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La confusión y la alarma, como era de esperar, reinaban en aquella reunión, donde algunos se negaban a la evacuación de las tropas, mientras que la mayoría reclamaba su comienzo inmediato. Leónidas, silenciando el tumulto, anunció que la intención de su guardia real era defender la brecha del ataque enemigo, sin importar lo que se viniese contra ellos. Y entonces, no sólo dio carta blanca sino que ordenó que el cuerpo principal del ejército se replegara tan pronto como fuese posible para obtener alguna posibilidad de sobrevivir al combate al día siguiente. Los tespios, notorios por su terquedad, se negaron a abandonar sus posiciones, y otro tanto -ya que su ciudad estaba condenada a medizar, por lo que no tenían a donde volver, excepto a la perspectiva del destierro- hicieron los tebanos leales a Grecia.37 Leónidas ordenó asimismo que los ilotas se quedasen en las Puertas Calientes para ayudar a los espartanos a prepararse para la batalla, servir como infantería ligera y morir por la causa de la libertad de sus amos. En total, unos mil quinientos hombres, aferrándose con dedos pegajosos a sus armas aporreadas y maltrechas, sintieron los primeros rayos del sol en sus rostros mientras trataban de impedir que sus expresiones dieran cuenta de sus sentimientos, fuesen éstos el desprecio, la resignación o la envidia, al ver cómo sus camaradas recogían las armaduras y abandonaban el campamento en dirección al sur.38 Cuando el sonido de la marcha se desvaneció y el polvo blanco se dispersó con la brisa de la mañana, aquella pequeña fuerza defensiva se encontró a solas con el hedor y la cerrazón de aquel paso. Nada que pudiera perturbar la calma parecía provenir de las pendientes occidentales del Calídromo, por las cuales descendía Hidarnes con sus Inmortales en aquel instante. No había nada que sugiriese de que los bárbaros se aproximaban y, por el momento, tampoco había nada a la vista en la Puerta Occidental. «Tomad un buen desayuno -aconsejó Leónidas a sus hombres- porque mañana comeremos en el inframundo.»39

Entretanto, en la tienda real también se tomaba el desayuno, pero sin duda los ánimos eran mucho más alegres. Y más relajados también. Aunque se había levantado al amanecer para ofrecer libaciones al sol, Jerjes quería dar a Hidarnes la oportunidad de alcanzar el paso antes de lanzar su propio ataque. Finalmente, a eso de las nueve en punto, el Gran Rey hizo una señal con la cabeza a sus generales y la masa colosal de su ejército comenzó a avanzar. Incluso antes de llegar al paso, el hedor de la muerte, sonorizado por las moscas carroñeras, se elevaba como las nubes de polvo y el calor, y cuando llegaron a las Puertas Calientes, encontraron ante ellos los miembros enredados de sus camaradas asesinados, las barrigas hinchadas o destrozadas, los abdómenes pálidos, las vísceras esparcidas por el suelo. el enemigo también estaba a la vista: en lugar de quedarse a un lado del muro de la Puerta Media, como habían hecho los dos días anteriores, los griegos habían avanzado hasta pasar la puerta, preparados a luchar, no por relevos, sino como una sola masa furibunda. Por un momento, horrorizadas ante aquellos hombres de carne y bronce, las tropas del Gran Rey detuvieron el avance. Fue entonces cuando los oficiales, blandiendo sus látigos, les obligaron a avanzar. Aunque este detalle se suele desdeñar como propaganda griega, no hay motivos para dudar de su veracidad. El peso de los números, ahora que podían atacar de manera más efectiva al enemigo, era una ventaja aplastante que el alto mando persa debía explotar. Y el uso de reclutas sin entrenar, al menos durante el infernal comienzo de aquella batalla, debió de parecerle el mejor equilibrio entre coste y eficacia para neutralizar las alargadas picas de los helenos. Atrapados entre su propia policía militar y la temible falange coronada de bronce y salpicada de sangre de los griegos, los desventurados reclutas no tenían otra opción que arrastrarse hacia adelante, para ser

37 Heródoto (7.222) afirma que Leónidas mantuvo a los tebanos allí contra su voluntad, secuestrados, pero he aquí uno de los casos en que el prejuicio de las fuentes, casi sin duda atenienses, es palpable. Como Plutarco, orgulloso beocio, señalaría indignado, ¿por qué si Leónidas consideraba a los tebanos como rehenes no se los entregó a los pe-loponenses en repliegue? Los sorprendentemente corajudos y leales tebanos de las Termópilas merecían un mejor memorial que la calumnia ateniense. 38 Trescientos espartanos marcharon a las Termópilas, tal vez acompañados de 300 ilotas, 700 tespios y 400 tebanos, de un total de 1 700 hombres. Las bajas a lo largo de los dos días previos de la batalla deben de haber reducido el total a cerca de 1 500. 39 Diodoro Sículo, 11.9.4.

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aplastados contra la pared de escudos, o bien asfixiarse en los pozos, en los que caían a cientos, aunque en el mismo movimiento las picas de los griegos quedaban convertidas en madera de cerillas.

Y entonces, una vez partidas todas las picas, fue cuando la élite persa se dispuso para la matanza. A continuación se libraría una batalla como las que se describen en la Iliada, el choque entre poderosos campeones: «Allí se confundían quejidos y vítores de triunfo.»40 Entre los caídos se encontrarían dos hijos y un hermano de Darío, además del propio Leónidas. Y una lucha desesperada, homérica, se libraría por el cuerpo del rey muerto, hasta que los espartanos, con la ferocidad propia de la angustia y la desesperación, lograron arrastrarlo a un sitio seguro, al menos de manera temporal. Porque justo entonces, por detrás de ellos, justo por encima de la salida oriental de las Puertas Calientes, entre los arbustos de la pendiente, pudieron ver el brillo de las puntas de las lanzas: los Inmortales habían llegado. Amenazados ahora por todos los flancos, los supervivientes griegos se replegaron detrás del muro y buscaron un pequeño promontorio en el pozo de la Puerta Media. Aunque, separados de sus camaradas y aplastados contra una pared del acantilado, los tebanos nunca lo alcanzaron, sí dieron allí espartanos y tespios la última batalla. Cubiertos de flechas, salpicados de entrañas, resistieron hasta el final. Cuando las espadas se rompían, utilizaban sus empuñaduras a modo de puños de metal, o peleaban con los dientes, las manos o las uñas. Sólo cuando todos los espartanos y tespios estuvieron muertos y el polvo estuvo saturado de sangre, sólo una vez que los cadáveres estuvieron apilados en altos montículos, pudo decirse que el Gran Rey había ganado la batalla y, con ella, el paso.

El propio Jerjes, al entrar a las Puertas Calientes alrededor de mediodía, sentiría tanta euforia ante los estandartes persas que ondeaban sobre el campo de batalla como repulsión le provocó aquella carnicería. Según era su deber hacia los hombres que habían caído por su causa, dio instrucciones de que se cavaran trincheras y que allí se colocaran los cuerpos de los muertos, y que luego fuesen cubiertos reverencialmente con tierra y hojas. Los cuerpos de los griegos se dejaron expuestos a la podredumbre, y a los pocos tebanos que habían preferido lanzar las armas al suelo en lugar de ser asesinados, se ordenó que los encadenasen y marcasen. Que no estuviera de ánimo generoso no era sorprendente; a pesar de su brillante éxito en la destrucción de una posición griega que parecía inexpugnable al cabo de apenas dos días de batalla, no formaba parte de su plan que tantos enemigos escaparan a la muerte. Y otra incomodidad se avecinaba, puesto que la flota griega, según se le informaría la tarde siguiente, había llevado a cabo, con éxito, su propia evacuación: habían zarpado en medio de la noche a aguas más seguras. La flota persa, que a la mañana siguiente llegó a Artemisio, no encontró del enemigo más que brasas humeantes de las hogueras del campamento y huesos de ganado bien roídos. Los griegos se habían convertido en fugitivos, humillados por agua y por tierra, pero al parecer seguían resueltos a luchar.

Aunque seguro que no faltaba mucho para poder torcerles el cuello como si fueran pollos. Mientras filtraba los informes de inteligencia que siguieron a las Termópilas, el Gran Rey no podía contener la sonrisa ante los intentos desesperados de sus enemigos de rivalizar con él en una guerra psicológica. Se le había informado, por ejemplo, que un almirante griego se había detenido en su recorrido por la costa de Eubea para grabar un mensaje en la orilla, en el que pedía a los jonios que desertaran, o al menos que lucharan sin vigor. ¡Una estratagema risible! ¿Por qué cuando las armas persas acababan de obtener dos grandes victorias, cuando las ciudades de Beocia se apresuraban a abrirle las puertas al conquistador, cuando el dominio de Europa estaba al alcance del Gran Rey, contemplaría alguno de sus súbditos la posibilidad de amotinarse? Tal vez sus escuadras se encontrasen golpeadas por la tormenta, incluso podía ser que estuviesen desconsoladas porque los griegos habían escapado de su radio de acción, pero había una manera muy fácil de animarles. Se hizo pues una invitación formal a la flota «a dejar su puesto e ir a contemplar cómo combate el rey Jerjes contra los insensatos que pensaron sobrepujar el poderío del rey».41 Fueron tantos los

40 Ilíada, 4.450. 41 Heródoto, 8.24.

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hombres que aceptaron la oferta, según se dice, que no había suficientes barcos para llevarlos hasta las Puertas Calientes.

Más que los cadáveres de los griegos, más que las pilas de cascos con sus penachos de cola de caballo, rotos y abollados, incluso más que aquellos símbolos del orgullo espartano, sus túnicas y sus capas de color rojo sangre, convertidas ahora en poco más que jirones, un solo trofeo, espantoso y chocante, les habría hecho comprender a los marinos jonios la verdadera y terrible magnitud del poder de su señor. A un lado del camino habían colocado una estaca y, sobre la estaca, una cabeza humana. Aunque los persas «de cuantos hombres conozco, son quienes acostumbran a respetar más a los guerreros valientes»,42 ningún honor se le había rendido a Leónidas. Rey de una ciudad condenada, ¿qué otro destino podía merecer? Era así cómo su conquistador, el Rey de Reyes, trataba con todos los siervos de la Mentira.

Y los globos oculares sin vida del comandante en jefe de los aliados, encogidos y llenos de moscas, se habían fijado en el camino que llevaba a Atenas, ahora despejado e inerme.

Pueblo fantasma

Un día al año, cuando el invierno que se derretía cedía el paso a la primavera, los atenienses se convertían en extranjeros en su propia ciudad. Se acordonaban los templos, y los límites de todo se desdibujaban. Las puertas se embadurnaban con alquitrán y los atenienses, incluidos niños y esclavos, debían mantenerse alejados de las calles. En la privacidad de sus hogares, sentados en mesas separadas, mientras competían por vaciar jarras separadas y tenían prohibido hablar entre sí hasta haberse bebido todo el contenido, los pobladores de la ciudad celebraban la Antesteria, la fiesta del vino nuevo. No había mejor ocasión para una buena pelea familiar: incluso se permitía a los niños de tres años, coronados con flores y armados con sus propias jarritas, que participaran en la competición, y que luego anduvieran por allí, tambaleándose, observando las escenas de la fiesta. «Sillones, mesas, almohadas, mantas, guirnaldas, perfumes, putas, aperitivos, hay de todo: esponjas, tartas, panecillos de sésamo, dulces, bailarines, también de los buenos, y todas las canciones favoritas.»43 Dejando a un lado quizá las prostitutas, ninguna otra fiesta del calendario ateniense se acercaba tanto al espíritu de la actual Navidad.

Sin embargo, a medida que los sonidos de la alegría iban amortiguándose tras las puertas brillantes de alquitrán, podía notarse que el abandono de las calles no era completo. Se suponía que los demonios las habían tomado: espíritus del mal, heraldos del desastre. La gente los llamaba Keres, espectros de extramuros. Pero sólo cuando el sol se ocultaba, los atenienses se sentían libres de gritar, aliviados: «¡Largaos, Keres, que se ha acabado la Antesteria!»44 Entonces se abrían las puertas cubiertas de alquitrán, los hombres se lanzaban a las calles, se retiraban las sogas que cubrían los templos y el ritmo de la vida diaria regresaba a Atenas.

Pero ¿y si aquel ritmo perdido no volviese nunca más? Esta pregunta había estado atormentando a la ciudad desde que Temístocles, a comienzos del verano anterior, había persuadido al pueblo ateniense de que abandonara su tierra natal. Porque tal vez hubiese extranjeros más peligrosos que los espíritus devoradores de muertos. Así, un sentimiento ambiguo ensombrecía la Antesteria. Gracias a una peculiaridad del acento ático, Keres podía pronunciarse Kares, es decir, «caños», o «pueblos de Caria», o sea los vecinos de los jonios del extremo sudoeste de la actual Turquía, que habían sido de los primeros bárbaros en importunar la conciencia griega. Durante siglos, los carios habían constituido un emblema de lo foráneo y de lo asiático. Según se decía, habían luchado al lado de los troyanos en la primera gran guerra entre Oriente y Occidente y, a diferencia de sus primos jonios, nunca se habían sometido al mandato de los pobladores griegos. Aun cuando el

42 Ibid., 7.238. Literalmente, la traducción de Holland sería: «Más que cualquier otro pueblo en el mundo, honran a los hombres que se distinguen en la guerra.» 43 Aristófanes, Acarnienses, 1090-1093. 44 Véase Burkett (1983), p. 226.

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Halicarnaso, la gran metrópoli caria, le debía su origen a los colonos provenientes del Peloponeso, lo griego no era más que un ingrediente de los muchos que, a lo largo de los siglos, habían dado lugar a un crisol de razas. En todo caso, a ojos de los griegos, la ciudad era el producto de un mestizaje perturbador, yen ella florecían costumbres peculiares, llamativas y exóticas, al punto de que quienallí mandaba era una mujer, la reina Artemisia. Y tan «masculino» era el «espíritu aventurero»45 de aquella mujer que le había llevado a enrolarse en la marina de guerra imperial. Por más que estuviese engalanada con doradas joyas, envuelta en mantos de púrpura y perfumada con costosas fragancias, nadie podía dudar de sus dotes de almirante. De hecho, sus trirremes estaban tan bien capitaneados que sólo las escuadras sidonias los superaban en reputación. De modo que si no podían detener a los bárbaros antes de que llegaran al Ática, Artemisia y su flotilla pronto se deslizarían hasta el Pireo. Keres o Kares, poca diferencia había en el término que se usara; en cualquier caso, parecía que seres extraños iban a caminar pronto por las calles de Atenas. Y no desaparecerían con la puesta del sol.

Tal vez fuese de esperar que mientras sus compatriotas luchaban y morían en Artemisio para dar tiempo a la evacuación del Ática, los atenienses partieran penosamente. Aquel desánimo, sin embargo, no daba cuenta del exilio que les esperaba. Las puertas de Trezén, una ciudad emplazada en la seguridad del Peloponeso,a unos cincuenta kilómetros de el Pireo, atravesando el golfo Sarónico, se encontraban abiertas para los refugiados atenienses desde el comienzo de la crisis. Aunque no tener casa fuese una desdicha -sobre todo para un ateniense, nacido de la tierra-, los trezenios habían demostrado su generosidad como anfitriones: cada madre nerviosa que llegaba a la ciudad recibía un subsidio público y cada niño, educación gratuita, e incluso carta blanca para recolectar fruta fresca de los huertos y sembradíos. Sin embargo, en casa, en Atenas, el éxito de la evacuación sólo provocaba renovadas angustias. Mientras más familias se veían entablando sus casas y recorriendo las calles trabajosamente, con su equipaje a cuestas, empujando carros sobrecargados hasta las playas y muelles, mayor cuenta se daban quienes estaban demasiado perturbados o molestos para unírseles de que el mundo había dado un vuelco.

Ya era una señal bastante ominosa de la época el hecho de que las mujeres y las madres atenienses, ¡matronas respetables!, anduvieran por las calles. Las oportunidades de mala conducta que una crisis internacional podía ofrecer a las mujeres habían atormentado las mentes de los maridos griegos desde los últimos días de la guerra de Troya. Pero en Atenas, aquella ansiedad resonaba de un modo particular. «Criadas bajo los más restrictivos moldes, acostumbradas desde pequeñas a ver y escuchar lo menos posible, y a preguntar lo mínimo»,46 las mujeres atenienses llevaban una vida de retiro sin parangón en el resto de Grecia. el peculiar carácter de la democracia así lo requería; la capacidad de las mujeres de causar alboroto en la vida pública había sido motivo de alarma entre los cavilosos reformadores desde mucho antes de la revolución del 507 a. J.C. Preocupado por enseñar a la élite las virtudes del autocontrol, Solón encontraba particularmente insufrible toda muestra de exhibicionismo femenino, e hizo rigurosos esfuerzos por mantenerlo a raya. En lugar de permitir que las hijas de la aristocracia hiciesen alarde de su riqueza y buen gusto en público, Solón había tomado el sencillo aunque drástico paso de decretar que cualquier mujer «que caminase por las calles con toda tranquilidad»,47 debía verse como una prostituta. Los maridos atenienses -o al menos los que tenían suficiente espacio en casa como para confinar a sus mujeres en aposentos separados- habían aprovechado con gusto la oportunidad. A lo largo de las décadas, la ley procuraría cada vez más que sólo las mujeres que nadie hubiese visto jamás se pudiesen considerar respetables. Claro que, al mismo tiempo, aquello hizo maravillas de cara al comercio sexual.

Tanto que, a un siglo de su muerte, Solón era recordado con gratitud por la ciudadanía ateniense como el hombre que había utilizado fondos públicos para subvencionar los prostíbulos, partiendo

45 Heródoto, 7.99. 46 Jenofonte, Economia, 7.5. 47 Demóstenes, Contra Neara, 67.

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para ello del impecable principio de que las putas debían estar a disposición de todos. Es probable -puesto que la actitud del gran reformador hacia las mujeres era casi sin duda la indiferencia más severa- que aquella costumbre fuese una aberración, pero en todo caso sugiere que el derecho a buscar prostitutas se había convertido, para muchos ciudadanos, en una piedra fundacional de la democracia. Al igual que la estatua de los tiranicidas en el ágora, o las filas de asientos talladas en el Pnyx, el barrio de la prostitución de Atenas, rebosante de desorden, sufrimiento y placer, era uno de los monumentos supremos al nuevo orden. Se podía ver a las putas por todo el barrio del Cerámico, bien fuese tomando el sol en topless a la entrada de los prostíbulos, protagonizando reyertas en los callejones o bien frecuentando las tumbas que se encontraban más allá de los límites de la ciudad. Amenazadas por la extravagante visibilidad de aquellas mujeres, sus respetables hermanas atenienses se encogían y se volvían cada vez menos visibles, de modo que, bajo la democracia, se había instaurado incluso la convención de no mencionar siquiera el nombre de una mujer casada en público. De hecho, dada la naturaleza predadora de la política ateniense, el impacto real que pudiese tener la más virtuosa de las esposas en la carrera de su marido era un riesgo imponderable. Para un político, sólo había algo peor a que no se hablase de él, y era que se hablase de su familia. Muchos ciudadanos, horrorizados al ver a las prostitutas y a las matronas dándose empujones de camino a las playas, incluso prohibieron a sus mujeres sumarse al éxodo.

El resultado sería que cuando hubo arrastrado a su vapuleada flota desde Artemisio hasta la seguridad de El Pireo, Temístocles descubrió con horror que Atenas se encontraba lejos de la evacuación total. Él había sido, por supuesto, «un hombre de recursos», que hizo los llamamientos a las escuadras jonias para que se amotinaran; pero no era tan ingenuo como para contar con una eclosión interna de la marina imperial. Ni tampoco, por cierto, con la ayuda de los peloponenses. Muchos miembros de la oligarquía ateniense, confiados en las promesas privadas de los espartanos, albergaban una última esperanza de que una fuerza aliada pronto fuese a rescatarlos. Pero no era éste el caso de Temístocles. En un paso muy alejado del Peloponeso, un rey de Esparta yacía muerto junto a toda su salvaguardia y no había nada que los atenienses pudiesen hacer o decir para persuadir a los espartanos de movilizar más tropas al extranjero. La respuesta de los delegados de la liga en Corinto ante las noticias provenientes de las Termópilas difícilmente podía ser más clara: por votación unánime, los peloponenses se dedicarían a cubrirse sus propias espaldas. Así que incluso mientras la avanzadilla del Gran Rey se acercaba al Ática, un ejército de obreros, bajo la dirección de Cleombroto, el hermano menor de Leónidas, construía un muro a lo ancho de los ocho kilómetros del istmo, para lo cual «acarreábanse piedras, ladrillos, palos y espuertas llenas de arena; y los que ayudaban en la tarea no descansaban ningún momento, ni de día ni de noche».48 Otros ya se habían puesto a demoler el camino a Megara, una carretera estrecha rodeada de precipicios que salvaba los riscos de la costa y única ruta que un ejército pudiera seguir para atravesar el istmo. Pero con cada deslizamiento de tierra que caía del camino a la ensenada que se hallaba más abajo, los peloponenses iban dejando al Ática cada vez más abandonada a su suerte.

Incluso los dioses, al parecer, perdían las esperanzas en Atenas. Apenas había llegado Temístocles a la asamblea para renovar imperiosamente el mandato de evacuar la ciudad cuando los alcanzaron siniestras noticias de la Acrópolis. Según testigos, la serpiente sagrada, cuya presencia al lado de la tumba de Erectio había proporcionado a generaciones de atenienses la certidumbre de no ver caer a su ciudad, había dejado su tarta de miel intacta y había desaparecido. Entre la muchedumbre en pánico, los rumores de que «la propia Atenea había abandonado la ciudad y les mostraba el camino al mar»49 causaban estragos. Gran oportunidad para Temístocles, claro está; al igual que lo sería un segundo e igualmente sospechoso descubrimiento, que había tenido lugar cuando los refugiados trataban de alcanzar la costa con sus pertenencias. Al parecer, la pitón sagrada no era la única en haber desaparecido de la Acrópolis. Birlada del cuello de la más sagrada de las estatuas, el autorretrato de Atenea Polias, también había desaparecido la cabeza de oro de la

48 Heródoto, 8.71. 49 Plutarco, Temístocles, 10.

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Gorgona. Temístocles, en ardiente muestra de su indignación ante aquel sacrilegio, de inmediato se puso a registrar los equipajes de los ciudadanos especialmente ricos. Y cuando, como especialmente ocurría, encontraba sacos de oro escondidos entre las pertenencias, los incautaba en el acto. Aquellas confiscaciones, junto con una colecta entre los antiguos arcontes, sirvió para recaudar una cantidad de dinero sustancial, una reserva económica de la cual el pueblo ateniense en el exilio tendría que depender para su subsistencia.

Entretanto, mientras los padres arrastraban a sus hijos entre sollozos a través de las orillas, dejando tras de sí y en la miseria a las madres, que con rostros blancos y desencajados se sujetaban con firmeza los pañuelos sobre sus cabezas, y mientras los navíos de todo tipo llenaban las aguas de Falero y de el Pireo, el tiempo se agotaba. Seis días habían pasado desde la toma de las Puertas Calientes. Mientras Atenas se convertía en un pueblo cada vez más fantasma, quienes atestaban las playas comenzaban a escrutar con mayor ansiedad el horizonte que dejaban a sus espaldas en busca de alguna nube de polvo, algún brillo metálico, el punto de luz de alguna fogata. Aún no se veía nada. Cuando Atenas por fin se había quedado vacía, el único movimiento que podía verse por la noche en la gran extensión de terreno de la ciudad era el de los perros, agitados por la calma repentina. Muchos, fieles a sus amos, los habían seguido hasta la playa, por cuyas arenas corrían mientras aullaban a los botes que iban desapareciendo. Según se dice, Jantipo, que había tenido que volver a Atenas junto a las demás víctimas del ostracismo, pero que finalmente había tenido que volver a exiliarse, pudo ver desde el barco, mientras se alejaba del continente, cómo su perro chapoteaba desesperadamente para alcanzarlo y cómo, cuando la criatura, exhausta, finalmente alcanzó la orilla de nuevo, se había subido a unas rocas, había exhalado un quejido y había expirado.50

El destino de Jantipo, al igual que el de sus compatriotas, había sido la isla de Salamina. Allí, al otro lado de los estrechos del monte Egaleo, el pueblo ateniense había dado vida a una copia, si bien fantasmal y empobrecida, de la ciudad que acababan de abandonar. Algunas mujeres y niños, los rezagados para quienes el viaje a Trezén se había vuelto peligroso, acampaban también allí, además de los magistrados de la democracia, símbolos y al mismo tiempo guardianes de la constitución. Los ancianos, cuya sabiduría en tiempos de crisis era tenida por un recurso invaluable, se habían establecido en la isla desde el comienzo de la evacuación, y habían llevado consigo los tesoros de la ciudad y las reservas de grano. Ahora, lo más impactante eran los ciento ochenta trirremes atenienses que, como una muralla de madera que llevara las marcas de un trabajo frenético en el astillero, se erguían en la costa de Salamina. Con todo, Temístocles aún podía decir, mientras señalaba su flota, que sus compatriotas, aunque estuviesen en el exilio, eran los ciudadanos de «la más grande ciudad de toda Grecia».51

Una afirmación a la que tendría que aferrarse como si fuese un bote salvavidas durante las horas que siguieron a su llegada a Salamina. Los navíos atenienses no eran los únicos que podían verse desde la isla; durante los últimos dos días, mientras trasladaban a los refugiados que venían del Ática, Temístocles y sus hombres habían podido ver otras escuadras aliadas recorriendo el estrecho. Que los almirantes peloponenses hubiesen accedido a quedarse durante el tiempo que durase la evacuación decía mucho de los lazos de camaradería que se habían forjado en Artemisio. Y es que tanto las órdenes como la inclinación personal les habrían llevado a dirigirse de inmediato al istmo. Desde Salamina, al otro lado del azul del golfo, apenas podía distinguirse un cabo rocoso enmarcado por el cielo; aquella guía tentadora era la acrópolis de Corinto, la atalaya del Peloponeso, y se encontraba a escasos ocho kilómetros al sur del muro del istmo. Por lo tanto, tal vez fuese predecible que un comandante corintio, el joven y tenaz Adimanto, tomara la dirección del consejo de guerra que siguió de inmediato al regreso de Temístocles a la flota aliada. Había que partir hacia el istmo en aquel preciso instante, exigía Adimanto a Euribíades y a sus compañeros

50 Plutarco, Temístocles, 10. Los amantes de las mascotas querrán saber que, según Eliano (12.35), el perro de Jantipo sobrevivió. 51 Plutarco, Temístocles, 11.

almirantes. Era menester concentrar en un mismo punto las reservas navales y militares, sumarse al ejército que ya se encontraba situado a lo largo del istmo. Había bastantes golfos y bahías en Corinto como para proteger el flanco de la línea del frente. Y si la tragedia, en efecto, alcanzaba a la flota, al menos los peloponenses «podrían encontrar refugio entre sus propios coterráneos».52

Por supuesto, un argumento así no estaba diseñado para hacer las delicias de un almirante ateniense, ni tampoco de uno que viniera de Egina o de Megara. E incluso podría haberse pensado que, puesto que aquellos hombres estaban al mando de tres cuartos de la flota griega, un total de trescientos diez trirremes, sus objeciones habrían sido decisivas.53 Pero no lo fueron ni un ápice. Elriesgo al que se enfrentaban Temístocles y sus dos colegas era el mismo que había amenazado toda la empresa desde el comienzo, que la alianza se fragmentase y desintegrase. Y puesto que la flota griega era inferior en proporción de uno a dos, ni siquiera los atenienses podían permitirse actuar solos. Cualquier ruptura entre las escuadras aliadas se llevaría consigo toda esperanza de victoria.

Y era la victoria lo que Temístocles buscaba; no sólo una operación de defensa, como la concebía Adimanto, sino un perjuicio decisivo para la capacidad naval del Gran Rey. Y para convencer a sus colegas de que aquella ambición era más que la fantasía de un exaltado, Temístocles recurrió a la única cosa que podía unirlos, de manera por cierto gloriosa: los recuerdos compartidos de la campaña de Artemisio. Temístocles sabía que la batalla mar adentro, que los griegos tendrían que librar si se movilizaban hasta el istmo, favorecía al enemigo. «Pero la batalla en sitio cerrado -urgió a sus colegas- servirá a nuestros fines.»54 Ésta era la lección que había aprendido del día más feroz de combate, cuando las escuadras aliadas, aunque se encontraban apaleadas, habían defendido con éxito el paso entre Eubea y el continente ante el peso completo de la flota bárbara. Aquella batalla había tenido lugar a tres o cuatro kilómetros del estrecho; en Salamina, si lograban llevar a los bárbaros hasta allí, el ancho del paso marítimo no excedería los ochocientos metros y, «si todo va bien, y hay posibilidades razonables de que así sea, podremos

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ganar».

Apartando la confianza de alto vuelo con que se había expresado, este juicio estaba arraigado en la experiencia de todos los que habían luchado en Artemisio, incluyendo a los almirantes peloponenses, al igual que lo estaba en la fecundidad de la idiosincrasia ateniense, siempre estratégica. Bien lo sabía el propio Temístocles, puesto que su carrera se había construido a partir de la persuasión de una manera en la que ninguno de sus adversarios podía comparársele. Las primeras décadas de la democracia habían sido una escuela exigente; nadie está mejor preparado en el mundo para salirse con la suya que un político ateniense exitoso. La eficacia de los argumentos de Temístocles podía medirse por el hecho de que a la mitad del consejo de guerra, cuando los mensajeros trajeron la terrible noticia de que se había visto a los bárbaros entrar al Ática y «prender fuego a los campos»,56 la reunión no se había disuelto en el pánico, ni tampoco habían insistido los peloponenses en una retirada inmediata, a pesar de la nueva certidumbre de que, en cualquier momento, la flota persa podría alcanzar las aguas atenienses y tal vez bloquear todas las rutas de escape. En lugar de eso, todo el alto mando estuvo de acuerdo en quedarse donde se encontraban: a las afueras de Salamina. Temístocles había convencido a los que dudaban, al menos por el momento.

Y ello a pesar de que, a los ojos de sus colegas, fuese la más despreciable entre las criaturas,

52 Heródoto, 8.49. 53 La figura es de Esquilo (Los persas, 339-340). Heródoto (8.48) sitúa el total de la flota griega en 380. En esta ocasión, sin embargo, es probable que Esquilo sea más preciso. Después de todo, luchó en la batalla de Salamina. 54 Heródoto, 8.60. 55 Ibid. Tal como aparecen en Heródoto, estas palabras se pronunciaron en el debate que siguió a la quema de la Acrópolis. Sin embargo, no son un recuento literal de lo que dijo Temístocles, sino que más bien recogen lo esencial del argumento general que expuso desde el comienzo. 56 Ibid., 8.50.

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puesto que era «un hombre sin país»,57 etiqueta no del todo apropiada, por supuesto; no, al menos, mientras Salamina estuviese en manos de los atenienses. Además, Atenas ni siquiera se había rendido por completo, aunque la caballería persa se dirigía estrepitosamente hacia allí; aún se mantenía en la ciudad un último bastión, el corazón sagrado del Ática. Ni siquiera un iconoclasta como Temístocles podría haber sugerido que se abandonase la Acrópolis y, en lugar de eso, por votación de la asamblea, se había acordado que «tesoreros y sacerdotisas se quedaran a cuidar de las propiedades de los dioses».58 Otros atenienses, los que se habían resistido tercamente a exiliarse, habían acabado refugiándose también en la roca sagrada. Así que los defensores de la Acrópolis, que habían tenido semanas para aprovisionarse y levantar barricadas o «muros de madera» a lo ancho de la rampa, estaban preparados para un prolongado estado de sitio.

Sin embargo, seguro que se acobardaron ante el primer atisbo del enemigo, puesto que no podía haber una mejor perspectiva de la llegada del Gran Rey a Atenas que desde las alturas de la roca sagrada. el fuego, en el que ardían los campos y bosques sagrados del Ática, hacía las veces de heraldo que anunciaba la llegada de Jerjes. Desde el almenaje occidental, los defensores de la Acrópolis podían observar con impotencia cómo en toda su ciudad se colocaban de modo triunfal los estandartes reales. Las hordas del ejército del Gran Rey ya pululaban por toda Atenas, tomando posesión de sus calles otrora familiares, echando al suelo las casas de los defensores. En el Ágora y en las pendientes del Areópago, la colina que se elevaba entre el Pnyx y la Acrópolis, podían verse los ingenieros que perforaban pozos para extraer agua. Era evidente que los bárbaros no se fiaban de los griegos ni para beberse el agua de la ciudad. Otros grupos de trabajo se ocupaban en saquear y despojar a la ciudad entera.

Pero el espectáculo más siniestro que tendrían que soportar los guardianes de la Acrópolis sería la retirada del bronce de los tiranicidas, aquel símbolo tan potente de la democracia, que los bárbaros empacaron para el transporte. Sin duda, allá en su tierra natal, los pisistrátidas habían explicado a sus señores el significado de aquellas estatuas, trofeos perfectos para adornar las salas de Susa.

Entretanto, el Gran Rey establecía el puesto de mando en el Areópago, por encima del Ágora, y los arqueros se apostaban en las colinas con instrucciones de disparar flechas de fuego a las barricadas que bloqueaban la Acrópolis. el muro de madera, que «delataba a los defensores»,59 pronto fue arrasado por las llamas, pero la defensa que estaba detrás se mantuvo en sus trece. El Gran Rey, ansioso por enviar a Persia la noticia de que los daivas habían huido del nido en llamas, empezaba a impacientarse. Los pisistrátidas fueron convocados ante el rey, y se les envió a subir la rampa y negociar con sus obstinados compatriotas. Sin embargo, sus propuestas fueron rechazadas y el asalto a la rampa, como era de esperar, fue retomado. Las flechas silbaban, rasantes, y las rocas que los defensores habían apalancado a los lados de las fortificaciones rodaron cuesta abajo. El caos de la batalla era general.

Pero cuando los atenienses estaban inmersos de pleno en ella, los oficiales del Gran Rey partieron en reconocimiento del extremo opuesto de la Acrópolis. Allí, la vertiente era tal que no se había apostado ni un solo guardia, pero las fuerzas de élite finalmente pudieron escalar el acantilado. Como antes había ocurrido en las Termópilas, los talentos forjados en los Zagros permitían al Gran Rey apuñalar a una guarnición griega por la espalda. La Acrópolis fue devastada y muchos de los defensores prefirieron lanzarse por las almenas en lugar de esperar que los asesinasen. Otros buscaron refugio en el templo de Atenea pero, naturalmente, los persas también los masacraron. Luego, siguiendo la orden de su señor, prendieron fuego a todo lo que se encontraba en la cima. Lo que no ardiera sería demolido; el gran almacén de los recuerdos atenienses que se habían acumulado durante siglos, el propio pasado de la ciudad, desapareció en un par de horas.

57 Ibid., 8.61. 58 El Decreto de Trezén, 11-12. 59 Heródoto, 8.52.

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Las gruesas columnas de humo que se elevaban desde aquel infierno empezaron a enturbiar el cielo ático. Para los atenienses, congelados sobre la cubierta de sus barcos, el mensaje que transmitían era el más puro horror. Para los aliados, que observaban cómo la tarde daba paso a la noche y la silueta del monte Egaleo continuaba iluminada de un rojo furioso, el espectáculo no resultaba menos desmoralizador. En otros marinos, sin embargo, debieron de despertarse sentimientos muy diferentes. el almirantazgo del Gran Rey, que no deseaba alcanzar el puerto de Atenas hasta tener certeza de que el sitio se encontraba sometido, se había tomado su tiempo para encontrarse con la armada. Sin embargo, ahora que el resplandor de los templos en llamas anunciaba a los mares la victoria persa por toda la costa ática, desde Sunio hasta la Acrópolis, las escuadras del Gran Rey ya no necesitaban valerse de las estrellas para llegar a puerto aquella noche: los remos, al golpear las aguas, formaban ondas iluminadas por el fuego.

El amanecer descubrió las ruinas de una Acrópolis renegrida y humeante. Antaño había sido un nido de demonios, pero las llamas la habían purificado y habían sacado de allí a la Mentira. Los principios de Arta habían prevalecido y Jerjes, servidor del dios Mazda, había cumplido con su deber hacia la Verdad. Como testimonio de ello, el Gran Rey, que había convocado de nuevo la presencia de los pisistrátidas, les dio órdenes de ascender a la Acrópolis «y ofrecer allí los sacrificios acordes a su tradición nativa»,60 puesto que sólo ellos, de todos los atenienses, se habían mantenido incorruptibles ante las lisonjas de la Mentira. Agradecidos, los antiguos exiliados ascendieron hasta la cenicienta roca. Entre estatuas destrozadas, columnas caídas y los cuerpos achicharrados de sus coterráneos encontraron el camino hasta el lugar más sagrado en aquella cima desolada, el punto en el que siempre había estado el olivo primordial, el regalo que Atenea había hecho a la ciudad. El altar que se había construido alrededor había sido devastado, pero entre los escombros pronto surgió un tocón chamuscado. Tenaces, como siempre, las raíces aún se aferraban con vida a la roca.

Y como una especie de milagro, un largo retoño brotaba de aquel tocón y se elevaba hacia el sol.

60 Ibid., 8.54.

CAPÍTULO 8 Némesis

Un cóctel explosivo

Y así se supo en Salamina.

«Serás la ruina de más de un hijo de su madre.» Ahora que la flota aliada se encontraba estacionada en las costas de la isla y los persas estaban apostados en la bahía de Falero, las ambigüedades del Oráculo pesaban en la mente del pueblo, más amenazadoras que nunca. Pero las desconcertantes palabras de Apolo no sólo se comentaban entre el alto mando griego; seguramente los persas, siempre tan devotos de las labores de inteligencia, estaban también al tanto de la profecía: «Aquel que reveló la verdad a mis ancestros»;1 así era cómo Darío había descrito al dios arquero. Pero a pesar que los persas se mostrasen a menudo respetuosos con respecto a Apolo, su fe en los pronunciamientos de Delfos no era, ni mucho menos, tan instintiva como la de sus enemigos. Ante la expresión «divina Salamina», debieron ser numerosos los funcionarios del gobierno del Gran Rey perplejos que se encontraron debatiendo su autoría precisa. Tal vez alguien que no era el dios hubiese susurrado en el oído de la Pitia alguna palabra. ¿Un sacerdote, por ejemplo? Al fin y al cabo, Delfos era el centro de una enorme red internacional de contactos y los servidores de Apolo, que tenían un profundo conocimiento de las relaciones internacionales, se encontraban tan bien calificados como el que más para predecir el futuro más probable de la guerra.

Y seguramente, no habían olvidado cómo terminó el último intento griego de derrotar a la armada imperial. Hacía catorce años, unos trescientos cincuenta trirremes jonios, que la flota persa casi duplicaba en número, habían librado una batalla naval en la costa milesia de Lade y habían resultado aniquilados. Y del mismo modo que Mileto había sido el foco de resistencia a los persas por aquel entonces, Atenas lo era en ese momento. Y el único posible equivalente de Lade en las aguas del Ática era, por supuesto, Salamina. No era relevante si los estrategas persas consideraban que la profecía délfica venía de los cielos o si pensaban que se desprendía de cálculos más bien morales; lo más seguro es que el Oráculo haya sustentado su creencia en que la mano de un dios de una grandeza infinitamente superior a la de Apolo dirigía sus asuntos. Las grandes ruedas del tiempo, que giraban bajo los designios de aquel que habitaba más allá del tiempo, Ahura Mazda, claramente poseían una precisión despiadada. Ya una vez había ocurrido que, al verse amenazada por una flota persa mucho mayor, una alianza de facciones griegas se desintegró entre la traición y las puñaladas traperas. Ahora, en una simetría misteriosa pero, qué duda cabía, diseñada por la divinidad, la historia parecía estar destinada a repetirse.

Para curarse en salud, había quienes, en el entorno de Jerjes, exhortaban a su señor a no fiarse de la situación. Demarato, por ejemplo, en franca apreciación de lo que los súbditos del Gran Rey menos desearían que éste hiciese, había recomendado lanzar una operación anfibia directamente contra Lacedemonia, pues «teniendo en casa la guerra en la frontera, no haya temor de que socorran al resto de Grecia, cuando esté sometido por tu ejército».2 Muy cierto, pero la borrasca y la acción

1 De la carta de Darío a Gadatas. Véase Meiggs y Lewis, p. 20. 2 Heródoto, 7.235. Según Holland sería: «Puesto que no debéis preocuparos de que los espartanos, cuando las llamas de la guerra estén consumiendo su tierra natal, se molesten en venir a rescatar a nadie más en Grecia.»

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del enemigo habían diezmado de tal manera la marina imperial que la movilización por separado de la más mínima fuerza de la flota podría permitir a los griegos que la igualasen. De modo que la propuesta se vetó, al igual que ocurrió con el consejo de la formidable reina Artemisia de Halicarnaso, aunque en este caso la deliberación llevase más tiempo. Cuando el Gran Rey, que había descendido hasta Falero, convocó a sus almirantes a un consejo de guerra, la voz de Artemisia fue la única en elevarse en contra del plan para provocar una nueva Lade. La batalla, insistía, era un riesgo innecesario. Atenas había sido capturada y el otoño se avecinaba. Lo mejor, por lo tanto, era mantenerse en un punto muerto y dejar que las escuadras griegas se murieran de hambre, o bien que «tú los dispersarás y ellos huirán cada cual a su ciudad».3 Una aguda apreciación, como Jerjes bien sabía; pero el tiempo se acababa y no podía permitirse hacerle mucho caso. Para el Gran Rey, pasar un invierno en aquel Occidente remoto estaba fuera de toda consideración. Una Atenas devastada no era lugar desde el cual administrar al mundo. Y ahora que ya había agraciado a la expedición contra Europa con su presencia real, el imperativo del rey era acabar con la guerra antes de que la estación de las campañas llegase a su fin. Sólo servía, pues, una victoria aplastante, y debía ocurrir mientras el clima aún diera de sí.

Resultaba sumamente gratificante, entonces, que los jefes del espionaje imperial pudiesen informar a su amo y señor que, altercando e insultándose en su campamento, el enemigo se mantenía fiel a su naturaleza. Del mismo modo que los odios, las dudas y los temores alguna vez habían desgarrado a las escuadras jonias en las costas de Lade, una flota griega en el estrecho de Salamina parecía ahora al borde de una eclosión similar. Ya había ocurrido, durante la quema de la Acrópolis, que muchos tripulantes habían entrado en un estado de pánico y habían corrido en estampida a izar las velas, listos para la huida. Y según los informes, aquella misma noche, el alto comando se había dividido en facciones enfrentadas: peloponenses contra atenienses y quienes los apoyaran. Los insultos intercambiados habían dado lugar al cotilleo en todo el campamento. Según se decía, Adimanto había denigrado a Temístocles en tanto que «refugiado» y, cuando se saltó el turno para hablar, le había advertido que «los atletas que empiezan la carrera antes de la señal deben ser latigados». A lo cual Temístocles había replicado con amargura que sí, «y los que se quedan rezagados nunca ganan la corona».4 Y sólo cuando el segundo amenazó con retirar la flota ateniense entera de la línea del frente y zarpar rumbo a Italia y al exilio permanente logró salirse con la suya. Aunque era difícil predecir durante cuánto tiempo. ¿Qué pasaría si los peloponenses sentían pánico ante la perspectiva de quedarse embotellados en el estrecho y optaban por darse finalmente por vencidos? ¿Qué alternativas tendrían en un caso como aquél los atenienses y su flota?

Los jefes persas de inteligencia, que tenían más de sesenta años de experiencia sacando provecho de la inclinación griega a las luchas intestinas, sabían con precisión cómo averiguarlo. En la víspera del encuentro en Falero, cuando el deseo del Gran Rey de provocar una segunda Lade había quedado claro en las mentes de sus servidores, se ordenó que un contingente de infantería persa tomara el camino al istmo. Puesto que la carretera a lo largo del acantilado más allá de Megara había sido destruida, mientras que el istmo se había fortificado con solidez, la expedición contaba con pocas posibilidades de asaltar la entrada del Peloponeso. Pero no era ésa su misión. De modo que las tropas, marchando a lo largo de las costas del sur del Ática, partieron de Atenas, rodearon el monte Egaleo y enfilaron la Vía Sacra hacia Eleusis. Sus armas brillaban bajo el sol y sus cantos podían escucharse a kilómetros de distancia, mientras sus pies, treinta mil pares de pies, aporreaban el camino. La enorme nube de polvo que se levantaba a su paso se perdía con la brisa hasta alcanzar el estrecho de Salamina.

Allí, justo como los estrategas persas habían anticipado, la reacción fue una gran consternación. Susurros amotinados empezaron a correr de nuevo entre las tropas peloponenses y, cuando la tarde daba paso a la noche y los marinos, ansiosos, asediaban a sus capitanes exigiéndoles zarpar hacia el istmo, el Gran Rey dio instrucciones de que se apretaran aún más las tuercas. Algunas escuadras de

3 Ibid., 8.68 B. Traducción de María Rosa Lida. 4 Ibid., 8.59. María Rosa Lida dice: «Y los que se quedan atrás no reciben la corona.»

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la flota imperial, «dirigiéronse a Salamina y se dispusieron con toda tranquilidad en línea de combate», empezaron a patrullar la costa de la isla, amenazando de tal suerte con bloquear las rutas de escape.5 Cuando el sol poniente ya se reflejaba a través del mar desde Salamina hasta el istmo, muchos peloponenses se encontraban al borde de la insurrección.

Estaban llenos de espanto porque, acampados en Salamina, iban a combatir por la tierra de los atenienses, y si eran vencidos, quedarían cogidos y sitiados en la isla, mientras dejaban indefensa su propia tierra. Y al venir la noche, el ejército de los bárbaros marcharía contra el Peloponeso.6

Así era como, desde los días del primer contacto entre ambos pueblos, desde siempre, los persas habían jugado al gato y al ratón con los griegos. Las noticias que traían los agentes del Gran Rey sobre las riñas en Salamina refrendaban la seguridad que éste tenía de haber medido a la perfección el temperamento de sus enemigos. Ahora que, al parecer, toda la flota griega estaba a punto de pelearse entre sí, había llegado el momento de poner toda la carne en el asador. Las escuadras que patrullaban la costa de Salamina recibieron órdenes de volver a la base,7 y esta retirada, que se llevó a cabo a la vista de los vigías aliados, dejó abierta la ruta de escape hacia el istmo de un modo muy evidente. Y también muy tentador. Dado que los almirantes persas habían descubierto, en Artemisio, que los marinos griegos no eran de resistirse a un repliegue nocturno si una crisis abrupta parecía requerirlo, lo más seguro era que los peloponenses, que no sabían cuándo podría presentarse de nuevo la oportunidad de escapar de aquella ratonera, sintieran que la crisis estaba teniendo lugar aquella misma noche. De modo que, sin importar si los atenienses accedían a zarpar con ellos, era muy probable que se arriesgaran a cruzar el estrecho y, entonces, tal como había ocurrido en Lade, la flota griega se desintegraría en pequeños fragmentos.

Pero, aquella noche, mientras Jerjes ponía sobre la balanza todas sus posibilidades, todavía no contaba con ninguna certidumbre. La emboscada sólo podía intentarse una vez, y no bastaba sólo con azuzar las divisiones internas: también hacía falta que los griegos se traicionasen unos a otros activamente. Lo ideal habría sido contar con un doble agente en el alto mando griego. Y, por fortuna, los jefes de la inteligencia persa tenían una larga y fructífera experiencia en reclutar topos de primer nivel. Después de todo, los espías reales no necesitaban subrayar que había sido el sobornoaceptado por los capitanes samios lo que había precipitado el destino de la flota jonia en la batalla de Lade. Y con un precedente tan estimable como aquél, costaría creer que los agentes del Gran Rey, armados como estaban de oro y promesas de protección real, no estuvieran activos en el campamento aliado en Salamina. Y en ese caso, ¿cuál podía ser su objetivo? En aquella guerra de nervios que estaban librando con tanta maestría contra las varias divisiones griegas, lo más seguro era que los persas lanzaran una doble ofensiva. Y que mientras amenazaban a los peloponenses y los presionaban para que se dieran a la fuga, estuvieran atentos a las ansiedades y resentimientos de los que se verían abandonados en la estacada: los eginenses, los megarios y los atenienses.

«Al hombre que coopere conmigo le concederé ricas recompensas.»8 Éste había sido siempre el descarado lema de la monarquía persa. ¿Cuál podía ser entonces la recompensa para un hombre que tuviese en su poder el traicionar a toda la flota griega y ganar la guerra y el Occidente para el Gran Rey? Sin duda, espléndida y gloriosa más allá de toda comparación. Poco importaba que Temístocles hubiese nacido en lo que durante años había sido el baluarte poblado de demonios de la Mentira, puesto que el fuego que había consumido la Acrópolis había librado a toda Atenas del mal. Si tan sólo pudiesen postrarse con la debida contrición ante la presencia real, seguro que los atenienses podían contar con la gracia del perdón y tal vez, incluso, si prestaban un buen servicio, con las señales del favor del Gran Rey. Después de todo, ningún hombre tenía el poder de ser más

5 Ibid…, 8.70. María Rosa Lida. O bien «tomando sus posiciones con una perfecta muestra de tranquilidad». 6 Ibid., 8.70-1. Traducción de María Rosa Lida. 7 Sabemos gracias a Heródoto (8.70) que la flota persa había zarpado al final de la tarde; sabemos por Esquilo (374-376) que estaba de regreso en el puerto a tiempo para la cena. 8 Darío, inscripción en Naqsh-i-Rustam (Dnb 8c).

gracioso, más generoso, mejor benefactor. «Las recompensas que otorgo son proporcionales a la ayuda que recibo.»9

En este punto se nos habla abiertamente de los contactos entre Temístocles y los agentes persas, pero la turbidez que encubre la traición y el espionaje suele ser impenetrable, mucho más cuando los hechos han tenido lugar hace dos mil quinientos años. Lo que sí sabemos, sin embargo, es que poco después de que las escuadras persas hubiesen regresado de patrullar Falero, y mientras varios comandantes griegos digerían los alarmantes eventos del día y, según se relata, tenían también sus agarradas, un pequeño bote rompía las líneas de la flota griega y se dirigía al estrecho. A bordo se encontraba el ayo de los hijos de Temístocles, un esclavo de confianza llamado Sicino que, al venir su nombre de Frigia, una satrapía al este de Lidia, posiblemente hablara un poco de persa.10 También es posible que su llegada a tierra no tomase por sorpresa a quienes le salieron al encuentro, puesto que apenas había puesto un pie en tierra, ya lo estaban llevando ante la presencia del alto mando persa. Sin duda, el mensaje que debía transmitir era de la mayor urgencia: los griegos, según informó Sicino, estaban planeando la huida para aquella misma noche. «Tan sólo bloquead su escape -había sido el consejo de Temístocles- y tendréis una perfecta oportunidad de éxito.» Entretanto, el propio almirante griego, asqueado por la pusilanimidad de sus aliados, era descrito por su esclavo como si sintiese «una completa simpatía hacia el rey y deseara de corazón la victoria persa».11 Si los jefes de espionaje imperiales habían estado intentando pescar un comunicado de parte de Temístocles, no podían haber esperado conseguir nada mejor.

Un golpe maestro, sin duda. el Gran Rey, que ya habría sido alertado de la posibilidad de que hubiese un gran avance de la inteligencia aquella noche, recibió de inmediato la noticia, y los planes de contingencia que se habían diseñado ante la expectativa de una oportunidad como aquélla se pusieron en marcha. Se ordenó a la flota que se preparara para la acción, así que los remeros y marinos tuvieron que dejar a medias la cena para ocupar su lugar en la bancada y sobre cubierta. «Los tripulantes saludaron a otros tripulantes a lo largo de toda la línea de batalla»12 y luego, línea tras línea, zarparon de Falero en dirección a la oscuridad que les aguardaba. Ya no debían saludarse, porque el menor ruido podría poner al enemigo en alerta. Así que, valiéndose únicamente del golpe de los remos para medir su avance, las varias escuadras se deslizaron a través de la noche hasta las posiciones que su señor les había asignado. Una de ellas, la de los doscientos navíos egipcios, debía rodear toda la costa sur de Salamina y apuntar hacia el embudo de la parte más occidental del estrecho, para taponarlo en caso de que los griegos intentasen escapar por allí. Otros, dividiéndose en filas de tres, navegaron hasta posicionarse en la parte oriental del canal, por el cual, según aseguraban sus capitanes, los peloponenses saldrían disparados, presa del pánico, en cualquier momento. Justo en la desembocadura del estrecho al mar se encontraba una isla sagrada para el dios Pan que los atenienses llamaban Psitalea, y donde el Gran Rey, para dar el toque final a la despiadada eficacia de sus preparativos, había estacionado una guarnición de cuatrocientas tropas de infantería. de modo que, cuando llegase la medianoche, «como el mar arrastraría hacia allí especialmente hombres y restos de naufragio (pues la isla estaba en el camino del combate que se iba a realizar) salvasen los unos y matasen a los otros».13 No se había dejado nada a la suerte; no se permitiría a un solo griego que escapase a la trampa mortal del Gran Rey.

Entretanto, Sicino, el esclavo cuyo mensaje había desencadenado todos aquellos preparativos, había vuelto junto a Temístocles. Su coraje había sido pasmoso, porque seguramente había esperado que lo mantuviesen en el campamento persa para posteriores interrogatorios; de hecho, cuesta imaginar por qué lo habrían liberado, a menos que fuese para llevar un mensaje de parte de los jefes

9 Ibid. 10 De acuerdo con Plutarco, de hecho era un prisionero de guerra de los persas. 11 Heródoto, 8.75. Literal de Holland. Según María Rosa Lida sería: «Él es partidario del rey y prefiere que triunféis vosotros y no ellos.» 12 Esquilo, Los persas, 380-1. Literal de Holland. En Gredos (trad. de Bernardo Perea Morales): «En cada larga nave, los bancos de remeros iban animándose entre sí.» 13 Heródoto, 8.76. Traducción de María Rosa Lida.

de espionaje persas a su señor.14 En cambio no resulta difícil imaginar cuál podía ser el contenido de tal mensaje: las condiciones finales del Gran Rey, la oferta de una amnistía, tal vez la oportunidad de que los atenienses buscaran a sus familias antes de partir para el exilio, o bien la garantía de un futuro privilegiado en el Ática como servidores favoritos del Rey de Reyes. Cualesquiera que fuesen los detalles exactos, Temístocles debió de haber sentido un gran alivio al leerlos porque aquello le garantizaba que sus hijas no irían a parar al mercado de esclavas, que sus hijos no serían castrados, que no se borraría a los ciudadanos atenienses de la faz de la tierra. Aunque la flota griega fuese destruida por la mañana, al menos los atenienses podrían reclamar la misericordia del Gran Rey.

Pero el regreso de Sicino abría una segunda posibilidad, de infinita gloria y esplendor. Mientras las escuadras de la flota imperial se embarcaban en sus maniobras secretas, los almirantes griegos llevaban a cabo un consejo de emergencia, «donde hubo fuerte altercado», según se diría.15 En algún momento cercano a la medianoche, Temístocles, que sin duda había estado muy ocupado participando y escabulléndose de aquella reunión, se puso en pie y se excusó una vez más. Al salir, se encontró con que, oculto entre las sombras, un viejo enemigo le esperaba. Se trataba de Arístides, el Justo, a quien se había convocado a que volviese del exilio al igual que a Jantipo y las otras víctimas del ostracismo y que había retomado sin trabas su lugar en el corazón mismo de los asuntos de la democracia. Aquella misma noche, mientras se deslizaba hacia Salamina de regreso de una misión en Egina, Arístides había podido ver las siluetas ominosas de la flota persa mientras se deslizaban hacia Salamina, dispersándose por el golfo para bloquear las salidas del estrecho. Temístocles, para quien aquella noticia no era ni mucho menos una sorpresa, se confesó encantado de escucharla y pasó a explicar a Arístides que aquello era cosa suya

que de otra manera, si hubiese dependido de ellos mismos, habrían eludido». Luego, abrazando a su antiguo adversario, le pidió que él, Arístides, fuese quien diera la noticia a los demás almirantes: «Si yo lo digo, creerán que la he inventado.»16

Todo ello, sin duda, hacía quedar a los peloponenses como tontos y desdichados. No sorprende que, durante

14 Ésta, en cualquier caso, parece la única explicación razonable de la liberación de Sicino. Algunos historiadores sostienen que tal vez gritara su mensaje desde la barca, sin bajar a tierra, pero esto no es sólo inherentemente poco plausible, puesto que los persas podrían haber enviado un navío a su captura, sino que contradice abiertamente a Heródoto (8.75). 15 Heródoto, 8.78. Traducción de María Rosa Lida. De Holland: «Y discutían de manera furibunda.» 16 Ibid., 8.80. Traducción de María Rosa Lida. De Holland: «Puesto que si lo informo yo, pensarán que lo he inventado.»

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los años siguientes, los atenienses disfrutaran machacando el relato. Sin embargo, hay algo en él que llama la atención: aunque Arístides, en efecto, informó a los comandantes griegos que la flota se hallaba rodeada, al parecer no mencionó que aquello era cortesía de una treta de uno de sus colegas, lo cual puede parecer comprensible. No obstante, no deja de resultar curioso que una vez los espartanos y el resto de los peloponenses estuvieron al corriente de los detalles de la estratagema de Temístocles, no demostraran el menor resentimiento hacia el hombre que, se suponía, los había burlado de tal forma, sino, al contrario, se deshicieran en alabanzas a su astucia y previsión. Y a pesar de hallarse emboscados, según se desprende de la revelación hecha por Arístides, no pareciera tampoco que los almirantes griegos sintieran pánico. Al contrario, sus disposiciones para la mañana siguiente parecían dar cuenta de un plan muy minucioso, casi como si para ellos tampoco hubiese sido sorpresa la noticia del bloqueo persa. Casi como si hubiesen sido cómplices en el plan de Temístocles desde un primer momento.

Y tal vez así fuera. Los detalles de la campaña de Salamina sólo pueden enfocarse como a través de una bruma turbia en la que se pierden o se confunden de modo tal que se pueden interpretar de distintas maneras. Eso, desde luego, resulta frustrante. Sin embargo, en esa turbidez se puede atisbar el contorno fascinante de una guerra oculta, un correlato incorpóreo al estruendo, a los choques y empellones de la batalla. Los persas podían reclamar de manera legítima el puesto de amos y señores de la guerra sucia, de modo que no sorprende que, al llegar al Ática, sus jefes de espionaje llevaran consigo la fácil presunción de superioridad que tan fácilmente demuestran los miembros de la clase dominante. No obstante, del mismo modo que la actuación de los griegos en Artemisio seguramente había puesto sobre alerta a los almirantes del Gran Rey a propósito de los riesgos verdaderos, lo más posible es que sus agentes de inteligencia también se hubiesen puesto en guardia. Los aliados ya habían mostrado buen manejo del amago y la desinformación y, en Salamina, desde luego, Temístocles había dado muestra de su acostumbrada y despiadada comprensión de la psicología al dar a los agentes persas no sólo aquello que su amo quería sino lo que necesitaba creer con desesperación. Pero incluso en su momento de mayor ansiedad, el Gran Rey seguro que habría desdeñado la posibilidad de una traición entre los griegos, de no haber sido porque los almirantes peloponenses hacían pública ostentación de su baja moral. Nunca sabremos con certeza si, en efecto, se trataba de una muchedumbre pendenciera e incompetente que, a pesar de las lecciones aprendidas en Artemisio, no deseaba luchar en el estrecho, o si en realidad eran todos copartícipes de una emboscada que resultaría devastadora. Lo que sí es cierto, sin embargo, es que si los almirantes peloponenses realmente estaban desesperados por escapar aquella noche, la noticia de que se encontraban bloqueados en aquella bahía se tomó, en cambio, con una ecuanimidad destacada. Así llegó el alba de un día fatídico donde los haya en la historia de la humanidad, encontrándose, preparadas y envalentonadas para la batalla, todas las escuadras de la flota griega.

Y por encima del estrecho, iluminada por las primeras luces de aquella mañana, la imaginación de aquellos hombres dio paso al brillo repentino de lo sobrenatural, una acentuación casi palpable de la intensidad de la situación. Antes de que los marinos atenienses tomaran sus puestos en la línea de cubierta, Temístocles pronunció un discurso que sería recordado durante largo tiempo, en el que les urgía a oponer «todo lo mejor y peor que cabe en la naturaleza y condición humanas […1 a elegir lo mejor».17 Pero estas palabras tal vez no hayan hecho a aquellos hombres erizarse tanto como lo haría la certeza -que al parecer se apoderó de pronto de toda la flota- de que los hijos de los dioses que en tiempos remotos habían sido guardianes de los montes, los bosques y los templos de Grecia estaban allí con ellos. Tanto es así que, más tarde, algunos relatarían haber visto espíritus y serpientes fantasmales que se deslizaban por la superficie del agua, haber escuchado gritos de guerra sobrenaturales que resonaban en los ecos del estrecho. Que los héroes hacía tanto tiempo muertos se hubieran levantado de sus tumbas para repeler al invasor bárbaro era una certidumbre que el alto mando griego había promovido con diligencia y, de hecho, es posible que, al toparse con

17 Ibid., 8.83. Traducción de María Rosa Lida.

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la maniobra persa del bloqueo, Arístides hubiese estado navegando con las reliquias de algunos héroes eginenses nacidos del propio Zeus. Pero seguro que nadie dudó de la importancia de esa misión y, quizás, una medida del éxito de aquel plan fuera el hecho de que los peloponenses, que casi se habían amotinado la noche anterior, se alistaran para la batalla con la misma convicción que los demás.

Y no cabía duda, tampoco, de que hacía días que algo sobrenatural se respiraba en el aire. Al parecer, incluso los griegos del séquito del Gran Rey sentían que los cielos se estaban tornando en contra de su señor. Mientras caminaba por los campos desiertos de más allá de Eleusis el día anterior a la batalla, Demarato había visto una nube de polvo que se formaba sobre el camino de la costa y que sólo podía ser producto de la marcha de la división persa que se dirigía al istmo, pero un colaborador ateniense que iba junto a Demarato identificó de inmediato el tenue sonido que les llegaba de la Vía Sacra como el canto o iacche que los devotos elevaban ensu peregrinación del mes de septiembre a Eleusis. Eso, por supuesto, era imposible, aunque en efecto estaban en la época del año en que aquella ceremonia tenía lugar; a menos que el iacche viniese de una procesión sobrenatural que estuviese celebrando los misterios eleusinos, el retorno a la vida de lo que parecía haber muerto por completo y de manera irrevocable. Aquello había perturbado sobremanera los pensamientos del ateniense mientras recorría los campos calcinados de su tierra natal. «Me temo – había dicho por fin- que esto presagie un gran desastre para las fuerzas del rey.» Demarato, aunque alarmado por aquel juicio, no le había contestado. «Calla y no hables a nadie de esto -le había pedido, en cambio- pues si llegaran estas palabras a oídos del rey, te cortará la cabeza.» 18

18 Ibid., 8.65. Traducción de María Rosa Lida. Literalmente: «Porque si tus palabras llegasen a los oídos del rey, seguro que perderías la cabeza.»

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Un consejo sensato, porque Jerjes, determinado como se encontraba a obtener una victoria, no estaba de ánimos para tolerar el derrotismo. Que el fracaso en arrasar la flota griega en Artemisio se hubiese debido a la falta de coraje de sus siervos le parecía a Jerjes un hecho incontrovertible y, en un intento por corregir aquello, había advertido a sus capitanes del modo más intransigente que «si intentaban los griegos esquivar su funesto destino, una vez que hallaran un medio de unir con sus naves sin que se advirtiera, tenían a su alcance el dejar sin cabeza a todo el enemigo».19 Del mismo modo, aquellos que pelearan bien tendrían el honor supremo de que su señor se fijara personalmente en sus hazañas, incentivo cuya falta se había resentido en Artemisio. Y fue así cómo mientras los remeros griegos se apostaban en sus bancadas, el Gran Rey, seguido por una poderosa comitiva de generales, oficiales y aduladores, dejaba atrás en su carro la ladera sur del monte Egaleo y rodeaba «la cima rocosa que miraba a Salamina, del mar nacida». Allí, en un promontorio por encima de un templo de Heracles, Jerjes ordenó que se frenasen sus caballos neseos y, mientras descendía de su silla, primero sobre un pequeño banco de oro para el pie y -puesto que con dificultad podía permitirse que los tacones de plataforma reales tocasen el suelo desnudo-después sobre una alfombra extendida con prisas, los sirvientes se ocupaban de construir un trono. El Gran Rey había elegido bien su aventajada posición. A sus espaldas, un panorama incomparable se iba volviendo más claro a cada minuto: la costa de Salamina, el estrecho, el golfo que los separaba y, en la distancia, el istmo. Pero ¿qué vio Jerjes en las aguas mismas aquella mañana decisiva, mientras el sol salía a sus espaldas y el momento tan esperado de la batalla, para la que de tal manera se había maniobrado, finalmente llegaba también?

Pues no lo que había esperado ver. Al menos eso se sabe. No vería el espectáculo de la flota griega destruida en una emboscada, un mar de palos flotantes y pilas de cadáveres retorcidos sobre las rocas de Psitalea. Antes de llegar al promontorio situado sobre Salamina, el Gran Rey había sido notificado de que la tan anticipada huida de los peloponenses no había ocurrido. De modo que el espectáculo de la flota griega apostada en el estrecho, a los pies del rey, debió de provocarle una amarga desilusión. Y ¿dónde estaban sus propias escuadras, ahora que el sol había salido? Una pregunta decisiva, puesto que, del mismo modo que la estrategia aliada consistía en librar la batalla en el estrecho, los almirantes del Gran Rey hacía bastante tiempo que estaban dedicados a enfrentarse a los griegos en mar abierto. Esta situación había dado paso a un punto muerto que duraba ya tres semanas, y sólo la convicción de que el enemigo era poco más que una muchedumbre desdichada había persuadido al alto mando imperial de poner fin a aquella situación y avanzar con sus escuadras hasta el canal. Una decisión señalada donde las haya en la historia de los conflictos del mundo, puesto que sobre ella no sólo descansaba el futuro de la batalla misma, sino de toda Europa y de la civilización occidental. Por lo cual resulta desesperante que no se nos diga cuándo o cómo ocurrió. Sin embargo, lo cierto es que, cuando por fin ocurrió, la batalla tuvo lugar justo allí donde los persas habían estado evitando que se librase: en el estrecho de Salamina.

Los historiadores suelen alegar que los persas habían preferido correr un tupido velo sobre la cuestión. Pero esto parece improbable,20 puesto que las instrucciones que el Gran Rey dio a sus

19 Esquilo, 369-371. Traducción en Gredos.Literalmente: «Si los griegos tuviesen éxito en evadir el hado terrible que para ellos se había planeado y escapasen del bloqueo, todos los responsables perderían sus cabezas.» 20 Puesto que Salamina no ha sido sólo la batalla más monumental jamás librada, sino que su reconstrucción a partir de las fuentes disponibles entraña peligrosas dificultades, la bibliografía al respecto es, por supuesto, vastísima. De hecho, hay casi tantas interpretaciones de los hechos como historiadores han escrito al respecto. A propósito de la mejor ortodoxia que sostiene que los persas entraron al estrecho por la noche, ver Lazenby (1993), y su típicamente mordaz capítulo «Divine Salamis». el argumento contrario más convincente puede encontrarse en el capítulo de Green titulado «The Wooden Wall», en The Greco-Persian Walls. el detalle que seguramente derrumba la teoría de que los persas entrasen al estrecho por la noche es el hecho de que si la flota imperial de batalla en efecto se había alineado justo al lado opuesto de los trirremes aliados antes de la madrugada, habría atacado sus posiciones justo en el momento en que la luz lo permitiera, con lo cual los remeros griegos habrían tenido muy poco tiempo de llegar a la bancada, y mucho menos habría podido Temístocles permitirse elevar una plegaria, como Heródoto claramente señala que éste hizo. La teoría también convierte en un despropósito la idea de que los persas intentaran mantener las maniobras en secreto.

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capitanes habían sido de una perfecta claridad: «Vigilad las rutas rugientes por el oleaje.»21 Es poco probable que con la amenaza de ser decapitados que pendía sobre ellos, los capitanes sintieran un gran entusiasmo por demostrar iniciativa en aquella víspera de la batalla. el señalado error de los griegos, es decir, el no haber metido la pata en la emboscada que con tanto cuidado se les había preparado, sólo confirmaba la decisión de los almirantes imperiales de no ceder en sus posiciones. Y es que, además, los remeros, que difícilmente habían tenido la preparación nocturna adecuada para la batalla, apenas podían remar lo suficiente para impedir que los barcos derivaran o rompieran las líneas. De modo que, al alba, es posible que la llegada del Gran Rey al promontorio sobre Salamina azuzara a algunos capitanes, ansiosos de obtener los favores reales, a comandar una avanzadilla de barcos hasta el canal y que luego todas las líneas se apresuraran a seguirles. Sin embargo, todavía más probable es que la mirada de su señor hiciese recordar la disciplina a la flota. Por mucho que se afanaran en mirar desde proa lo que ocurría en el estrecho, era poco lo que los capitanes de los trirremes lograban avistar de la acción y, en cambio, sí que podían distinguir al Gran Rey que, muy bien situado, lo observaría todo por ellos. ¿Y quién mejor que Jerjes para llevar a cabo el juicio final? ¿Quién mejor para dar luz verde a una apuesta de la que tantas cosas habían llegado a depender?

Lo más probable, entonces, es que la flota persa recibiera la orden de atacar al enemigo en el estrecho poco después del amanecer y que haya venido del propio Rey de Reyes. No sabemos cómo puede haberse transmitido la señal, ni si Jerjes pudo informar a sus almirantes del repentino y fascinante espectáculo que, con claridad, podía ver desde su ventajoso puesto por encima del estrecho, a saber, la desintegración aparente de toda la línea de batalla griega. Unos cincuenta trirremes navegaban hacia Eleusis como si en ello les fuera la vida; ignorantes de lo que les esperaba, sus comandantes los dirigían al estrecho canal al noroeste de la isla donde les esperaban los egipcios. Así había ocurrido en Lade, y así parecía estar ocurriendo ahora, como lo había previsto el traicionero almirante ateniense. Había llegado, pues, la hora de hacer saltar la trampa. La hora de acabar, de una vez por todas, con la resistencia griega. La hora de entrar en el estrecho.

El aterrador sonido de las trompetas, amplificado por la cercanía de las colinas a cada orilla, anunciaba la gran masa de la flota persa que comenzaba a acelerar los golpes de remo a medida que se acercaba a la isla de Psitalea y, acto seguido, rodeaba el cabo sur de Salamina. Se encontraban los fenicios en el ala derecha, los jonios a la izquierda, los cilicios, carios y demás contingentes en el centro, pero ninguno tenía, todavía, una vista clara del enemigo, puesto que el ángulo del canal la obstruía, al tiempo que la espuma y la bruma del amanecer otoñal formaban un velo sobre las aguas. Pero cuando las líneas del frente se acercaban a las posiciones griegas, pudieron escuchar un canto que desde allí se elevaba, un peán, «un clamor a modo de himno […] que devolvió el eco de la isleña roca».22 No se trataba del sonido de un ejército que se repliega presa del pánico, pero la flota del Rey de Reyes ya no podía dar media vuelta, ni siquiera pese a que ciertos capitanes de las líneas frontales sintieran un vuelco repentino en el estómago: el presentimiento, tan pegajoso como el sudor que corría por sus cejas, de que eran ellos quienes navegaban hacia la emboscada. Ya en aquel punto se podía ver, agolpándose en el canal, un inmenso bosque de mástiles que flotaban sobre las aguas agitadas por los remos de las escuadras, que maniobraban hasta colocarse en posición mientras luchaban para no chocar entre sí en la estrechez del canal. Aunque la tierra firme del continente se encontraba atestada por sus propias tropas, al mirar hacia Salamina, los capitanes de la flota imperial no podían dudar que el Gran Rey había sido estafado con todas las de la ley. Los trirremes griegos, lejos de darse a la huida ante la presencia de la flota persa, se formaron en su propia línea naval a lo largo de las bahías y los salientes de la isla; los atenienses en el extremo más hacia el norte y los eginenses al sur, con el espolón de cada barco apuntando directamente a la flota persa.

Aun así, en el último momento, justo antes de la batalla, cuando los estómagos no eran más que

21 Esquilo, 367. Traducción en Gredos. Literalmente: «Vigilad las salidas de las aguas poco profundas.» 22 Ibid., 388-390. Traducción en Gredos.

puños, los almirantes imperiales debían de estar esperando que el enemigo se convirtiese en chusma, porque los navíos griegos seguían retrocediendo poco a poco hacia la orilla, como dominados por la turbación. Pero en ese momento, justo cuando parecía que estaban listos para arrastrar los barcos fuera del agua, un único navío se adelantó de entre las líneas replegadas de los trirremes. Los soldados dirían más tarde que la tripulación a bordo se había visto aguijoneada por las palabras de una aparición femenina, un fantasma que se había materializado de manera repentina ante la línea griega y que, con inflamado desprecio, había preguntado: «¡Desventurados!, ¿hasta cuándo ciaréis?»23 Y la tripulación había contestado empuñando los remos con fuerza, impulsando el curso rápido del navío a través de las aguas que separaban las dos líneas navales, maniobrando de modo que el bronce del espolón, cuyo brillo partía el mar en dos, apuntara a la popa de un navío persa solitario. Y fue así como llegó el repiqueteo de una andanada de flechas sobre la cubierta, el sonido de la madera al romperse. Ya se había hecho el primer contacto de la batalla. Sin embargo, no hubo muertes rápidas, porque los remos de ambas embarcaciones pronto se enredaron y ambos navíos quedaron atascados el uno con el otro. Al ver aquello, algunos capitanes de otros barcos se adelantaron a ayudar a sus compañeros, y pronto todos estaban movilizándose; los griegos, mientras avanzaban «en formación correcta, con orden»,24 cantaban con júbilo y frenesí las muertes que estaban por venir.

Casi de inmediato, la batalla se había apropiado de todo el trayecto del canal, y la confusión que reinaba era tal que la identidad del primer navío en atacar a los bárbaros sería motivo de furibundo debate; tanto eginenses como atenienses reclamaban el honor, y adjudicarlo con propiedad se volvió imposible. Ambos contingentes se enfrentaban en extremos opuestos de una línea que se extendía a lo largo de casi dos kilómetros, y ningún hombre que se encontrase en el estrecho podía tener el panorama completo de la batalla. No sorprende que los recuerdos de aquel día siniestro y glorioso no sean de la estrategia de la batalla, ni de su desarrollo, ni de la actuación de escuadras rivales, sino de conmovedores actos individuales de heroísmo, hazañas de un brillo resaltado por el telón de fondo del griterío, la carnicería y el caos. Y el mayor glamour lo iban a tener, por cierto, algunos ases del trirreme. Entre ellos, el más célebre sería un ateniense, un tal Aminias de Palene. En medio del choque inicial de la batalla, éste se atrevió a atacar la nave insignia de la flota fenicia, un barco enorme comandado por un hermano del propio Gran Rey. Aquel almirante real, naturalmente furioso ante la imprudencia de su atacante, ordenó que se lanzara una lluvia de proyectiles contra el ateniense mientras él mismo dirigía un abordaje. Pero Aminias lo espetó durante el salto y lo lanzó fuera de horda. Aún más ambigua fue la

23 Heródoto, 8.84. Traducción de María Rosa Lida. 24 Esquilo, 399-400. Traducción en Gredos. Literalmente: «Con disciplina y en perfecto orden.»

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actuación de un segundo comandante del Gran Rey, nada menos que la reina Artemisia de Halicarnaso, ante otro ataque de Aminias. Al ver que éste se le venía encima, la reina había sido presa del pánico, y como su ruta de escape se hallaba bloqueada por el trirreme de uno de sus propios vasallos, Artemisia optó por el sorprendente recurso de embestirlo con el espolón. El navío y su infortunada tripulación rápidamente se hundieron hasta el fondo del estrecho, mientras Aminias, que supuso que la reina había abandonado la causa persa, dejó de perseguirla. Y fue así cómo Artemisia logró escapar.

Muy impresionado, el Rey de Reyes lo había visto todo desde su trono en las alturas de la batalla. A su manera tan equivocado como lo había estado Aminias, el Gran Rey pensaba que el barco que Artemisia había echado a pique era griego. Y es que la ferocidad del combate era tal que los ayudantes del rey encontraban difícil distinguir al amigo del adversario. Sin embargo, si aquello constituía un reto para los secretarios reales, ocupados en dejar constancia de las proezas particulares, pocas deben de haber sido las ilusiones que éstos y su señor pudieron hacerse sobre el progreso de la batalla. «Mis hombres se han convertido en mujeres -parece haber dicho Jerjes al ver que el barco de Artemisia se alejaba del naufragio de su víctima- y mis mujeres en hombres.»25 Su amargura era comprensible, puesto que, mucho más que cualquiera de los capitanes involucrados en la lucha, el Gran Rey era el responsable total de la catástrofe que se desarrollaba en el estrecho, y desde donde estaba podía ver que, a la muerte de su almirante y líder, las escuadras de choque fenicias se encontraban acorraladas por los griegos, que las obligaban a retroceder hasta la orilla, o a pelear abiertamente. Y el Gran Rey podía darse cuenta de que aquel caos era el resultado del intento de sus escuadras de replegarse, puesto que línea tras línea iban perdiendo la formación, estorbándose entre sí en el paso por el estrecho, y «entre sí mismos se golpeaban con sus propios espolones de proa reforzados con bronce, y destrozaban el aparejo de remos completo».26 Jerjes podía observar con un descrédito cada vez mayor cómo una cuña mortífera de navíos griegos dividía su flota en dos, dejando a los fenicios atrapados como atunes en una red al lado derecho de la línea de batalla. Y tal vez pudiese recordar que la orden de atacar a los griegos había sido suya.

Que se había equivocado al darla era evidente para el Gran Rey incluso antes de que la batalla hubiese comenzado. Los trirremes que había observado navegar por el norte del canal en dirección a Eleusis, y que sus colaboradores griegos habían identificado como corintios, se habían detenido una vez que alcanzaron el cabo nororiental de Salamina. Pero tras echar un vistazo al estrecho entre Eleusis y Salamina, los corintios se habían dado la vuelta y habían regresado a la línea de batalla. Estaba claro que no habían sentido pánico, sino que se encontraban en una misión de reconocimiento, asegurándose de que la escuadra egipcia, que había rodeado la isla durante la noche, no estuviese preparándose para atacar la retaguardia griega. Por supuesto, no estaba haciéndolo. La escuadra egipcia, como el propio Jerjes dolorosamente sabía, todavía se encontraba a casi quince kilómetros de una batalla en que sus navíos habrían sido cruciales, al acecho en la parte occidental del estrecho, esperando una huida griega que nunca se iba a producir.

Por supuesto, vejado como se encontraba, el Gran Rey sería en extremo quisquilloso con los supervivientes del fiasco. Cuando un grupo de capitanes fenicios con muy mal aspecto intentaron justificar la pérdida de sus navíos como resultado de la traición de otros contingentes de la flota, los hizo decapitar allí mismo. Por supuesto, no era concebible que el Gran Rey aceptase responsabilidad alguna por la catástrofe, y los fenicios, ahora que su fuerza había quedado hecha añicos en las rocas sobre las que estaba el trono, podían servirle de chivos expiatorios. Sin embargo, a medida que observaba el curso de la debacle desde su puesto de mando, Jerjes debió de tener la conciencia, cada vez más amarga, de que sus propias estratagemas, diseñadas con tal cuidado y confianza en la victoria, se habían vuelto contra él. El mediodía dio paso a la tarde, y los persas fueron finalmente expulsados del estrecho. Tal vez un tercio de los trirremes que habían entrado en el mortífero canal habían sobrevivido y pudieron abandonarlo. Tras ellos venían los griegos,

25 Heródoto, 8.88. 26 Esquilo, 415-416. Traducción en Gredos.

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acosándolos mientras iban dando tumbos desesperados hacia Falero, persiguiéndolos por las mismas aguas en las que, el día anterior, el Gran Rey había planeado que tuviese lugar la emboscada con la cual se aseguraría el control de Grecia.

Pero tal vez la herida más cruel se produjera hacia el atardecer, cuando, excepto por «los lamentos» y los cadáveres flotando de los persas que se enredaban en los remos de los vencedores, no quedaban hombres del Gran Rey en el estrecho, y a los griegos sólo les restaba una ejecución por llevar a cabo antes de la llegada de la «sombría faz de la noche».27 Los cuatrocientos soldados que el Gran Rey había destinado a Psitalea la noche anterior se habían quedado varados en aquella posición, puesto que, en medio del pánico y la desesperación causados por la destrucción de la marina imperial, no había habido oportunidad de evacuarlos. Y ahora, los mismos persas infortunados que habían recibido la orden de ejecutar a cualquier griego que se viera arrastrado hasta las rocas, se habían convertido en el objetivo de una brigada de ejecución. Honderos, arqueros y marineros de pesada armadura emergían de los navíos aliados en busca de una sangrienta revancha por la aniquilación de los espartanos en las Termópilas. Dirigidos por Arístides, los griegos «se lanzaron contra ellos con unánime griterío y los golpearon, destrozaron los miembros de los infelices hasta que del todo les quitaron a todos la vida».28 Las rocas se tornaron resbaladizas por la masacre, y algunos de los hombres de Arístides se deslizaban sobre los cadáveres mientras los acuchillaban y cosechaban anillos y brazaletes, al tiempo que otros vadeaban el agua roja de las orillas recolectando lo que pudiesen de los muertos que allí flotaban. Kilómetros de extensión marina estaban cubiertos de maderos provenientes de los innúmeros navíos de guerra que se habían destrozado, que la marea lentamente dispersaría en el golfo cada vez más oscuro.

Y así acabaron los intentos del Gran Rey de tomar el estrecho de Salamina.

Tan lejos, tan cerca

En el 484 a. J.C., mientras Jerjes, que acababa de regresar de su represión de la revuelta en Egipto, estaba esbozando sus primeros planes para conquistar Occidente, Mesopotamia se alzó también en imprevista rebelión. Habían pasado ya décadas desde que Darío había empalado al hombre al que con desprecio había llamado Nidintu-Bel, deshaciéndose de ese modo del último nativo que pudiese aspirar a ser el «Rey de Babilonia, Rey de las Tierras». Títulos que, imbuidos de todo el antiguo glamour de la ciudad entre los dos ríos, se contaban entre los más espléndidos honores que el usurpador había legado a su hijo. Claro que los títulos, por sí mismos, como bien había podido apreciar Darío, no hacían al rey de Babilonia. El dominio persa sobre Mesopotamia a lo largo de sus muchos años de reinado se había ido convirtiendo, cada vez más, en un asunto de bienes raíces. Vastas franjas de territorio habían sido arrebatadas a los nativos para acabar como propiedades personales del Rey de Reyes, mientras que otras parcelas, divididas para favorecer a algunos súbditos, se habían entregado con la condición tácita de que allí se asentaran reservistas de los confines más distantes del imperio. En consecuencia, las marismas mesopotámicas, al igual que las ingentes ciudades a las que alimentaban, habían empezado a llenarse de inmigrantes. Quien caminase a lo largo de un canal bordeado de palmeras podía dejar atrás villorrios poblados por completo de extranjeros: arqueros egipcios, jinetes lidios, sacios diestros con el hacha. Tal sería el futuro del mundo bajo el mandato del Rey de Reyes: un crisol de razas universal.

Cuando la insurrección estalló en las riberas del Éufrates, Jerjes se movilizó para aplastarla sin demora, pues el riesgo de una expedición a Occidente difícilmente podía asumirse mientras Babilonia, la ciudad más grande y rica de los dominios del Gran Rey, se encontrase tan agitada. La gran capital seguía teniendo una importancia crucial en el orden persa, y no sólo eran los burócratas imperiales quienes podían dar fe de aquello. Del mismo modo que Jerjes y Ciro habían descubierto

27 Ibid., 426-428. Traducción en Gredos. 28 Ibid., 462-464. Traducción en Gredos.

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en la antigua ciudad un espejo que reflejaba sus más orgullosas presunciones, Jerjes demostraría, con su invasión a Europa, una visión de la monarquía global que por primera vez hacía mucho tiempo se había soñado en Babilonia, la cosmópolis original. El campo de atracción de las fuerzas del Gran Rey y de sus multitudes de soldados, venidos de las lindes de todo el mundo, llevaba al Ática algo más que un toque de la distante Mesopotamia. Y también se esperaba de los atenienses, de los peloponenses y de todos los griegos, incluso aquellos de las islas del más lejano Occidente, que pronto añadiesen sus propios elementos a la mezcla. Es decir, una vez que los hubiesen conquistado. Una vez que, finalmente, lograsen conquistarlos.

Pero la forma cómo asegurarse aquella sumisión se había convertido, después de Salamina, en un quebradero de cabeza repentino e inesperado. En el consejo de guerra que siguió a la batalla, Mardonio había desestimado la debacle como algo carente de toda importancia: «¿Qué son unos tablones de madera? – diría con desdén-. Si han estado cobardes los fenicios, los egipcios, los ciprios y los cilicios, el desastre en nada toca a los persas»,29 ello expresado con vehemencia y con el chauvinismo tan natural de los aristócratas persas y del Gran Rey, desde luego, puesto que no era su estilo criticar el coraje y las proezas de sus coterráneos. Pero, aun así, Jerjes no había marchado a Grecia sólo como Rey de Reyes, sino en tanto y en cuanto que «Rey de las Tierras». La aniquilación de las tropas que había convocado bajo su estandarte había herido su orgullo. Bien estaba que Mardonio se permitiese despreciar el carácter mestizo y andrajoso de la marina imperial, pero era precisamente aquello, en opinión del Gran Rey, lo que la había convertido en una digna encarnación de su poder global.

Y en un principio, a pesar de que hubiese resultado tan vapuleada, tampoco estaba Jerjes dispuesto a aceptar que la derrota hubiese limitado el alcance de sus fuerzas. Apenas su flota había resultado diezmada en el estrecho cuando Jerjes estaba intentando ya imponer su supremacía de otra manera, igual de imperiosa: la construcción de una calzada por encima del agua hasta Salamina. Para ello se lanzaron rocas en las aguas poco profundas y, en un intento desesperado de salvar las honduras centrales del canal, se intentó que los navíos mercantiles, muy juntos, hiciesen las veces de pasarela. Pero en aquella ocasión, el verdadero obstáculo no sería el estrecho en sí mismo tanto como los arqueros griegos. Los ingenieros del imperio, acosados por los sanguinarios navíos griegos, constituían blancos fáciles para la ofensiva enemiga, de modo que el Gran Rey, inclinándose ante lo inevitable, tuvo que abandonar de mala gana el proyecto. Para un hombre que había construido un puente a través del Helesponto y que había dividido la península del monte Atos, se trataba de una frustración agónica. Hacía unos pocos días que había soñado con la conquista de todo un continente y ahora se veía desafiado por un estrecho marítimo de menos de dos kilómetros.

Y por otras agitadas y siniestras cuestiones. De Sicilia, un escenario crucial para la extensión del poder imperial incluso más hacia el oeste, empezaban a llegar informes de una segunda victoria.* Según se informaba, Gelón, el precoz tirano de Siracusa, había infligido una derrota sensacional a los cartagineses, la destrucción de cuyo ejército había sido tan sangrienta que no había comparación posible. Fuera de los muros de Himera, una ciudad al norte de Sicilia, yacían masacrados ciento cincuenta mil cartagineses, y todos los supervivientes se habían convertido en esclavos, mientras que su general, al que habían sorprendido ofreciendo un sacrificio, se había inmolado en las llamas. Noticias todas que se prestaban para la reflexión del Gran Rey, ya caviloso a propósito del próximo paso a seguir en un Ática cada vez más otoñal. Las ambiciones de Jerjes, otrora tan grandiosas, se veían ahora reducidas y circunscritas. El sueño de extender los límites del poderío persa hasta la tierra del sol poniente de poco servía ante la realidad del istmo bloqueado y de un Peloponeso insurrecto. Lo que antes se había presentado como una campaña universal de dominación, parecía

29 Heródoto, 8.100.

* La fecha precisa de la batalla de Himera es incierta. Ávidos de fomentar la idea de que su señor había estado luchando en defensa de la libertad griega, y no impulsado por sus propios intereses, los propagandistas de Gelón se complacían en afirmar que había tenido lugar al mismo tiempo que el último día de la resistencia espartana en las Termópilas, o bien al mismo tiempo que la batalla de Salamina.

haberse encogido a la escala de una torpe guerrilla fronteriza.

Y como tal, parecía haber dejado de ser digna de las atenciones del Gran Rey, situación que Mardonio supo reconocer con rapidez en su propio provecho. «Déjate persuadir -exhortó a su primo-si tienes resuelto no permanecer, conduce el ejército a tus tierras y llévate los más.»30 Un encargo como aquél era precisamente lo que Mardonio andaba buscando durante años y el Gran Rey, reticente respecto a la idea de pasar otro verano de campaña en Grecia, ya no tenía motivos para oponerse a la estrategia de su primo. La magnitud y extravagancia que habían caracterizado a la expedición bajo su propio mando resultarían escandalosas una vez que ya no estuviese Jerjes a la cabeza. Y como nuevo jefe de las fuerzas de choque, a Mardonio se le juzgaría sólo por un parámetro: el éxito que pudiese tener en someter a la nueva satrapía. Entre los espartanos y sus aliados, en cambio, lo que contaba era la calidad, no la cantidad. La lección de las Termópilas había sido muy penosa, pero por eso mismo la habían aprendido bien. Y mientras el Gran Rey y sus tropas dejaban tras de sí un Ática todavía humeante en su marcha a Beocia y luego a Tesalia, Mardonio, que había recibido carta blanca de manos de su primo, comenzaba a elegir a dedo su propia élite.

A la cabeza de su lista de deseos se encontraba la caballería: móvil, bien armada y en el caso de los sacios, capaz de disparar una andanada de flechas a la línea de infantería mejor formada que pudiesen encontrarse en el camino. Ya se había mostrado con creces la indefensión de los hoplitas griegos ante un enemigo como aquél durante las décadas previas, y poca razón parecía haber para dudar que la situación hubiese cambiado. Y Mardonio no era el único que era de aquella opinión. Que los neutrales suscribían aquel punto de vista podía deducirse del hecho de que, aunque no hubiese logrado someter a Grecia, el Gran Rey había podido completar su repliegue con calma y sin bajas.31 Por supuesto, los aliados hacían circular numerosas anécdotas, como que el ejército imperial había tenido que alimentarse de pasto o había quedadodiezmado al intentar cruzar un río helado, o que el propio Jerjes había tenido que cruzar el Helesponto solo, agazapado en un bote de pesca. Puras mentiras. Cualquier tribu o ciudad que rechazara su oferta de sumisión podía esperar una respuesta tan devastadora como inmediata. De modo que casi todos optaban por la seguridad; Tracia, Macedonia y Tesalia se mantuvieron leales al Rey de Reyes, al igual que Tebas y la Grecia central. Incluso la flota imperial, aunque un tanto disminuida, estaba lejos de encontrarse agotada, y a pesar de la carnicería de Salamina, seguía superando en número a la marina aliada. Todo hacía pensar que, llegado el verano, Mardonio podría «poner fin a la tarea».

O tal vez no hiciese falta siquiera. Aunque el gran error de la inteligencia persa en Salamina había sido vergonzoso, y sus consecuencias habían resultado devastadoras, el alto mando no abandonaba la política del «divide y vencerás» y la posibilidad de aplicarla era notoria en el caso de Temístocles. Después de todo, no había sido por recomendación del almirante ateniense que el Gran Rey había decidido luchar en el estrecho, detalle del que Temístocles había sacado un provecho considerable. En un gesto de sorprendente descaro, no sería hasta pasados varios días de Salamina cuando Temístocles enviaría a Sicino a cruzar el estrecho con un segundo mensaje para los persas, en el que garantizaba estar «dispuesto a servir la causa real» y haber utilizado su influencia para contener al resto de la flota aliada.32 Podría pensarse que estas afirmaciones dejarían atónitos a los persas, pero lo cierto es que los jefes de espionaje no sometieron a Sicino a una muerte lenta y dolorosa, como sin duda habrán tenido muchas ganas de hacer, sino que, al igual que sucedió durante la víspera de Salamina, prefirieron enviar al esclavo de regreso con su señor. No sabemos

30 Heródoto, 8.100. Traducción de María Rosa Lida. Literalmente: «Yo elegiré trescientos mil hombres del ejército y he de entregarte la Grecia esclavizada», pero la cantidad es una obvia exageración. Según Holland sería: «Regresa a los cuarteles de Sardes -exhortó a su primo- llevando contigo la mayor parte del ejército, y déjame completar la esclavización de Grecia con los hombres que personalmente elija para poner fin a la tarea / yo elegiré trescientos mil hombres del ejército para terminar el trabajo.» 31 En cuarenta y cinco días, según Heródoto (8.115), aunque no desde Atenas, como se suele pensar, sino casi con certeza desde Tesalia. 32 Ibid., 8.110.

qué mensaje le dieron para que entregase, pero sin duda debió de tratarse de una extensión de las condiciones de la paz establecidas por el Gran Rey. Claro que difícilmente se podía esperar que el pueblo ateniense, todavía inflado por la victoria de Salamina, aceptase aquellas condiciones, pero tampoco era ésa la idea. Si resultaba evidente que Temístocles estaba peleando con su propia sombra, aquello no era menos cierto del alto mando persa. Así, cada bando le estaba señalando al otro lo que opinaba de un sucio secreto compartido: que todavía podía llegar el momento en que fuera del interés de ambos bandos garantizar a Atenas una rendición privilegiada.

Pero ¿por qué habría enviado Temístocles un mensaje tan traicionero en el momento de su mayor triunfo? La respuesta, para quien estuviese familiarizado con las oscuras artes interpretativas de la diplomacia griega, no tardaría en llegar. Varias semanas después de la segunda misión de Sicino, los espartanos enviaron su propia embajada al campamento persa en Tesalia, exigiendo sin pudor alguna compensación por la muerte de Leónidas. Ante ello, el Gran Rey primero estalló en carcajadas, después se quedó mudo de repente, como si estuviese evaluando la situación, y finalmente dijo: «Tendréis todas las reparaciones que merecéis -mientras dirigía un gesto a su primo- de parte de Mardonio, aquí presente.»33 Era bastante ingenioso, pero seguro que Jerjes había estado dándole vueltas en su cabeza a algo más que a un bon mot amenazante. Tal vez se hubiese percatado de que en las torpes demandas de los espartanos se escondía una señal intrigante; quizá le estuviesen dando a entender que a cambio de un soborno de peso podrían tolerar el status quo. Era hilarante, desde luego, ya que el Gran Rey no negociaba con nadie, a pesar de que la posible oferta resultase tan interesante. Después de todo, un acuerdo como ése obligaría a los espartanos a lavarse las manos de los asuntos de toda la Grecia central, incluyendo el Ática. De modo que bien podía el Gran Rey detenerse a fruncir el ceño, caviloso.

Y una vez su embajada hubo sido rechazada, bien podían los espartanos gritar a los cuatro vientos que, en primer lugar, sólo la habían enviado por indicación de Apolo. Los atenienses, a su vez, confiaban en la palabra de los espartanos, puesto que ninguno de los estados que habían obtenido la victoria de Salamina tenía interés en desestabilizar la alianza si podían evitarlo. En medio de las tormentas otoñales, ya se acercaba el final de la temporada de campaña, y todavía el brillo de la famosa victoria iluminaba la dilación de los acontecimientos. Al cabo de unas pocas pero provechosas semanas de viaje por el Egeo, en el que habían extorsionado a los pobladores de las islas, las varias escuadras griegas se reunieron en la costa del istmo para celebrar sus logros. Allí, en el templo de Poseidón que había servido de cuartel general de la alianza durante el verano, tuvo lugar una gran celebración, donde todos se dieron palmadas de felicitación en las espaldas, se ofrecieron sacrificios a los dioses y se entregaron premios. La sensación de alivio era inmensa. «Una nube negra -en palabras de Temístocles- había sido apartada de los mares.»34

Pero no, lamentablemente, de la tierra. Y aquello tendría consecuencias ominosas para la alianza, lo cual ya empezaban a notar los astutos atenienses y espartanos. Al mismo tiempo que se celebraba allí la gran fiesta de la unificación, el istmo había servido como línea de fractura. Si un delegado se cansaba de la celebración, le bastaba con pagar una visita a la fuente de entretenimiento alternativa más evidente. Se trataba del templo dedicado a Afrodita, la diosa del amor, que se erguía a seiscientos metros por encima de Corinto, en la cima de su empinada acrópolis. Allí, como complemento a la estatuaria de mármol, se podía encontrar un tipo de ofrenda votiva bastante menos piadosa, donada a la diosa por sus adalides olímpicos y otras luminarias, y cuya fama era tan notoria que en griego korinthiazein («pegarse un corintio») significaba copular. En el templo de Afrodita, tan patriótico como eficiente, las prostitutas habían pasado las semanas previas a Salamina elevando plegarias urgentes a su divina señora, implorándole que insuflara en los aliados el amor a la batalla. Cualquier héroe de guerra que se tomase un respiro de la celebración del istmo para visitar el templo podía esperar una recepción particularmente entusiasta. Y entonces, agotado tanto

33 Ibid., 8.114. De Holland. Según María Rosa Lida sería: «Mardonio, aquí presente, dará tal reparación como a aquellos corresponde.» 34 Ibid., 8.109. Literal.

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por el éxtasis como por el esfuerzo, se desplomaría, admiraría el incomparable paisaje y podría ver por sí mismo los motivos por los que la alianza que había ganado en Salamina corría un peligro inminente de fracturarse.

Con dificultad podía concebirse un lugar desde donde apreciar con mayor presteza las oportunidades y el dilema que se planteaban en el istmo. Hacia el sur se extendía el Peloponeso, que ahora se encontraba a salvo de la invasión, sobre todo, gracias a la flota ateniense. Hacia el norte se hallaba la curva costera que llevaba al Ática, todavía dispuesta para recibir a Mardonio. Por ello no sorprende que los atenienses mantuvieran la vista nerviosa sobre el camino a Tesalia, mientras ya enfilaban el estrecho desde Salamina de camino a la patria devastada. Resentidos como se encontraban a causa de la monstruosa injusticia de la geografía, y apenas capaces de contenerse y de no inculpar a los peloponenses, los atenienses exigían a voz en cuello el compromiso de los aliados de enviar un ejército al norte contra Mardonio cuando llegase la primavera. A lo cual los peloponenses se negaron en bloque. Y cuanto más intentaban los atenienses avergonzarles para obligarlos a actuar, machacándoles el papel de ganadores de Salamina, más se atrincheraban sus colegas, cómodos y pagados de sí, detrás de su propia reticencia.

El resultado, un hervor evidente bajo la fachada amistosa que se había presentado en el istmo, era una mezcla tóxica de resentimiento y desprecio. Los peloponenses, enfurecidos por el engreimiento ateniense, se aseguraron de que el premio al logro cívico se entregase a Egina y luego, en lugar de tener que soportar el espectáculo de Temístocles paseándose por allí con la corona al logro individual, dividieron sus votos entre los nominados de sus propias ciudades, de modo que nadie ganó el premio.

La respuesta ateniense fue comenzar a lanzar calumnias a mansalva, entre las cuales destacaba que los corintios de Salamina no habían tomado rumbo al norte del canal para enfrentarse a los egipcios, sino en una huida de cobardes. Así que, por más que los delegados en el istmo se deleitaran en la sensación de haberse librado de los bárbaros, la mezquindad, las envidias y las calumnias seguían existiendo como en los viejos tiempos.

Pero los espartanos, aunque tal vez tentados a unirse a la diversión, se daban cuenta de que su ciudad no podía permitírselo. Su seguridad debía estar incluso por encima del placer de provocar a Temístocles. La flota ateniense, como penosamente estaba al tanto el alto mando espartano, seguía siendo la clave de la defensa del Peloponeso, y Mardonio sólo tendría esperanza de abrir una brecha en el istmo si lograba ganarse el favor de Atenas para la causa del Gran Rey. De modo que los espartanos, haciendo gala del pragmatismo tan ordinario que de manera invariable acompañaba su comprensión de la naturaleza humana, optaron por no insultar al almirante ateniense y, en lugar de ello, halagaron su vanidad.

Temístocles, con el orgullo aún un poco herido por las humillaciones que los más estrechos de miras le habían infligido en el istmo, recibió una invitación a Lacedemonia, y una vez que hubo cruzado la frontera de aquella tierra reservada y suspicaz, se le recibió con una verdadera orgía de elogios. La corona que se le había negado en el istmo se le entregó en Esparta, «en reconocimiento de su capacidad e inteligencia»,35 y también se le ofreció un carro espléndido. Cuando dejó la ciudad, los trescientos miembros del Hippeis le escoltaron, honor que no había recibido antes ningún extranjero, pero lo más posible es que hubiese otra razón estratégica para otorgarle aquella guardia real a Temístocles que el solo motivo de honrarle. Su camino a casa pasaba por Caris, una ciudad sobre la que había caído la oscura sospecha de haberse encontrado en la nómina de los bárbaros durante el verano. Y si los carianos aún estaban de ánimo para medizar, también era cierto que, fuera de sus límites, acechaba una bestia mucho más amenazante: Argos, el perro que de modo tan señalado no había mostrado aún los colmillos. Pero todavía podía hacerlo, puesto que, según se informaba, los argivos estaban en contacto directo con Mardonio, a quien le habían prometido que «harían todo lo que pudieran para impedir a los espartanos que marchasen a la guerra».36 Estaba

35 Ibid., 8.124. Literal. Según Lida: «Fue proclamado y reconocido como el varón más sabio de toda Grecia.» 36 Ibid., 9.12. Literal. Según María Rosa Lida sería: [a quien le habían prometido] «impedir la salida de los espartanos».

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claro, pues, que los propios espartanos, al otorgar a Temístocles sus trescientos escoltas, no sólo buscaban recordarle el sacrificio que habían ofrecido en las Termópilas, sino los peligros que aún les amenazaban en su propio patio trasero. Para el momento en que el Hippeis llegó a Tegea y saludó a su huésped deseándole que fuese con los dioses, aquello ya debía de haber quedado claro: los espartanos no tenían la menor intención de enviar un ejército al norte del istmo.

Esto, desde el punto de vista de Temístocles, difícilmente impulsaba su carrera. La noticia de los honores que se habían ofrecido a su almirante no fueron de gran consuelo para el pueblo ateniense, que tembloroso y hambriento recorría las ruinas de su ciudad, como tampoco era consuelo la sospecha de que su flota, que ofrecía protección a unos peloponenses que no se moverían de casa, proporcionaba en cambio una protección insignificante a las tierras y las familias de los hombres que la tripulaban. La rabia y el resentimiento empezaron a cebarse en los campamentos de refugiados, que ahora poblaban la ciudad, y la clase hoplita, cuyo desprecio de Temístocles sólo se había visto alimentado por los alardes de este último a propósito de Salamina, empezaba a olisquear la sangre del almirante. Ya durante el invierno había tenido lugar un intento de convertir la masacre de una guarnición persa en Psitalea en un punto de inflexión del conflicto, y a la cabeza de la iniciativa se encontraba Arístides. Ahora que el invierno empezaba a dar paso a la primavera y a la temporada de las campañas del 479 a. J.C., las maniobras en contra del héroe de Salamina se fueron viciando cada vez más. La memoria de los votantes, como había quedado demostrado una y otra vez durante la breve historia de la democracia, era de una brevedad funesta. De modo que, al llegar las elecciones de febrero, la recompensa de Temístocles por haber salvado a su ciudad consistió en retirarle el mando de su preciosa flota.37 El almirantazgo le fue otorgado en su lugar a Jantipo, el alcmeónida adoptado. Y el mando de las fuerzas terrestres le tocó en suerte, por supuesto, a Arístides.

El impacto de estos cambios en la política ateniense fue inmediato y de largo alcance. Los esfuerzos que antes se habían dedicado a la flota se empezaron a consagrar a la preparación de una segunda Maratón. Y en primavera, cuando las escuadras aliadas se reunieron en Egina, los atenienses se hicieron notar por su ausencia. Los espartanos, que por su parte habían mostrado su entusiasmo por una campaña naval mediante la presencia, no del todo sugerente, del rey Leotíquides, a quien se había asignado el mando, se toparon con la obstinación ateniense. Atenas no suministraría barcos a la flota aliada hasta que los espartanos se hubiesen comprometido a enviar tropas en una expedición al norte del istmo. Los espartanos, a su vez, poniendo al descubierto las verdaderas intenciones de los atenienses, se negaron a aceptar el trato, con lo cual se llegaría a un punto muerto. Leotíquides, que escasamente contaba con unos cien trirremes bajo su mando, merodeaba las costas de Delos, demasiado amedrentado por los persas como para arriesgarse a llegar más al este. Entretanto, la flota persa, igualmente amedrentada por los griegos, se agazapaba en las costas de Samos. Los peloponenses, por su parte, se agazapaban tras su muralla. Mardonio, que sabía que no tendría oportunidad de hacerse con aquella nueva satrapía si no lograba atraer a los espartanos hasta el norte del istmo, o en su defecto someter o convencer de alguna manera a la flota griega, se agazapaba en Tesalia. Los atenienses, atrapados en su impotencia en el centro de todo, no tenían mayor alternativa que agazaparse ellos también. Y de este modo se prolongó una situación sin salida hasta el mes de mayo.

Fue Mardonio quien finalmente provocó una ruptura. Cansado de la diplomacia secretista, pero reticente a poner en peligro sus posibles frutos, decidió dejar claras las condiciones del Gran Rey antes de continuar hacia el sur desde Tesalia. Una vez que hubo consultado de la manera más ostentosa a un montón de oráculos griegos, con el fin de garantizar a los atenienses que sus intenciones eran buenas, Mardonio envió a un embajador a visitar a ese untuoso especulador que era el rey Alejandro de Macedonia. Como hermano político de un general persa y «Amigo y Benefactor oficial del pueblo ateniense», el lábil político debió de parecerle a Mardonio un intermediario ideal,

37 Resulta difícil creer que Temístocles haya sido expulsado por completo del consejo de generales, y no existen pruebas concluyentes de ello.

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y sin duda Alejandro tenía un raro talento para hacer ofrecimientos plausibles. Ante una Acrópolis cubierta de ruinas y el Ágora que se erguía más allá, destilando una preocupación genuina, Alejandro advirtió al pueblo ateniense que su ciudad, entre todas las que se habían opuesto al Gran Rey, «se encontraba más directamente sobre la línea de fuego». de este modo se les planteaban dos alternativas; la primera era ver cómo su país se convertía en una tierra de nadie, «apisonada bajo los ejércitos enemigos». La segunda era convertirse en amigos del Gran Rey, pero en una amistad sin parangón en todo el imperio persa. Un perdón completo, la garantía del autogobierno, la reconstrucción de sus templos a costa del tesoro real, una extensión del territorio: todas estas cosas estaban a su alcance. «¿Qué razón terrena podéis tener, entonces -exclamaría Alejandro- para manteneros en armas contra el rey?»38

La oferta de Mardonio se había elaborado con gran astucia para manipular las sospechas más lúgubres de los atenienses respecto a Esparta, y estos últimos debieron de sentir de todo corazón que habría estado perfectamente justificado aceptar unas condiciones tan generosas. Ya habían luchado durante más tiempo que cualquier otra ciudad de Grecia y a un coste mucho mayor, pese a lo cual, como Alejandro había subrayado con afabilidad, los espartanos no parecían preocuparse por haberlos abandonado a su propia suerte. Por supuesto, antes de permitir a Alejandro que entregase la oferta persa de paz, los atenienses se habían asegurado de que una comitiva de alto rango venida de Esparta estuviese también presente para escucharla, pero cuando les llegó el turno de dirigirse a la asamblea, los espartanos optaron por eludir lo importante, y una oferta de acomodar refugiados no era ni remotamente lo que el pueblo ateniense había esperado escuchar, como tampoco lo eran los sermones acerca de la pérfida naturaleza de los bárbaros. «Bien sabéis que no hay verdad ni honor en nada de lo que dicen.»39 Un aforismo que los atenienses bien podrían haberles restregado en su propia cara a los espartanos.

Y tal vez así lo habrían hecho antaño. Es posible que en otro tiempo hubiesen preferido olvidar sus sueños de independencia, hubiesen aceptado que el honor y la sumisión no tenían que estar reñidos y hubiesen inclinado sus cuellos ante el Rey de Reyes. Pero muchas cosas habían cambiado. el sentido de la libertad como algo precioso que los treinta años de democracia habían infundido a la asamblea, junto con la experiencia de haber tenido que luchar para defenderla de los riesgos más terribles que pudiesen imaginarse, le impedían mostrarse dispuesta a un trueque por la paz. «Nosotros mismos sabemos, por cierto, que la fuerza del medo es mucho más grande que la nuestra -le dijeron a Alejandro- no es necesario echárnoslo en cara. No obstante, ansiosos de libertad, resistiremos todo lo que podamos.»40 Valerosas palabras, desde luego, puesto que una vez dichas, colocaban de nuevo al pueblo ateniense ante la perspectiva de la destrucción de su ciudad.

¿Y los embajadores espartanos? Cuesta creer que no se vieran conmovidos ante un desafío como aquél. Pero, en efecto, apenas abandonaban Atenas y ya los campos de refugiados empezaban a vaciarse, mientras los evacuados, por segunda vez en diez meses, empezaban a empujar sus carros de mano hacia las playas. Y es que la admiración que sentían los espartanos por el espíritu ateniense no entrañaba por fuerza una obligación hacia ellos, aunque no cabe duda de que los embajadores debieron de advertir al eforado que la crisis que se estaba cociendo en el Ática en efecto ponía en peligro a Esparta. Y aunque se había expresado de la manera más conmovedora, el amor a la libertad de los atenienses todavía podía verse fracturado. Sólo la ilusión de que los espartanos se comprometerían a cruzar el istmo en su defensa mantenían a raya los rumores sobre una posible sumisión. «Enviad cuanto antes vuestro ejército.» «Llevad a vuestro ejército al campo de batalla tan pronto como podáis.» Tales habían sido las palabras de despedida de Arístides. «Antes de

38 Heródoto, 8.141. Según María Rosa Lida sería: «¿Qué locura es ésta de moveros contra el rey? Ni le podéis vencer ni podéis resistiros siempre.» (fragmento 140). 39 Ibid., 8.142. Según María Rosa Lida es «pues sabéis que no hay lealtad ni verdad en los bárbaros». 40 Ibid., 8.143. En Holland sería: «"El grado en el que nos encontramos a la sombra de la fuerza meda difícilmente es algo que debas someter a nuestra consideración"», dijeron a Alejandro. "Ya lo sabemos bien. Pero, aun así, tal es nuestro amor por la libertad, que no nos rendiremos nunca."»

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