Capítulo XII

EL DONAU, PRIMAVERA

DONAUESCHINGEN es el lugar donde nace el Donau. Según explicaba Ludwig lo hacía precisamente donde todos mirábamos, una fuente un tanto descuidada situada en los bonitos jardines del schloss Fürstenberg, donde habíamos dormido la noche antes por cortesía de Leopold, Großherzog von Baden, cuya relación con la duquesa era lo bastante cercana para que su hija mayor, Alexandrine, pasase de vez en cuando alguna temporada en el Palm. Él, incluso, se acercó desde Karlsruhe, donde residía, para recibir con los debidos buenos modos a la Herzogin von Sagan, a la Prinzessin Hollenzollern-Hechingen, a la Duchessa d'Acerenza y, de paso, al Freiherr y a la Freifrau von Gösseln, así como al eminente Doktor Holbein; en cuanto a los demás, ni maldito caso, como era lógico y natural.

El Donau, me habían explicado la noche antes en un extraordinario dormitorio, no era el río más largo de Europa, pero sí el que atravesaba más países y el que más nombres poseía. Que supiera Ludwig, para los alemanes y los austríacos era Donau; para los checos y los eslovacos, Dunaj; para los húngaros, Duna; para los rusos, Dunai; para los croatas y los serbios, Dunav, y para los rumanos, Dunărea. Por si con eso no bastase, para los franceses y los ingleses era Danube, y para los españoles y los italianos, Danubio. Para mí, que diecisiete de mis veintidós años los había vivido de vienesa, era el Donau, por mucho que resultara difícil asociar el riachuelillo que brotaba de la fuente Donauquelle —así se llamaba la birria indecente— con el majestuoso Donau, sin el que resultaría imposible comprender que Viena era como era, sobre todo cuando las lluvias de primavera lo sacaban de madre y los vieneses temblábamos de pensar en lo que podría suceder si el gran río acabara de cabrearse.

En realidad, seguía explicando Ludwig, muy en su papel de oficial de Estado Mayor disertando sobre accidentes geográficos, el Donau lo formaban dos ríos pequeñajos al juntarse a un kilómetro de allí, el Brigach y el Breg, los cuales llegaban a Donaueschingen con docenas de kilómetros en sus aguas. Las que brotaban de la Donauquelle se añadían al curso que formaban los dos, el cual, desde ahí, ya se llamaba Donau. Era una explicación impecable, aunque no por eso Johanna d'Acerenza, la más romántica de todas nosotras, dejó de murmurar un desfavorable «tu marido es un aguafiestas»; a ella le hacía más ilusión que nuestro río brotase de aquella fuente situada en medio de la nada y adornada con ninfas, elfos y nereidas.

De Donaueschingen a Ulm hay ciento cincuenta kilómetros por un camino precioso, bordeando el Donau. Los paisajes eran para soñar y el tiempo se mostraba muy bueno, pues ya era una primavera de mayo. Todo estaba en favor de una general alegría y también de alguna expectación, pues al fin y al cabo íbamos a ser pioneras en algo que llenaría no pocas veladas: ser las primeras en descender por el Donau, de Ulm a Viena, en ese prodigioso Ludwig del que se hablaba tanto en sociedad y al que se tenía por un palacio flotante con todas las comodidades, empezando por la muy asombrosa del agua no ya caliente, sino hirviendo, en los camarotes de primera clase, los situados en la cubierta principal y únicos que tenían un baño compartido por cada dos. Estaría justificado que todo en el carruaje fuera optimismo y alegría, pero el caso era que las dos Von Biron más viejas se mostraban ensimismadas, como si no estuvieran del todo allí. Más de una vez debí morderme los labios para no preguntar a mi señora «¿está Vd. bien?» —lo que le pasase a Pauline me traía sin cuidado—, pues bien sabía que a la duquesa no se le debía preguntar nada, nunca, bajo ningún pretexto, salvo si daba pie, y desde luego no lo daba. No se mostraba enfurruñada, ni enfadada, ni siquiera triste. Era, sólo, como si su alma se hubiera marchado a sabría Dios dónde.

* * *

Ulm es una ciudad agradable, plantada en medio de un paisaje pintoresco. La fundaron donde los ríos Iller y Blau se juntan con el Donau, haciéndole ganar anchura y profundidad; gracias a eso era navegable desde ahí, aunque sólo a vela; desde aquel 1839 lo sería para barcos de vapor más grandes, como el Ludwig, el cual, contemplado desde el muelle, me causaba cierto asombro, porque no tenía nada que ver con nave alguna que yo hubiera visto antes, y menos aún con la bonita HMS Madagascar, la única en que hasta entonces había navegado.

—La Madagascar es el pasado. El Ludwig es el futuro. No lo veas como lo que a fin de cuentas es, un hotel que flota. Imagínalo erizado de cañones. Si lo haces entenderás por qué los barcos de vela no podrán nada contra lo que representa esto.

Señalaba el Ludwig, un punto emocionado. Ludwig camuflaba bien sus emociones, pero las tenía y eran profundas; a mí, como a cualquier esposa experta, no me costó nada descubrírselas, ni desmontarle los camuflajes. Como todo buen marido que se precie, Ludwig era un niño en mis manos.

—No me digas que sólo ves las cosas en clave militar.

—Es como hay que verlas. La guerra, si lo piensas, es el más básico, el primordial de nuestros estados naturales. La diferencia entre cómo los militares valoramos las cosas y cómo lo hacen los demás es que lo hacemos en función de la utilidad que puedan tener cuando la guerra empiece otra vez; la gente vulgar parte siempre de un mismo engaño, el de que la última será efectivamente la última. Por eso, si su influencia es excesiva entre los que deciden qué recursos se adjudican a preparar la siguiente, cuando empiece no estarán preparados, y perderán. Mi trabajo, y el de los que piensan como yo, es que cuando llegue la hora estemos listos y los aplastemos.

—¿A quiénes?

—A los que sean. El enemigo es el enemigo y no tiene cara. Nunca la tiene. Nunca es Prusia contra Francia, ni contra Rusia. Es Prusia contra quien sea. Nuestra obligación es estar listos para destruir al que sea, cuando toque. Su identidad, su esencia, nos da igual. Es el Enemigo y con eso basta.

—¿Y por qué aplastar? ¿No sería más práctico negociar?

Le vi denegar con la cabeza, y con alguna tristeza.

—Prusia es demasiado débil para negociar. Con las palabras siempre nos arrinconan. Por eso nuestra única baza es la fuerza, pero no en la forma que la usan las demás potencias.

Ellas pueden resistir campañas muy largas, las mismas que a nosotros, que contamos con muy pocos recursos, nos agotan. Para las otras naciones el objetivo de la guerra es alcanzar una posición de cierta ventaja desde donde negociar la paz, una en la que obtengan compensaciones materiales moderadas aunque suficientes para sus intereses. Para Prusia, el objetivo de la guerra sólo puede ser uno: la destrucción del enemigo del modo más rápido posible, de forma que cuando se resigne a negociar no le quede más opción que capitular.

A esas alturas de nuestro matrimonio bien sabía que hablaba en serio, pero no era momento de seguir con eso; lo que procedía era verificar que los equipajes estaban debidamente distribuidos en los camarotes adjudicados —el mejor y más grande para mi señora, que por algo era la que pagaba; otro, doble, lo compartirían Pauline y Jeannette; otro, más pequeño, para nosotros; otro aún más chico para Holbein, y uno grande aunque sin aseo privado para Hannchen, Andrea y Aurora—. El Ludwig tenía tres cubiertas de pasaje: la más alta era un salón reconfigurable, que lo mismo hacía de comedor que de terraza o de pista de baile; debajo venía la cubierta de botes —había unos cuantos, en previsión de naufragios—, donde se situaban, además del puente de mando, los camarotes de primera; bajo ella, y ya en el casco de la nave, se situaban los de segunda, en los que la poca luz que les llegaba lo hacía por unas ventanillas redondas que Ludwig llamaba ojos de buey; más abajo estaban las cocinas, las máquinas, los sollados, las sentinas y los diversos pañoles, de carbón, de agua, de víveres y, en fin, de todo lo que se necesitaba para ir de Ulm a Viena sin repostar. Lo haríamos a ocho nudos —quince kilómetros por hora—, gracias a lo cual la primera etapa, que sería la del día siguiente, la de llegar a Ingolstadt, la cubriríamos en nueve horas, de modo que a eso de las cuatro pisaríamos tierra. Una perspectiva que me tenía emocionada, si bien procuraba que no se me notara; ya tenía claro que mostrar entusiasmo por las cosas banales, sencillas y al alcance de casi todo el mundo sólo demostraba un lamentable carecer de clase y distinción; a eso se debía que casi todas las aristócratas, y Ludwig insistía en que jamás olvidara que yo era una baronesa, tuvieran cara de dolor de riñones.

Esa primera noche cenamos a bordo, por curiosidad; el folleto de la DDSG anunciaba una cocina comparable a la de los mejores restaurantes de Viena o de París, aunque no creérselo era una postura razonable. Me alegré de que las hermanas se mostraran contrariadas por no poder quejarse, pero así eran ellas, y yo me preguntaba si algún día me volvería como ellas, aunque me tranquilizaba pensar que, si bien Ludwig y yo teníamos un título, jamás llegaríamos a poseer el dinero suficiente para ser tan exigentes. Por lo demás, estaba tan excitada que casi no pude dormir, y de mi ligero sueño me sacaron, además, unos ruidos apagados que sólo podían ser los preámbulos de que nos hacíamos a la mar; bueno, al Donau. Así, con cuidado de no despertar a mi bello durmiente, que seguía como un tronco —al no poder dormir le había dejado exhausto; cosas de la naturaleza traviesa, y quizá también de Amalia de Montehermoso, pues me había descubierto tantas cosas nuevas que de ningún modo quería quedarme sin probarlas a mejores, más grandes y más ásperas manos; en consecuencia, me alarmaba decírmelo, si antes era rara la noche de acostarme sin ganas, ahora me asaltaban a todas horas—, me levanté y salí a cubierta, para extasiarme nada más alcanzar la de proa y contemplar no sólo la maniobra, sino la grandiosidad del Donau desplegándose ante mis ojos como un gran dios desnudo que se desperezara voluptuosamente.

Me quedé allí un buen rato, no del todo sola porque algún otro desvelado también quería empaparse de Donau al amanecer. Sólo empecé a pensar en volver al camarote cuando la desmochada torre de la catedral de Ulm desapareció en el horizonte. Todo me seguía pareciendo un sueño, empezando por mi vida misma desde que susurré Rösselsprung por primera vez, y con el agravante de que no quería despertar.

* * *

La filosofía de la DDSG consistía en aparejar a la salida del sol y fondear con tiempo suficiente para que los pasajeros dieran una vuelta por la ciudad, para volver al Ludwig a cenar o sólo a dormir, salvo en caso de lugares como Regensburg, donde el barco permanecía fondeado un par de noches. El trayecto completo de Ulm a Viena se llevaba diez días, no más que si se hiciera en carruaje, aunque resultaba más descansado, según Pauline, y más bonito, sostenía yo sin cesar de asomarme al Donau para contemplar unos paisajes que desde la carretera ni de lejos se acercaban al asombroso esplendor del gran río.

En Ingolstadt hay poco que ver; sólo un schloss ruinoso construido siglos antes. Suponía que las hermanas no querrían moverse ante tan parca oferta cultural, pero me confundí, porque mi duquesa deseaba visitar el taller del carrocero que desde hacía veinte años construía sus vehículos. Su nombre no me sonaba, porque la correspondencia con él la sostenía Wratislaw y los pagos eran cosa de Lauengram; a eso se debió mi sorpresa cuando la duquesa nos pidió, a Ludwig y a mí, que la lleváramos en un coche de los que se alquilaban en el muelle.

—Buenas tardes, Herr Horch.

El otro se deshizo en reverencias; sin duda tenía clientes excelentes, pero dudo que muchos fueran tan devotos como la duquesa, la cual, por otra parte, no venía para nada en particular; sólo a ver qué cosas nuevas había diseñado desde lo último que compró, la carroza estrenada en el viaje de Cannes y que aún estaba como el día en que dos cocheros mercenarios la trajeron desde aquella pequeña factoría de la Jahnstraße.

—Ya veo que no hay nada nuevo.

—En el estilo que prefiere Euer Hoheit no, es cierto. Ahora, sí tenemos algo que quizá le guste, aunque de un aire distinto, para distancias no tan largas. Si me sigue se lo mostraré.

Herr Horch se movía entre los vehículos, todos a medio construir y desprendiendo un fuerte aroma de cola y barniz, con una soltura sorprendente. Para mí aquello no era exactamente maravilloso, pero sí atrayente y curioso de ver; quizá porque hasta entonces jamás había estado en una fábrica.

Se detuvo en un extremo de la nave, frente a un bulto tapado con una lona. Un aprendiz la retiró, dejando a la vista una de las cosas más bonitas que yo había visto en mi vida.

—Es un fiaker, ¿no? —Herr Horch asintió, inexpresivo—. Pues no sé qué tiene de novedad. En Viena los hay a patadas.

Eso era cierto; casi todos, además, de alquiler. Aquél, sin embargo, tenía un no-sé-qué. Quizás el color, rojo fuego muy brillante —los vieneses solían ser negros—, aunque no podía ser sólo eso, pensaba recordando que las ruedas de los vieneses no eran tan altas, ni los pescantes tan anchos. Un misterio que pronto se resolvería, me decía viendo a Herr Horch tomar aire para empezar lo que amenazaba ser un discurso comercial.

—Su alteza dice bien, es un fiaker, pero también es un cabriolet de cuatro ruedas con capota plegable. No sólo es para salir del paso cuando llueve, sino que cubre todo el habitáculo, sin rendijas ni fisuras, de modo que se puede usar no sólo para pasear, sino para viajar, y es que también posee un espacio para equipajes. Además de ser muy manejable pesa poco, de modo que le basta con un tiro de dos caballos, o incluso de uno para distancias cortas, de no salir de Viena —eso sí era una ventaja, me decía para mí; alguna vez había probado a manejar un tiro de cuatro caballos, para desengañarme y aceptar que hacía falta saber mucho más de lo que sabía yo; en cambio, ni con uno ni con dos tenía problemas—. Vea, su alteza —veía, efectivamente y con expresión interesada; como la gran viajera que a fin de cuentas era, cualquier cosa con ruedas le fascinaba—; la construcción es de primera calidad, tanto que los bujes son de guayacán real de Costa Rica —si Horch pensaba que nos arrancaría gestos de admiración pinchó en hueso; por mi parte, porque no tenía la menor idea de qué cosa era un guayacán real—, con lo cual esta joya podrá rodar durante decenios sin más cuidados que proteger de vez en cuando su barniz, que por cierto es de doce capas. Ya ve, alteza: una completa maravilla.

—¿Y a qué se debe que aún esté aquí, en vez de llevando y trayendo felizmente a la querida del que se lo haya encargado?

Todos sonreímos, menos Horch. Ahí aprendí que los que fabrican carruajes carecen por completo de sentido del humor.

—Fue un encargo del conde Razumovsky, que Dios tenga en su gloria —ahí estaba, en efecto, desde dos años antes; lo recordaba por haber acompañado a mi señora, tanto al entierro como al funeral—; lo quería para dar una sorpresa de cumpleaños a su esposa, la condesa Konstanze von Thürnheim, pero como no le dijo nada ella no supo que aquí tenía esta preciosidad hasta mucho después de quedarse viuda. No le hizo tanta ilusión como el conde había supuesto, además de que la herencia no salió tan bien como ella deseaba, y es que, recordará su alteza, el conde tenía otra familia, de un anterior matrimonio, de modo que acabó diciéndome que daba por perdida la señal que dejó su marido y que sin duda yo no tardaría en dar con otro comprador, lo que no ha sido así, porque las especificaciones del conde Razumovsky eran tan estrictas, y tan caras si me permite decirlo, que hasta hoy no ha sido el caso.

—¿Cuánto, Horch?

Era lo que más me maravillaba de la duquesa: lo descarnadamente que simplificaba. El artero Horch, por su parte, susurró su cifra en un tono tan bajo que me la perdí.

—En esa cantidad no lo vende Vd. ni al Kaiser si le gustaran los fiakers. Si quiere sacárselo de encima, le doy la mitad y me lo llevo ahora mismo. Gösseln —se había vuelto a mi marido—, ¿cree que nos lo dejarán subir al Ludwig?

—Sin duda. En la cubierta de popa cabe sin problemas.

—Pues si además nos presta un par de caballos para que nos lo llevemos al barco, el trato está hecho. ¿Qué me dice?

El buen Horch no quería defraudar a la duquesa dejándole sin interpretar su parte final de la pantomima.

—Señora duquesa, me quita Vd. el pan de mis hijos.

—Siga Vd. por ahí y lo dejo en un tercio.

Un profundo suspiro. Como solía decir el Kanzler Metternich, «la commedia é finitta».

—Señora duquesa, Vd. gana. Como siempre.

* * *

Era la última noche que pasábamos en el barco. A todos se nos notaba un gran deseo de llegar. Había sido el más largo de todos los viajes desde que llegué al Palm cinco años antes. Aun así, no era cosa de dejarnos llevar por el cansancio siendo no sólo la última noche, sino la de mi cumpleaños. De ahí venía que, siguiendo instrucciones de la duquesa, se nos hubiera preparado un menú aún mejor de lo usual —habían sido uniformemente buenos, aunque con demasiado esturión del Donau— coronado por una tarta que daba gloria verla, en la que alguien había clavado, con esmero, veintidós velitas blancas.

Se diga lo que se diga, bajar por el Donau en barco, fatiga. Quizá por el malestar que sentías si, dejándote llevar, descabezabas un sueñecito en la cubierta superior, en una tumbona y dejándote arrollar por una brisa que acariciaba. No pasaría ni un minuto desde que te quedabas frita cuando escuchabas un «¡Libusche, mira el tal o mira el cual!», con lo que estabas otra vez en danza. Influía también que a la cuarta o quinta maravilla todas empezaban a ser iguales, y a la novena o la décima eran irresistibles las ganas de mandarlas al diablo, pero yo no me lo podía permitir, y no ya porque allí estaba trabajando, sino porque sería una incalificable muestra de desagradecimiento, y lo último que desearía era que mi señora me considerase desagradecida, pues lo que veía y saboreaba en su compañía serían pocos los mortales que lo disfrutaran en esta vida.

En Regensburg pasamos día y medio muy agradables; buena parte del tiempo se nos quedó en la catedral de Sankt Peter, muy alta y muy airosa, pero cuyos campanarios seguían a medio levantar, pese a ser una obra comenzada siglos antes; hacía medio año que a mi señora le llegó un emisario del deán, con intención de contarle que había una iniciativa popular para rematarlos, para lo cual, como era natural, hacía falta un dineral, motivo por el que la visitaba en el Palm, acompañado de unos planos y unos dibujos que por sí mismos no habrían despertado la curiosidad de mi señora, pero también traía una maqueta muy bien hecha, y ella era sensible a las tres dimensiones. Quedó con el emisario en darse una vuelta por Regensburg, compromiso que cumplimos nada más llegar. Sin embargo, e ignoro la razón porque la sabía en favor de hurgarse un poquito en las alforjas, algo no debió de convencerle, porque para tristeza del deán no se comprometió a nada; se limitó a decir que lo pensaría, lo que en su código de bienentendidos significaba «verdes las han segao», una extraña sentencia del general Álava que alguna vez le había oído formular apostillando juicios u opiniones negativas o muy desfavorables.

El resto del tiempo lo dedicamos a la ciudad, que no puede ser más encantadora ni rebosar más historia, ni más mercadillos, un tipo de feria que a las tres les encantaba, sin' que yo llegase a comprender por qué; verlas revueltas entre toda suerte de mujerucas, escarbando en todos los puestos, me resultaba de lo más asombroso en unas mujeres tan ricas, pero el caso era que se divertían lo indecible, comprando cosas que jamás usarían y cuyo destino rara vez era otro que ser repartido entre sus respectivas servidumbres, la del Palm y la de la casa de la Annastraße que Pauline y Johanna, sin vivir exactamente juntas, compartían desde treinta y un años antes; una casa donde sólo las primeras doncellas, Andrea y Aurora, eran exclusivas, pues el resto —mayordomo, ama de llaves, cuatro segundas doncellas que además eran camareras, dos fregonas, dos cocineras, dos cocheros y dos porteros que además hacían de carboneros y de caballerizos— eran compartidos.

Tras Regensbrug tocamos en Straubing, una ciudad rebosante de templos y edificios la mar de románicos, o de románticos, que yo seguía sin saber distinguir los unos de los otros; en general, ante cualquier iglesia o casona de aspecto tan interesante como para que las hermanas se detuvieran a contemplarla, yo guardaba silencio mientras mi señora no se pronunciase; a partir de ahí no me importaba clasificarla de gótica, barroca, etrusca o pontificia, que me daba lo mismo; lo único que me importaba era no meter la pata en las notas que tomaba, pues por mí misma sólo era capaz de valorar si me gustaba o si me dejaba indiferente, siendo lo segundo lo usual. Un buen ejemplo fue una iglesona que se llamaba de Sankt Peter y que tenía dos campanarios altísimos; debía de ser admirable por el largo tiempo que mi señora y sus hermanas les dedicaron y lo mucho que discutieron sobre los tales, para unas románicos tardíos y para la otra góticos primitivos; a mí me parecían un engendro como cualquier otro, y más tras oír a Johanna, la entendida, explicar que su creciente número de ventanas según sus pisos ascendían nacía del propósito de dotar al conjunto de alegría y luminosidad, a lo que mi marido mascullaba, sólo para mis oídos, que no eran ventanas sino troneras, y que si eran así era para que tras ellas pudiese apostarse un mayor número de tiradores, pues las iglesias del medievo, les gustase o no a los espíritus sensibles, se construían para guardar tras sus muros los víveres, el ganado y los paisanos, defendiéndolos así de las partidas de saqueadores; para él, y mucho me temo que su opinión me calaba más que las muy artísticas de mi señora y sus hermanas, valorar las iglesias sin tener en cuenta la funcionalidad defensiva desde la que fueron concebidas no era más que pedantería pacifista; en materia de arquitectura todo en esta vida, según él, partía de un principio: ante todo, defenderse; lo de honrar a Dios no era más que un pretexto para sacarle los ahorros a la gente; como era un juicio muy acerado no lo compartía con nadie, aunque yo lo encontraba más lógico que todo eso de la espiritualidad, la fe y la devoción. Sin saberlo, sin darme cuenta y sin defenderme, cada día que pasaba me volvía un poquito más prusiana.

Passau, que por sí misma no tenía nada, o con lo abrumadas que ya estábamos poco era lo que nos impresionaba, nos regaló un fenómeno natural, la confluencia de tres ríos: el propio Donau de aguas azules, un Inn que traía de los Alpes unas muy verdes, y un Ilz que venía de los pantanos de Bayern y la traía casi negra; el contraste de los tres caudales vistos a poco andar desde la proa del Ludwig resultaba fascinante, aunque lo atenuaban las turbulencias y los remolinos que se formaban al nacer un Donau bastante más ancho; eran tan fuertes que la nave se bamboleaba más allá de lo que resistía el desayuno de los peor dotados para la marinería, conmigo a la cabeza. De allí seguimos a Linz, donde nos detuvimos para complacer a las implacables aduanas del Kaiser. Desde ahí, ya en el Österreich y tras atravesar el precioso valle de Wachau, llegamos a Krems-am-der-Donau, donde fondearíamos una última noche, pues al día siguiente zarparíamos de amanecida para llegar a Viena y al fin dormir sin menearnos de una maldita vez.

Mr. Pritchard, que viajaba con nosotros, quería construir naves más grandes para llegar con ellas a Beograd, reservando el Ludwig y el Maria Anna para los tramos aguas arriba de Viena. Con los años —no decía cuántos—, sus barcos atravesarían Rumania para llegar al Bósforo. A mí, que no sabía nada de geografía gracias al empeño de la Brévilliers en hacer de mí una buena primera doncella —de vez en cuando me asaltaban pensamientos de rencor—, lo que contaba Mr. Pritchard me hacía soñar, al punto de consultar un mapa de la Europa fluvial que colgaba en un mamparo de la cubierta superior. Qué bonito sería un viaje donde apreciáramos, Ludwig y yo, todas esas maravillas, aunque también ese sueño se me pasaba pronto. Sería un viaje muy agradable de hacerlo en una cabina de primera clase, como aquél, pero teníamos claro que jamás nos lo podríamos pagar. El sueldo de un teniente coronel prusiano, más lo que yo pudiera ganar dando clases de francés, inglés, polaco y checo en algún colegio de Berlín, que otra fuente de ingresos compatibles con el cargo de mi marido no se me ocurría, ni de lejos nos daría para vivir un sueño como ése.

* * *

La última cena en el Ludwig, a la que asistieron Hannchen, Aurora y mi tía —para ella esto no supuso un quebranto, aunque bien sabía yo que Pauline y Johanna eran menos dadas a compartir la mesa con sus primeras doncellas—, fue agradable, más por el fin del viaje que por celebrar mi cumpleaños. Aun así no me quedé con el buen cuerpo esperable, y no porque sucediera nada molesto, sino porque veía muy ausente a mi señora; ella, en condiciones normales, habría estado de lo más chispeante hasta pasada la medianoche, pero se fue a la cama cuando no eran ni las once. Dijo que no estaba bien, aunque sólo por el cansancio de un viaje tan largo, y nos animó a disfrutar del champagne y de la espléndida noche que se había quedado —a Hannchen no le dijo nada, dejando a su criterio que se quedara o no, si bien sabía que jamás permitiría que se desnudara sola—; también, y eso ya fue por mí, que si a la mañana siguiente no se había dejado ver al pasar frente a Tulin que la viniese a buscar, pues al bajar en Viena quería ofrecer el aspecto exigible a una duquesa. Me dejó preocupada, tanto que se lo dije a Holbein cuando nos despedíamos, él camino a su camarote y yo a reunirme con Ludwig en la cubierta superior.

—Está muy cansada, es verdad. En este viaje ha ido más lejos de lo que aconsejarían sus fuerzas. Espero que me haga caso y durante un mes descanse tanto como necesita.

—En cosa de quince días quería marchar a Karlsbad.

—Este año no habrá Karlsbad. Y no sé si tampoco Ratiborschitz. Mejor si no hay más que paseos por Viena, comer bien, dormir mejor y beber lo menos posible. Ah, y no fumar.

—Pero si apenas fuma —creo que me salió un tono de incredulidad, aunque por culpa del champagne no estaba segura.

—Eso cree Vd., aunque sí lo hace. No delante de nadie, salvo quizás Hannchen, pero ya lo creo que fuma. Y le sienta mal.

Me quedé un poquito pensativa, y un pelín molesta, porque yo creía que para conmigo ya no tenía secretos.

—Además del cansancio, ¿le ocurre algo más?

El doctor Holbein se me quedó mirando, tan inexpresivo como siempre. Hay estatuas más accesibles.

—No pregunte jamás a un médico por la salud de sus pacientes, Libuše. Ni aunque les quiera tanto como a la duquesa.

No estaba segura de que fuera una declaración de principios. Por la letra lo parecía, pero el tono era el de una evasiva. De ahí que revisara con rapidez los síntomas alarmantes.

—Tiene muchos sofocos. Más de lo normal, o más de los que le daban en Viena.

—Desdichadamente, a su edad es una cosa de lo más normal. Ya lo sabrá Vd. y ya los disfrutará, si vive lo suficiente.

—Pues me deja Vd. más preocupada de lo que ya estaba.

El doctor se me quedó mirando, pensándose las palabras.

—Lo mejor que podría Vd. hacer por ella, sirviéndose de la mano izquierda que de sobra sé que tiene, sería conseguir que ande mucho, coma menos caza, menos delicatessen y menos dulces, más frutas y verduras, y que no le dé tanto al frasco. Créame si le digo que sólo con eso se sofocaría mucho menos, aunque ni se lo ocurra decirle que se lo he dicho yo. ¿Estamos?

Estábamos. Se lo aseguré con una sonrisa que intenté fuera de complicidad. Él me respondió con su gesto habitual, el de una esfinge de Gizeh que no tuviera un buen día.

* * *

En la cubierta superior, asomados al Donau, Ludwig y yo lo contemplábamos en su gloriosa oscuridad, salpicada por alguna luz muy atenuada en las casas de la otra orilla. Los demás se habían ido a la cama, como lo haría el camarero que nos miraba con impaciencia una vez hiciéramos lo mismo, cosa que me daba igual; aquél era su trabajo y que lo hiciera como hacía yo el mío, con profesionalidad y sin quejarse.

—¿Qué te pasa?

Yo había llegado a conocerle como si fuera un libro abierto, pero él a mí también, lo que no siempre me hacía gracia, porque una mujer no puede vivir sin sus secretos, y aunque de los más íntimos Ludwig seguía sin tener idea, no me tranquilizaba el apreciar que cada día mi alma estaba un poquito más desnuda frente a sus ojos de virtual Oberstleutnant.

—La duquesa. Le ocurre algo y no consigo saber qué es.

—Yo la veo normal. Tan chinche como siempre.

—Pues no. Tiene menos vitalidad, menos alegría, menos ganas de conocer cosas nuevas. De vez en cuando se anima y chisporrotea un poquito, su estado natural de apenas hace unos meses, pero enseguida se amuerma otra vez.

—Igual es eso que os ocurre a las mujeres cuando los años empiezan a pasar factura. Ya tiene sesenta, ¿no?

—Sólo cincuenta y ocho. Y no es eso. O no creo que sea eso.

Le vi encogerse de hombros, aunque no demasiado. Era muy comedido en todos sus gestos.

—Podrías ser un poquito menos de piedra, ¿no crees?

Se pensaba las palabras, como siempre que se daba cuenta, un poco a destiempo, de que yo no estaba para bromas.

—Le pasa que sabe que te vas. Que nos vamos, aunque yo no le importo. Sabe que cualquiera de mis chicos lo hará igual de bien que yo. Lo que le apena eres tú. No sé si te has dado cuenta, porque uno mismo nunca se da cuenta de lo que cambian las personas que le rodean, pero en estos cinco años has pasado, despacio pero sin pausa, de ser su lectrice a ser su hija. Wratislaw, con el que se confiesa de las cosas más íntimas y que la conoce de toda la vida, se dio cuenta meses después de tú llegar de que te miraba como años antes había mirado a Clara; como si, en cierto modo, hubiera resucitado, hubiera vuelto del Más Allá para darle lo que desde su muerte no le ha dado nadie, y es que, insisto que según Wratislaw, a Emilie y a Mary las quiere muchísimo, y ellas a ella, pero el cariño de Clara iba más lejos de todo eso. Era devoción, la de una hija de verdad, no una adoptada. Por eso la seguía echando de menos, y por eso, cuando llegaste al Palm con los mismos diecisiete que tenía ella cuando murió, y encima siendo checa, igual pensó que Dios le hacía un regalo inesperado. Ahora sabe que te vas, que de aquí a unos meses ya no te tendrá junto a ella en todo momento, solícita y cariñosa sin que nadie note que lo eres, salvo ella y en todo caso Hannchen, y eso la entristece. No creo que haya más, ni tampoco creo que te vaya a montar una escena de mal gusto cuando le digas adiós. Siempre ha debido de pensar que algún día volarías, y si por algo se ha ganado mi afecto, y mi respeto, es porque no quiso cortarte las alas, para evitar que pudieras volar y la dejaras sola. Es una mujer estupenda, Libusche. Yo también la voy a echar de menos, ¿sabes?

Era una pregunta retórica, y no contesté. Preferí quedarme como estaba, mirando al río y refugiada en el hombre que me abrazaba, pero sin dejar de pensar en la duquesa; mejor, en lo que decía Ludwig que yo era para ella. Debía de ser recíproco, pues en alguna forma la sentía como a la madre que a efectos prácticos perdí a los cinco años. Una madre que quizá no me diera mimos, besos y achuchones, pero a la que debía cuando menos algo incomparablemente más valioso, y más útil para ir por la vida: la poca o mucha sabiduría con que ya contaba, y la todavía más amplia que me transfería cada día que pasaba junto a ella desde la mañana en que decidió que yo escribiera sus cartas. Ignoro si ésa es la clase de confianza que las madres otorgan a sus hijas, pero si no lo es sólo puede ser porque una de las dos, o las dos, no valen nada.

No se me había olvidado una de las primeras cosas que me dijo, que las dos habíamos sido maldecidas con la clase de cerebro que más hace sufrir a las mujeres, sobre todo si no tienen dinero. Ella siempre tuvo todo el del mundo, pero aun así estaba claro que sufrir, lo que se dice sufrir, había sufrido lo suyo. En mi caso, todavía no, porque mientras padecía el espanto del internado no me daba cuenta de que aquello no era una vida digna de ser vivida. Lo que vivía desde hacía cinco años no sólo era lo contrario de sufrir, sino que la duquesa me había moldeado tan a su imagen y semejanza que me sabía bien capaz de hacer frente a lo que fuese, la primera calidad que se debe poseer para ser feliz de verdad.

Definitivamente, me costaría mucho dejarla sola.