del Alto Estado Mayor del KPA.

Si alguien esperaba un plenario, donde Wratislaw anunciase lo que tuviese que anunciar, debió de quedarse muy frustrado, porque sus instrucciones eran comunicar a cada uno por separado —dentro del ambiente de la familia y del Palm— lo que la duquesa dispuso para él o para ella. Mi señora, incluso, dejó establecida la secuencia: primero la familia, empezando por sus hermanas y siguiendo por sus hijas; luego, el primer nivel de servicio —Hannchen, yo, Holbein, Lauengram, Hartenstein y Scholten, y Von Gösseln cuando llegara, que algo había para él—, y desde ahí el segundo y el tercer nivel, todos sus integrantes juntos. También había previsiones para terceros, pero ésas las administraría de otro modo, además de que no tenía intención de hacerlas públicas, ya que la duquesa exigió que se mantuvieran en secreto las identidades de los ajenos a la familia, o al Palm, que figuraban en su testamento.

A la princesa Pauline y a la duquesa Johanna las visitó en su preciosa casa de la Annastraße, y allí les dijo lo que por otra parte no tenía nada de secreto, que, según las previsiones inviolables del testamento del duque Peter, Pauline era la nueva propietaria de Zaháň y de Náchod, y por extensión, si lo quería reclamar, del título de duquesa de Sagan. Lo que hubiese dispuesto para Johanna era un misterio, lo cual me daba enteramente de lado, de modo que no me dejé arrastrar a las especulaciones de Hannchen, las cuales tenían demasiado de cotilleo malintencionado para que me divirtieran.

Las tres hijas se habían congregado en el Palm, con sus maridos —tras confiar los niños a las suegras y a las nannies—, en las habitaciones que habían sido suyas toda la vida y a la espera displicente de lo que se les anunciase, aunque Hannchen insistía en que ahí no esperaba una gran paz y una incontenible alegría, pues salvo Emilie, y tampoco demasiado, todas ellas, desde que se casaron, no habían sido exageradamente devotas de su madre adoptiva, quizá porque a sus maridos no les agradaba disfrutar en exceso una suegra tan dominante, con la consecuencia de que la señora se quejaba con frecuencia del poco caso que le hacían. De lo que les dijese Wratislaw no había indicios, salvo que las tres dejaron el Palm ese mismo día, con las mismas caras de no haber venido que lucían a su llegada. Para mí eso significaba que sus herencias no eran de las que se cogen con las manos, sino de las que se retiran de las casas de banca, lo que a fin de cuentas, y según Hannchen, era lo que más agradecerían, ya que las tres tenían un mismo sello: ellas, o sus maridos, tendían a gastar más de lo que ingresaban, gracias a lo cual, y alguna vez que otra, la duquesa se había visto en la necesidad de taponar alguna deuda muy vencida que amenazaba dar lugar a un gran escándalo.

Wratislaw se tiró con Hannchen su buena media hora, lo que sólo significaba que las entendederas de mi amiga no permitían ritmos más veloces. Me daba pereza pensar que luego me tocaría reexplicarle lo que le hubiera dicho el abogado; no fue inmediatamente después porque Wratislaw me vino a buscar, sin duda temiendo que Hannchen me saltase al cuello y me creara confusiones innecesarias. Un buen detalle por su parte, lo admití sentándome frente a él en el comedor de diario, el cual había sido convertido en oficina testamentaria, gracias, entre otras cosas, a que allí ya no comía ni cenaba nadie.

—Frau Gösseln, su trabajo en el triste asunto del entierro, así como todo lo que ha hecho desde que murió la duquesa, no ha podido ser más asombroso. Le quería transmitir, ante todo, el agradecimiento de la familia y mi reconocimiento personal.

—Muchas gracias, pero hasta no hace mucho Vd. me llamaba Libuše, como todos. Me gustaría que lo siguiese haciendo.

Me sonrió, cosa rarísima en un abogado de familia.

—Yo me llamo Werner, Libuše. No sabe cuánto me alegra constatar que su título, y su status de los últimos años, no se le han subido a la cabeza —nos sonreímos los dos, el uno al otro y no cada uno por su lado enseñándonos los dientes, como suele ser tan frecuente; tras eso, lo intuía, vendría lo de verdadero interés—. La duquesa dedicó muy largo tiempo, y profundas reflexiones, a determinar qué le debería dejar; de hecho, hasta el día de llevar los papeles al notario no se dio por satisfecha.

Apenas pude preguntarme a qué vendría tanta complejidad.

—La duquesa, repito que tras larga reflexión, decidió dejarle cuatro grupos de cosas. El primero lo constituye todo aquello de naturaleza práctica que pueda contribuir a fortalecer su calidad de señora de su casa, una vez empiece Vd. en Berlín su vida de baronesa felizmente casada con el teniente coronel director del Eisenbahnbundesampt, y carajo con las palabras que se gastan los prusianos —me eché a reír, y él también; estaba claro que la duquesa no sólo maldecía en español con su lectrice—. En las alacenas del Palm, Vd. lo sabe, se guardan incontables cantidades de ropa de cama y mesa, vajillas, cuberterías, cristalerías y, en suma, todo lo que generalmente se define como ajuar doméstico; el deseo de la duquesa fue que Vd. seleccionara, de entre todo lo que hay, lo siguiente.

Aquí se explayó, con asombrosa minuciosidad, sobre lo que debería enviar a Berlín en un par de furgones, pues en uno solo no cabría. Sería, era la primera en admitirlo, un precioso comienzo para nuestra vida en el bonito piso de la Französischestraße, pero lo que de veras me maravillaba era que la duquesa hubiera dedicado a mi parte de la herencia el tremendo tiempo necesario para elaborar todo aquello, pues si de algo no había duda era de que lo hizo a conciencia.

—El vestidor de la duquesa contiene una inmensa colección de prendas de vestir. Ella nunca tiraba nada, Vd. lo sabe —asentí—. En vida le regaló la parte de su ropa que Hannchen adaptó para Vd. a lo largo de los últimos años; su postrer deseo fue que añadiese hasta treinta vestidos más, los que Vd. elija en completa libertad, así como tres de sus abrigos de piel, incluyendo los de armiño —ahí me sobresalté, porque sabía lo que vale un abrigo de armiño, y más aún si eran como los de la duquesa, sin taras manifiestas—. En este mismo grupo figura el fiaker que adquirió en Ingolstadt el pasado mes de mayo, y aquí le indico yo que si lo compró fue por la carita que se le puso a Vd. al verlo, no porque desease ningún nuevo carruaje, o eso dijo según me dictaba. Junto al fiaker le confía los caballos con que de vez en cuando paseaban Vd. y ella, el thoroughbred irlandés y el schlachtrösser prusiano, en la confianza de que así los dos vivirán felices y bien cuidados los años que Dios les dé.

Aquí me conmoví. Los objetos inanimados son cosas más o menos bellas o más o menos útiles, aunque cosas a palo seco, pero los caballos están vivos, y me constaba lo mucho que mi señora se desvivía por aquel par de animales, y lo no poco que ambos sentían por ella, pues era verla y acercársele para buscar sus caricias. Unos caballos, lo tenía presente, aún vírgenes de látigo y espuelas. A ella jamás le hicieron falta para que marchasen por donde quería y al paso que deseaba.

—El segundo lo forma un conjunto de bienes culturales que le confía para su recuerdo. Hay de todo, aunque no tome nota, porque aquí está la relación —palpaba un inquietante montón de papeles—; luego se lo lleva y lo analiza. En síntesis, se trata de libros, de los cuales le ofrece la elección de cien, los que Vd. prefiera, y le informo de que hay cantidad de primeras ediciones, comenzando por uno de los cuarenta y cinco ejemplares de la Gutenberg-Bibel que se imprimieron en pergamino el año 1454; partituras, y aquí se puede Vd. llevar hasta veinte, y le indico que hay originales firmados de Vivaldi, Boccherini, Albinoni, Haydn, Pachelbel, Couperin, Schubert, Sanz y Beethoven; apuntes y bocetos no colgados en las paredes del Palm, también hasta veinte, y los hay de Dürer, Averkamp, Bottichelli, Vermeer, Da Vinci, Gérard, Rembrandt, David y Boucher, entre otros; por último, dos instrumentos musicales muy queridos de la duquesa, un violín Stradivarius datado en 1689 y un clavicémbalo Bolcioni de 1626; ella bien sabía que Vd. no fue maldecida con un oído afinado —nos volvimos a sonreír, divertidos—, pero tenía la esperanza de que algún día unos probables niños Von Gösseln supieran apreciar la exquisita calidad de su sonido.

Me sonrojé, aunque sólo por intuir que sería bueno hacerlo; en realidad me preguntaba qué diablos podría yo hacer con ambos engendros, pero era porque aún no tenía la menor idea de lo que la gente podía llegar a pagar por esas estupideces.

—El tercero es el de las joyas. Ella pensaba que una dama tan joven no debe recargarse, de modo que sólo le deja unas pocas piezas, relacionadas aquí —señalaba la misma inquietante gallofa—, todas ellas de tipo juvenil y que Vd. lució en algún momento de los cinco últimos años, como recordará una vez las vea —no tuve problema en asentir, aunque con alguna preocupación; aquello estaba yendo muchísimo más lejos de lo que yo hubiera podido especular en mis ensueños más delirantes—; en este capítulo se incluyen los relojes, que también son joyas; la duquesa tenía presente uno que Vd. le acompañó a comprar en la casa Vacheron & Constantin, de Géneve, y que a Vd. le admiró; bien, pues es suyo, como dos más, de las marcas Breguet-Arnold y Frères Baume, cuya descripción tiene también aquí.

De nuevo, la gallofa. Una mirada especulativa, como si Wratislaw midiera mi sorpresa, lo que me hizo sospechar que aquellos fabulosos regalos escondían algún diente.

—El cuarto y último es su dote, la misma que la duquesa le prometió y que Vd. pensaba que se le había olvidado, pues no volvió a comentarla con Vd. ¿Es así? —me sonrojé violentamente; incluso después de muerta ella demostraba conocerme tan bien como si me hubiera parido—. Ya veo. Su dote, para ser exacto, es doble. En primer lugar la reconoce como su quinta hija en adopción, aunque no para que Vd. la recuerde mejor o peor, sino a efectos fiscales, y es que los impuestos del Österreich son benignos con las herencias de padres a hijos, aunque despiadados si son a terceros sin vínculo familiar alguno. Es obvio que las autoridades tributarias estarán en su derecho de ignorar lo que la duquesa firmó ante notario, pero antes tomó la precaución de verificar con el Fürst Metternich si él daría por válido lo que certificaba ella en su testamento, pues temía no tener tiempo para jurarlo en el tribunal de adopciones, y es que si de algo estaba convencida era de que a las Navidades no llegaba —me debió de cambiar la cara, por la sorpresa, pero Wratislaw hizo como si no se diera cuenta—. El kanzler, además de asentir, lo puso en un papel —extraía uno de la gallofa y lo aireaba guiñándome un ojo—; es cierto que algún funcionario quisquilloso podría despreciar lo que firmó el príncipe, como también lo es que al día siguiente se vería trasladado a Belgrado, algo así como el Purgatorio en la tierra, de modo que no es probable que tan miserable cosa ocurra. La duquesa, Libusche, sentía por Vd. lo mismo que por una hija, de modo que no cometeremos pecado alguno porque tal cosa quede clara para los vampiros de los impuestos, malditos sean todos ellos.

Lo decía con una sombría visceralidad que hasta entonces no le conocía. Hay que ver las sorpresas que da la gente, me dije al tiempo de prepararme para lo que viniera.

—En cuanto a la dote propiamente dicha, la duquesa prefirió no andarse por las ramas y tirar por el dinero en metálico, de modo que nada más formalizarse las testamentarías correspondientes podrá Vd. disponer de la cantidad de...

Una golondrina que pasara por allí habría podido anidar en mi boca con toda comodidad.

—Pero eso es un disparate, Werner.

—No lo era para la duquesa, de modo que no intente convencerme de que lo sea para mí. Yo me limito a ser el de las malas noticias. Hoy llevo dadas unas cuantas, y no vea Vd. las que me quedan por dar, pero ésas son otras historias. Ah, una cosa: le aconsejo del modo más vehemente que no diga Vd. a nadie una sola palabra de todo esto, como si su herencia se redujese a lo evidente, a lo indisimulable, como las sábanas, los manteles y las otras bobadas. Ya veremos la forma de que saque de aquí las demás cosas sin que nadie rebuzne demasiado.

Me quedé muy pensativa, y por demás estupefacta.

—No se lo termina de creer, ¿verdad?

—No, claro que no.

—Lo suponía. Bien, siguiente punto: la duquesa contaba con Vd. no sólo hasta su muerte, sino mucho después. Lo que ahora le voy a explicar es largo y complejo, de modo que le ruego detenga su desbocada imaginación para cuando se vea sola en su cama, y me preste ahora su mayor atención.

Aquí llega el precio, fue lo único que alcancé a decirme.

—Zaháň y Náchod pasan a ser propiedad de la princesa Pauline, como es sabido. Con ellos lo hacen no ya sus vasallos, sino los sirvientes de sus propiedades. Ninguno está en el testamento, con la excepción de los mayordomos y los guardeses de Zaháň, Ratiborschitz y el schloss Náchod —me alegré por la hija de Hannchen; algo le caería—; no recibirán nada del otro mundo, pues su relación con la duquesa no era cercana, por mucho que fuese antigua en alguno de los casos, pero en su conjunto no serán un problema. Los que sí serán un problema, y aquí ya no se trata de figurar o no en el testamento, son los sirvientes del Palm, los que trabajan para Hartenstein y Lauengram. Son cuarenta y dos —levanté mis cejas, sorprendida; nunca creí que fueran tantos—; unos llevan aquí cuarenta años y otros acaban de llegar, como quien dice. La duquesa no tenía la menor idea de si alguno se había preocupado de su propia vejez, ni de con qué medios contarían en caso de fallecer ella más pronto de lo usual en las mujeres de su fortuna y condición, que desde luego no es a los cincuenta y ocho. Eso significa que a casi todos se les presenta un porvenir de lo más sombrío. La duquesa no quería que así fuese, a pesar de que su relación con esas cuarenta y dos personas era mínima. Todos ellos permanecerán en nómina tres meses y medio más, hasta el 31 de marzo de 1840. Ese día el Palm, cuyo alquiler está pagado hasta entonces, dejará de ser su puesto de trabajo, y ellos de cobrar ningún salario. La duquesa, en su testamento, reservó unos cuantos bienes para que fueran vendidos de un modo directo, y si eso no fuera posible, liquidados en pública subasta. Con el dinero que se obtenga se habilitará un fondo, el cual se repartirá entre los cuarenta y dos empleados de la casa con acuerdo a unas escalas y unos haremos que me costó un tiempo habilitar, sobre todo porque tuve que hacerlo a espaldas de Lauengram y Hartenstein, a quienes la duquesa, por razones comprensibles, no quiso alertar. Estos bienes son, principalmente, los cuadros que no han sido adjudicados a los distintos beneficiarios de la herencia, el mobiliario, las instalaciones sanitarias y calefactoras, los carruajes, las monturas y, en general, todo lo que no haya sido retirado por un heredero. Sólo levantar el inventario de todo eso supondrá un trabajo ímprobo, que yo no puedo hacer por falta de tiempo. Una vez levantado, el conseguir la venta directa de las piezas más valiosas, que habrá unas cuantas, tampoco me será posible, por la misma razón, y ya no le digo nada de cuando llegue la hora de las subastas, y si lo hago en plural es porque habrá unas cuantas, ya que será imposible rematarlo todo en una. La duquesa me autorizó a reservar un cinco por ciento del total que se obtuviese para compensar a quienes me ayudasen —ya empezaba yo a ver por dónde iba—, si bien recalcando que no debería fiarme de nadie de la casa, por múltiples razones que no vienen al caso, salvo Vd. Confiaba en Vd., Libuše, de un modo absoluto, tanto en su honradez como en su capacidad, de modo que me ordenó se lo plantease a Vd. en primer lugar. Debo decirle que la duquesa entendía que su primer interés, de Vd., sería reunirse con su marido en Berlín y comenzar su nueva vida lejos del Palm, y que pedirle permanecer aquí los tres meses que ambos calculábamos costará todo esto es pedir demasiado, de modo que si declina el ofrecimiento nada le podré reprochar, ni ella si nos estuviera viendo desde arriba.

Señalaba el techo con un dedo muy tieso. Las palabras serían suyas, pero el alma de todo aquello era de mi señora. Sólo ella sabía dónde había que pulsar para llevarme al huerto como me llevaba ese cabrito de abogado miserable.

—¿Qué será, para los cuarenta y dos, lo que se pretende conseguir?

Me miró con reconocimiento, el de saber valorar un punto de vista práctico. Sin duda sabía que sólo con las personas que van al meollo de los asuntos es posible acometer grandes empresas; después de todo, uno de los mantras de la duquesa decía que «si se trata de decir cosas, vale cualquier hombre, hasta el más tonto, pero si pretendes que se hagan debes buscarte una mujer».

—Lo que propuse a la duquesa era una doble indemnización laboral, ya que así serán consideradas en el plano fiscal, para que los beneficiarios no paguen impuestos. Una, calculada desde la edad; la otra, desde la antigüedad. El objetivo es que los de menos de treinta se lleven una anualidad; hasta cuarenta, dos; hasta cincuenta, tres y media, y desde cincuenta, cinco. Luego, los que al 31 de marzo lleven menos de diez años en el Palm, un cuarto de anualidad adicional; los que lleven menos de veinte, tres cuartos; los que lleven menos de treinta, ocho cuartos, y los que pasen de treinta, doce cuartos. Así, por ejemplo, a Vd. le corresponderá una anualidad por tener menos de treinta años y un cuarto más por llevar menos de diez. A Waltraud Haas, el ama de llaves, le corresponderán cinco anualidades por tener más de cincuenta y tres más porque pasa de treinta en nómina.

—Además del cinco por ciento, ¿yo estaré incluida? —asintió, lo que me sorprendió un poquito—. ¿Y Lauengram, y Hartenstein?

—Si Vd. quiere, también. Están en el testamento de la duquesa, pero si piensa que los necesita, los tendrá.

—¿Y Hannchen?

Aquí compuso un gesto de duda.

—La previsión testamentaria para Hannchen es muy generosa. Yo no se la puedo explicar, aunque me consta que lo hará ella misma. Cuando lo haga verá que, si estuviera Vd. en sus zapatos, no se quedaría en esta casa ni un minuto más de lo imprescindible, pero si piensa que le puede ayudar, y si ella quiere, no habrá inconveniente.

Hice como que me lo pensaba, pero sólo por coreografía; ya me había decidido, aunque no por el atractivo económico. Según escuchaba las explicaciones de Wratislaw se me repentizaba en la imaginación la forma de lograr el milagro; dejando aparte obligaciones morales para con la duquesa, el atractivo capital estaba en eso: en lo que había que hacer para conseguirlo. No sólo era una cosa que me apetecía bastante aprender, sino que me permitiría tratar a mucha más gente de la que conocía, y ya no en estricta calidad de secretaria de la duquesa.

—Cuente conmigo.

Sonrió de un modo en verdad satisfecho. Ya podía estarlo.

—Ni que decir tiene que de aquí al 31 de marzo conservará su dormitorio y su salario. Su status, no, porque desde hoy es Vd. la delegada ejecutiva del consejo de familia, representado por mí, en un rango superior al de todos los empleados de la casa. Yo no soy un empleado de la casa, ni resido aquí, de modo que a partir de ahora mismo es Vd. la principal autoridad en el Palm, a todos los efectos. Lo haré saber a los afectados, Lauengram, Hartenstein y Scholten, nada más acabar aquí.

Sería una efímera satisfacción, aunque satisfacción al fin y al cabo. La pequeña grumete Libuše había terminado por ser la capitana del barco. Uno que se hundía, pero durante los tres meses y pico en que aún flotaría la que daría las órdenes en aquella puta casa sería yo. Un sentimiento nada desagradable.

—¿Alguna pregunta, Libuše?

—De momento, no, pero dentro de una hora se me habrán ocurrido unas cuantas, ya lo verá Vd..

—Perfecto. Ésas se las contestaré aquí. Las que se le ocurran a partir de mañana deberá preguntármelas en mi despacho de la Teinfaltstraße, a un minuto de aquí, donde me gustaría verla un ratito cada mañana, para que me tenga bien al corriente de la marcha de los acontecimientos. ¿Sabe dónde es? —asentí una vez más; llevaba toda la maldita tarde haciéndolo—. Pues ya hemos terminado. Vamos a buscar a nuestros tres amigos, primero para comunicarles quién es su nuevo jefe y después para explicarles las noticias que hay para cada uno, por separado y espero que a buena velocidad, porque todo esto está matándome. Bien, pues... —se levantó; ya era hora, me dije sin saber exactamente si aquello era realidad o sueño, si no una vulgar pesadilla—, marchando, Libuše. Al toro.

* * *

—Pues diría yo que somos ricos. Bueno, que eres rica.

—Primero, no es para tanto. Segundo, todavía no he visto un pfening. Tenemos por delante un millón de trámites. Para empezar, una de las hijas dice que impugnará el testamento, lo que dará lugar a semanas, o meses, de lucha judicial; Wratislaw opina que los fundamentos de la impugnación, los que ha esgrimido el indignado marido de la tal hija, son tan débiles que no sólo no le harán caso, sino que le tocará pagar las costas, de modo que cuando sepa quién es su abogado no le costará llegar a un acuerdo con él, pero ya es un primer obstáculo. Después vienen las liquidaciones de las testamentarías, que no sólo serán muchas, sino muy complejas. El testamento está bien hecho, muy estudiado, de modo que no prevé más complicaciones notariales que las derivadas del volumen, pero serán tantas, y tan liadas, y encima basadas casi todas en una previa liquidación de bienes que a saber cuándo concluirá, que sólo con mucha suerte podremos trincar lo nuestro allá por marzo, y a saber cuándo a poco que algo se complique.

Ludwig escuchaba en silencio, en su estilo reflexivo de toda la vida; el de no decir nada mientras no estuviera seguro de haber oído todo lo que tuviera el otro que decir.

—Lo mío, dentro de lo que cabe, no es de lo más complicado, porque no depende de que antes se salde nada, pero el encargo final, el de liquidar el contenido de la casa —señalaba el techo, de modo un tanto inconsecuente—, sí que será un merder de primera categoría. Me quita el sueño, te lo juro.

—¿Y por qué lo aceptaste?

—Porque no tuve más remedio. Wratislaw me lo planteó como un chantaje, pero no suyo. De ella. Y lo entendí, porque sabía que a ella le preocupaba qué sería de su gente, de sus empleados, si le pasase algo. Lo habíamos hablado alguna vez, y hasta me dejó caer lo que haría ella si fuera ella quien lo debiera resolver, tras haberse reencarnado en alguien.

—Ya veo: se ha reencarnado en ti.

—Eso me temo.

—¿Y qué has pensado hacer?

—De momento he conseguido que Lauengram y Hartenstein colaboren. Los necesito a los dos, aunque por razones distintas. Por eso, antes, convencí a Wratislaw de que los incluyera en el acuerdo, pese a que fuesen a recibir una herencia separada, como tú y como yo; por cierto, que a ti no te pude meter, aunque si no insistí fue porque lo previsto para ti en la herencia regular, la nominativa, era de no quedarse descontento —arqueó las cejas, especulativo, porque sólo llevaba una hora en el Palm y aún no había visto a Wratislaw—, aunque sí a Scholten, de modo que, si todo va bien, se llevará más de dos anualidades, lo que no está mal. Laungram entendió a la primera todo lo que les expliqué, y se puso de mi parte, pero el otro es tonto, como bien sabes —el yacente Oberstleutnant asintió, convencido—; su opinión de sí mismo es inexplicablemente favorable, lo que contribuye a que todavía sea más tonto, tanto que no sé si llegó a darse cuenta de que poner pegas a que los cuarenta y dos desgraciados, o cuarenta y seis con Hannchen, Lauengram, él y yo misma, consigan un dinero que si todo sale bien será muy grande, podría dar lugar a que apareciese cualquier día colgado de una viga.

—¿Y por qué las pone?

—Porque le fastidia estar a mis órdenes. A su entender, la responsabilidad de liquidar el contenido de la casa le corresponde a él, pues por algo es El Mayordomo. Sólo cuando Lauengram, irritado de verdad, le dijo que si se trataba de que un montón de gente con dinero viniera por el Palm y pujara por su contenido, como a él no le conocía nadie pues no vendría nadie, mientras que a mí me conocen todos los miles de amigos de la duquesa, y yo a ellos, pues por algo fui su secretaria, de modo que se dejara de tonterías y arrimara el hombro, pero si tenerme por jefa le cabreaba tanto que no podía razonar, que cogiera sus cosas y se largara, y así habría más para repartir.

—Bien dicho. Laungram será de lo más antipático, pero sabe razonar. ¿Y Hannchen?

—Está encantada. La duquesa le ha dejado una casa en usufructo vitalicio, moderna, grande y muy cerca de aquí; además, una renta de por vida en absoluto tacaña, un montón de ropa, dos abrigos de pieles y cantidad de joyas, no de las mejores pero sí bastante buenas. Aun así, la idea de verse mano sobre mano de la noche a la mañana le tenía muy deprimida, de modo que pelear por este otro dinero le hace ilusión. Tanta como volver a ser la primera doncella de alguien.

—No me digas que se te ha ofrecido.

—Para mi profunda incomodidad, sí. No supe qué decirle. Se lo tomó a bien, menos mal. Sabe que me quedaré con treinta vestidos de la duquesa, de modo que me propuso ayudarme a elegirlos y después arreglármelos, pues como me tenía tan bien tomadas las medidas lo haría mejor que nadie; así se mantendrá entretenida, porque, a decir verdad, en el Palm no hará otra cosa. Me pareció bien, se lo agradecí con gran cariño y en eso hemos quedado. También se ocupará de acumular para las dos, en el salón privado de la duquesa, del que se ocupará ella y sólo ella tendrá las llaves, el ajuar que nos dejó, el suyo y el mío, para en su momento empezar a sacarlo del Palm y llevárnoslos adonde sea, el suyo a su casa y el nuestro a Berlín.

A Ludwig le gustaba todo lo que oía. Lo encontraba bien estructurado; a su muy militar modo de pensar, cualquier otra forma de aproximarse a los problemas le repugnaba.

—¿Y en qué andas ahora? ¿Qué órdenes has dado?

—He puesto a los cuarenta y cuatro que no somos Hannchen y yo a levantar el inventario de lo que nos corresponde, una vez separado lo que no. Los hago trabajar doce horas al día, pero lo hacen a gusto, porque saben para qué lo hacen y qué sacarán a cambio, siempre y cuando todos hagan lo que se les ha encomendado.

—¿Y cómo lo saben? ¿Se lo contó Hartenstein?

—Habría debido ser así, pero no me fiaba, de modo que los reuní en el salón de la primera planta, les mandé sentarse y con mis palabras más estudiadas les dije qué se pretendía, cómo lo conseguiríamos y qué tendrían que hacer todos y cada uno de ellos para que, al final, nos fuéramos del Palm a empezar una nueva vida con el riñón bastante bien cubierto.

—¿Cómo reaccionaron? ¿No hubo contestatarios?

—Alguno, pero los más estaban de mi lado. Hannchen tiene un gran prestigio y Lauengram es el que les paga. Por mucho que no vieran a Hartenstein muerto de alegría, para casi todos fue suficiente con los números que les mostraba en una pizarra. Por otra parte, una vez terminado el inventario no tendrán que matarse a trabajar. Sólo preparar bien cada subasta, y en su caso entregar las cosas a los compradores.

—Entiendo que has estudiado cómo lo harás.

—Ja, Herr Oberstleutnant! —se rió—. Más o menos, como lo habrías hecho tú, y con el mismo método. Viena no sólo es la ciudad de los palacios, sino también la de las subastas, al punto que rara es la semana en que no hay alguna, de modo que asistí a dos, de las caras. Estudié los procedimientos y me fijé, sobre todo, en la mecánica una vez se ponían en marcha. Me pareció la cosa más tonta del mundo, una mera cuestión de vista, oído y no ponerse nerviosa. La prueba de fuego la tendré la víspera de Nochebuena, el lunes 23. Sacaremos cincuenta lotes bien elegidos, del tipo ideal para ser un regalo navideño de lujo, aunque a mejor precio que si se comprara en una tienda y con el sello de haber sido propiedad de la duquesa de Sagan. Espero que venga la clientela correcta, porque además de invitar a todos los que figuran en el dietario de la duquesa fui a ver a cuatro de los más influyentes, empezando por Metternich, que para mi sorpresa me recibió al momento. Sólo con que salga bien esta primera subasta, y si los números de Lauengram están bien hechos, cubriremos el primer tramo. Ahora, lo mejor no será eso, sino que se creará la expectación necesaria para que nadie se pierda las siguientes. Si es así, dudo que no lleguemos a cubrir los objetivos.

—¿Y qué pasará si al final sobra dinero?

—Que no será para nosotros. A Wratislaw le vendrá bien para negociar con Las Hijas, que no están contentas y hablan de impugnar, pero en realidad ni sé ni quiero saber lo que hará. Lo que sí quiero saber es otra cosa.

Mi tono había debido traicionarme, porque me miraba con la versión más traviesa de su ojillo superviviente.

—Pues tú dirás.

No lo hice. Me limité a dejar mi posición para buscar otra más pecaminosa, de las que cuestan la eterna condenación a las idiotas que hacen caso a los que predican esas tonterías. Se trataba de un despliegue de reciprocidad que Amalia de Montehermoso me había explicado en forma experimental, insistiendo, de paso, en que arriba, o encima, todo se controlaba muchísimo mejor.

* * *

Wratislaw no se lo creía: los cincuenta lotes de la primera subasta, rematados. Cabía imputar el éxito a la Fürstin Metternich, née Zichy-Ferraris; vino con su secretario, una dama de compañía y un tipo que portaba una gran cartera, la cual, lo supimos después, rebosaba dinero; traía decidido regalar a su marido el precioso escritorio de caoba donde la Vévodkyně Zaháňská le había escrito tantísimas cartas, incluida la exquisitamente malévola conocida por «mucha pasión pero escaso arte» y de la que Hannchen tenía una copia. Que venía preparada para lo que fuese quedó claro cuando a la tercera puja, de un desgraciado que osaba subir el tipo de salida en cien dukats, le respondió doblándolo. Desde ahí la subasta enloqueció, de modo que horas después Wratislaw, Lauengram y yo, tras repasar las cifras, estábamos seguros, más allá de cualquier duda razonable, de que las dos primeras anualidades de los que tuvieran derecho a ellas ya estaban en caja, y además de un modo físico, pues nuestras subastas, a diferencia de las usuales, las profesionales, se basaban en el práctico principio que Lord FitzRoy Somerset me dijo una vez se llamaba cash & carry.

—Libuše, ni sé lo que ha hecho, ni sé cómo lo ha hecho, ni lo quiero saber, porque todo esto me parece magia negra. Sólo puedo decir lo que tantas veces oí decir a la duquesa, que Dios tenga junto a Él: «hágase el milagro, hágalo el diablo».

Hasta Lauengram sonrió. Debía de ser la primera vez que lo hacía desde que la comadrona le anudara el cordón umbilical. Era razonable que lo hiciera, porque lo que obtendría de cumplirse las previsiones del programa, sumado a lo que la duquesa le dejó en su testamento, más sus ahorros y su pensión de oficial retirado, le pondrían en la mejor situación imaginable para un coronel en la reserva que ni se planteaba reingresar en el servicio imperial: vivir sin dar ni golpe todos y cada uno de los días de su vida, y a los cincuenta y seis, y sin familia que le amargara, podrían ser bastantes. De su comodidad, además, se ocuparía el mismo que lo hacía desde unos años antes, un diligente camarero de veintiséis que se retiraría del Palm muy satisfecho con la pequeña fortuna que le correspondería, para pasar a ser, de un modo tan irreprochable como público, el respetable valet-de-chambre de un asimismo respetable oficial retirado al que le gustaba verle vestido —en la intimidad— como la insufrible checa loca que, pese a todas las murmuraciones, de convocar gente con dinero, sabía; de fijar precios disparatados, también, y de conducir subastas más allá de la locura, todavía más, con lo cual su futuro amo de día y amor apasionado de noche hasta se preguntaba si sería verdad eso que decían algunos, que determinadas mujeres, además de para procrear, valían de algo útil. Lo que no debía saber, pues para eso es preciso haber sido sirviente alguna vez, era lo imposible de ocultar más allá de unas semanas quién se acuesta con quién en un caserón como el Palm, ni tampoco debía de saber que allí, en aquel severo lupanar, si alguien lo sabía todo de todo el mundo era la medio ciega, medio sorda y casi decrépita Waltraud, la misma que todos los días se confesaba con Hannchen y le ponía bien al corriente de lo que ocurría por las noches, gracias a lo cual, con escaso retraso, yo me mantenía tan bien informada como ella. Me traía sin cuidado que Lauengram fuera un degenerado, alguna vez comenté a mi atónito marido, que no concebía la existencia de coroneles sodomitas; para mí sólo contaba que hiciera bien su trabajo, y mientras así fuera por mí como si se tiraba los percherones que arrastraban el carro de los barriles, lo que manifestaba con el pragmatismo natural de las campesinas checas, cosa que a Ludwig no dejaba de aterrarle, si no por otra cosa por lo mucho que le contaminaba el alma.

—¿Cuándo ha fijado Vd. la próxima subasta?

—El viernes 3 de enero. Será ideal para los que quieran hacer un regalo de Reyes Magos, que aún son muchos los que cantan el Benedictio Cretae In Festo Epiphaniae, sobre todo entre los que tienen dinero, que son lo que nos interesan —Lauengram se removía en su silla, un punto incómodo; el que una mujer hablase del género humano con tanta frialdad debía de incomodarle; tenía cara de pensar que aquello debería estar reservado a los despiadados miembros del cuerpo de oficiales—. En el internado la cantábamos por si algo caía, y lo cierto era que siempre nos encontrábamos, la mañana de Reyes, con un montón de ropa vieja que Madame de Brévilliers había conseguido en a saber cuál basurero. Juguetes, ni uno. Se dice que las niñas que jamás han jugado con muñecas de mayores no saben vivir sin ellas, pero me temo que soy una excepción.

—¿Y con qué le gusta jugar, Libuše?

Lo preguntaba Wratislaw, a quien respetaba mucho más, si bien su condición de solterón atildado y mediana edad, y según Ludwig un puntito amanerado, le hacía también sospechoso de no correr yo ningún peligro en caso de quedarme a solas con él una noche de truenos y relámpagos.

—Con mi marido. Desde nada más descubrir los beneficios del matrimonio, para mí no hay entretenimiento mejor —les vi quedarse sin saber adónde mirar—; a eso se debe mi empeño en liquidar esto cuanto antes. Para esta segunda subasta —les percibí un inmediato alivio— hemos organizado lotes muy calculados —hablaba en plural gracias mi señora, que me había enseñado a desconfiar de los tan pagados de sí mismos que sólo hablaban en primera persona del singular, como Wellington—, unos de joyas, otros de abalorios, otros de foulards, estolas de piel, mantas de viaje y cosas así, todas de bastante dinero, aunque para tres o cuatro hemos fijado un precio de salida muy bajo a fin de calentar la subasta, porque luego ya me ocuparé de que las pujas suban y suban —ahí ya no tendría sentido seguir en el plural, porque quien conducía las subastas era yo; no sólo presentaba el lote, sino que animaba las pujas, bien con mohines, bien con anécdotas, y siempre, siempre, invocando, siquiera de soslayo, a la duquesa; el que alguna vez sus manos hubieran tocado lo que fuese, o lo hubiera lucido en presencia de quien fuera, le doblaba el precio de salida—. Crucemos los dedos, caballeros, para que la suerte siga de nuestro lado.

Los solemnes individuos asintieron, respetuosos. Tras eso volví a lo mío, en mi cuarto: escribir las hojas descriptivas de los lotes, añadiendo la ocasión en que la duquesa los lució y fijando el precio; en algunos casos me ayudaban las cifras de Lauengram, que conservaba las facturas de casi todo, pero lo normal era que me fiara de mis peores instintos, tras haber observado en alguna joyería o en alguna boutique los precios de mercado. Ésos, y sólo ésos, serían los de partida.

Me sorprendió que llamaran a la puerta. Pasaban de las once, y a esa hora el Palm no sólo dormía, sino que había bajas nocturnas, las de aquellos que preferían dormir en otros lugares —o pecar en otros lugares—, por la inevitable relajación de la disciplina y, también, porque la desaparición de la duquesa implicaba unas nuevas rutinas cotidianas. La primera era que se madrugaba menos, porque yo madrugaba menos.

—Señora, espero que no le moleste que baje a estas horas.

Me costó reaccionar. La última visita que habría esperado era la de Ursula. Seguía ocupándose de mi dormitorio, de mi aseo y de mi ropa interior, pero no coincidía con ella, porque sólo entraba cuando le constaba que yo no andaba por la casa, o que ya me había sentado en el antiguo comedor de día y en estos otros días puente de mando, sino puente de combate.

—¿Se trata de algo que no podamos ver mañana?

No se lo dije con mal tono, pero estaba muy concentrada, y en esos casos detestaba que me interrumpieran. La maldad o la bondad de los tonos, sin embargo, no dependen de la voluntad del que los emite, sino de la sensibilidad del que los percibe, y la de Ursula debía de estar al límite, porque se puso a llorar.

—Vamos, mujer. Pasa y siéntate, anda.

Tras pensárselo, y haciendo acopio de valor, empezó:

—Me dolió cuando me rechazó para ser la lectrice de la duquesa —lo decía entre mocos, así que le tendí un pañuelo, para que se sonase, no fuese a estornudar y me pusiera perdida—, y me comporté muy mal durante unos días, y dije de Vd. cosas que no debía, y... y... y fui una imbécil, señora.

Al no saber qué decir, solté lo primero que se me ocurrió.

—Todos metemos la pata de vez en cuando, Usch. No te preocupes por eso, que a mí se me ha olvidado.

De nuevo se lo pensó; me debía de suponer más recalcitrante.

—¿De verdad?

—Que sí, mujer. Que sí.

La cara se le iluminó. Al tiempo se sorbió los mocos, con energía. «Le habrán llegado al cerebro», me susurraba con humor deseando que aquello fuera suficiente y se largara.

—Señora, Vd. se irá a Berlín cuando todo esto acabe —asentí—; con su marido —otro cabezazo—; allí tendrá casa, ¿verdad? —otro más—; pues necesitará una doncella, ¿no?

Ahí me quedé descolocada, sobre todo por advertir que jamás había pensado en eso, pese a ser no ya verdad, sino una espantosa verdad: mi primer día de señora de mi casa, de Freifrau von Gösseln en su residencia de la Französischestraße, lo pasaría con la bayeta en una mano y el plumero en la otra.

—¿De dónde eres?

—De Bad Honnef, cerca de Bonn. ¿Sabe dónde es?

Me abstuve de replicar que ni la menor idea. Jamás hay que confesar ignorancia delante del inferior.

—Creo que sí. ¿Cómo llegaste al Palm?

—Me trajo mi tío. Hartenstein, el mayordomo.

—Ya. Y ahora te preguntas qué será de ti cuando se cierre la casa —dijo que sí de un modo previsible: dejando escapar otros dos tremendos lagrimones—. ¿Qué sabes hacer?

Ahí pareció animarse; quizá no esperase llegar tan lejos.

—Limpiar, barrer, fregar, lavar, coser, planchar y cocinar. Y sé de niños. Ah, y no hay nada que me dé asco.

Un panorama espeluznante: justo el que me aguardaba en Berlín de no llevarme aquello puesto. Aunque jamás había pensado que algún día tendría doncella —no permitiría que me bañase, no me fuese a salir otra marquesa—, decidí que de ningún modo podría vivir sin una.

—Conforme. Ya eres mi doncella, pero como aún falta para que marchemos habrá tiempo para discutir los detalles.

Lo que ahora quiero dejar claro es cómo me debes tratar —escuchaba, ilusionada y ojoplática total—: a solas, somos Usch y Libusche, y de tú. Al menos, mientras no me vuelva idiota. Con gente delante, señora. Cuando tengas que hablar de mí a terceros y yo esté cerca, la señora. Cuando yo no esté por ahí rondando, la baronesa. ¿Lo tienes claro? —resplandecía; sobre todo, por los ojos: azules, grandes e inocentes, como de ternerilla estúpida—. Pues marcha, que tengo que trabajar. Mañana seguimos hablando.

Se pensaba las palabras, o dudaba si decir lo que ya tenía pensado. Quizá más lo segundo.

—Muchas gracias, señora. Es Vd. muy buena. No sólo es listísima, que todos lo sabemos, sino que además es buena.

No dijo nada más. Una última sonrisa, se levantó y desapareció. Volví a mis papeles, gruñendo con suavidad. A pesar de todo, acepté, me gustaba saber que todos decían que yo era muy lista. «No lo sabéis vosotros bien», fue todo lo que acerté a decirme antes de fijar el precio de dos preciosos chales de cachemira de los muchos que tenía la duquesa, los dos del atelier de Mademoiselle Martin, uno rojo fuego regalo en 1815 de un teniente coronel español que la quería con locura y otro negro azabache, obsequio en 1802 del primer cónsul Napoléon Bonaparte, que la mismísima Madame Tallien le mostró cómo debía ponérselo para lucirlo a la moda de París, a la Tallien. En los dos casos las anécdotas eran ciertas —no vacilaba en inventarme alguna si con ello lograba subir las pujas—, razón por la cual los puse a unos precios muy superiores al de cualquier prenda equivalente que se mostrara en el escaparate más caro de la Mariahilferstraße, muy segura de que a la hora de la verdad se duplicarían. Estaba empezando a darme cuenta de que llevaba camino de ser una subastadora excepcional.

* * *

—Haces bien. Estaría fatal que al llegar a Berlín tuvieras que ponerte a buscar doncella. No podrías dejarte ver durante semanas, hasta que dieras con alguien de confianza, y aun así.

Me alegraba que Hannchen estuviera de acuerdo en que tomase a Ursula de doncella. No de primera doncella. Por si acaso no lo había entendido se lo dejé muy claro la primera vez que hablamos tras la noche de ofrecérseme: las primeras doncellas existen donde hay segundas doncellas, y ni nosotros éramos tan adinerados para tener dos, ni nos hacían falta, ni en la vivienda sobraba el espacio. Ella, o la que se quedara con el puesto si decidía que no le convenía, debería ocuparse de la casa, de la ropa y de la cocina, en principio sin ayuda, pese a que yo echara una mano de vez en cuando. No sólo no le pareció mal, sino que no esperaba otra cosa, de modo que ya me quedé tranquila. Sólo entonces me atreví a explicar a Hannchen la historia, para que no la supiera por otros, para comprobar que no le molestaba y, de ser así, para que valorase por mí si Ursula sabía o no sabía lo necesario para llevar la casa de un barón de mediana edad y una joven baronesa.

—Sí que sabe. No es refinada, sobre todo para coser, pero es dispuesta y tiene madera. Lo que no sepa lo aprenderá, porque tú se lo enseñarás, y si te sale honrada, y cuando sea el caso le dejas que forme su propia familia, te durará toda la vida.

Como tú para ella, me decía según la escuchaba, fingiendo estar muy atenta; en realidad, para seguir a Hannchen, con lo despacio que hablaba, me bastaba con un cuarto de cerebro.

—Tus vestidos ya están. Los abrigos no hay que tocarlos, porque son largos. No te quedarán tan desmesurados como a ella, pero tampoco la moda es la misma, de modo que no estarás mal cuando te los pongas —puse cara de asombro, y no fingido; todavía faltaba para terminar enero, de modo que se había dado una prisa tremenda—. Es que no tenía nada más que hacer. Ahora es cuando tendré que aprender a aburrirme.

—Quizá no. Algunas de las señoras que se llevaron ropa en las subastas, y a las que dije que casi toda la que yo me ponía era de la duquesa, me preguntaron quién me la arreglaba. No les he dicho nada porque no sabía si tú querrías coser para ellas, pero si decides que sí no te faltará trabajo.

—Me resultará muy raro coser para desconocidas. Más aún, siendo su ropa. La de ella.

—Casi todas parecían agradables. Te queda mucha vida, Hannchen. Tu deber es pasarla lo mejor que puedas, y si coser te divierte, pues diviértete. Si le sumas que ganarás un buen dinero, y que podrás dejarlo cuando quieras, pues ya lo tienes.

Volvió a quedarse como ida, pero se trataba de otra cosa.

—¿Por qué piensas tú que no me quiso regalar la casa? Es que no entiendo qué significa eso del usufructo.

—Significa que mientras vivas será tuya y nadie te la podrá quitar. Así figura en el archivo notarial y en el registro de la propiedad. Cuando ya no estés aquí será de un tercero, pero sólo entonces. Nadie te la podrá quitar, insisto.

—Sí, eso lo comprendí, pero no esperaba una cosa como ésa. Yo creía..., no sé, que sería más generosa.

Ahí me lo pensé yo. No me gustaba la idea de traicionar una palabra dada, la de callar lo que sabía, pero Hannchen me había demostrado un millón de veces que sabía ser una tumba. No arriesgaría demasiado explicándole la verdad.

—Lo ha sido, y más de lo que imaginas. La casa, en realidad, te la ha regalado, y es que cuando ya no estés aquí la propietaria será tu hija —se desorbitó un poquito de mirada—; lo que pasa es que no se fiaba de tu yerno. Le parecía un patán, bien capaz de forzarte a dejar la casa, obligarte a venderla, quedarse con tu dinero y llevarte a un asilo sin que te pudieras defender. Con esta fórmula le será imposible. Wratislaw no te lo dijo porque no te quería ofender, ni conoce vuestro trasfondo familiar, pero en Náchod, cuando vi cómo le mirabas y cómo te miraba él, y lo dominada que tiene a tu pobre hija, lo comprendí. Como verás, Hannchen querida, ella se preocupó de ti mucho más de lo que has imaginado hasta hoy.

Le costó un minuto de silencio entenderlo, pero lo consiguió; lo noté por lo mucho que se le iluminó la cara.

—La echo de menos, Libusche. Mucho. Y es que hablábamos como cotorras, pero a solas, porque cuando estabas delante la intimidad era menos fuerte, más lejana. Más a tres. Ella, en eso, era como tú. Mucho más lista y mucho más rápida que yo, pero nunca se impacientaba. No conmigo, que sí con los demás. Por eso te voy a echar de menos a ti también.

Le abrí los brazos, muy cariñosa. Total, no costaba nada.

—Quiero que te pruebes los vestidos. Seguro que tendré que hacerles alguna compostura y no quiero que se nos echen los días encima. Es que, además, en cuanto las acabe quiero irme a casa. A la mía. Ésta me deprime cada día un poco más.

Asentí, porque me pasaba lo mismo. Aquél no era nuestro Palm, el de toda la vida. Los cambios se notaban en todas partes, en unos rincones más y en otros menos, pero ya no era nuestra casa. No sólo porque se palpaba que ya no estaba, que se había ido. Era por la gran cantidad de cosas desaparecidas, bien porque las cuatro subastas celebradas se las llevaron con ellas —todo el mundo estaba encantado, pues Lauengram había hecho saber que ya estaban cubiertos los dos primeros tramos y buena parte del tercero—, bien porque las de Hannchen y las mías yacían amontonadas en el salón privado de la duquesa, donde, por otra parte, ya no quedaba nada suyo. Sus joyeros estaban en la caja fuerte de Wratislaw, de donde saldrían cuando se formalizaran las testamentarías, pues hasta la última de las piezas tenía dueño. Buena parte de las lámparas, las mejores de la casa, se habían descolgado y limpiado, listas para ser subastadas, a excepción de las del recibidor y la gran sala que hospedó durante treinta y dos años el salon littéraire de la Vévodkyně Zaháňská, los cuales ordené mantener en estado de revista, para que hasta la última subasta, que como todas se celebraría precisamente ahí, en el salon, permaneciera como si no pasara nada, y así sería salvo unas pocas piezas, como el Bösendorfer, que por mera estrategia comercial había previsto subastar a mediados de febrero. El resto de la casa, en mayor o menor medida, mostraba una penosa desolación. Del dormitorio y del baño de la duquesa no quedaba nada, pues todo se lo había llevado Jeannette; Hannchen no quiso volver a entrar ahí por la inmensa pena que le daba, y yo lo hacía lo menos posible, pues cada día era mayor el espacio disponible y aquél no me hacía ninguna falta. Cada cuarto abandonado, y cada día que pasaba eran más, dejaba de limpiarse, pues ya no tenía sentido; se cerraba con llave y ahí acababa su historia.

En los corredores era donde la desolación se hacía más patente, por haber desaparecido las alfombras. No estaban sucias, pero era inevitable que les asomaran las cicatrices; a eso se debía que la fuerza disponible se afanara en devolverles su esplendor, una vez convencida de que sólo gracias a ellas, a las alfombras, un tercio del tramo siguiente se pondría tan a salvo como los que ya lo estaban. El precio era transitar por unos pasillos inhóspitos donde las pisadas retumbaban como en una catacumba, y aún era peor la vista de otros cuartos más pequeños, convertidos en talleres donde se restauraban camas, cómodas, sillas, sofás, mesas y toda clase de mobiliario. El Palm, en suma, era como una virgen a quien las sacerdotisas desnudaran a la fuerza, para cuando la tuvieran en cueros vivos sacrificarla en el altar de la indemnización libre de impuestos.

En mi cuarto me di con otra carta de Ludwig. La trajo Ursula, que ya sólo trabajaba para mí, salvo alguna que otra hora que metía, como todas las mujeres de los cuarenta y cuatro, a dejar como nuevas las cortinas y las alfombras —los hombres quedaban para los muebles, que resistían mejor las manazas viriles—; sólo ella y Hannchen tenían llave de mi cuarto, gracias a una nueva cerradura que había ordenado instalar, de modo que la llave maestra del cada día más fastidiado Hartenstein le dejaba de servir para cotillear mis cosas. No sabía, en realidad, si lo había hecho; lo que contaba era que podía, y a esas alturas, y considerando la gran cantidad de piezas que se podrían robar, me había vuelto más que precavida, por no decir paranoica perdida. Todo lo de valor aunque de tamaño tan pequeño como para poder ser distraído por una sola persona, se almacenaba en el vestidor de la duquesa, bajo una nueva cerradura de la que sólo Wratislaw, Hannchen y yo teníamos copia.

En su carta, que no era más escueta de lo usual, me anunciaba que su jefe, Von Krauseneck, le había dado una sorpresa muy agradable al explicarle que, por habérsele confiado el mando de un Ampt, le correspondía poseer su propio ayudante personal, pese a no ser todavía coronel. Sólo había un requisito, que fuera militar; por lo demás daba lo mismo que procediera de la reserva o del servicio activo, y que fuera oficial o suboficial. Le gustaría planteárselo a Scholten. Trabajaba con él desde hacía cinco años, habían recorrido juntos media Europa y siempre fue un subordinado perfecto. Pensaba escribirle una semana después, cuando le hiciera saber si yo estaba o no de acuerdo, pues todas las personas pueden cambiar y él quería saber si el Scholten que había estado a sus órdenes seguía siendo el mismo tras estar a las de su mujer. Le contesté sobre la marcha, diciéndole que ni lo dudara. Con independencia de que hacía su trabajo con toda corrección, el taconazo en el cementerio de Náchod era la clase de cosa con la que se gana para toda la vida el corazón de cualquier baronesa checa que se precie, aunque quizá debería empezar a convencerme de que mis días de baronesa checa estaban contados, porque a la vuelta de dos meses sería una baronesa prusiana con todos los pronunciamientos. De iure ya lo era, pero el que nuestra vida siguiera siendo la misma, la relajada y apacible de la servidumbre de mayor nivel en un gran palacio vienés, había dejado aparcada la inexorable realidad: al cabo de dos meses sería prusiana del todo y no estaba segura de que me fuese a encantar, pues aquella sociedad no era como la vienesa, que te permitía ser de donde quisieras mientras aceptaras sus leyes y sus costumbres. Viena, en síntesis, quizá fuera el lugar más relajado del mundo, pero Berlín, todo lo indicaba, era un cuartel.

* * *

La última subasta tuvo lugar el 20 de marzo. En ella liquidé todo lo que poseía un cierto valor como artículo de lujo. Procedía de lo que una vez fuera salon littéraire. Lámparas, cómodas, aparadores, candelabros, sillas, sofás, mesas de juego, porcelana, jarrones, floreros, instrumentos musicales y, sobre todo, unas alfombras que, sin excepción, eran de seda china o persa; fueron las últimas que se limpiaron, inmediatamente a continuación de la penúltima subasta, la del viernes 13. Había expectación en la ciudad —o en la restringida parte que seguía las subastas del Palm, las cuales habían provocado la ira del gremio de subastadores, aunque sólo para resignarse a la espera de tiempos mejores, pues las nuestras ya no durarían—, y subió hasta cotas de histeria cuando se corrió la voz de que a la del 20 vendría el Fürst Metternich, dispuesto a llevarse con él todo lo que pudiera del que durante tantos años había sido el salon littéraire más importante del planeta.

No hubo sorpresas, porque todo se liquidó y en no pocos casos doblando los precios de salida. Sólo hubo tres excepciones: dos alfombras tan inmensas que cabrían en muy pocas casas y la mesa de ajedrez, con sus piezas, donde una vez dejé muy abatido al príncipe Metternich, y tras él a unos cuantos deseosos de probar fortuna con la tigresa de los escaques que la duquesa mostraba como uno de los más exóticos atractivos de su salon. Las alfombras me las quedé —según Ludwig, el salón de nuestro piso no podía ser más grande; por lo visto, las casas prusianas eran más amplias que las austríacas, por la obsesiva manía de los indígenas de reproducirse muchísimo—, tras negociar con Wratislaw un dos por uno que aceptó por necesitar cerrar aquello, empezando por el propio Palm, antes del día 31. La mesa de ajedrez me habría gustado comprarla, pero no tuve más remedio que subastarla en el precio que la duquesa pagó por ella, pues Lauengram conservaba la factura, y en esa desmesurada cantidad nadie la quiso, ni yo tampoco, pese a los buenos recuerdos que me inspiraba. Fue toda una sorpresa que Wratislaw, el día que fui a la notaría Baumgartner a firmar mi testamentaría y el recibo por la indemnización común, la de los cuarenta y seis, así como a cobrar ésta más el cinco por ciento confidencial —no delante del notario, pues iba en negro; en general, estoy a favor de la exención fiscal para la nobleza, como cualquier aristócrata consciente de su rango—, me tendiera la factura para que me la quedase con la mesa y las piezas, en calidad de propina por lo bien que había salido todo, por haberse recaudado mucho más de lo que ni en sueños habría presupuestado y, supuse, por desembarazarse del último invendible. Sólo quedaban en el Palm objetos insubastables, como el mobiliario de la servidumbre, las cocinas y el sistema de calefacción, pero ésos se los quedaba la propiedad del Palm a cambio de una compensación poco más que simbólica, que Wratislaw añadió al excedente de lo recaudado en las subastas y que pensaba prorratear entre las hijas adoptivas, a cambio, como era lógico, de que renunciaran a cualquier impugnación.

Tras aquello me quedaba poco por hacer. Lo primero, facturar a Berlín lo que aún no había enviado, incluyendo las alfombras y la mesa de ajedrez, así como la parte más pesada de nuestros equipajes personales —el mío, el de Scholten y el de Ursula—, pues el fiaker sólo daba para llevar lo poco que necesitaríamos en los diez días que hacían falta para cubrir los seiscientos cincuenta kilómetros que hay entre Viena y Berlín. Lo podríamos hacer en menos, aunque al precio de reventar mis dos preciosos purasangres, de modo que indiqué a Scholten, a todas luces encantado de compartir pescante con una chica bastante mona y que le ponía ojitos, que con sesenta o setenta por día bastaría, durmiendo en una serie de agradables posadas cuya posición en el mapa me había señalado Ludwig con precisión profesional; en algo se le tenía que notar ser el amo de los transportes.

Lo segundo, dar con Scholten y Ursula un recorrido al edificio, planta por planta y cuarto por cuarto, a fin de no dejar nada olvidado, pues si algo se quedaba podía darse por perdido. No quebrantamos intimidad alguna, pues el Palm, una vez liquidadas las indemnizaciones, resonaba de puro vacío. Salvo los porteros, recontratados por la propiedad, allí no quedaba nadie. Algunos, horas antes, vinieron a despedirse, aunque los más eligieron el sistema francés. No me sorprendió, porque si bien sabía que respetaban mi caletre, quererme, lo que se dice quererme, jamás me habían querido. Ni yo a ellos.

Lo tercero, visitar a la princesa Pauline y a la duquesa Johanna, para despedirme y entregarles una considerable reserva de bombones que mis escoltas y yo descubrimos escondida en la revisión final. Sólo la encontramos al registrar a fondo hasta el último cuévano, y si estaba tan oculta era porque la duquesa los mantenía como una perversión secreta. Las dos se alegraron mucho con aquellos kilos de delicado vicio belga, pues les traía recuerdos amables, muy queridos; ya estaban, las dos, en plena fase nostálgica, una vez superado el marasmo de la muerte, las exequias, las herencias, los notarios y los conflictos con unas sobrinas adoptivas que dudaban volver a ver alguna vez, pues las tiranteces de las últimas semanas ponían de manifiesto que, si bien la sangre suele prevalecer sobre los enfados, con ellas no tenían otro vínculo carnal que el de Pauline con Mary y el de Johanna con Fritz, y los dos estaban demasiado desnaturalizados como para volver a unirles, en el caso de que alguna vez lo hubieran estado. Con su muerte, me decían con tristeza, desaparecerían los Von Biron como estirpe, pues los hijos de Dorothée, por mucho que oficialmente lo fueran de una Von Biron, en realidad eran de una Batowsky. Por si eso no bastara, la familia de la propia Dorothée ya era lejanísima: en ese trágico 1839 se las había compuesto para casar a sus dos hijos menores, los cuales, gracias a la fortuna de su madre y a las de sus propios cónyuges, vivían en Francia tan estupendamente que de ningún modo pensaban viajar, y mucho menos visitar a unas tías ya mayores a las que habían visto muy pocas veces en sus vidas. La que sí pensaba visitarlas era Dorothée; tras vender el Hôtel Talleyrand al barón Rotschild ya no tenía nada en Francia —el inmenso château de Valençay lo había traspasado a su hijo mayor, el duque de Valençay—, un país donde jamás se sintió cómoda, porque allí nunca se la vio como una influyente duquesa francesa, sino como una princesa prusiana camuflada. Les había explicado, por carta, que planeaba recorrer Europa, en parte por ponerse al día y en parte por seguir las aguas del último de sus amores, un tal Fürst Lichnowsky cuyo nombre me sonaba, pero no recordaba de qué. No tenía planes de recalar en ninguna parte, pero les anunciaba su visita en algún momento de aquel para ellas poco prometedor 1840, por el placer de verlas y por recoger lo que le había dejado Mina, que sin ser de un inusitado valor económico —no lo necesitaba; según Wratislaw era la que más dinero tenía de las tres— sí que lo tenía sentimental. Después, y aunque no lo decía con claridad, fondearía en Berlín, donde había nacido, para explorar sus posibilidades de volver a ser una princesa prusiana; contaba en su favor, por si en la corte de Berlín no se recordaba, que su feudo de Günthersdorf, unas pocas docenas de kilómetros al norte de Zaháň, seguía siendo, por riqueza y extensión, el tercero del reino en su globalidad. Me alegré al oírlo; pese a ser un tanto distante, si echaba raíces en Berlín quizá podríamos llegar a ser amigas; después de todo, y como aseguraba la propia Mina, Doda era, de lejos, la más inteligente de las cuatro hermanas Von Biron.

Había dejado para lo último cenar con Hannchen, y no en su casa, sino en el mejor restaurante de Viena. Lo agradeció de veras, pobrecita mía. Ya se sentía muy sola, y la mar de inútil. Le había entregado la lista de las compradoras de vestidos, pero no había ido a ver a ninguna. Quizá lo hiciera, o quizá no. Sentía una desgana infinita, sólo atenuada por verse de vez en cuando con Waltraud, la cual se había ido a vivir con una sobrina que a ella le daba muy mala espina, y con Zsofia, que junto a su cochero habían invertido el total de sus indemnizaciones en abrir una casa de comidas, pues a restaurante no llegaba, en la zona más transitada de la ciudad, una de las trepidantes callejuelas que desembocaban en la Mariahilferstraße.

Le dije adiós en la puerta de su casa, cerca del Palm —decía ser incapaz de pasar frente a él sin echarse a llorar—, adonde la llevé sentada junto a mí, en el pescante del fiaker, donde unas cuantas veces se sentó nuestra duquesa las últimas semanas de su vida, en ese otoño tan raramente plácido y cálido que se dio Viena para decir adiós a la que durante treinta y dos años tanto hizo por que fuera la indiscutible capital de Centroeuropa. Nos despedimos con un beso y unas cuantas lágrimas —no me costó dejar caer las mías; en realidad, y por duras que seamos las campesinas checas recicladas en baronesas prusianas, un poquito emocionada sí que me sentía—, pero también con alivio, porque ya tenía ganas de llegar al Palm y entregar el fiaker a los porteros para que desengancharan al precioso schlachtrösser, le dieran la última cepillada que le darían jamás y le condujeran a un establo donde ya sólo había otro caballo, el aún más bonito field hunter que haciendo pareja con el otro nos llevarían a Berlín. Yo, al tiempo, ganaría mi cuarto, por donde revolotearía Ursula, que no podía estar más nerviosa, ni más aterrada —le daba un miedo espantoso verse sola en el Palm—, dejarle ayudarme a desvestirme —tenía unas ganas locas de bañar a su señora, como toda primera doncella que se precie; dado que aún funcionaba el agua caliente, igual le concedía un premio y se lo permitía—, y quizá después darme una última vuelta por aquella primera planta, para despedirme a la luz de un candil, o de dos si Ursula superaba sus terrores y se venía conmigo y con mi perra, del salon donde tantos éxitos había yo cosechado, de la biblioteca donde ya no había libros, sólo unas estanterías que la propiedad se quedaba por cuatro pfenings pese a ser de la mejor caoba venezolana, y del dormitorio de la duquesa, donde tantas horas había pasado leyéndole, admirándola, escuchándola y, por qué no reconocerlo, queriéndola con toda mi alma; no de un modo carnal, pero sí con el corazón. Con la perspectiva que me daban los cuatro meses transcurridos desde su muerte, si algo tenía claro era que la Vévodkyně Zaháňská fue la madre que no tuve. Quizá por eso me declaró hija suya. Siempre, siempre, marchaba un paso por delante.

* * *

Hacía frío, porque sólo eran las diez; me lo decía el Bréguet-Arnold que la duquesa rara vez dejara de lucir en su muñeca desde que lo comprase a la condesa de Lipona, née Carolina Bonaparte, al poco de que se refugiara en Viena, poco más que con lo puesto y muy necesitada de dinero en efectivo. Conforme avanzaran las horas del día, jueves 26 de marzo, la temperatura subiría, incluso más de lo que correspondía en aquella primavera recién iniciada. Sería un tiempo excelente para comenzar un viaje de diez días donde lo natural sería que lloviera y hasta nevase, aunque para empezar no estaba mal. Mis preciosos caballos, que ya sabían reconocerme —los sobornaba con galletas azucaradas, como hacía ella—, estaban enganchados al fiaker; componían una estampa de las que justifican la existencia de los buenos pintores, pero no era el caso divagar sobre tonterías, pues llegaba el momento más duro. El de partir.

Algo en mí se resistía, como si no quisiera irse de allí; quizá por eso di un par de vueltas al carruaje y a los caballos, revisé que no nos dejábamos nada y que las cuatro piezas que componían el equipaje —dos eran mías— estuvieran bien aseguradas, e incluso pregunté a los porteros si los caballos tenían las herraduras en su sitio. «Todo está en orden, señora baronesa», respondieron con perceptible hastío, y lo estaba, no había duda. Lo que ocurría, y menos mal que lograba disimularlo, no era más que la natural histeria de la que se va para no volver y siente que algo suyo no se irá con ella, sino que se quedará entre las altísimas paredes por toda la eternidad, o hasta que alguien se cargue la puta choza esta, me susurré volviendo a ser la campesina checa que de ningún modo quería dejar de ser.

—¿Estamos, Scholten?

—Estamos, Freifrau von Gösseln.

Ahí recordé, ignoro la razón —un vaivén como cualquier otro de mi mente pendenciera—, lo que a veces gruñía el general Álava cuando debíamos ponernos en marcha, lo mismo daba para pasar del comedor al salón que para subir a bordo del HMS Madagascar. Él explicaba, una vez que la duquesa se lo preguntó, que se trataba de una voz naval británica, muy antigua, pero sus ojillos entornados —los tenía muy bonitos— y una semisonrisa irónica —le quedaba de maravilla— nos habían hecho pensar, a las dos, que no, que nos mentía.

—Pues lets go.

Desdeñando la mano del portero, pues aún no era tan vieja —«si sólo tengo veintidós, maldita sea»—, gané mi sitio al tiempo de ver a Ursula por un lado y a Scholten por otro encaramarse de sendos saltos al pescante. A ella, en particular, le cacé una mirada de picardía que me hizo sonreír; estaba claro que la compañía cadera con cadera durante diez largos días del inminente feldwebel del KPA, aide-de-camp o como carajo se dijera del Kommandant von Eisenbahnbundesampt, para nada le apenaba.

Los caballos —no tenían nombre; la duquesa nunca los bautizaba, pero yo no era la duquesa, de modo que aplacé la conveniencia de ponerles uno hasta que hubiéramos dejado Viena por el través, y era una gran verdad que Álava nos había contaminado el habla— daban un primer paso, y luego un segundo, y después seguían y seguían, estimulados por el chasquido de un látigo que no habían catado en sus lomos y del que Scholten tenía órdenes de no servirse salvo en caso de alarma o emergencia excepcional. Así ganamos el portalón del Palm al tiempo que yo dirigía un último vistazo al patio de caballos de la que había sido mi casa cinco años y nueve meses. Una eternidad, al menos cuando sólo se tienen veintidós y se pregunta una si todo lo que se ha vivido entre aquellas paredes de altísimos techos sería verdad o si sólo habría sido un sueño, una disquisición de la que me sacó mi dulce Niseag asomando el hociquillo de la manta con que la cubría, pidiéndome, la puñetera, la primera caricia, o el primer beso, del viaje.

La Schenkenstraße. Ruidosa, estrecha y polvorienta, como siempre cuando pasaban tres o cuatro días sin llover. No me fijaba en eso, sino en el Palm, en una última mirada de quince o veinte segundos, los que tardó Scholten en virar a estribor para pasar frente al Burgtheater, el único teatro de la ciudad al que mi señora, que nunca dejaría de serlo, aceptaba ir andando, pues no había ni doscientos metros de puerta a puerta.

El palacio Palm desaparecía.

De mi vista, y de mi vida.

De mi corazón, jamás.

Ildefonso Arenas

Majadahonda, noviembre de 2013

Notas

La partida de ajedrez que se detalla en el capítulo III no es imaginaria. Se jugó en Breslau, Prusia (hoy Wroclaw, Polonia), en 1862 y entre dos de los más fuertes jugadores de su siglo, Jakob Rosanes (blancas, austríaco, veinte años) y Adolf Anderssen (negras, prusiano, cuarenta y cuatro años). La parte analítica de los comentarios de la checa Libuše Absolonová se basan en un estudio del checo Richard Réti, un gran maestro del siglo XX (1889-1929). Las partidas detalladas en el capítulo VIII tampoco son imaginarias. La primera se jugó en 1970 entre Bent Larsen (danés, treinta y cinco años, gran maestro, blancas) y Boris Spasski (ruso, treinta y tres años, gran maestro, negras). La segunda se jugó en 1988 entre Judit Polgar (húngara, veintidós años, gran maestro, blancas) y Pavlina Angelova (búlgara, treinta y tres años, maestro internacional, negras).

Las cartas del Fürst Metternich a la Vévodkyně Zaháňská aparecieron a consecuencia de unas obras realizadas en el Monasterio de Plasy. Las estudió, entre otras personas, la historiadora y académica checa Maria Ullrichová, la cual publicó en 1966 un volumen inspirado en ellas, bajo el título Metternich — Wilhelmine von Sagan: Ein Briefwechsel, 1813-1815.

El revólver Colt Paterson se fabricó entre 1836 y 1839. La compañía Patent Arms, de Paterson, New Jersey, produjo un total de 1.450 unidades, la mayoría en calibre 36. Era un arma de singular precisión, a causa de la gran longitud de su cañón estriado. Su alcance efectivo era considerable para su época (más de cincuenta metros). Fue muy apreciado por el US Army y por la República de Texas (aún no integrada en la Unión), cuyos Rangers se equiparon con esta arma y con la versión fabricada por la compañía John Ellers tras la quiebra de Patent Arms, a pesar de que la complejidad de su mecanismo hacía necesario un mantenimiento más cuidadoso y frecuente que el de las pistolas de chispa y un único tiro propias de su tiempo. Pese a los esfuerzos de Samuel Colt, siendo el más importante patentar su diseño en París, los distintos ejércitos europeos no mostraron interés por el Paterson, aduciendo que su complejidad de uso y su fragilidad lo hacía inadecuado para la capacidad media de las tropas. El US Army, sin embargo, lo empleó a plena satisfacción en su segunda guerra contra los nativos seminolas. Su principal usuario, la caballería de la República de Texas, lo utilizó masivamente contra los nativos comanches (en el enfrentamiento conocido por Battle of Bandera Pass, 1841, una fuerza de cincuenta Rangers armados con revólveres Colt Paterson acabó con una de comanches cinco veces superior, al moderado precio de cinco bajas), con resultados tan excelentes que revitalizaron las expectativas de Mr. Colt, las cuales cristalizaron no mucho después en un nuevo y más avanzado revólver, el Colt Walker de seis tiros, calibre 44 y alcance efectivo superior a noventa metros, el cual se considera generalmente como el «padre» de todos los «six shooters».

El cuerpo de la duquesa de Sagan no permaneció mucho tiempo en Náchod. Fue llevado por orden de su hermana Dorothea de Talleyrand-Périgord, al poco de reclamar el título de duquesa de Sagan, a un mausoleo donde también descansaría ella misma desde 1862, en una iglesia de Zagan (Polonia) llamada Kościół Świętego Krzyża. El palacio Palm fue demolido en 1857. El de Náchod se conserva y es visitable, igual que el de Ratiborschitz (hoy, Ratibořice), el cual está dedicado en una de sus plantas a la Vévodkyně Kateřina Zaháňská; la otra se reservó para la familia que lo adquirió a su muerte, la Schaumburg-Lippe, así como a la escritora Božena Němcová, gloria de las letras checas. El palacio Wallenstein, en Żagań, se conserva bien; contiene un pequeño museo dedicado a la familia Von Biron. El palacio Löbichau, en Thüringen (República Federal Alemana), ha sido reconstruido con intención de hacerlo visitable. El hotel Pupp, en Karlovy Vary (República Checa) es un gran establecimiento de hostelería. El antiguo hôtel particulier Du Crillon (París) es hoy el famoso Hotel du Crillon. El Hôtel Talleyrand (París) ha sido reconstruido varias veces a lo largo de su historia; en 2013 no estaba abierto al público. El Château de Valençay es hoy propiedad del Estado francés y es visitable. El Château de Rochecotte es un hotel de lujo. Apsley House permanece abierto al público, aunque no todos los días de la semana, por seguir siendo la residencia en Londres de los duques de Wellington. El palacio Friedrichsfelde (Berlín) ha sido restaurado y permanece abierto al público. El Schloss Erdmansdorff, en Mysłakowice (Polonia) es hoy un instituto de enseñanza media, no visitable. El Palazzo Rocabertí (Venecia) es una residencia privada. El Palazzo Grassi es un museo abierto al público. La villa Éléonore-Louise (Cannes) se conserva y es visitable. Los palacios Schönbornský y Valdštejn son dos de las principales atracciones turísticas de Praga, y son visitables. En general, la mayoría de los edificios históricos citados en esta obra existen en 2013, y buena parte de ellos son visitables.

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Esta edición de La duquesa de Sagan,

de Ildefonso Arenas,

se terminó de imprimir en Nexus/Larmor,

el 18 de marzo de 2014

Diseño de la sobrecubierta: Salva Ardid Asociados

Primera edición: abril de 2014

© Ildefonso Arenas, 2014

© de la presente edición: Edhasa, 2014

Avda. Diagonal, 519-521

08029 Barcelona

Tel. 93 494 97 20

España

E-mail: info@edhasa.es

ISBN: 978-84-350-6275-6

Impreso en Nexus/Larmor

¹ «Señores, la razón de haber aceptado la tarea que me he impuesto, la de manifestar y exponer ante Vds. la personalidad de un amigo de veras ilustre, es que su recuerdo siempre será muy valioso para mí. Estoy seguro, de antemano, de que no conseguiré cumplir sus expectativas, las de Vds., ya que mi trabajo no me satisface ni a mí mismo, pero aun así debo intentarlo. La vida del gran estadista que tan recientemente hemos perdido coincide con la historia política de Europa durante más de cincuenta años...»

² «Monsieur de Talleyrand regresó a Francia con Luis XVIII. Las lecciones de 1814 nos habían iluminado a todos. Él, a la cabeza del gobierno, reconocía los errores cometidos, los mismos que había decidido evitar en el futuro. Por primera vez en nuestra historia, nos adentrábamos en el verdadero espíritu de la Charte Octroyée. Monsieur de Talleyrand formó su gobierno a partir de un principio de solidaridad, el de que todos sus miembros compartieran libremente una misma opinión. Sus medidas fueron consistentes con un liberalismo a la vez razonable y monárquico. Después apeló a la ciudadanía, para que manifestase su voluntad a través de unas elecciones generales. La herencia patriótica, y su propósito de garantizar la estabilidad y la independencia, fueron respaldados sin vacilar por un partido que no era el suyo, el del anden régime, el cual se sostenía gracias al rey Louis, aunque no sin dificultad o sin dolor. Aun así, Monsieur de Talleyrand lo dejó todo dispuesto para que nos diéramos un auténtico gobierno constitucional.»

³ «En cualquier caso, y en lo que a nosotros respecta, señores, hoy debemos honrar su memoria. Monsieur de Talleyrand colaboró en el establecimiento de nuestras instituciones actuales, a pesar de que no eran muchos quienes sentían simpatía por la Cámara de los Pares. A él le debemos el presente brillo y su gran autoridad ante las instancias sociales, a las cuales contribuyó inmensamente con su sabiduría y su experiencia al servicio del Estado. Monsieur de Talleyrand recibió el encargo de ser puesto a la vanguardia de la sociedad y del gobierno, y sólo por eso siempre se mostró orgulloso y feliz, considerándolo no sólo un deber, sino un premio.»

4 —La señorita Libuše Absolonová, dama de compañía de la duquesa de Sagan.

—¿De dónde es, Libuše? ¿Y qué clase de nombre es el suyo?

—Soy de Silesia, Prusia, Majestad. Mi nombre es checo.

5 «El intelecto de la mujer está confinado por una injustificable restricción en su educación; dado que la mujer no tiene ninguno de los objetivos en la vida para los cuales se requiera una educación avanzada, se le da la mínima que necesita; la opción para ella es aceptar una educación muy pobre, la pasividad y el sometimiento, o procurarse una buena educación para ser vigorosa y fuerte, aunque al precio del sufrimiento.»

6 «Parece una vienesa».