Capítulo VIII
VIENA Y PARÍS, PRIMAVERA
LAS rutinas del Palm seguían siendo las de siempre. Sólo cambiaban en que lo primero que debía leer a mi señora, una vez zambullida en su bañera, era el Wiener Zeitung. No solía dar tiempo a revisar el correo, porque antes se salía de su cuasiestanque —fue la gran novedad con que nos dimos en el Palm: Lauengram, siguiendo instrucciones de la duquesa, se había cargado el viejo boudoir; el nuevo lo presidía una gran bañera de mármol; en sus proximidades se alzaban dos exóticos artefactos construidos en el mismo material y procedentes del París más sofisticado; uno tenía por función mejorar el confort en el momento de hacer fuerza, para mi señora siempre laborioso, y en cuanto al otro no tenía yo clara su funcionalidad, si bien, y como de costumbre, no era capaz de preguntar—, y mientras Hannchen la peinaba y maquillaba no se concentraba lo bastante para que leerle su correspondencia fuera de utilidad; ella prefería, cuando se veía frente al espejo, estudiarse desde todos los ángulos para mejor determinar su aspecto de la mañana —no sólo se cambiaba de ropa varias veces al día, sino también de cara—, lo cual daba lugar a que su conversación, si le daba por hablar y no era usual, fuera intrascendente, cuando no inconexa. Sólo recuperaba la concentración necesaria para ocuparse de los disgustos —rara vez el correo traía otra cosa, solía lamentarse— cuando nos sentábamos a una mesa relativamente grande, frente al primer Earl Grey de la jornada y con las cartas del día puestas a un lado, así como mi cuaderno de apuntes y mis lápices, listas, ella y yo, para trabajar.
Sólo había una nueva rutina, que tanto Ludwig como yo intentábamos no fuera del dominio público. Se desarrollaba cuando ya era noche cerrada y se suponía que todos estaban en sus camas, durmiendo como benditos. En ese momento, el cauto Von Gösseln, más preocupado que nunca por la seguridad del Palm, iniciaba una ronda nocturna, la cual concluía en la primera planta, donde se demoraba largo rato. Tras eso desandaba lo andado, sin que nadie pudiera decir otra cosa que quizás estuviese paranoico, aunque se movía con tal sigilo que pocos, muy pocos, podían estar al corriente de aquel nuevo protocolo precautorio. Habíamos acordado establecer esa rutina y no la recíproca porque la duquesa no había perdido la costumbre de llamarme por el tubo acústico a poco que no pudiera dormir, aunque lo hacía muy pocas veces. Una pena, porque mi cama era estrecha y la proximidad del dormitorio de Hannchen nos hacía operar en un silencio sepulcral, tan absoluto que nos resultaba trabajoso, pero analizada en su conjunto era la mejor de las opciones, de modo que nos la tomábamos con explicable ilusión. La de tener cada día más claro que todo nos iba de maravilla. En la cama, donde más.
La mañana era como todas. Por la tarde se suponía que la duquesa iría con sus hermanas al cercano Burgtheater, de modo que no necesitaría ni coche —a ése iban andando— ni escolta, gracias a lo cual yo me relamía de pensar en un paseo con mi guapísimo novio. La primavera estaba muy avanzada, el tiempo era bueno y la vida me sonreía, pero una noticia en el Wiener Zeitung me hizo fruncir el ceño. Intuía complicaciones.
—Señora, dice aquí que su alteza el príncipe de Talleyrand falleció en París el pasado día 17.
La duquesa no cambió de gesto, lo cual era normal porque Hannchen, a la sazón, se lo estaba enjabonando.
—Léeme la noticia completa, comas incluidas.
Lo hice. Abreviando, el príncipe, de ochenta y cuatro años, había expirado a consecuencia de una enfermedad muy breve, tras haber recibido los santos sacramentos y rodeado de los suyos. Sería enterrado en Valençay, junto al château familiar.
—Repíteme lo de los santos sacramentos.
Lo repetí.
—Me cuesta creer que la víbora de mi hermana le haya manipulado hasta el punto de hacerle confesar y comulgar. Él, que jamás creyó en nada y que nunca se ha creído nada. En fin... —meneaba la cabeza, no sé si con pesar o con incredulidad, pero ahí decidió que las rutinas cotidianas debían ser interrumpidas, porque sin previo aviso se levantó poco menos que de un salto, chorreante y enjabonada, y con la cabeza, era evidente, no del todo allí—, Libusche, toma nota: una carta para el duque de Crillon, anunciándole que iremos a su casa unos cuantos días y que a la que pueda le diré las fechas; otra para el general Álava, que aún debe de seguir en Tours, pidiéndole detalles; sin duda lo sabe todo, porque casi vivía en Valençay; otra más para el duque de Wellington, anunciándole que cuando sepa la fecha nos pondremos en marcha, y que me gustaría conocer sus planes. De momento son todas, pero ya se me ocurrirán más. Hoy vas a tener mucho trabajo.
En ocasiones la duquesa no era suficientemente precisa, y lo sabía. De ahí que no se impacientara si le pedía más datos.
—Señora, ¿cuál fecha? Si se murió el 17 ya estará enterrado.
—No es esa, Libuše. Me refiero a la del éloge funèbre. Talleyrand fue uno de los más grandes hombres de la Francia reciente. Primer ministro, ministro de Asuntos Exteriores no sé cuántas veces, embajador... y, por encima de todo eso, Louis-Philippe le debe su trono. La revolución del 30 se la conspiró él, enterita, para echar a Charles X y neutralizar a d'Angoulême. Tendrá un éloge de primerísima categoría, con el rey presidiéndolo, ya lo veréis. De ningún modo me lo voy a perder. ¡Hannchen, date prisa!, que hoy no es un día como los demás.
La pobre Hannchen aceleró cuanto pudo, aunque sin poder evitar que la duquesa dejara un buen reguero de agua según dejaba la bañera en demanda de su albornoz, el cual colgaba de una percha un tanto apartada. Los varios pasos que dio hasta llegar a él me hicieron advertir, con sorpresa, que Hannchen no le teñía todos sus cabellos; por lo general era imposible verle una cana, y bien sabía yo por qué, pero me resultó un punto inquietante observar el lugar donde habían anidado casi todas. De repente, y sin saber decirme la razón, la duquesa me pareció mucho más vieja que unos minutos antes.
* * *
Sentadas en su salón privado, clasificaba las cartas en función del remitente mientras mi señora daba cuenta del Earl Grey, así como de unas cuantas pastas. Era otra de las cosas en que había reparado según la veía caminar al estilo de una Venere peripatética: estaba cogiendo peso, y en el lugar peor: el buche.
—Señora, hay una de Monsieur de Miniussir.
—Empieza por ésa.
Ya no recordaba cuándo dejó de leer por sí misma incluso la correspondencia personal. Por una parte me halagaba que no lo hiciera, porque con eso me demostraba una confianza total, absoluta, pero al tiempo me hacía temer que la separación, cuando llegara y quizá no faltase mucho, porque los planes de Ludwig de seguir a Moltke a Turquía si el KPA no le llamaba cada día eran más firmes —de ningún modo pensaba renunciar a irme con él—, sería muy dolorosa, y no sólo para ella. Bien sabía yo que los pocos que decidían dejar su servicio lo hacían para siempre y sin esperanza no ya de reincorporación, sino de ocupar un espacio en su memoria. Me dolería mucho, y no sólo por el gran cariño que le tenía, sino, más prosaicamente, porque las relaciones y la influencia de la duquesa, bien claro lo tenía, tarde o temprano acabarían por hacernos falta.
—¿Se la leo o se la resumo?
—Si no es breve, resúmela.
Una sola hoja, por las dos caras, en letra redonda y bastante clara, quizá por ser un punto infantil; se leía con facilidad, aunque de todos modos preferí tirar por la segunda opción.
—Dice que a finales de mayo del año pasado por poco se ahoga en un río según lo vadeaba y que se rompió no sabe cuántos huesos, que se pasó el resto del año convaleciendo en un lugar llamado Alhama de Aragón, que hace unos meses le nombraron comandante de algo que se llama Ciudad Real y que al poco de tomar el mando, el 14 de marzo, le pegaron un tiro en un pie. Como llevaba camino de quedarse inútil le dieron permiso para seguir un tratamiento en una clínica de Bad Gastein, cerca de Salzburg. Lleva tres semanas allí; está bastante mejor, dentro de dos días le darán de alta y acto seguido pensaba visitarla, y estar aquí unos días para recuperar fuerzas antes de regresar a España, siempre y cuando tenga Vd. la bondad de alojarle. Dada la fecha de la carta..., pues yo diría que igual mañana o pasado le tenemos aquí.
A la duquesa le bailoteaba por la cara una sonrisa indefinible. Quizá la de verse frente a un caso perdido.
—Miniussir en estado puro. Siempre hace así las cosas. Avisa de que llega cuando casi está entrando por la puerta. En fin... —un suspiro de resignación, aunque me sonó un poquito falso—, dile a Waltraud que le prepare su habitación de siempre, y díselo también a Hannchen. Se pondrá la mar de contenta, porque siempre que viene le deja unas propinas colosales. Los españoles son así, Libusche. Aunque se mueran de hambre son rumbosos hasta la exageración.
—¿Él es español, señora?
—No de cuna, porque nació en Trieste, pero en 1809, tras Wagram, se fue a España. Hoy es más español que los propios españoles. Más que Álava, para que te hagas una idea. Todo un caballero español. No de pensamiento, porque no puede ser más liberal, pero sí de talante y de modales. Contéstale de todos modos, por si aún no ha dejado Gastein. Le dices, en mi nombre y firmando tú, que su cuarto está listo. Nada más.
Se lo quedó pensando, con la misma sonrisa bailoteándole por los papos. Durante unos cuantos días, y si yo había sabido interpretar su gesto, la tendríamos de muy buen humor, aunque no era momento de pensar en eso, sino de seguir despachando cartas. Ninguna era relevante, además de que casi todas envolvían una más o menos larvada petición de dinero. A esto ya me había enseñado a contestar, de modo que para mí era un proceso rutinario explicar con elegantes y amables palabras que mi señora la duquesa decía que nones. Lo que aún no hacía suficientemente bien era redactar cartas como las tres que me había pedido, aunque debía de ir mejorando. La de Wellington se la quedó para transcribirla, sobre la de Álava me ordenó añadir un párrafo diciendo que nosotros estaríamos en el Hôtel du Crillon, donde podría contar con un cuarto digno de su categoría si no encontraba mejor alojamiento, y en cuanto a la del duque de Crillon la firmó tras añadirle los acostumbrados «mi querido gran amigo y le envío un gran abrazo».
—Se me retuercen los hígados sólo con pensarme las palabras, pero no me queda otra que dar a mi hermana Dorothée mi más sentido pésame, y de paso preguntarle cuándo será el condenado éloge. ¿Te atreves con eso?
—Con eso no, desde luego, pero quizá bastaría con que yo escribiese a Monsieur Adolphe de Beaucourt, que si no recuerdo mal era el secretario del príncipe, y quizá también el de la duquesa de Dino. Le podría decir lo mismo en palabras propias de secretaria y secretario, y todo sería más sencillo —no necesité preguntarle cómo lo veía, porque la vi asentir de inmediato, con un gesto admirado—. La prepararé cuanto antes.
No hacía falta decir más, porque la duquesa estaba satisfecha; se notaba en su levantarse para ir en busca de Hannchen, quizá para el primer cambio de ropa de la jornada. Era el momento de recoger mi cuaderno y mis lápices, y por supuesto las cartas, y arrumbar a la biblioteca. Seguía siendo el lugar de la casa donde más a gusto me sentía. Bueno, salvo mi cuarto por las noches, cuando me llegaba la nachtwacht...
* * *
—Hay una cosa que no entiendo. Igual tú la sabes.
No lo preguntaba en voz alta. Era un susurro de morros pegados a la oreja del interrogado, en una cama donde casi ni cabíamos, bajo una manta porque las noches vienesas a finales de mayo son frescas y porque no vestíamos demasiado; para ser exacta, Ludwig su parche, pues de su otra prenda, que yo le coloqué con maestría, ya se había despojado; en cuanto a mí, ni eso. Flotábamos en ese dulce dejarse llevar del que pese a todo hay que salir, aunque sin la menor gana de levantarnos.
—Pues como no me des más pistas...
—¿Cómo es posible que si Talleyrand murió el jueves 17, en París, la noticia se publicara en el Wiener Zeitung de esta mañana? —Ya pasaba de medianoche, pero nosotros seguíamos en el martes 22 de mayo de 1838.
—Pues porque los lunes no hay periódicos, deberías saberlo. No en Viena. De no ser por eso lo habríais leído ayer.
Me lo quedé mirando, bastante ojoplática.
—Las noticias de alcance originadas en París son enviadas a las capitales europeas por telégrafo óptico, el de la red Chappe, aunque sólo hasta donde llega. En el caso de Viena se acaba en Huningue, cerca de Basel. Desde ahí siguen por posta ligera, turnándose jinetes y caballos, cabalgando de día y de noche, a fin de que lleguen al Wiener Zeitung en menos de dos días desde que sus corresponsales en París las depositan en la oficina de Chappe. Así se pueden publicar a los tres días de haberse redactado. A la fuerza son lacónicas, pues por la red Chappe no se puede transferir gran cosa. El texto completo llega días después, cuando la noticia, si es de las buenas, de las importantes, ha despertado la debida expectación.
Me quedé muy admirada, debo reconocerlo.
—¿Y cómo es que sabes todo eso?
—Porque soy un oficial de Estado Mayor. Disponer de buenas comunicaciones es esencial. Ésa es la razón de que se haya empezado a construir una red prusiana; de momento comunicará Berlín con Koblenz y Köln, nada más, pero ya crecerá.
Según hablaba se levantaba. Me gustaba verle vestirse a la mínima luz de una vela. Estaba en buena forma, mi Ludwig. Quizá no pudiera compararse con el ignoto Miniussir en un determinado aspecto de su ser, pero a mí me valía.
—¿Cuándo crees que marcharemos?
—Ni la menor idea, pero pronto. Ella dice que los éloges se pronuncian al mes de los fallecimientos, y que cuanto mayor es la importancia del muerto menos se tarda en organizarlos.
—Igual no llegamos a tiempo.
No contesté, pues pensaba lo mismo. Prefería levantarme, abrazarle y besarle con la debida pasión, que si a él una visita de media hora le calmaba la suya yo necesitaría horas, pero así eran las cosas y no valía de nada quejarme. De momento me conformaba con que me devolviera el beso y, distraídamente, que con su mano más hábil me magreara la derrière.
—Frena, o no te dejo ir.
Me sonrió. De sobra sabía que no podía quedarse.
—Hasta mañana, Libusche.
Volví a no contestar. Era mejor sonreír al tiempo de abrirle la puerta. En el pasillo no había nadie, como era natural. De no ser así, los aplausos se habrían oído hasta en el Prater.
* * *
El comedor de diario era una estancia no demasiado pequeña, presidida por una gran chimenea, donde hasta doce personas podían cenar con el mayor confort. Aquel miércoles 23 éramos seis: la duquesa, vestida como para recibir al Kaiser y que a la sola luz de las velas se mostraba irresistible, como si en vez de cincuenta y siete años apenas pasara de cuarenta; su invitado de honor, don Nicolás de Miniussir, de impecable general español; el doctor Holbein, el Freiherr von Gösseln, Hannchen y yo.
Hannchen no se había excusado pretextando su mal francés. Ella y Miniussir se conocían desde la tarde que precedió a la primera noche donde mi señora y él pecaron juntos, se habían visto todas las veces en que desde 1815 aquél pasaba por el Palm o por cualquier lugar donde la duquesa residiera y se tenían una mutua simpatía. De ahí que se hubiera vestido de un modo menos sobrio de lo usual, tanto que sin llegar a epatar a la duquesa no habría hecho un mal papel de baronesa. Por cierto, yo tampoco lo haría. Mi secreta situación sentimental no era desconocida en la primera planta, pese a que no se comentara estando yo delante, que habría que ver lo que decían las dos brujas cuando no las oía nadie; a eso se debía que la duquesa, de un modo sutil, no estructurado, se hubiera echado encima la tarea de adiestrarme para mi futuro empleo de Freifrau von Gösseln, el cual, para desempeñarlo adecuadamente, requería más mañas que las mucho más sencillas de una secretaria personal, que ya era de un modo formal el que tenía en el Palm y que me colocaba en el mismo rango que Hartenstein y Lauengram, lo cual se reflejaba en la no muy respetuosa forma en que se me dirigía la segunda servidumbre —«quién te ha visto y quién te ve», parecían decirme con los ojos aunque nunca de palabra—, y de un modo más prosaico en el sobre que Lauengram me pasaba cada mes con un punto de solemnidad que antes no malgastaba conmigo. A eso se debía el ir vestida de frei-frau, aunque ni el collar ni los pendientes fueran míos. Aquella cena, me decía en un vaivén de mi sorprendida mente, además de todo lo que pudiera suponer para la duquesa y su invitado, era parte de mi proceso de aprendizaje para ser, algún día, una châtelaine tan perfecta como la que más.
A diferencia de lo usual no formábamos en dos filas enfrentadas. La duquesa presidía la mesa en un extremo —no era larga; cuando los comensales eran más se sustituía por otra que sí lo era—, con Holbein a su izquierda y Miniussir a su derecha. Yo formaba en prolongación del segundo y Hannchen del primero, con Ludwig en la otra presidencia. Se hablaba en francés, pese a que Miniussir, educado en Trieste, Dresden y Viena, dominara el alemán; en realidad dominaba unos cuantos más, según decía Hannchen: español, inglés, triestino, veneciano e italiano, algo de portugués y bastante de catalán. Hannchen no lo sabía por sí misma, sino porque aquella mañana, mientras se ocupaba de vestir a la señora para la inminente llegada de don Nicolás, ella se lo había explicado con un apenas perceptible nerviosismo. Tanto Hannchen como yo, maliciosas, sospechábamos lo mismo: nos aguardaban unos días de bienaventurado humor ducal, si bien no pude por menos que trasladarle mi temor de que cuando el ardoroso Miniussir se viera frente al arbusto blanquecino su ímpetu volcánico podría venirse abajo; ahí confesó que también ella lo temía, igual que la propia duquesa, pero que no había nada que hacer; habían probado todos los tintes imaginables, aunque con resultados catastróficos y no sólo porque algunos le irritaban ese delicado rincón de su ser, sino porque a las pocas horas desertaban, bien por no resistir la humedad propia del lugar, bien por ser sensibles a las pérdidas de pipí que nuestra mutua señora padecía desde poco después de que le cayeran los cincuenta. Las dos se habían rendido varios años antes, aunque no por eso dejaba Hannchen de probar en ella misma, pues padecía el mismo mal, cualquier nuevo ungüento milagroso que le ofrecieran como novedad en las tres o cuatro potinguerías que visitaba con mayor asiduidad. La química moderna, por lo visto, no tenía en cuenta nuestro gran mercado potencial.
Miniussir había llegado a mediodía, si bien sólo le vieron ella y Hannchen. Estaba muy cansado, tanto que mi señora le recetó un buen baño, en su bañera pompeyana y con su ayuda. Horas después se nos mostró dándole su brazo, cuando el ceremonioso Hartenstein les franqueó la puerta —nosotros estábamos dentro—. Su facha en absoluto desmerecía; muy alto, fornido y de aire severo, aunque le cambiaba cuando sonreía, pues le asomaba un gesto muy simpático, un punto travieso, quizás incluso juvenil. Le sabía de cuarenta y cuatro, pero los llevaba bien, ya que conservaba todo su pelo, el cual, y salvo unas sienes plateadas que le sentaban de maravilla, seguía siendo admirablemente negro. La mejilla izquierda mostraba una cicatriz con aspecto de lejanísima que le daba un toque aún más interesante, y aunque se apoyaba en un bastón su cojeo era discreto, nada que ver con el bamboleante del pobre Álava. Vestía, por fin, de impecable general de los ejércitos españoles, o eso pensaba yo, un tanto confundida por la condecoración que lucía en el cuello, la misma que Ludwig ganó a cambio de su ojo, aunque mi prometido la llevaba prendida del pecho y no colgando de un corbatín. Era de suponer que aquel pequeño misterio pronto sería revelado, sobre todo al ver que, cuando la duquesa les presentó tras hacer lo propio conmigo y con Holbein, Ludwig —también iba de militar— se le cuadró respetuosamente.
—Major Ludwig von Gösseln, Königliche Preußische Armee, Herr General! —gesto rígido, a la prusiana.
—Generalmajor Nicolás von Miniussir, Königliche Spanische Armee, Herr Major —gesto afable, a la española.
Fueron las únicas palabras en alemán que se oyeron en toda la noche. Desde ahí, hasta llegar al tenedor, todo fue un escuchar del general Miniussir el relato de las distintas parcelas de su vida, con algún detenimiento en su origen ilírico y de su estancia en Bad Gastein, para entrar en una entretenida disquisición sobre las ventajas de los spa's de Salzburg sobre los de Saltzkammergut, aunque no era ése un tema que apasionase al curioso Von Gösseln, una dolencia de su alma que, si bien yo ya conocía, para todos los demás era un total desconocida.
—¿Dónde ganó su eisernekreuz, Herr General?
—Llámeme Nicolás, por favor. Fue durante la Reine Klapperjagd. Me la impuso en París, días después, el general Gneisenau. Según me dijo, la gané cuando frente a Genappe nos encontramos unas cuantas docenas de belles filles, los cañones franceses de doce libras, abandonados en perfecto estado junto a sus carros de servicio. Yo marchaba en cabeza con Gneisenau, su Estado Mayor y el Sexto de Ulanos. Con la ciudad a la vista, y dado que los franceses se amontonaban allí, tratando de cruzar el Dijle, la tentación de volverlas contra ellos era irresistible, pero los ulanos no sabían cómo hacerlo, pues no eran artilleros. Yo sí sabía, pues en España los oficiales debíamos saber de todo, a la fuerza, de modo que me hice con una pieza, con ayuda de los ulanos la volví contra Genappe, la cargué, apunté, abrí fuego... y así me la gané —se acariciaba la hermosa cruz de hierro en negro y plata como habría podido hacerlo con un pañuelo de seda—. ¿Y Vd. la suya?
—Ludwig, Nicolás —se sonrieron el uno al otro, y los demás con ellos—. Dos días antes, en Ligny. Con el mismo Sexto de Ulanos. En la última carga, cuando salimos a buscar a Blücher y a Lützow porque les habían matado los caballos y estaban indefensos, tirados en la tierra de nadie. Me llevé el tiro fatal y me quedé ciego según galopaba, pero por suerte no me caí del caballo, lo cual fue lo que me salvó. Dos de mis hombres me flanquearon hasta Mellery, donde se había instalado un hospital. Me sacaron allí lo que aún quedaba del ojo —me brotó un gesto de pesar, y no fingido; bien sabía yo lo mucho que sufrió Ludwig durante aquella horrible noche—, me limpiaron la herida, me tranquilicé al comprobar que aún veía con el otro, aunque me lo vendaron por precaución, y así, ciego, me despacharon a Lieja junto con otros oficiales heridos. La condecoración me la impuso el Prinz Wilhelm meses después, en Koblenz.
Miniussir no dijo nada. Prefirió levantar su copa en honor del colega, que al momento hizo lo mismo.
—Esa noche yo también pasé por Mellery, como intérprete del coronel Gordon, el aide-de-camp de Wellington que dos días después caería en Waterloo. Buscábamos a Blücher, aunque casi no pudimos hablar con él, pues estaba medio inconsciente.
Un gesto de reconocimiento del oficial prusiano al oficial español. Igual es verdad que nada une más que las batallas.
—¿Qué tal es esa guerra que les aflige, Nicolás?
El interpelado se lo quedó pensando, aprovechando su masticar con alguna dificultad un pedacito de ternera; ya nos había explicado que, a causa del tiro que recibió en la cara muchos años antes, sus mandíbulas no encajaban bien.
—Es una guerra civil, doctor. Tan cruel y disparatada como todas las guerras civiles. En las de nación contra nación los odios suelen ser inmediatos, rara vez anteriores al comienzo de las campañas y en todo caso nunca personales, pero en las civiles a menudo se aprovecha la contienda para ventilar cuentas pendientes contra el vecino de calle, o de aldea, o de pueblo. Al odio por el adversario se suma el rencor de ofensas centenarias, a menudo de clan, de los antepasados, y eso es lo peor, pues afloran odios heredados. Es la ocasión de rematar las venganzas oscuras, y cuando eso es lo que manda todo el mundo tiene claro que no puede haber prisioneros. No pueden quedar testigos vivos de la bestialidad colectiva. Se ha de matar, a ser posible del modo más horrible. A eso se debe que nuestra guerra, tan española, sea tan espantosa.
—¿No influye la ideología? Quiero decir... absolutistas contra liberales, revolucionarios contra conservadores, y cosas así.
—Creo que no, Mina. Los que saben que la guerra nace de una disputa entre absolutistas que no quieren cambios y liberales que lo quieren cambiar todo, son pocos. La mayoría de la gente piensa que sólo es una cuestión dinástica, de una reina regente italiana bastante golfa contra un infante nacido en España que comulga todos los días. Se debe a eso que los respectivos bandos no se traten a sí mismos de absolutistas o de liberales, sino de carlistas y de isabelinos. Así nadie, o casi nadie, identifica ninguna clase de ideología tras las banderas enfrentadas. Sólo hay odio, y a menudo del peor, el animal, el de las tripas. El de la incultura. Lo que vivimos no se diferencia gran cosa de las guerras feudales que asolaron Alemania en el XVI y en el XVII. Quizá suceda, y sería lamentable que fuera eso, que los españoles aún no hemos salido del siglo XVII.
Daba menos espanto lo que decía que cómo lo decía, con una tristeza y un cansancio que me parecían infinitos. Habría sido bueno hablar de otras cosas, pero mi señora parecía interesada en seguir con aquélla.
—Tengo entendido que con los absolutistas, o los carlistas, luchan muchos voluntarios europeos. ¿Es así?
—Cierto, así es. En su mayoría proceden de países fuertemente reaccionarios. Por eso captan a muy pocos franceses, pero sí a muchos prusianos y austríacos. Es un disparate, porque no valen para nada. Los reciben en un pueblo de Navarra cercano a la frontera con Francia, Zugarramurdi. Les alegra tanto que vengan que los llenan de honores, y de grados. El caso más notorio, y más absurdo, es el de un noble vecino tuyo —por la duquesa, que no se mosqueó al verse tuteada—, un tal Felix Lichnowsky, Graf von Werdenberg. Está podrido de dinero, pero como no sabe a qué dedicarlo se afana en aventuras estúpidas. Ingresó en el KPA cuando cumplió veinte, en 1834 —se había vuelto a Ludwig, que asentía; la historia de Lichnowsky le sonaba—, pero al ver que no le harían generalfeldmarschall en los dos meses que les daba de plazo, lo dejó. Dio por ahí unas cuantas vueltas, hasta llegar a Zugarramurdi en febrero del año pasado. Traía una impedimenta formidable: dos criados, ocho caballos y varios baúles. Nada más verle, con ese aspecto fabuloso, le supusieron rebosante de oro, como así era, y le condujeron a presencia del que llaman Pretendiente, que no es otro que el hermano menor del nefasto Fernando VII, el que se pasó con él cinco años en Valençay sin hacer el menor intento de fugarse para pelear en España. El tal Pretendiente, Carlos de Borbón, en el acto le nombró generalmajor, o el equivalente de su horda, y le autorizó a que hiciese lo que le diera la gana. Desde aquel día manda cartas y cartas a los periódicos prusianos, alabando la causa del Pretendiente y relatando las batallas en que participa, tan heroicas como inventadas. No creo que tarde mucho en aburrirse, de modo que, no lo duden, dentro de poco le tendrán de vuelta en Berlín, o donde carajo sea.
Un misterio resuelto. Al fin conocía el origen de la muletilla favorita de mi señora, la cual, por su parte, reía de buena gana en compañía de los demás, que hacíamos lo mismo.
—Hay más, ya les dije. Uno que hace mucho ruido, porque tampoco se cansa de publicar bobadas, es el Freiherr Wilhelm von Rahden, aunque no es el único. Que recuerde ahora mismo, hay un tal Adolf Loning, que ya es un tipo con hechuras, y un crío licenciado del KPA que se llama August von Göben. Habrá más, pues la prima de enganche que don Carlos ofrece a los extranjeros es considerable, sobre todo si vienen con armas y caballos, pero salvo estos cuatro, que gracias a la prensa son muy notorios, no recuerdo a ningún otro. Quizás es que los demás no sepan ni escribir. De todos modos son tantos, y con pocas excepciones tan abschaum, tan maldita escoria, que incluso han formado un batallón enteramente de mercenarios.
—¿Les ve fuertes, general? A los absolutistas, quiero decir.
—Pues no mucho, doctor, pero tampoco lo estamos nosotros. A eso se debe que también nos hayamos procurado mercenarios. Una fuerza británica formada por lo peorcito que nos ha encontrado el duque de Wellington. Son tan indeseables como los del otro bando, aunque al menos llegaron todos juntos, uniformados y equipados, en un barco que les trajo a Santander. Se llaman a sí mismos British Legion y acabarán siendo un problema para doña Cristina, porque vienen financiados por Inglaterra pero sólo en calidad de prestamista, porque un día u otro Lord Melbourne presentará la factura. Conozco los detalles porque les acompañaba en el barco un amigo común, el general Álava, por entonces nuestro embajador en Londres. Los mercenarios, en general, no valen para mucho, salvo si son auténticos profesionales, pero ésos salen carísimos y además no abundan. No para ser soldados rasos, al menos. En fin —seguía perorando tras haber apurado su copa una vez más; era hombre de buen beber, don Nicolás—, que aún tenemos guerra para rato, porque ninguno de los dos bandos es capaz de imponerse al otro. Me temo que mientras no acaben de agotarse, los dos, las cosas seguirán igual unos cuantos años más.
—Me temo yo también, según te oigo, que deberé aplazar mis planes de visitar el Museo del Prado.
—Lo único que te puedo decir es que ni se te ocurra venir por España mientras esté como está hoy. Ni siquiera por barco y hasta un puerto supuestamente seguro. Los caminos que llevan a Madrid son los más azarosos del continente. Hay bandoleros por todas partes, y no en partidas pequeñas; forman verdaderas compañías, bien organizadas y muy disciplinadas. Si me dieron el mando de Ciudad Real fue porque allí se agazapaban dos de las más temibles, la de un tal Sabariego y la de su cuñado El Palillos. Controlaban el tráfico de mercancías y viajeros entre Castilla y Andalucía, de modo que movilicé lo no mucho que había en Ciudad Real para ir por ellos, y por poco me cuesta la vida. Dentro de lo que cabe, que me hayan dejado cojo es lo menos malo que habría podido pasar.
—Me gustaría echar un vistazo a su pie, general.
—Será un placer mostrárselo, doctor.
—Pues mejor será que lo haga mañana por la mañana, Holbein. Lo digo porque no habrá mucho más tiempo —unas cuantas miradas de sorpresa—. Es porque hoy traía el Wiener Zeitung la noticia de que el éloge funèbre de Talleyrand tendrá lugar el 8 de junio, en la Cámara de los Pares, que si no recuerdo mal es el palacio de Luxembourg. Lo presidirá el rey Louis-Philippe. Como no pienso perdérmelo dejaremos Viena pasado mañana, por la ruta más rápida posible y que le ruego estudie cuanto antes, Gösseln. Siento no habérselo podido decir antes, pero es que no he sabido de la novedad hasta poco antes de sentarnos a cenar. —Era verdad; estaba tan alterada con la inminente visita que no quiso saber nada de la prensa, ni de su correo; sólo llegó a saberlo porque pasé a verla con el periódico en la mano mientras Hannchen la vestía y la enjoyaba para cenar.
—La ruta más rápida pasa por el Schwarzwald. No es precisamente segura, Wilhelmine.
Ludwig carraspeó, indicando que deseaba decir algo.
—Formaremos una comitiva de tres carruajes con una escolta bien armada. En total, seis hombres con rifles Baker y seis más con revólveres Colt Paterson. Espero que sea suficiente, aunque me gustaría conocer su opinión.
—¿Qué cosa es un Colt Paterson, Ludwig?
—Mañana se lo explica, Gösseln, que ya he oído esa historia. ¿Te animarías a venir con nosotros, Nicolás? Te dejaríamos en París, donde sin duda estará Miguel, y de allí podrías seguir a Tours y a España, o adonde quisieras.
El general Miniussir se lo quedó pensando.
—Será un placer acrecentar tu escolta, Mina.
La duquesa sonrió, a todas luces encantada. Una vez más conseguía combinar las apetencias con las conveniencias. Debía de ser, pensaba yo, el arte que mejor dominaba.
* * *
El salon littéraire deslumbraba. Era porque la salonnière había hecho saber que a la mañana siguiente salía para París y ya no brindaría su hospitalidad hasta el otoño. En consecuencia, no cabía un alma. El tout Wien al completo se daba cita en el Palm, llevando a Hartenstein a la locura, pues al no contar con camareros suficientes tuvo que reciclar segundas doncellas, las cuales, pese a su buena voluntad, eran blandas de manos, como algunos cuadrúpedos, de forma que ya llevábamos un par de bandejas por los suelos. Aun así el éxito era tan grandioso que la duquesa resplandecía. Iba de un lado a otro volviendo a presentar a Miniussir, pues aun habiendo sido el agregado militar de la embajada española en 1816 eran pocos quienes le recordaban. Yo la seguía con mi cuaderno, mi lápiz y mi Gabelsberger, pues solía suceder que le propusieran algo, dijera que de acuerdo y luego yo, al día siguiente, debiera recordárselo, para no pocas veces comunicar al interesado que la duquesa no había recordado un compromiso previo y que, por desgracia, debía volverse atrás. Lo había hecho tantas veces que me salía la mar de bien, aunque no me divertía; la duquesa se ponía tanto en mis manos que no sólo me abrumaba el trabajo, sino que me preocupaba su posible mala reacción cuando Ludwig y yo le dijéramos que nos gustaría casarnos en septiembre, cuando según la planificación ducal para 1838 montásemos la tienda en Berlín, cerca de la casa natal de los Von Gösseln.
El principal atractivo de la soirée, lo que había convocado más visitantes, era musical. Era raro ver a dos grandes figuras del piano sentarse ante un precioso Bösendorfer para regalar sendas piezas a los sobrecogidos espectadores. El primero fue un amable compositor checo, Carl Czerny, nada pagado de sí mismo y que con toda sencillez nos maravilló —a mí no, aunque sepa fingir una profunda emoción y más si el artista es checo; mi sensibilidad para la música es similar a la que padezco para el resto de las bellas artes— con dos sonatas de Beethoven que, según ella, ni el propio autor habría tocado mejor. El segundo, Anton Diabelli, sesentón y no tan amable, nos maravilló algo menos con las variaciones que llevan su nombre y que Beethoven, a saber la razón, compuso a partir de un vals suyo que, por lo visto, le gustaba mucho. Los aplausos se repartieron equitativamente, aunque Herr Ignaz Bösendorfer, el fabricante del piano —los construía desde hacía diez años; según mi señora le habían bastado para forrarse—, casi se rompe las manos con el segundo, para compensar una cierta frialdad de los asistentes o para premiar de un modo sutil que cada vez que a Diabelli le suplicaban un recital o le pedían un concierto dejaba caer que si el piano era un Bösendorfer, bueno, pero que si no se buscaran otra celebridad. Tanta devoción me resultaba sospechosa, lo cual me costaba una cierta severidad por parte de Hannchen, la cual no se podía explicar que a mi tierna edad —aún no había cumplido veintiuno— fuera tan malpensada.
Había más músicos, aunque no hubo forma de sentarlos al Bösendorfer. Uno era Johann Strauss, un vienés de treinta y cuatro años que paría valses. Como la suya era música para bailar se guarecía tras eso, pues las gruesas alfombras que ocultaban las planchas de teka no facilitarían en absoluto los giros y más giros de un buen vals. Había venido a fin de despedirse, pues al día siguiente salía para Londres, donde le habían contratado para ocuparse de los valses en los actos de la coronación de la reina Victoria, cuyo nombre, por cierto, no se podía pronunciar en el Palm, por haber olvidado girar una invitación a la duquesa de Sagan pese a que Wellington hubiera insinuado a los organizadores lo imprescindible de hacerlo. En eso se notaba, suspiraba mi señora, que Wellington no sólo estaba ya un poquito lejos del poder, sino que Lord Melbourne, a la sazón premier, le pasaba las facturas atrasadas de la época en que comandaba la Leal Oposición y Wellington dirigía el gobierno y las cámaras como si fueran su Estado Mayor, por no decir su cuartel.
El otro era el hiperfamoso Franz Liszt, que a sus veintisiete años tenía toda la Europa civilizada babeando a sus pies, empezando por la no muy bella condesa d'Agoult —se le notaba no sólo ser seis años más vieja que su amor, sino los efectos de tres partos, a los cuales debía el estar como una osa—, que cinco años antes había mandado al diablo a su marido y a sus hijos para volverse loca perdida por el tal Liszt.
Los dos revoloteaban por el salón dejándose adorar, como no pocos de los que hacían lo mismo. Si no haber sido invitado al salon littéraire de la Vévodkyně Zaháňská era prueba irrefutable de no ser nadie, lo cierto es que uno de cada diez de los que sí lo habían sido venían para ser adorados, y el resto para ver qué podían hacer para un día ingresar en ese olímpico diez por ciento.
Otra celebridad, si bien para unos pocos, pues el gran público desconocía su existencia, era el banquero Anselm von Rotschild, a sus treinta y cinco años uno de los hombres más adinerados del Österreich, tanto por sí mismo como por la herencia de su esposa y prima Charlotte —los herederos Rotschild sólo se casaban con sus primas Rotschild, si bien y pese a eso era difícil dar con un idiota en sus filas—, confidente de Metternich pese a la gran diferencia de años y devociones, y según mi señora sumamente interesado en los ferrocarriles, lo cual me contaba, creía yo, para que tuviese algo de que hablar con Ludwig, el cual, a diferencia de lo usual, no estaba presente. La razón era obvia: tanto él como Lauengram, Holbein y Wratislaw, y en diferente medida la desbordada Hannchen, se afanaban desde la noche anterior en preparar el viaje. La intendencia era crítica, pues buena parte de las noches de camino estaban sin cubrir; aún peor era lo difícil de hacerse con los cocheros, palafreneros y escoltas necesarios, pues ninguno era de plantilla. Los contrataba viaje por viaje, y aunque siempre lo dejaban todo para ponerse a las órdenes de la duquesa, no siempre resultaba fácil dar con ellos. La duquesa era inflexible: saldrían al día siguiente, para llegar a cenar en la gran abadía de Melk, con cuyo prior tenía una relación de años y al que había hecho saber que disfrutarían de su mutua compañía la tarde del viernes 25, pese a que Ludwig aún tenía sin cubrir un tercio de las vacantes. Sin embargo, y cosa curiosa en un prusiano y además militar, no estaba de mal humor. Por abrumado que pudiera sentirse, Von Gösseln no se descomponía bajo la presión.
Pegando la hebra con el banquero se hallaba una prometedora figura de la industria, el ingeniero aunque caballero Alois Negrelli, Ritter von Moldelbe. Pese a su aspecto venerable, aún era joven —treinta y nueve, como Ludwig, aunque peor llevados—, y por lo visto le había dado tiempo a calentar las cabezas de muchos prohombres austríacos, alemanes y suizos, acerca de las ventajas del ferrocarril, no sólo para los países que se hicieran con ellos sino para los que se atreviesen a construirlos, pues si eran riquísimos antes de comenzar, a la vuelta de unos años lo serían mucho más. A la sazón acababa de publicar una obra que trataba del asunto y cuyo título daba miedo —Ausflug nach Frankreich, England und Belgien zur Beobachtung der dortigen Eisenbahnen, mit einem Anhange über Anwendung von Eisenbahnen in Gebirgsländern—, uno de cuyos ejemplares acababa de dedicar al flemático Rotschild y otro a la duquesa, que al momento me lo pasó con una mirada expresiva: «que lo disfrute tu novio».
Otro emprendedor, no tan plúmbeo, era un apuesto jovenzuelo de apenas veinticuatro años, Herr Robert Schlumberger, Edler von Goldeck. Hasta un minuto antes de posar sus ojos en mi escote su interés en esta vida era producir vino espumoso tipo riesling, para lo cual buscaba financiación, aunque tras haber tomado nota de sus datos, para que Wratislaw le mandase una carta, sus intereses derivaron a temas terrenales. No me costó sacudírmelo —era guapo, pero en mi corazón ya no quedaba sitio para nadie—, pues seguir la estela de la duquesa, pronto lo entendió, era incompatible con toda forma de coqueteo.
En el parnaso de los académicos —un fenómeno que me admiraba; salvo contadas excepciones, los hombres del dinero se juntaban con los del dinero, los políticos con los políticos, los artistas con los artistas y así en todos los gremios; era como si a las luminarias sociales que inundaban el salon littéraire les aterrara la idea de asomarse a mundos que no fueran los suyos— formaban dos tipos que me parecieron interesantes cuando la duquesa los saludó, el profesor checo Josef Ludvik Ressel, de unos cuarenta bien llevados y que había inventado algo que no entendí, una hélice para impulsar barcos movidos por máquinas de vapor —ya me lo explicaría Ludwig; en los diez días que suponía necesitaríamos para llegar a París tendríamos tiempo sobrado para que me contara infinidad de cosas; lo esperaba porque, a diferencia de lo usual, dudaba pasar mucho tiempo en la carroza de la duquesa— y que, según él, pondría la industria naval austríaca muy por delante de las demás; el otro, más joven y nada feo, sin ser checo podría pasar por ello, pues era un feliz profesor de la Universidad Politécnica de Praga, donde daba clases de astronomía, física y matemáticas, y donde dos años antes se había casado con una chica checa que se llamaba Mathilde, o eso explicaba con algún rubor; estaba en Viena para explicar en la Königlich Böhmischen Gesellschaft der Wissenschaften —Real Sociedad de Ciencias de Bohemia— una obra que a juzgar por su título, Über das farbige Licht der Doppelsterne und einiger anderer Gestirne des Himmels, debía de ser amenísima, si bien sólo alcancé a captar antes de que mi señora le sonriera para dejarle plantado y enfilar el siguiente invitado que, según él, la luz de las estrellas cambiaba de color según se alejaran más o menos deprisa, cosa que sin duda sería la mar de interesante pero que superaba de mucho mis entendederas. El que no las superaba, porque le comprendía de forma inequívoca, era un catedrático sajón de nombre Gustav Fechner, el cual, a sus escasos treinta y siete, decía mi señora que pasaba por gran filósofo y mejor psicólogo. Cuando llegué a su presencia —siguiendo a la duquesa— explicaba con briosos ademanes a un colega suyo, Mister John Stuart Mill, que las mentes de los hombres y de las mujeres eran igualmente valiosas, aunque distintas, y por tanto válidas para un limitado número de asuntos comunes, pues para la mayoría de las actividades las diferencias de destreza eran tan patentes que colocaban a los dos géneros en condiciones de invencible inferioridad, el uno frente al otro. Un buen ejemplo, según él, era la pésima capacidad del varón para coser, donde por mucho empeño que pusiera y mucha fama que alcanzase siempre acababa rodeándose de costureras que al final eran quienes hacían la labor; otro, de índole opuesta, era la supina mediocridad en el juego del ajedrez que mostraban las mujeres. El tal Mill, por su parte, reforzaba la postura del sajón con ideas de corte similar, según las cuales la mujer no debería poner en duda el valioso papel de madre y esposa que desempeñaba en la sociedad, sino aceptarlo tal y como era sin tratar de alterarlo, como predicaban unas cuantas locas encabezadas por una tal Anna Doyle Wheeler que decía ser feminista o algo por el estilo, y que desde hacía tiempo recorría las calles de Londres como una suerte de redentora especializada en hembras descarriadas, sólo que de la mente y no de la moral, y que a su entender era una peste.
—Supongo que juega Vd. al ajedrez, mi querido Fechner.
—De no ser así no habría podido sacar mis conclusiones.
—Ya. Dígame, ¿las mujeres somos igual de inútiles jugando con las blancas o con las negras, o hay alguna diferencia?
Herr Fechner se lo quedó pensando, creo que intrigado.
—Si juegan con negras —tono aún más engolado— el fenómeno se acrecenta, pues hacer frente a la iniciativa de las blancas les supone un esfuerzo invencible, y eso en el supuesto de que se trate de jugadoras con suficientes conocimientos.
La duquesa compuso una expresión que yo conocía y que me hizo temer lo peor. No sé cómo será una feminista como la que citaba Mr. Mill, pero sí sé que a ella no le gustan nada los que piensan de los caballeros que, por su simple modo de hacer pipí, están mejor dotados que nosotras para lo que sea.
—Me gustaría presentarles a mi secretaria, Fräulein Absolonová —compuse mi mejor sonrisa; ya creía saber lo que pretendía mi señora y estaba empezando a relamerme—. Tiene algunos conocimientos de ajedrez, y estoy segura de que le gustaría contribuir a reforzar sus teorías, Herr Fechner.
El campanudo Fechner me miró de arriba a abajo. Temo que lo que vio, una rubia de veintiún años, gesto tímido, escote sugestivo y más alta que él, no debió de gustarle mucho.
—Por mí, encantado, aunque dudo que aquí se pueda concentrar —me miraba con evidente desdén, para volverse después hacia la duquesa—; hay quizá demasiado ruido para ella.
—No se preocupe, Herr Fechner. Es un poquito sorda; seguro que se concentra bien. ¿Me siguen?
Un minuto después nos hallábamos frente a la mesa de ajedrez cuya virginidad pereció a manos de una servidora y de un Fürst Metternich que abandonaba un corro cercano para cogerse del brazo de la duquesa y no perderse nada, en lo cual le imitaban unos cuantos caballeros de aspecto muy grave.
—Las blancas para Vd.. Así comprobaremos mejor su teoría.
Herr Fechner no discutió. Dado que se trataba de verificar un teorema científico, debió de parecerle lo más natural.
1 P3CD, P4R. 2 A2C, C3AD. 3 P4AD, C3A. 4 C3AR, P5R.
Tenía conocimientos, no había duda. Por lo general es fácil calibrar la fuerza de un oponente tras unos pocos movimientos. Sabía, desde luego, pero fuerte, lo que se dice fuerte, no me lo parecía. Cuando menos, su apertura resultaba muy artificiosa; una receta casera que quizá le funcionase contra jugadores más débiles, pero contra mí, si lograba no perder la concentración, lo tendría difícil; lo demostraba el gesto de incomodidad que se le puso tras mi última jugada. En lo de la concentración los espectadores ayudaban: la duquesa, Metternich, Clam-Martinitz, dos venerables carcamales uniformados y muy condecorados, el profesor Ressel, el joven Von Goldeck, por las trazas atrapado en mi escote, un algo menos joven Mill y unos cuantos caballeros adicionales que sabían lo bastante de ajedrez como para no decir una palabra.
5 C4D, A4AD. 6 CxC, PDxC.
Fechner, al principio, movía deprisa. La última jugada le llevó cinco minutos. Le veía removerse sobre su silla, creo que sin advertirlo. Por mi parte, sólo sé decir que permanecía inmóvil cual esfinge. Ludwig, contra el que había jugado alguna vez, me recomendaba revisar mi expresión de jugadora; según él, en condiciones normales mi rostro podría pasar por angelical, pero al otro lado del tablero, y debidamente concentrada, las Parcas a mi lado parecerían un coro de vírgenes.
7 P3R, A4A. 8 A2R, D2R.
Era como si los colores se hubieran invertido. No sólo llevaba yo la iniciativa, sino que me había desarrollado por completo, manteniendo intactos mis dos enroques y al nulo coste de un peón doblado. Herr Fechner lo tenía peor, con el desarrollo atrasado y el enroque largo inservible. A eso se debía que me comenzase a llegar el aroma de su sangre.
9 D2A, O-O-O. 10 P4A, C5C. 11 P3C, P4TR.
O había perdido la concentración o estaba muy nervioso. Su décima jugada fue una metedura de pata muy seria. Le costaba no sólo quedarse sin el único de sus enroques donde aún se podría esconder, sino que me regalaba el flanco de rey.
12 P3TR, P5T.
La clave de la partida. No la supo apreciar. Sólo veía que le sacrificaba un caballo a cambio de nada. En apariencia.
13 PxC, PxP. 14 T1C, T8T.
La hora de los sacrificios. No le debía de ocurrir con frecuencia, y menos a manos de un ser inferior. Por mi parte, me parecía escuchar el redoble de los tambores. Los de mis ulanos.
15 TxT, P7C.
Otro jugador, a esas alturas, tumbaría su rey, pero Fechner debía de ser tan soberbio que ni se planteaba el abandonar frente a no ya una mujer, sino una chica de veintiún años.
16 T1A, D5T+. 17 R1D, PxT=D+.
—Mate a la próxima, Herr Fechner.
No sé cómo me salió el tono. Ella, más tarde, me dijo que no le sonó a señorita un punto avergonzada por haber ganado a un ser superior. Más le pareció el rugido de una walkyria reclamando las virilidades del vencido, para echarlas al puchero.
—Enhorabuena, fräulein. Quizá deba reconsiderar mi teoría.
Lo decía tras tumbar su rey y tenderme la mano. Le ofrecí la mía con una sonrisa, de nuevo civilizada. El hombre, después de todo, se lo tomaba con deportividad. Hasta sonreía, y según se levantaba componía un gesto del tipo «menuda fiera» que me sonaba de mis tardes en la Wiener Schachgesellschaft. Por mi parte, y como siempre, disponía las piezas como para jugar de nuevo, aunque no con ese propósito. Dejar de cualquier modo las piezas una vez concluida una partida es como salir del dormitorio, por la mañana, sin hacer antes la cama.
—¿Me permitiría probar, fräulein? Tengo curiosidad por saber si con blancas juega Vd. igual de bien. Lo digo porque suele ser frecuente que las mujeres funcionen mejor con las negras, pues al no llevar la iniciativa pueden ponerse a la espera de un error del contrario, como le ha pasado aquí con el 10 P4A de mi admirado Herr Fechner —éste, por su parte, le miraba con alguna sorpresa—; entra en lo posible que si es Vd. quien lleva la iniciativa no le resulte todo tan fácil, ¿no lo vería Vd. así?
El tono del inglés —su acento le crucificaba— era irritante, pero aun así no respondí. Masacrar visitantes era una cosa que sólo me permitía si mi señora me lo mandaba. La experiencia de cuatro años a su servicio me hacía ver que, con ella, iniciativas que pudieran causar incomodidad a las visitas, ni una.
—A Libuše le agradará complacerle, Mister Mill. Las blancas para ella, ¿es así?
Me había dirigido una mirada inequívoca. La de «¡mata!»
Recoloqué las fichas a toda velocidad, ya que la mesa no era rotatoria. Tras eso nos miramos un par de segundos. No era, estaba claro, el incauto presumido que se ve sorprendido. Era la de un inglés en su mejor british style, seguro de su fuerza y dispuesto a poner en su sitio a la imprudente bruja checa que osaba desafiarles, a él y al resto de los hombres, o al menos era eso lo que su no muy agraciado rostro sugería.
1 P4R4, P4AD. 2 C3AR, C3AD. 3 A5C, P3CR.
Apenas tres movimientos y mi enroque corto despejado. Eran las enseñanzas de mi madre, una jugadora que debió de ser excelente por mucho que yo no pudiera comprobarlo. Aun así, sus enseñanzas seguían tan vivas en mi memoria que aún me llegaban sus palabras, en checo aunque con la voz de la que, hasta cierto punto, era mi segunda madre: cuando juegues con blancas déjate de artificios; desarróllate cuanto antes, no ataques mientras aún no sea tiempo, no aceptes regalos y antes de nada, de ninguna otra cosa, enrócate y pon tu rey a salvo; sólo con esto ganarás casi todas las partidas, ya lo verás.
4 O-O, A2C. 5 P3A, P4R. 6 P4D, PRxP. 7 PxP, CxP.
El concentrado Mill —ni se quitaba la mano de la boca ni desfruncía el ceño— seguía pareciendo muy seguro de sí mismo, pero yo tenía la impresión instintiva, de mis tripas que no de mi mente, de que mi desarrollo era más limpio.
8 CxC, PxC.
El proceso de apertura concluía. Entrábamos en el medio juego, él con un peón doblado de ventaja y sin apenas haberse desarrollado; yo, enrocada, despejada y con todas mis piezas en condiciones de atacar. Justo lo que recomendaba mi madre.
9 P5R, C2R. 10 A5C, O-O. 11 DxP, C3A.
Aún más despejado. Una larga mirada entre Mr. Mill y servidora. No debió de disfrutarla, porque fue quien la bajó.
12 D4TR, D3C. 13 C3A, AxP. 14 TD1R, AxC.
No se daba cuenta de nada. En vez de abrir paso a su alfil de dama, lo único que podría darle aire, buscaba simplificar, para ofrecer tablas a partir de pírricas ganancias de material; es la peor de las actitudes, porque revela que ya no se busca ganar, lo cual es lo mejor para perder.
15 PxA, DxA.
Parecía sorprendido. No debía de estar acostumbrado a que las mujeres le sacrificaran alfiles.
16 D6T, D4AR. 17 DxT.
—Mate en dos, Mr. Mill.
Le costó ver el mate, pese a ser muy sencillo. Eso sí, cuando al fin comprendió —con un poquito de ayuda por mi parte, la de simular con el dedo llevar el alfil a T6R— reaccionó al estilo de un british gentleman. Ceremonioso, tumbó su rey, me tendió la mano y dijo en tono claro, para ser oído, —Retiro mis palabras. Quizá no esté tan clara como yo pensaba la supuesta superioridad intelectual de los hombres.
Como no sabía de qué hablaba, ni tampoco si se trataba de algo que debiera yo conocer, me limité a ofrecerle mi mejor sonrisa. Mientras, los espectadores musitaban entre sí, muy bajito, aunque algún elogio cálido, dulce, sí que me llegaba.
—¡Qué malos instintos tiene! ¡Qué palizas les ha pegado!
—Es una total asesina. Pobres diablos, los dos.
—¿De dónde la habrá sacado Mina?
—De la Baja Silesia. Son muy salvajes, las de allí.
El último en murmurar era Miniussir, al que no había visto llegar. Debo confesar, aunque sea difícil de creer, que aquellas expresiones me parecían por demás admirativas y me llenaban de orgullo, aunque sin por eso abandonar las buenas costumbres, las de volver a colocar las fichas en su sitio.
—Bien hecho. A esos dos skurwysyny les costará olvidarte.
La duquesa, cariñosa, me había cogido del brazo antes de susurrar aquel juicio tan hostil, si bien lo hizo en polaco, por si las moscas. Mientras, el solemne Fürst Metternich se acercaba.
—Sigue Vd. en buena forma, ya lo veo. No se haga ilusiones, que no pienso pedirle turno. Con una vez ya tuve suficiente.
Sonrisa muy amplia y reverencia muy profunda, pese a saber que así ofrecería de mi persona bastante más de lo que quizás esperase seiner durchlauchtigst hochgeboren. La verdad era que no estaba muy segura de mí misma, por no decir que todo me daba vueltas. Demasiadas emociones.
—Wilhelmine, ¿nos haría el favor de presentarnos a la encantadora fiera, digo a la encantadora joven?
—Cómo no. Libuše, seiner hoheit der Herzherzog Karl von Österreich, y el reichgeneralfeldmarschall Jan Josef Václav hrabě Radecký z Radče.
Les hice la más profunda de mis reverencias, pese a saber que con aquello me quedaba, como el que dice, con las tetas al aire. «Carajo», me había dicho al oír a la duquesa: «el archiduque Karl y el mariscal Radetzky, nada menos»; las dos figuras militares más prestigiosas del país, o eso nos repetía Madame de Brévilliers cada vez que nos hablaba de la historia de Austria, la única de las asignaturas de la que se ocupaba en persona. Dos figuras míticas de mi niñez y mi adolescencia que me sonreían, me tendían las manos para levantarme y con militar disimulo aprovechaban la ocasión para tantearme un poquito el culo. Un sueño, aquello era un sueño, aunque la duquesa no tardó en despertarme, señalándome mi cuaderno y mi lápiz. Debíamos proseguir nuestra nachtwatch particular.
El rincón del arte plástico estaba más concurrido que los demás, aunque sólo pude atrapar los nombres de aquellos con quienes la duquesa tenía mayor confianza y a los que dedicó algo más de tiempo, y alguna sonrisa más de las reglamentarias. Si hubiera llevado un cronómetro habría podido confirmar que con quien se tiró más tiempo era un danés muy alto y de aspecto atractivo pese a ser un sesentón, Herr Bertel Thorvaldsen. Veinte años antes le había esculpido el busto que presidía la biblioteca del Palm, uno en verdad bellísimo y que, a mi entender, era el que mejor reproducía el rostro de mi señora de todos los retratos que le habían hecho a lo largo de su vida, tanto en dos como en tres dimensiones. El mon cher Thorvaldsen solía vivir en Roma —le recordaba de la recepción en el Palazzo Venezia, si bien yo entonces no tenía práctica en quedarme con los nombres de los infinitos relatives de mi señora—, pero se hallaba de camino a København, donde le habían contratado para realizar un grupo escultórico cuyo fin sería redecorar la catedral de la ciudad, reconstruida muy trabajosamente tras haber sido despanzurrada por la Royal Navy en 1807. Le hacía feliz ver a la duquesa, la más entusiasta de sus clientes y la que mayor propaganda le hacía, lo que demostró con un abrazo y un par de besos que a mí me parecieron excesivos pero a mi señora fue claro que no, y también por hacer saber que, aunque ya debía estar de viaje, se había quedado unos días más en Viena para no perderse aquella ocasión de verla.
Otro con quien estuvo muy agradable fue un hombrecillo de aspecto gris —vestía de gris, su pelo era gris y hasta la tonalidad de su piel parecía gris—; se llamaba Johann Nepomuk Ender, aparentaba cincuenta y una vez, hacía veinte años, había dibujado al carboncillo el retrato que la duquesa más valoraba de todos los que le habían hecho, uno que también me gustaba mucho y donde aparecía bajo una pamela veraniega de la que asomaban cantidad de rizos. El hombre no parecía muy próspero. Hacía tiempo, explicó, que había dejado el mercado del retrato, porque los gustos de los tiempos se alejaban del concepto Biedermeier y a él le costaba gran trabajo sacar a los retratados como querían ser y no como eran. Iba tirando con paisajes que pintaba por encargo y con su trabajo en la Akademie der bildenden Künst —Academia de Bellas Artes—. Mi señora le seguía con singular concentración, para susurrar unas palabras en su oído antes de pasar al siguiente artista, y al tiempo hacerme una seña convenida, la de que debía recordarle que dejaba algo pendiente con él. Conociéndola, me jugaría mi alma de tener una —las huérfanas que durante doce años hemos padecido un internado de doncellas no tenemos eso— a que a la vuelta del largo viaje que teníamos por delante —París, Karlsbad, Praga, Ratiborschitz, Berlín y Zaháň— habría unos cuantos nuevos paisajes colgados en las paredes del Palm.
El siguiente artista no disfrutaba del mismo cariño ducal. Cuarentón y de gesto avinagrado, Herr Ferdinand Waldmüller era un retratista de magnífica reputación; le venía desde que quince años antes firmara un retrato de Beethoven que, ciertamente, le salió redondo. Desde hacía tiempo pretendía retratar a la duquesa, pero ésta se negaba, pretextando que ya estaba mayor. Por el tono de mi señora —ya sabía leérselos, así como buena parte de sus expresiones; pese a su fama de hierática no lo era en absoluto—, yo deducía que algo más habría; quizá no le caía del todo bien, o quizá mantenía con él alguna cuenta por cobrar, del estilo haber pintado antes a otra pensando que a ella la podía dejar para después. No lo sabía, pero estaba claro que la magnanimidad de la duquesa para con él terminaba dejándole pescar en el caladero de su salon littéraire.
El último de los pintores no era un habitual de la casa. Se llamaba Jožef Tominz, era esloveno, andaba por los cincuenta y pasaba en Trieste casi todo su tiempo. Iba por Viena de vez en cuando, para colgar alguna colección de tipo hiperrealista, del todo Biedermeier, en algún salón o en alguna galería de arte, al tiempo de identificar señoras deseosas de ser inmortalizadas bellísimas. La duquesa debía de ser arquetípica en sus prospecciones pictórico-mercantiles, pero ella se limitaba, como con Waldmüller, a dejarle tender las redes en su salon. Quizá también le gustaba la carne fresca, porque me dirigió una larga mirada muy al estilo de Agricola, pero yo ya tenía mi desnudo, bien oculto para que no lo viera nadie —un día u otro se lo haría ver a Ludwig, pero aún no era el momento, me decía el instinto primario—, y no estaba interesada en ninguno más. Posar desnuda, para mí, fue como cualquiera de las muchas cosas que hacemos una sola vez en la vida, por curiosidad más que por cualquier otra razón, y que una vez rematada nos decimos que no ha estado mal pero sin que nos asalten imperiosos deseos de repetir. Más o menos, como tener perro; había llegado a querer mucho a la bendita Nessie, pero de ningún modo tendría otro más. Si no por otra cosa, por lo mucho que lloras cuando se te mueren. O cuando te los matan.
Siendo aquello que incansablemente recorríamos un salon littéraire, lo menos que podíamos padecer eran literatos, y era verdad que había unos cuantos. Su función en los salones como el de la duquesa era justificar su existencia, para lo cual todo el mundo aceptaba que convenía dejarles leer una página, o todo lo más dos, de algo que anduvieran escribiendo y quisieran medir su grado de aceptación, el cual era uniformemente magnífico, porque nadie con sentido común cometería el desatino de masacrar con unas malas palabras la obra de alguien lo bastante respaldado por la salonnière como para permitirle leer tonterías en su casa. Hacerlo significaba quedar excluido no ya del salon en cuestión, sino de todos los demás en cuanto las voces se corrieran, pues esa clase de indeseables eran repudiados en todas partes. Así, todo el mundo cubría el expediente: la salonnière porque su protégée leía y no era despellejado, éste porque se le daba la oportunidad de hacer saber que aún vivía, y los invitados en general por poder seguir disfrutando de lo en verdad importante de todo salon littéraire: ver, ser visto, escuchar cotilleos, susurrar maldades y, por lo demás, disfrutar del champagne y de los canapés que se sirvieran, y en eso, todo el mundo estaba de acuerdo, el salon de la Vévodkyně Zaháňská seguía siendo el mejor de la Viena Imperial.
El elegido para esa noche aguardaba en el writer's corner su momento de gloria. Se llamaba Franz Seraphicus Grillparzer, bordeaba los cincuenta y tenía una buena reputación como autor de dramas espantosos que hacían llorar muchísimo. Tenía una obra en cartel, Weh dem, der lügt!, estrenada en el Burgtheater dos meses antes, tan trágica que cada función dejaba un rastro lacrimógeno que se podría medir en metros cúbicos; a eso se debía el aspecto radiante que mostraba Herr Deinhardstein, el director del teatro, que gracias a la infausta obra —infame, susurraba mi malvada señora— ese año conseguiría equilibrar los números y, en consecuencia, no ser despedido. A Herr Grillparzer le habría gustado leer algo de aquella obra, pero la duquesa le convenció de que, habiéndola ya visto el tout Wien, haría mejor ofreciéndonos algo que nadie hubiese oído antes, así que, a título de primicia mundial, se descolgó con un par de páginas de un horror que algún día se llamaría Libussa, mi nombre ultracheco en alemán arcaico, lo cual, para diversión de mi señora, en absoluto me conmovió.
Más interesante me pareció un joven Johann Nepomuk Nestroy, actor y cantante que componía unas comedias muy graciosas, y que a fuerza de hacer reír y llorar, alternativamente, se había ganado cierta fama de Molière a la vienesa. Visto de cerca era tan agradable como en el escenario, e igualmente simpático, aunque, por lo que fuera, me pareció que no formaba entre los favoritos de la duquesa, quizá porque sus gustos a la hora de ir al teatro eran poco frívolos, cosa que me sorprendía, porque para quienes la tratábamos en la intimidad era evidente que pocas cosas le gustaban más que le hicieran reír.
El que me cayó mejor fue quien parecía más joven de todos —treinta, todo lo más—, Adalbert Stiffer, quizá porque había ya leído a la duquesa una de sus obras. Aunque ni el argumento ni los personajes me dijeron nada sí que me gustó lo bien que describía los paisajes del Tirol austríaco; a fuerza de leer en modo mercenario se me había desarrollado un gusto peculiar, y si el estilo de Stiffer me gustaba era porque componía poesía escondida bajo una prosa reposada pero no plúmbea. Para la duquesa no era mucho más que un poeta fracasado que se había refugiado en la prosa para poder comer, aunque para mí, que no siempre respaldaba sus despiadados juicios, era un tipo que sabía llegar al corazón a base de sencillez. Una virtud, o un defecto, que no era de los favoritos de mi señora. Por mucho que se afanara en mantenerse al día, no lograba deshacerse del barroco en que la educaron. Ahora, yo no lo consideraba una mala cualidad; simplemente, la duquesa de Sagan era como era, para bien o para mal, y a mí sólo me había hecho bien. Partiendo de lo que una vez dijera Stephen Decatur, cuya biografía le había gustado mucho, «my duchess, wright or wrong!»
Por lo demás, la fiesta continuaba y yo seguía en lo mismo, la estela de mi ama. Era mi papel y todavía me gustaba.
* * *
La duquesa me había llevado a La Tour d'Argent porque varios de los asistentes compartieron mesa con nosotras en Cannes, por haber cosas que discutir en el programa del día siguiente, lo cual me afectaba, y porque le faltaban señoras para que fuera una cena equilibrada. Hannchen andaba sepultada entre la ropa que horas antes había sacado de los baúles, tras llegar al confortable hôtel particulier del encantador Duc du Crillon, el cual era uno de los invitados; le acompañaban su esposa Françoise, tan enjoyada como antipática, su cuarta hija —tenían cinco por ningún varón, de modo que su título se extinguiría tras su muerte, lo cual interpretaban como una venganza de Louis-Philippe, que le sabía vinculado a la causa borbónica y que rehusaba conceder una excepción a la norma de que las hijas no heredaban ducados, por ser títulos de armas—, una chica no muy guapa llamada Victournienne-Louise, de lo más estirada —se casaba justo al día siguiente y quizá por eso estaba tan tensa; de no ser por la esperanza de un regalo fabuloso por parte de la ultramillonaria duquesa de Sagan no se comprendía que hubiera venido—, y su inminente marido, Victor-Antoine de Riquet, conde de Caraman, primo de Thérèse de Riquet y tan agradable como ella. El otro invitado de honor era el duque de Wellington, que por nada del mundo se habría perdido el éloge del que, tras valorar sus andanzas, calificaba de «mi gran amigo el príncipe de Talleyrand». Le acompañaba su secretario privado, Sir John Gurwood, y el militar, Lord FitzRoy Somerset, al que acompañaba su esposa Emily, née Wellesley-Pole y sobrina de Wellington, tan amable, simpática y graciosa que no parecía británica, y a ésta una chica más joven —andaba por los veintitantos mientras que Lady Emily rondaría los cuarenta—, Lady Angela Bourdett-Coutts, bastante tímida pese a ser una de las mujeres más ricas de Inglaterra, pues era la heredera de Sir Thomas Courts, dueño de la banca Courts & Co. También estaba el general Álava, rehabilitado por el penúltimo primer ministro español, un tal Eusebio Bardají que Miniussir recordaba por haber sido, en 1809, quien le abonara en Trieste su prima de incorporación para tras eso abordar la fragata Paz y marchar a Cádiz. Bardají, a su vez, acababa de ser reemplazado por otro superviviente profesional, Narciso Heredia, cuya primera medida fue ofrecer al general, que seguía en Tours —por mucho que le rehabilitaran no se fiaba de su país, y menos aún de sus gobiernos—, la embajada de Londres. Se lo estaba pensando, aunque tras la muerte de Talleyrand, sabedor de que Wellington no se perdería su éloge, había venido a París para reunirse con él y sólo entonces decidir que sí, que aceptaba, y que su esposa y él se unirían a la comitiva de His Grace, para no perderse la coronación de la reina Victoria y comenzar así su embajada in pectore, porque no sabía cuándo Heredia pediría su placet ni cuándo lo concedería el gobierno Melbourne. En cuanto al séquito ducal, lo componíamos Miniussir, Ludwig y yo —Holbein prefirió irse por ahí; las mujeres no le gustaban mucho, lo cual hacía que llevara una vida recogida, pero París debía de ser una tentación irresistible—, de modo que sería una cena de ocho caballeros contra siete damas. Dada la premura con que se había organizado, no estaba mal del todo.
—¿Qué tal acabó Talleyrand, general?
Al duque de Crillon nunca le gustó le diable boiteux; quizá desease oír que falleció de un modo espantoso.
—Pues bastante bien, diría yo. Hasta el 12 de mayo, la última vez que tuvo invitados a cenar, no sufrió más molestias que las propias de un paulatino desgaste natural; nada que le impidiese hacer una vida razonablemente activa. La última vez que le vi, el 3 de marzo, fue para oírle pronunciar el éloge funèbre de Charles Reinhard, en la Academia de Ciencias Morales y Políticas. Estaba bien, salvo para caminar, ya que lo hizo sostenido por dos ujieres. Lo advertimos al escuchar su discurso: voz clara y firme, y leyendo sin lentes. Los sentidos, me alegra poderlo decir, los conservó hasta el final. Por lo demás, su agonía fue razonable. Sólo fatiga, que yo sepa. Nada de dolores horribles, convulsiones, vómitos y todas esas alegrías que la naturaleza nos obsequia para que nos hagamos una idea de lo que nos espera en el Más Allá. Conservó la cabeza despejada todo el tiempo, y lo bastante fría para supervisar la negociación que se traía su sobrina, la duquesa de Talleyrand —involuntariamente miré a mi señora, cuya expresión era la de una esfinge—, con un tal padre Dupanloup. La que hablaba con el cura era ella, pero las palabras eran de Talleyrand. Al fin, y tras unos cuantos borradores, pactaron un texto escrito por la duquesa, según el cual Talleyrand explicaría por encima, sin detalles, las vicisitudes de su vida y los efectos de las circunstancias en cómo tuvo que vivirla, para terminar con que deseaba fallecer en el seno de la Iglesia. Todo eso que se dice de un arrepentimiento incondicional, aterrado por la inminencia del final, es una patraña. Talleyrand quiso morir así por los suyos, para no dejarles el baldón de ser los descendientes de un obispo excomulgado. La Iglesia conserva un inmenso poder, y la duquesa no quiere poner en peligro la cascada de títulos, cosa que sucedería si la Iglesia estuviera en contra porque alguno es de origen pontificio, y si con esa carta, que para nada manchaba su imagen de tipo independiente hasta el último aliento, dejaba sin argumentos a los posibles opositores, pues Santas Pascuas y Aleluya. Un detalle ilustrativo fue su obstinación en no firmar hasta tener claro que le quedaban no ya horas, sino minutos. Firmó, confesó y comulgó en cosa de cinco, según me dijo la duquesa. Dados los pecados que arrastraría desde que fue arrojado de la Iglesia, su confesión resultó ser un prodigio de velocidad. Otro detalle que avala su buena muerte fue la demostración de que hasta el último instante conservó el más valioso de los sentidos: el del humor. Fue cuando Dupanloup le quiso ungir en la frente, como a un moribundo vulgar, y él le tendió las manos con las palmas hacia abajo. Como el cura, sorprendido, no entendía, él se lo explicó: «que soy obispo, buen hombre», y ya no dijo más. Se quedó inconsciente, o simplemente dormido, aunque muy poco después dejó de respirar. Ya ve, su excelencia —fijaba la mirada en el inexpresivo duque de Crillon—: dentro de lo que cabe, una muerte para envidiársela.
—Don Miguel, ¿por qué dice duquesa de Talleyrand? El título de la sobrina del príncipe, ¿no es duquesa de Dino?
La pregunta la hice yo, aunque no porque sintiera interés en el asunto. Sólo sucedía que la duquesa me había ordenado que la hiciese a la que viera oportunidad. Ella, por su parte, habría preferido morirse antes de mostrar curiosidad.
—Así fue hasta el 3 de mayo, cuando falleció el hermano del príncipe, Archambault. En ese momento el ducado de Talleyrand pasó a su hijo Edmond, hasta entonces duque de Dino, el título que el rey Ferdinand de la Due Sicilie concedió en 1817 al príncipe Talleyrand y que éste trasladó a su sobrino y a su esposa. Si bien los duques de Dino están separados desde 1821, al ser católicos es como si aún siguieran casados, de modo que desde el 3 de mayo son el duque y la duquesa de Talleyrand. Su hijo mayor, que es duque de Valençay por disposición de Carlos X, sigue siendo eso mismo. El segundo, antes conde de Périgord, pasa a ser el nuevo duque de Dino, y Pauline, la hija menor, sigue siendo, por su matrimonio, marquesa de Castellane. Ya ve, un galimatías. La verdad, me alegro de no ser un noble. No sé si podría resistir todos esos enredos.
Suaves risas generales. Era de agradecer el regreso a la frivolidad. Aun así, a Wellington le quedaba un comentario.
—No lo eres porque no quieres. Me consta que la reina regente más de una vez te ha ofrecido ser marqués de Álava, un título por el que casi todos tus compatriotas matarían.
Don Miguel compuso una divertida expresión displicente.
—Cierto, así es, y las dos veces le contesté lo mismo: a estas alturas de mi vida, y siendo para todo el mundo el general Álava, nadie sabría quién soy si me anunciase como el marqués de Álava, de modo que, a fin de ahorrarme fatigas innecesarias, que con mi lamentable salud me conviene no arrostrar, le agradecía el ofrecimiento aunque prefería declinarlo.
—¿Y qué tal se lo tomó?
—La primera vez, con sorpresa. En la segunda se rió con ganas. Le cuesta, pero poco a poco se va volviendo española. Lo bastante para entender nuestro peculiar sentido del humor.
—No lo dirás por el tuyo, porque no puede ser más inglés.
Ahí el general se quedó sin saber qué replicar a la tajante doña Loreto. Prefirió sonreír de un modo enigmático, extender el brazo, tomar la copa y echar un trago del gran borgoña que había elegido Wellington a petición de la duquesa.
—¿Qué tal será lo de mañana? ¿Se sabe quién vendrá?
Wellington meneó suavemente su cabeza. En ese asunto era el que tenía mejor y más reciente información.
—Será un fracaso. Salvo unas pocas excepciones, como nosotros —señalaba en sentido circular al general, a la duquesa y a sí mismo—, la representación extranjera será muy pobre. Ningún soberano, ningún primer ministro, ningún secretario de asuntos exteriores. Sólo embajadores, y no todos. Es, en parte, porque a pesar de haber sido de los más grandes dejó demasiados cadáveres en la estela durante su muy larga carrera, y algunos, como los prusianos, jamás se lo perdonarán —miré a Ludwig, que no cambió el gesto—, pero también porque antes de veinte días van a verse todos en Londres, pues la coronación de Victoria no se la pueden perder. Talleyrand es el pasado del que no se quiere hablar y Victoria es el futuro con el que todos quieren comerciar, de modo que ya lo tienen Vds.: salvo franceses, que habrá muchos aunque con ausencias sonadas, en el Luxembourg vamos a estar la mar de holgados.
Levantó su copa, en honor de la miseria humana.
—Louis-Philippe no faltará, ¿verdad?
La que preguntaba era la duquesa, preocupada. Quizá, por haberse apuntado una enorme gaffe al marchar perdiendo el culo —de vez en cuando, sin poderlo evitar, me asaltaba mi yo de segunda doncella— para no perderse algo que salvo Wellington y ella nadie querría ver.
—No se sabe. Molé vendrá, seguro, aunque ignoro en calidad de qué, porque se reservó la cartera de asuntos exteriores, y al no ser un valiente igual se presenta como eso, no como primer ministro. Si viniera Louis-Philippe sería otra cosa, pero ya digo que no lo ha confirmado. En fin, mañana lo veremos.
* * *
Llegábamos a los carruajes tras habernos despedido del apenado Duc du Crillon; esa noche tenía soirée, con motivo de la boda inminente, y su pesadísima hija no le dejaba desertar. Nuestro destino era un tanto lejano, el 71 de la Rue Saint Dominique, junto a Les Invalides; allí se hallaba el salon littéraire de Madame Swetchine, quizás el más cotizado de París desde que la fama del de Madame Récamier comenzase a desvanecerse. La salonnière era una gran amiga de mi señora, tanto que a menudo pasaba temporadas en el Palm. Eran coetáneas —se llevaban un año— y habían coincidido de niñas en Sankt Petersburg, donde su padre, Peter Alexandrovich Soimonov, era secretario de estado en la corte de la zarina Ekaterina II y, por tanto, tenía trato frecuente con el duque Von Biron. Yo sentía curiosidad por saber cómo sería ese otro salon littéraire, porque no podían ser todos iguales, aunque me distraje de mis cábalas al ver a Wellington tender un sobre a mi señora.
—No quería dártelo delante de Crillon, te harás cargo.
La duquesa, un punto sorprendida, lo abrió. Era una invitación firmada por Lord Melbourne para que asistiese a la coronación de la Queen Victoria, el día 28 de junio de 1838.
—¿Cuál de sus brazos le has retorcido para que lo haga?
—Ninguno de los dos. Sucede, querida Mina, que algunos de nuestros funcionarios no son tan inteligentes como deberían. Lord Melbourne pidió hace tiempo a nuestras embajadas la relación de notables locales a los que se debería invitar. La de Viena respondió con prontitud, siguiendo las instrucciones al pie de la letra y sin considerar que una determinada persona de gran categoría residía en Viena sin ser austríaca. Según se les dijo en la cancillería de tu amigo Metternich, tú eres una duquesa tan prusiana como tu título; eso aparte, la mentalidad del embajador que padecemos allí no le permitía considerar que puede haber duquesas sin duques, salvo si son duquesas viudas. Total, que no te incluyó. Cuando indiqué a Melbourne que se había metido la pata gravemente hizo que su gente revisara las invitaciones enviadas a Berlín, en la idea de que quizá la tuya se te había dirigido allí, pero tampoco, pues ahí no te conocen. No saben ni que existes, por no tener casa en la corte y pese a que seas la mayor terrateniente de su inhóspito país. Cuando Melbourne me informó de todo eso, ya estando listo para dejar Londres, le hice firmar la invitación para dártela en persona, y eso es todo. Lamento las confusiones, pero ya ves: ninguna mala intención. Nuestra inminente reina Victoria se llevará un gran disgusto si no te ve sentada en la Westmister Abbey el día que le pongan la gran palangana en la cabeza.
Mi señora, que había escuchado sin pestañear, se quedó mirando a Wellington de un modo que yo conocía muy bien.
—Arthur, no me creo una palabra.
—Y haces bien, porque todo es mentira. Me habrías hecho pensar que ya eres muy mayor si te lo hubieras tragado. Sólo es verdad que nuestra embajada en Viena no te consideró presencia deseable por ser una duquesa divorciada. Estás en tu derecho de sentirte ofendida, pero harías mal en no venir. El que un maldito idiota que ya procuraré le despidan haya pensado por su cuenta, no es razón para que te prives de algo que será grandioso. Por la intendencia, ni te preocupes. Sir Gilbert Kynynmound, el primer Lord del Almirantazgo, me ha puesto una fragata para que me lleve y me traiga de Greenwich a Oostende tantas veces como me plazca. Será la que nos deje a la vista de La Torre una vez pasemos un par de días en Waterloo, para que veas con tus propios ojos cómo me gané mi supremo derecho a hacer lo que me dé la gana el resto de mis días —la duquesa sonrió y a mí casi me brotó una carcajada; me gustaba mucho el estilo impasible de Lord Wellington—; luego te traerá de regreso, así que Vd. —por Ludwig, que casi se cuadraba— no tendrá que preocuparse por asuntos de transporte. Por lo demás, en Apsley House, mi chocilla de Hyde Park Corner, hay sitio sobrado para ti, para tu séquito y para Miguel, que también vendrá con nosotros. Bien, ¿qué me dices?
La duquesa se deshizo en una sonrisa incontenible.
—Tú ganas, bribón.
—Como siempre, Mina. Como siempre.
Nos guiñó un ojo a todos y mi señora le soltó un pescozón sin dejar de sonreír. Era delicioso verles, a sus sesenta y ocho y cincuenta y siete años, comportarse como dos adolescentes. Será una estupidez, pero me inspiraban una profunda ternura.
* * *
El Luxembourg no estaba lleno. El día en que Ney pronunció su alegato final, recordaba don Miguel antes de tomar asiento en la primera fila, él y Wellington flanqueando a la duquesa, registró una entrada mayor, aunque dado que Louis-Philippe se inhibía tampoco estaba mal. Aquello no sería largo, dejó caer antes de que nos separásemos —Gurwood, Ludwig y yo— para sentarnos varias filas más atrás; se preveían unas breves palabras de Molé, las propias de un ministro de Asuntos Exteriores ensalzando las virtudes de otro ministro de Asuntos Exteriores, un discurso del barón de Barante, buen amigo de Talleyrand y elegido por su sobrina entre los escasos voluntarios para decir algo, y unos comentarios a cargo del presidente de la Cámara de los Pares, aunque cualquiera sabía con aquella calamitosa organización, según Gurwood tan francesa.
La duquesa de Talleyrand, sus hijos y su nuera se habían sentado en la primera fila, pero del otro lado del pasillo central, seguro que para evitar verse con su hermana mayor. Son como niñas malcriadas, me decía para mí, cuando un caballero muy atractivo, plantado en el pasillo entre las gradas, me hizo un gesto. Era Monsieur de Beaucourt, secretario del príncipe y quizá también de la duquesa de Talleyrand.
—Mademoiselle, la duquesa mi señora estaría encantada de tomar el té mañana, sobre las cinco, en el Hôtel Talleyrand, con la duquesa de Sagan. ¿Sería tan amable de transmitírselo?
Asentí, pues no había tiempo para más. Molé tomaba la palabra, para un minuto después ceder los trastos a Monsieur Amable-Guillaume Brugière, barón de Barante. Confieso que me perdí lo que dijera Monsieur de Molé: había estado muy concentrada escribiendo la nota para mi señora.
—Messieurs, en acquittant aujourd'hui ce devoir de reconnaissance pour une illustre amitié, dont le souvenir me sera toujours précieux, j'ai accepté une grande tâche. D'avance je suis assuré de ne point répondre à votre attente, de ne point me satisfaire moi-même. La vie du grand homme d'État que nous avons perdu, ce serait l'histoire politique de l'Europe depuis cinquante ans...¹
Sabía muy poco de Talleyrand, al que apenas había visto en la desgraciada visita de 1836, pero entre lo que contaba la duquesa cuando evocaba otros tiempos, y lo que decía ese hombre que hablaba con una voz y una entonación fascinantes, notaba que faltaba muy poco para que se me pusiera la carne de gallina. Vivía un momento, si no histórico, al menos importante de verdad, y aún no me había vuelto tan cínica como para encogerme de hombros ante la verdadera grandeza.
«... Monsieur de Talleyrand rentra en France avec Louis XVIII. Les leçons de 1814 avaient profité aux hommes éclairés. Le Gouvernement reconnaissait les fautes qu'il avait commises, et avait résolu de les éviter. Pour la première fois on entra dans la route et dans l'esprit de la Charte. Un ministère solidaire, choisi dans une même opinion, et responsable parce qu'il agissait librement, s'installa sous la présidence de Monsieur de Talleyrand. Toutes ses mesures furent conformes à une libéralité raisonnable et monarchique. Par une élection générale, on en appela à l'opinion publique. L'hérédité de la Patrie, garantie de stabilité et d'indépendance, repoussée vivement par le parti de l'ancien régime, fut obtenue du Roi, mais non sans peine. Tout fut disposé pour un régime sincèrement constitutionnel...»²
Aquellas contenidas palabras no eran exactamente un elogio fúnebre; más parecía el relato extractado de una vida que a todas luces fue interesantísima. No sabía de ninguna biografía del gran hombre, pero a la que supiera de una me la compraba. Mejor aún, haría que la comprara mi señora. El que cada día pensara un poquito más en mi porvenir, el que la vida me deparase de Freifrau von Gösseln —me resultaba imposible no musitarme las tres palabras sin sentir un escalofrío—, me volvía paulatina pero decididamente tacaña, porque todo pfening que ahorrara podría ser decisivo en no demasiado tiempo.
«... En aucun lieu, autant qu'en notre assemblée, Messieurs, il n'était dû un hommage à sa mémoire. Il avait assisté à l'établissement de nos institutions actuelles, et aucune n'avait autant sa sympathie que la Chambre des Pairs. Soit quelle dût son lustre et son autorité aux distinctions sociales, soit qu'elle les reçut de l'illustration et de l'expérience acquise au service de l'Etat, il était appelé à s'y placer au premier rang; il a toujours été fier et satisfait de cette situation et de cette récompense.»³
La salva de aplausos me sobresaltó. Que Monsieur de Talleyrand me disculpara desde su más allá particular, el que disfrutara o padeciese, pero la cabeza se me había ido lejísimos. Nada menos que al Bósforo, pero no quedaba otra que regresar, pues no parecía que presidente alguno fuese a decir nada. Los asistentes se levantaban, aunque sin declaradas prisas por salir de allí; era un momento muy adecuado para ganar las filas que me separaban de mi señora y tenderle la nota, por si no pudiéramos hablar a tiempo de que no se comprometiese con nadie a la hora del té del día siguiente. Que aceptara o no era su decisión, pero me costaría un disgusto que no pudiese tomarla en condiciones de plena libertad: la de aceptar o no, sin cortapisas previas, el verse con su hermana.
* * *
La distancia que separa el Crillon del Talleyrand no pasa de trescientos metros, y salvo cruzar la Rue Royal no presenta obstáculos de importancia, pero aun así mi señora, fiel a sí misma, pidió su carroza. Iríamos ella y yo, sin más escolta que su cochero y su palafrenero; al menos aceptaba que con tan pocos metros de por medio la presencia de Gösseln y sus Colt Paterson era innecesaria, pudiendo aquél usar el escaso tiempo con que contaba en preparar el viaje que teníamos por delante, de París a Londres con un alto en Soissons y otro en Chimay, de allí a Waterloo y Oostende y, tras una travesía de una noche, llegar a Greenwich y desde ahí no parar hasta London Number One, una dirección postal por demás familiar para todos los servicios de correos del mundo y que identifica la mansión conocida por Apsley House, la residencia londinense del Iron Duke, que así llamaba el populacho a Lord Wellington, no porque su carácter fuera de hierro, sino por las rejas que había colocado en sus ventanas a raíz de los disturbios que siguieron a la revolución de 1830. No sólo debía comprobar que los carruajes se hallaban en las debidas condiciones, sino hacer saber a los escoltas, a los cocheros y a los palafreneros de dos de ellos que se quedarían en Oostende, donde días después se les uniría el Doktor Holbein —pensaba quedarse una semana en París—, a la espera de nuestro regreso de Londres; nuestro incluía no sólo al cochero y al palafrenero que nos conducían al Hôtel Talleyrand, sino a la duquesa, Hannchen, Ludwig y yo misma. Sólo de pensar que por primera vez en mi vida navegaría en un barco se me ponían los vellos de punta, y prefería no pensar en la ceremonia de la coronación y en la recepción-besamanos que vendría después, a las cuales ya nos había dicho la duquesa que contaba con Ludwig y conmigo. En cuanto a Hannchen, ella misma prefería no salirse de sus cometidos naturales; por grande que fuera el cariño que se profesaba con la duquesa, ella sólo era su primera doncella y de ningún modo quería salirse de donde se sentía segura de no meter la pata. —Quiero estar a solas con Dorothea. Si ves que Beaucourt, o quien sea, se pone pesado y no nos deja en paz, le pides que te lleve a conocer la casa. Es enorme, y tiene millones de cuadros y obras de arte diversas, de modo que si le haces una pregunta por cada una que te muestre ya tendremos para horas, aunque con media, mucho me temo, será suficiente.
No hice comentarios, ni más gesto que asentir. Lo que la duquesa se traía entre manos con su hermana Dorothea tenía que ser escabroso además de privado, y de ningún modo debía yo mostrar curiosidad. Si ella quería explicarme algo, pues muy bien, pero que de ningún modo me considerase indiscreta por no decir cotilla. De sobra sabía no sólo que si algo no toleraba era una persona entrometida o que se tomara confianzas, sino que si me había otorgado la que me mostraba era por ser discreta poco menos que hasta la exasperación.
—Esta noche no cuento contigo, ni con nadie. Salvo Miniussir, claro. Cenaremos en el café Procope; para nosotros es un lugar... digamos especial —me guiñó un ojo, sonriendo como una niña mala—. Siempre que nos despedimos en París me lo llevo allí. Nos decimos adiós como si fuese a ser para siempre, aunque hasta hoy no ha sido para siempre. Me gustaría que tampoco lo fuera esta vez, aunque no me hago ilusiones. Él está en lo mejor de su vida y yo ya estoy muy vieja. De noche aún resisto, pero de día soy lo que soy, que bien lo veo en el espejo. No le puedo pedir que me siga viendo como me vio el día que le saqué a bailar, en el Grimod de la Reynière..., pero dejemos eso. Tú aprovecha y llévate a cenar a Gösseln, que yo invito. Con esto —me tendía un puñado de napoleones que acepté boquiabierta, porque sin saber lo que costaban los restaurantes intuía que con aquello igual podía comprarme uno—; llévatelo al Very's, que ahí se come como en ninguna parte. Id con cuidado, porque no está en un sitio muy recomendable, aunque también es verdad que no puede ser más divertido. En el Palais Royal están los mejores cafés, las mejores casas de juego y los mejores burdeles de París, tanto de cocottes como de sodomittacci. Son los más caros porque ahí no entra la policía; no es una plaza pública, sino una propiedad privada de los duques de Orléans, de modo que le dices a tu Gösseln —le sonreí, cómplice— que se lleve su artillería, por lo que pueda pasar. El Palais Royal existe para el pecado, y el más venial de todos es el de cenar como Dios manda. Quiero que os llevéis un buen recuerdo de París, de modo que no te lo pienses: disfruta, que tu edad es para eso. La mía es para lo que es —se le dibujaba un rictus de amargura, pero lo abortó en el acto—. Carajo, si ya hemos llegado —era cierto: entrábamos por el portalón de la Rue Saint Florentin—; la verdad, no podíamos estar más cerca.
Nos detuvimos. El palafrenero, muy ágil, abría la portezuela tras haber desplegado los peldaños auxiliares cuando vi que la recepción sería más cálida de lo que temía: plantada en la puerta de su inmenso palacio —era dos o tres veces el Palm—, la duquesa de Talleyrand esperaba con una expresión que no parecía hostil. Algo es algo, me dije para mí tras ofrecer la mano a mi señora, que seguía mis aguas y no tan ágilmente como siempre. Ahí advertí que, dos pasos más atrás de su señora, el en verdad apuesto Adolphe de Beaucourt esperaba también.
—Hola, Doda.
—Hola, Mina. ¿Cómo estás?
—Agotada. ¿Es verdad que tienes té?
Sonreía. De momento parecía que todo iba bien.
—Earl Grey. El que más te gusta.
Ahora sonreían las dos. Ciertamente, aquello prometía.