presentarse aquél en el Ática, es el momento de anticiparnos nosotros a socorrer a Beocia.»41

Fue así cómo los bárbaros, en su devastador avance hacia el Ática, ocuparon una Atenas desierta por segunda vez, mientras un súbito escalofrío de alarma recorría el Peloponeso entero. El rey Leotíquides, que todavía merodeaba con la flota aliada en las costas de Delos, pudo ver en el horizonte occidental un lejano destello de fuego, luego otro y después otro más; las almenaras que comunicaban el Ática con la red de información imperial enviaban a la distante Sardes las nuevas de la caída de Atenas. Entretanto, en Lacedemonia, los éforos habían recibido una noticia incluso más perturbadora: Mardonio había vuelto a enviar a sus embajadores a través del estrecho hasta Salamina y de nuevo había formulado los términos de la paz ante los atenienses evacuados. Sólo que esta vez, un notable llamado Lícidas se había atrevido a hablar abiertamente a favor de su aceptación. Una señal de lo que se avecinaba, sin duda, a pesar de que sus conciudadanos, acorralados y desesperados como se encontraban, habían lapidado sin perder tiempo al que se había atrevido a medizar. Del mismo modo habían quedado reducidos a la muerte su esposa y sus hijos, rodeados por las mujeres que acampaban en Salamina. Al parecer, el desafío ateniense al imperio se volvía patológico, pero mientras más salvaje y suspicaz, mayor era el riesgo de que acabase pasando por el aro.

Pero ya corría el mes de junio y, como era de esperar, los espartanos estaban celebrando otras festividades, esta vez las Hiacintias, un gran espectáculo de canciones y celebraciones en honor de un amante muerto de Apolo. Y de nuevo, al igual que había ocurrido durante los oscuros días anteriores a Maratón, una desesperada comitiva de embajadores atenienses llegaba a Lacedemonia en busca de ayuda militar, sólo para descubrir que allí todos andaban de celibración.42 Sin embargo, tras bastidores, la maquinaria ya se había puesto en marcha. Los embajadores atenienses se vieron retenidos en Esparta durante diez días, y durante diez días se ocuparon en matar el tiempo. Al undécimo día, su paciencia finalmente se agotó y ofrecieron un ultimátum: o los espartanos abandonaban sus festividades e iban a la guerra, o los atenienses se verían obligados a aceptar los términos de Mardonio. Los éforos, lejos de entrar en pánico o de disponerse a mostrar un ataque de indignación, optaron por una simple y reveladora sonrisa. ¿Acaso, – preguntaron con delicadeza-, los embajadores no escuchaban? el ejército espartano ya se había puesto en marcha.

Un verdadero coup de théâtre, y los atenienses no eran los únicos a quienes aquello tomaba por sorpresa. Los argivos, que habían jurado ponerse en el camino de cualquier expedición lacedemonia antes de que pudiese alcanzar el istmo, de pronto se despertaron y se dieron cuenta de que los habían dejado atrás. «Toda la fuerza efectiva de Lacedemonia se ha puesto en marcha -debieron de informar en medio del frenesí a Mardonio- y no está en nuestras manos detenerla.»43 el propio Mardonio, que todavía acampaba en el Ática, abandonó sin tardanza sus intentos de seducir a los atenienses y prendió fuego a lo que quedaba de la ciudad; «muros, de las casas o de los templos, todo lo derribaba».44 Después, en su determinación a atraer a los peloponenses hasta lo más lejos al norte del istmo como pudiese, y guiado a lo largo de los caminos más seguros por entusiastas oficiales de enlace tebanos, se replegó desde el Ática hasta Beocia, donde se detuvo. Ahora se encontraba en un terreno más que adecuado para la caballería. El lugar perfecto para levantar el campamento. Y el lugar perfecto para librar una batalla.

A siete kilómetros al sur de Tebas, en la ribera del río más ancho de Beocia, el Asopo, Mardonio ordenó, como era de esperar, la construcción de una empalizada. Una vez más, había atinado al

41 Ibid., 8.144. Que fue Arístides quien habló en esta exhortación es un detalle que recoge Plutarco. En Holland es: «"Llevad a vuestro ejército al campo de batalla tan pronto como podáis". Tales habían sido las palabras de despedida de Arístides. "Rápido, antes de que Mardonio aparezca en nuestro territorio, debéis uniros a nosotros para enfrentarlo en Beocia."» 42 Otra vez, según Plutarco, esta comitiva fue liderada por Arístides, pero si se tiene en mente que se trataba también del comandante en jefe de las fuerzas terrestres de su ciudad y que los persas ocupaban el Ática en aquel momento, esto parece improbable. el propio Plutarco admite que la información resulta dudosa. 43 Heródoto, 9.12. Según María Rosa Lida: «Ha salido de Lacedemonia la juventud, y no les es posible a los argivos impedirles la salida.» 44 Ibid., 9.13. Según María Rosa Lida. En Holland: «Muros, casas, templos, todo.»

230

elegir posición: más allá del río se extendía en delicadas ondulaciones el territorio del antiguo enemigo de Tebas, Platea. Y más allá de los campos de Platea se elevaban una faldas montañosas, y más allá, las cimas de un monte de amplias estribaciones y crestas, el Citerón. Si los aliados deseaban llevar a Mardonio a la batalla, primero tendrían que atravesar unas cuantas barreras, y ello a sabiendas de que la derrota significaría para ellos una aniquilación total. Desde Platea no podía haber un repliegue fácil hasta el istmo para los griegos, del mismo modo que no lo habría para Mardonio hasta Tesalia. Si los aliados venían, con ellos llegaría también el momento de la verdad.

La lanza doria

Puede que se hubiese retrasado bastante, pero una vez que el avance de los peloponenses desde su guarida hubo comenzado, ya no hubo medias tintas. Para dar un sentido a las labores de demolición del verano anterior, los ingenieros ya habían reparado camino hasta Megara, y desde luego no habían hecho una chapuza, porque el camino del istmo, que temblaba bajo los miles de pies que se pusieron en marcha, nunca antes había tenido que soportar el peso de un ejército como aquél. De hecho, desde los tiempos legendarios de la guerra de Troya no se había visto una fuerza expedicionaria griega que pudiera rivalizar en número con el ejército aliado. Desde Corinto hasta Micenas, desde Tegea hasta Trezén, una inmensa coalición de peloponenses había acudido al llamado de los espartanos. Y como era natural, un total de cinco mil espartanos, casi tres cuartos de la fuerza total de la ciudad, constituían un solo cuerpo de choque con el amenazador empuje de sus picas. Y junto a los cinco mil hoplitas reclutados en la periferia de Lacedemonia y los miles de ilotas que se incluían para hacer las veces de ordenanzas e infantería ligera, aquello sin duda constituía el ejército más grande que Esparta hubiese movilizado jamás hacia el campo de batalla.45

Incluso los cobardes, o mejor dicho, aquellos hombres a quienes los espartanos calificaban de cobardes -lo cual no era necesariamente lo mismo-, habían sido también movilizados. Uno de ellos, un infortunado veterano de nombre Aristodemo, se encontraba particularmente agradecido de tener la oportunidad de redimir su honor, ya que no era aquella la primera vez que marchaba a la guerra contra los bárbaros: hacía menos de un año, Aristodemo había sido uno de los trescientos en acompañar a Leónidas a las Termópilas, pero al llegar al paso, él y un compañero habían caído enfermos con una inflamación ocular, y a ambos se les había dado de baja hasta que se recuperasen. Al llegar la mañana fatídica del último combate de su rey, sin embargo, el compañero de Aristodemo se había levantado de su lecho de convalecencia y había ordenado a un ilota que le guiase, puesto que estaba ciego, hasta el centro de la batalla. Aristodemo, en cambio, había preferido seguir la orden directa de Leónidas y, gracias a su invalidez, había vuelto a casa. A su llegada se le había repudiado, y sus conciudadanos le habían llamado «tembleque», el calificativo más vergonzante del léxico espartano.

Era una gran injusticia, pero en una ciudad donde se tenía al coraje por la mayor virtud era de esperar que el menor atisbo de cobardía bastara para hundir a un ciudadano en la ignominia. La vida de un hombre «tembleque» en Esparta estaba señalada por la miseria: en su manto se cosía un retal que alertaba de su desgracia a toda la ciudad, y ya fuese a la mesa común o en el intento de sumarse a un juego de pelota, sus antiguos colegas le desdeñarían con frialdad. En las festividades, tendría que levantarse o ceder el paso a quien se lo exigiese, incluso a alguien menor. Y en el mayor gesto de crueldad, sus hijas, si las tenía, no encontrarían nunca un marido, medida de eugenesia típica de los espartanos, diseñada para impedir que la mácula de la cobardía fuese transmitida a lo largo de las generaciones. Incapaz de soportar tales humillaciones, el único sobreviviente de las Termópilas aparte de Aristodemo, un oficial de enlace enviado en misión a Tesalia por el propio Leónidas, había acabado colgándose. «Porque, después de todo, cuando la cobardía da lugar a una tal

45 Heródoto (9.29) señala que había siete ilotas por cada espartano, treinta y cinco mil en total, lo cual parece excesivo.

231

vergüenza, es de esperar que se prefiera la muerte a una vida de deshonra y oprobio.»46

Para Aristodemo, el hombre que había rechazado la oportunidad de morir en la batalla al lado de su rey, los largos meses que siguieron a su regreso de las Termópilas habían resultado particularmente amargos: escapar a la sombra que se desprendía del final de Leónidas era imposible. El luto en Lacedemonia no era, como en Atenas, por ejemplo, una responsabilidad únicamente de las mujeres. Todos los hombres, incluso los éforos y los ilotas, estaban obligados a lamentarse y andar desconsolados cuando un rey descendía al inframundo. Para el resto de los griegos, en efecto, las lamentaciones espartanas resultaban tan excesivas que casi cruzaban los límites de la barbarie. Oficialmente, las exequias que acompañaban un funeral real duraban diez días, pero Leónidas no era un espectro que aceptara fácilmente el descanso eterno. Su cadáver mutilado nunca había sido recuperado del paso donde fue abandonado para que alimentase a los perros y las aves carroñeras.* Y para agravar el pathos de su destino, y como recordatorio constante de la pérdida que había sufrido el pueblo espartano, quedaba el hecho de que su hijo, el nuevo rey, era apenas un chiquillo. Cleombroto, el hermano menor de Leónidas, había hecho las veces de regente con eficiencia, pero también él había muerto durante el invierno. De modo que, cuando los espartanos se decidieron ir a la guerra finalmente y marcharon al istmo, lo hicieron bajo el generalato de un hombre que apenas estaba en la veintena, Pausanias, el hijo de Cleombroto. Y puesto que, como regente de Esparta, también era el comandante en jefe de las fuerzas aliadas, sobre Pausanias pesaba una responsabilidad sorprendente para alguien de su edad. Sin embargo, sus cualidades como general nunca estuvieron por encima de su confianza en sí mismo, y así cargó con ellas sin mayor preocupación. Pero el hecho de que el general de las tropas fuese tan joven sólo puede haber alimentado el recuerdo de las Termópilas y de la muerte de Leónidas en las mentes de los espartanos, que marchaban para liberar a Grecia, pero también buscaban venganza. Sobre todo Aristodemo, porque gracias a los bárbaros debía llevar el manto con el retal de los «tembleques».

Por supuesto, también había otros que querían la revancha y cuyas pérdidas habían sido mucho mayores que las espartanas. En Eleusis, pasados cincuenta y cinco kilómetros del camino de la costa del istmo, Pausanias se detuvo a esperar que Arístides y otros ocho mil atenienses cruzaran el estrecho de Salamina. Y también se sumaron a la expedición seiscientos exiliados de una ciudad ocupada e incendiada por el invasor: Platea. Ahora, al cabo de un año de haber abandonado su tierra natal, el anhelado momento del regreso había llegado al fin. Era hora de que los plateos y todos aquellos que se hubiesen comprometido a encontrarse con los bárbaros enfilaran el camino a Beocia.

Fue así cómo los aliados partieron de Eleusis rumbo al norte. Poco tiempo pasó antes de que la vista del mar que dejaban a sus espaldas se escondiera tras los polvorientos montes de caliza y las pendientes cubiertas de maleza. A medida que avanzaban, el camino por el que marchaban los hoplitas se volvía cada vez más accidentado y los valles, más solitarios, pero no tanto como las laderas moteadas de abetos del monte Citerón, guarida de bestias salvajes antes que de hombres, habitada por osos, leones y ciervos y, algunas veces incluso por el gran dios Pan, a quien le encantaban los parajes despoblados. En tiempos más felices, los beocios acostumbraban a celebrar un festival de tintes espeluznantes, para el cual llevaban colosales ídolos de madera desde las riberas del Asopo, los arrastraban por toda la pendiente del monte y, una vez en la cima, los incineraban, de modo que el fuego podía verse en kilómetros a la redonda, como una almenara encendida para los dioses. Seguro que al pasar por debajo de las austeras cimas del monte Citerón, los plateos habrán acelerado el paso con un entusiasmo particular. Pocas horas faltaban para llegar a su ciudad y el camino, una vez superadas las estribaciones de los montes y los peñascos dentados, de repente se abría hacia la izquierda, regalándoles, finamente, la visión de su patria amada.

Aunque no como la habían dejado. Los campos estaban cubiertos de maleza y la ciudad era una cáscara chamuscada. Las arboledas habían sido allanadas por kilómetros a la redonda, y desnudos y

46 Jenofonte, La constitución de los espartanos, 9.6.

* Sus restos finalmente se llevaron de regreso a Esparta para su entierro en el 440 a. J.C.

232

pelados, sus troncos formaban ahora la empalizada de los bárbaros. Entretanto, los propios bárbaros, que parecían confundirse en una sola masa en el resplandor de las altas temperaturas, pululaban por la llanura. Por todas partes parecía haber caballos, encerrados en corrales, quietos o cabalgados por algún jinete a través de los campos resecos de Beocia, sombreados por una nube de polvo que se elevaba tras la exhibición de su velocidad y sus destrezas. Pocos debieron de ser los griegos que no sintieran una temblorosa consternación ante aquella imagen. El propio Pausanias, que era arrogante pero no tonto, no tenía la menor intención de confrontar directamente al enemigo en un terreno tan favorable a la caballería de este último. En lugar de eso, dio la férrea orden de que sus hombres se mantuviesen en las faldas del monte, desde donde los dirigió a una posición más o menos opuesta a la de las fuerzas de Mardonio, es decir, no sólo por encima de Platea sino unos doce kilómetros hacia el este. Para los seiscientos hoplitas de la ciudad, era evidente que el regreso a la patria quedaba postergado.

Sin embargo, aunque Pausanias se mostraba cauteloso, es poco probable que su primer atisbo de las fuerzas persas provocase algo similar a la alarma que Mardonio sin duda habría experimentado al elevar la vista desde las riberas del Asopo y contemplar la magnitud del ejército griego que serpenteaba a través de las colinas que se erguían por encima de su posición. de hecho, durante una cena ofrecida por un colaboracionista tebano de renombre, un oficial persa le había dicho a su vecino griego, entre susurros, que de todos los invitados que los rodeaban y de todas las tropas que acampaban al lado del río «en muy poco tiempo verás muy pocos de ellos con vida».47 El propio Mardonio nunca habría permitido tal derrotismo, pero tampoco habría imaginado, ni siquiera en su momento de mayor pesimismo, que los aliados, siempre divididos por las luchas intestinas, habrían sido capaces de coordinar una fuerza de ataque como la que ahora se movilizaba en su contra desde las faldas inferiores del monte Citerón. A lo largo del día, incesantes, las tropas griegas descendieron por el paso y ocuparon sus posiciones hasta que, cuando finalmente estuvieron todos bien situados, Mardonio supo que estaba observando el ejército hoplita más grande que se hubiese reunido jamás en un solo lugar: cerca de cuarenta mil hombres.48

Mardonio tal vez pudiese duplicar una vez más aquel número espantoso de hombres, pero no cabía hacerse ilusiones con respecto a que su infantería, ligera en armas y en protección, pudiese aspirar a invadir las posiciones griegas.49 En lugar de eso, parecía contar únicamente con dos alternativas que pudiesen valerle alguna perspectiva real de victoria. La primera consistía en atraer a los aliados hasta la llanura y luego confiar en que sus varios contingentes, desacostumbrados como estaban a luchar lado a lado, se desbandasen y se convirtiesen en presa fácil para su caballería. La segunda posibilidad era cultivar las divisiones entre los rangos del enemigo mediante el recurso estratégico a los sobornos, y después esperar que la rivalidad endémica que afectaba a todas las coaliciones griegas se apoderase también de ésta. Jinetes y espías eran, pues, las armas más mortíferas del arsenal persa, y así lo habían sido siempre.

En un intento de coordinar un buen despliegue de las mismas, Mardonio decidió que su primer movimiento debía consistir en retomar la ofensiva psicológica que había estado dirigiendo durante todo el verano contra los atenienses. Los espartanos, como pronto se descubriría, habían llevado la razón al sospechar que el campo de refugiados de Salamina estaba ulcerado por el colaboracionismo. Lícidas había muerto lapidado, pero no era el único que mantenía una postura favorable a los persas. Otros ciudadanos prominentes, arruinados por la guerra, resentidos hacia la

47 Heródoto, 9.16. No hay apenas diferencia. 48 Si las cifras de Heródoto (9.29) son de fiar, había exactamente 38 100 hoplitas en el ejército aliado. Lo cual sin duda resulta más convincente que el total de 69 500 tropas de armas ligeras que también recoge Heródoto, cifra que parece haber alcanzado mediante una serie de cálculos al azar. Si hubo infantería ligera en Platea, su importancia debe haber sido desdeñable. 49 Heródoto (9.32) afirma que el ejército de Mardonio incluía 300 000 tropas de infantería ligera y 50 000 hoplitas de Beocia y Tesalia, sin mencionar la caballería. Puesto que esas cifras son claramente una exageración, la única manera de hacer una estimación real de las tropas persas en Platea es calcular cuántos hombres pueden haberse acomodado en la empalizada, cuya dimensión, según Heródoto, era de 2 000 metros cuadrados. Es decir, que cualquier cantidad de soldados entre 70 000 y 120 000 es plausible. Ver Lazenby (1993), p. 228.

democracia, ávidos de recuperar sus fortunas perdidas, habían estado intrigando también, y no sólo en busca de la pacificación, sino de la traición pura y dura. Mardonio, que había perdido el contacto con aquellos colaboradores a partir de su retirada del Ática, seguramente había buscado con urgencia restablecer la comunicación. Pero en cualquier caso, de manera simultánea, y con el fin de ayudar a los traidores a tomar una decisión, al mismo tiempo que enviaba agentes a que se infiltrasen en su campamento, ordenaba a la caballería lanzar un ataque sorpresa en las líneas aliadas.

Se trataba de un ataque en pinza* diseñado con astucia, si bien no resultaría totalmente de acuerdo con lo planeado. Primero porque, lejos de desmoralizar a los griegos, la incursión de la caballería sólo sirvió para levantarles la moral, puesto que el caballo neceo del comandante persa, un dandi anticuado que vestía una túnica de púrpura y una llamativa coraza de escamas doradas, resultó herido bajo su jinete y acabó muerto y expuesto en un carro que desfilaría ante las maravilladas tropas griegas. Poco después, los planes de traición en el campo aliado fueron descubiertos por Arístides, quien al no poder desdeñar la intriga, pero no queriendo meter las narices muy hondo en la inmundicia, se dio por satisfecho con arrestar tan sólo a los ocho conspiradores más relevantes,50 dos de los cuales escaparon, mientras que a los otros seis se les ordenó redimirse durante la batalla que se avecinaba y se les liberó sin cargos. Arístides, a quien también se le había acusado de medizar durante su ostracismo, sabía muy bien lo que significaba recibir una segunda oportunidad. A partir de aquel momento, no habría más conspiraciones en el campamento ateniense.

Sin embargo, aquellos percances, en lugar de echar a perder la estrategia de Mardonio, sirvieron irónicamente para darle un nuevo aire. Pausanias, cuyos ánimos se habían visto espoleados, se sintió lo bastante envalentonado como para tomar una nueva posición, más cercana al río Asopo, y por lo tanto al enemigo. Mardonio, con la esperanza de sorprender a los griegos en campo abierto, comenzó de inmediato a movilizar tropas por la ribera contraria, haciendo sombra a los griegos y esperando el momento para atacar. Un momento que por cierto nunca llegó. Mientras se adentraba en la llanura, Pausanias había procurado movilizaciones laterales hacia el territorio de Platea, y no hubo desvío ni elevación por el que los habitantes de la ciudad no guiasen a los aliados. Para el momento en que se habían completado todas aquellas disposiciones, los espartanos estaban atrincherados a lo largo de la brecha de una cresta por encima del lado derecho de la línea de batalla y los atenienses estaban instalados en una loma a la izquierda. el resto de los contingentes, dirigidos por hombres cuya influencia no podía compararse con la de Pausanias o Arístides, tuvieron que contentarse con ocupar el terreno más bajo, y por lo tanto más expuesto, del centro. Mardonio debió de sentirse muy emocionado al evaluar sus oportunidades desde el otro lado del Asopo. Todavía no se encontraba en posición de lanzar un ataque frontal -puesto que los campos de Platea, incluso en sus lugares más llanos, ondeaban de modo peligroso-, pero si lograba tentar a Pausanias para que continuase su avance y cruzara el río, la caballería persa acabaría con él. Mardonio tenía experiencia combatiendo a los griegos y sabía que el instinto de un ejército de hoplitas era el de provocar la batalla. De modo que cuando los cielos advirtieron a Mardonio, a través de presagios incontrovertibles, que no dirigiese la ofensiva, éste estuvo más que contento de hacerles caso. El tiempo parecía estar de parte de una política consistente en esperar y ver qué ocurría: a escasos ocho kilómetros, en Tebas, «la comida era abundante, incluyendo el forraje para las bestias»,51 y

* Es decir, desde los flancos y el frente. (N. de la t.) 50 Plutarco, Arístides, 13. Esta historia se suele considerar como una falsificación, en parte porque no aparece en Heródoto, y en parte porque la cronología de Plutarco es definitivamente confusa. Sin embargo, en tanto que atisbo de la guerra de espionaje de los persas, se trata de una fuente de valor incalculable, y parece convincente dentro del contexto. 51 Heródoto, 9.41. La afirmación contraria se encuentra unos párrafos más adelante (9.45), pero viene como parte de un mensaje del inveteradamente poco fiable Alejandro de Macedonia. Se supone que el rey ha cruzado la tierra de nadie en persona, solo y en la oscuridad de la noche, con el fin de poder revelar a Arístides los planes de la ofensiva persa, historia bastante poco plausible. Y desprende un fuerte tufo a autoexculpación de un hombre que había medizado de manera franca.

234

Mardonio tenía reservas suficientes del tesoro real como para inundar el campo griego con oro. De modo que hizo lo que ordenaban los dioses: se mantuvo en la ribera norte, sin cruzar el río.

Pero tampoco lo cruzó Pausanias. En lugar de eso, y echando por tierra todas las expectativas de Mardonio sobre cómo debía comportarse un general griego, se mantuvo en su posición, desalentándolo. Los espartanos se aferraban a su cresta, los atenienses, a su colina, y todo el resto se mantenía en los campos centrales. Y aunque periódicamente surgieran disputas entre los varios contingentes, en especial cuando los atenienses empezaron a tratar de imponerse sobre el resto, las riñas nunca llegaron a ser tan fuertes como para poner a la alianza en peligro de desintegración. De hecho, lejos de fracturarse, la línea de batalla griega se fortalecía, puesto que durante el primer día, luego durante el segundo, y así durante una semana, seguían goteando los refuerzos. Al octavo día de mantenerse en la distancia, Mardonio perdió la paciencia y ordenó a la caballería llevar a cabo un ataque en los pasos del Citerón. Una enorme recua cargada de provisiones traídas del Peloponeso cayó en la emboscada, y tanto los guías como las mulas fueron masacrados. Luego, dejando los cadáveres como si fueran basura al pie de los montes, donde los griegos pudiesen verlos con claridad, los persas, «cuando se hartaron de matar», llevaron triunfales lo que quedaba del convoy a Mardonio hasta su campamento.52

Ahora le tocaba el turno a Mardonio de envalentonarse, y su caballería, hinchada por la victoria, comenzó a lanzar ataques directos contra las posiciones enemigas al otro lado del Asopo. Los jinetes de la avanzada, que acechaban a los griegos cada vez que se arriesgaban a cruzar el río, dejaban las márgenes convertidas en un caos de cuerpos mutilados, y los aliados cada vez estaban más sedientos. Al cabo de pocas horas, el Asopo quedó por completo en manos de la caballería persa, y la única fuente de agua que les quedó a los griegos fue un manantial. Mientras el sol ardía en el cielo de Beocia, los hombres sedientos se amontonaban, dándose empujones, alrededor de aquel manantial, armados de cubos, vasijas y ubres de vino. Y para los atenienses, la tarea de mantener sus provisiones de agua resultaba particularmente agotadora, puesto que el manantial, que se encontraba justo detrás del campamento espartano, estaba a un penoso trecho de más de cinco kilómetros del campamento ateniense. Pero al menos podían mantenerse en su colina, que era una posición defensiva valiosa ahora que la táctica del ataque y repliegue repentinos de los persas se desplegaba directamente contra la línea griega; por ello, los atenienses no estaban dispuestos a abandonar esta posición. Sin embargo, pasó un día, y luego dos, y la infantería griega, inmóvil, aguijoneada y atormentada por el incesante rumor del enemigo, empezó a cambiar de opinión. De hecho, mientras más atrevidos se mostraban los persas, mayor era la furia entre sus objetivos inmóviles, puesto que los primeros «eran arqueros montados, con quienes era imposible venir a las manos».53 Sin embargo, los jinetes galopantes continuaron poniendo a prueba los límites de su propia movilidad hasta que, al tercer día del acoso a las líneas aliadas, un contingente persa logró rodearlas por completo. Después de flanquear la cresta en la que se encontraban clavados los espartanos, la caballería atacó a la falange desde la retaguardia. Ante ellos, en su camino, se encontraba el precioso -y al parecer desprotegido- manantial. Rápidamente, antes de que los reservistas griegos pudiesen alcanzarlos, los jinetes destruyeron los pozos, ahogando el manantial, y luego se retiraron triunfantes. Un gran golpe temerario, amén de fatal, para las esperanzas de Pausanias de mantener sus líneas del frente, por supuesto.

En un consejo de guerra improvisado, los griegos se dispusieron a sopesar las alternativas que les quedaban. Abandonar las posiciones de día sería el claro equivalente a un suicidio porque la caballería persa los haría jirones. No obstante, posponer la retirada sería igualmente desastroso, puesto que los griegos, ya sedientos, empezaban además a tener hambre, puesto que los bárbaros mantenían sus incursiones y saqueos a los convoyes de provisiones en los pasos de Citerón. La solución evidente, pese al monstruoso riesgo de confusión que entrañaba, era un repliegue nocturno. De modo que Pausanias dio instrucciones a los diferentes contingentes de que, al llegar la noche, se

52 Ibid., 9.39. 53 Ibid., 9.49. Traducción de María Rosa Lida.

235

retirasen a otra línea a cuatro kilómetros de distancia, justo al este de Platea. Todos estuvieron de acuerdo en que allí su posición sería infinitamente más fuerte. Al pie de los montes tendrían una excelente protección contra la caballería y estarían bien situados para asegurar los pasos sobre el Citerón. Además, tendrían reservas suficientes de agua. De hecho, sólo había un inconveniente real: todavía tenían que llegar hasta aquella nueva línea.

Eso no era cosa fácil. En el centro, los soldados de varias ciudades iban dando tumbos en medio de la noche, obligados a escoger el camino en un terreno desconocido, por lo que la retirada pronto se desvió gravemente. Sedientos, hambrientos y nerviosos como estaban, no sorprende que no llegasen a la cita y, en cambio, acabasen casi dos kilómetros al oeste del lugar acordado, casi frente a las ruinas de Platea, donde «colocaron sus tiendas desperdigadas al azar».54 Entretanto, la confusión en las alas empeoraba. A medida que empezaba a clarear, ni los atenienses ni los lacedemonios y tegeos, que estaban al otro lado de la línea de batalla, habían empezado siquiera su repliegue. Debido al caos general y al retraso en la retirada de los aliados, los tres contingentes, que tenían órdenes de cuidar la retaguardia, se habían quedado varados en sus puestos durante la noche. Y ahora los pájaros empezaban a cantar en la ribera, mientras el enemigo se había apostado al otro lado del río para causar agitación.

Los atenienses empezaron a sentir pánico y enviaron un jinete hasta el campo espartano para averiguar qué estaba ocurriendo. Al llegar, encontró a Pausanias y al alto mando enzarzados en una discusión furibunda. Lo que allí se estaba debatiendo sería más tarde objeto de gran controversia. Según algunos, Pausanias se enfrentaba a la insubordinación directa: un oficial espartano de nombre Amonfáreto insistía, al parecer, en que el repliegue no era mejor que la cobardía y se negaba a obedecer las órdenes de su general. Sin embargo, una segunda versión sostiene que Amonfáreto fue uno de los oficiales que obtuvieron la mayor distinción por su lucha en Platea, un premio que difícilmente condice un historial de amotinamiento. De modo que, lejos de desobedecer las órdenes de Pausanias, lo más probable es que Amonfáreto estuviera pidiendo para sus hombres el honor de que se les asignase una misión de peligro inigualable, puesto que con el sol a punto de salir y la retirada de lacedemonios y tegeos todavía pendiente, hacía falta una división con urgencia para defender la cresta del monte tanto tiempo como fuese posible. Y habría sido de este modo como, mientras Pausanias daba orden a sus camaradas espartanos y a los atenienses de que comenzaran la retirada, Amonfáreto y sus hombres se quedaban allí, con los escudos y los cascos preparados, y con una resolución inexorable a defender sus posiciones tanto tiempo como pudiesen. En este momento ya podía verse el despliegue de los jinetes en la ribera contraria, chapoteando ya en el río, dirigiéndose a medio galope hasta el campo espartano.

La avanzadilla persa reconoció con cuidado todas las posiciones aliadas que habían quedado desiertas. La noticia de la retirada del enemigo que Mardonio había recibido en el lugar donde aguardaba junto a la infantería pronto se vio confirmada, con la salida del sol, por la dramática evidencia de lo que veía con sus propios ojos. La fragmentación de la línea de batalla griega, que era el objetivo principal que se había impuesto desde el comienzo de su campaña, se había logrado del modo más espectacular, sin haber tenido que luchar contra el enemigo ni una vez en las condiciones de este último. Y lo más gratificante de todo era que los espartanos, supuestamente invencibles y acorazados de espíritu, se encontraban todavía en abierta retirada, aislados de sus aliados, y más vulnerables que nunca. Por supuesto, era arriesgado poner en peligro a una falange en un combate abierto, especialmente a una falange espartana, pero Mardonio sabía que nunca tendría una mejor oportunidad de desgarrar el corazón del ejército aliado. De hecho, la oportunidad estaba a punto de desaparecer. Si no aprovechaban el momento, los espartanos llegarían bien a su cita. De modo que Mardonio montó su enorme corcel neceo y dio la señalada orden de avanzar a las escuadras de infantería de élite que le rodeaban. Así comenzaron a vadear las aguas poco profundas del Asopo y, mientras lo hacían, a lo largo de toda la línea del frente persa se elevaron estandartes en medio de clamorosos vítores. Todas las unidades del ejército de Mardonio, con un entusiasmo

54 Plutarco, Arístides, 17.

236

desesperado, y con o sin permiso de su general, se desplazaron en tropel hasta la ribera del Asopo.

Entonces, cuando la trémula neblina del amanecer empezó a secarse con el sol naciente, las filas lacedemonias empezaron a sacudirse en ese «denso, erizado brillo de los escudos y las picas y los cascos» que siempre había servido para poner sobre alerta a los guerreros del momento de la matanza que se avecinaba, del mismo modo que se acercaban los propios dioses. Desde un lado del bosquecillo del templo donde había ordenado a sus hombres detenerse y prepararse para la batalla, Pausanias podía ver a Amonfáreto y a su división mientras se retiraban a lo alto de la colina con disciplina acompasada al tiempo que los jinetes persas que se agolpaban tras ellos iban pisándoles los talones. Pausanias había escuchado los salvajes gritos de los bárbaros en el río y luego los había visto cruzarlo en una marea monstruosa y poblada de estandartes, así que sabía que pronto no sólo la caballería sino toda la infantería de élite de Mardonio estaría asaltando su muralla defensiva. De un modo frenético, mientras aún tenía tiempo, Pausanias envió un mensaje a los atenienses en el que les rogaba que se le uniesen, pero el mensaje llegaría demasiado tarde. Cuando Arístides se dio media vuelta y empezó a dirigir a sus hombres como si fuesen cangrejos hacia las posiciones lacedemonias, pudo sentir cómo la tierra temblaba y ver por encima del hombro la línea de batalla de los tebanos colaboracionistas que se dirigía hacia ellos. El choque entre ambas falanges, que pudo escucharse a través de todo el campo de batalla, vino a confirmar a Pausanias, situado a casi dos kilómetros hacia el este, que sus temores eran ciertos.

No cabe duda del alivio que debió proporcionar la jadeante llegada de Amonfáreto y sus hombres, pero ya no quedaba esperanza de que apareciesen otros refuerzos para aumentar el número de los falangistas. Los espartanos y los tegeos tendrían que enfrentarse solos a Mardonio: once mil quinientos hombres contra las fuerzas de dite de una superpotencia. Las flechas disparadas por los sacios que revoloteaban alrededor de los aliados ya empezaban a traquetear sobre la muralla de escudos cuando, por detrás de los jinetes, apenas visible bajo el granizo de proyectiles, y por ello más espantoso, pudo distinguirse el avance estruendoso y acompasado de las divisiones de choque de la infantería. La caballería de Mardonio se retiró y su infantería, que mantenía la distancia de la erizada falange griega, alzó una muralla de escudos de mimbre. La lluvia de flechas se hizo entonces más densa.

238

Aún así, los griegos, acorralados, mantenían la disciplina. Mientras sostenían sus escudos, podían escuchar desde dentro de sus cascos el silbido espeluznante pero atenuado, como un ruido sordo, de los proyectiles que caían sobre ellos de manera incesante. Los hombres empezaron a tambalearse y a caer, mientras las flechas sobresalían por sus hombros o sus ingles, ensangrentadas hasta las plumas de las flechas. Entonces, lacedemonios y tegeos comenzaron a pensar que había llegado el momento de que la falange cargara a través de la tierra de nadie contra la endeble muralla de mimbre para acuchillar y pisotear bajo sus pies a sus torturadores. Pero, una vez más, Pausanias contuvo a sus guerreros. Sólo podía ordenarles que avanzasen una vez que se hubiese descifrado en el sacrificio de una bestia la clara aprobación de Artemisa a favor de la gran empresa bélica que tenían por delante. Sin embargo, por muchos machos cabríos que se matasen en su honor, la diosa se negaba a dar su bendición a los griegos. Finalmente, desesperado, Pausanias elevó una plegaria directamente a los cielos, «e inmediatamente después de la plegaria de Pausanias lograron sacrificios de buen agüero».55 Y menos mal, porque mientras Pausanias daba la orden de avanzar a la falange, los tegeos ya habían comenzado a correr hacia las líneas persas, y con ellos un solo espartano. Aquella intemperancia tal vez podía esperarse de los tegeos, que carecían de la auténtica disciplina de Licurgo, pero no de Aristodemo, un graduado de la agogé. Sin embargo, aunque difícilmente honraba al «tembleque» el haber abandonado su lugar en la muralla de escudos espartanos y haberse abalanzado por su cuenta contra los bárbaros, el haber matado y haber muerto en aquel frenesí, tan descontrolado que apenas parecía cosa de los griegos, su nombre quedaba de aquel modo redimido, según más tarde acordarían sus compañeros de la mesa comunal.

De hecho, su coraje sería recordado durante largo tiempo por los hombres de otras ciudades como algo realmente excepcional. Al menos en ese sentido podía afirmarse, pues, que Aristodemo había muerto como un espartano.

Pese a todo, la verdadera gloria en Esparta no se otorgaba a quienes luchaban por la causa egoísta de su propio honor sino como engranajes de una sola máquina, y aquella mañana, cada miembro de la falange alcanzaría una terrible gloria. Tal sería, pues, «la ofrenda de sangre vertida con la degollina en tierra de Platea por la lanza doria»,56 y únicamente aquello pudo haber asegurado la victoria, pues sólo los hombres que blandían aquellas lanzas se habían endurecido para pelear desde su nacimiento, para matar y no rendirse nunca. Al descender la cuesta bajo la cerrazón de flechas de la tierra de nadie, y al abalanzarse contra las líneas del frente enemigo, los espartanos encaraban una prueba para la que todas sus vidas habían sido un mero preparativo. Puede que al enfrentarse a un enemigo tan nutrido, tan célebre y tan corajudo como los persas, otros hombres hayan sentido que sus espíritus desfallecían, que sus escudos de armas se desgastaban y sus cuerpos estaban adoloridos, pero no los espartanos. Aunque la batalla parecía prolongarse, éstos no cesaban en su implacable ofensiva. No importaba que los persas, en su creciente desesperación, intentaran contener el avance enemigo agarrando las lanzas espartanas y rompiéndolas, puesto que no era tan fácil arrebatarles sus espadas ni detener el peso de los cuerpos vestidos de bronce. Mardonio, «tan bravo como cualquier persa en la batalla»,57 intentó de todas formas reunir a sus tropas, pero los espartanos ya se acercaban a la élite que formaba la guardia real y el propio Mardonio, resplandeciente sobre su caballo blanco, era un blanco fácil. Un espartano se hizo con una gran piedra, se la lanzó y el proyectil se estrelló contra un lado de su cráneo. Y así caía de su montura el primo del Gran Rey, el hombre que había pensado ser el sátrapa de Grecia.

Al verlo caer, los persas supieron que la batalla estaba perdida, y la guardia personal de Mardonio, en una heroica defensa de su posición, fue masacrada en el sitio en que se encontraba. Sin embargo, las tropas restantes de las demás divisiones, desmoralizadas por la muerte de su carismático general, empezaron a correr, y pronto la aniquilación podría verse en todo el campo de batalla. Cuarenta mil hombres, liderados por un oficial de mente ágil, lograron escapar hacia el

55 Heródoto, 9.62. Traducción de María Rosa Lida. 56 Esquilo, 816-817. 57 Heródoto, 9.71.

239

norte, donde tomaron el camino de Tesalia, pero la mayoría, presa del pánico, se dirigió en estampida al fuerte, hasta donde los persiguieron los lacedemonios y tegeos. Al cabo de poco tiempo, a Pausanias vinieron a unírsele, a las puertas del fuerte, los atenienses, cuyo amargo combate contra los tebanos había culminado con la huida a su ciudad de los colaboracionistas. Ahora, finalmente juntos, los aliados victoriosos derribaron la empalizada. La masacre a continuación sería casi completa: de los vapuleados restos del ejército de Mardonio, apenas se perdonó la vida a unos tres mil. Y así fue cómo terminó la empresa del Gran Rey contra Occidente.

Maravillados ante la riqueza y el lujo desplegados en el campamento de Mardonio, los griegos empezaron de nuevo a preguntarse por qué el general persa había sentido un deseo tan ardiente de conquistar su tierra cuando era evidente que ya tenía más que suficiente. Y un trofeo en particular serviría para hacerles comprender la improbable magnitud de su victoria: la tienda del propio Rey de Reyes. Según se decía, al abandonar Grecia el otoño anterior, Jerjes había concedido a Mardonio el uso de su cuartel general de campaña. Ahora sería Pausanias quien, al separar los ornados tapices y caminar por las alfombras perfumadas, tomaba posesión del que el año anterior había sido el centro neurálgico del mundo. Atónito ante todo aquel ajuar, el príncipe regente no podía evitar preguntarse cómo se sentiría al sentarse en el lugar desde el cual se había organizado la muerte de su tío; así fue cómo ordenó a los cocineros de Mardonio que le preparasen una cena real. Cuando estuvo lista, hizo que se sirviera una segunda cena a base de caldo espartano al lado e invitó a sus comandantes a que entrasen y admirasen el contraste. «Hombres de Grecia -se echó a reír Pausanias- os he reunido porque quería mostraros la necesidad de este jefe de los medos, quien, poseyendo tales medios de vida, vino a quitárnoslos a nosotros, que los tenemos tan miserables.»58 Un chiste, pero por supuesto, no del todo un chiste. La libertad no era cosa de risa. Al observar el obsceno lujo de la mesa del Gran Rey y compararlo con los sencillos tazones de caldo espartano, pocos de los comandantes griegos tintos de sudor podían dudar sobre qué había causado la derrota persa y qué le había valido a sus propias ciudades la libertad.

Entretanto fuera de los ornamentados salones de la tienda, los ilotas trabajaban con esfuerzo en el registro del campamento. Tenían orden de Pausanias de apilar el botín, así que arrastraban los muebles fuera de las tiendas, metían chapa de oro en sacos y arrancaban los anillos de los dedos de los cadáveres. Naturalmente, no declararon todo lo que encontraron y apartaron lo que pudieron. Hurgando de este modo, los ilotas buscaban asegurarse la libertad, pero como eran ignorantes y atrasados, se convertirían en presa fácil de la estafa. Un grupo de eginenses que anticipaba una ganancia fácil logró convencerlos de que el oro que traían era latón, y a precio de latón les pagaron. Al parecer, después de aquel exhaustivo engaño, los ilotas no conseguirían su libertad, pero los eginenses, según se dice, hicieron una fortuna.

Arrogancia

Se contaban dos historias diferentes acerca del linaje de Helena, la mujer cuya belleza había sumido a Europa y Asia en su primera guerra. La más extendida afirmaba que había sido espartana y que había nacido de un huevo después de que su madre, la reina, hubiese sido violada por Zeus encarnado en un cisne gigante. Sin embargo, según otra versión, la reina de Esparta sólo había incubado el huevo que había puesto otra víctima muy distinta de las atenciones de Zeus, nada menos que una diosa, tan solemne como poderosa y tan ecuánime como fatal. En una mano sostenía un cuenco que contenía todo aquello que estaba destinado a ser y en la otra, una vara de medir, con la que juzgaba la magnitud de los excesos de los mortales. A quienes fuesen culpables de «inmoderada arrogancia»,59 la diosa los hundía. Nadie podía evadirla, y mucho menos los poderosos. Era su costumbre, al caminar, ir pisoteando cadáveres. Su nombre era Némesis.

58 Ibid., 9.82. 59 Eurípides, Las fenicias, 184.

Si era la provocada, el mundo entero podía acabar patas arriba, y prueba de ello, para los griegos, había sido la carrera de Creso, tan próspero y pagado de sí hasta que Némesis se ocupó de su suerte, se había atrevido a considerarse «el más feliz de los hombres».60 Sin embargo, ni siquiera aquella ofensa, incontestable como era, podía compararse en una escala del horror con la que había cometido el Gran Rey, el Rey de Reyes, el Rey de las Tierras, el hombre cuyo objetivo había sido convenirse en amo y señor de toda la humanidad. En griego, sólo una palabra podía describir aquel comportamiento: hybris (arrogancia), «pues éste es el crimen que comete el hombre que se entretiene al pisotear a los otros, y al sentir, mientras así lo hace, que está demostrando su importancia».61 Tal vez un defecto demasiado humano y, sin embargo, un defecto al que los bárbaros, debido a su natural intemperancia, y los monarcas, debido a su rango, tenían especial predisposición. Los griegos, que siempre habían tenido esa sospecha, encontrarían en Jerjes una prueba incontrovertible. ¿Cuál había sido, después de todo, el fruto de la asombrosa ambición del Gran Rey y de su poder sin precedentes, y cuál el fruto de sus ejércitos, su flota y su grandeza? Un historial de ofensas a Némesis que no tenía comparación posible.

La venganza de la diosa había sido rápida y efectiva. «No hemos llevado a cabo esa hazaña nosotros», había afirmado de modo piadoso Temístocles, un hombre poco dado a la modestia, y con buenos motivos para su falta de modestia, después de Salamina.

Los dioses, los héroes que cuidan nuestras ciudades, resentían la impía presunción de un rey, un hombre que no estaba contento con el trono de Asia sino que quería conseguir el mandato de Europa, que trataba los templos como si no fuesen más que una construcción, que quemó y derribó estatuas de los dioses, y que incluso se atrevió a azotar al mar y a ponerle grillos.62

Al caminar por los campos regados con sangre de Platea, al revisar los cuerpos enredados de los guerreros más excelsos del Gran Rey, al saquear su espléndida tienda, los conquistadores de Mardonio podrían haber afirmado lo mismo. Todos sabían a quién se debía la victoria: la intervención de la diosa era evidente.

Pero aún no había terminado. Le quedaba un último giro por dar. Siempre había sido la costumbre -y el placer- de la diosa hacer que las ofensas rebotaran contra el que las había perpetrado, y ahora el Gran Rey, que se encontraba en Sardes, estaba a punto de aprender la lección en carne propia. el verano anterior, una vez que hubo incendiado los templos sagrados de la Acrópolis, Jerjes se había atrevido a alardear de su terrible crimen dando la orden de que ardieran las almenaras para enviar la noticia a través de los mares; Mardonio, al capturar Atenas por segunda vez, había hecho lo mismo. Y aunque las almenaras seguían en su sitio, ahora estaban en manos griegas, de modo que Pausanias, al ordenar que se encendiesen, podía estar seguro de que la noticia de su victoria llegaría a la costa de Jonia en cuestión de horas. Y, al parecer, fue esto lo que precisamente hizo.63

De otro modo se haría muy difícil explicar una coincidencia fascinante. A casi doscientos kilómetros de Platea, en la orilla más alejada del Egeo, y el mismo día de la gran victoria, «corrió el rumor de que los griegos habían combatido y vencido al ejército de Mardonio en Beocia».64 La repentina oleada de confianza de los tripulantes de la flota aliada no podía llegar en mejor momento, puesto que aquella tarde, ellos también se enfrentarían a un ejército bárbaro. Al cabo de varios meses de inactividad, hacía pocos días que Leotíquides finalmente se había aventurado hacia

60 Heródoto, 1.34. 61 Aristóteles, Retórica, 2.2.6. 62 Heródoto, 8.109. De Holland. La traducción de María Rosa Lida sería: «Los dioses y los héroes, […] veían con malos ojos que un solo hombre reinase sobre Asia y Europa, impío y arrogante por añadidura. Hacía el mismo caso de lo sagrado que de lo profano; quemó y derribó las estatuas de los dioses, dio azotes al mar y le echó grillos.» 63 Como señala Green (p. 281), he aquí la única explicación plausible de la afirmación, expresada de modo inequívoco por fuentes antiguas, de que las batallas de Platea y Micala se libraron el mismo día. 64 Heródoto, 9.100. Traducción de María Rosa Lida. Según Holland sería: «Corrió entre las líneas de la flota el rumor…»

el este de la base y se encontraba ahora anclado en la enorme bahía de Samos, justo al otro lado de la cresta del monte Micala. Y era allí, en la ladera del monte, donde se erguía el Panjonio, el antiguo santuario comunal de los jonios, mientras que al sur, siguiendo la línea de la costa, se encontraba una Mileto devastada y, un poco más allá de las orillas de la bahía, se veía surgir la isla de Lade. Vistas todas señaladas, y que por añadidura daban fe de las obras de Némesis, puesto que en el comienzo de la guerra se encontraba también su final.

Tampoco era difícil distinguir la mano de la diosa en el hecho de que el azar que había favorecido a los persas hacía quince años hubiese dado un vuelco tan dramático. La flota de guerra imperial, que antaño había sido el terror de los mares, se había visto despojada de su habitual pompa del modo más penoso. Sus navíos habían resultado vapuleados por la guerra, sus tripulantes se encontraban desmoralizados y las escuadras enteras estaban al borde de un motín. Los fenicios, que antaño habían sido el pilar principal de la flota, ya ni siquiera formaban parte de las líneas. Al contrario, Leotíquides había recibido hacía poco el enorme refuerzo de la escuadra ateniense de batalla, puesto que Jantipo, quien había estado matando el tiempo en Salamina durante la primera mitad del verano, dichosamente había zarpado rumbo a Delos en el momento mismo en que se confirmaba que Pausanias había abandonado el istmo. En consecuencia, los aliados, en un giro sorprendente con respecto al verano anterior, poseían ahora una ventaja numérica, y a los almirantes persas que oteaban en el horizonte les había bastado un atisbo de la flota griega que avanzaba contra ellos para tirar la toalla y varar sus trirremes en una playa a la sombra del monte Micala, donde habían construido de modo frenético una barricada de rocas y manzanos, detrás de la cual se habían parapetado.

Y fue esta misma barricada la que Leotíquides decidió atacar el día de la batalla de Platea. Con el mediodía se había elevado en el horizonte occidental una espiral de humo, que pronto había tenido la respuesta del renovado fuego de una almenara en las alturas de Samos. Entretanto, los marinos atenienses, corintios y trezenios atracaban en la playa en un lugar cercano al improvisado fuerte de los persas, que animados por el reducido tamaño de la fuerza de asalto griega, habían abandonado sus posiciones tras la empalizada. Los griegos cargarían de inmediato contra ellos y, a continuación, se libraría una lucha desesperada: los persas iban a pelear con gran coraje tras una barrera improvisada de escudos, pero finalmente, al igual que en Maratón y en Platea, los hoplitas acabaron con ellos. Mientras tanto, Leotíquides, que había desembarcado con los peloponenses por detrás de la empalizada, aparecía por la falda del monte Micala a completar la masacre, en busca de una dulce venganza por las Termópilas. Apenas una pequeña parte de aquella guarnición persa logró escapar a Sardes, y la fortificación quedó abandonada junto con los barcos que allí habían ocultado. Aquella misma noche, después de haberse asegurado de saquear todo lo que fuese posible, Leotíquides mandó incendiar los navíos. Los griegos ya no peleaban por defender su propia tierra, sino que habían comenzado con éxito la ofensiva. El atardecer se apoderó de Jonia, y las hogueras encendidas en los límites del Asia parpadearon durante la noche.

«Muchas son las señales que prueban la mano de la diosa en los asuntos de los mortales.»65 Para los griegos, era un milagro que hubiesen vencido dos veces en el mismo día a la que, después de todo, era la superpotencia mundial, y el propio Leotíquides apenas podía dar crédito. Incluso cuando ya habían dejado atrás Samos y la flota persa que ardía más allá del estrecho, él y sus almirantes seguían temiendo la ira del Rey de Reyes, e imaginaban que seguramente su venganza llegaría en cualquier momento. Pero no fue así. En lugar de ello, unas semanas después de Micala se informaba que Jerjes, y con él la mayor parte de su ejército, había abandonado Sardes en «estado de aturdimiento»,66 tomando el camino más largo a Susa. Aparte del hecho de que un escuadrón de asalto, enviado desde Sardes, había logrado en efecto asestar un golpe contra ese blanco favorito de los persas que era el santuario de Dídima, y de que una vez más se habían llevado de allí una estatua

65 Ibid. De Holland. Según María Rosa Lida sería: «Y es evidente por muchas pruebas el carácter divino de estos hechos.» 66 Diodoro Sículo, 11.36.

242

de Apolo, la actividad de los bárbaros era escasa. Un año pasaría, y después otro, y el Gran Rey seguiría sin regresar.

Esa inactividad dio lugar a muchas conjeturas entre los griegos, y como explicaciones plausibles se adujeron la cobardía, el afeminamiento y la mansedumbre. La noción de la decadencia bárbara, que a cualquiera le habría parecido ridícula antes de Maratón, comenzaba a considerarse un mero hecho entre los griegos. Pero el que los persas no hubiesen llevado a cabo una tercera invasión no era lo único que alimentaba aquel prejuicio, sino que todo aquello que de la invasión de Jerjes en su momento había parecido tan espeluznante -la magnitud de las hordas del Gran Rey, los recursos ilimitados que tenía a mano, la riqueza, la ostentación, el espectáculo, la extravagancia de su comitiva- en retrospectiva parecía señalarlo como un tipo blandengue. Ya podían los persas haber sido conquistadores de Asia, pero al medirse contra los griegos, nacidos libres y vestidos de bronce, parecían más bien mujeres.

Incluso hubo quienes comenzaron a preguntarse si el sangriento rechazo que habían sufrido las tropas del Gran Rey había resultado en una maldición para todo el imperio. Entre dichos optimistas se contaba un ateniense llamado Esquilo, un hombre que tenía buenas razones para alimentar aquella esperanza. Veterano tanto de Maratón como de Salamina, Esquilo había sufrido, además, una amarga pérdida personal a manos de los bárbaros, puesto que había sido a su hermano, que se había aferrado a uno de los navíos amarrados en las costas de Maratón, a quien le habían cercenado la mano con un hacha. Bien podría Esquilo soñar con la implosión del poder persa, y es que, en el 472 a. J.C., ocho años después de Salamina, el veterano daba cuenta de su optimismo de una manera realmente visionaria en las Dionisíacas de la ciudad, la competición dramática anual de los atenienses. A medida que la audiencia agolpada a la sombra de la Acrópolis entraba al teatro, las heridas y los recuerdos del suplicio por el que había pasado su ciudad saltaban a la vista por todas partes. Detrás de los espectadores, aún podía verse la silueta devastada de la roca sagrada, puesto que, antes de partir a enfrentarse con Mardonio, los aliados, incluidos los atenienses, habían decidido por votación que todos los templos que los bárbaros hubiesen quemado deberían mantenerse como ruina, «para servir de testigo a las generaciones por venir».67 Es casi seguro que las gradas en las que tomaba asiento la audiencia se hubiesen fabricado a partir de maderos rescatados de los restos de la flota bárbara, y según se ha sugerido de manera plausible, tal vez sobre el propio escenario se colocase el más espectacular de los trofeos de guerra: la tienda real de los vencidos.68 De ser cierto, las pieles que antaño protegieron al Rey de Reyes ahora proporcionaban la marquesina sobre el escenario de las Dionisíacas y el telón de fondo perfecto para la tragedia que Esquilo había titulado Los persas.

Ambientada en Susa, aquella obra ofrecía, para deleite del pueblo ateniense, una reconstrucción dramática del regreso de Jerjes desde Salamina. el rey que había dejado Persia con toda la pompa de su majestad se mostraba cojeando de regreso, cubierto de harapos, mientras se escuchaba el lamento miserable de los cortesanos que habían creído aclamar a un heroico conquistador. Todo muy agradable -y reconfortante- para la audiencia, por supuesto. En efecto, el Gran Rey se encontraba amedrentado, le aseguraba Esquilo a sus conciudadanos, y Atenas, la ciudad que lo había vencido, era ahora un símbolo de libertad para todas las demás naciones, y «por tierras de Asia ya no se rigen por leyes persas, ya no pagan tributos a las exigencias del amo, ni se prosternan en tierra adorándolo, pues el regio poder ya ha perecido».69 En otras palabras, el mundo se convirtió en un sitio seguro para Atenas y para la democracia. No sorprende que Esquilo se agenciara el primer premio.

Pero mientras el trágico celebraba su victoria, los atenienses no se sentían completamente purgados de un miedo remanente. Estaba muy bien que Esquilo afirmara que Salamina había dejado al Gran Rey «despojado de los hombres que pudiesen defenderlo»,70 pero, en ese caso, ¿por qué

67 Licurgo, Contra Leócrates, 81. 68 Ver Broneer. 69 Esquilo, 584-590. 70 Ibid., 1024. Literal.

243

quedaban guarniciones persas en Tracia y a un lado del Helesponto? ¿Qué estaban haciendo en Sardes? ¿Cómo podían estar en cada capital o cada satrapía hasta los límites del sol naciente? Lejos de tambalearse, el imperio del Gran Rey en realidad se mantenía sobre unos cimientos tan sólidos y tan formidables como siempre, y aunque resultase indiscutible que la fachada occidental del antiguo edificio se había desportillado, eran pocos los que dentro de aquel vasto imperio lo hubiesen siquiera notado. Después de todo, el Gran Rey no tenía la costumbre de emitir públicamente sus fracasos, y si sus súbditos alguna vez habían escuchado algo sobre Atenas, se había tratado sólo de una ciudad que su señor había hecho arder. Si habían oído hablar de los espartanos, se había tratado sólo de un pueblo cuyo rey había muerto a manos del señor de los persas en la batalla. «Que Ahura Mazda y todos los dioses me protejan, y que proteja mi reino, así como todo lo que me he esmerado en construir.»71 Ésta era la plegaria habitual de Jerjes, ¿y quién podía asegurar que Ahura Mazda no le escuchase?

Pero Esquilo, que imaginaba que «por las tierras de Asia» reinaba la inquietud bajo el yugo persa, no sólo había estado fantaseando. Después de todo, ¿por qué el Gran Rey había escapado a toda prisa de Sardes, y por qué no había vuelto? La solución al misterio se encontraba muy lejos de Grecia, en la cabina de mando del Próximo Oriente, Babilonia. A finales de la temporada de campañas del 479 a. J.C., mientras Jerjes recibía las noticias desastrosas de Platea y Micala, había brotado una nueva insurrección en aquella ciudad,72 y para horror del Gran Rey, éste se había visto atrapado entre dos frentes. De modo que había decidido abandonar su campaña en la atomizada periferia del imperio y había vuelto a sucentro, donde la rebelión se había sofocado con facilidad. Babilonia, que había aprendido la lección de una vez y para siempre, se mantendría en calma desde aquel momento, pero a pesar de la exitosa pacificación de aquella revuelta, según parece, el propio Jerjes también había aprendido una penosa lección. Ciro, Cambises y Darío habían dado por sentado que las fronteras del dominio persa resultarían infinitas. En particular Darío, ese autócrata cínico y beato, había proclamado tener no sólo el derecho sino también la obligación sagrada de someter a la Mentira allí donde se encontrase, incluso si se trataba de los límites del mundo. Y al menos tan piadoso en la adoración de Ahura Mazda como su padre, Jerjes había heredado ese sentido de una misión global junto con la tiara imperial. Después de todo, aquél era el motivo por el que Jerjes había dirigido una invasión a Occidente, aunque hubiese fallado, y el carro del dios Mazda, que con tan sobrecogedora ceremonia se había conducido por el pontón a través del Helesponto, acabase en manos de una pandilla de ladrones tracios que lo dejarían tirado en un campo.

A los griegos, el deseo de construir un puente entre Asia y Europa y de gobernar ambos continentes siempre les había parecido la peor de las chifladuras del Gran Rey, y tal vez, en el fondo de su corazón, Jerjes había acabado por estar de acuerdo. Sin duda, ya no habría más intentos de conquistar Europa desde su regreso de Sardes, puesto que había sido Jerjes, entre todos los reyes persas, quien se había visto obligado a aceptar una incómoda verdad, que en otro tiempo no había sido exactamente un sinónimo del orden imperial. A saber, que incluso los imperios más poderosos podían excederse en su extensión.

Las fuerzas imperiales no habían abandonado la lucha en el Egeo, pero ya no se encontraban a la vanguardia de un plan de conquista mundial. La derrota del Gran Rey en Occidente había sido un golpe mortal para aquel sueño presuntuoso y las ambiciones persas se habían vuelto infinitamente más modestas: simplemente, estabilizar el control de Jonia. Mientras se regodeaba en las ondas expansivas de su victoria en Micala, Leotíquides sabía que aquélla sería la política del Gran Rey, y temía la incapacidad de los griegos de interponerse en su camino. Pero cuando Leotíquides había sugerido que los jonios abandonasen sus ciudades y repoblasen el suelo continental, Jantipo había estallado indignado. Según él, no correspondía a los espartanos proponer la disolución de lo que en

71 Jerjes, inscripción en Persépolis (XPc). 72 Tan típico como deprimente resulta que, en la confusión general de la historia del Próximo Oriente de este período, la revuelta también se haya datado en el 482 a. J.C.

244

un principio habían sido colonias atenienses, de modo que había comprometido a su ciudad en la eterna defensa de la libertad jonia, «y como se opusieran vivamente, los peloponesios cedieron».73

Fue así como la limpieza étnica de los griegos de Asia se pospuso durante dos mil cuatrocientos años, hasta la era de Ataturh, cuando el reclamo de Atenas de una guerra continua contra Persia se hizo explícito. Un año más tarde se formalizaba aquel reclamo, una alianza se constituía legalmente y el tesoro, proveniente de las cuotas de afiliación en efectivo o en barcos, se establecía en Delos, la isla sagrada de Apolo. Los jonios, los isleños, los griegos del Helesponto, casi todos firmaron, y con la renovada fuerza que esta nueva Liga Délica les proporcionaba, los atenienses podían atacar directamente a los bárbaros. A lo largo de la década del 470 a. J.C., las guarniciones persas en Tracia y alrededor del Helesponto se vieron reducidas sistemáticamente, y la década siguiente sería testigo de éxitos aún más espectaculares. Dirigidos por Cimón, el gallardo hijo de Milcíades, los atenienses echaron al enemigo del Egeo y fomentaron la rebelión en Jonia y en Caria. el clímax de esta serie de triunfos llegaría en el 466 a. J.C., cuando Cimón, enfrentándose a la mayor concentración de tropas persas que se hubiese movilizado desde el año de Salamina, obtuvo una doble victoria sensacional. Primero, al desplazarse hasta la desembocadura del Eurimedón, un río situado al sur de la actual Turquía, aniquiló a toda la flota fenicia. Y acto seguido, cuando sus agotados marinos atracaron en tierra, el ejército imperial recibió, sin embargo, el mismo tratamiento. Fue esta batalla la que acabó de una vez por todas con toda posible persistencia de la idea de una tercera invasión persa. Finalmente, se había conseguido la seguridad de Grecia y la gran guerra, en efecto, había terminado.

Sin embargo, Atenas, la ciudad que había asegurado la victoria en Eurimedón, parecía encogerse ante sus propios logros, como sino pudiese tolerar abandonar una lucha que durante treinta largos años la había definido. De modo que, en las plegarias elevadas por la asamblea, Persia continuaba nombrándose como el enemigo nacional. Al tiempo que los atenienses, que habían echado a los persas del Egeo pero se habían vuelto adictos a declararles la guerra, votaron por irlos a perseguir a los campos extranjeros. En el 460, un enorme ejército partió rumbo a Chipre y Egipto, y al cabo de seis años de lucha, había resultado completamente aniquilado. Los atenienses, que sentían pánico ante la idea de que los bárbaros pudiesen entonces regresar hasta el Egeo, rápidamente trasladaron el cuartel general de la liga desde Delos hasta su propia ciudad, y aunque los persas no llegaron a materializarse en aguas griegas, el tesoro se mantuvo en la Acrópolis y, naturalmente, como siempre lo habían hecho, los atenienses exigieron que las afiliaciones a la liga se pagasen en efectivo. La libertad, como solían señalar, no resultaba barata, pero en su creciente contrariedad, muchos aliados empezaron a murmurar que la libertad que los atenienses patrocinaban estaba resultando bastante más costosa de lo que antaño había sido la esclavitud bajo el Rey de Reyes.

Que un griego comprometido con derrocar el despotismo persa pudiese comenzar a imitar las maneras de los persas no sería una paradoja novedosa durante las décadas posteriores a la gran invasión. Pausanias, por ejemplo, mareado por su propia vanidad, se había vuelto un notorio entusiasta del chic bárbaro, y sus conciudadanos, horrorizados ante la visión de un general del pueblo espartano vestido para una campaña con los pantalones de un sátrapa, se mostraban cada vez más suspicaces hacia su antiguo héroe. Apenas una década después de Platea, el eforado le acusaría de intrigar para derrocar al estado, y Pausanias, que se había refugiado entonces entre los muros de bronce del templo de la acrópolis espartana, acabó sitiado y muriéndose de hambre. Sólo en el último momento sacaron su cuerpo ya desnutrido del santuario para que su muerte no lo contaminase. el hombre que se había burlado del fasto de la mesa del Gran Rey sólo para después desarrollar un apetito glotón por la alta cocina persa había muerto de hambre, como tenía que ser.

Némesis, como siempre, se había mostrado tan despiadada como ingeniosa, y sólo para enfatizar el hecho de que la arrogancia podía ser un defecto tan propio de los griegos como de los reyes bárbaros, en las semanas que siguieron al desdichado final de Pausanias había arrastrado consigo a un héroe incluso mayor que el regente espartano. En el año 470 a. J.C., Temístocles, a quien desde

73 Heródoto, 9.106. Traducción de María Rosa Lida.

245

Salamina se le odiaba por haber llevado la razón de un modo tan persistente y espectacular, había sido víctima del ostracismo de sus resentidos conciudadanos. Y ahora, implicado en la traición de Pausanias, había tenido que huir, ya no de Atenas, sino de Grecia. Al cabo de algunas derivas y aventuras dignas de Ulises, había acabado en Susa, donde el hijo de Jerjes, el nuevo Gran Rey, se encontraba jubiloso por la captura del enemigo más formidable de su padre. Y ahora que «la delicada serpiente de Grecia»74 había perdido los colmillos, se había convertido en la gran favorita de su nuevo señor, de modo que todas las brillantes cualidades de su intelecto, alguna vez tan funesto para las ambiciones persas, se pondrían al servicio del Gran Rey. De tal suerte que Temístocles fue enviado al frente occidental, se estableció en el continente, muy cerca de Mileto, y como cualquier sátrapa, hizo acuñar monedas y dirigió un ejército. Sus últimos días los pasaría en la corte en Sardes, dando consejos sobre cómo resistir la invasión de sus propios coterráneos. Así, como sirviente del rey y traidor, Temístocles exhalaba finalmente su último suspiro en el año 459 a.

J.C.

Que el salvador de Grecia hubiese acabado como enemigo de la libertad era un precedente perturbador. De hecho, incluso mientras estaba exiliado, Temístocles seguía sirviendo de modelo para su ciudad, y es que a lo largo de la década del 450 a. J.C., cada vez eran más las ciudades que, liberadas del yugo bárbaro, pasaban de la gratitud hacia Atenas a la envidia, la suspicacia y el temor. Poca diferencia podían ver entre el tributo que alguna vez habían pagado a Susa y la afiliación que ahora se les obligaba a enviar a la Acrópolis. Ya en la década del 460 a. J.C., las ciudades que habían intentado la secesión de la liga habían recibido la visita de la flota ateniense, y lo mismo ocurriría en la década siguiente a las ciudades que no formaban siquiera parte de la alianza. Por ejemplo, en el 457, los atenienses pusieron fin a medio siglo de rivalidad al sitiar Egina, desmantelar sus murallas, confiscar su flota y, por último, invitarla a unirse a la liga. Un ofrecimiento que los miserables eginenses no podían rechazar y del cual hasta el más imperioso déspota oriental habría estado orgulloso. Los hombres empezaban a recordar la llegada de Atenas a su imperio como un momento señalado y ominoso, pues Jantipo, según se decía, había navegado hacia el norte después de la batalla de Micala, había amarrado la nave a la salida del Helesponto, había tomado como botín los cables del puente de Jerjes y luego había clavado a un cautivo persa con vida a un tablón. Aquella crucifixión, que se volvía más aterradora en el recuerdo del pueblo, empezó a parecer suficiente para ensombrecer a toda Grecia.

Sin embargo, los atenienses sabían cómo comportarse. Aunque su ciudad se hubiese tornado grande, poderosa y rica, ni por un momento habían olvidado lo que había atravesado, lo que habían capeado para ganar su prominencia. «Baluarte de Grecia, famosa Atenas, ciudad de hombres como dioses»: el mundo que quedaba bajo su sombra también se hallaba iluminado por su gloria, y esto de manera literal, porque un marinero que rodeara el cabo de Sunio que dirigiera la mirada hacia «la brillante ciudad, coronada de violeta, famosa en la canción»75 podría ver, a una distancia de más de cincuenta kilómetros, un brillante destello de luz. Se trataba del reflejo del sol en una lanza bruñida que sujetaba la colosal Atenea, que con sus diez metros de altura se erguía, hermosa y heroica, en la cima de la Acrópolis, vigilando la entrada a la roca, con la mirada serena y fija en dirección a Salamina. Construido con el botín saqueado de los bárbaros, con los fondos de la liga y gracias a la labor de Fidias, el gran escultor ateniense de su época, la historia del curso triunfante de la democracia se materializaba en aquel bronce. Se trataba, en efecto, de una estatua de la libertad.

¿Y por qué no era también la muestra de la hermandad griega?, empezaron a preguntarse los atenienses. En el 449 a. J.C. se llegó finalmente a un acuerdo directo con los bárbaros, y con él a la conclusión, al cabo de medio siglo de guerras, de las hostilidades entre el Gran Rey y su mayor enemigo.76 Ese mismo año, los atenienses extendían invitaciones a las ciudades de Grecia y Jonia,

74 Plutarco, Temístocles, 29. 75 Píndaro, fragmento 64. 76 Es poco probable, aunque la controversia al respecto es inagotable, que la paz se haya formalizado mediante tratado. el Gran Rey no acostumbraba firmar tratados con extranjeros.

246

solicitando que enviasen delegados a un congreso en la Acrópolis.77 El ostensible propósito de aquella conferencia sería decidir si los templos quemados por el enemigo podían entonces reconstruirse. Pero un objetivo más elevado planeaba sobre la conferencia: «Que todos vengan y se sumen al debate sobre la mejor manera de asegurar la paz y prosperidad de Grecia»,78 clamaba la invitación. Un llamado optimista que, durante los primeros meses de la paz con Persia recordaba el espíritu más sublime de los atenienses. «Todos somos griegos», había afirmado un Arístides orgulloso a los embajadores espartanos en el 479 a. J.C., ante la acusación de que su ciudad podría tomar partido por Mardonio. «Todos compartimos la misma sangre, el mismo idioma, los mismos templos y los mismos rituales sagrados. Todos compartimos una forma de vida común, y sería terrible que Atenas traicionara su herencia.»79 Y los atenienses, en lugar de traicionarla, se habían mantenido a la altura de las conmovedoras palabras de Arístides y habían visto arder su ciudad. Las pruebas de su sacrificio aún podían verse derruidas y renegridas en la Acrópolis. ¿Por qué -se preguntaban ahora los atenienses- hizo falta que los bárbaros le recordaran a los griegos que todos son griegos? ¿Por qué no podía servir su propio ejemplo de inspiración para una era de paz y amistad universales?

Los peloponenses, con Esparta a la cabeza, respondieron con soma y desprecio: ¿Quién, exactamente, llevaría a las ciudades de Grecia hasta aquella prometida edad de oro? La respuesta que los atenienses tenían en mente se encontraba implícita en su invitación, pues las ciudades que enviasen delegados a la Acrópolis estarían cediendo en efecto la primacía a Atenas. Como era inevitable, Esparta se negó a hacer tal cosa, y otro tanto hicieron sus aliados en el Peloponeso. La conferencia fracasó, y sacudiéndose aquel contratiempo de las espaldas, Atenas respondió apretando las tuercas a quienes podía forzar a cumplir con su voluntad. Tal vez la guerra con Persia hubiese llegado a su final, pero los atenienses no estaban dispuestos a ver cómo se disolvía la liga sólo porque la paz hubiera llegado al Egeo. Cualquier señal de resistencia por parte de un estado miembro, o una rebelión más franca, le valdría una re-presión despiadada. Las afiliaciones que se enviaban a la Acrópolis, y que ahora se revelaban como un tributo desnudo, continuaron exigiéndose cada año, mientras la palabra «aliados», que de manera irrevocable había pasado de moda, fue reemplazada por la frase «ciudades súbditas del pueblo ateniense», descripción que al menos tenía el mérito de la exactitud. Lejos de encontrarse unido, el mundo griego se hallaba dividido en bloques de poder rivales, cada uno de ellos dirigido por una ciudad que colocaba a los otros pueblos que de ella dependían bajo una sombra humillante y que justificaba su hegemonía con escandalosos alardes de su historial en la defensa de la libertad.

Y es que Atenas no era la única ciudad en arrogarse el título de salvadora de Grecia. Esparta, su antigua aliada y ahora su rival cada vez más amarga, podía poner en la balanza a Platea y, sobre todo, a las Termópilas. Para el resto de Grecia, los espartanos seguían siendo un modelo de heroísmo y virtud sin parangón, y nada, ni siquiera sus más espléndidas victorias, había hecho más por su reputación que el recuerdo de los trescientos y su derrota ejemplar. «Tú, caminante, anuncia en Esparta / que aquí yacemos, a su ley sumisos.»80 Estas líneas, grabadas en un sencillo monumento de piedra, podían leerse en el sitio del famoso enfrentamiento final: un epitafio tan lacónico y férreo como el propio Leónidas. Y también igual de inmortal, porque de todas las batallas libradas contra los ejércitos del Gran Rey, las Termópilas se habían transfigurado en una leyenda con mayor gloria. Sin embargo, los atenienses, tan brillantes, elocuentes y ágiles como sobrios eran los espartanos, falsearían aquel recuerdo. A finales del 449 a. J.C., una moción sorprendente se presentaba ante la asamblea. Hacía pocos meses que Esparta se había negado a

77 A propósito de esta fecha y, de hecho, de la autenticidad de toda la historia, véase Stadter, pp. 201-204. 78 Plutarco, Pericles, 17. 79 Heródoto, 8.144. Según María Rosa Lida sería: «El ser los griegos de una misma sangre y lengua, el tener comunes los templos y sacrificios de los dioses y semejantes las costumbres, todo lo cual no estaría bien que traicionaran los atenienses.» 80 Ibid., 7.228. De acuerdo con María Rosa Lida sería: «Amigo, anuncia a los lacedemonios / que aquí yacemos, a su ley sumisos.»

247

enviar delegados a Atenas para acordar que los templos incendiados pudiesen reconstruirse, de modo que ahora los atenienses votaban sobre el asunto sin tener en cuenta la opinión del resto de Grecia. La propuesta de reconstruir el monumento de la Acrópolis se aprobó en medio de un estruendo y los planes para una transformación espectacular de la roca sagrada se pusieron en marcha de inmediato.

Aquel plan se había estado gestando durante mucho tiempo. Tras él se encontraba la influencia de un notable eupátrida llamado Pericles, un político experimentado que, en el 472 a. J.C., ya había demostrado su pasión por los proyectos culturales más llamativos al patrocinar la célebre tragedia de Esquilo sobre los persas. Sin duda, en Pericles se sumaba un linaje incomparable con el gusto por los grands projets, puesto que no sólo era hijo de Jantipo, sino también un alcmeónida de parte de madre. Esto, por supuesto, significaba que era el heredero de una larga tradición de mecenazgo de monumentos en la Acrópolis, pero ningún alcmeónida había tenido una oportunidad como la que Pericles tenía ahora en sus manos. el holocausto bárbaro había causado estragos en toda la cima de la roca, de modo que no era un solo templo sino toda la Acrópolis lo que Perides pensaba reconstruir. Y al emplear a la flor y nata del talento ateniense, incluyendo al gran escultor Fidias, deseaba elevar, como él mismo señalaba, «señales y monumentos del imperio de nuestra ciudad», tan perfectos que «las épocas futuras se maravillarán ante nosotros, al igual que se maravilla la época presente».81 En el 447 a. J.C. comenzaron las obras del que debía ser el templo más suntuoso y hermoso jamás construido. Las generaciones posteriores lo conocerían como el Partenón.*

Sin embargo, aunque todos los nuevos monumentos de la Acrópolis estuvieran destinados a ser audaces y originales, sus cimientos aún se encontraban bien enterrados en los sucesos anteriores. El Partenón, por ejemplo, aquel atrevido monumento a la nueva era de la grandeza ateniense, se erigía sobre los cimientos chamuscados de un edificio más viejo e inacabado, el gran templo que se había comenzado a construir en la década del 480 a. J.C. como celebración de la victoria de Maratón. Ahora, el plan de Pericles para la Acrópolis era consagrar el recuerdo de Maratón para toda la eternidad, de modo que por toda la Acrópolis deberían verse recordatorios de la batalla. Ya fuese en la planta del propio Partenón, o bien en los trofeos que se elevasen a la victoria, o en los frisos que ilustrasen la batalla, el mayor momento de la historia ateniense debía celebrarse con tal esplendor que no sólo proclamase que Atenas había sido la salvadora de Grecia, sino también su escuela y su amante.

Porque quienes habían caído en Maratón no habían muerto del todo. Si dejaba atrás el polvo y el bullicio de la Acrópolis por la mañana, un ateniense podía llegar al campo de batalla con la caída de la noche, y allí, con la silueta recortada contra las estrellas, podría ver el gran túmulo que se había colocado sobre las honorables cenizas de los caídos y, a un lado, otro monumento más reciente, de apenas una década de antigüedad, tallado amorosamente en mármol blanco. Sin embargo, el ídolo más potente y espeluznante no podía verse, sólo escucharse, pues, según se decía, cada noche, extraños y fantasmales sonidos de lucha perturbaban la calma en la llanura: repiques de metal, el silbido de las flechas, gritos de guerra, fuertes pisadas y chillidos. Ningún otro campo de batalla que se hubiese disputado con los bárbaros podía presumir de tales visitas, y aunque un ateniense pudiera temer acercarse a los fantasmas, tal vez hubiese encontrado en su presencia una cierta fuente de orgullo cívico. Después de todo, habían sido actores en la mayor obra dramática de la historia, en la que Atenas, sola, había defendido la libertad de Grecia. «Porque fueron padres no sólo de niños, de carne y sangre mortales, sino también de la libertad de sus hijos, y de la libertad de cada persona que habita en el continente de Occidente.»82 Todo hundía sus raíces en Maratón, y todo quedaba también justificado por Maratón.

Más allá de la llanura con sus monumentos, sus túmulos y sus fantasmas, el camino se dirigía hacia el norte, a través de colinas desiertas, hasta un templo solitario en una pendiente por encima

81 Tucídides, 2.41.

* Se desconoce cómo se llamaba el templo en tiempos de Pericles. 82 Platón, Menexeo, 240e.

248

del mar. Se trataba del templo de Ramnunte, donde se decía que Zeus finalmente había llevado a Némesis después de perseguirla por el mundo entero. En aquella única violación habían sido concebidas Helena, la guerra de Troya y una larga historia de odios entre Oriente y Occidente. Era aquello lo que había traído a Datis el Medo y su gran ejército a Maratón, a escasos ocho kilómetros al sur; «y tan seguro había estado de que nada le impediría tomar Atenas que había traído consigo un bloque de mármol del cual pensaba hacer tallar un trofeo para celebrar la victoria».83 Después de la derrota de la expedición, el bloque de mármol había quedado abandonado en el campo de batalla y los pobladores de la zona lo habían enviado a Ramnunte. No podría haberse imaginado un lugar mejor porque el templo que allí se elevaba sobre la pendiente que descendía al mar era sagrado para la propia Némesis. No cabía duda de que la rabia de la diosa había sido la maldición de los bárbaros. Por ello se habían hecho planes de construir un segundo templo en su honor, que también fuese un monumento a Maratón. La intención era convertir el mármol en una imagen de la diosa, y el gran Fidias había recibido el encargo de tallarlo. Al igual que en la Acrópolis, un ateniense tal vez pudiese atisbar el futuro en Ramnunte. Y si llegaba al lugar donde, en espera de que lo tallasen, estaba colocado el bloque de mármol, seguro que podría adivinar la escultura que iba a ser el mármol a través de la pureza espectral de su blancura, vislumbrar el rostro de la propia Némesis.

83 Pausanias, 1.33.2.

Post scriptum

En el 431 a. J.C., la tensión creciente entre Atenas y Esparta por fin estalló en una franca hostilidad. Aunque interrumpida, la lucha que seguiría, y que los atenienses iba a denominar «la guerra del Peloponeso», duraría veintisiete años. Acabaría en el 404 a. J.C., el año de la derrota total de Atenas, cuando su imperio sería desmantelado, su flota se vería destruida y la democracia quedaría en suspenso. Aunque durante el siglo posterior la ciudad sería el escenario de una recuperación sorprendente, Atenas nunca volvería a ser el poder dominante en Grecia.

Pero tampoco lo sería Esparta después del 371 a. J.C. Ciento ocho años después de que Pausanias hubiese obtenido su gran victoria ante Mardonio, el ejército espartano sufría una derrota sensacional ante los tebanos en la aldea de Leuctra, a escasos ocho kilómetros de Platea. Los tebanos, aprovechando la ventaja al máximo, procederían a invadir Lacedemonia, quedando de aquel modo abolida la Liga del Peloponeso. Mesenia había sido liberada y Esparta, que ya no contaba con ilotas, de la noche a la mañana pasaría de ser el estado hegemónico de Grecia a convertirse en una potencia mediana.

En el curso de las décadas siguientes, las ciudades griegas continuarían desmembrándose, mientras que, en el norte, un nuevo depredador se alistaba para una lucha mortífera que lo convertiría en la mayor potencia griega. En el 338 a. J.C., el rey Filipo II de Macedonia, que seguía los pasos de Jerjes, avanzó en dirección sur hacia Beocia, donde un ejército de atenienses y tebanos que intentó bloquearle el paso acabó hecho pedazos. «Aquí yacemos porque batallamos para darle su libertad a Grecia»; esto puede leerse en la tumba de los caídos. «La gloria que disfrutamos nunca envejecerá.»' Palabras orondas, pero ni siquiera el epitafio más conmovedor podría esconder la inexorable realidad de que la independencia griega había quedado en el pasado. Cuatro años más tarde, el hijo de Filipo, Alejandro, cruzaba el Helesponto para tomar por asalto el imperio persa: ahora le tocaba el turno al Gran Rey de ver cómo su poder se humillaba, aplastado. Tres batallas seguidas se perdieron ante el invasor; Babilonia cayó, Persépolis ardería. Y el último Rey de Reyes iba a sufrir una muerte miserable. Alejandro reclamó el kidaris de Ciro, y también un imperio que se extendía desde el Adriático hasta el Indo.

Por primera vez, Grecia y Persia reconocían la soberanía de un único señor.

Y tal vez la propia Némesis se permitiera una sonrisa.

Cronología

Todas las fechas son a. J.C.

TomHolland Fuego persa

251

507 Exilio de Clístenes de Atenas. Cleómenes e Iságoras se ven cercados en la Acrópolis. Clístenes vuelve del exilio e implementa sus reformas. Los embajadores atenienses ofrecen tierra y agua a Artafernes.

506 Derrota de la invasión de Cleómenes al Ática. Atenas vence a Tebas y a Calcis.

499

Fracasa el ataque persa a Naxos. Aristágoras lidera la revuelta jonia y viaja por Grecia en busca de apoyo. 498 Los jonios, con auxilio ateniense y eretrio, queman Sardes.

497 Muerte de Aristágoras.

494 Los jonios son derrotados en la batalla de Lade. Cleómenes vence a Argos en la batalla de Sepea. Saqueo de Mileto. 493 Temístocles se convierte en arconte. Milcíades escapa del Quersoneso a

Atenas. 492 Juicio y absolución de Milcíades. Mardonio conquista Macedonia. 491 Los embajadores de Darío recorren Grecia con exigencias de tierra y agua;

aquellos embajadores que visitan Atenas y Esparta son ejecutados. 490 Datis y Artafernes dirigen una expedición a través del Egeo. Eretria es saqueada. Batalla de Maratón.

487 Primer ostracismo en Atenas.

486 Rebelión en Egipto. Muerte de Darío. Jerjes se convierte en rey de Persia.

485 Gelón se convierte en tirano de Siracusa. 484 Jantipo sufre el ostracismo. Rebelión en Babilonia.

483 Se encuentra una rica veta de plata en las minas de Laurión. 482 Arístides sufre el ostracismo. Atenas vota por construir doscientos trirremes. 481 Jerjes llega a Sardes. En Esparta se reúne un congreso de ciudades griegas

determinadas a resistir a la invasión persa. Se mandan enviados a Gelón y espías a Sardes.

480 Los enviados regresan con las manos vacías de su encuentro con Gelón. Jerjes cruza el Helesponto. Los atenienses votan por evacuar la ciudad. Batallas de las Termópilas y de Artemisio. Batalla de Himera. Atenas es tomada e incendiada. Batalla de Salamina. Jerjes regresa a Sardes. Mardonio permanece en Tesalia.

479 Segunda ocupación de Atenas. Batalla de Platea y Mi-cala. Revuelta en Babilonia. Jerjes abandona Sardes.

472 Esquilo presenta Los persas. 470 Temístocles sufre el ostracismo. 469 Muerte de Pausanias. Huida de Temístocles a Susa. 466 Batalla de Eurimedón.

460 Atenas envía una expedición a Chipre y Egipto. 459 Muerte de Temístocles. 457 Egina se ve forzada a unirse a la Liga Délica. 454 Destrucción de la expedición ateniense a Egipto. el tesoro de la Liga Délica

es trasladado a la Acrópolis.

449 Se firma la paz entre Atenas y Persia. Los peloponenses rechazan la invitación ateniense a una conferencia panhelénica. Los atenienses votan por reconstruir los templos quemados de la Acrópolis.

447 Se inicia la construcción del Partenón.

Bibliografía

ABSA: Annual of the British School of Athens AJA: American Journal of Archaeology CJ: Classical Journal JCS: Journal of Cuneiform Studies JHS: Journal of Hellenic Studies TAPA: Transactions of the American Philological Association

Anderson, Greg, The Athenian Experiment: Building an Imaginary Political Community in Ancient Attica, 508-490 BC, Ann Arbor, 2003. Anderson, J. K., «The Battle of Sardis», California Studies in Classical Antiquity, 7, 1975. Andrewes, A., «Kleisthenes' Reform Bill», Classic Quarterly, 27, 1977. Austin, M. M., «Greek Tyrants and the Persians, 546-479 BC», Classic Quarterly, 40, 1990. Badian, E., «Back to Kleisthenic Cronology», en Polis and Politics: Studies in Ancient Greek History, Pernille Flensted-Jensen, Thomas Heien Nielen y Lene Rubensten (eds.), Museum Tusculanum Press, Copenhague, 2000. Bakker, Egbert J., Irene J. E de Jong, y Hans van Wees, Brill's Companion to Herodotus, Brill, Leiden, 2002. Balcer, Jack Martin, «Athenian Politics: The Ten Years After Marathon» en Panathenaia, Studies in Athenian Life and Thought in the Classical Age, Gregory. T. E., y A. J. Podlecki (eds.), Lawrence, Kansas, 1979.

–«The Greeks and the Persians: The Processes of Acculturation», Historia, 32, 1983. – Sparda by the Bitter Sea: Imperial Interaction in Western Anatolia, Scholars Press, Chicago, 1984. – Herodotus and Bisitun: Problems in Ancient Persian Historiography, Franz Steiner, Stuttgart, 1987. – «The Persian Wars against Greece: A Reassessment», Historia, 38, 1989. – A Prosopographical Study of the Ancient Persians Royal and Noble c. 550-450 BC,

Lewiston, Gales, 1993. Barnett, R. D., «Xenophon and the Wall of Media», en JHS, 83, 1963.

Basirov, Oric, «Zoroaster's Time and Place», Circle of Ancient Iranian Studies at the School of Oriental and African Studies, 1998. Beaulieu, Paul-Alain, The Reign of Nabonidus, King of Babylon 556-539 BC, New Haven, 1989.

Bichler, Reinhold, «Some Observations on the Image of the Assyrian and Babylonian Kingdoms within the Greek Tradition», en Melammu Symposia V: Commerce and Monetary Systems in the Ancient World, Rollinger, R. (ed.), Stuttgart, 2004.

Bickerman, E. J., y H. Tadmor, «Darius I, Pseudo-Smerdis and the Magi», Athenaeum, 56, 1978. Bigwood, J. M., «Ctesias as Historian of the Persian Wars», Phoenix, 32, 1978. – «Ctesias' Description of Babylon», American Journal of Ancient History, 3, 1978.

Boardman, John, «Artemis Orthia and Cronology», ABSA, 58, 1963.

Persia and the West. An Archaeological Investigation of the Genesis of Achaemenid Art,

Thames Hudson, Londres, 2000.

Boardman, John, y H. G. L. Hammond (eds.) Cambridge Ancient History: The Expansion of the Greek World, Eighth to Sixth Centuries BC, Cambridge, 1982. Boardman, John, H. G. L. Hammond, D. M. Lewis, y M. Ostwald (eds.), Cambridge Ancient History: Persia, Greece and the Western Mediterranean, c. 525-479 BC, Cambridge, 1988.

Boedeker, Deborah, «The Two Faces of Demaratus», Arethusa, 20, 1987. – «Protesilaus and the End of Herodotus' Histories», Classical Asso-ciationon, 7, 1988.

Boegehold, Alan L., y Adele C. Scafuro, Athenian Identity and Civic Ideology, The John

253

Hopkins University Press, Baltimore, 1994. Borgeaud, Philippe, The Cult of Pan in Ancient Greece, University of Chicago Press, Chicago, 1988. Traducción al inglés de Kathleen Atlas y James Redfield.

Boyce, Mary, A History of Zoroastrianism, volúmenes I y II, Leiden, 1975. – Zoroastrians: Their Religious Beli efi and Practices, Londres y Nueva York, 1979.

Bradford, Ernle, The Year of Thermopylae, Londres, 1980. Briant, Pierre, Bulletin d'Histoire Achéménide I, París, 1997. – Bulletin d'Histoi re Achéméni de II, París, 2001.

From Cyrus to Alexander: A History of the Persian Empire, Winona Lake, 2002. Traducción al inglés de Peter T. Daniels.

Broneer, Oscar, «The Tent of Xerxes and the Greek Theater», University of California Publicanons in Classical Archaeology, 1, 1944. Brosius, Maria, Women in Ancient Persia (559-331 BC), Clarendon, Oxford, 1996.

Brown, S., «Media and Secondary State Formation in Neo-Assyrian Zagros: An Anthropological Approach to an Assyriological Problem», JCS, 38, 1986.

Brunt, P. A., «The Hellenic League against Persia», Historia, 2, 1953. Budge, P. A., y L. W.

Wallis and King, Annals of the Kings of Assyria, Londres, 1902. Burke, Jason, Al-Qaeda: The True Story of Radical Islam, Londres, 2004. Burkert, Walter, «Damaratos, Astrabakos und Herakles: Königsmythos und Politik», Museum

Helveticum, 22, 1965. – Horno Necans, University of California Press, Berkeley y Los Ángeles, 1983. Traducción al inglés de Peter Bing. – Greek Religion, Blackwell, Oxford, 1985. Traducción al inglés de John Raffan. – Babylon, Memphis, Persepolis: Eastern Contexts of Greek Culture, Harvard University

Press, Cambridge, Massachussets, 2004. Burn, A. R., Persia and the Greeks: The Defence of the West, Gerald Duckworth Co, Londres, 1984.

Byron, Robert, The Road to Oxiana, Londres, 1992. Versión castellana de Antoni Puigrós, Viaje a Oxiana, Península, Barcelona, 2000.

Cameron, G. G., History of Early Iran, Nueva York, 1936. Carter, Jane Burr, «The Masks of Ortheia», AJA, 91, 1987. Cartledge, Paul, Sparta and Lakoni a: A Regional History 1300 to 362 Bc, Routledge Kegan Paul, Londres, 1979.

–«Herodotus and "The Other": A Meditation on the Empire», Echos du Monde Classique, 34, 1900.

–«"Deep Plays": Theater as Process in Greek Civic Life», en The Cambridge Companion to Greek Tragedy, Easterling, P. E. (ed.), Cambridge, 1997.

Spartan Reflexions, Gerald Duckworth Co, Londres, 2001. – The Spartans, Londres, 2002. – «What Have The Spartans Done for Us?: Sparta's Contribution to Western Civilization»,

Greece and Rome, 52 (2), 2004.

Champdor, Albert, Babylon, Elek Books, Londres, 1958. Traducción al inglés de Elsa Coult. Versión castellana de Jaime Elías, Babilonia, Orbis, Barcelona, 1988.

Clemen, C. (ed.), Fontes Historiae Religionis Persicae, Bonn, 1920. Cohen, Edward E., The Athenian Nation, Princeton University Press, Princeton, 2000.

Coldstream, J. N., Geometric Greece, Methuen, Londres, 1977. Coleman, John E., y Clark A. Walz, Greeks and Barbarians: Essays on the Interactions between Greeks and Non-Greeks in the Antiquity and the Consequences for Eurocentrism, Capital Decisions Ltd, Bethesda, 1977.

Connor, W. R., «Tribes, Festivals and Processions: Civic Ceremonial and Political Manipulation in Archaic Greece», JHS, 107, 1987.

Conolly, Peter, Greece and Rome at War, Greenhill Books, Londres, 1988.

Cook, J. M., The Greeks in Ionia and the East, Thames and Hudson, Londres, 1962. – The Persian Empire, Schocken Books, Londres, 1983. Crackwell, George, The Greek Wars: The Failure of Persia, Oxford University Press, Oxford,

2005. Curtis, John (ed.), Mesopotamia and Iran in the Persian Period: Conquest and Imperialism 539331 BC, British Museum Press, Londres, 1997. Curzon, George N., Persia and the Persian Question, 2 vols., Londres, 1892. Dabrowa, E. (ed.), Ancient Iran and the Mediterranean World, Cracovia, 1998. Dandamaev, M. A., A Political History of the Achaemenid Empire, E. J. Brill, Leiden, 1989. Traducción al inglés de W. J. Vogelsang. David, Saul, Military Blunders: The How and Why of Military Failure, Constable and Robinson, Londres, 1997. Davidson, James, Courtesans and Fishcakes: The Consuming Passions of Classical Athens, Fontana Press, Londres, 1997. De Jong, Albert, Traditions of the Magi: Zoroastrianism in Greek and Latín Literature, Brill, Leiden, 1997. De Souza, Philip, The Greek and the Persian Wars 499-386 BC, Osprey, Oxford, 2003. De Souza, Philip, Waldermar Heckel, y Lloyd Llewellyn-Jones: The Greeks at War: From Athens to Alexander, Osprey, Oxford, 2004. De Ste Croix, G. E. M., The Origins of the Peloponnesian War. Duckworth, Londres, 1972 – Athenian Democratic Origins, Harvey, David, y Robert Parker (eds.), Oxford University Press, Oxford, 2004. Derow, Peter, y Robert Parker, Herodotus and his World: Essays from a Conference in Memory of George Forrest, Oxford University Press, Oxford, 2003. Dillery, J., «Reconfiguring the Past: Thyrea, Thermopylae and Narrative Patterns in Herodotus», American Journal of Philology, 117, 1996. Dinsmoor, W. B., «The Hecatompedon on the Athenian Akropolis», AJA, 51, 1947. Donlan, W, y J. G. Thompson, «The Charge at Marathon: Herodotus 6.112», CJ, 71, 1976. – «The Charge at Marathon Again», Classical World, 72, 1979. Dontas, G., «The True Aglaurion», Hesperia 52, 1983. Dougherty, Carol, y Leslie Kurke (eds.), Cultural Poetics in Archaic Greece, Cambridge University Press, Cambridge, 1993. Drews, Robert, «The First Tyrants in Greece», Historia, 21, 1972. – The Greek Accounts of Eastern History, Harvard University Press, Washington D. C., 1973. Ducat, Jean, «Le Mépris des Hilotes», Annales, 6, 1974. Dusinberre, Elspeth R. M., Aspects of Empire in Achaemenid Sardis, Cambridge University Press, Cambridge, 2003. Ehrenberg, Victor, From Solon to Socrates: Greek History and Civilization during the Si xth an Fifth Centuries BC, Methuen Young Books, Londres, 1973. Evans, J. A. S., «Notes on Thermopylae and Artemision», Historia, 18, 1969. – «The Oracle of the Wooden Walt'», en 78, 1982. – «Herodotous and Marathon», Florilegium, 6, 1984. Fehling, Detlev, Herodotous and his «Sources»: Citation, Invention and Narrative Art, Francis Cairns Publications, Leeds, 1989. Traducción de J. G. Howie. Felton, D., Haunted Greece and Rome: Ghost Stories from Classical Antiquity, University of Texas Press, Austin, 1999. Fisher, N. R. E., Hybris: A Study in the Values of Honour and Shame in Ancient Greece, Aris Phillips, Warminster, 1992. Flower, M., «Simonides, Ephorus, and Herodotus on the Battle of Thermopylae», Classical Quarterly, 48, 1998. Fornara, C. W., «The Hoplite Achievement at Psyttaleia», JHS, 86, 1966.

Herodotus, An Interpretative Essay, Oxford University Press, Oxford, 1971. Forrest, W G., «Herodotus and Athens», Phoenix, 38, 1984. Francis, E. D., «Greeks and

Persians: The Art of Hazard and Triumph» en Ancient Persia, The Art of an Empire, Schmandt-Bessarat, D. (ed.), Malibu, 1980. Francis, E. D., y M. Vickers «The Agora Revisited: Athenian Chronology c. 500-450 BC»,

ABSA, 83, 1988. French, D. H., «The Persian Royal Road», Iran, 36, 1998. Frey, Richard N., «The Charisma of Kingship in Ancient Iran», Iranica Antiquita, 4, 1964. – The Heritage of Persia, Weindenfel Nicolson, Londres, 1976. Frost, Frank J., «A Note on

Xerxes at Salamis», Historia, 22, 1973. – Plutarch's Themistocles: A Hístorical Commentary, Princeton University Press, Princeton, 1980. – «The Athenian Military before Cleisthenes», Historia, 33, 1984.

–«Toward a History of Peisistratid Athens» en The Craft of the Ancient Historian: Essays in Honor of Chester G. Starr, Eadie, J. W., y J. Ober (ed.), Lanham, 1985. Gentili Bruno, Poetry and its Public in Ancient Greece, The John Hopkins University Press, Baltimore, 1988. Traducción de Thomas Cole. George, A., Babylonian Topographical Texts, Departament Orientalistiek Peeters, Leuven, 1992.

Georges, Pericles, Barbarian Asia and the Greek Experience: From the Archaic Period to the Age of Xenophon, The Johns Hopkins University Press, Baltimore, 1994.

Gershevitch, Ilya (ed.), History of Iran: The Median and Achaemenian Periods, Cambridge, 1985. – «The False Smerdis», Acta Antigua, 27, 1979.

Ghirshman, Roman, Persia: From the Origins to Alexander, Thames Hudson, Londres, 1964. Traducción de Stuart Gilbert y James Emmons. Gibbon, Edward, The History of the Decline and Fall of the Roman Empire, 3 vols., (David Womersley, ed.), Allen Line, Londres, 1994.

Gnoli, Gherardo, Zoroaster in History, Biblioteca Persica Press, Nueva York, 1997. Golding, William, The Hot Gates, Faber, Londres, 1965. Gould, John, Herodotus, Weidenfeld Nicolson, Nueva York, 1989. Graf, David, «Greek

Tyrants and Achaemenid Politics» en The Craft of the Ancient Historian: Essays in Honour

of Chester G. Starr, Edie, J. W., y J. Ober (eds.), Lanham, 1985. Grant, John R. «Leonidas Last Stand», Phoenix, 15, 1961. Grayson, A. K., Assyrian and Babylonian Chronicles, Locust Valley, Nueva York, 1975. Green, Peter, The Greco-Persian Wars, University California Press, Berkeley y Los Ángeles,

1996. Hall, Edith, Inventing the Barbarian: Greek Self-Definition through Tragedy, Clarendon Press, Oxford, 1989.

Hallock, R. T., «The Evidente of the Persepolis Tablets», en The Cambridge History of Iran, vol. 2, Cambridge University Press, Cambridge, 1972. Hamilton, Richard, Choes and Anthestria: Athenian Iconography and Ritual, University of

Michigan Press, Ann Arbor, 1992. Hansen, M. H., «The Origins of the Term Demokratia», Liverpool Classical Monthly, 2, 1986. – «The 2500th Anniversary of Cleisthenes' Reforms and the Tradition of Athenian Democracy»,

en Ritual, Politics, Finance• Athenian Democractic Accounts Presented to David Lewis, Osborne, R., y S. Hornblower (eds.), Clarendon Press, Oxford, 1994. Hanson, Victor Davis, The Western Way of War: Infantry Battle in Classical Greece, University of California Press, Berkeley y Los Ángeles, 1989.

Warfare and Agriculture in Classical Greece, Berkeley y Los Ángeles, 1998. – The Wars of the Ancient Greeks, Weidenfeld Military, Londres, 1999.

–«No Glory That Was Greece: The Persian Win at Salamis, 489 BC», What lf?: Military

Historians Imagine What Might Have Been, Robert Cowley (ed.), G. P. Putnam Sons, Nueva York, 1999.

Harrison, Thomas, Divini ty and History: The Religion of Herodotus, Clarendon Press, Oxford, 2000. – The Emptiness of Asia: Aeschylus' «Persians» and the History of the Fifth Century, Gerald Duckworth, Londres, 2000.

–(ed.): Greeks and Barbarians, Edimburgo, 2002.

Hartog, Françoise, Le Miroir d'Hérodote: Essai sur la Représentation de lAutre, París, 1980. Hegel, G. W. E, The Philosophy of History, Nueva York, 1956. Traducción al inglés de J. Sibree. Herzfeld, Ernst, The Persian Empire: Studies in Geography and Ethnograpy of the Ancient Near East, Wiesbaden, 1968.

Hignett, C., Xerxes' Invasion of Greece, Oxford, 1963.

Hodge, A. Trevor, «Marathon: The Persians' Voyage», TAPA, 105, 1975.

–«Reflections on the Shield at Marathon», ABSA, 91, 2001. Hodkinson, Stephen, Property and Wealth in Classical Sparta, Swansea, 2000.

Hodkinson, Stephen, y Anton Powell (eds.), Sparta: New Perspectives, Swansea, 1999.

Hope Simpson, R., «Leonidas' Decision», Phoenix, 26, 1972. Huxley. G. L., Early Sparta, Londres, 1962. – The Early Ionians, Londres, 1966.

–«The Medism of Caryae», Greek, Roman and Byzantine Studies, 8, 1967. Immerwhar, H. R., Form and Thought in Herodotus, Cleveland, 1966. Jameson, M., «A Decree of Themistokles from Troizen», Hesperia, 29, 1960. – «Provisions for Mobilization in the Decree ofThemistokles», Historia, 12, 1963. Jeffery, L. H., Archaic Greece: The City-States c. 700-500 BC, Londres, 1976. Kakavoyannis, Evangelos, «The Silver Ore-Processing Workshops of the Lavrion Region», ABSA, 91, 2001. Karavites, Peter, «Realities and Appearances, 490-480 BC», Historia, 26, 1977.

Kellens, Jean, Essays on Zarathustra and Zoroastrianism, Costa Mesa, 2000. Traducción y edición inglesa a cargo de Prods Oktor, Skajvae ro.

–(ed.), La Religion Iranienne á l'Époque Achéménide, Ghent, 1991. Kennel, Nigel M., The Gymnasium of Virtue: Education and Culture in Ancient Sparta, Chapel Hill, 1995. Kent, Roland G., Old Persian Grammar, Texts, Lexicon, New Haven, 1953.

Kimball Armayor, O., «Herodotus' Catalogues of the Persian Empire in the Light of the Monuments and the Greek Literary Tradition», TAPA, 108, 1978. Kingsley, Peter, «Meetings with Magi: Iranian Themes among the Greeks, from Xanthus of Lydia to Platos Academy», Journal of the Royal Asiatic Society, 3 (5), 1995. Konstan, David, «Persians, Greeks and Empire», Arethusa, 20, 1987. Kraay, C. M., Archaic and Classical Greek Coins, Londres, 1976. Kurke, Leslie, Coins, Bodies, Games and Gold: The Politics of Meaning in Archaic Greece, Princeton, 1999.

Kurth, Amélie, «The Cyrus Cylinder and Achaemenid Imperial Policy», Journal for the Study of the Old Testament, 25, 1983.

–«Usurpation, Conquest and Ceremonial: from Babylon to Persia» en Rituals of Royalty: Power and Ceremonial in Traditional Societies, Cannadine, David, y Simon Price (eds.), Cambridge, 1987.

The Ancient Near East, c. 3000-330 BC, vols. 1 and 2, Londres, 1995.

Lane Fox, Robin, «Cleisthenes and his Reforms», en The Good Idea: Democracy en Archaic Greece, Koumolides, John A. (ed.), New Rochelle, 1995.

Langdon, M. K., «The Territorial Basis of the Attic Demes», Symbolae 60, 1985.

Lateiner, Donald, The Historical Method of Herodotus, Toronto, 1989.

Lavelle, B. M., The Sorrow and the Pity. A Prolegomenon to a History of Athens under the

257

Peisitratids, c. 560-510 BC, Stuttgart, 1993. Lazenby. J. F., «The Strategy of the Greeks in the Opening Campaign of the Persian War»,

Hermes, 92, 1964. – The Spartan Army, Warminster, 1985. – «Aischylos and Salamis», Hermes, 116, 1988. – The Defence of Greece 490-479 BC, Warminster, 1993. Leick, Gwendolyn, Mesopotamia:

The Invention of the City, Londres, 2001. Lenardon, R. J., The Saga of Themistocles, Londres, 1978. Lévéque, P., y Vidal-Naquet, Clisthène l'Athénien: Essai sur la Représentation de l'Espace et du

Temps dans la Pensé Politique Grecque de la Fin du VIe Siècle á la Mort de Platon, París, 1964. Levine, Louis D., «Geographical Studies in the Neo-Assyrian Zagros», Iran, 11 y 12, 1973

1974. Lewis, D. M., «Cleisthenes and Attica», Historia, 12, 1963. – Sparta and Persia, Leiden, 1977. – «Datis the Mede»,JHS, 100, 1980.

Loraux, Nicole, The Invention of Athens: The Funeral Oration in the Classical City, Cambridge, Mass., 1986. Traducción de Alan Sheridan.

The Experience of Tiresias: The Feminine and the Greek Man, Princeton, 1995. Traducción de Paula Wissing. – Born of the Earth; Myth and Politics in Athens, Ithaca, 2000. Traducción de Selina Stewart.

MacGinnis, J. D. A., «Herodotus' Description of Babylon», Bulletin of the Institute of Classical Studies, 33, 1986.

Mallowan, Max, «Cyrus the Great (558-529 BC)», Iran, 10, 1972. Manville, P. B., The Origins of Citizenship in Ancient Athens, Princeton, 1990. Matheson, Sylvia A., Persia: An Archaeological Guide, Londres, 1972.

Mee, Chistopher, y Antony Spawforth, Greece: An Oxford Archaeological Guide, Oxford, 2001. Meier, Christian, «Historical Answer to Historical Questions: The Origins of History in Ancient Greece», Arethusa, 20, 1987.

The Greek Discovery of Politics, Cambridge, Mass., 1990. Traducción de Davis McLinton. – Athens: A Portrait of the City in its Golden Age, Nueva York, 1993. Traducción de Robert Kimber y Rita Kimber. Meiggs, R., y D. Lewis, A Selection of Greek Historical Inscriptions to the End of the Fifth

Century BC, Oxford, 1969. Mill, John Stuart, Discussions and Dissertations, vol. 2, Londres, 1859. Miller, Margaret C., Athens and Persia in the Fifih Century BC: A Study in Cultural Receptivity,

Cambridge, 1997.

Miroschedji, P. de, «La Fin du Royaume d'Anshan et de Suse et la Naissance de l'Empire Perse», Zeitschrift für Assyriologie, 75, 1985. Moles, J., «Herodotus Warns the Athenians», Papers of the Leeds International Latin Seminar, 9, 1996.

Momigliano, Arnaldo, «The Place of Herodotus in the History of Historiography», History, 43, 1958. – Alíen Wisdom: The Limits of Hellenization, Cambridge, 1975. Montaigne, Michel de, The Complete Essays, Londres, 1991. Traducción de M. A. Screech. Morris, Ian, Burial and Society: The Rise of the Greek City State, Cambridge, 1987.

–«The Early Polis as City and State», en City and Country in the Ancient World, Rich, J., y A. Wallace-Hadrill (eds.), Londres, 1991. Morris, Ian, y Kurt A. Raaflaub (eds.) Democracy 2500? Questions and Challenges, Dubuque, 1998. Morrison, J. S., J. E, Coates, y N. B. Rankov, The Athenian Trireme: The History and Reconstruction of an Ancient Greek Warship, Cambridge, 2000.

258

Moscati, Sabatino: The World of the Phoenicians, Londres, 1968. Traducción de Alastair Hamilton. – (ed.): The Phoenicians, Londres, 1997.

Munson, Rosaria Vignolo: Telling Wonders: Ethnographic and Political Discourse in the Work of Herodotus, University of Michigan Press, Ann Arbor, 2002.

Murdoch, Iris: The Nice and the Good, Londres, 1968. Nvlander, Carl: «The Standard of the Great King -A problem in the Alexander Mosaic»,

Opuscula Romana, 14, 1983. Oates, Joan, Babylon, Londres, 1986. Ober, Josiah, Mass and Elite in Democratic Athens: Rhetoric, ldeology, and the Power of the

People, Princeton, 1989. – The Athenian Revolution: Essays on Ancient Greek Democracy and Political Theory,

Princeton Universitv Press, Princeton, 1996.

Ober, Josiah, v Charles Hedrick (eds.) Demokratia: A Conversation on Democraci es, Ancient and Modern, Princeton University Press, Princeton, 1996. Ollier, Françoise, Le Mirage Spartiate: Étude sur l'Idealisation de Sparte dans l'Antiquité Grecque, 2 vols., Belles Lettres, París, 1933 y 1945.

Olmstead, A. T., «Darius and his Behistun lnscription», American Journal of Semitic Languages

and Literatures. 55, 1938. – History of the Persian Empire, University of Chicago Press, Chicago, 1948. Osborne, Robin, Greece in the Making• 1200-479 BC, Routledge, Londres, 1996. Ostwald, Martin, Nomos and the Beginnings of the Athenian Democracy, Oxford University

Press, Oxford, 1969. Parke, H. W., A History of the Delphic Oracle, B. Blackwell, Oxford, 1939. – Festivals of the Athenians, Thames Hudson, Londres, 1977. Patterson, O., Freedom in the

Making of Western Culture, Basic Books Inc., Nueva York, 1991. Pedlev, J., Sardis in the Age of Croesus, Norman, 1968. Pelling, Christopher, «East is East and West is West -or Are Thev? National Stereotvpes in

Herodotus», Histos, 1, 1997. – (ed.): Greek Tragedy and the Historian, Oxford University Press, Oxford, 1997.

Petit, Thierrv, Satrapes et Satrapies dans Empire Achémenide de Cyrus le Grand á Xerxés ler, Les Belles Letres, Bibliothèque de la Faculté de Philosophie et Lettres de l'Université de Liège, París, 1990.

Podlecki, A. j., The Life of Themistocles: A Critical Survey of the Literary and Archaelogical Evidence, McGill Queen's Universitv Press, Montreal, 1975.

Pomerov, Sarah B., Spartan Women,Oxford Universitv Press, Nueva York, 2002. Powell, Anton (ed.), Classical Sparta: Techniques behind her Success, Routledge, Londres, 1989.

Powell, Anton v Stephen Hodkinson (eds.), The Shadow of Sparta, Classical Press of Wales/Londres, Routledge, Swansea, 1994.

–(eds): Sparta: Beyond the Mirage, Classical Press of Wales/Londres, Duckworth, Swansea,

2002. Pritchett, W. K, «New Light on Termopvlae», AJA, 62, 1968. – The Greek State at War, vols. 1-5, Universitv of California Press, Berkelev v Los Ángeles,

1971-1991. Rawson, Elizabeth, The Spartan Tradition in European Thought, Oxford Universitv Press, Oxford, 1969. Redfield, J., «Herodotus the Tourist», Classical Philology, 80. 1985. Rhodes, P., «Peisistratid

Chronologv Again», Phoenix, 30, 1976. – A Commentary on the Aristoteleian «Athenaion Politeia», Clarendon Press, Oxford, 1981. – Ancient Democracy and Modern Ideology, Gerald Duckword, Londres, 2003.

259

Robertson, Noel, «Solon's Axones and Kvrbeis, and the Sixth-Centurv Background», Historia, 35, 1986.

Root, Margaret Cool, The King and Kingship in Achaemenid Art: Essays on the Creation of an Iconography of Empire, Diffusion E, J, Brill, Leiden, 1979.

Roux, Georges, Ancient Iraq, Penguin Books, Londres, 1922. Sancisi-Weerdenberg, Heleen, «The Personaliry of Xerxes, King of King's», en Archeologia Iranica et Orientalis: Miscellanea in Honorem L. Vanden Berghe, vol. 1, de Mever, L., y E. Haerinck (eds.), Ghent, 1989. – Peisistratos and the Tyranny, A Reappraisal of the Evidence, J. C. Gieben Pub., Amsterdam,

2000. – (ed.), Achaemenid History 1: Sources, Structures, Synthesis, Nederlans Instituut voor het Nabije Oosten Leiden, Eisenbraus, 1987. Sancisi-Weerdenberg, Heleen, v Amélie Kuhrt,

Achaemenid History

2: The Greek Sources, Nederlans Instituut voor het Nabije Oosten Leiden, Eisenbraus, 1987. – (eds.), Achaemenid History 3: Method and Theory, Nederlans Instituut voor het Nabije

Oosten Leiden, Eisenbraus, 1988. – (eds.), Achaemenid History 4: Centre and Peri phery, Nederlans Instituut voor het Nabije Oosten Leiden, Eisenbraus, 1990. – (eds.), Achaemenid History 5: The Roots of the European Tradition, Nederlans Instituut voor het Nabije Oosten Leiden, Eisenbraus, 1990.

–(eds.), Achaemenid History 6: Asia Minor and Egypt: Old Cultures in a New Empire, Nederlans

Instituut voor het Nabije Oosten Leiden, Eisenbraus, 1991. Sancisi-Weerdenberg, Heleen, Amélie Kuhrt v Margaret Cool Root, (eds.), Achaemenid History 8: Continuity and Change, Nederlans Instituut voor het Nabije Oosten Leiden, Eisenbraus, 1991.

Schoff, Wilfred H. (ed. v traducción al inglés), Parthian Stations' by lsidore of Charax, Commercial Museum, Londres, 1914. Sealev, Raphael, «Again the Siege of the Acropolis 480 BC», California Studies in Classical Antiquity, 5, 1972.

–«The Pit and the Well: The Persian Heralds of 491 BC», CJ, 72, 1976.

Sekunda, N., The Spartan Army, Osprev Pub., Oxford, 1998.

–«Greek Swords and Swordsmanship», The International Review of Military History, 3(1),

2001. Sekunda, N., v S. Chew, The Persian Army 560-330 BC, Osprey, Oxford, 1992. Shapiro, Harvev A., Art and Cult under the Tyrants in Athens, P von Zabern, Mainz, 1989. Shrimpton, Gordon, «The Persian Calvarv at Marathon», Phoenix, 34, 1980.

Smith, J.A. Athens under the Tyrants, Classical Press, Bristol, 1989. Smith, Sidnev, Babylonian Historical Texts Relating to the Capture and Downfall of Babylon, Methuen Co, Londres, 1924.

Snodgrass, A.N., Arms and Armor of the Greeks, The Johns Hopkins Universitv Press,

Baltimore, 1967. – Archaic Greece, The Age of Experiment, Weidenfeld Nicolson, Londres, 1980. Stadter, P. A., A Commentary on Plutarch's Pericles, Universitv of North Carolina Press, Chapel

Hill, 1989. Starr, Chester G., The Origins of Greek Civilization, 1100-650 BC, Knopf, Nueva York, 1961.

–«The Credibilitv of Earlv Spartan Historv», Historia, 14, 1965.

The Economic and Social Growth of Early Greece, 800-500 BC, Oxford Universitv Press, Nueva York, 1977.

–«Why Did the Greeks Defeat the Persians?», en Essays on Ancient History, Ferrill, Arthur, v Thomas Kelly (eds.), Leiden, 1979. Stoyanov, Yuri, The Other God• Dualist Religions from Antiquity to the

Cathar Heresy, Yale Universitv Press, New Haven, 2000. Strauss, Barrv, Salamis: The Greatest Naval Battle of theAncient World, 480 BC, Simon Schuster, Nueva York, 2004. Szemler, G. J., W. J. Cherf v J. C. Kraft: Thermopylai: Myth and Reality in 480 BC, Ares, Chicago, 1996.

Tadmor, H., «The Campaings of Sargon II of Assur», JCS, 12, 1958. Tuplin, Cristopher,

Achaemenid Studies, Franz Steiner Verlag, Sttutgart, 1996. – «The Seasonal Migration of Achaemenid Kings: A Report on Old and New Evidente» en Studies in Persian History: Essays in Me-mory of David M Lewis, Brosius, Maria, v Amélie Kuhrt (eds.), Leiden, 1998. – «The Persian Empire» en The Long March: Xenophon and the Ten Thousand, Lane Fox, Robin

(ed.), Yale Universitv Press, New Haven, 2004.

Van der Veer, J. A. G., «The Battle of Marathon: A Topographical Survey», Mnemosyne, 35,

1982. Van Wess, Hans, Greek Warfare: Myths and Realities, Gerald Duckworth, Londres, 2004. Vanderpool, E., «A Monument to the Battle of Marathon», Hesperia, 35, 1966.

Vernant, Jean-Pierre, Mortals and Immortals: Collected Essays, I. Zeitlin, Froma (ed.), Princeton Universitv Press, Princeton, 1991.

Wallace, Paul W., «Psyttaleia and the Trophies of the Battle of Sala-mis», AJA, 73, 1969.

–«The Anopaia Path at Thermopvlae», AJA, 84, 1980. – «Aphetai and the Battle ofArtemision», en Greek, Roman and Byzantine Monographs, 10,

1984. Wallace, R., «The Date of Solon's Reforms», en American Journal of Ancient History, 8, 1983. Wallinga, H.T., «The Ionians Revolt», Mnemosyne, 37, 1984. – «The Trireme and Historv», Mnemosyne, 43, 1990. – Ships and Sea-Power before the Great Persian War: The Ancestry of the Ancient Trireme, Brill

Academic Pub., Leiden, 1993. West, S. R., «Herodotus' Portrait of Hecateus», JHS, 111, 1991. Whatlev, N., «On the Possibilitv of Reconstructing Marathon and

Other Ancient Battles», JHS, 84, 1964.

Whitbv, Michael, (ed.), Sparta, Edinburgh Universitv Press, Edimburgo, 2002. Wiesehöfer, Josef, Ancient Persia, 1. B. Tauris, Londres, 2001. Traducción de Azizeh Azodi. Wvcherlev, R. E., The Stones of Athens, Princeton University Press, Princeton, 1978. Young, T. C. Jnr., «480/79 BC – a Persian Perspective», en Iranica Antiqua, 15, 1980. Zadok, Ron: «On the Connections between Iran and Babylonia in the Sixth Centurv BC», Iran,

14, 1976.

Índice onomástico y de materias

[La numeración es la del original impreso]

Abidos: 300-301. Abrónico: 330, 343. Acad: 81, 82, 90. Acrópolis: 149, 157, 158-161, 312.

amenaza de destrucción de Jerjes: 300. congreso de lo griegos: 436. cuádriga de bronce: 190. estatua de Atenea: 435. Olivo de Atenea: 276. profanación e incendio por Jerjes: 370-371, 374. reconstrucción: 437-438. Serpiente: 158, 364. tumba de Erecteo: 148, 149. y los Alcmeónidas: 166-167.

acuñación de monedas: 152, 175, 195.

Adimanto: 366, 367. desprecio hacia Temístocles: 374. administración económica: 99.

África, norte de: 62, 103, 287, 288. Agamenón: 116, 117, 118, 299, 322. Ágora: 191-192, 272. Ahura Mazda: 70, 72, 73-74.

y Darío: 75, 76, 86, 96.

y Jerjes: 264, 296, 430-431. Alcmeón: 164. Alcmeónidas: 164, 169, 217, 245, 271-272. Alejandro I, rey de Macedonia: 232, 233, 349, 403, 404. alimentos: 134, 348, 351. Alopeke: 275. Amesha Spentas: 72, 76. Aminias: 390. Amonfareto: 417, 418. Anshan: 44, 48, 90. Antcsteria: 359-360. Apolo: 123, 238-239.

ambigüedad de las profecías: 372. consultado por Atenas: 308-309. consultado por Esparta: 304-305. oráculo en Delfos: 136-142. sacerdotes de: 200-201.

Apótetas (campo de deshechos): 126. Aqueménidas: 47, 73, 90. Aquiles: 321, 322, 329. árabes: 146. Areópago: 368.

Argos: 146, 150. afirmación de parentesco con los persas: 222-223. amenaza persa: 284, 303-304. contacto con Mardonio: 401. y Esparta: 116-118, 120, 121, 179, 303-304.

arios: 39, 46-47, 52-53. religión: 72. Aristágoras: 206-208, 210-215. Arístides: 381, 392, 402, 410, 436.

batalla de Platea: 414, 419. carácter: 274-276. exilio: 278-279. mando de las fuerzas terrestres: 402, 405. rival de Temístocles: 274-275, 278, 306. Aristodemo: 408-409, 421.

Aristogitón: 177. estatua en el Ágora: 191-192. armadura: 248. Armenia: 41. Arta (Verdad): 70, 71, 72, 370. Artafernes (el Joven): 237, 253. Artafernes: 65, 68, 194.

ataque a Mileto: 221-222. ataque a Naxos: 206-207. ataque de Atenas: 213. e Histeo: 230. Hiparco: 216-217. pacificación de Jonia: 230-231. poder sobre Jonia: 201-202, 213, 230-231 soberano de Sardes: 196. tolerancia de las costumbres lidias: 198199. y Aristágoras: 206, 207.

Artemisa: 123, 238, 326, 421. Artemisia, reina de Halicarnaso: 361, 373-374, 390. Artemisio: 326, 327, 332, 334, 337, 338, 341. Artistone: 94. Asia: 108, 200.

y Europa: 291, 425, 431

Asirios: 38, 267. y Babilonia: 79. crueldad hacia el enemigo vencido: 47. caballos en tributo: 39.

Asopo: 347, 351-352, 407, 411, 415. Assur: 38. Astiages: 41, 42-43.

Traición de Harpago: 46. captura por Ciro: 45, 47-48. sueños: 43, 44-45. ordena el asesinato de su nieto: 45. astrología83. Atatuürco: 432.

Atenas: 136, 144-145.

acuñación de monedas: 152, 175. Ágora: 191-192, 272. Alcmeónidas: 164, 169, 217, 245, 271272. alianza con Persia: 193-194. Antesteria: 360. asalto a Persia: 212-213. Asamblea: 156, 157, 185, 271, 277. Atenea Polias, templo de: 312, 364. buen gobierno (eunomia): 155, 156. Bútadas: 164-165, 166, 167, 187. cerámica: 158. «Cola del Perro»: 246, 247. consulta al Oráculo: 307-311. Democracia: 182-186, 218, 271. destrucción a manos de Jerjes: 367-371. dinero: 175. Dionisíacas de la ciudad: 176, 224, 429. división en demos: 186-187. ejército a Chiper y Egipto: 433. el Cerámico: 158, 363. escultura: 160, 191, 435. estatuas de Harmodio y Aristogitón: 191192. Eupátridas: 151, 155, 182, 186-187, 218. evacuación: 360, 362-366. exiliados son convocados a regresar: 314. exilio (ostracismo): 274, 279. Filaidas: 151, 174, 182, 273. flota enviada a Eubea: 314, 317. flota mercante: 220. Grandes Panateneas: 161, 165, 321. guerra con Egina: 216. guerra con Megara: 153. guerra por Salamina: 155, 156, 165. hegemonía de: 437. igualdad: 185. invasión persa bajo Jerjes: véase Jerjes, invasión de Grecia. invasión persa liderada por Datis: 237, 240-241, 241-247. invasión persa, amenaza: 221, 225-229, 231-231, 278, 280. invasión persa, petición de ayuda a Esparta: 243-244. invasión persa, planes para atacar al invasor: 242-243. invasión persa, riesgo de que se extienda el pánico: 241, 245. invasión persa, victoria en Maratón: 250254. juegos: 161, 162. la «Vía Sacra»: 189. libertad: 190, 191-192, 256-257. Licurgo: 113-115, 164-165, 166, 167, 321. los pobres: 154-156. los ricos: 157. mapa: 173. marinería: 216, 220, 274, 278, 280. minas de plata: 277-278.

mujeres: 361.

negocios: 152-153.

orígenes: 147.

Partenón: 438.

perdón de las deudas: 154-155.

Persia como enemigo nacional: 433.

Pisistrátidas: 151, 168, 172, 174, 180, 188, 271, 273.

pobreza rural: 153, 154.

poder naval: 277.

Poseidón, templo de: 276.

religión: 158-160.

rivalidades entre facciones: 272.

sociedad: 150-151, 152.

Solón: 154-155, 163, 166, 362.

suntuosidad: 151-152.

tumba de los caídos en la guerra: 255-256.

y Cleómenes: 180-181, 183-185, 188-189, 211-212.

y Darío, rey de Persia: 193-194, 212-215, 224, 232-233.

y Tebas: 179, 189, 190.

Zeus, templo dc: 172, 175, 191, 271.

véase también Acrópolis, Clístenes; Darío;

Hiparco; Hipias; Iságoras; Milcíades; Pisístrato; Temístocles.

Atenea: 148, 157, 158, 167, 276.

Atenea Polias: 165.

ofrenda de Jerjes: 300.

y Ulises: 329.

Ática: 98, 147, 148, 187.

amenaza de la flota persa: 238, 239.

mapa: 159.

temor de hambruna: 170-171.

Atlántico: 288.

Ates, monte: 232, 270, 395.

Atos, península de: 278.

canal para la flota persa: 270.

Atosa: 58, 63, 94, 262.

Áyax: 151.

azotes: 131-132.

Babilonia: 350, 393.

astrología: 83.

caos, temor acerca del: 88.

edificación de cimientos y construcción de ladrillos: 101.

Etemenanki: 89.

extensión y fortificaciones: 86-87.

negocios: 85.

orígenes: 78-79.

poder de: 79-80.

religión: 83-85.

Ruta Procesional: 89, 90.

sumisión a Darío: 86-89.

sumisión de Jerusalén: 79, 80.

y Acad: 81.

y Ciro: 80, 83, 84, 87, 90. Bactria: 53, 58, 237, 295. banqueros: 85, 101. bárbaros: 1292, 257. Bardiya: 58, 59, 61-62, 91, 262.

ascenso al trono: 63. conspiración dirigida por Darío: 63-68. muerte de: 68-70.

Basora: 258. Behistún: 75, 95. relieve de Darío: 95-96. Beocia: 144, 150, 323, 407, 410. noticia de la derrota de Mardonio: 426. Biblos: 286. buen gobierno (eunomia): 107, 155, 156. Bútadas: 164-165, 166, 167, 187. caballos: 39, 158.

Calcis: 189, 328, 329. Calídromo, monte: 323. Calídromo: 326, 337, 346, 351. Calímaco: 242, 248-249, 253. Cambises: 58, 84-85, 260, 262, 292, 431.

accidente y muerte: 63. actitud hacia los dioses extranjeros: 60-61. faraón en Egipto: 60-61. intriga para derrocarlo: 62-63. invasión de Egipto: 58-60. reputación de crueldad: 61.

Camino Real: 346. caminos: 228. canibalismo: 203. caos: 88. Caria: 360, 432. batalla de Salamina: 387. Carias: 303, 401. Carmania: 350. Carneia: 3243-244, 316. Cartago: 287, 290, 292. cerámica: 158. Ciáxares: 40. Cilicia: 238, 341. batalla de Salamina: 387, 395. Cilón: 162, 163. Cimón: 272, 432. ciprios: 394. Ciro: 262, 431.

búsqueda de un heredero: 57-59. como demonio: 56. entierro: 57, 58.

expansión del imperio: 52-56.

leyenda sobre su nacimiento: 44-45.

muerte: 55-56.

reclamo del trono persa: 47.

rey de Persia: 44.

tratamiento de los enemigos vencidos: 4748, 50, 55.

victoria contra los medos: 45-46.

y Babilonia: 80, 83, 84, 87, 90, 199, 442.

y Creso: 48-50, 139.

y Esparta: 105, 107, 121.

y religión: 74-75.

Cirópolis: 54.

cilios: 268.

Citerón, monte: 410, 412.

Cleombroto: 364, 409.

Cleómenes: 142-145, 226, 281.

alianza con Aristágoras: 210-211.

e Hipias: 180-181.

exilio y muerte: 234-235.

guerra con Argos: 223.

y Atenas: 180-181, 183-185, 188-189, 211-212.

y Clístenes: 178-179, 180, 181-182, 183.

y Demarato: 234-235.

y Egina: 233-234.

Clístenes: 174, 178, 183.

democracia en Atenas: 184-188, 192-193, 217-218, 273.

y Arístides: 274.

y Cleómenes: 178-179, 180, 181-182, 183.

y Darío: 193.

cobardes: 408.

comunicaciones: 226-227.

construcción de navíos: 279-280.

Corinto: 135, 163, 284.

acrópolis: 366.

batalla de Salamina: 391.

templo de Afrodita: 399.

cosmopolitismo: 151-152.

Cranas: 210.

Creciente Fértil: 41, 49.

Creso: 48-49, 139, 164, 388, 392.

y Ciro: 139.

y Esparta: 120.

y Némesis: 424.

Crimea: 205.

Cripteia: 130, 132.

Crisa: 138, 164.

Curzon, George Nathaniel: 24.

Danubio: 204.

administración económica: 99-100.

amenaza a Atenas: 224, 225-226, 231-232.

asalto a Egipto: 260.

asalto a Escitia: 204-205.

ascenso al trono: 71, 261.

burocracia: 228.

captura de Babilonia: 86-90.

comunicaciones: 227.

conquista de las islas y de Eretria: 237-240, 258.

conquista de Macedonia: 233.

conquistas grabadas en piedra: 95.

conspiración contra Bardiya: 62-69.

derrota ante Atenas: 251-255.

destrucción de Jonia: 223, 224.

educación de los niños: 261.

Egipto en rebelión: 259.

Elam en rebelión: 233-234.

elegido de Ahura Mazda: 75, 76, 96.

embajadores asesinados en Esparta: 233-234, 259, 281.

en la India: 103-104.

entrada en Babilonia: 88-89.

esposas de: 94.

facciones y revueltas: 91-95, 103.

grandeza del imperio: 226.

inteligencia de estado: 228-230.

jardinería: 269.

justicia: 197-198.

muerte: 263.

nuevas capitales: 98-101.

opulencia de las ciudades capitales: 99-102.

poder sobre la naturaleza: 103-104.

protección del imperio: 196-197.

reclamo del trono: 94-95.

recursos: 237-238.

recursos humanos: 197-198.

relieve en Behistún: 94-95.

Rey de Reyes: 98.

suministros: 238.

y Clístenes: 193.

y paz global: 97.

y religión: 75, 96, 97, 200-201.

Datis: 229, 237-240, 276, 439.

ataque a Eretria: 239-240.

flota se dirige al Egeo: 238.

invasión de Atenas: 241-254, 346.

Delfos: 136-141, 154, 285, 372.

consultado por Atenas: 308-311.

y Argos: 304.

y Esparta: 180, 304.

Delos: 238-239, 373, 426.

Demarato: 188-189, 210, 234, 259, 265, 345.

aconseja ataque anfibio contra Lacedemonia: 373.

advertencia a Esparta: 281.

en Salamina: 385. democracia: 182-186, 192-193, 207, 217, 271272, 273. demonios: 88, 232, 360. desnudez: 127, 129. Dídima: 201, 239. dinero: 175. Dionisíacas, festividades de la ciudad: 176, 224. dioses

actitud de Darío: 96-97. Atenas: 148, 157, 158, 244, 276, 310. Babilonia: 78-79, 83-85. Esparta: 111, 123, 140-141. Judea: 199. Persia: 70, 73, 75-76, 201. Sardes: 195.

disciplina: 114-115, 124, 126-127, 128-129, 131-132. Dóride, llanura de: 136. Dorieo: 143-144. dorios: 109, 111, 136, 421. Drauga (Mentira): 70, 71.

Ecbatana: 42, 47-48, 85. sometimiento por Fraortes: 92. Ecuador: 288. Efialtes: 351, 352. Egaleo, monte: 157, 365, 370. Egeo, mar: 232, 238, 286, 431. Egibi, los: 85, 101. Egina: 282, 314, 422.

reunión de la flota griega: 402. y Atenas: 215-216, 220, 278, 435. y Esparta: 233.

Egipto: 146, 205. batalla de Salamina: 391, 394. experticia náutica: 293. insurrección reprimida por Jerjes: 263, 264, 394. invasión por Cambises: 59. revuelta contra Darío: 260. y Darío: 98.

ejército: 267-268, 294, 295. Elam: 76, 80, 82.

revuelta contra Darío: 96-97. Eleusis: 189, 210, 375, 384, 391, 410. Elisa: 287. En-nigaldi-Nanna: 82. entrenamiento militar: 129, 130-131. epilepsia: 126. Erecteio: 148, 158, 311. Eretria: 212, 213.

asalto por la flota persa: 237, 239-240. Esagila: 78, 84.

Escilias: 339.

Escitia: 170.

invasión por Darío, rey de Persia: 204-206.

esclavos: 130, 133-135.

escudos: 112, 252.

escultura: 160, 191-191.

España: 287.

Esparta: 23.

acrópolis: 123.

aislamiento: 409.

alianza con Aristágoras: 211.

batalla con Samos: 134.

brutalidad: 108.

buena forma física: 128.

busca aliados contra Jerjes: 23.

Carneia: 243, 316.

cobardes: 409.

comida servida a Pausanias después de Platea: 243.

comida: 133.

competencia: 128.

derrota de Argos: 121.

disciplina y conformidad: 114, 124, 126, 128, 132.

divisiones internas: 281.

educación: 128.

ejército: 112.

embajadores de Darío asesinados: 234, 259, 281.

entrenamiento militar: 128-130.

esclavos: 134.

exigencia de reparación por la muerte de Leónidas: 398.

facciones: 236.

geografía: 110.

Gerusía: 125, 141, 236.

Hiacintias: 406.

homenaje a Temístocles: 401.

Jerjes, invasión de Grecia: 303-306.

juegos en equipo: 162.

ley: 125.

mayoría de edad: 133.

modelo de heroísmo y virtud: 436.

moderación: 142.

mujeres y maternidad: 133.

niños, tratamiento de: 125-130.

orígenes: 111.

pederastia: 130.

religión: 112, 113, 114, 115.

reputación: 105,107, 108.

reyes y dioses: 141.

reyes y Eforado (magistratura): 142, 236.

se rehúsa a formar parte del congreso: 436.

sistema de clases: 114-117.

soldados de a pie: 122.

soldados y armas: 120. sujeción de Mesenia: 1 11, 131. tácticas y maquinaria de guerra: 112, 114-115. templos: 123, 124. y Argos: 116, 118, 121, 180. y Ciro: 105, 107, 120. y Creso: 120. y Licurgo: 113-115. y los Pisistrátidas: 180. y Tegea: 117. véase también Cleómenes, rey de Esparta.

espionaje: 230, 247, 285, 377. Esquilo: 428-429.

Los persas: 429, 430. estepas: 54, 103. Etemenkati: 89. etíopes: 267. Etiopía: 350. Euaineto: 307. Eubea: 212, 239, 240, 284, 287, 325.

navíos griegos enviados a: 314. Éufrates, río: 79, 81, 393. Eupátridas: 151, 155, 182, 186-187, 218. Euribíades: 317, 327, 338, 366. Eurimedón: 432. Eurotas: 122. Ezequiel: 286.

Falange: 119-120, 241, 242, 243, 251, 418. Falero: 157, 216, 271, 276, 392.

consejo de guerra persa: 373, 374. Fedimia: 69. fenicios: 287, 426.

batalla de Salamina: 389-391. batalla en Skiatos: 326. poderío naval: 293. y Jerjes: 292.

Fidias: 435, 438, 440. Filaidas: 151, 174, 182, 254, 273. Filípides: 243-246. filosofía: 201, 202. Focea: 51. focios: 323-325, 338, 354. Fraortes: 92-93. Frigia: 378.

y grandeza real: 74-75.

Gandara: 53. Gaumata: 69, 71, 95. Gelón: 290, 305.

derrota de Cartago: 396. Gitión: 210.

Gobrias: 65, 97, 232. Gorgo: 211, 236, 281. Grandes Panateneas: 161, 165, 321. Grecia/griegos: 18-19, 24-25, 71, 108-109, 144, 200, 330. buen gobierno (eunomia): 108-109, 155, 156. congreso en Atenas: 436. en Occidente: 287, 288, 289. espías: 291, 293, 294, 331. flota en Salamina: 366, 368, 374. invasión por Jerjes: véase Jerjes, invasión de Grecia. lujo y ostentación: 290. y bárbaros: 291. y los fenicios: 287, 291. véase también Atenas; Corinto; Esparta. Green, Peter: 25-27. guerra de Troya: 321.

Halicarnaso: 360, 373, 390. Halis: 41. Harmodio: 177. estatua en el Ágora: 191-192. Harpago: 46, 47, 49, 229. campaña contra los jonios: 51-52. mando de las fuerzas persas: 51. hechiceros: 83. Hefesto: 148. Helena de Esparta: 107-109, 128, 131, 210, 321. nacimiento: 424, 439. Helenón: 284, 290. Helesponto: 265, 430. cruce de Jerjes: 268, 269, 282, 300, 395. guarnición persa: 432. Helos: 116. Heracles: 109, 111, 136, 146, 318. Heráclidas: 111, 115. Heródoto: 17-18, 19-20, 27, 302. Hiastapes: 94. Hidarnes el Joven: 351, 354, 356. Hidarnes: 93 Himera: 397. Hindu Kush: 52, 53. Hiparco: 172, 175, 176-177. exilio: 273. y Artafernes: 273. y Homero: 321. como poeta: 320. Hipias: 172, 175, 176-177, 186, 193, 212, 240241. invasión de Atenas por los persas: 240-241, 255. y Cleómenes: 1279-181. Hippeis: 318, 401. Histieo: 205, 206, 229, 230.

Homero: 321, 322.

La Ilíada: 357.

homicidio: 130, 131.

hopla (escudos): I 12-113.

hoplitas: 112, 113, 115, 120, 335.

hybris: 424.

igualdad: 185.

ilotas: 116, 130, 423.

India: 67, 103-104, 268, 295.

Indo: 103.

infanticidio: 126.

Inmortales: 337, 344, 351, 354, 357.

Iraq: 54.

Iságoras: 182, 184, 185, 186.

Ishtar: 87.

Isquia: 288.

istmo: 302, 305, 364, 375.

regreso de la flota griega: 366.

Italia: 205, 288.

Jantipo: 272, 273, 365, 426, 435.

almirante de la flota: 402.

jardines: 269, 297, 378.

Jehová: 199.

Jenofonte

Jeremías: 79.

Jerjes, invasión de Grecia

advertencia a Esparta: 281.

batalla de Micala: 438.

batalla de Platea: 412-417, 420.

batalla de Salamina, consejo después de la batalla: 394-395.

batalla en las Termópilas: 335-338, 344359.

batalla naval en Artemisio: 338-341.

consejos y planes posteriores a la destrucción de Atenas: 372-379.

desacuerdo entre los líderes de la flota griega en Salamina: 374, 376.

destrucción de Atenas: 367-371.

ejército persa llega a las Termópilas: 330-331.

Esparta marcha a hacer frente a Mardonio: 406.

evacuación de Atenas: 363-366.

flota griega espera en Eubea: 324-329, 332.

fuerzas griegas marchan a enfrantar a Mardonio: 407-412.

griegos esperan en las Termópilas: 322-325, 329, 330-335.

griegos marchan a Tesalia: 306-308.

Jerjes dirige sus tropas hasta Tesalia: 396.

Jerjes se dirige a Susa y abandona Sardes: 428.

mapa: 315.

marcha persa a Europa: 298-302.

Mardonio espera por las fuerzas griegas: 407.

Mardonio propone sus términos a Atenas: 403-404.

Mardonio se propone poner fin a la tarea de someter a los griegos: 396-397.

Pausanias encuentra la tienda de Jerjes: 423.

planes de los persas: 266.

preparativos de los griegos: 282-285, 302319.

preparativos de los persas: 282-283.

primera batalla naval: 326.

segunda caída de Atenas: 405.

tropas persas amenazan con bloquear a la flota griega: 376-377.

Jerjes: 18, 21, 23-29.

ceremonias de coronación: 263.

comida y cocina: 348-350.

coraje: 262.

cruza el Helesponto: 268, 270, 282, 300.

ejército: 293, 298.

elección de Darío como heredero: 262.

flota: 286.

hybris: 424.

imperio cosmopolita: 394.

parques y jardines: 297, 378.

visita a Troya: 299-300.

y Ahura Mazda: 296, 430.

y el eclipse: 298, 299.

véase también Jerjes, invasión de Grecia

Jerusalén: 79, 80, 199.

Jonia: 286, 288, 432.

actitud hacia los «bárbaros»: 202-203.

acuñación de monedas: 152.

batalla de Salamina: 387.

derrota ante los persas: 51-52, 215-216, 221, 223.

derrota naval en Lade: 373.

devastación posterior a la derrota: 231.

experticia náutica: 292.

gusto por lo exótico: 200.

mapa: 209.

noticia de la victoria de Pausanias: 426.

paz y orden: 230-231.

petición de democracia: 207, 208.

y Artafernes: 202, 230-231.

Jorasán, Ruta del: 35-39, 351.

arios: 39.

mercaderes: 66.

palacio de los medos: 42.

seguidos por los persas: 52-53.

Judíos: 79, 199-200.

juegos: 161, 162, 200.

juramento: 255.

Lacedemonia: 111, 121, 134, 210, 408.

ataque anfibio aconsejado por Demarato: 373.

véase también Esparta

Lade: 221, 229, 286, 292, 373, 426. Laurión: 277.

Leónidas: 21, 23, 236, 281, 304, 319. duelo en Esparta: 408. en las Termópilas: 323, 329, 330-337, 344, 354-356, 359.

Leotíquides: 234, 236, 304, 403. batalla de Micala: 427, 431. en las costas de Delos: 405. en Samos: 426.

ley: 125. Líbano: 286. libertad: 133-135, 190, 191-192, 423. Lícidas: 405, 412. Licurgo: 113-115, 164-165, 166, 167, 321. Lidia

guerra con los medos: 41. guerra con los persas: 48-50, 55. véase también Creso. Liga Délica: 432, 433, 434, 436. Liga Peloponense: 283.

Macedonia: 232-233, 288. Magnesia: 325, 328. magos: 42, 63, 68, 74, 261, 298. Mandane: 44-45. mar Aral: 53. mar Negro: 204. Maratón: 158, 242, 245-246, 270, 402, 428.

batalla de: 20, 25, 251-254, 255, 246, 428. conmemorada en el Partenón: 438, 440. Juegos Olímpicos modernos: 254. mapa: 250.

Mardonio:232, 265, 269, 394. batalla de Platea: 407, 411-418, 420. en Tesalia: 403. se propone «poner fin a la tarea» de someter a los griegos: 396.

Marduk: 78, 83-84, 85. y Darío: 86.

medos: 295. batalla con los persas: 45, 46-48. caballería en invierno: 49. colaboración con los persas: 50. cría de caballos: 39. en las Termópilas: 335. guerra con los lidios: 41, 48-49. invasión de Siria: 41. lazos culturales con los persas: 46-47, 74. magos: 42. palacio en Ecbatana: 42. victoria sobre Nínive: 40. véase también Astiages.

Megacles: 163-164. Megara: 153, 154, 288, 314, 364, 375. Menelao: 109, 149, 321. mensajeros: 227. Mesenia: 111, 115, 116, 131.

Mesopotamia: 79, 80-83, 393. opulencia: 90. y Marduk: 85.

Micenas: 116, 223.

Milcíades: 170, 174, 204, 205, 218. dirige la defensa de Atenas ante la invasión persa: 242, 243, 246-247, 254-255. juicio en Atenas: 224-225, 271, 273.

Mileto: 205, 206, 208, 214, 221, 426. destrucción a manos de los persas: 222, 224, 229, 286, 292. resistencia pasada hacia Persia: 373.

minería de plata: 277-278. Mircino: 205, 215. mitos fundacionales: 146-147. modales: 124. monarquía: 88, 89, 90, 140. monstruos marinos: 270. Mosquios: 267. Muralla Meda: 81. museos: 82.

Nabónido: 80, 82, 83-84, 85. Nabucodonosor II: 80, 81. Nabucodonosor III: 80, 86, 91. Nápoles: 288. naufragio: 340-341. Naxos: 170, 286. atacada por Artafernes: 206-207. negocios: 85, 152-153. Némesis: 424, 426, 439, 440. Neseo: 66, 67, 296. Nimrud: 38. Nínive: 38, 40, 42. niños: 125-130.

Occidente: 287, 288, 291. mapa: 288. y Oriente: 291.

Odiseo: 329. Oeta, monte: 136. Oeta: 346. Olimpia: 161, 317. Olimpo, monte: 161, 162, 232, 307. Onomacrito: 176, 265. oráculos: véase Delfos; Dídima. orden universal: 97, 102. Ossa, monte: 307. ostracismo: 273, 278, 279. Otanes: 64, 65, 71, 104.

palacios: 89, 100.

Palene: 169, 384. Pan: 245, 410. Panjonio: 220, 426. Panyab: 102, 103. paradaida (paraíso): 269. Paris (príncipe de Troya): 210. Parnaso: 136, 137. Parsua: 43. Partenón: 438. Pasargadas: 47, 57, 67, 99, 263. Pausanias: 410, 411, 433. almenaras encendidas por la victoria: 426. batalla de Platea: 412-418, 421-424. pederastia: 129-130. Pélopes: 117. Peloponeso: 117, 399, 403, 404, 407.

amenazado por Jerjes: 281, 282. espías: 286. mapa: 110. marchan a apoyar a Esparta contra Mardonio: 408. mitos fundacionales: 147. se rehúsan a unirse al congreso: 436.

Pelusio: 59. Pentelicón: 157, 167, 241. Periandro: 163. Pericles: 438. Perseo: 222, 305. Persépolis: 99-100, 101, 228, 263. Persia: 18, 24, 25.

escritura: 27, 95. orígenes: 44. véase también Artafernes; Cambises; Ciro; Darío; Datis; Jerjes.

Pérsico, golfo: 54. Piedad, monte: 99. Pireo: 220, 274, 279, 314. Pisistrátidas: 151, 168, 172, 174, 180, 188, 271, 273. Pisístrato: 165-172.

y Homero: 321. Pitia o pitonisa: 137, 308, 309, 372. Pitio: 198, 298. Pitioi o pitios: 304. pitón: 136. Platea: 179, 189, 245, 323, 407, 410, 411, 437.

batalla: 412-422.

mapa: 419. Platón: 25. Pnyx: 191, 312. pobres: 153-157. poderío naval: 216, 220, 274, 278, 279, 280. Poseidón: 276. prostitutas: 362. Psitalea: 379, 385. 387, 392, 402. Puerta Media: 356. Puertas Cilicias: 346. Puertas Persas: 346. Puertas Sirias: 346.

púrpura, tinte de: 287.

Quersoneso: 170, 174, 204.

Ramnunte: 439. Ranga, río: 54, 103. religión

Atenas: 158, 160. Babilonia: 83-84. Esparta: 111-112, 113, 123, 124-125. guerras religiosas: 97. Jerjes: 299. Persia: 70, 72-76, 97. tolerancia de: 198-200.

Roxana: 58, 63.

sacios: 53-54, 103, 237, 295. batalla de Platea: 420.

sacrificios: 158, 249, 300, 355. de caballos: 67. humanos: 299.

Salamina: 27, 151, 154, 311. «divina Salamina»: 372. evacuación de Atenas: 365, 366. intento de construir una pasarela: 395. mapa: 379, 388. regreso de la flota griega: 366, 368, 374. y Esquilo: 428.

salvajes: 53. salvoconducto: véase viyataka. Samos: 104, 135, 208, 238, 403, 428. Sardes: 49, 194, 217, 225, 430.

acrópolis: 196, 294. ejército de Jerjes: 293, 298. «la corte como prostituta»: 203. llegada de Jerjes: 282. palacio de Creso: 294. riqueza de: 195. sacerdotes de Apolo: 201. Temístocles como consejero: 434. templo de Cibeles: 195, 213.

Sargón 11: 39. Sargón: 82, 83, 88. Sarónico, golfo: 216, 361. satrapías: 196, 197. Semiramis: 35. Sepea: 223, 303. Sibaris: 290. Sicilia: 287, 288-291, 395. Sicino: 378, 379, 397. Sidón: 286, 291, 292, 302, 327. siete sabios de Grecia: 163.

Sikyavautish: 67, 296. Sin (dios de la luna): 84. Siracusa: 290, 305, 395. Siria: 205.

invasión por los medos: 41. Skiatos: 325, 326. Sogdiana: 53, 237. soldados: 112, 114, 115, 116, 120.

Inmortales: 336.

provisión de alimentos: 350. Solón: 154, 163, 166, 362. sunio: 276, 277, 435. Susa: 82, 98, 100, 101, 350. Taigetos, cadena del: 54, 103. Tales: 202. Tebas: 136, 144, 265, 323, 397, 407, 414.

y Atenas: 179, 189, 190. Tegea: 117, 118-119, 147, 401. batalla de Platea: 420.

Temístocles: 249, 271, 283. al mando de la flota griega: 283, 328, 329, 339, 343. antecedentes: 220. aparición heroica: 219. como abogado: 218. esperanza de la victoria sobre la flota persa: 367. evacuación de Atenas: 365-366. flota griega en Salamina: 374, 378, 380. homenajeado en Esparta: 401. influencia en los atenienses para su elección: 274, 277, 280. noticias del incendio del Ática: 368. nuevo puerto en el Pireo: 220, 274. ostracismo: 434. preparativos para la invasión persa: 306, 311, 312-315. relevado del mando de la flota: 402. Sicino enviado a Jerjes: 397. y el poder naval ateniense: 219. y Milcíades: 225.

Tempe: 307, 314.

templos: 83, 124. de Afrodita: 399. de Artemisa: 326. de Atenea Polias: 312, 364. de Cibeles: 195. de Poseidón: 276, 399. de Zeus: 172, 175, 191. en Atenas: 150, 160, 165, 166, 167, 172, 276. en Babilonia: 89. en Delfos: 136. en Eleusis: 189. en Esparta: 123. en Jerusalén: 199.

Panjonio: 426.

Partenón: 438.

reconstrucción de los templos incinerados: 436.

Termópilas

mapa: 354.

tormenta: 333.

Termópilas, batalla de: 136, 314, 322, 330, 392, 437.

ataque por los medos: 335-337, 437.

batalla naval en Artemisio: 338-343.

Efialtes revela el camino hasta las Termópilas: 351.

evacuación del campamento griego:357-358.

Hidarnes dirige a los Inmortales al campamento griego: 351, 352-353.

Jerjes en la tienda real: 344-351, 356.

los griegos son atacados y vencidos por el ejército persa: 356-357.

los Inmortales atacan a los focios: 352.

tormenta sobre el campamento griego: 337.

Tesalia: 265, 306, 307-308, 314, 396-397, 403, 422.

Tespis: 323, 355.

Tigris, río: 79, 81.

Timonasa: 168.

tiranos: 85.

Tirastíades: 354.

Tiro: 286-287, 291, 292.

Tracia: 205, 215, 232, 397, 430.

guarnición persa: 432.

tracios: 268.

Trezén: 361.

tributos: 100, 104.

trirremes: 286, 292.

Troya: 321-322.

visita de Jerjes: 106, 151, 210.

Tucídides: 122.

Turquía: 238, 360, 432.

Ucrania: 204. Ur: 55, 82. Uruk: 55.

Vahyadzata: 91, 92, 93. «Vía Sacra,': 189. visiones y sueños: 42-43, 176. viyataka: 228.

Yaxartes: 56.

Zagros: 35, 38, 39, 335.

asirios: 40.

batalla de los medos y los persas, 550 a. J.C.: 45.

Behistún: 75.

clima: 48.

cría de caballos: 39, 66.

ganado: 48.

reino de Anshan: 44, 47. Zeus: 138, 140, 310, 424, 439. zigurats: 83. Zoroastro: 72, 73, 74, 75, 76, 201.

This file was created with BookDesigner program

bookdesigner@the-ebook.org

25/11/2008

LRS to LRF parser v.0.9; Mikhail Sharonov, 2006; msh-tools.com/ebook/