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fue así como envió mensajeros a los diferentes contingentes navales con la orden de ofrecer una demostración de sus destrezas en una regata. Una vez que se hubo celebrado la competición, que inevitablemente habían ganado los sidonios, se dio orden de que los preparativos para cruzar el estrecho empezasen de inmediato.

Los preparativos llevaron toda la tarde y la noche y, finalmente, cuando el horizonte se iluminaba por la derecha, los Inmortales, que llevaban coronas de flores y sostenían sus lanzas con la punta hacia abajo, se formaron en filas muy juntas a un lado del puente oriental. En la distancia, desde el otro puente, se escuchaba el sonido de las bestias de carga, el rebuzno de las mulas, los quejidos de los camellos y, por encima de aquellos sonidos, el perfume de incienso de los resplandecientes braseros se elevaba para recibir a la aurora. El Rey de Reyes se adelantó a los Inmortales y, marchando sobre ramos de mirto, se aproximó hasta el borde del puente. Más allá del estrecho, la silueta de Europa se perfilaba mejor a cada minuto, hasta que, desde el este, el primer rayo de luz tocó el Helesponto. Jerjes derramó entonces el vino de una copa dorada en el mar y elevó una plegaria a los cielos suplicando el éxito de su gran empresa. Cuando hubo terminado, arrojó la copa a la corriente negra, luego un cuenco dorado y, finalmente, una espada. La ceremonia había concluido y ya podían empezar a cruzar. El sol, que tocaba las filas de los Inmortales mientras avanzaban por el puente que rechinaba bajo sus pies, se reflejaba en las manzanas doradas y plateadas de sus lanzas, de modo que, a medida que avanzaban, parecían puntos de luz en movimiento.*

Siete días fueron necesarios para que la fuerza expedicionaria salvara el estrecho desde Asia hasta Europa. El ejército cruzó el pontón oriental y las caravanas de carga el occidental, pero nadie sabe con certeza cuándo atravesó el puente el propio Jerjes. Algunos dicen que fue en el segundo día, otros que fue el último hombre en cruzarlo. Sin embargo, lo cierto es que la expedición pasó el Helesponto sin problemas y que ese logro, para quienes lo presenciaron, parecía la obra de un dios más que una hazaña humana. «¿A qué fin, oh Zeus -se cuenta que exclamó un nativo al ver al Rey de Reyes cruzar el estrecho- en forma de persa y con nombre de Jerjes en lugar del de Zeus, quieres asolar a Grecia conduciendo contra ella todos los hombres? Pues tú sin ellos podías hacerlo.»63

Poniendo límites

Al mismo tiempo que Jerjes dejaba Sardes, una delegación de Esparta se dirigía hacia el norte para participar en el congreso de los aliados en el istmo, pero seguro que el estado de ánimo de aquellos hombres era bastante menos alegre que el del Gran Rey. Los espartanos, incluso en los mejores momentos, tendían a ser malos viajeros, y la primavera del 480 a. J.C., qué duda cabía, no era la mejor de las épocas. La noticia de que casi dos millones de bárbaros se dirigían a Esparta debió de darles material de sobra para reflexionar. Pero ni siquiera el temor a la invasión podía eclipsar por completo un motivo de paranoia más tradicional para los espartanos. Huraños tan provincianos en sus temores como en muchos otros rasgos, el temor supremo de aquellos hombres había sido siempre la revuelta en su propio territorio. Incluso llegada la primavera, los ilotas, a quienes se mantenía en la ignorancia de todo lo que no fuese un hecho relacionado específicamente con la servidumbre, poco sabían acerca de la inminente llegada del Gran Rey. Pero no todos los habitantes de la región eran igual de indiferentes a todo aquello, y en las ciudades hacía tiempo subordinadas,

* Ningún detalle demuestra mejor la autenticidad de las fuentes de Heródoto a propósito del paso de Jerjes del Helesponto que el que reza que los Inmortales marcharon a la guerra con sus lanzas hacia abajo. Los frescos asirios, que ningún griego podría haber visto, muestran exactamente la misma escena, prueba de la continuidad entre las tradiciones persas y las de los imperios anteriores tanto como del notorio rigor de Heródoto como historiador. 63 lbid., 7.56. Tomado de María Rosa Lida. Según Holland sería: «¿Te has tomado la molestia de hacerte pasar por un simple mortal de Persia, de tomar el nombre de Jerjes y de convocar al mundo entero a que te siga con el propósito de aniquilar a Grecia? ¡No hay duda de que era más sencillo hacerlo tú solo!»

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y por lo tanto resentidas hacia Esparta, la posibilidad de sustituir el dominio de una superpotencia local por una soberanía global propiciaba agudos cálculos. De camino al congreso del istmo de Corinto, la delegación espartana iba dejando atrás ciudades cuyos pobladores, según se decía, estaban medizando. Una de éstas, justo dentro de la frontera con Tegea, era Carias, un pueblo ligado de un modo tan íntimo al resto de Lacedemonia que las jóvenes espartanas iban a bailar allí con frecuencia. La propia Tegea, en años recientes, había mostrado una preocupante tendencia a la insubordinación, llegando incluso a permitirse ocasionales «choques abiertos con Esparta».64 Aquello, sin embargo, era un motivo menor de preocupación si se tenía en cuenta a Sepea, la enemiga más amarga y venenosa de Esparta, tal vez diezmada por la última matanza, pero todavía hambrienta de venganza y de lo que concebía como un derecho de nacimiento: el dominio del Peloponeso. Mientras se dirigían hacia el norte, a Corinto, los delegados espartanos difícilmente habrían podido evitar una mirada de angustia en dirección de Argos.

Hay que admitir que los argivos habían adoptado una postura escurridiza y todavía no se habían comprometido con la causa del Gran Rey de manera abierta. Pero tampoco -y de ello estaban penosamente al corriente los espartanos- se habían sumado a la causa aliada. Aquel invierno, cuando los representantes espartanos llegaron a Argos y conminaron a los argivos a sumarse a la causa, éstos respondieron con unas demandas que sabían imposibles: una tregua de treinta años y una participación en el mando. Las negociaciones fracasaron de inmediato, se condujo a los embajadores espartanos a la frontera y se les advirtió que si enviaban otra misión, aquello se tomaría como un acto hostil. Pues «antes quisieron ser dominados por los bárbaros que ceder en nada a los lacedemonios».65

Una declaración de neutralidad que, para los espartanos, resultaba tan alarmante como una amenaza. Incluso antes de la primera conferencia aliada en Helenión, ya se sospechaba lo peor de Argos, y con razón. Y mientras los argivos, para justificar una neutralidad tan poco gloriosa, podían esgrimir una advertencia de Delfos («cuidaos y mantened vuestras lanzas bien guardadas»),66 los espartanos, por su parte, «con la primera agitación de la guerra», decidieron solicitar también un pronóstico a largo plazo de Apolo. Al regresar del oráculo, los pitios traían a sus majestades Leónidas y Leotíquides el más alarmante de los mensajes.

Vuestro destino, oh habitantes de los anchos campos de Esparta,

Es ver a vuestra grande y famosa ciudad destruida por los hijos de Perseo.

Eso, o todos aquellos que habiten dentro de las fronteras de Lacedemonia,

Deberán hacer duelo por la muerte de un rey del linaje de Hércules. 67

La profecía daba para cavilar. No sólo porque Leónidas y Leotíquides parecían haber recibido una sentencia de muerte, sino porque, además, la descripción del apocalipsis que aplastaría a Esparta entrañaba la típica y amenazante ambigüedad délfica. ¿Quiénes eran exactamente los hijos de Perseo? ¿Los persas? ¿Los argivos? ¿Ambos? Que la conferencia de primavera de los aliados se realizara en el istmo, a medio camino entre el Peloponeso y la Grecia del norte, sólo servía para que la pregunta se tornase más inquietante y urgente. A la delantera de los embajadores, todavía en las

64 Ibid., 9.37. 65 Ibid., 7.149. Según María Rosa Lida. Según Holland sería: «Pues, antes que ceder un centímetro, los argivos preferían el dominio bárbaro.» 66 Ibid., 7.148. 67 Ibid., 7.220. En palabras de Lida sería: «Escuchadme, pobladores de la anchurosa Laconia: / o arrasa vuestra ciudad la progenie de Perseo, o se salva la ciudad, pero el baluarte espartano / llorará a su muerto rey / el de la estirpe heraclea.» Es concebible, por supuesto, que los sacerdotes de Delfos y los espartanos se hayan puesto de acuerdo después de la guerra y hayan falseado la profecía, pero también es improbable. Heródoto la cita de la memoria viva; y se esperaría, que de haberla falsificado, los espartanos hubiesen tomado un rol mucho más activo en la guerra. Como dice Burns, al referirse no sólo a esto, sino a todas las profecías citadas por Heródoto: «No puede excluirse la posibilidad de que las respuestas del oráculo y las historias asociadas a ellas hayan sido "mejoradas" en su transmisión; pero no es razonable dudar que fueran solicitadas y dadas» (pp. 347-348).

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lindes de Asia pero cada día más cerca, se encontraban los persas, y tras de ellos, cuidándose las espaldas, los argivos. Todos hijos de Perseo. Resultaba poco sorprendente que los delegados esparta-nos estuviesen alterados.

Si Leónidas o Leotíquides se encontraban entre los embajadores no lo sabemos. No era práctica habitual de los reyes espartanos formar parte de sus propias comitivas, pero Leónidas en particular, como representante de un linaje real más antiguo, era el supremo comandante aliado, y con seguridad habría querido recibir en persona cualquier novedad estratégica. Si llegó a participar en las reuniones del istmo, seguramente la experiencia le habría desanimado. Pese a las grandes esperanzas del otoño anterior, no se habían sumado nuevos aliados. Al igual que Argos, muchos de los estados a los que se había exhortado a hacerlo habían respondido que Apolo les aconsejaba mantener la sumisión. Y la mayor decepción vendría del hombre que había dado lugar a las mayores esperanzas, el tirano de Siracusa. Gelón necesitaba con desesperación hasta el último barco y soldado para su propio e inminente enfrentamiento con Cartago. Puesto que no deseaba arruinar su prestigio admitiendo sus verdaderos motivos, se libró de sus compromisos con el viejo mundo con una desvergüenza tal que incluso superaba a los argivos. Primero, exigió el comando exclusivo de todas las fuerzas griegas y, acto seguido hizo gran espectáculo de su voluntad de negociación del comando, ya fuera del ejército o la flota. Cuando los embajadores aliados, tal como esperaba, se negaron, indignados, a aceptar sus condiciones, Gelón replicó con desprecio: «Huésped de Atenas, parece que vosotros tenéis quien mande, pero no tendréis a quién mandar.»68

Fue una amarga decepción que pareció dar un golpe fatal a cualquier esperanza que los griegos pudiesen albergar de lanzar una operación anfibia de defensa. Mientras que un ejército de hoplitas, si encontraba un paso de montaña que pudiese bloquear, podría aspirar a contener a las hordas bárbaras, la mayoría de los delegados sentía que la flota aliada, privada de los doscientos trirremes de Gelón, no tendría esperanza alguna de combatir en igualdad de condiciones. Temístocles, claro, no estaba de acuerdo, pero aquella primavera también él tenía dificultades para recordar a sus propios conciudadanos la fidelidad a su compromiso. Los espartanos no eran el único pueblo que había pasado un invierno de inquietud. Los atenienses, que habían gastado una fortuna, amén de su tiempo y esfuerzo, en armar una nueva flota, ahora tenían dudas sobre su estrategia. Muchos procuraban fortalecer su espíritu para la terrible prueba que se avecinaba con una renovada nostalgia de Maratón. Cuanto más cerca se encontraba el Gran Rey, más ansiaban los veteranos de aquella celebrada victoria -la valerosa, tenaz y conservadora clase hoplita- partir sus remos sobre la cabeza de Temístocles y enfrentarse de nuevo, en tierra, contra los bárbaros. El propio Temístocles, que había esperado que aquella particular fantasía desapareciera con el ostracismo de Arístides, se encontró muy cerca de que lo relevasen del mando, y sólo mediante un soborno a su rival para que éste renunciase a la candidatura pudo ganar las elecciones anuales para formar parte del equipo de generales. Su autoridad iba mermando y sus enemigos en Atenas lo sabían. También lo sabían los demás delegados en el istmo. Temístocles, por el momento, no estaba en posición de imponerse.

En lugar de eso, en medio de la vacilación y el desánimo, se permitió que un grupo de magnates ganaderos y gentes de campo de Tesalia tomara la iniciativa. Habían llegado por sorpresa a la conferencia y habían urgido a los abatidos aliados a mirar hacia el norte. Tesalia era asombrosamente plana y vasta y, por lo tanto, un sitio ideal para la caballería persa, pero sus campos ondulantes estaban rodeados por todos los flancos de cadenas montañosas, ingentes baluartes naturales que se erguían al cielo desde la planicie polvorienta. De aquellos montes, los más imponentes estaban situados al norte, a lo largo de la frontera con Macedonia, controlada por los persas. Era allí donde, de acuerdo con los barones tesalios, los aliados debían hacerles frente. Los delegados se mostraron curiosos. Para muchos de ellos, de instinto provinciano como la mayoría de los griegos, Tesalia era terra incognita, no sólo remota sino, de hecho, siniestra, tan

68 Heródoto, 7.162. Tomado de María Rosa Lida. Según Holland sería: «Amigos míos, no pareciera que os faltasen líderes, todo lo que necesitáis ahora es encontrar algunos hombres a los que puedan comandar.»

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famosa por sus brujas como por su ganado y su grano. Sin embargo, todo el mundo había oído hablar del monte Olimpo y de su vecino inmediato, el monte Osa, dos de las elevaciones que definían la frontera norte. Muchos delegados habían oído también de Tempe, el estrecho paso de ocho kilómetros que separaba el Olimpo del Osa y cuyas laderas, tan verticales, hacían pensar que sólo el tridente de Poseidón podría haber tallado aquellos acantilados. Los tesalios aseguraron a los aliados que cualquier ejército que se dirigiera al sur tendría que pasar por aquel desfiladero, y lo único que los griegos tendrían que hacer para detener al Gran Rey era despachar una fuerza a Tesalia y bloquear Tempe. Parecía un argumento a prueba de objeciones. Incluso los espartanos estaban convencidos, pese a que el plan los obligaría a arriesgar la seguridad de sus tropas, enviándolas lejos del Peloponeso. De modo que diez mil hoplitas de varias ciudades se prepararon para el viaje, la misma cantidad que había derrotado a los bárbaros en Maratón, detalle tal vez significativo. Un espartano, un tal Euaineto, tomó el mando general, mientras Temístocles lideraba el contingente ateniense.

Unas pocas semanas más tarde, toda la expedición se vio frustrada de la manera más humillante. Las artes disuasorias de los tesalios, que habían logrado convencer a los aliados de embarcarse en aquella expedición, les habían hecho olvidar la mención de varios inconvenientes. Primero, que una facción rival en Tesalia ya se había sometido a los persas; segundo, que Tempe no era el único paso a través de las montañas del norte, y tercero, que todo el área se encontraba tomada por agentes enemigos y que así había estado durante años, desde que la facción dominante en Tesalia, procurando eliminar de una buena vez a sus rivales, había establecido el primer contacto con los jefes de espionaje de Jerjes y había sugerido al señor de los persas lanzar una ofensiva. La fuerza expedicionaria, lejos de asegurarse una posición invulnerable, había caído en una trampa. Dado que una guerra civil fermentaba en su retaguardia, y en vista de que no podían asegurar todos los pasos de montaña hacia Tesalia, apenas llegaron a Tempe, Euaineto y Temístocles decidieron que era mejor no arriesgarse y se apresuraron a regresar. Una decisión correcta, sin duda, que salvó la vida de diez mil hombres. Pero la ignominia de la retirada sólo podía enviar un escalofrío a toda Grecia. Ahora que las facciones rivales de Tesalia quedaban abandonadas a los bárbaros, empezarían a medizar de manera frenética, y los colaboracionistas de las ciudades más meridionales verían confirmada su propia concepción de sí mismos como realistas. Entretanto, los pueblos que todavía estaban dispuestos a luchar se hundían en una angustiosa parálisis. Ante la creciente marea de la amenaza persa, cada día más turbia, daba la impresión de que los aliados sólo tuviesen una estrategia: la retirada. Los rumores de que los persas eran invencibles se hacían cada vez más intensos, y no se hablaba de otra cosa ni siquiera en las ciudades comprometidas con la resistencia cuando, a finales de mayo, la noticia de que el Gran Rey y su ejército habían cruzado el Helesponto irrumpió como un trueno sobre Grecia.69

Fue en Atenas donde reinó mayor perplejidad y donde el enfrentamiento a propósito de la estrategia a seguir resultaba más ominoso. El pueblo ateniense, a diferencia de los ciudadanos de otras ciudades, no se enfrentaba sólo a la posibilidad de la derrota, sino a la destrucción total y, en su desesperación, buscó la guía de Apolo.70 Los emisarios atenienses dejaron el Ática, pasaron fatigosamente por Tebas, escalaron las faldas del monte Parnaso, y pronto se encontraron en el camino sinuoso y cada vez más solitario que, entre picos dentados y rocosos desfiladeros, conducía

69 La fecha de finales de mayo supone que Jerjes dejó Sardes a mediados de abril; le habría llevado otro mes llegar al Helesponto. 70 Heródoto, a quien debemos las dos respuestas del oráculo dadas a los atenienses, no indica cuándo se produjo la consulta. Dado que nos dice que los espartanos obtuvieron su profecía el año anterior (7.220), algunos académicos han fechado las profecías atenienses en el mismo período; pero esto parece improbable. Cierto es, con casi completa certeza, que los atenienses debieron de visitar Delfos en el 481 a. J.C., pero el registro de cualquier consulta anterior habría sido borrada por los últimos, y mucho más sensacionales, oráculos. Tan explosivo era su mensaje y tan transformativa su influencia que hace verosímil explicar la relación entre ellos y la política ateniense ese verano del 480 a. J.C. como una instantánea causa y efecto. En cuyo caso la embajada ateniense a Delfos a comienzos del verano del 480 a. J.C. es muy probable que se haya debido a las noticias del cruce de Jerjes del Helesponto, que llegaron a Atenas, como sabemos por Heródoto (87.147), poco después del regreso de la expedición a Tempe.

a Delfos. Una vez llegaron a su destino, fueron conducidos primero a través del llamativo santuario hasta el manantial de Castalia, y una vez se hubieron purificado en sus aguas heladas y hubieron ofrecido un sacrificio a las llamas del fuego eterno, llegaron al propio templo. Al fondo del santuario, en lo más profundo de la penumbra de un laberinto de antiguos tesoros, la Pitia los aguardaba. Comparada con la piedra del Ónfalos, cubierta por una red, o con el sagrado laurel, o con la lira del dios, tesoros todos amontonados en una pequeña sala contigua, la Pitia, una anciana ataviada con un vestido de jovencita, resultaba grotesca e inapropiada como vehículo del dorado Apolo. Sin embargo, mientras los vapores del caldero sobre el que estaba colocada acariciaban sus muslosabiertos y ondeaban bajo su túnica de virgen, la anciana ya se agitaba en un éxtasis profético y caía en trance. Los atenienses, guiados por los sacerdotes, tomaron asiento junto a la entrada, y de inmediato, sin esperar siquiera a escuchar la pregunta, la Pitia comenzó a sacudirse con la urgencia de su divina posesión. «¿Por qué os sentáis, desgraciados? – gimió, su acento distorsionado, afectado por el miedo-. ¡Salid de aquí, escapad, escapad, escapad al fin del mundo!» Sus palabras, escupidas con horror, se elevaban y tropezaban con un ritmo salvaje, conjurando imágenes de matanzas, de fuegos y aniquilación. El dios de la guerra se acercaba, las ruedas de su carro sirio traqueteaban y las torres se derrumbaban a su paso. Los templos de Atenas arderían. La negra sangre ahogaría a la ciudad. «Salid, digo, del santuario, y esparcid tristezas sobre vuestra alma.»71

Andando con dificultad hasta encontrar de nuevo la luz del sol, los emisarios atenienses se encontraron sin otra opción que seguir las órdenes de la Pitia y entregarse a la desesperación. Ya todo estaba decidido: la ruina de su ciudad estaba cerca, pero ¿lo estaba realmente? Un sacerdote, evidentemente tan afectado por la visión de la Pitia como los propios atenienses, corrió tras los emisarios y les rogó que se acercaran al oráculo por segunda vez. Para un escéptico, aquello podría haber parecido una sospechosa apuesta compensatoria. Y tal vez lo fuese; los sacerdotes, después de todo, tenían que considerar su propio futuro, y aunque resultaba comprensible que se encontrasen ansiosos de no antagonizar con el Rey de Reyes, tampoco podían arriesgarse a apostar todas sus fichas a la victoria persa. Cualquier eventualidad, hasta la más improbable, que era la victoria griega, debía tomarse en cuenta. Resultaba prudente, pues, que los sacerdotes concediesen a sus huéspedes atenienses al menos un destello de esperanza.

El cinismo, como el ejemplo fatal de Cleómenes había demostrado, podía llegar demasiado lejos. No todos los enigmas del oráculo podían rechazarse en tanto que muestras de oportunismo. Despreciar a Delfos era despreciar la divinidad en su conjunto. Y la idea que se ocultaba tras el consejo del sacerdote a los atenienses -que a Apolo, aunque había revelado un pronóstico de absoluto pesimismo, de alguna manera podía persuadírsele de matizar con otro dictamen más agradable- no era necesariamente inverosímil. La sabiduría de un dios, por su misma naturaleza, era misteriosa e infinita. Con Apolo, las cosas rara vez eran lo que parecían, y si Delfos, como pensaba la mayoría de los griegos, abría una puerta a lo sobrenatural, entonces el atisbo del futuro que les permitía podía brillar y mutar como el fuego.

De modo que los atenienses aceptaron el consejo del sacerdote, y no debieron de haberse sorprendido del todo cuando la Pitia, al verlos por segunda vez, cayó en un renovado frenesí y empezó a recitar nuevas profecías. «Atenas no puede calmar el poder de Zeus Olímpico – advirtió- aunque le ruega con toda su elocuencia y dulzura.» Hasta ese momento, el oráculo resultaba deprimente, pero entonces, abruptamente, hubo un destello de esperanza. «Y aun así», gimió la Pitia:

Y aun así, con esta palabra os ofrezco, firme, una promesa:

Todo lo que está dentro de los límites del Ática caerá,

Sí, y los sagrados valles de las cadenas montañosas cercanas,

Pero sólo la muralla de madera, la muralla de madera resistirá,

71 Heródoto, 7.140. Tomado de María Rosa Lida. Según Holland sería: «Marchaos, marchaos, dejad el santuario, rendíos a vuestra pena.»

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Eso concede Zeus a Atenea, como auxilio a vosotros y a vuestros hijos.

Hombres a caballo, hombres a pie, avanzan desde Asia:

Retiraos, pues muy pronto los encontraréis cara a cara.

Divina Salamina, serás la ruina de más de un hijo de su madre

Cuando la semilla se disperse, o la cosecha se recoja.72

Con estas crípticas frases finales, la Pitia despertó bruscamente de su trance y de nuevo se hizo el silencio en el santuario de Apolo.

¿De qué demonios podía estar hablando? Aunque no tenían la menor idea, los emisarios atenienses estaban aliviados de que la segunda ronda de versos sonara un poco más alegre que la primera y, agradecidos, llevaron la transcripción a Atenas. Allí se analizó hasta el cansancio, y la disputa y la perplejidad fueron generales. Una expresión en particular sirvió para polarizar las opiniones, «la muralla de madera». Los oponentes de Temístocles, que mostraban una prodigiosa capacidad para las opiniones irrelevantes, pensaban que se trataba de una referencia a la cerca de madera que en tiempos de Erecteio había bordeado la cima de la Acrópolis. Temístocles, de manera más plausible, argumentó que se refería a los barcos de la flota. De lo contrario, dijo, ¿por qué la Pitia habría de mencionar la isla de Salamina? Sí, respondieron sus oponentes, pero la Pitia no había aclarado qué madres -si las griegas o las bárbaras- harían duelo por sus hijos. Cierto, respondió Temístocles, pero ¿acaso no ha calificado a Salamina de «divina»? Y así continuó la disputa.

Sólo los votos de la asamblea podrían llegar a una decisión. Tal había sido la sabiduría de Apolo que le había dado a Atenas un oráculo que no se limitaba a ser el espejo de sus dudas más íntimas, sino que obligaba a la ciudad a resolver aquellas dudas por sí misma. Era en tanto que ciudadanos de una democracia que los atenienses se enfrentaban a su prueba más importante, y como ciudadanos de una democracia debían decidir cuál era la mejor manera de hacerle frente. A comienzos de junio se acordó una fecha para el debate formal del oráculo, que serviría, claro, para determinar de una vez por todas cómo librar la guerra que se aproximaba. Ahora que el Gran Rey se encontraba a pocas semanas de camino de su ciudad, el pueblo ateniense no podía perder el tiempo. Por fin se veían obligados a decidirse por Temístocles y su estrategia, o bien rechazarle a él y a su estrategia de una vez por todas.

El lugar elegido para aquel debate tan trascendental era el primer y más solemne monumento que la democracia había erigido en su propio honor: el gran centro de reunión que habían excavado hacía dos décadas y media en la colina del Pnyx. Mientras tomaban asiento entre el polvo y la fragancia del tomillo, los votantes podían ver el panorama sin rival de su ciudad y el sagrado paisaje del que los primeros atenienses, en sus orígenes, habían brotado. En la distancia, casi despojada de color por la pureza de la luz ática, se dibujaban la silueta del monte Pentélico y los caminos que llevaban a Maratón. En primer plano se erigía el Ágora, con el gran desnudo de los tiranicidas junto a los nuevos y resplandecientes monumentos cívicos. A la derecha se elevaba imponente, por encima de todo lo demás, la roca sagrada de la Acrópolis. Cubierta como estaba todavía su cima por los detritos de la aristocracia -santuarios familiares, estatuas, escudos y bronces votivos- podían verse allí, sin embargo, en el más sacrosanto de todos los lugares, llamativas señales del nuevo orden. El venerable aunque deteriorado templo de Atenea Polias, antiguo ejemplo de la excelencia bútada, se había reemplazado hacía tiempo, durante la primera década de la democracia, por una imponente estructura, mucho más apropiada a la divinidad de la diosa y del propio pueblo de Atenas. Se había demolido, además, el santuario de extravagante decoración que los Alcmeónidas habían construido a mediados del siglo anterior, al tiempo que el ostracismo se había encargado de

72 Ibid., 7.141. Según María Rosa Lida sería: «Mas te diré nuevo oráculo, sólido como diamante: / mientras yazga en cautiverio cuanto abarca montaña / de Cécrope y las gargantas del divino Citerón / Zeus el de voz anchurosa otorga a Tritogenia / que perdure inexpugnable sólo un muro de madera, / refugio que ha de salvarte y ha de salvar a tus hijos. / No tú aguardes sosegado las huestes innumerables / de infantes y de jinetes que de allende el mar avanzan. / Cede el paso, da la espalda, que ya les saldrás al frente. Y tú, sacra Salamina, matarás hijos de madres / cuando esparza las espigas Deméter o las reúna.»

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destruir la base política de la familia. En su lugar se había dado inicio a las obras de otro magnífico templo, concebido como celebración de Maratón y como expresión de gratitud a Atenea por su protección. Los votantes que se situasen en el Pnyx podrían ver todavía el andamiaje que cubría aquella estructura a medio terminar. Una obra del amor como aquélla, en un lugar así, en una ciudad como Atenas, no podía abandonarse. Y menos a los bárbaros y a su impío fuego.

Sin embargo, en aquel día señalado, el día del debate más decisivo de la historia griega, y tal vez de la historia europea, era precisamente aquello lo que proponía Temístocles. Ya no era posible, si acaso alguna vez lo había sido, embellecer los detalles de su política naval. Aunque todos los ciudadanos capacitados tomaran su lugar en la bancada, la flota ateniense seguía careciendo de tripulación suficiente. Ningún hombre en edad de pelear podía ser dispensado para proteger «una muralla de madera» en la Acrópolis, ni tampoco en algún otro lugar de Atenas. Las mujeres, los niños y los ancianos deberían ser evacuados y la propia ciudad debía confiársele «a Atenea, la señora de Atenas, y también a los otros dioses».73 Era posible, claro -y así debió de haberlo argumentado Temístocles- que aún hubiese oportunidad de detener a los bárbaros al norte del Ática. Con todo, si cada ateniense estaba dedicado a la flota, aquello requeriría que los espartanos y sus aliadosse encargasen de defender el frente terrestre. Que fuese posible persuadir a los peloponenses para que se aventurasen más allá del istmo una segunda vez, tan lejos de sus propias ciudades, era algo que sólo se sabría con el tiempo. Si los atenienses albergaban alguna esperanza de convencer a los espartanos de que no les abandonasen, no tenían mucha elección, salvo dar ejemplo. Temístocles, de seguro, podía ofrecer a sus conciudadanos sangre, sudor y lágrimas, amén de grandes esfuerzos, pero lo que no podía conceder era que ellos mismos se resistiesen al invasor en la playa. Entregar Atenas, pero nunca entregarse con ella, tal era la política, tan audaz como paradójica, que Temístocles ofrecía a los atenienses.

No tenemos manera de saber qué cimas pudo alcanzar su talento oratorio, ni qué frases memorables y conmovedoras pronunciase; no se conserva un solo testimonio de su discurso. Sólo por el efecto que tuvieron en la asamblea podemos imaginar lo energéticas y vivificantes que debieron de resultar las audaces propuestas de Temístocles, pues el voto de los asistentes acabó refrendándolas. El pueblo ateniense, enfrentado al peligro más severo de su historia, se comprometía, de una vez y para siempre, con el desconocido elemento marino y ponía su fe en un hombre cuya ambición muchos habían temido durante tanto tiempo. Pocos atenienses parecían seguir dudando que Temístocles poseyera «un talento supremo para obtener la solución perfecta a una crisis precisamente en el momento adecuado».74 Pero sólo al borde mismo de la catástrofe habían sido capaces de reconocer la cualidad excepcional de sus previsiones. En circunstancias normales, la democracia mostraba poca tolerancia hacia el genio, pero las circunstancias de aquel verano no eran normales en ningún sentido, y por eso los atenienses, en lugar de castigar a Temístocles por haber llevado siempre la razón a propósito de la amenaza persa, decidieron apoyarlo. La suspicacia del talento, en un momento de crisis como al que se enfrentaba Atenas, era algo que la ciudad no se podía permitir. Por ello, a insistencia de Temístocles, se autorizó convocar el regreso al Ática de varias víctimas del ostracismo, «con el fin de que todos los atenienses pudieran pensar como una sola cabeza en la defensa contra los bárbaros».75 Cimón, hijo de Milcíades, y tal vez el máximo heredero de la tradición de Maratón, condujo una procesión de la jeunesse dorée desde el Cerámico hasta la Acrópolis y allí, con gran ostentación, dedicó la rienda de su caballo a Atenea antes de recoger un escudo y descender con sus compañeros hasta El Pireo. «Y

73 De las líneas 4 y 5 del llamado «Decreto de Trezén», una estela de piedra encontrada en 1959, que parece provenir de una copia del siglo III a. J.C. de la moción adelantada por Temístocles. Desde su descubrimiento se ha debatido mucho su autenticidad. Lazenby, tercamente escéptico como siempre, la rechaza como «una falsificación patriótica», pero muchos otros estudiosos de las guerras médicas (Green, Frost, Podlecki, entre otros) aceptan que sí; en palabras de Green, «nos da algo muy cercano a las propuestas de Temístocles, aunque es posible que combine varias mociones aprobadas en diferentes días» (p. 98). La mejor y más detallada discusión está en Podlecki (pp. 147-167). 74 Tucídides, 1.138. 75 Decreto de Trezén, 44-5.

así hizo para transmitir a toda la ciudad un simple mensaje: que ya no era necesaria la habilidad del jinete sino los hombres que pudieran pelear en el mar.»76

Ahora que Atenas finalmente se encontraba unida, lo único que quedaba por hacer era persuadir a los aliados a interpretar sus roles. A su regreso al istmo, Temístocles lo hizo con un puño en extremo fortalecido; se encontró con que los peloponenses no se mostraban en principio hostiles, pese al fiasco de Tempe, al establecimiento de un segundo frente defensivo. Después de todo, la flota ateniense estaba comprometida con la defensa de su propia línea costera tanto como con la del Ática, y Temístocles, para quien la expedición a Tesalia no había sido una completa pérdida de tiempo, ya había identificado el lugar perfecto para intentar contener a la flota persa. Entre la punta norte de Eubea y el continente existía un angosto pasaje de apenas unos diez kilómetros, ideal para bloquearlo. Además, estaba situado apenas a unos sesenta y cinco kilómetros al este del paso más estrecho de las Termópilas. Una flota y un ejército que operasen en equipo tendrían la esperanza de controlar ambos lugares, el estrecho y el paso, incluso teniendo en cuenta las monstruosas probabilidades en contra. Los atenienses, azuzados por Temístocles, ya habían votado enviar cien barcos a Eubea, y ahora los delegados aliados -sin duda, también urgidos a ello por Temístocles- aceptaron respaldar esta estrategia. Corinto, Egina y Megara, al igual que otras potencias navales menores, estuvieron de acuerdo en enviar un escuadrón para apoyar a la flota ateniense. Esparta, por su parte, llevaría una fuerza expedicionaria hasta las Termópilas. Parecía que, al fin, pese a todo, se había

76 Plutarco, Cimón, 5.

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alcanzado una resolución. Y ahora, en la calma que precedía a la tormenta, no quedaba más que esperar a los bárbaros.

Y esperar, y esperar un poco más. Junio daría paso a julio, y el Gran Rey seguía sin llegar. Los rumores alimentaban informes fantásticos sobre su avance, sobre cómo su ejército, al beber, secaba los ríos, sobre cómo todo el que se cruzaba en su camino se apresuraba a ofrecerle tierra y agua. Noticias sobre el dorado esplendor de sus regatas, sus festines y diversiones. Por lo pronto, parecía que su avance por Europa había sido menos una invasión que un placentero desfile, y, cuando julio dio paso a agosto, las mejores condiciones para la campaña militar empezaban a quedar atrás. Muy pronto el Egeo se calentaría hasta un grado opresivo y el aire más frío del norte y del noreste traería consigo las tormentas de verano, que los griegos acostumbraban llamar Helespónticas. «Rezad a los vientos -aconsejaron los sacerdotes de Delfos, en su mensaje final a los aliados-, pues se mostrarán como buenos aliados de Grecia.»77 Un mensaje que todos los que se preparaban para navegar con la flota griega tomaron al pie de la letra.

Sin embargo, entre los pobladores de una ciudad en particular, la tardanza del Gran Rey provocaba sentimientos mucho menos entusiastas. Para los espartanos, la perspectiva de tener que defender las Termópilas en agosto resultaba sobremanera alarmante. Habían pasado cuatro años desde los últimos juegos en Olimpia y ahora que la luna comenzaba a blanquear de nuevo, los juegos estaban a punto de comenzar. Para completar la agonía espartana, pronto tendría lugar también la Carneia, y la conjunción de ambas festividades anunciaba un período inusualmente prolongado de tregua sagrada. ¿Cómo iban a romperlo? Atormentados por los espectros de los embajadores persas que habían ejecutado, la idea de ofender a los dioses con nuevos sacrilegios resultaba demasiado infame como para contemplarla. Y mientras el Peloponeso estuviera plagado por la potencial medización y los argivos, como siempre, olfateasen la oportunidad en el aire, el Gran Rey no sería el único instrumento de castigo divino que se preparaba en las cercanías. No, los espartanos no podrían marchar hacia el norte en agosto. Hacerlo sería criminal y digno de lunáticos. La tregua olímpica no podía romperse.

Pero ¿quiénes eran los bárbaros para respetar semejantes escrúpulos? Apenas empezó agosto llegaron al istmo las noticias que toda Grecia esperaba, temidas por una mitad y anheladas por la otra: los persas habían comenzado a despejar caminos a lo largo de las faldas del Olimpo. La conferencia se disolvió de inmediato, y en Atenas, cuyos muelles se encontraban ya tomados por el alboroto de los preparativos de la evacuación, la idea de una tregua era lo último que los ciudadanos tenían en mente. En lugar de eso -y literalmente-, todos se habían subido a bordo. Los defensores de la ciudad se reunían en medio del frenesí y algunos barcos -los más prescindibles- fueron confiados a los voluntarios de la leal Platea, «cuyo coraje y espíritu, se esperaba, serviría para compensar su total ignorancia del mar».78 De modo que, aunque dejaban atrás una sustancial flota de reserva para defender las aguas de la patria, los atenienses lograron despachar a Eubea no los cien barcos que habían acordado, sino ciento veintisiete. Otras ciudades (Corinto y Egina a la cabeza) enviaron también todos los navíos que pudieron. Quien observara la flota aliada mientras rodeaba el cabo de Sunio en su camino al norte, trirreme tras trirreme, remos agitando el agua, arriba y abajo, arriba y abajo, debió de presenciar un espectáculo conmovedor. Doscientos setenta y un barcos de primera línea navegaban hacia Eubea. Sin duda, sólo una fracción de la flota bajo el mando del Gran Rey, aunque de todas formas representaba un valeroso esfuerzo. Valeroso y esperanzador.

Al mando de la flota se encontraba un espartano, tal como se había acordado el año anterior en Helenión, un aristócrata llamado Euribíades. Amarga ironía para sus compatriotas que, aunque perturbados por el temor a romper la tregua olímpica, sentían que su sentido del honor se ensalzaba al contemplar lo que otras ciudades ofrecían a la causa bélica. Proteger los accesos terrestres

77 Heródoto, 7.178. Según María Rosa Lida: «Pues ellos habían de ser los grandes aliados de Grecia.» 78 Ibid., 8.1. Según María Rosa Lida: «Los de Platea, por su valor y buena voluntad, sin tener práctica naval, tripulaban esas naves junto con los atenienses.»

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mientras otros se encargaban de guardar las rutas marítimas, he ahí un deber que un espartano difícilmente podía eludir. Tenía que haber alguna manera de comprometerse y mantenerse fieles a la causa sin arriesgarse al castigo furibundo de los dioses. Y puesto que era impensable enviar un ejército completo hasta que la tregua olímpica hubiese terminado, ¿por qué no enviar entonces una avanzadilla para asegurar el paso? Si a lo largo de la ruta de más de trescientos kilómetros que se extendía desde Lacedemonia hasta las Termópilas resultara posible persuadir a otras ciudades a reforzar la avanzadilla con contingentes propios, una pequeña fuerza espartana podría aspirar a defender el paso. Sobre todo si estaba integrada por los más férreos y más resistentes soldados de la élite. Y, sobre todo, puesto que aquello transmitiría al mundo un mensaje muy claro sobre la resolución espartana, si la dirigía un rey.

Sería Leónidas quien se hiciera cargo de aquella peligrosa misión. Como representante del linaje real más antiguo, sin duda debía sentir que era su deber, pero también tenía un motivo más personal. Los fantasmas de los embajadores persas asesinados no eran, quizá, los únicos espectros que visitaban Lacedemonia aquel verano. Había pasado más de una década desde que se había hallado el cadáver de Cleómenes en una acequia, con las piernas y el estómago cubiertos de tajos. Y todavía era un misterio si había muerto por su propia mano -un justo castigo por sus sobornos al oráculo y su arriesgada impiedad- o si había sido víctima de una sangrienta conspiración, orquestada posiblemente por el propio alto mando espartano. En todo caso, Leónidas debió de haberse sentido implicado en el terrible final de su predecesor, ya que al fin y al cabo, Cleómenes era de su propia familia. Y tal vez la sangre se hubiese lavado hacía tiempo, pero la opresiva y amenazante sensación de estar maldita aún pendía, tan cercana como el calor de agosto, sobre la ciudad de Esparta. Mientras se preparaba para aquella desesperada misión, Leónidas debía tener presentes las temibles palabras del oráculo. Si no resultaba arrasada su ciudad, «todos aquellos que habiten dentro de las fronteras de Lacedemonia / Deberán hacer duelo por la muerte de un rey del linaje de Hércules». Seguro que tampoco se le escapaba que había sido en un monte por encima de las Termópilas donde había muerto el propio Hércules, entregando su carne y su sangre mortal al fuego que le permitiría ascender a la morada de los dioses. Así que Leónidas bien podría haber preferido no reclutar el Hippeis, una brigada de choque de trescientos jóvenes que habitualmente servían como guardia del rey en la batalla, y haberlos reemplazado con veteranos más viejos «todos hombres con hijos vivos».79 Una clara declaración de intenciones. Y así, pasara lo que pasara en aquel lugar -una victoria gloriosa o una total derrota-, Leónidas se habría mantenido fiel a esa misión señalada por el destino. De una manera u otra, habría asegurado la redención de su ciudad. Porque no habría retirada posible de las Termópilas.

79 Ibid., 7.205.

CAPÍTULO 7 A raya

Preparativos épicos

En vida, Hiparco -aquel donjuanesco tirano cuya muerte, acaecida en una trifulca amorosa en el año 514 a. J.C., era conmemorada por los atenienses como una proeza libertaria- siempre se había deleitado con las invenciones de sus súbditos. Además de haber sido férvido mecenas de arquitectos, cosa tan común entre la realeza, Hiparco había profesado una rara pasión por la literatura. En una inscripción bajo los falos erectos que, de modo desconcertante, acostumbraban a señalar los destinos de la región, quien visitara el Ática podía leer una sucinta evolución de los versos compuestos por el propio pisistrátida. Pero ése no era el único provecho que los atenienses habían sacado de aquella bibliófila tiranía. También había sido gracias a Hiparco, por ejemplo, que la flor y nata del talento literario griego, aquellos que alguna vez habían desdeñado a Atenas como un lugar atrasado, hubiesen acabado por establecerse en esa misma ciudad, que empezarían a concebir como el centro neurálgico de la cultura de la Hélade. La determinación del tirano por atraer a los poetas de renombre a su corte era tal que incluso había dispuesto un lujoso servicio de taxis para los visitantes, consistente en una galera privada de cincuenta remos.

Pero incluso más que en la literatura contemporánea, el verdadero entusiasmo de Hiparco se concentraba -al igual que ocurríaen el resto del mundo griego- en dos épicas en particular, la Ilíada y la Odisea, compuestas hacía siglos, y ambientadas en la época de la guerra de Troya. Poco se sabía acerca del autor, un poeta llamado Homero, pero para los griegos aquel hombre era una fuente primordial, infinita e inagotable, de donde brotaban sus creencias e ideales más profundos. Tanto era así que sólo los mares, que rodeaban y regaban al mundo en su totalidad, parecían representar al poeta de manera adecuada. No sorprende que Hiparco, en su intento de colocar a Atenas en el mapa literario, hubiese estado dispuesto en cierta forma a calificar a Homero de ateniense cuando, para frustración de todos, se solía pensar que provenía del Egeo oriental. Incluso se decía que Pisístrato, el padre de Hiparco, alguna vez había intentado colar de modo subrepticio algunos versos propios, que cantaban las loas de Atenas y de sus héroes más antiguos, en una edición de las obras del poeta que se había hecho con el patrocinio de la tiranía. Por su parte, el propio Hiparco, menos vulgar, había dispuesto los recitales de las obras épicas de Homero en las Grandes Panateneas, lo cual era una novedad. Claro que aquellos recitales no se llevaban a cabo con un refinado espíritu de belle-lettrisme sino, más bien, y como era de esperar, en feroz competición, similar a los eventos atléticos celebrados durante aquellas fiestas. «Sed siempre los más valientes. Sed siempre los mejores.» Máximas, se excusaba decir, tomadas de la propia Ilíada.

Y máximas también que los griegos de todas las regiones consideraban una posesión innata, a pesar de los intentos de apropiársela que había llevado a cabo Hiparco. Por ejemplo, los espartanos, coterráneos de Helena y Menelao, no necesitaban organizar lecturas de poesía para exhibir su afinidad con los valores de la épica homérica. Si la letra de su código militar les venía de Licurgo, en cambio el espíritu, la determinación heroica de preferir la muerte y «una reputación gloriosa que nunca morirá»1 a una vida de cobardía y vergüenza era una resplandeciente encarnación de la

1 Tirteo, 12.

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temeridad de los héroes a los que el «Poeta» había cantado. Y de un héroe en especial: Aquiles, el más colosal y peligroso de los guerreros, que había viajado a Troya para consumirse en la llama del fasto más terrible, consciente de que su fama, ante sus coetáneos, no significaría más que una maldición. El éxtasis que le proporcionaba a Aquiles su afán de gloria, por el que se había peleado con Agamenón a causa de una esclava, por el que se había encerrado en su tienda mientras sus camaradas eran asesinados y que le había hecho volver a la batalla sólo cuando hubo caído su amado primo, era un tipo de abandono que un soldado espartano difícilmente podía permitirse. Sin embargo, la belleza de una muerte en el campo de batalla, que pudiese valerle a un guerrero la consagración de su recuerdo, ello aunque su espíritu -rabioso, pero con un halo dorado y brillante- quedase atrapado en la penumbra del infra-mundo, en resumen, una muerte que pudiese ganarle kleos o («fama inmortal») al héroe, era una noción para siempre asociada no sólo a la figura de Aquiles, sino decididamente espartana a ojos de todos los helenos. Otros griegos podían aspirar a vivir según aquellos ideales, pero sólo en Esparta se educaba a los ciudadanos, desde su nacimiento, en la fidelidad a esas concepciones.

Seguro que a comienzos de agosto, cuando Leónidas, al mando de su pequeña fuerza defensiva, llegó al paso de las Termópilas, el ejemplo de los héroes que hacía siglos habían luchado en el primer conflicto entre Europa y Asia difícilmente podía deslumbrar al ojo de su mente. Gracias a Homero, Leónidas sabía que los dioses, «cual aves de carroña, cual buitres», pronto extenderían sombras invisibles sobre las posiciones de sus hombres. Porque cada vez que los mortales debían llevar su coraje a la altura de la atrocidad, siempre que tenían que prepararse para la batalla, «las filas se sentaban densas, erizadas de broqueles, de cascos y de picas».2 Y para ello debe de haber sido difícil imaginar un sitio más perturbador que las Termópilas («Puertas Calientes»), de cuyos manantiales termales se elevaban los vapores que daban nombre a aquel paso, y bajo cuyos silbidos las rocas aparecían pálidas y deformes, como cera derretida, mientras el sulfuro cortaba la humedad del aire de agosto; un ambiente febril, viciado y asfixiante. Tan estrecho era aquel paso que en dos puntos de los extremos, conocidos como las Puertas Oriental y Occidental, sólo había lugar para que pasara un carro. A un lado del desfiladero se encontraban las marismas del golfo Málico. Al otro, «empinadas e imposibles de cruzar»,3 las vertientes del monte Calídromo, cubiertas de árboles en los riscos menos elevados, cuya grisura se iba desnudando a medida que ascendía hacia el cielo implacable. Se trataba, pues, de un sitio extraño, sobrenatural. Y también, al parecer, creado especialmente para defensa de la Hélade.

Según los nativos de la región, habían sido los antiguos habitantes de la Fócida, tierra de valles que separaban a las Termópilas de Delfos, quienes antaño habían construido un muro en aquel paso. Pero no lo habían hecho para bloquear los trechos más angostados en cada extremo sino, más bien, para defender una franja de poco menos de veinte metros de ancho, la así llamada «Puerta Media», donde los riscos eran más elevados y difíciles de flanquear. Desde el campamento, situado más abajo, lo primero que hizo Leónidas fue intentar reparar el muro focense, reto no muy difícil teniendo en cuenta que, además de la guardia real, había traído consigo a unos trescientos ilotas y otros cinco mil soldados.4 Estos últimos, que habían sido engatusados para unírsele cuando no habían sido más bien amedrentados, eran sobre todo peloponenses. Algunos, sin embargo, no lo eran: setecientos eran voluntarios de Tespis, una ciudad de Beocia que, al igual que Platea, hacía tiempo que se resentía de los abusos tebanos y no había dudado en ofrecer a la causa aliada sus soldados, de los cuales cuatrocientos venían de la propia Tebas. Camino de las Termópilas, Leónidas, incómodo ante el hecho de que muchos helenos anduvieran medizando, había buscado a los conspiradores más notables y, sin mayores reparos, les había pedido su apoyo. Las clases dominantes tebanas, que no eran lo bastante osadas como para hacerle un desplante a un rey espartano, le habían respondido con vagas evasivas. Pero, seguras como estaban de que la misión de

2 Ilíada, 7.59-62. 3 Heródoto, 7.176. 4 En cuanto a la implicación de que cada espartano sólo trajo a un ilota consigo, ver ibid., 7.229.

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Leónidas era un suicidio, habían permitido alegremente que «algunos hombres de la facción rival»,5 es decir, quienes se oponían a los tejemanejes de aquellas clases dominantes, partieran con Leónidas. Éste, desesperado por obtener refuerzos, había recibido a aquellas tropas leales con agradecimiento. Pero mientras observaba la resplandeciente llanura baldía que se extendía más allá de las Termópilas en busca de alguna polvareda en el horizonte, al tiempo que buscaba avizorar la primera serial de las hordas del Gran Rey, el rey espartano no podía dudar que eran muchos los que, a sus espaldas, deseaban verle caer.

No obstante, aquélla no era su única preocupación. Mientras sus hombres estaban ocupados atrincherándose, una delegación venida de la ciudad cercana de Traquis, en cuyo territorio se encontraban las Termópilas, trajo a Leónidas noticias inoportunas. Al parecer, el paso no era tan seguro como los estrategas en el istmo querían creer. Existía un sendero que bordeaba las Termópilas y que, aunque poco apropiado para la caballería o la infantería pesada, era fácilmente transitable para un ejército de armas ligeras, según reportaban los tracios. Si los bárbaros descubrían aquella ruta, sin duda la seguirían, de modo que no había otra alternativa para quienes defendieran las Puertas Calientes que bloquear aquel sendero. Cosa sencilla, podría haberse pensado, de no ser porque Leónidas, contra cuya posición estaba a punto de lanzarse al ataque la fuerza entera del Gran Rey, no podía prescindir de un solo hoplita. Dado que no tenía gran alternativa, se comprometió a hacerlo de todos modos. Mil hombres de la Fócida, cuyo odio hacia los traidores tesalios les había llevado a sumarse con entusiasmo a los aliados, se ofrecieron como voluntarios para proteger aquel sendero. Y Leónidas, capitalizando el conocimiento que aquellos hombres tenían del terreno y la probabilidad de que los persas sólo movilizaran infantería ligera hasta aquel punto, aceptó la oferta. Ningún espartano, ni un solo oficial, fue movilizado para compensar la inexperiencia de los focios. Preparándose para la tormenta que se aproximaba, Leónidas prefería tener toda la élite militar a su lado. Apuesta tal vez comprensible, pero pésima.

De cualquier modo, el rey espartano no era el único en verse obligado a realizar cálculos torpes. A setenta kilómetros al este, más allá del golfo Málico, y más allá de los estrechos que separaban a Eubea del continente, los almirantes aliados tenían sus propios motivos para inquietarse. Cierto que el lugar que habían escogido parecía protegido, al igual que las Termópilas: a diferencia de la sombría costa en el lado opuesto de la isla, cuyas pendientes invadidas por la maleza se avistaban por encima del mar como dientesde olivares que salieran de rocosas encías, el extremo norte de Eubea era poco más que guijarros y arena sucia. Como era plana y alargada, aquella playa había sido un puerto fácil para arrastrar hasta allí los navíos de guerra griegos, cientos y cientos de ellos. Y puesto que no había arrecifes ni bancos de arena mar adentro, sino más bien la repentina profundidad del mar, parecía igualmente sencillo hacerse de nuevo a la mar una vez avistada la flota persa. Sin embargo, la pregunta sin respuesta que minaba la confianza de los griegos era hacia dónde se dirigirían los bárbaros. Si tomaban rumbo al oeste, hacia los estrechos que llevaban a las Termópilas, entonces la marina aliada estaría bien situada para bloquear el acceso, como una puerta que pivotara sobre una bisagra; pero si se dirigían hacia el este, hacia la costa más externa de Eubea, ya fuese para atacar el Ática y el istmo o para ganar el extremo opuesto de la isla y atacar a la flota griega por detrás, el peligro sería, en efecto, bastante grave. El Gran Rey comandaba tantos trirremes que fácilmente podría dividir a su flota en dos y, aun así, ejercer una fuerza abrumadora en dos frentes separados. De modo que los almirantes aliados se arriesgaban a verse acorralados en el estrecho que separaba Eubea de la Grecia continental, en lugar de bloquearlo para el enemigo. Tanto en el paso como en la playa, una avanzadilla corría el riesgo de verse aniquilada.

Las dos primeras semanas de agosto transcurrieron sin más. No había señal de movilizaciones hacia el norte. Al otro lado del mar en el que se encontraban los griegos, cada vez más nerviosos, se extendía una península montañosa y boscosa, poblada por monstruos, conocida como Magnesia. Y todos sabían que los invasores probablemente llegarían bordeando aquella costa inhóspita, sin que nadie en Eubea pudiese avistarlos hasta que hubiesen dejado atrás la isla de Skiatos, justo en el

5 Diodoro Sículo, 11.4.7.

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límite meridional del continente, y entraran así en su campo de visión. De modo que sólo parecía posible recibir alguna señal del ataque si ésta venía de Skiatos, por lo que tres barcos patrullas estaban estacionados en la isla, en cuyas colinas habían apostado almenaras. Pero aún no había señal de los navíos, y los tripulantes de la flota griega, esperando que la guerra comenzara en cualquier momento, no dejaban de recorrer la costa de arriba abajo, haciendo crujir los guijarros bajo sus pies, mientras el sudor les hacía arder los ojos. Sólo cuando, con el atardecer, el sol se ponía detrás del distante pico del Calídromo, podían permitirse bajar la guardia. Y es que en el Egeo, donde navegar significaba saltar de isla en isla, nadie osaría navegar mar adentro de noche. Llegada, pues, la noche, los griegos tal vez podían transportarse a una época distinta, al tiempo en que sus antepasados acampaban del mismo modo, al lado de sus navíos, en playas solitarias. Porque aunque hubiese un templo dedicado a Artemisa en una pequeña colina detrás de ellos -santuario que había dado nombre al cabo, Artemisio-, los navegantes griegos estaban solos en ese lugar.

Llenos de soberbia, sobre los puentes de la batalla

se asentaron toda la noche, y muchas hogueras suyas ardían.

Como en el firmamento las estrellas alrededor de la clara luna,

aparecen relucientes cuando el ambiente se torna sereno.6

Pero una mañana de mediados de agosto, a la hora menos esperada del día, justo después del atardecer, las llamas se elevaron de repente sobre Skiatos. Las patrullas habían avistado al enemigo, se había librado ya una primera batalla, y el resultado había sido la destrucción humillante de aquellos tres navíos. Bajo el cielo estrellado y claro, como si hubiese surgido de la nada, una escuadra de diez trirremes sidonios se había abatido sobre Skiatos; los fenicios, a diferencia de sus rivales, habían aprendido a navegar a mar abierto de noche.7 Los barcos de patrulla griegos no sólo se habían visto completamente emboscados, sino también superados en velocidad. Uno de ellos se había rendido casi de inmediato, y el prisionero mejor parecido había sido degollado sobre la proa en un ritual dedicado a los dioses; la primera sangre la obtenían los sidonios. El segundo navío sólo pudo ser capturado tras una lucha furibunda. De hecho, el enemigo había quedado tan impresionado por las proezas de un cierto marino griego que, una vez que por fin lo hubieron sometido, curaron sus heridas con mirto, las envolvieron en vendajes y lo celebraron como a un héroe de guerra. El ter-cer navío, el trirreme ateniense, había escapado con éxito de los perseguidores, pero sólo para encallar en un banco de lodo más allá de un estuario. No se trataba, pues, de un comienzo glorioso para la defensa de la libertad griega.

En Artemisio, mientras tanto, todo era alarma y consternación. Como no se sabía si las señales del fuego sobre Skiatos anunciaban la proximidad de la flota bárbara en pleno, los tripulantes griegos iban dando traspiés sobre los guijarros de la playa o vadeaban las orillas buscando hacerse a la mar con sus navíos. Pero conforme pasaban las horas y no aparecía el enemigo, se hizo evidente que los sidonios sólo se hallaban en misión de reconocimiento y que no eran la vanguardia de la invasión. A pesar de su espectacular triunfo inicial, no todo estaba resultando según lo planeado: navíos de patrulla griegos pudieron presenciar cómo tres de los trirremes del enemigo encallaban en un arrecife. No obstante, los griegos que se encontraban en Artemisio continuaron haciéndose a la mar y navegando hacia el estrecho a la entrada de Eubea y del continente, como dominados por el pánico. Pero una impresión de cobardía aún mayor la daba el hecho de que ninguna de las naves hiciese el intento de capturar a los sidonios; ni siquiera cuando en una descarada muestra de tranquilidad, éstos se dispusieron a construir una baliza que advirtiera a sus colegas del arrecife oculto. Era como si los griegos, ostentando su baja moral, de hecho buscasen que alguien la reportara al alto mando persa.

6 Ilíada, 8.553-6. 7 En cualquier caso, ésta parece la única explicación plausible para el hecho de que una patrulla griega en Skiatos haya sido emboscada de esa manera. Que los asaltantes eran sidonios se deduce de la descripción de Heródoto de sus navíos, «los barcos más rápidos» (7.179) de la flota de Jerjes.

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Y tal vez así era. Por supuesto, si tenían en mente lo vigoroso que podía resultar el ataque que estaba a punto de abalanzarse sobre ellos, lo normal era al menos una cierta impresionabilidad. Euribíades, almirante del alto mando, no era precisamente un líder carismático. Como era espartano, al parecer se sentía doblemente incómodo de hallarse a bordo de un navío tan alejado del Peloponeso, y su mayor contribución a la estrategia aliada sería la advertencia constante de que «los persas eran invencibles en el mar».8 Sin embargo, a pesar de ser el comandante, Euribíades no se encontraba en realidad al mando. El liderazgo efectivo de la flota griega estaba en manos del almirante del contingente mejor dotado, Temístocles, que siempre había sido partidario de una estrategia de ataque, por lo que no se entendía, por cierto, por qué había refrendado, entonces, un repliegue de las tropas en Artemisio. Su temple, en cualquier caso, no podía ponerse en duda; había peleado en Maratón y sabía lo que era enfrentarse a los bárbaros sin darse a la fuga. Y también podía recordar cómo se había logrado aquella victoria tan célebre: cómo él y sus compañeros, debilitados en el epicentro de la batalla, rechazaron el avance del enemigo, logrando que el ataque bárbaro se volcara sobre sí mismo, de modo que los flancos se replegaran en lo que resultaría una trampa mortal para los propios persas. Todo era cuestión de arrogancia. La arrogancia del enemigo que se creía invencible, manipulada con la debida astucia, podía transformar lo que parecía una superioridad abrumadora de los persas en una ventaja; tal era la lección que Temístocles parecía haber aprendido de sus tratos previos con el enemigo. Por eso, tal vez, optó por retirarse de Artemisio. Una apuesta muy arriesgada. Pero las apuestas muy arriesgadas habían funcionado antes con los persas.

Sin embargo, en esta ocasión no iba a ser así. La trampa ya había saltado, pero no había nadie que mordiese el cebo. El día había transcurrido sin que los ojeadores apostados en las cimas de Eubea observaran movimientos en las rutas náuticas de Magnesia. Los navíos de guerra de la Hélade, en lugar de volver a Artemisio, se replegaron todavía más hacia el sur. Calcis, donde los remeros, exhaustos, finalmente se detuvieron a recobrar el aliento, se encontraba en la mitad de la costa occidental de Eubea y parecía una buena posición estratégica para que los griegos, dependientes de las noticias acerca de las intenciones de la flota persa enviadas por sus vigías, se movilizaran rápidamente hasta estar a salvo en las costas del Ática o bien regresaran por donde habían venido para defender los flancos de Leónidas. Los remeros, protegidos por la propia topografía costera de Eubea que los separaba del mar abierto, envueltos por un calor cada vez más asfixiante, seguro que debieron de verse aliviados de estar lejos de las playas de Artemisio, tan expuestas. Porque aquel calor tan sofocante a finales del verano invariablemente presagiaba una tormenta de los vientos del Helesponto. Era noción popular entre los marinos del Egeo no fiarse nunca del clima después del 12 de agosto, y esa fecha ya había pasado de largo. Y aunque los días seguían transcurriendo sin novedades de la flota persa, tampoco menguaba el calor; y los griegos, estacionados en Calcis, no quitaban la vista de las almenaras colocadas en las colinas de Eubea, al tiempo que refrescaban los pies en las corrientes marinas y hacían lo que Apolo les había aconsejado: elevar plegarias a los vientos.

Del mismo modo que Leónidas, en su solitaria misión de centinela de las Termópilas, estaba preparado para morir, Temístocles se disponía a sobrevivir. Aunque resultara glorioso caer en la batalla habiendo dejado atrás hogar y familia para ir a una guerra en tierras distantes, arriesgando la vida en una competición suprema de valor y resistencia, la tradición griega también contemplaba que los héroes hiciesen gala de su instinto de conservación, y no por ello se les consideraba menos heroicos. Ante las dos alternativas que le había presentado su madre, alcanzar una edad proyecta pero sin fama o morir joven en la más perdurable gloria, Aquiles no había dudado. Pero Homero, en su segunda gran épica, había cantado las aventuras de un hombre que había tomado una decisión muy distinta. Después de saquear Troya, Ulises, tan fornido como Temístocles, y habiendo llevado una vida tan agitada como éste, no había deseado otra cosa que volver a casa a los brazos de su mujer. Y, para lograrlo, no hubo táctica, engaño o ardid del que no se considerase digno. Era por

8 Plutarco, Temístocles, 7.

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eso que Atenea había admirado y honrado a Ulises por encima de todos sus favoritos: «Tú eres de los mortales todos -le había dicho la diosa-, el mejor en el consejo y con la palabra, y yo tengo fama entre los dioses por mi previsión y mis astucias.»9 De ahí que la diosa amara de tal modo a los atenienses, a quienes se tenía por los más astutos entre los griegos, y de ahí, también, que cada vez que lo imposible se volvía posible de repente, y cada vez que se vislumbraba la solución a un problema que antes parecía no tenerla, los mortales pudieran estar seguros de que Atenea velaba por ellos. Seguro que Temístocles, al sopesar los riesgos de la batalla y dar vueltas en su cabeza a posibles nuevas estratagemas, no se había limitado a elevar plegarias a los vientos del norte.

«A Atenea rogando y con el mazo dando», venía más o menos a decir el proverbio.10 Por el momento, sin embargo, tomar la iniciativa no estaba en manos de Temístocles; su próxima jugada dependía de lo que otros -es decir, los persas, pero también los dioses del viento, porque en ningún sentido parecía haber novedades, aunque las temperaturas siguieran subiendo- hiciesen primero. Pero al cabo de unos diez días de que la flota griega hubiese abandonado Artemisio, llegó de pronto una primera señal de alarma. Un cúter de treinta remos, capitaneado por un ateniense de nombre Abrónico, compinche de Temístocles, se apresuraba por el estrecho hasta Calcis. Abrónico, que había sido nombrado al comienzo de la campaña oficial de enlace entre Leónidas y la flota griega, traía noticias alarmantes a su colega: al parecer, aquella farsa de guerra se había terminado. La armada del Gran Rey se acercaba a las Termópilas: el líder medo se encontraba ante las Puertas Calientes.

Se desata la tormenta

No hacían falta atalayas para avisar que el Rey de Reyes se acercaba. Mucho antes de que las primeras unidades persas de reconocimiento empezaran a dejarse caer por las llanuras a lo largo de las costas del golfo Málico, Leónidas debió de haber notado que una fuerza imposible de calcular se aproximaba hacia él. Tal vez no hubiese una sola nube en el cielo de agosto, pero el horizonte del norte se perdía en una polvareda cada vez más sucia, más densa, más turbia. Y en algún momento, la propia tierra, pisoteada por la marcha de miles y miles de pies, había comenzado a temblar. Tal era, literalmente, el poderío del Gran Rey que podía hacer temblar toda la tierra. Durante años, los agentes y estrategas persas habían infundido un terror progresivo entre los griegos; ahora el terror había llegado a las puertas de la Hélade.

Los defensores de las Termópilas miraban con horror el espectáculo de las hordas del Gran Rey en la bahía: aquello superaba con mucho sus más siniestras expectativas. En el centro del estruendo cada vez mayor de aquella avanzada trepidante, que ora podía verse, ora se ocultaba bajo asfixiantes nubes de polvo, los bárbaros estaban cada vez más cerca. Para los griegos, que debían limpiarse el polvo de los ojos mientras sentían el temblor incesante de la tierra bajo sus pies, aquello debió haber sido la más espantosa confirmación de los informes de los tres espías apostados en Sardes, según los cuales Asia había quedado vacía tras la partida de sus millones de soldados a Grecia. El pánico comenzaba, pues, a apoderarse de aquel pequeño ejército. A excepción, claro, de los espartanos, que mantenían la habitual compostura. Pero Leónidas, que buscaba calmar los nervios entre los aliados, ordenó a su salvaguardia que protegiera una posición más allá de la muralla focense. Más pronto que tarde, un jinete persa cabalgaba con estrépito hasta la Puerta Occidental, donde ninguno de «los trescientos» se dignó a mirarlo. Algunos estaban ocupados peinándose sus largos cabellos, manera acostumbrada por los espartanos de prepararse para la muerte. Otros, con los cuerpos desnudos y resbalosos de aceite, corrían o forcejeaban entre sí, aunque sin demasiado esfuerzo, porque «en la campaña, el esfuerzo requerido de los espartanos era siempre menos exigente de lo normal […], de modo que para ellos, y de un modo exclusivo, la guerra representaba una relajación del

9 Odisea, 13.296-9. 10 Citado por Burkert (1985), p. 141.

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entrenamiento militar»11. El scout persa, boquiabierto ante aquella escena, se daría media vuelta y galoparía de regreso hasta donde estaban sus tropas. Los espartanos no intentarían detenerle.

Más tarde aquel mismo día, una comitiva formal de embajadores enviados por Jerjes se acercaba hasta las Puertas Calientes. Leónidas, que debió de haberse encontrado con ellos más allá del muro, para impedirles ver los pocos hombres que tenía bajo su mando, fue informado de los términos propuestos por el Gran Rey. Si los defensores del paso deponían las armas, podrían volver libremente a sus casas y se les concedería el título de «Amigos del Pueblo Persa». Además, «a todos los griegos que aceptaran esa amistad, el rey Jerjes les otorgaría más tierras, y de mayor calidad que las que en aquel momento poseyeran».12 Para muchos, que se morían de ganas de volver al istmo, aquellas propuestas sólo venían a refrendar su entusiasmo por replegarse del paso, pero los focios, para quienes el istmo, para lo poco que les servía de protección bien podría haber estado en Egipto, reaccionaron con furia ante la perspectiva de abandonar las Termópilas. Otro tanto, como era de esperar, hizo Leónidas; y puesto que el comandante en jefe era él, amén de ser el rey de Esparta, aquella resolución bastó para convencer a los irresolutos. Había que defender el paso. Cuando la embajada del Gran Rey regresó a las Puertas Calientes, solicitando de nuevo que los griegos abandonaran las armas, Leónidas respondió con un lacónico desafío: «Molon labe», «ven a buscarlas».13

Los coterráneos de Leónidas eran muy dados a aquellas perlas de audacia. Cuanto peores fuesen las circunstancias, más imperturbables se les enseñaba a los soldados espartanos a mantenerse. Y Leónidas, perfectamente consciente de que la sangre fría era el mejor estímulo que podía ofrecer a la moral de sus aliados confusos, buscó en su guardia real algún gesto de atrevimiento similar que lo apoyase. Y sus súbditos no lo decepcionarían. Según uno de los aliados locales, cuando los bárbaros dispararon la primera andanada de flechas, era tal la cantidad que silbaba en el aire que las flechas ocultaban el sol. Pero los espartanos, que miraban las flechas como si de espigas afeminadas y cobardes se tratase, afectaron una tranquilidad colosal. «Qué buenas nuevas -apuntó uno-, si los medos esconden el sol, tanto mejor: así podremos pelear a la sombra.»14

Sin embargo, aunque aquellas ocurrencias sin duda pudiesen animar al personal, a Leónidas debió de parecerle que rozaban la alegría de un tísico. El rey espartano sabía que la situación a la que se enfrentaban sus hombres era incluso más grave de lo que éstos podían apreciar. Temístocles y la flota griega se habían quedado en Calcis, rezando porque hubiese tormenta, y con Artemisio des-protegido, no había nada que impidiera que la flota persa se dirigiese a las Termópilas una vez que hubiesen alcanzado Eubea. Y no podía faltar mucho para que llegara ese momento, ahora que el Gran Rey ya se había instalado tan cerca de las Puertas Calientes. Leónidas debió de haber visto con alivio cómo el crepúsculo se apoderaba del golfo Málico y cómo las llamas se elevaban del campamento en aquel paso mientras oteaba en la distancia del horizonte oriental en busca de mástiles. Había llegado la noche, no así la flota persa. Los aliados aún mantenían el control de las Termópilas pero, ¿durante cuánto tiempo? Los hombres miraban con nerviosismo hacia el cielo despejado y quieto, donde la luna brillaba casi llena. De igual modo debía estar brillando en la distante Olimpia y en Lacedemonia. Aunque había enviado mensajeros al istmo esa misma tarde con una petición desesperada de refuerzos, Leónidas sabía que las probabilidades de que fuese atendida eran pocas. Al menos hasta la semana siguiente, cuando los juegos de Olimpia y Carneia hubiesen acabado. También sabía que el tiempo se terminaba.

Llegó el alba y todavía no había señales de un asalto al paso. A lo largo del camino de la costa, unidades rezagadas o grupos de avituallamiento del ejército del Gran Rey se dirigían hacia el campamento. Más allá del golfo Málico, los estrechos seguían despejados, aunque sin duda la flota imperial estaba por allí en alguna parte, acercándose desde el norte a la cita con el Rey de Reyes.

11 Plutarco, Licurgo, 22. 12 Diodoro Sículo, 11.5.4. 13 Plutarco, Dichos espartanos, Leónidas 11. 14 Heródoto, 7.226. Según María Rosa Lida sería: «Pues si los medos ocultaban el sol, la batalla contra ellos sería a la sombra y no al sol.»

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Pero ¿dónde tendría lugar aquella cita? Tal vez el nuevo día trajese la respuesta. El mar se extendía, calmo y cristalino, bajo la caricia de los rayos de la mañana, enmarcando la silueta azul de Eubea. En la distancia, hacia el noreste, se elevaban los picos de Magnesia, y todo seguía en una curiosa, intensa y amenazadora quietud. Un marinero entrenado en el reconocimiento de los estados de ánimo del Egeo podría haber descifrado lo que aquella quietud anunciaba, pero había pocos marineros de oficio en las Termópilas. De modo que el cambio de clima, que llegó tan abruptamente como los gritos del viento, debió de parecerles una cosa extraña y sobrenatural, como el aliento de los dioses. Surgido de la nada, un vendaval empezó a arrasar la bahía, golpeando las olas y azotando a los defensores de las Puertas Calientes con nubes de rocío. La luz del amanecer se convirtió en una densa penumbra, y los truenos empezaron a retumbar a lo lejos en el Egeo.15 La ansiada tormenta de los vientos del Helesponto, por la que tanto habían rezado, finalmente llegaba, «y el mar todo empezaba a hervir con ella, como agua en un cazo».16

Dos días duró la tormenta, y dos días se guarecieron los aliados a un costado de la Puerta Media. Dos días pasaron los espartanos envueltos en sus mantos escarlata, mientras el vendaval los latigaba desde el mar. Dos días hicieron tiempo los bárbaros, sin poder atacar el paso. En lugar de eso, ambos bandos observaban el clima y escrutaban el horizonte oriental, atribulados ante la falta de noticias de sus respectivas flotas. Una mañana, al cabo de tres días de tormenta, cuando los vientos al fin empezaban a calmarse, pudieron atisbarse en el golfo Málico los restos de un naufragio que se balanceaban sobre el mar picado. Y aún más lejos empezaban a verse las escuadras de navíos que luchaban por abrirse paso contra el viento en dirección al norte, a través del mar gris. La flota griega había sobrevivido a la tormenta y, para enorme alivio de la pequeña tropa estacionada en las Termópilas, los navíos regresaban ahora a la base de Artemisio. Se afianzaban de nuevo los eslabones de la cadena. En cualquier caso, el frente aún podía defenderse y todavía no había noticia de la flota enemiga.

Los informes que esa noche trajo el oficial de enlace apostado en Artemisio sugerían el porqué. Mientras se dirigían al paso de Skiatos, los bárbaros se habían visto superados por los mares. Al parecer, la costa de Magnesia, aporreada por el vendaval en toda su potencia, se hallaba cubierta de cadáveres, oro y maderos. La cantidad exacta de navíos perdidos en la tormenta era aún objeto de conjetura, pero algunos tripulantes de la flota griega se atrevían a decir que «quedarían unas pocas naves contrarias».17 Una predicción de la que, claro está, Leónidas podía hacerse eco con dificultad: en la llanura que se extendía ante la Puerta Occidental, las innúmeras hogueras de los bárbaros continuaban ardiendo. Y también hasta allí habrían llegado las noticias del desastre en la costa de Magnesia. Los bárbaros ya habrían digerido su fracaso en el intento de circunnavegar las Termópilas por mar, y ya se habría ordenado un nuevo plan de ataque. Y un plan urgente, porque el Gran Rey, que tenía cientos de miles de bocas que alimentar, no tenía tiempo que perder. Aquella noche, las consecuencias de aquello resultaban tan evidentes como amenazadoras para Leónidas y su pequeño ejército. Cuatro días habían esperado que el Gran Reyllevase a cabo un ataque frontal a su posición, y seguro que a la mañana siguiente, la quinta, las multitudes asiáticas se lanzarían contra ellos. Sería una prueba para la resolución y el coraje de los griegos como pocos hombres habían tenido que enfrentar alguna vez, ni siquiera en tiempos de las leyendas. Ni siquiera en los días de Troya. De modo que peinándose el cabello, afilando sus armas y puliendo sus escudos hasta sacarles un brillo cegador, los espartanos se preparaban para el amanecer y para lo que se les había estado entrenando durante toda la vida: una demostración del arte de matar.

Y, en efecto, con el sol llegaron los bárbaros. Fueron los medos, cuya sola mención resultaba tan temible para los griegos, los encargados de despejar el paso; estaban entrenados para luchar en las montañas, amén de bien protegidos por armaduras de malla metálica, que brillaban como escamas de peces de hierro. Sin embargo, Leónidas había elegido su posición con cuidado, y por mucha

15 En cuanto a este último detalle meteorológico, ver la sin duda controvertida referencia en Polieno, 1.32.2. 16 Heródoto, 7.188. 17 Ibid., 7.192. Según Holland: «Sólo quedarían algunos pocos para oponérseles.»

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experiencia que tuviesen los medos escalando los desfiladeros de los Zagros, se les hizo imposible escalar hasta el desfiladero de la Puerta Media y rodear la línea de defensa. Lo angostado del paso tampoco les dejaba suficiente espacio para echar mano de lo que, de otro modo, habría sido una estrategia letal: disparar una andanada de flechas tan densa que tapara el sol que iluminaba la asfixiante posición espartana. En lugar de eso, los medos se vieron obligados a cargar directamente contra la muralla protectora, intentando desplazarla. Pero ésta era una táctica castrense en la cual los hoplitas estaban mejor entrenados que nadie; además, los escudos de los medos estaban fabricados de mimbre y sus lanzas eran mucho más cortas que las picas de los espartanos.

De modo que, aunque parecían abrumadores en número, los medos no dieron la talla. Al cabo de unos segundos del primer impacto, los espartanos, que nunca antes se habían medido con el enemigo bárbaro, supieron con quién se enfrentaban. Y aunque no cabía dudar de la valentía de los medos, hombres preparados para abalanzarse sobre un muro de escudos y picas colocadas en punta, lo cierto es que, incluso bajo la protección de sus escamas de metal, eran presa fácil para aquella muralla de asesinos profesionales vestidos de bronce. Al cabo de algunos minutos, el frente se había convertido en un osario. Los espartanos se valían de sus picas y espadas para destrozar a sus adversarios, y su destreza al «luchar cerca del enemigo»18 era motivo de horror entre el resto de los griegos. Ahora, en la intimidad infernal de las Puertas Calientes, los medos aprendían a compartir aquel horror. Aquellos que caían lo hacían con heridas descomunales y quienes seguían en pie estaban empapados en sangre y tenían que deslizarse sobre entrañas y vísceras, tambalearse por encima de las pilas de cadáveres, cada vez más altas.

Pero, para los griegos, la lucha por mantener sus posiciones ante el enemigo furibundo que deseaba aplastarlos resultaba también desesperada. Al tener que repeler a los asaltantes con aquellos escudos tan pesados, propinando golpes, picazos y hachazos por doquier mientras el sol iba recalentando sin cesar el bronce de las armaduras, y mientras la sangre y el sudor iban empapando sus cuerpos, los hoplitas en la línea del frente difícilmente podían mantener aquella posición todo el día. Y tampoco era necesario porque Leónidas, calmado y eficiente, se ocupaba de que hubiese transfusiones regulares de tropas nuevas a la línea de la batalla. Los que se retiraban podían quitarse la armadura, beber algo y vendarse las heridas: incluso los espartanos necesitaban recuperar el aliento de vez en cuando.

Sobre todo porque Leónidas, ignorante de las tácticas futuras que el Rey de Reyes podía emplear, necesitaba que sus tropas de élite estuviesen preparadas para afrontar cualquier urgencia. Y así continuó la batalla todo el día, hasta que los griegos, que habían expulsado a los medos y que habían visto también cómo llegaban los refuerzos de Susa, en efecto se encontraron ante esa emergencia. La penumbra era casi total, pero en ella brillaba la ornada y exquisitamente colorida panoplia de los Inmortales, el regimiento más eficiente y temible de las fuerzas del Gran Rey, tan excelso entre los persas como lo eran los espartanos entre los griegos. Leónidas ordenó entonces a toda la guardia real que volviese al frente, «donde los lacedemonios lucharon de una manera que nunca se olvidará».19 Coraje, fortaleza y resolución fueron sus demostraciones, como era de esperar, pero también un talento mortífero para las maniobras tácticas. Ante una señal, se daban media vuelta, tropezándose y aparentando replegarse en pánico, y entonces, cuando el enemigo se adelantaba, triunfante y olvidándose por un momento de la disciplina, los espartanos se giraban de nuevo, volvían a formarse con temible estrépito de los escudos y hacían trizas a sus perseguidores. Aquella táctica tenía un efecto doble y desmoralizante entre los asaltantes porque, además de las víctimas infligidas, servía para restregarles en las narices la verdad desnuda del valor que los espartanos sostenían en la lucha, incluso después de pelear un día entero entre aquel calor, la sangre, el hedor y las moscas. Reticente a la idea de malgastar sus mejores tropas sin obtener resultados, el Gran Rey ordenó el repliegue total, y los Inmortales se retiraron a través de la Puerta Occidental. Sólo quedaron en el paso las sombras de la noche, los restos de la carnicería y los

18 Plutarco, Moralia, 217 E. 19 Heródoto, 7.211.

griegos.

Aquella noche, con el estruendo distante de los truenos sobre Magnesia, empezó a llover en el campo de batalla, que poco a poco se fue cubriendo de un manto de lodo y tripas. Entre las confusas pilas de cadáveres, las joyas al cuello de los soldados masacrados de Jerjes brillaban, bajo las mortecinas antorchas de los centinelas, como si se burlaran de la suciedad de aquella masacre. ¿Y tal vez de las pretensiones del Rey de Reyes? Eso le habría gustado creer a Leónidas con desesperación. Pero no era un hombre que se rindiese a la autocomplacencia. Aunque su posición se había mostrado inexpugnable ante el asalto frontal, seguía siendo tan fuerte o tan débil como lo fuesen los flancos. Los mensajeros del campo focense que se encontraba en las alturas del monte Calídromo, y que entre tumbos y resbalones habían podido llegar a las Termópilas, le aseguraban a Leónidas que los accesos montañosos estaban despejados. Sin embargo, dada la violencia con la que arreciaba el temporal, comunicarse con la flota apostada en Artemisio aquella noche resultaba imposible. Al igual que durante las tormentas anteriores, Leónidas sólo podía escuchar los gritos del viento mientras se envolvía con su capa y esperaba que sucediera lo mejor.

Y tal vez aquello fuese, en realidad, lo mejor, al menos para su propia tranquilidad. Porque ese día, que para los defensores de las Termópilas podía considerarse un nuevo triunfo de la obstinación, para los almirantes en Artemisio significaba otra cosa muy distinta.20 Las sorpresas desagradables no dejaban de sucederse una tras otra; la flota persa, lejos de haber quedado destruida casi por completo, como esperaban los griegos más optimistas, estaba aún en pie. Tal vez la tormenta la hubiese vapuleado, pero a lo largo de las primeras horas de aquella tarde, los griegos pudieron ver con desesperanza creciente cómo escuadra tras escuadra se dirigía a la orilla opuesta a Artemisio, después de haber dejado atrás Skiatos y haber circunnavegado el cabo de Magnesia. Nunca habían visto los griegos un mar tan renegrido por los barcos: incluso después de los estragos que las tormentas habían causado, los persas todavía contaban con unos ochocientos trirremes, lo suficiente para superar a la flota aliada en una proporción de casi tres a uno. Ni siquiera el tropiezo accidental de quince navíos enemigos contra la base griega, donde su tripulación había sido capturada, alcanzaba a alegrar a los aliados. Ahora, a escasos quince kilómetros al otro lado el mar, desde donde podían ver a la flota persa, muchos empezaron a reclamar un segundo repliegue, y además urgente, antes de que los bárbaros pudiesen acabar sus reparaciones. Aquellas peticiones se elevaron con voz cada vez más alta, para consternación de los locales, que ya estaban bastante nerviosos ante la perspectiva de quedar abandonados a manos de los medos. Primero habían enviado una delegación a Euribíades y después a Temístocles, con una perentoria solicitud de que los aliados se quedaran. Sin embargo, Temístocles, tan desalentado como los habitantes de Eubea ante la posible evacuación de Artemisio, había pedido algo a cambio de sus servicios y, tras haberse quedado con la mayor parte del pago, había utilizado el resto para sobornar a Euribíades. Difícilmente se trataba del estilo tenaz que Leónidas habría preferido, pero era igual de eficiente. Euribíades y los otros almirantes accedieron a mantener la flota y la línea de defensa en Artemisio como era debido.

Pero tan pronto como el alto mando hubo resuelto aquella cuestión, el pánico atacó de nuevo. Hacia el final de aquella misma tarde, más o menos a la misma hora en que los Inmortales avanzaban hacia las Puertas Calientes, y mientras las escuadras de la flota persa, de la manera más ostensiva posible, llevaban a cabo un intimidatorio reconocimiento de la costa opuesta, los aliados sacaban del mar a un griego que desertaba de la flota enemiga, un tal Escilias. Se trataba de un buzo profesional, que afirmaba haber nadado más de quince kilómetros hasta Artemisio bajo el agua, y cuyas noticias resultaban tan creíbles como inverosímiles eran sus alardes, por lo que bastaron para helar la sangre de los almirantes que lo escuchaban. Mientras el enemigo hacía las reparaciones necesarias en su flota, según informaba Escilias, doscientos navíos rodeaban sin ser vistos la costa

20 La cronología aquí sigue a la de Lazenby, cuyo intento de formar la cuadratura de los círculos del recuento de Heródoto sobre las batallas gemelas de las Termópilas y Artemisio es con mucho el más convincente de los intentos que se han hecho. Ver The Defence of Greece, pp. 119-123.

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oriental de Eubea y su extremo meridional hasta alcanzar la costa occidental. Todo ello pintaba peor que nunca para los griegos, que en ese caso pronto se encontrarían acorralados entre los bárbaros apostados ante ellos y los que bloqueaban la ruta de escape. Era un momento peligroso, sin duda. pero como Temístocles no tardaría en subrayar, los servicios de inteligencia prestados por Escilias no sólo advertían del peligro sino también de una oportunidad. Si destinaban una escuadra de la flota a dirigirse al estrecho entre Eubea y la Hélade continental y confiaban en que los dioses hicieran que los barcos que patrullaban el Ática atisbaran a los doscientos navíos persas y además los persiguieran posiblemente serían los bárbaros quienes se encontraran atrapados sin salida.

Claro que aquello no era más que una gran apuesta, pero los griegos no tenían otra alternativa, si deseaban tener alguna esperanza de detener el avance persa, que confiarse de vez en cuando a la audacia y la suerte. De modo que la resolución se dictó y «se hicieron a la mar contra los bárbaros, con intención de poner a prueba su modo de combatir y maniobrar».21 Naturalmente, como era fundamental no alertar a los bárbaros apostados en la orilla opuesta de la división de la flota principal en Artemisio, la escuadra solo podría zarpar después de la caída de la noche, y después de que los griegos, si aquello era posible, hubiesen demostrado al enemigo que no tenían intención de poner pies en polvorosa. Esto último se logró abandonando las posiciones y aventurándose con descaro mar adentro, desafiando de ese modo a los persas a que los atacasen. Reto que los persas, confiándose en el peso aplastante de sus números y en la mayor destreza de sus tripulantes, debidamente aceptaron. Cuando empezaba a ponerse el sol tras los picos occidentales de tierra firme, la flota persa navegaba con avidez a través del canal, muy superior en número a la línea griega, a la que buscaba rodear y aplastar para terminar con aquella guerra allí mismo y de una buena vez. Los griegos, sin embargo, se habían anticipado a aquella táctica y habían preparado una maniobra diseñada especialmente para enfrentarla: formados en círculo, con los espolones apuntando hacia fuera como las espinas de un puercoespín que estuviera enrollado sobre sí mismo como una bola, de repente se lanzaron al ataque. En la lucha encarnizada que siguió, los persas se toparon con la negación de su destreza y velocidad, que creían superiores. Cerca de una treintena de sus navíos fueron capturados, y cuando el crepúsculo, apoderándose del Egeo, puso fin a la batalla, fueron los griegos quienes, para su propia sorpresa y deleite, pudieron reclamar los honores de la victoria. Al parecer, no sólo era posible enfrentarse a las destrezas marítimas de los bárbaros, sino que incluso se podían vencer. Y no cabía imaginar un mejor aliciente para los marinos que encaraban la peligrosa travesía nocturna.

En ese momento, por supuesto, llegó el temporal. Mientras la lluvia golpeaba con fuerza los navíos de la flota persa, los vientos, que llegaban bramando desde el sudeste hasta la lúgubre franja costera de Artemisio, acabaron en un santiamén con toda posibilidad de navegación nocturna. Para fortuna de los aliados, sin embargo, aquél no era el único daño causado por la tormenta: la corriente marítima comenzaba a arrastrar los vestigios del naufragio causado por la batalla de la tarde hasta las posiciones enemigas, donde se enredaban con los remos de las patrullas persas mientras la bahía se llenaba de maderos y cadáveres. Vapuleados por una segunda borrasca mientras todavía se estaban lamiendo las heridas que les había infligido el inesperado golpe de los griegos, a los persas les llegó el turno de entrar en pánico, e «imaginaron que su hora había llegado».22 Pero estaban equivocados: el puerto donde habían varado para guarecerse el día anterior protegió a la flota de los peores azotes de la tormenta. No ocurrió así en el caso de los doscientos navíos que habían enviado a rodear Eubea, puesto que la inhóspita costa oriental de la isla, con sus dentados riscos y acantilados, constituía una protección mísera en caso de temporal. Los navíos, según se dice, «arrastrados y sin saber dónde eran arrastrados», se precipitaron contra un notorio punto negro llamado «las peñas». Sin que importara si allí se habían perdido todas las embarcaciones, como más tarde cacareaban los griegos, la tormenta había decidido el final de la misión.23

21 Heródoto, 8.9. Traducción de María Rosa Lida. 22 Ibíd., 8.12. María Rosa Lida dice «esperaban morir sin remedio». 23 Ibíd., 8.13. La localización precisa del naufragio ha dado muchos dolores de cabeza a los estudiosos. Heródoto dice que tuvo lugar en unas peñas que geógrafos de tiempos posteriores, a diferencia del propio Heródoto, sitúan al sur de

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A la tarde siguiente, las noticias del naufragio llegaron a Artemisio y los almirantes griegos, confiados en que sus líneas de repliegue ya no se encontraban amenazadas, pudieron permitirse respirar aliviados. No obstante, tampoco tenían intención de abandonar su posición ofensiva, puesto que la perspectiva de mantener la línea de frente parecía ahora tan favorable como lúgubre había sido el día anterior. Buenas nuevas llegaban de todas partes: refuerzos de treinta y tres barcos recién llegados de Atenas, la destrucción en un asalto nocturno de una escuadra de navíos cilicios y el informe que traía Abrónico, según el cual Leónidas y sus hombres habían aguantado un segundo día de duros combates en las Puertas Calientes. Si el Gran Rey no lograba abrir una brecha pronto, su ejército comenzaría a morirse de hambre. Ya se estaba acabando la temporada de las campañas, y los bárbaros estaban lejos de casa. Si lograban tan sólo evitar la derrota y mantener a los medos a raya, sería victoria suficiente para los griegos.

Pero la verdadera prueba para la flota aliada y su capacidad de mantener a raya al enemigo aún estaba por llegar. Los persas, que trabajaban con desespero para lograr que los navíos que les quedaban pudiesen hacerse a la mar, todavía no habían intentado quitar el pasador de la línea griega. Ésta, si se veía forzada, tendría que abrir paso hacia las Termópilas por el estrecho entre Eubea y el continente. Al amanecer del tercer día de batalla, los griegos apostados en Artemisio tenían ante sí una vista que les impedía dudar que el momento de la verdad había llegado al fin: al canal iba llegando una escuadra tras otra (navíos fenicios, egipcios, jonios) para sumarse a la flota enemiga. Después de tantas escaramuzas y tanto boxeo con las propias sombras, finalmente estaba al caer un primer asalto frontal de la marina del Gran Rey a las posiciones griegas. Algunos hombres que habían sujetado el primer remo hacía apenas meses -o semanas, en el caso de los que venían de Platea-, pero que estaban muy bien dispuestos para la lucha, se dirigieron a remo a bloquearles el paso.

Una vez que hubo bloqueado el estrecho, y con una capacidad de desplazarse menor que la del enemigo, la flota griega optó por esperar que los persas forzaran el ataque. Con los nudillos blancos por el esfuerzo de agarrar los remos y las narices arrugadas ante la abrumadora hediondez del sudor y de los esfínteres descontrolados, sentados y tensos en sus bancos de madera, los remeros esperaban escuchar, por encima del crujido de la madera, el chapoteo del agua y la cháchara nerviosa de sus camaradas, la marea de la batalla que se aproximaba. Y pronto llegaría el grito de los marinos en cubierta: los bárbaros se acercaban. «En número abrumador, figuras de colores chillones, gritos arrogantes y salvajes chillidos»,24 tales eran las imágenes y los sonidos de la vanguardia persa que se aproximaba a través del canal. Y el impacto, cuando llegó, fue pulverizador. Durante todo el día, los griegos lucharon con desesperación por mantener al enemigo a raya, de modo que «los unos se exhortaban a no dejar pasar a los bárbaros a Grecia, y los otros a destrozar el ejército griego y apoderarse del estrecho».25 De alguna manera, aunque con dificultad, y a pesar de haber sido vapuleados, los griegos lograron mantener el control del estrecho. Muchos navíos se hundieron o fueron capturados, y la flota aliada, mucho más pequeña, no podía permitirse esas pérdidas. Otros se averiaron. La mitad de la flota ateniense, que había sufrido en toda su potencia el asalto del enemigo durante la batalla, quedó fuera de combate. La posibilidad de mantener el control sobre el estrecho un día más no estaba muy clara. Desconsolados, los griegos empezaron a recoger los vestigios del combate, apilándolos sobre la arena para que hicieran las veces de piras funerarias de sus caídos, mientras los almirantes de rostros ansiosos, iluminados por las llamas, debatían sobre las acciones a emprender. En aquel momento, ante el estado de destrucción de la flota griega, y sacando sus propias conclusiones, los habitantes de la región empezaban a pastorear su ganado hasta la orilla del mar, en la esperanza de que se les incluyera en cualquier posible evacuación.

Eubea. Empero, esto parece imposible, puesto que ninguna flota que zarpara por la tarde de Skiatos podría haber llegado tan lejos a medianoche. Como ha señalado Lazenby, al día de hoy aún existe un islote llamado Koile, es decir, «peña». Y como sólo está a mitad del recorrido, parece un sitio más probable para el desastre. 24 Plutarco, Temístocles, 8. 25 Heródoto 8.15. Traducción de María Rosa Lida. Literalmente sería: «Gritándose unos a otros que los bárbaros no debían pasar, mientras los persas, buscando abrirse paso, se disponían a aniquilarlos.»

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Temístocles, que reconocía la posible necesidad de abandonar Artemisio, y que no deseaba que sus marinos, fatigados por la batalla, tuviesen que remar toda la noche con los estómagos vacíos, mandó asar aquel ganado.

Incluso a pesar del agotamiento y la decepción, el estado de ánimo a lo largo de aquella playa sembrada de fogatas no era de total desesperación. Los griegos se habían enfrentado en una batalla con todas las de la ley a la armada del Gran Rey y habían vivido para contarlo. Grandes triunfos se habían logrado en Artemisio, y no todo se había debido a los ventarrones. La flota aliada permanecía intacta como cuerpo de batalla, y el repliegue, si llegaba, se haría de manera estratégica y ordenada. Sin embargo, una decisión en aquel sentido no podría tomarse hasta que llegasen noticias de las Puertas Calientes, puesto que la sincronización con Leónidas y su infantería seguía siendo la clave de toda la campaña. Y ninguno de los marinos sabía lo que había ocurrido en las Termópilas, de modo que, mientras el atardecer se convertía en noche oscura, a los almirantes no les quedaba otra alternativa que hacer tiempo; recorrer de arriba abajo la playa de guijarros, inhalar el aroma mezclado de la carne humana y el ganado sobre el fuego, atravesar con la mirada el canal, hasta alcanzar las luces distantes de las posiciones persas, esperar, en fin, que Abrónico les trajese el informe diario del rey espartano.

Y en buena hora su pequeña galera llegó esa noche a Artemisio. Los marinos todavía estaban cenando alrededor de sus hogueras, las naves aún no estaban preparadas para zarpar y el sentimiento de que estaban viviendo una crisis no se había apoderado todavía del campamento. Sin embargo, vislumbrar la expresión de Abrónico mientras ganaba con dificultad la orilla bastó para que todo cambiara. Antes de que hablase, quienes lo habían visto sabían que había tenido lugar una calamidad en las Termópilas.

Cena como un rey, desayuna como un

espartano

Aunque se encontrara en una llanura polvorienta, con los caminos bloqueados, a orillas del mar Salobre, en una tierra inhóspita y remota, el Gran Rey seguía siendo el eje alrededor del cual giraba el mundo. Como no podía dirigir la invasión a Grecia desde Persépolis, Jerjes había dado orden de que Persépolis viniera con él a Grecia. Noche tras noche, sin importar dónde se detuviese el Gran Rey, los sirvientes se apresuraban a descargar montañas de equipaje de los convoyes de mulas y camellos, a allanar una buena extensión de tierra y elevar allí una tienda tan espléndida que, en comparación, desmerecía a muchos palacios. Como la realeza persa era de una resistencia inveterada, los ingenieros del rey, que según la estación del año migraban con él de capital en capital, tenían una larga experiencia en los viajes reales y sabían con precisión la mejor manera de prefabricar el lujo. Como resultado, incluso en los lúgubres parajes que rodeaban a las Termópilas, la dignidad imperial, envuelta y protegida en alfombras y cojines, toldos de cuero y coloridas cortinas, no se veía nunca amenazada. Una cámara tras otra aislaban a la presencia real, mientras los Inmortales, apostados en cada puerta, se erguían en protección contra cualquier intento de asesinato que los veteranos de la Cripteia pudiesen llevar a cabo.* El contraste con las condiciones dentro de las Puertas Calientes no podía ser más brutal: mientras Leónidas tenía que acampar entre la pestilencia y la putrefacción, el Gran Rey podía dirigir la batalla desde el frescor perfumado de su sala de audiencias; o, de noche, para ahorrar energía, podía echarse en un sillón con patas de plata, cuya lencería habría sido preparada especialmente para el rey por un fabricante de camas, un esclavo entrenado para hacer «lencería hermosa y suave, puesto que los persas fueron los primeros en considerar tal cosa como un arte».26

* Es posible que tal intento, en efecto, se hubiese llevado a cabo. Varias fuentes afirman que, en vísperas del último día de la resistencia espartana, Leónidas llevó a cabo una incursión a la tienda del rey y que allí murió. Es difícil saber qué pensar sobre esta historia -puesto que Leónidas murió en la batalla-, a menos que señale un recuerdo confuso pero verdadero de alguna misión frustrada de asesinato a Jerjes. 26 Ateneo, 2.48d.

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Agarrados a un clavo ardiendo, los griegos preferían atribuir aquellas extravagancias del estilo de campaña persa al afeminamiento, lo cual sólo evidenciaba de modo lamentable su propia falta de sofisticación. Jerjes, que había dado amplias demostraciones de su coraje cuando todavía era joven, no tenía intención de arriesgar su vida en aquella batalla. No cuando una gran armada y una flota necesitaban de su liderazgo, y cuando había una campaña pendiente de complejidad sin precedentes. La tienda real tal vez fuese monumental, pero así tenía que ser si había de servir de sede a una superpotencia global. Se encontrase tanto en Persépolis como a un lado del camino a las Termópilas, el Gran Rey no desdeñaba los consejos; al contrario, los buscaba, puesto que había aprendido que el hombre más sabio era aquel que mejor uso hacía de sus esclavos. Y Jerjes, cuyos subordinados rara vez carecían de obediencia y coraje, sin duda tenía talento para inspirar en ellos devoción. No por nada su nombre quería decir «el que manda sobre héroes».

De modo que los seguidores del Gran Rey no estaban menos forjados que los espartanos por una disciplina rigurosa. El protocolo, incluso en campaña, e incluso para los héroes, era rígido y sacrosanto. Sin importar con cuánta fuerza azotasen las tormentas fuera de la tienda, o lo alarmantes que resultaran las noticias del frente, el Gran Rey, sentado en la debida magnificencia de un trono de oro sólido, presidía sus consejos de guerra tal como lo habría hecho en Persépolis. La circunstancia muy diferente de encontrarse en las Termópilas sólo diferenciaba los procedimientos en el hecho de que los oídos reales pudiesen inclinarse a escuchar a los forasteros. Aunque los altos rangos militares estuviesen repletos de parientes e íntimos del rey, no todo el que era honrado con una convocatoria ante la presencia real era necesariamente persa. Por ejemplo, había dos hijos de Datis al mando de la caballería y después, claro, en calidad de consejero jefe de todo lo que tuviese que ver con Grecia estaba Demarato. Mientras Jerjes, que periódicamente enviaba tropas a las Puertas Calientes, mantenía un ojo en los defensores de las Termópilas, esperando que dieran muestras de debilidad, también intentaba comprender la psicología espartana a partir de las informaciones que extraía de los reyes en el exilio. Fuerza abrumadora y dominio de la información: características gemelas, si las hubiere, de la manera persa de hacer la guerra. Para sintetizarlo de un modo adecuado: neutralizar el problema que planteaban los defensores de las Termópilas sólo era posible desde la tienda del Rey de Reyes, donde príncipes de sangre real y agentes de inteligencia, jefes de logística y renegados griegos podían ser igualmente convocados y donde era posible reunir todas sus evaluaciones e informes.

Y Jerjes, aunque enfurecido por la defensa de las Termópilas, no se dejaba llevar por la frustración. En lugar de eso, consultaba los informes, hacía cálculos, daba órdenes y ejercitaba la paciencia. Rey de un pueblo montañés, a Jerjes no le resultaba sorprendente que un paso estrecho fuese inexpugnable ante un ataque frontal. Las Puertas Sirias, por ejemplo, a través de las cuales Datis y su ejército habían cruzado de camino hacia Maratón, estaban protegidas por fortificaciones mucho más imponentes que las del paso de las Termópilas, un torniquete siempre listo para aplicarse, en caso de urgencia, al flujo del Camino Real. Pero incluso cuando «una entrada natural imita con exactitud las defensas elevadas por el ingenio humano»,27 invariablemente debía de tener alguna debilidad fatal, como bien sabían los militares persas. Y es que son pocos los desfiladeros que no pueden atravesarse por algún camino de las alturas. Las Puertas Sirias, las Puertas Cilicias y las Puertas Persas, todas podían rodearse por caminos de montaña. ¿Por qué no iban a poder rodear las Puertas Calientes? Al tiempo que los griegos resistían todo lo que se les lanzara directamente, esta pregunta se iba volviendo cada vez más imperiosa. No cabía duda de que los agentes persas, incluso antes de la llegada del Gran Rey, habrían peinado la tierra al pie de los montes Oeta y Calídromo, buscando el lugar por donde ésta cediera el paso, exhibiendo el oro a los campesinos en el intento de procurarse guías nativos. Pero nadie se había revelado dispuesto; Traquis, emplazada por encima de la fisura que se abría en la escarpada garganta del Asopo, se mostraba abiertamente hostil al Gran Rey, y la mayor parte de los nativos habían huido a las montañas o al lado de Leónidas. Sin embargo,

27 Quinto Curcio, 3.4.2.

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quedaban algunos, y lo único que hacía falta era que un griego, uno solo, se dejara intimidar por la magnificencia del Gran Rey y se doblegara. Y sin duda, la magnificencia era algo en lo que el Gran Rey destacaba en modo superlativo.

A la manera de un coloso en medio del extenso campo, rodeada por estandartes de guerra imperiales decorados con águilas que aleteaban imperiosamente por encima de ella, la tienda del propio Jerjes destacaba particularmente. No se trataba sólo de un comando general de campaña; gracias a la cuidadosa reproducción del trazado de Persépolis hasta el más mínimo detalle, aquella tienda era una clase magistral ambulante sobre la dinámica del poder real. Desdeñosos hacia esas cosas como sólo podían serlo unos salvajes que habitaban en los bordes exteriores del mundo, era menester hacer que los griegos dejasen atrás aquella lamentable ignorancia a fuerza de sorpresa y terror. Cuando intentaba explicar a Jerjes el significado del código de Licurgo, Demarato afirmó con audacia que, ante él, los súbditos espartanos temblaban «mucho más todavía que los tuyos ante ti»,28 lo cual el Rey de Reyes «tomó a risa y no dio muestra ninguna de enojo, sino que le despidió benignamente».29 Tal vez el espinoso provincianismo de un exiliado nostálgico de la patria fuese un chiste demasiado patético como para molestar al amo de una superpotencia. Y tal vez -puesto que los espartanos eran el pueblo que había osado matar a los embajadores de su Darío; un pueblo que había enviado a su rey con apenas trescientos espartíadas a hacer frente al poderío completo de la armada persa- la insolencia de aquellos hombres no era algo que Jerjes pudiese tomar en broma. «Es verdad que los griegos se ufanan de practicar semejantes costumbres: envidian la buena fortuna y aborrecen al que es más poderoso.»30 Expresado con una condescendencia aplastante, aunque no inapropiada tal era el ponderado juicio del alto mando persa a propósito de la psicología del enemigo. Sin embargo, el mismo perfil podría haberse aplicado alguna vez a los medos, a los babilonios o a los egipcios. Y a todos aquellos pueblos tan antiguos se les había enseñado con mano dura dónde radicaba el defecto de su carácter.

Que el Gran Rey sintiera la solemne obligación de abrir los ojos de Europa a su futuro en el nuevo orden mundial venía señalado por el paso relajado de su avance desde el Helesponto. Si la lentitud había hecho que los persas llegasen a las Termópilas en un momento tan tardío y peligroso de la estación de campaña, lo cierto era que, para Jerjes, era importante instruir con precisión a los nuevos súbditos que iba encontrando en el camino en la índole de la sumisión que ahora le debían. Una sucesión de desfiles, regatas y competiciones ecuestres permitía ostentar la escala global de los recursos del Gran Rey, al tiempo que dejaba claro cuál era la contribución que los propios nativos debían hacer a la magnificencia real, el grado de servilismo que graciosamente se les permitiría mostrar ante su amo y señor. A lo largo del invierno, cada ciudad en el camino de la expedición debía preparar una celebración digna del rey, y durante meses los nativos habían hecho poco más que preocuparse por los menús. Tener que encargarse de preparar un festín adecuado a los opulentos estándares de Persépolis era bastante dolor de cabeza para cualquier anfitrión, pero no era aquélla la mayor de sus obligaciones. También había que alimentar a los soldados del Gran Rey, a sus caballos, mulas y camellos. Era menester suministrar la madera para las hogueras de los cocineros reales. Los vasos en la mesa del rey debían ser de oro y plata, los manteles del lino más delicado, las alfombras y tapices de los materiales más suaves y espléndidos que los misérrimos ciudadanos pudiesen costear. Y una vez usadas, no había posibilidad alguna de vender aquellas cosas para recuperar algunos de los gastos, puesto que los persas, como el peor tipo de invitados, tenían la costumbre de empacar todo el menaje y «marchar sin dejar una sola cosa tras de sí».31 No es de extrañar que un bromista, desangrado por el «honor» de recibir a la armada imperial, hubiese exhortado a sus conciudadanos a agradecer a los dioses «que el rey Jerjes no tenía el hábito de exigir desayuno también».32

28 Heródoto, 7.104. 29 Ibid., 7.105. 30 Ibid., 7.236 31 Ibid., 7.119 32 Ibid., 7.120

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No sorprende tampoco que durante el mes de mayo, ante la perspectiva de que una fuerza defensiva griega acampara en Tempe, en la linde meridional de su reino, Alejandro de Macedonia hubiese enviado un imperioso mensaje a sus comandantes, advirtiéndoles que aquella posición era insostenible. Eso no sólo era muy cierto, sino que se trataba de una conclusión que los propios griegos empezaban a extraer por sí mismos. No obstante, desde el punto de vista de Alejandro la seguridad de aquella tropa era secundaria. Su principal preocupación había sido asegurar que la estancia de la armada persa en Macedonia fuese lo más breve posible. Como vasallo que era del Rey de Reyes, Alejandro, estaba penosamente al corriente de que su señor concebía todo el imperio como su propia despensa, que «las muchas exquisiteces de los países sobre los cuales mandaba, los frutos mejor elegidos»33 le eran todos debidos, que eran un tributo a esquilmar para beneficio exclusivo de la mesa real. Los festines ofrecidos con tanta dificultad y agonía por aquellos que estuviesen en el camino de Jerjes eran vistos como regalos, no de quienes los brindaban, sino del propio Gran Rey que, magnánimo, hacía una concesión entre sus seguidores, «la cena del rey». Del mismo modo, se decía que Jerjes rechazaba toda especialidad griega y ordenaba que fuesen retiradas de la mesa las que se llegaban a servir, puesto que sólo la grasa proveniente de las tierras de sus propios súbditos podía pasar por los labios del Gran Rey. Ya habría tiempo para comer higos del Ática una vez que Jerjes se sentara en el trono de una Atenas subyugada.

La posibilidad de que su armada pudiese morir de hambre o -mejor ni pensarlo- que la mesa real pudiese encontrarse vacía, no habría indicado una crisis logística, sino un riesgo para los propios cimientos del prestigio imperial. Si el Gran Rey no tenía su pudín, la moral del imperio podía empezar a desplomarse. Y no era cosa fácil pillar los dedos a una burocracia tan atenta al detalle como la persa, que expedía salvoconductos y cartillas de racionamiento a los patos y que había tomado exhaustivas precauciones para un momento de crisis como el que parecía estarse cociendo en las Termópilas. Seguramente llevarían aves entre el avituallamiento real, al igual que cualquier cantidad de las exquisiteces a las que se había acostumbrado el paladar real: aceite de acanto de Carmania, dátiles de Babilonia y comino de Etiopía. Incluso el agua de beber del Gran Rey se traía en grandes vasijas desde un río cercano a Susa.

No obstante, el suministro de ingredientes -en particular de ingredientes frescos- tenía sus límites, incluso para los infalibles jefes de la logística persa. Al sexto día de acampada forzosa en las Termópilas, la situación más allá de los ornados confines de la tienda real, entre la muchedumbre de soldados rasos, se tornaba seria. Los apetitos iranios, en concreto no eran dados a apretarse el cinturón. Entre los griegos, acostumbrados a comer sólo la carne de animales que se hubiesen sacrificado a los dioses, se contaban historias que los dejaban atónitos sobre los gustos carnívoros del enemigo. Según se decía, un persa encontraba normal hornear un asno entero para celebrar un aniversario o, si era un hombre de situación holgada, tal vez incluso un camello. Los soldados en campaña solían consumir a diario «bueyes, asnos, venados, animales más pequeños, avestruces, gansos y gallos».34 De modo que los alrededores de las Termópilas, que en la mejor temporada del año no abundaban en avestruces, proporcionaban una alarmante decepción culinaria a los soldados del Gran Rey. Los cocineros persas, tan celebrados por sus ingeniosas recetas, con dificultad podían sacarse del sombrero alguna comida en aquellos campos desnudos.

Sin embargo, Jerjes, aunque ansioso ante el rugido de los estómagos de sus tropas, sabía que algunos sentían aquel tormento con una fuerza mucho mayor. La presencia del ejército persa ante sus puertas amenazaba a los terratenientes locales con la ruina. Y como la responsabilidad por aquella lamentable situación era de Leónidas y su hediondo y minúsculo ejército, la manera más evidente -y de hecho, la única- que los nativos tenían para evitarse la miseria total era ayudar al Gran Rey a desatascar las Puertas Calientes. Jerjes posiblemente confiaba en que, allí donde el espectáculo de la invencibilidad real no le había ayudado a conseguir un guía, el egoísmo tuviera éxito.

33 Ateneo, 14.652b. 34 Ibid., 4.145e.

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Y así fue, finalmente, cuando entre el polvo y la decepción del segundo día de batalla, la capacidad griega de traicionar a los suyos por la espalda acudió en rescate del alto mando persa. Hacía casi una semana que la armada imperial estaba acampada ante las Termópilas y, por fin, un informante reptaba hasta la tienda real. Su nombre era Efialtes, nativo de la llanura donde se emplazaba el campamento persa. Fue él quien reveló a los interrogadores que el Calídromo, en efecto, guardaba un secreto. «En la creencia de obtener del rey una gran recompensa, le indicó la senda que a través del monte llevaba a las Termópilas»,35 e incluso se ofreció, en un acto de traición realmente ominoso, a hacer las veces de guía para los invasores.

De inmediato, la temible maquinaria de la armada imperial, bien engranada y mortífera, se puso en marcha. Aunque ya el día estaba bastante avanzado, no podían esperar más, de modo que esa misma noche se dieron órdenes de ascender al Calídromo. Y no se trataba de que lo hiciera nada más la infantería ligera, las únicas tropas que Leónidas había supuesto capaces de llevar a cabo aquel viaje. Los Inmortales, cuya resistencia se había educado en la alta meseta irania, estaban hechos a la medida para aquella aventura. Diezmados como habían resultado en el paso el día anterior, no había hombre entre ellos que no anhelara una oportunidad de venganza. Y aquella misión se mostraba particularmente excitante para su comandante, Hidarnes, hijo del conspirador del mismo nombre que, junto a Darío, había defendido cuarenta y un años antes la Gran Ruta del Jorasán de un enorme ejército de rebeldes medos. Ahora, ante la oportunidad perfecta de engrosar la lista de honores de guerra de la familia, Hidarnes se encontraba al servicio del hijo de Darío y, esta vez, no en la defensa, sino en el despeje de un paso vital.

De modo que, junto con sus diez mil hombres, Hidarnes partió al atardecer de aquel mismo día. La ruta comenzaba muchos kilómetros al oeste de las Puertas Calientes, de Traquis y de la garganta del Asopo, bajo la cual se extendía aquella región.36 Detrás de los hombres que comenzaban el ascenso se quedaban, punteando la llanura, las hogueras de los guardias del campamento, pero pronto la visión del campo desapareció. Por fortuna, tal como lo había anunciado Efialtes, el sendero era de fácil recorrido. La luna, la devota luna carniana, brillaba en toda su plenitud contra el cielo despejado, incluso más que las estrellas de agosto. Durante horas, los Inmortales marcharon, a través de la luz plateada y las sombras, hacia la izquierda de la extensa llanura que se extendía más allá de los elevados acantilados de Tracia, hasta que cruzaron un valle y llegaron al río Asopo, detrás de cuya ribera más alejada se empinaba el camino finalmente. Pero en aquel punto, agobiados bajo el peso de sus escudos y armaduras, los persas todavía podían ascender en línea recta. Al cabo de más o menos una hora de laboriosa caminata a través de un lindero de robles y pinos, se encontraron con otra gran meseta. Ante ellos, y atravesando nuevos bosques y ocasionales pastizales, el camino continuaba ascendiendo, otra vez con amabilidad. Los Inmortales, que volvían a ganar velocidad, pudieron comenzar entonces a rodear el pico que se erguía entre ellos y las Termópilas, y también entre ellos y el horizonte oriental. De modo gradual, a medida que las estrellas comenzaban a desvanecerse, los persas comenzaron a sentir la llegada de la mañana y adivinar cómo el Sol, iluminado con la eterna belleza de Ahura Mazda, pronto se elevaría sobre las Puertas Calientes. La cuesta comenzaba a disminuir; los Inmortales pasaron por otro bosque de robles que, sin embargo, no les impedía ver con claridad el camino que se extendía ante ellos y que no sólo se iba volviendo menos arduo, sino que la borrasca reciente había limpiado de ramas entrelazadas a la altura de sus cabezas. Las hojas, que ya estaban secas, crujían bajo sus pasos cuando, por encima del rumor y el pisoteo de veinte mil pies, llegó de pronto un repique: el sonido del metal.

Adelantándose hasta el límite del bosque, y para su consternación, el comandante de los Inmortales pudo ver una guarnición de hoplitas que bloqueaba el camino. Estaba claro que los habían sorprendido, puesto que los helenos aún estaban luchando por ponerse sus armaduras; pero

35 Heródoto, 7.213. 36 Si se supone, como hacen muchos historiadores hoy en día, que el camino de los Inmortales comenzó en lo que actualmente es la aldea de Ayios Vardates. Para el mejor análisis de las varias rutas alternativas, uno que por cierto me ha sido de gran ayuda durante mi propio recorrido de las mismas, véase Paul Wallace (1980).

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Hidarnes, que a golpes había aprendido a no subestimar a los espartanos, quería su revancha en las Puertas Calientes, no en las alturas del paso. Sin embargo, cuando señalando la falta de túnicas y capas escarlata entre el enemigo, Efialtes tranquilizó a su señor diciéndole que no se trataba de los hombres de Leónidas sino de los soldados de otra ciudad, tal vez de la Fócida, Hidarnes dio orden inmediata a sus hombres de atacar. Los Inmortales sacaron entonces sus arcos y dispararon una prolija andanada de flechas a la falange recién formada. Los focios, que no tenían el sentido de la estrategia que quizá les habría proporcionado la presencia de un oficial espartano, y dando por sentado que los bárbaros habían marchado toda la noche con el objetivo específico de acabar con ellos, se replegaron de manera caótica a la cima de una colina cercana. Allí, se aprestaron a dar una última batalla heroica, pero apenas pudieron ver cómo los Inmortales pasaban de largo, despreciándolos, y continuaban por el camino despejado.

focio se habría adelantado a la carrera para alertar a Leónidas. Pero es improbable que aquella reflexión le perturbase. Tal vez incluso formara parte de la estrategia persa el advertir a los griegos de su aciago destino. Poco antes de la salida del sol, y del enfrentamiento con los focios, un desertor del campamento del Gran Rey se había escabullido hasta las Puertas Calientes. Se trataba de un jonio, un tal Tirastíades, motivado, según él mismo insistía, por su preocupación ante la suerte de sus coterráneos. Y tal vez estuviese en verdad preocupado. Sólo que su llegada parecía envuelta en un cierto relente del ministerio persa de trucos sucios. Además de lo infrecuente que resulta que las ratas se suban a un barco que se hunde, el momento de la aparición de Tirastíades en el campamento griego mostraba todos los signos del cálculo más cuidadoso: era demasiado tarde para que Leónidas enviase refuerzos a los focios pero, al mismo tiempo, aquello lo tentaba con una cierta esperanza de un posible repliegue. Y eso, por supuesto, era precisamente lo que el Gran Rey deseaba que Leónidas creyese, puesto que si optaban por defender ambos extremos de las Puertas Calientes contra las tenazas del ataque que se perpetraba contra ellos, los griegos aún podrían mantener el control del paso durante días. En cambio, si los atrapaban en retirada en el camino principal, la caballería persa no tendría dificultad en reducirlos a pedacitos. El paso se habría despejado, cinco mil hoplitas griegos habrían sido eliminados de la cuenta de resultados de la guerra y el triunfo del Gran Rey sería total.

Pero ¿mordería Leónidas el anzuelo? el comandante en jefe de la liga ático-délica, desesperado ante la posibilidad de perder todo su ejército, pero obligado como rey de Esparta a mantenerse en sus trece y defender las Termópilas, tenía sin embargo una tercera opción. Una vez que tuvo confirmación del desastre que podía leerse en las entrañas de los machos cabríos sacrificiales, decidió convocar a un consejo de guerra a los líderes, de ojos llorosos, de los demás contingentes.