Capítulo VII

CANNES, INVIERNO DE 1837-1838

ELLA detestaba la Navidad. A su modo de ver no era más que un hacer de la necesidad virtud por parte de los primeros obispos, que deseosos de conseguir nuevos fieles cristianizaban las fiestas populares atribuyéndoles efemérides pías, a fin de que la clientela potencial no gruñese ante la idea de renunciar a festejos muy queridos, privando así a La Competencia de sus más graves argumentos contra la fe única y verdadera. Según decía, la Navidad no conmemoraba el nacimiento de Jesús, pues a saber cuándo carajo habría nacido el pobre diablo, sino que camuflaba de cristiana la muy pagana Saturnalia, una festividad que duraba siete días y que coincidía con el solsticio de invierno, el cual señalaba el comienzo de la carrera del sol hacia el verano, augurando días más largos, luz, calor, mejor clima y, en general, prosperidad. Ella no estaría contra la Saturnalia si se la despojara de los fastidiosos añadidos, como el portal de Belén, el niño en la cuna, la misa del gallo, los villancicos y el resto de las tonterías, y se le devolviera su esencia, la de ser una entrañable ocasión para reunir a las familias alrededor de un fuego acogedor y una mesa bien puesta, tratando de olvidar viejas rencillas para después correrse la gran juerga. De ahí venía su agrado por la fiesta del nuevo año, que sí solía corresponderse con las especificaciones de la bendita Saturnalia.

A su manera, la duquesa seguía los preceptos saturnales; el principal era buscar el calor, algo que la gente pobre conseguía, en el pasado, congregándose alrededor de una fogata, y en el presente de un hogar o de una estufa; ella prefería trasladarse adonde lo hiciera, y para la Saturnalia que cerraría el para mí apasionante 1837 había elegido un lugar desconocido para casi todo el mundo, aunque ya un poquito de moda en el selecto circuito de los que conseguían calor como lo conseguía ella, y no sentándose alrededor de una hoguera pestilente.

Viajábamos a plena impedimenta, pues la duquesa quería contar con sus músicos. El plan era estar en Cannes, donde llegaríamos a finales de diciembre, hasta cuando cesaran las nevadas en Viena, lo que solía suceder a mediados de marzo. Sería una larga estancia, si bien no todo el tiempo en el mismo lugar. A la ida la duquesa quería visitar a unos cuantos amigos, por lo que daríamos un rodeo por Salzburg, München, Basel, Genève —donde recalaríamos tres o cuatro días, pues tenía encargadas varias compras—, Lyon y Avignon. La vuelta sería por un camino más corto, con paradas en Génova, Como, Verona, Vicenza y Graz. Si estaba tan al corriente de los detalles era porque la duquesa encontraba descansado no ya que yo escribiese las cartas a sus amigos y conocidos indicándoles las fechas en que pensaba invadirles, sino que las redactase a partir de unas directrices no tan precisas como yo habría preferido; seguía siendo una mujer exquisitamente puesta en los detalles, aunque cada día encontraba más aburrido estar pendiente de todos ellos, y lo que más le impacientaba era escribir las cartas donde se anunciaba. Ella rara vez se mostraba satisfecha con la primera versión. Era frecuente que hasta la cuarta o la quinta no se decidiese a firmar, lo que significaba un montón de trabajo para mí, aunque también era verdad que no tenía mejor cosa que hacer, aparte de leer para ella y ser su mademoiselle de compañía cuando salía por ahí. De hecho, en aquel viaje y salvo al rey Ludwig von Bayern, no había escrito a nadie de su puño y letra. Bueno, al duque de Wellington sí, pero no fue una carta de intendencia, sino de convenir un volver a verse con un viejo amigo, el cual sería su invitado de honor en la fiesta de saludar a 1838 que pensaba ofrecer en la villa Éléonore-Louise, el soberbio palacio a la italiana de un Henry Brougham también llamado Lord Brougham and Vaux, el mismo que fue Lord Chancellor hasta unos pocos años antes, temido por los gobiernos británicos fuera cual fuese su color y prestigioso abogado en ejercicio. Era el responsable de que Cannes, hasta pocos años antes idílico pueblecito de pescadores absolutamente desconocido, se hubiera puesto tan de moda entre las clases altas británicas, las que podían dedicar el invierno a disfrutar de la vida en un lugar soleado, amable y donde se comía de maravilla, las cuales se habían lanzado a comprar terrenos y construir sus propias villas nada más tener noticia de la en verdad fantástica que construía Brougham en el mejor lugar de Cannes, una loma situada junto al puerto conocida por Croix des Gardes y cuyos alrededores habían pasado a ser colonizados por una creciente masa de aristócratas británicos. La edificó en poco más de un año, una velocidad extraordinaria para 1835, se admiraba mi señora, que de construir palacios entendía. El propósito de Brougham era pasar allí los inviernos hasta que la edad le convenciera de residir todo el tiempo, pero una inusitada cantidad de trabajo le había convencido de no ir este año a su preciosa casa francesa. De ahí el aceptar la oferta de la duquesa, gran amiga de un común amigo, Lord Wellington, que a su vez estaría encantado de disfrutar la fiesta de nuevo año que pensaba ella dar en la fabulosa Éléonore-Louise. De los detalles económicos no supe nada —era cosa de Wratislaw—, aunque con el tiempo entendí que la contraprestación de mi señora consistiría en plantar un jardín inglés, lo único que aún faltaba en la espléndida propiedad. «Los aristócratas hacen así las cosas», comenté a un perplejo Ludwig —me costaba no llamarle así delante de los demás; él, en cambio, no vacilaba en tratarme de Libuše, sin el fräulein delante; después de todo, así lo hacían casi todos en el Palm— al tiempo de traspasarle la privilegiada información de dónde viviríamos, y por dónde viajaríamos, en el prometedor invierno de 1837-1838.

El 30 de diciembre ya estábamos todos, de modo que la casa rebosaba. Era más grande por fuera que por dentro, y como no había sido concebida para que hiciera de hotel algunos invitados deberían compartir aseo, aunque al menos nadie dormiría con quien no acostumbrase hacerlo. Por la parte británica ninguno daba ese perfil: tanto Lord Wellington como el general Sir Henry Hardinge y el teniente coronel Sir John Gurwood —secretario de Wellington— viajaban sin pareja, en el caso del primero por haber enviudado seis años antes y en el de los otros no llegué a saber por qué, fundamentalmente porque me traía sin cuidado; la razón era estar abrumada de trabajo, pues mi señora, poco antes de llegar a Cannes, me había encomendado ser su ama de llaves, de modo que tenía por delante la tarea de ubicar a los invitados, y la todavía peor de buscar cobijo a sus escoltas y a sus cocheros.

Del que sí venía con su esposa, don Miguel de Álava, conservaba un recuerdo agradable. Debió de ser por eso que le diese un cuarto más grande —con su propio aseo— que a los demás, salvo a Wellington, para el que la duquesa tenía reservado el situado junto al suyo, lo que provocó una sonrisilla de picardía en la terrible Hannchen, que jamás olvidaba nada pero que sobre la marcha no me quiso dar detalles.

Venía también una gran amiga de mi señora, la condesa Charlotte Trogoff de Coatalio, viuda desde hacía muchos años y que siendo nueve más joven aparentaba serlo aún más, pues estaba en una forma espléndida. También llegaron dos chicas muy jóvenes, cuya relación con ella no tenía del todo clara. Una era la hija menor de la princesa de Chimay, muerta dos años antes; se llamaba Thérèse de Riquet, como su madre —según Hannchen eran clavadas—, a sus veintidós era una belleza deslumbrante y al momento nos caímos de maravilla. La otra, no tan simpática, más joven y más tímida, era española; se llamaba Paulina García-Sitjes y era la hermana menor de la cantante María Malibran, la que se mató en Londres al caerse de un caballo; había pasado algunos veranos con su hermana en el château de Chimay —por eso era tan amiga de la otra—, y apuntaba unas condiciones muy notables para el canto, al punto que había debutado en La Monnaie de Bruselas hacía tres meses y con sólo dieciséis años, lo que mi señora, que sabía mucho de música —sabía mucho de casi todo—, consideraba un logro excepcional.

Seríamos a la mesa seis caballeros y seis señoras; habríamos sido trece, lo que a ella le traería sin cuidado —despreciaba la superstición tanto como la religión; para ella venían a ser lo mismo— de haber aceptado Hannchen unirse a la fiesta, pero declinó el honor como lo declinaba siempre, alegando que se hablaría en francés y su acento era horrible. Una excusa, porque la verdad era que se sentía invenciblemente incómoda las pocas ocasiones en que, a regañadientes, se dejaba ver fuera de su terreno natural, el de ser la muy querida primera doncella de la duquesa. Nada más, aunque tampoco nada menos.

La distribución de la mesa era obra de mi señora. En el lado del mar y comenzando por la izquierda, Holbein, Paulina, Gurwood, ella, Hardinge y Thérèse; en el otro y desde la derecha, Gösseln, Loreto de Álava, Wellington, Charlotte, Álava y yo. A Ludwig le preocupaba de qué hablar con madame Álava, y no le tranquilicé al explicarle que tenía más de cincuenta, que su francés no era bueno, que mi señora la tenía por seria y religiosa, y que no había tenido hijos. Vivía con el general su tercer o cuarto exilio y residían en Tours bajo la protección de Louis-Philippe d'Orléans. No mostró gran entusiasmo al saber todo eso —en lo que ya sabía de su personalidad, que tras cuatro meses de concienzuda investigación era bastante, las artes sociales no eran lo suyo—, aunque la perspectiva de tener enfrente a la belleza de la fiesta, Thérèse de Riquet, le consolaba un poquito, pese a que al decírmelo se llevara una patada por debajo de la mesa. También podría pegar la hebra con Hardinge, del cual sabía que fue hasta Ligny el comisionado inglés en el ejército de Blücher, y que allí perdió una mano como él había perdido un ojo. También le dije que debía de ser de los más próximos a Wellington, ya que cuando se batió con el incauto Lord Winchilsea por unas palabras en sede parlamentaria que a Wellington no le gustaron mucho, Hardinge fue su padrino. Con ese cuadro esperaba que no lo pasase mal del todo. Yo lo tenía peor, ya que conocía cadáveres más alegres que Holbein, y en cuanto a Pauline sería una gran cantante, pero a los dieciséis años no podía tener mucho que contar. Mi esperanza era el general Álava, que según mi señora era el más encantador de los hombres, aunque sospechaba que la Trogoff, a la que presumiblemente Wellington haría poco caso, intentaría monopolizarle, y dado su ingenio, su picardía y su memoria para los asuntos escabrosos, que según mi señora era colosal, temía yo mucho que don Miguel acabaría por ignorarme. No era una perspectiva esperanzadora, pero como diría mi señora en su musical español, ésos eran mis bueyes y con ellos tendría que arar.

* * *

La mesa era ovalada y bastante ancha; eso facilitaba que todos nos viéramos a todos y nos escucháramos a todos. Los situados en los extremos lo teníamos más difícil, pero como éramos los que menos teníamos que decir, o a los que menos nos gustaba tomar la palabra, nos sacrificábamos por el beneficio general. La duquesa me había demostrado infinidad de veces que dominaba el arte de ser la perfecta salonnière, aunque aquella noche quedó fuera de duda su habilidad para conseguir que unas personas bastante mayores, alternadas con otras muy jóvenes y también con algunas en edades intermedias, y que además no se conocían todas con todas, se sintieran estupendamente, tan relajadas y a su gusto como si estuvieran en sus casas, junto a sus chimeneas y en sus zapatillas. No sabía cómo lo conseguía y por eso no la perdía de vista, tratando de aprender cuanto pudiera por si algún día, ya de Freifrau von Gösseln —un sueño que me dejaba sin respiración—, me tocara desempeñar el mismo papel, aunque no fuera con personajes como el en absoluto adusto duque de Wellington, que de un modo encantador demostraba que su leyenda era eso, leyenda. Si para mí era una sorpresa, para Ludwig, que venía predispuesto contra él, lo fue aún más.

—Tengo entendido que Vd. estuvo en Ligny.

El general Sir Henry Hardinge tenía los ojos fijos en el Major von Gösseln, a sus once —mi secreto prometido me había contagiado la forma de situar al enemigo de los ulanos totenkopf—; nos acabábamos de sentar tras media hora en el salón, bebiendo un excelente Bollinger —comprado en Lyon; mi señora no se fiaba de Cannes— y con la duquesa ocupada en presentar a los que aún no se conocían entre sí —los Álava, que fueron los más tardíos, llegaron a media mañana, cuando los otros vagabundeaban por Cannes pastoreados por mi señora y asombrándose de lo riquísimas que podían estar las moules avec frites del Mediterráneo—; habían brotado unas cuantas conversaciones nada profundas, como es normal en sociedad mientras la cuchara no se retira en favor del tenedor, pero aun así lo suficiente para que los seis caballeros, que al fin y al cabo eran militares, tuvieran claro que salvo Holbein todos estuvieron en Valonia cuando sólo faltaban días para el verano de 1815.

—Así fue, Sir Henry. Sexto regimiento de ulanos. Allí se me quedó el ojo, cuando salimos por Blücher y por Lützow.

Wellington, interesado, miró a mi novio por encima de la de por sí encogida Loreto de Álava —era diminuta, bien a juego con su marido, que como buen español tampoco era muy alto.

—¿Estuvo Vd. en el Freikorps Lützow?

—No, Your Grace. No llegué a tiempo para eso. En Ligny tenía dieciséis años. Me había incorporado seis meses antes, cuando el Freikorps ya se había disuelto en el KPA y demasiado tarde para dejar París con el Freiherr von Lützow. Después, gracias a esto —se tocaba el parche, aunque sin afectación; era un hombre de gestos muy sobrios—, me quedé también sin entrar.

—Ahí, en Ligny, se quedó también mi mano —Hardinge miraba el garfio que coronaba su muñón con explicable melancolía; yo, prosaica, me preguntaba cómo haría para cortar la carne; me quedaría sin saberlo, porque la duquesa, que no descuidaba un detalle, había elegido un menú que, como ciertas partituras, era para una sola mano—; se me habría podido quedar la vida, pero el doktor de Blücher, Bieske, se pasó la noche haciendo milagros, el primero con su jefe. De no ser por él los dos seguiríamos allí, en Mellery —un generalizado alzar de cejas—; fue donde nos reparó, que no se me ocurre mejor palabra.

Sonrió a la mesa y le devolvimos el gesto, con imperceptible alivio. No habría sido bueno que la cena, sin apenas haber empezado —la bouillabaisse acababa de llegar—, derivase a un relato de las batallitas de cada uno de los bravos guerreros.

—Parece que todos salimos de Valonia con alguna cicatriz, menos Vds., claro está —Gurwood señalaba primero a su jefe y luego al general Álava; el primero imitaba bien a la Esfinge de Gizeh, pero el otro no tuvo reparo en sonreír al secretario de His Grace—; ¿y qué hizo después? ¿Dejó el servicio?

—Anduve cerca, porque tras la desmovilización de 1816 no había mucho hueco para oficiales tuertos, pero el Graf Gneisenau me propuso seguir los cursos de intendencia en la Kriegsakademie. Allí, meses después, el coronel Clausewitz me convenció de incorporarme al cuadro docente, para cubrir el área de transportes, y así seguí con él hasta 1831, cuando le destinaron a Posen como generalstabschef del Ostarmee. Cuando murió, ese mismo año, me quedé sin destino. A falta de mejores oportunidades acepté que lo más práctico, más por mis hermanas que por mí, sería pasar a la reserva, y hasta hoy.

A Gurwood, que le seguía con atención meramente cortés, se le disparó una ceja nada más oír la palabra Clausewitz.

—¿Conoce la obra póstuma de Clausewitz, Hinterlassene Werke über Krieg und Kriegführung, o como se pronuncie todo eso? —alguna risa y muchas sonrisas; el alemán del Captain Gurwood se comprendía, pese a sonar fatal—; ¿estuvo Vd. entre los que le dieron forma, para que su viuda lo pudiera publicar?

—Me habría gustado, pero sólo pude ayudar en los tres tomos que conforman el Vom Krieg. Los otros cinco los compusieron, sin ayuda que yo sepa, dos grandes amigos de Clausewitz, el Generalmajor Von der Gröben y el Major O'Etzel.

A Ludwig se le notaba un profundo respeto por el que fue su jefe y protector, que no exactamente amigo. Quizás excesivo para el tono relajado que la duquesa pretendía imprimir a la cena, pero el caso era que todo el mundo, ella también, escuchaba con atención; lo que no sabría decir era si fingida o no. Ahí, sin embargo, creí percibir un signo de incomodidad en el invitado principal, pues en vez de permitir que su secretario siguiera preguntando sobre textos de nombres imposibles, como parecía ser su intención, le interrumpió según abría su boca —Gurwood la cerró en el acto—, para preguntar a su vez.

—Dijo Vd. que se había especializado en transportes, ¿lo entendí bien? —Ludwig asintió—. ¿Incluía eso, por ventura, lo que parece haber causado la locura en algunas cabezas antes tenidas por preclaras y ahora deseosas de tirar el dinero?

Todos nos quedamos mirando a His Grace, extrañados.

—Hablaba del ferrocarril, obviamente.

Me alegré de que lo aclarara, por Ludwig, pues pensé que podría lucirse, pero la duquesa prefirió ser quien contestara.

—¿Sigues odiando a los trenes, Arthur?

—Con toda mi alma, Mina. Desearía equivocarme, pero lo más probable será que nos lleven a la perdición.

Lo dijo con una sonrisa muy amistosa, de modo que no era fácil determinar si hablaba en broma o en serio.

—¿A qué se debe su pesimismo ferroviario, Your Grace?

El que preguntaba era don Miguel. Mi señora nos había explicado, a Ludwig y a mí —por separado—, que pese a ser uno de los más íntimos amigos de Wellington, y a tutearle con toda naturalidad, con gente delante y si el otro no la tuteaba, él no se salía del protocolo más riguroso: el del diplomático español.

—A múltiples razones, mi querido Álava. Las más inmediatas son lo mucho que manchan, el ruido que hacen y el que cercenan los caminos naturales de los animales a través de páramos, campos y bosques. Las otras son más profundas, porque son sociológicas, y también morales. Analizado con amplitud de miras, el ferrocarril, como medio de llevar mercancías de un lado para otro, es irreprochable. Lo peligroso es que también servirá para trasladar personas. En tiempo de paz eso será malo, porque una vez se propaguen de un modo suficiente darán lugar a que las clases populares, que cada día son más levantiscas, dejen de permanecer atadas a sus lugares de trabajo, con muy negativas repercusiones porque dejarán de ser controlables. El poder marchar lejos, con facilidad y a bajo coste, les insuflará un ilusorio sentimiento de libertad francamente detestable. Dejarán de prestar atención a sus pastores naturales, pensando que tienen derecho a elegir los que más simpáticos les caigan, los cuales serán, lógicamente, los menos partidarios de predicar el orden y la disciplina, virtudes sin las cuales la prosperidad se hace precaria. Por último, en tiempo de guerra o inmediatamente anterior a la guerra, dará lugar a que los países que antes se doten de redes ferroviarias movilicen sus tropas a velocidades superiores a las de sus adversarios, lo que influirá de un modo peligroso en las mentes de sus dirigentes, haciéndoles pensar que poseen una ventaja estratégica exclusiva, lo cual les hará ir a la batalla en vez de negociar. Los ferrocarriles, en síntesis, van a costar muchísima sangre, y más con las nefastas recomendaciones de algunos insensatos, las de que todas las vías posean un mismo ancho de cuatro pies más ocho pulgadas y media. Esto, en apariencia ideal para facilitar la circulación de mercancías, supondrá en tiempo de guerra que los trenes de los invasores penetren en las vías de los invadidos, avanzando a mucha más velocidad que a caballo y por supuesto que andando, lo que liquidará el beneficioso estatismo de marchar a pie. Por si no han reparado en ello, es raro que una guerra moderna depare la destrucción de una gran ciudad. Hace sólo veinticuatro años dos millones de soldados marcharon desde Moscú hasta París en poco más de doce meses, y salvo Leipzig y Hamburg no recuerdo una sola ciudad que resultara devastada. Cuando los ferrocarriles permitan acercar miles de piezas de sitio y de asalto a las ciudades enemigas, y poco tiempo falta para eso, la guerra se volverá mucho más pavorosa de lo que ya lo era el día de Waterloo.

Se detuvo para echar un trago del chablis grand cru que llegó con la salade niçoise. Al parecer, nadie sabía qué responder a la lúgubre profecía, salvo Ludwig, que se aclaraba la voz.

—Your Grace, en lo que a los ferrocarriles y la guerra se refiere, tiene toda la razón, o al menos así lo vemos unos cuantos que nos hemos dedicado a estudiar sus efectos y sus consecuencias. La posibilidad de desplazar a grandes distancias y altas velocidades masas y masas de infantería, caballería y artillería, dará lugar a que las guerras se vuelvan infinitamente más atroces de lo que han sido hasta hoy mismo, aunque quizá también ocurra que sus efectos, que no tienen nada de impredecibles, las hagan más disuasorias.

—¿Quiere Vd. decir que los gobiernos conservarán la cabeza lo bastante fría para decidir con objetividad si a sus países les conviene o no ir a la guerra? —Ludwig, al que parecía incomodar que todos nos volviéramos hacia él, asintió con íntima inseguridad—. Si es así, amigo mío, me hace pensar que tiene de los gobiernos, quizás incluso de los que yo presidí, una opinión más favorable de la que merecen. Las guerras, créame, las más de las veces se acometen muy lejos de la frialdad y el riguroso cálculo con que deberían evaluarse. A eso se debe mi recomendación de privar a los gobiernos de la oportunidad de hacer que sean aún más sangrientas. Sin embargo, y mucho me lo temo, estoy predicando en el desierto. Esta ensalada está riquísima, Mina. ¿Cómo habías dicho que se llamaba?

Creo que todos agradecimos el cambiar de tema. La cena se había vuelto demasiado trascendente, al menos para despedir un 1837 que no fue demasiado malo para ninguno.

—Your Grace, ese ancho de vía tan específico, ¿a qué se debe? ¿Se basa en la cábala, o en alguna clave de tipo esotérico?

—Mi querida Charlotte, sólo es el mínimo que han de medir las posaderas de un caballo para ponerlo a remolcar vagonetas en las minas de Yorkshire; los que miden menos de ahí, no valen. Ya ve: la explicación de la mayoría de los misterios, a menudo tiene que ver con el culo de alguien, o de algo.

No debía de ser la primera vez que Wellington desvelaba ese tan particular. Sin duda esperaba los efectos, que fueron unánimes: una estruendosa carcajada de toda la mesa.

—Es para preguntarse qué habría hecho Bonaparte con los chémins-de-fer, ¿verdad?

Era una pregunta retórica, de modo que nadie contestó a Holbein, hasta entonces tan callado como siempre, aunque quizá sin pretenderlo daba pie a un nuevo foco de curiosidad.

—¿Quiénes de nosotros le conocieron? A Napoléon, quiero decir. Yo no, por supuesto, aunque siempre tuve curiosidad por saber cómo era de cerca y al natural.

Mi señora levantó la mano, como una niña muy aplicada contestando a la maestra doña Loreto. Fue la única.

—No me digan que nadie más de aquí —trazaba en el aire una circunferencia horizontal— le vio jamás en persona.

—Pues mucho me temo, mi querida Loreto, que así es.

—¿Por qué no nos cuenta cómo era? Yo también siento curiosidad. Es que mi madre le trató, de joven, y alguna vez hablaba de él, aunque nunca nos dio detalles.

La que hablaba era Thérèse de Riquet, que al fin abría su voluptuosa boca de dientes amarillos. «No hay nadie perfecto», convine conmigo misma con un punto de alegría.

—Le vi de cerca unas pocas veces, el año de la paz de Amiens. 1802, ¿verdad? —por Wellington, que asentía—. Siempre con mucha gente. Había recepciones cada dos por tres y su señora, pese a lo mucho que las detestaba, le llevaba del ronzal a casi todas, o al menos a las que daba Murat en l'Élysée. También daba él alguna de vez en cuando, en Les Tuileries. A las que organizaba en La Malmaison nunca me invitaron. Eran para los íntimos, y ni mi marido ni yo figurábamos ahí. De hecho, mi posición en París era rara, y comprometida, porque de un modo formal era la princesa de Rohan-Géméné, un emigrée que no tenía derecho a estar en París, pero dado que se le consideraba inofensivo, y que además yo le presentaba como duque de Sagan, la policía de Fouché nos dejaba en paz. Era la época, si la recuerdan Vds., o los que de Vds. hubieran nacido —unas cuantas sonrisas, de las que no habíamos nacido—, en que Bonaparte se mostraba pacífico y seductor. Le debía de costar lo indecible, porque al natural era lo más opuesto a las dos cosas.

La duquesa se interrumpió, pues llegaba el plato fuerte: unas descomunales langostas —dos kilos cada una— cocidas vivas en una indescriptible salsa de armagnac a las que nuestro excelente chef —era el de Lord Brougham; de abril a noviembre, cuando éste vivía en Londres, explotaba su propia casa de comidas, pues a restaurant no llegaba, junto al muelle de los pescadores; a la duquesa no le costó nada que Brougham le traspasara su contrato, y a él debió de parecerle bien, ya que mi señora le añadió una buena cantidad de francos para que le hiciera quedar no ya como una duquesa, sino como una reina; ser la más perfecta de las châtelaines implicaba unos gastos que sólo las damas como ella se podían permitir; las demás, les gustase o no, estaban condenadas a ser las del montón— había troceado en el cascarón para que nadie necesitara servirse de otra cosa que la cuchara —pequeña, como de postre, y un punto afilada— o el tenedor; era evidente que hasta en la última fracción del menú se había contado con Sir Henry.

—Le conocí en una recepción de Murat. La invitación nos llegó por Talleyrand, al que conocí en el café Procope, donde me lo presentaron Sophie de Condorcet y Aimée de Coigny. Debo confesar que me moría de ganas de verle, y eso que aún no era mucho más que un general victorioso en dos o tres campañas que había dado un golpe de Estado, con la buena fortuna de que aún no se lo habían cargado. En sí mismo no era impresionante. Bajito, enjuto, delgado, de frialdad inquietante, aunque no por la flema de los que a fuerza de razonar sujetan su carácter, como Talleyrand, sino con la natural, espontánea, de los que sienten un infinito desprecio por el género humano. Me habían explicado que las mujeres no le gustábamos, aunque no por las razones de Friedrich der Große. Era que nos consideraba seres inferiores, algo así como unos hombres incompletos o mal hechos. Si algo le irritaba era una mirada de mujer franca y directa, sin jamás bajar los ojos, y para mi desdicha yo sólo sabía mirar así —vi a Wellington asentir con alguna solemnidad aunque sin dejar de masticar; aquella langosta era un pecado mortal—; cruzamos unas palabras, de las que sólo recuerdo una cortesía forzada, la de alguien que habla, sin ganas, con un ser impertinente y molesto del que le han dicho que tiene un cierto patrimonio, lo cual debía de ser la única virtud que me concedía. Tras eso, y aunque nos vimos otras dos o tres veces, no recuerdo haber hablado más con él, aunque tengo presente su voz: un punto aflautada, como la de casi todos los dictadores pequeños —unas cuantas sonrisas, pese a que dudo que muchos supieran a quién se refería; yo tampoco, por cierto—, aunque dando voces en un campo de batalla debía de sonar distinta, más viril. Y en fin, esto es todo. Lamento no poder decirle nada más interesante, doña Loreto.

Se sonrieron. El gesto de la española, pese a que no la podía ver de frente, parecía muy amable, muy dulce; no daba la imagen de la españolona brava y feroz, capaz de descuartizar a machetazos a un granadero francés tras haberle amado locamente, compensando así lo antipatriótico de su pasión y su pecado, como explicaban los apasionados folletines que nos llegaban de París. La sonrisa de mi señora, por su parte, no era la un punto distante de costumbre. Sin duda quería que doña Loreto se sintiese cómoda, porque resultaba incluso cariñosa.

—Tengo entendido que ahora viven en Tours —los Álava dijeron que sí con la cabeza, pese a que la pregunta ducal era sólo para la esposa—. ¿Es por alguna razón especial?

—Sí, que nos hemos vuelto a exiliar. Tenemos allí una casa, y unos cuantos amigos que nos hacen la vida muy agradable; algunos también lo son suyos —señalaba con el dedo a mi señora—, como el príncipe de Talleyrand. Valençay está lejos, pero en julio y agosto suele venir a Rochecotte, el château de su sobrina, casi de ir y venir andando desde donde vivimos.

Debía de ser una relación bastante íntima, porque recordaba que la propia Dorothée, cuando nos mostró sus jardines, dejó caer que ahí, en Rochecotte, recibían a muy poquita gente, pues el príncipe y ella, cuando marchaban a ese adorable refugio, que solía ser en lo peor del verano, sólo querían descansar.

—¿Qué ha pasado en esta ocasión, don Miguel? ¿Su gobierno se ha vuelto loco una vez más?

—No me diga que lleva la cuenta, Sir Henry.

Don Miguel sonreía con un poquito de ironía.

—Sabe Vd. que así es, o que casi así es. Desde mis años en España no puedo dejar de sentir una profunda curiosidad por las extraordinarias acciones de sus portentosos gobiernos. ¿A qué se debe, diría Vd., que hagan lo que hacen?

Don Miguel aprovechó el masticar un buen trozo de langosta para pensarse las palabras. La mesa guardaba silencio, pendiente de lo que fuese a decir, pues lo que pasaba en España suscitaba curiosidad. Dejando aparte la estrecha relación de Wellington con el convulso país —era uno de sus mayores terratenientes—, los frecuentes y trágicos acontecimientos en la que dos siglos antes era la potencia dominante del planeta, pero donde ahora sólo parecían anidar una insensatez y una brutalidad cuya primera consecuencia era una disparatada guerra civil, hacía que salvo las dos señoritas más jóvenes, que posiblemente se aburrían a morir, tuviéramos todos un gran interés en lo que don Miguel quisiera explicar.

—Mi querido Sir Henry, no soy capaz de sintetizar en una explicación sencilla y breve las causas de lo que nos sucede a los españoles. Puedo intentarlo, aunque al precio de aburrirles, y eso sería lo último que desearía, y además no sé si una cena como esta, que al fin y al cabo es el preludio de una fiesta, es buen momento para describir cosas tan tristes.

Nos miramos unos a otros hasta centrarnos en la duquesa.

—Don Miguel, mal que le pese, carece Vd. del don de aburrir. Empiece, por favor, que nos morimos de curiosidad.

No sé si alguien estaba en contra, pero nadie manifestó pesar o preocupación ante las sonrientes palabras. Por otro lado, me decía en un vaivén de mi mente prosaica, dejar que hablen los demás poniendo cara de no perderse nada, es estupendo para engullir, al tiempo, una langosta extraordinaria.

—No es fácil precisar el origen de lo que ha llevado a mi país adonde hoy está. Nace de la descapitalización intelectual que supuso la expulsión de los judíos de finales del siglo XV, pero eso queda tan lejos que nos podríamos perder. Lo que parece fuera de duda es que nuestra decadencia se volvió imparable hacia el final de la guerra de los treinta años, cuando Catalunya decidió primero independizarse y después unirse a Francia, donde permaneció diez o doce años, no recuerdo ahora mismo cuántos fueron. Años después, nuestra Guerra de Sucesión, la de cambiar la desdichada dinastía Habsburg-Lothringen por la catastrófica Bourbon, hizo que la situación general se agravase aún más. A finales del siglo pasado ya era insostenible, porque nada funcionaba. Ni la industria, ni el comercio, ni la universidad, ni los ejércitos, ni nada de nada. Las únicas dos instituciones que operaban con perfección eran la Iglesia y la corrupción, las cuales, por cierto, no podían estar más vinculadas. La España de finales del XVIII era un lugar donde cada cual administraba sus propios impuestos, de modo que resultaba imposible construir nada, o sacar adelante un proyecto, fuera del tipo que fuese, sin soltar incontables dádivas a todos los que podían zancadillear el asunto, que a su vez eran infinitos. Pese a todo el país se sostenía, porque de las colonias seguía llegando no ya ese oro que decían inagotable, sino materias primas y bienes elaborados que después seguían camino a Europa, dejando beneficios lo suficientemente grandes como para mantener vivo al país, cierto que sujeto con alfileres pero aún sobre sus pies, tan altivo y orgulloso como siempre.

Casi todos andábamos cerca de la media langosta devorada; los más valientes seguían atacando las suyas, pero las que ya no teníamos espacio, como la duquesa y mi humilde persona, preferimos dejar los cubiertos en el plato y concentrarnos en don Miguel, que si alguna vez se llevaba el tenedor a la boca era con una porción minúscula. Mi señora le tenía por un exquisito gourmet, aunque desde luego no era un gourmand.

—El factor desencadenante fue la batalla del cabo San Vicente. Ahí, el grueso de la Marina Real, treinta y tantos buques magníficos, fue despedazado por una fuerza británica inferior en número pero bien tripulada y mejor mandada. La nuestra, para nuestro infortunio, la dirigía un inepto devotísimo cuyo nombre no quiero recordar. Es una desgraciada constante de nuestra historia naval: nuestras mayores y más poderosas escuadras son siempre confiadas a ridículos meapilas que dedican su tiempo a pedir a Dios que se ponga de su lado, mientras que los almirantes ingleses dedican ese mismo tiempo al entrenamiento de las tripulaciones, lo que parece darles mejores resultados. Eso explica que casi todos nuestros navíos lleven nombres de vírgenes o de santos, mientras que a ninguno de los británicos se les bautiza de un modo tan ridículo. Gracias a esa tradición de profunda estupidez, el 14 de febrero de 1797, frente al cabo San Vicente, no sólo se perdió la flota, sino el Imperio, ya que con aquélla perdimos la capacidad de defender el comercio con las colonias. Buena parte de nuestros mercantes dejaron de llegar a puerto, de modo que los criollos, que no eran idiotas, pasaron a servirse de los que sí llegaban, casi todos ingleses o de sus aliados. Al reducirse de un modo muy rápido el control que la potencia metropolitana ejercía sobre las colonias, éstas se dijeron que no había razón para seguir siendo súbditos de un imperio que no les prestaba ningún servicio, de modo que se plantearon independizarse, siguiendo el ejemplo de las colonias británicas de América del Norte, las cuales, apenas medio siglo después de izar su propia bandera, lucían una insultante prosperidad. Así, al cabo de veinte años ya no existía el Imperio Americano Español, salvo Puerto Rico y Cuba, las cuales son dos islas muy pequeñas, incapaces de cubrir por sí solas el colosal déficit de nuestras cuentas.

Don Miguel hizo un alto para beber un poquito de chablis. El Captain Gurwood, que tenía ganas de decir algo, supuse que a cuenta de las colonias británicas, abría ya su boca cuando una helada mirada de su jefe le hizo cerrarla. Wellington quería que su amigo español se despachase a su gusto, y yo se lo agradecí. Lo que decía el general no sólo me interesaba, sino que me enriquecía. Si ya estaba lejos de mis detestables iguales del pabellón de servicio de Löbichau, escuchando —y entripando— relatos magistrales como aquél lo estaría mucho más.

—Hasta ese fatídico 14 de febrero pocos criticaban el sistema. No podía ser más absolutista, pero a diferencia del de su gran rey Friedrich II —se había vuelto hacia Ludwig, que le devolvió una respetuosa inclinación de cabeza— de ningún modo era ilustrado. La Ilustración se desarrollaba, como el liberalismo, el laicismo y el ansia de libertades, y aún más al observar lo que sucedía en Francia desde 1789, pero no en forma controlada ni amparada por el Poder, sino contra el Poder. Se larvaba una toma de la Bastilla a la española, pero la invasión francesa de 1808 complicó todo de un modo incomprensible para cualquiera que no conociese los antecedentes. En Europa se pensaba, y aún se piensa, que la invasión provocó que los españoles hicieran causa común contra El Francés, pero no es verdad. Fueron muchos los buenos españoles que prefirieron el bando del rey José. Dicho de otro modo, espero que más claro, lo que nosotros hemos empezado a llamar Guerra de la Independencia y que para Vds. aún es Guerra Peninsular —por Hardinge y Gurwood, que asentían—, fue también una guerra civil de la que no se habla; se podría decir que de absolutistas contra liberales, masones y afrancesados, pero sería una conclusión incompleta, pues esos liberales-masones-afrancesados luchaban bajo colores franceses; en sus mejores días llegaron a ser treinta mil, casi tantos como nuestros portugueses. Hacia el final, sin embargo, no llegaban a tres mil, porque desertaban sin cesar. Esos tres mil se nos enfrentaron en Vitoria bajo el mando de un tal marqués de Casa Palacios —se había vuelto a Wellington, que ni decía ni hacía nada—, aunque tan desmoralizados que fueron los primeros en echar a correr. Muchos otros liberales convencidos —una sonrisa de amargura— nos unimos a la resistencia encabezada por las Cortes de Cádiz, en la esperanza de que, tras la guerra, de aquel parlamento, y de la constitución que alumbró, nacería una España democrática. Una tan idílica, tan hermosa, que de ningún modo podía ser viable.

Volvió a parar, para beber, porque la langosta ya no le interesaba. Ni a él ni a ningún otro, incluyendo a Hardinge, sin duda el de mejor diente, pero que se había rendido sin pasar de los tres cuartos, aunque quizá también sucediera que Álava se había hecho con nuestras almas de un modo tan absoluto que nos olvidábamos de lo que teníamos en el plato.

—Cuando las tropas francesas dejaron el país la situación era calamitosa. La ruina era tan total como la devastación. La cosecha de 1814 sería tan raquítica como las de 1812 y 1813, con una inmediata consecuencia: el hambre. Las noticias de las colonias no podían ser peores; algunas se habían independizado sin entrar ni a discutir, porque no encontraban un gobierno con el que hacerlo. Era un panorama tan horroroso que si alguien conservaba la esperanza era por fanatismo, no por objetividad. Aun así, quedaba una posibilidad: que don Fernando, a su regreso de Valençay, diera por bueno lo promulgado en Cádiz, empezando por la Constitución, y nos uniese a todos, absolutistas y liberales, en un esfuerzo común. Sucedió lo contrario —los ingleses asintieron; los demás compusimos excelentes expresiones inexpresivas—; nada más llegar a su desvalijado palacio, dio un golpe desde arriba, invalidando lo legislado en su ausencia y restaurando todas y cada una de las opresiones en vigor cuando Napoléon le quitó su reino y le arrumbó en Valençay, empezando por el horror de la Inquisición —una mueca de repugnancia recorrió la mesa, unánime—; a los liberales, o a sus simpatizantes, nos encarceló, si no nos hizo asesinar. Muchos optaron por el exilio, a la ventura; yo fui un privilegiado, porque gracias a Lord Wellington —se había vuelto hacia él— Don Fernando me nombró embajador en un país que aún no existía, el Reino Unido de los Países Bajos, y así me vi en un exilio dorado, pero exilio al fin y al cabo. La mayoría de los exiliados, como ya les he dicho, no tuvo esa suerte. Ahora, su presión desde fuera, combinada con la que muchos ejercían desde dentro, dio lugar a un ambiente de sublevación que acabó convenciendo a Fernando de plegarse a lo inevitable y hacerse constitucional, sin sentirlo pero sin estorbar. Aparentemente.

Se detuvo de nuevo; temía estar estropeando la cena, pero los gestos de concentración eran tan inequívocos y tan estimulantes, comenzando por el de mi señora, que siguió adelante.

—Ahí tuvimos la gran oportunidad histórica. El Imperio ya se había perdido, pero una nueva España, basada en el sentido común, podría recuperarlo, cuando menos a efectos prácticos, los de mantener a buen nivel las relaciones comerciales, si no por otra cosa por lo determinante del idioma. Bien, pues tampoco, porque cuando los absolutistas perdieron el poder en 1820 ya era muy tarde. No desaparecieron, sino que se replegaron, recogiéndose sobre sí mismos a la espera de que los liberales nos desventráramos entre nosotros, como así sucedió. Entre los absolutistas había pensadores excelentes que sabían ver de lejos, de modo que convencieron a los suyos de ponerse al pairo sin hacer nada, y acertaron. Las primeras elecciones se celebraron a los pocos meses de que Fernando jurase la constitución, arrojando una terrible realidad: los partidos de progreso estaban desunidos, Había dos facciones predominantes: la formada por maduros partidarios del relativo buen orden de las Cortes de Cádiz, apodados doceañistas, y la de jóvenes impacientes surgidos de las revueltas de 1819 y los primeros meses del 20; a éstos se les dio en llamar veinteañistas, y aunque pudieran estar animados por un espíritu similar al de los doceañistas no podían ser más distintos. Los doceañistas eran cautos, pacientes, partidarios de acciones reposadas y de integrar a los absolutistas, por pensar que todos nos necesitábamos a todos. Los veinteañistas eran revolucionarios, muy próximos a los principios jacobinos y decididos partidarios de romper con todo, de ignorar a los que no pensaran como ellos y de imponer sus planteamientos por la fuerza. No me atrevo a decir que fueran unos iluminados, pero el caso era que se realimentaban unos a otros, que sus discursos, que comenzaban siendo moderados, acababan a menudo en soflamas incendiarias, dando lugar a que, por buena voluntad que se pusiera, fuera imposible dar pasos adelante. Los absolutistas, a la que comprendieron lo que ocurría, comenzaron a desequilibrar, y no sólo en España sino en el exterior. Eran cultos, influyentes, bien relacionados, tenían mucho dinero y se sabían ante la oportunidad de sus vidas, de modo que se dedicaron a conspirar en las cortes europeas más absolutistas, las que con un Napoléon que acababa de morir en Santa Elena no querían ni oír hablar de la insólita revolución liberal que llameaba en España.

Los camareros contratados por la duquesa —bueno, por mí; si no la plena intendencia, la ejecución había recaído sobre mis no muy frágiles hombros— recogían platos, copas y cubiertos; lo hacían en un silencio donde se reconocía su profesionalidad. Cannes quizá no estuviese aún desarrollada para recibir visitantes de categoría, pero apuntaba muy buenas maneras.

—De marzo del 20 a octubre del 23 padecimos catorce gobiernos, siete doceañistas y siete veinteañistas. Hubo dos elecciones generales y no sé cuántas algaradas y levantamientos. Pese a ser evidente que la tierra se abría bajo nuestros pies, nadie cedía, nadie comprendía que nuestra única esperanza residía en la unión. Así, lo que tenía que ocurrir, ocurrió: por determinación del congreso de Verona, en abril de 1823 los franceses nos invadieron, aunque a diferencia de 1808 con el oro por delante, pagando hasta la última hogaza que consumían; así evitaron que la población los asimilase a los otros franceses, los de 1808 a 1814, pese a que muchos eran los mismos y conservaban un escamadísimo recuerdo de los guerrilleros españoles y de las campesinas españolas. Sumando eso a que la disciplina en los Reales Ejércitos se había evaporado, en menos de seis meses los tuvimos en Cádiz. Los absolutistas, que respaldaban al invasor del modo más abyecto, cantaron victoria nada mas recobrar don Fernando sus poderes. Los liberales volvimos a exiliarnos. Teníamos diez años por delante, aunque temíamos que fueran más, pues el rey sólo tenía treinta y nueve años. Fueron de represión agobiante y brutal, con la Inquisición de nuevo torturando y asesinando, como si hubiéramos vuelto a los tiempos de la nefasta Isabel la Católica. En ellos, por si fuera poco, la miopía de los absolutistas nos acabó de ganar la enemistad de las colonias independizadas, que por su culpa no quieren saber nada de hacer negocios con España. Pese a eso, y a pesar del malestar general, los absolutistas estaban satisfechos, pues lo poco que producía el país a ellos les bastaba, si no por otra cosa porque se quedaban con casi todo; sin embargo, allá por 1830 empezaron a ver que la salud del rey se desmoronaba. Para ellos era vital que su hermano Carlos, tan absolutista como él aunque todavía más bruto, se quedara con el trono, de modo que planearon una conjura para impedir que a Fernando le sucediera su hija Isabel, que como sólo era una niña requeriría la figura de una regente, la cual, y con acuerdo a la legalidad vigente, debería ser la madre, de la que no se fiaban. Estaban decididos a perpetuar un sistema que para ellos era estupendo, despreciando el que cada día lo respaldara menos gente, y para conseguirlo serían capaces de todo.

Un carraspeo que nadie aprovechó, pese a que ya llegaba el postre. Don Miguel seguía siendo el amo de nuestras almas.

—Fernando murió en 1833, a los cuarenta y nueve años y reventado por la gota. Su cuarta y última esposa, María Cristina delle Due Sicilie, la única que le dio descendencia, sólo tenía veintisiete, pero contra lo que pensaban los cortesanos en absoluto era fácil de manejar. Le había costado un esfuerzo sobrehumano conseguir que Fernando aboliese la Ley Sálica, según la cual las mujeres no pueden reinar. Recuperar el extraordinario capital humano que su marido y sus simpatizantes habían expulsado del país le costaría otro aún mayor. A una velocidad inusitada para los usos españoles promulgó una ley de amnistía política, y justo a tiempo, ya que su cuñado, el infante don Carlos, no aceptaba la situación, de modo que a los pocos meses levantó en armas a los suyos con el efecto conocido, el de que llevamos cuatro años en una guerra civil inconcebiblemente sangrienta y sin visos de acabar, por mucho que, para el global de nuestro país, no sea otra cosa que un suicidio colectivo. Es la guerra civil que llevaba medio siglo anunciándose, la de los absolutistas cavernarios contra los liberales ilusos, y no esa patraña que defienden los interesados en confundir y engañar, que es la de unos tradicionalistas defensores de la idoneidad del varón para reinar contra los insensatos que aceptan ser mandados por una mujer renegando de las leyes naturales, las que bien claro explica la Santa Madre Iglesia que los reyes son para reinar y las reinas para que haya más reyes, de igual modo que los hombres son para mandar y las mujeres para que haya más hombres. María Cristina no es que sea liberal, aunque se murmure que para los asuntos de su alcoba sí que lo es, pero eso es otro asunto. Lo que cuenta es que tiene las ideas bastante claras. Los que no las tienen son sus gobiernos, porque ni los progresistas ni los liberales ni los moderados son capaces de unirse contra los enemigos comunes, y el peor no es el ejército de don Carlos, sino la Corrupción, y tras ella la Incompetencia. Las dos cosas dan lugar a una inestabilidad gubernamental insoportable, así como a una laxitud generalizada. La situación volvió a ser la de 1822, que no se cobraban los salarios, que no había para comer, y con eso era imposible que no surgieran rebeliones. La que nos llevó a este de momento último exilio —se había vuelto a su mujer, que le oía casi en éxtasis— data de julio de 1836. Un grupo de sargentos se sublevó en la Granja de San Ildefonso, un Versalles pequeñito a pocas horas de Madrid, y obligó a María Cristina a restablecer la constitución de 1812. Una de las facciones, la progresista, respaldó el golpe. Se nombró a toda prisa un nuevo gobierno, presidido por un tal José María Calatrava, que si alguna vez tuvo un cerebro ya se le habrá olvidado y cuya primera medida fue hacer jurar la tal constitución a todo el personal del Estado, incluyendo a los embajadores. Yo lo era en París, y me negué. No sólo porque ya la juré cuando se proclamó en 1812, sino porque todo aquello me parecía un disparate incalificable, de modo que dimití para en el acto volvernos a Tours, y no a Madrid por si al burro de Calatrava le daba por fusilarme. Su primera medida fue retirarme los honores y confiscarme los bienes, a lo que ya estaba tan acostumbrado, y tan prevenido, que no me afectó ni en el orgullo ni en el pecunio. Me apena, desde luego, aunque no por mí, sino por la descomposición del Estado a que todo eso dio lugar. No durarán mucho, ni la situación, ni el gobierno, ni la guerra civil, porque los diversos bandos están exangües, pero lo peor es que también lo está mi pobre país. Mi pobre España.

Lo que siguió me sorprendió como pocas cosas lo habían hecho en mi todavía corta vida: la Vévodkyně Zaháňská, en pie y aplaudiendo con todo su vigor; ni que decir tiene que todos la imitamos un segundo después, incluso Wellington, que según supe más tarde suele ser muy renuente a cualquier cosa que toque las fibras sensibles. El pobre general, de veras emocionado, no sabía qué cara poner. No había debido de contar con que la mesa la presidía la más formidable de las duquesas.

La más formidable de las mujeres.

* * *

Tras la explicación de Álava la seriedad se disipó. El postre que había encargado la duquesa era una grave tentación para los golosos, faltaba poco más de media hora para medianoche —los músicos ya ocupaban su lugar, tras haber repostado ellos solos en el comedor de servicio; el resto de la servidumbre lo haría cuando empezara la fiesta en el piso superior y sin que debieran ocuparse de bandejas, copas y botellas; la duquesa, comprensiva, les había liberado de tan penosa obligación; los invitados, así pues, deberían emborracharse rellenando sus copas ellos mismos— y, por tanto, se imponía conversar sobre cosas más frívolas. Rompió el fuego la Trogoff-Coatalio, cuyo repertorio de cotilleos picantes, gran razón tenía Hannchen, era portentoso. A mi entender resultaba un tanto vulgar, pero lo cierto fue que provocó no pocas risas, las cuales venían bien para restablecer el ambiente de fiesta. Las carcajadas, sin embargo, se atenuaron cuando hizo una incursión en el capítulo de los hijos secretos, un tema que por razones comprensibles no era de los que más agradaban a mi señora, si bien, y para mi extrañeza, ella no fue quien compuso una expresión tensa, sino Sir John, al que respaldaron de inmediato Wellington y Sir Henry. La condesa lo percibió al momento —no debía de ser la primera vez que le ocurría—, de modo que cambió de anecdotario con experta naturalidad, aunque no sin dejarme un poso de curiosidad. Temía quedarme sin saber qué sucedía, pero el amable don Miguel, cuando liquidados los postres nos levantamos para marchar hacia el salón, me lo explicó.

—Es una bobada, señorita Libuše. Sólo sucede que Sir John se casó en 1825 con una viuda que había conocido años antes, en el trepidante París de la segunda restauración, cuando Lord Wellington mandaba la fuerza de vigilancia. Se llamaba Mrs. Fanny Mayer, née Kreilsamner, y aportó al matrimonio una niña de diez años, Eugénie, que hoy tiene veintitrés y es para Sir John tan querida como si fuera hija suya. Sin embargo, y según se comenta, Eugénie nació cuando Mrs. Mayer aún se llamaba Kreilsamner, lo cual, de ser cierto, no tendría mayor importancia, ya que los últimos años del Imperio fueron tan turbulentos que cualquier cosa era posible, y disculpable, pero en el caso de la pequeña Eugénie la complicación surge de la identidad del padre, ya que se da por seguro que fue Napoléon. Según parece, durante los primeros meses de 1813, mientras reorganizaba sus ejércitos en Dresden, le presentaron una hermosa Fräulein Kreilsamner que al momento determinó que le mejorara el humor, lo que sin duda tuvo efecto en lo bien que condujo la guerra contra rusos y prusianos durante la primavera de aquel bendito año. La joven Kreilsamner, sin embargo, quedó con la reputación averiada. Napoléon, compadecido, la envió a París, donde le puso casa y le habilitó sobrados medios de subsistencia. Con el tiempo se transformó en Madame Mayer y después en Mistress Gurwood, sin dejar de ser en ningún momento una dama encantadora. Sin embargo, y como suele suceder si no se tiene mucho dinero, su pasado no termina de abandonarla, quizá porque la joven Eugénie se parece como un huevo a otro huevo a su probable tía Paulette, la que por culpa de Canova nadie consigue olvidar. A Sir John le afectan dolorosamente todas esas murmuraciones, por lo mucho que hacen sufrir a su esposa, de modo que suele reaccionar con brusquedad cuando la vida privada de Bonaparte sale a colación, como habría podido suceder de seguir Madame Trogoff por donde iba. Ya ve, mi querida Libuše: son tonterías que sólo sirven para que nos riamos un poquito sin excesiva maldad, pero es preciso respetar a quienes no se las toman tan a bien.

El salón, sin ser grande, bastaba para las diez parejas que poco a poco se formaban; don Miguel, que a menudo se servía de dos bastones, no sería capaz de arriesgarse con un vals, lo que no parecía importarle. La duquesa, cuya pasión por los detalles no dejaba de asombrarme —«ahí es donde mora el Diablo», solía susurrar al estilo de un mantra ducal—, había dispuesto unas cuantas sillas en uno de los extremos, de forma que Álava estuviera cómodo y que siempre alguna dama de las seis en presencia escuchara sus ocurrencias y sus chascarrillos; el primer turno sería mío, y así, sentada junto a él, pude ver, con un puntito de ternura, cómo Lord Wellington tendía su mano a la duquesa de Sagan, igual que un 1 de agosto de 1815, cuando hizo lo mismo en el Hôtel Grimod de la Reynière, donde había montado su residencia en el recién liberado París. Aquella noche Wellington ofreció el primero de sus bailes en la no exultante París de la segunda restauración. En presencia del zar Alexander, el Kaiser Franz y el König Friedrich-Wilhelm, a los que rodeaban trescientos caballeros de las más altas sociedades militares, diplomáticas y políticas, el duque de Wellington, tras un gesto a la orquesta, se acercó a la duquesa de Sagan, la más deslumbrante de las cuarenta y pocas damas que deberían despachar a tanto ilustre bailarín, le tendió la mano, la otra la tomó y desde ahí comenzaron a deslizarse sobre las inmaculadas baldosas del gran salón, componiendo una imagen que al buen general español ni se le había borrado de la memoria ni lo haría mientras viviera, o así me lo explicaba. Yo les observaba con objetividad. Al no haber presenciado la ocasión que relataba don Miguel no podía comparar, aunque no me costaba imaginarles con veintidós años menos, dejándose llevar con la misma gracia por parte de mi señora y el mismo envaramiento por la del que ya no era su amante, Hannchen dixit, aunque no me cabía duda de que para esa primera noche de 1838 le habían programado una recaída. Era de reconocer, y de admirarse, que los casi cincuenta y siete de la duquesa parecían muchos menos. Su silueta seguía siendo estupenda, y si se pasaban por alto sus papos aún mostraba unas facciones bellísimas, al menos a la luz de las lámparas de aceite que iluminaban la sala con esa exquisita discreción que tanto apreciamos las mujeres a partir del día en que nos descubrimos la primera pata de gallo.

Unos cuantos valses después la duquesa vino a relevarme; lo hizo en compañía de su pareja, la cual, tras unas palabras de afecto con su gran amigo español, me tendió la mano, a lo que respondí con una gran sonrisa y una leve reverencia. Si en la triste celebración del año nuevo de cuatro años antes, bailando unas niñas con otras al compás de la música que nos llegaba del cercano palacio Rottal —la oíamos gracias a dejar una ventana entreabierta; nos moríamos de frío, pero aun así era bonito—, alguien me hubiera dicho que uno de los últimos valses de antes de repicar las campanas de Notre-Dame-de-l'Éspérance lo bailaría con un sonriente, amistoso y halitósico duque de Wellington —nunca dejaré de ser horriblemente prosaica—, me habría ido a la cama, yo sola, para soñar un poquito.

No sé cómo, aunque poco antes de las campanadas —la duquesa las había sincronizado con el precioso Vacheron & Constantin que fuimos ella y yo a recoger en Genève— las parejas se habían reorganizado conforme a sus preferencias, don Miguel y doña Loreto se abrazaban, él a una sola mano pues la otra no podía separarse de su bastón; la condesa Trogoff y el doctor Holbein parecían hacer muy buenas migas; Sir John y Sir Henry formaban un animado ménage-à-quatre con la señorita García-Sitjes y Mademoiselle de Riquet, y la duquesa, por su parte, con una mano se asía de su invitado principal mientras mantenía la otra bien a la vista, con el Vacheron & Constantin abierto, pues por algo sería quien llevara la voz cantante. Yo apenas me daba cuenta; me limitaba, como era comprensible, a derretirme muy apretada contra el Freiherr von Gösseln, el cual, quizá, sólo se había dejado un Colt Paterson en su habitación.

Faltarían tres minutos cuando ella se desasió del duque para ganar la mesa donde varias botellas de Veuve Clicquot Cuvée de la Comète, el champagne cosecha de 1811 que Alexander I solía beberse de un trago y a morro, al más viril estilo —que luego estrellara la botella contra la pared más cercana no estaba demostrado, como tampoco lo estaba que acto seguido fuera capaz de apagar una candela sostenida frente a su hocico; el único al que con certeza se le sabía capaz era el Fürst Blücher zu Wahlstatt, el mismo que por caer bajo su caballo tuvo la culpa de que mi secreto prometido no necesitase guiñar un ojo a la hora de afinar la puntería contra los filibusteros venecianos—, se mantenían muy frías en cubetas rebosantes de hielo. A la duquesa le quedaba una sola caja de las muchas que había enviado al Palm desde París en junio de 1814; la trajo convencida de que no habría ocasión mejor para sacrificarla que la fiesta de año nuevo de 1838. Con mi ayuda y la de von Gösseln descorchó las cuatro primeras, para escanciarlas en diecisiete copas, doce para nosotros y cinco para los músicos, a los cuales se las llevó ella misma con el apoyo de Holbein; si alguien aún no tenía claro que la Vévodkyně Zaháňská era la más grande de las grandes señoras, con aquello saldría de dudas.

La primera campanada. Nos quedamos en silencio, expectantes. Así, una por una nos llegaron las doce al contenido compás de la duquesa, que llevaba la cuenta con una batuta imaginaria. Tras la última, una explosión de alegría incontenible, al momento secundada por todos. Los abrazos y los besos eran generales, y ni a mí ni a Ludwig nos costó sumarnos a la piña que se había formado, él en cabeza y yo, más tímida, medio paso atrás, suavemente impelida en lo más rotundo de mi ser por una mano bien abierta que hasta entonces no había osado llegar a tanto, y que quizá me señalara en esa forma que su dueño tenía planes para comenzar el año bajo los mejores auspicios. Me habría encantado que así fuera pese al miedo que me daba, pero desde nada más amanecer tenía claro que seguía siendo una mujer. Sería penoso explicárselo, aunque acepté que no era momento de dar vueltas a eso; era el de sonreír a todos, besar a todos y terminar en los brazos de mi señora, un tanto apenada por no poder mostrarle mi adoración más que con los ojos. Debió de ser suficiente, porque me sonrió con mucha más amplitud de lo usual; fue sólo un segundo, porque Paulina García-Sitjes, más animada que al sentarse a cenar, nos había preparado un regalo especial:

Joie, belle étincelle divine,

Fille de l'assemblée des dieux,

Nous pénétrons, ivres de feu,

Céleste, ton royaume!

Tes magies renouent

Ce que les coutumes avec rigueur divisent;

Tous les humains deviennent frères,

Là où ta douce aile s'étend.

Los músicos la seguían desde nada más reconocer lo que cantaba. Una pena, porque su voz a capella sonaba maravillosamente y no necesitaba para nada los acordes del quinteto, aunque tampoco era cosa de protestar, y yo sería, en cualquier caso, la menos indicada para ello, porque ni reconocía las palabras ni tampoco la melodía. Una nueva razón para maldecir mi pésima educación, pero ahí Ludwig me demostró que sabía de más cosas que de pegar tiros en góndola.

—¿Lo reconoces?

—Pues no. ¿Tú sí?

—Es el An die freude, aunque traducido al francés. De Schiller. Lo que canta el coro en la Novena Sinfonía de Beethoven.

Wem der große Wurf gelungen,

Eines Freundes Freund zu sein;

Wer ein holdes Weib errungen,

Mische seinen Jubel ein!

Ja, wer auch nur eine Seele

Sein nennt auf dem Erdenrund!

Und wer's nie gekonnt, der stehle

Weinend sich aus diesem Bund!

Pauline se había pasado al alemán, y con excelente acento. Un detalle de amabilidad que despertó casi todas las sonrisas y algunas ganas de aplaudir, por fortuna contenidas.

All creatures drink of joy

At nature's breast

Just and injust

Alike taste of her gift;

She gave us kisses and the fruit of the wine,

A tried friend to the end.

Even the worm can fell contenment,

And the cherub stands before God!

Paulina ya no conocía más versiones, ni quizá más idiomas además del suyo, lo que hizo saber con una gran sonrisa y abriendo los brazos, para escuchar una cerrada salva de aplausos a la que se sumaron los músicos, conscientes de haber tocado para una figura de La Monnaie, lo que quizá fuera para ellos lo más importante que habían hecho en sus vidas profesionales.

—Esto es un sueño, Ludwig.

—Pues no te despiertes.

Volvió a besarme, al tiempo de vagabundear con su mano de disparar al filibustero de babor por donde tanto me gustaba que lo hiciera. Cerré los ojos, aunque tras vislumbrar, apenas un segundo, que la duquesa nos miraba. Y sonreía.

* * *

—El jueves 25 me iré a Montecarlo, con Hannchen y Holbein. Dos días después celebran su fiesta nacional, la de Sainte-Dévote, y el príncipe Honoré V, que además es duque de Valentinois, como ese César Borgia del que te conté cosas en Roma, me ha invitado a disfrutarla, si bien intuyo que además desea que Holbein le dé un vistazo, pues los sesenta no le han sentado bien, y Holbein, por si no lo sabes, posee una gran reputación como especialista en personas mayores, como seré yo cuando cumpla ochenta, o noventa —me sonrió con amplitud, lo que ya no era un fenómeno inusual—. Estaremos allí tres o cuatro noches, y si no te llevo, ni a ti ni a Gösseln, es porque quiero que hagáis algo que no me apetece hacer por mí misma, ni tendría tiempo, ya que mi acuerdo con Brougham es dejar su casa el jueves 1 de febrero, y aunque no pasará nada si nos retrasamos unos días tampoco quiero abusar. Me han ofrecido un par de casas para pasar el próximo invierno, cerca de aquí. Una está en Saint-Paul-de-Vence, un pueblecito al interior. La otra está en Antibes, junto al mar. Me han contado maravillas de las dos, pero de sobra sé cómo son los aldeanos cuando intentan venderte algo, y éstos —señalaba en derredor, indiscriminadamente; nos habíamos sentado al sol del invierno mediterráneo en un figón de pescadores, para dar cuenta de un côtes-du-rhône que no estaba mal y de unas cigalas a la plancha que pesarían un kilo cada tres y que a mi señora le chiflaban; varias mesas más allá, Von Gösseln y sus ulanos vigilaban— no pueden serlo más. Las dos están vacías, aunque no deshabitadas, porque tienen guardeses. Son los que os franquearán el paso y los que os mostrarán hasta el último cuévano. Luego me diréis qué tal son. El propósito, para que fijéis los mínimos, es organizar un mes como éste que se acaba, de modo que habrán de valer para tantos como fuimos la noche de ser más. Están lo bastante cerca como para ir y venir en el día, pero las casas no se sabe cómo son si no se duerme allí, de modo que llevaos lo necesario..., sábanas, mantas, toallas y todo eso, para pasar una noche en una y otra en otra. Ah, y que Gösseln se lleve su artillería, no sea que alguien os dé una sorpresa. ¿Lo tienes todo claro?

Había permanecido atenta, pero mi rostro me traicionaba. No hacía falta que nadie me lo dijera: se había inflamado.

—¿Qué te pasa? ¿Te ha sentado mal el vino?

Me limité a bajar los ojos, con la mirada fija en el plato. A esas alturas no me cabía ninguna duda de que mi señora comprendía. De paso, me ahorraba verle la sonrisa maliciosa que con seguridad se le habría puesto.

—Libusche, no te me hagas la tonta. Desde Löbichau vas de un rubor a otro cuando te le cruzas, y él, a la que puede, te mira como si fueras a ser su cena. Por si algo faltaba, y por si no te diste cuenta, me fijé muy bien en qué forma te cogía cuando bailábamos en la fiesta de año nuevo. Si he visto alguna vez una pareja en celo sois vosotros, aunque algo me dice que todavía no habéis dado el paso. ¿Es así?

Mi puesta de sol particular se recrudeció.

—¿Cómo ha podido saberlo?

—Hija mía, que llevo treinta y ocho años entrando y saliendo de las camas de los hombres. Eso se nota. No sé decirte cómo, pero se nota. Quizá, porque cuando una pareja se acuesta, y se acuesta bien, no es una chapuza, la mujer desprende un brillo singular, específico, y en ti aún no lo he visto.

Me pensé las palabras. Me daba una gran vergüenza, pero necesitaba, y con alguna urgencia, vaciar el alma.

—Señora, es que me da mucho miedo.

—¿De qué?

—De que me haga daño, de quedarme preñada, de que luego se olvide de mí... En fin, ya sabe.

Ahí fue la duquesa quien se lo quedó pensando, distraída.

—El miedo a que te haga daño, ¿de dónde lo has sacado?

—Aneta, mi hermana, dice que la primera vez duele tanto que se te quitan para mucho tiempo las ganas de repetir.

Le vi torcer el gesto, con evidente impaciencia.

—Tu hermana, con todo mi respeto, es una campesina que se casó con un campesino sin la menor experiencia de la vida. Gösseln anda cerca de los cuarenta, y aunque a mí no me lo cuenta debe de tener muchos tiros pegados, y no estoy hablando de sus pistolas. Por otra parte, y si fueras capaz de dirigir tú el concierto, sería raro que te hiciera daño.

Me la quedé mirando, sin comprender. Sin duda contaba con ello, porque tomó la palabra y en cosa de dos cigalas me transfirió, de forma práctica, ordenada y precisa, una buena parte de la sabiduría que treinta y ocho años de vida galante le habían permitido acumular, además de tres o cuatro perversiones, o cochinadas, de las que yo no había oído ni hablar, salvo en términos tan elípticos que resultaban del todo incomprensibles, y que me despertaron una infinita curiosidad.

—En cuanto a que te quedes preñada, pues sí, hay riesgo. Bien lo sé yo —suspiraba con lejano pesar, aunque sin dejar de sorber la pinza de su cuarta o quinta cigala—, pero eso era en otros tiempos. Hoy, gracias a la ciencia, ya no lo hay —me la quedé mirando, muy ojoplática—; ciertos artesanos espabilados comenzaron a fabricar hace casi un siglo unas fundas especiales cuya función era impedir que lo que brota del varón llegue adonde no debe. Su arte ha prosperado tanto que ya es industria. Una de la que no se habla, por su tremenda inmoralidad y porque todas las iglesias la prohíben, pero la vida es como es, de modo que si se cuenta con información, dinero y contactos, tanto el hombre de mundo como la señora galante quedan a salvo, y no sólo de las maladies de neuf mois, sino de las muchas porquerías que los hombres guarros y las mujeres sucias pueden pegar a sus compañeros de juegos. Los construyen a base de tripas de gato tratadas con milagrosos productos químicos, de forma que se hagan prodigiosamente tenues sin por ello perder consistencia. Lo primero es para que los caballeros no renuncien a su disfrute, aunque siempre les merma un poquito, y lo segundo para que no traicionen a las mujeres, pues una rotura indetectada nos puede costar un disgusto. Yo supe de todo esto gracias a mi difunta tía Elisa, la cual, de joven, se las traía —nos sonreímos mutuamente; yo, por cierto, hacía mucho que había dejado de sentirme avergonzada; tratar de aquellos asuntos con la naturalidad con que lo hacía mi señora era por demás tranquilizador—; tuvo un amigo famoso, un veneciano llamado Casanova muy apreciado en sociedad a causa de sus formidables dones amatorios, de su infatigable resistencia y de su maestría en el uso de las Präservativen, que así se les llama en la Viena golfa, gracias a lo cual dejaba muy complacidas a las señoras que se le cruzaban en el camino, empezando por la desvergonzada de mi tía. Con el tiempo las Präservativen se volvieron un secreto a voces, gracias a un caballero inglés llamado Jeremy Bentham, el cual puso todo su empeño en situarlas al alcance de las clases humildes, ya que por sus precios y su secretismo no salían de los ambientes adinerados. Hoy siguen siendo difíciles de conseguir, y caras, pero a ti eso no te debe preocupar, porque Holbein te suministrará todas las que necesites, y si te da vergüenza pedírselas ya lo haré yo por ti.

Me costaba procesar el torrente de información. De ahí que algunas preguntas me brotaran de un modo incontrolable.

—¿Cree Vd. que... que Gösseln las conocerá?

—Pues igual no. Los prusianos son así, querida. Deberás tantearle, y asegurarte, y si resulta que no tendrás que vestirle tú misma, porque a él no se le ocurrirá cómo hacerlo.

—¿Y eso es muy difícil?

—No, qué va. Sólo hace falta un poquito de práctica. Verás.

Cierto, no parecía difícil. En cosa de dos minutos, y con una cola de cigala en el papel de maniquí, me hice cargo de los fundamentos operativos. Sin duda debería repetir el entrenamiento con el objeto real, y sirviéndome de algo que se ajustara más a la realidad que la pobre cigala, pero en ningún caso parecía nada que no pudiera dominar en un par de intentos.

—En cuanto a la última de tus preocupaciones ya no estoy segura de poder ayudarte. Ahí deberás resolver por ti misma. Los hombres vulgares son así, bien lo dices, pero los hombres vulgares no merecen la pena. Gösseln no me parece vulgar, vaya eso por delante, aunque siempre hay sorpresas, y mi experiencia en materia de sorpresas es que rara vez son agradables. Ahora, y en mi opinión, más vale asegurarse de que no te lías con un patán. Los hombres, Libusche, son como los melones: casi todos llevan un pepino dentro. Por eso, y aceptando los riesgos, catarlos antes de pasar a mayores, como casarse y todo eso, es aconsejable. Total, lo más que puedes perder es el virgo. Si algún día das con otro que te guste, y le pones a prueba, y te pregunta qué ha pasado con lo que debería estar donde ya no hay nada, siempre le podrás contar un cuento chino, aunque yo diría que, si el tipo merece la pena, la verdad sale más a cuenta. En cualquier caso, para todo eso falta mucho. Lo que ahora importa es que prepares bien tu noche mágica. Lo digo porque nunca más vivirás una ocasión así. Nunca más, mi querida niña, dejarás de ser virgen con un hombre del que no puedes estar más enamorada.

Me miraba, pienso que con dulzura. Yo sentía una profunda emoción, así como un total agradecimiento, aunque a la vez sospechaba que, durante lo que me restara de vida, me sería imposible ver una cigala sin evocar las tripas de los gatos.