XVII

—Nadie sabe lo que puede deparar la última hora de la tarde —dijo Bathshiba. Reía. Sus ojos eran muy negros.

«¿Cómo cojones has entrado aquí?», pensó Ballista. Evidentemente, Demetrio no se hallaba por las cercanías. Al joven griego le desagradaba Bathshiba y habría hecho todo lo posible por mantenerla apartada de su kyrios. Pero, sin duda, Máximo y Calgaco se encontraban en los aposentos domésticos, y ella los habría tenido que atravesar para llegar a la terraza de palacio. A Ballista no le cabía ninguna duda acerca de qué pasó por sus cabezas cuando la dejaron entrar.

La joven cruzó la terraza yendo hacia él. Vestía como uno de los mercenarios de su padre, pero la túnica y los pantalones, sus botas y la espada en la cadera ayudaban bien poco a ocultar que era una mujer. Ballista se descubrió a sí mismo observando el movimiento de sus pechos y la cadencia de sus caderas. Se detuvo frente a él, justo fuera de su alcance. Ballista sintió un vacío en el pecho.

—¿Tu padre sabe que estás aquí? —Las palabras le sonaron ridículas al tiempo que las pronunciaba.

Bathshiba rió.

—Él es una de las razones por las que estoy aquí. Pero, no, no sabe que estoy aquí.

—No cruzarías la ciudad tú sola —dijo Ballista pensando en lo que había visto mientras caminaba a palacio. Porque en esos momentos la ciudad entera parecía una orgía dionisíaca. Los soldados de fiesta no habrían tenido más problemas que Ballista para ver más allá del disfraz de Bathshiba. Y entre ellos habría muchos con bastante menos escrúpulos que él para arrancarle ese disfraz. El dux no dudaba que pudiera emplear la espada que llevaba a la cadera, pero de poco le valdría contra un grupo. Su resistencia y la sensación de peligro sólo incrementarían el placer de poseerla.

—No. No soy idiota. Hay dos hombres bien armados esperando en el patio principal. Ahora estarán bebiendo en la sala de guardia.

—¿Y de nuevo es uno de ellos el leal capitán Haddudad, al servicio de tu padre, el de la espada afilada?

—No —sonrió ella—, esta vez he pensado que sería mejor traer a otros. Hombres en cuya discreción creo poder confiar.

Ballista se quedó mirándola. No se le ocurría nada que decir.

Bathshiba se quitó el gorro. Sus pechos se estremecieron, pesados, plenos, incitadores, cuando ella sacudió su larga, alborotada y oscura cabellera.

—¿No le vas a ofrecer un trago a una muchacha que tanto va a poner en riesgo su reputación?

—Ah, lo siento. Por supuesto. Haré que Calgaco traiga algo de vino.

—¿Es necesario? —Rodeó a Ballista permaneciendo fuera del alcance de su brazo y tomó una copa de la pared—. ¿Te importa? —Se llevó la copa a los labios y bebió.

—¿Por qué estás aquí? —Sabía que su comportamiento estaba siendo poco elegante, incluso inhospitalario. No estaba seguro de qué quería ni qué debía hacer.

—Como he dicho, en parte por mi padre. Hoy no fue a las murallas. Se quedó en casa encerrado bajo llave en sus aposentos privados. Creo que rezando. Ya hace tiempo que no es él mismo. En parte, estoy aquí para disculparme —tomó otro trago.

—No hay necesidad. Un hombre más no hubiera supuesto ninguna diferencia. Dejó a sus hombres en manos de Haddudad, y él es muy competente.

La joven escanció lo que quedaba en la jarra y le tendió la copa a Ballista. Él la tomó y bebió. Ella estaba entonces más cerca. Podía oler su perfume, su piel. Su largo cabello rizado rodeaba la piel olivácea de su cuello y caía sobre la túnica hasta la ondulación de su pecho.

—Tus soldados saben cómo celebrar una victoria, ¿y tú? —Ella levantó la mirada hacia él. Sus ojos eran muy negros, sabios y prometedores. El hombre no se movió—. Dime, ¿crees que Sapor y sus nobles se habrían contenido en caso de haber tomado la ciudad?

—Lo dudo —respondió con voz pastosa.

—¿El salvador de la ciudad debería disfrutar de los mismos derechos que su conquistador?

«Padre de Todos —pensó Ballista—, si alguna vez se me ha ofrecido una mujer, ha sido ésta». Respiraba con dificultad. Percibía el fuerte aroma de la mujer en sus narinas y pudo sentir el comienzo de su erección. La quería. Quería desgarrar el cuello de aquella túnica, dejar al descubierto su pecho. Quería bajar aquellos pantalones, alzarla sobre el murete, separar sus piernas y entrar en ella. Quería poseerla allí y en aquel instante, con el trasero apoyado sobre el muro y él de frente, embistiéndola.

El hombre no se movió. Algo lo detenía. La feroz y asfixiante moralidad de su crianza norteña, el pensar en su esposa, la superstición que había nacido en él respecto a la infidelidad y la batalla… no sabía qué, pero algo lo detenía. No se movió.

Bathshiba retrocedió ofendida. Sus ojos se mostraban duros y airados.

—Imbécil. Puede que sepas cómo defender una ciudad, pero dudo que puedas tomar alguna.

Se ajustó la capa, dio media vuelta y caminó furiosa saliendo de la terraza.

* * *

Ballista permaneció junto al muro un tiempo después de que se hubiese marchado Bathshiba. Su deseo se desvaneció y quedó con un sentimiento de frustración y una indefinida sensación de mal augurio. Aún tenía la copa en la mano. Terminó el vino.

Al final, volvió a entrar en palacio. Llamó a Máximo. El hibernio llegó repicando por las escaleras, bajando desde la azotea.

—¿Qué hacías ahí arriba?

—No estoy seguro. No te espiaba, por supuesto. Como siempre, desde aquí arriba se domina la ciudad. Mira, estoy seguro de algo, no sabría definirlo, pero hay algo que va mal.

—Por una vez sé a qué te refieres. Coge una capa. Dile a Calgaco que salimos. Recorreremos las defensas.

Las órdenes del dux ripae se cumplían al pie de la letra. A lo largo de todo el tramo del adarve y en cada una de las torres se destacaba doble número de centinelas. Y en todas esas torres se habían dispuesto candelas de señales de color azul. Los centinelas, con aspecto empecinado, se dedicaban a pasear despacio o a reclinarse sobre los parapetos llenos de resentimiento por su obligada sobriedad, y de envidia por las celebraciones de sus camaradas militares. Desde el interior de la ciudad llegaba el alboroto de esas celebraciones: estallidos de risa, gritos indescriptibles, chillidos de muchachas, el ruido de pies corriendo y el de copas al romperse… La cacofonía propia de soldados romanos berreando por alcohol y mujeres.

Los centinelas saludaron a Ballista y a Máximo mientras caminaban en dirección sur siguiendo el adarve de la muralla del desierto.

—Cumpliremos con cuanto se nos ordene y estaremos preparados ante cualquier orden.

En sus voces afloraba una compungida resignación que, a veces, rozaba la insubordinación. Ballista estrechaba sus manos, alababa su disciplina, les prometía un permiso de tres días y, como incentivo, una suma de dinero que tenía cuidado de no concretar. Sin embargo, todo aquello no parecía hacer ningún bien.

Hacia el oeste se extendía la enorme llanura oscura. Más allá brillaban las luces del campamento persa. Allí había hombres despiertos. Las luces brillaban según iban pasando frente a hogueras o antorchas. Sin embargo, mostraba una extraña quietud. No había nada de los terribles lamentos, la música quejumbrosa y los agudos lloros que Ballista hubiese esperado. El silencio de los sasánidas resultaba inquietante, y eso se sumó a la aprensión de Ballista.

Ballista y Máximo regresaron a palacio bien entrada la noche. Tomaron una copa de vino caliente y el militar se retiró a su alcoba. Allí se quitó la ropa y se tumbó en su enorme, y terriblemente vacía, cama. Tras unos instantes de pesar, se quedó dormido.

Ya había pasado la medianoche, quizá fuese el final de la tercera imaginaria, cuando Ballista oyó algo. Con un gesto instintivo, su mano se cerró alrededor del puño de la espada. Sabía que no serviría de nada, pues, de alguna manera, sabía lo que iba a ver. Ballista se obligó a mirar. Allí, junto a la puerta, estaba el hombretón, con su enorme rostro pálido bajo la profunda capucha de su raída caracalla de color rojo oscuro. El hombretón caminó hacia delante hasta situarse a los pies de la cama. La luz de la lámpara de aceite destelló sobre la gruesa torques dorada y el águila esculpida en la gema engarzada a su pesado anillo de oro. Los ojos grises brillaban con desdén y maldad.

—Habla —dijo Ballista.

—Te veré en Aquilea —los grandes ojos grises brillaban con desdén y maldad.

—Entonces, allí te veré.

El hombretón rió, emitiendo un horrible ruido chirriante. Se volvió y abandonó la habitación.

El olor de la cera que impermeabilizaba el capote se prolongó un rato.

Ballista sudaba con profusión. Apartó la ropa de cama, se levantó y abrió las contraventanas para dejar entrar el fresco aire nocturno. Se quedó junto a la ventana, desnudo, dejando que el sudor se secara sobre su piel. Fuera vio a las Pléyades bajas sobre el horizonte.

Todo saldría como dispusiera el Padre de Todos.

Ballista se acercó a la jofaina, derramó agua fría sobre su rostro, se secó con una toalla y regresó a la cama. Cayó dormido después de lo que le pareció una eternidad.

* * *

—¡Despierta! ¡Despierta!

Ballista se esforzaba por llegar a la superficie.

—Despierta, haragán de mierda.

Ballista abrió los ojos. Calgaco estaba de pie al lado de la cama, agitando su hombro.

—¿Cómo? —Ballista se sentía como drogado, atontado por el sueño. La amarga y delgada boca de Calgaco parecía más cortante que nunca.

—Los sasánidas están en la ciudad.

Ballista se levantó de un brinco. Calgaco se lo fue contando mientras le tendía la ropa y él se vestía.

—Tomé el relevo de Máximo arriba, en el tejado. Vi una de las candelas azules de alerta en una de las torres de la muralla sur. Brilló un instante y después desapareció. Pudendo está llamando al arma y Castricio dirige al destacamento de guardia para entrar en acción. Máximo se dedica a ensillar los caballos y Demetrio y Bagoas están bajando tus pertrechos a los establos.

—¿En qué torre?

—La más cercana a la muralla del desierto.

Ballista, ya vestido, tomó el tahalí de su espada.

—Entonces deberíamos ir.

Los establos, cuando llegaron a ellos, se encontraban en un estado de caos apenas controlado. Los mozos de cuadra corrían de aquí para allá llevando sillas, bridas y otros arreos para las monturas. Los caballos agitaban sus cabezas, piafando y chillando su enfado o nerviosismo por ser despertados a tan intempestiva hora. En uno de los pesebres más alejados, un caballo se estaba portando muy mal, encabritándose y tirando de su jáquima. Calgaco fue a averiguar qué había sido de Demetrio y Bagoas.

Ballista se quedó quieto, como un punto de paz en el ojo de la tormenta. Respiró el conocido y acogedor olor de los establos, la evocadora mezcla de caballo, cuero, productos de limpieza para las sillas, linimento y heno. Le sorprendió la eterna apariencia de la escena. Las caballerizas siempre serían muy parecidas; las necesidades de los caballos no cambian. Ya hubiese uno de esos raros pesebres de mármol o de paneles de maderas preciosas, los establos eran iguales en el imperium que en cualquier otra parte. Eran lo mismo tanto en su tierra natal como en la Persia sasánida. A los caballos no les afectaba demasiado la cultura de los hombres que los montaban.

Bajo el dorado brillo de las lámparas, Ballista vislumbró a Máximo abriéndose paso por la línea de caballos. El aire estaba espeso con el polvo de la paja levantado por las botas de los hombres y los cascos de los caballos.

—Te he ensillado a Pálido —dijo Máximo.

—Gracias —Ballista reflexionó unos instantes—. Gracias, pero déjalo en la caballeriza. Montaré ese enorme zaino castrado.

Máximo no cuestionó la orden, se limitó a cumplirla.

Calgaco apareció apurando a Demetrio y a Bagoas, que cargaban con los pertrechos de guerra de Ballista. Éste se sintió encantado al descubrir que no le llevaban la coraza romana de gala, la empleada el día anterior, sino su vieja y veterana cota de malla. Pidió que sólo lo atendiese Calgaco y entró en uno de los establos vacíos. Mientras el anciano caledonio le ayudaba con la cota de malla, Ballista habló, y lo hizo con una voz tan baja que nadie más pudo oírlo.

—Calgaco, viejo amigo, esto me da muy mala espina. Cuando nos hayamos ido, quiero que cojas nuestras cosas, ensilles el resto de caballos y cargues tres de ellos con víveres: odres de agua, galleta del ejército y cecina. Espera aquí, en las caballerizas, con Demetrio y el muchacho persa. Ten tu espada a punto. No permitas que nadie toque los caballos. Dejaré a cinco equites singulares aquí, en palacio. Les diré que acaten tus órdenes. Destaca a uno en cada una de las tres puertas, a otro en la terraza y a otro en el tejado.

Fuera, en el estrecho callejón abierto entre el palacio y los graneros, Ballista escupió una serie de órdenes. Organizó su pequeña columna montada y le indicó a su plana, a los siervos domésticos y a los cinco guardias que quedaban atrás que cumpliesen las instrucciones de Calgaco. Este último recibió la autorización de mando con una notable falta de entusiasmo.

Ballista arreó al gran bayo castrado con un golpe de muslos y partió, rodeó el pequeño templo de Júpiter Doliqueno y bajó por la ancha avenida que llevaba al campus martius. La pequeña columna cabalgó a medio trote en fila de a uno. Se mantuvieron bien cerca unos de otros. Tras Ballista iban Máximo, Castricio, Pudencio y los cinco equites singulares.

Los toques de trompeta resonaban por toda la ciudad. Había hombres gritando a lo lejos. Se oían ruidos de choques y golpes. No obstante, el cuartel militar mostraba un extraño abandono. Un puñado de soldados corría, algunos iban tambaleándose, pero ni de lejos contaban con una cantidad adecuada dirigiéndose a sus puestos. En algunos umbrales se encontraban soldados tumbados, inconscientes por la bebida. Mientras su montura rebasaba repicando la casa de baños militar, Ballista vio a un soldado yaciendo en los escalones profundamente dormido, con una joven desnuda a su lado y una de sus pálidas piernas cruzada sobre el cuerpo del joven. Una enorme jarra de vino estaba posada muy cerca.

Al salir al campus martius, Ballista vio a Antonino Posterior situado en medio del amplio descampado. El centurión iba destocado, llevaba el casco en la mano y gritaba a sus hombres. Había unos diez. Uno o dos no parecían demasiado firmes sobre sus pies. Ballista se acercó a caballo.

—Cumpliremos con cuanto se nos ordene y estaremos preparados ante cualquier orden —la ironía de pronunciar la frase acostumbrada en nombre de aquella reducida compañía pareció llegar a sorprender al centurión.

—¿Esto es todo, Antonino?

—Me temo que sí, dominus. He enviado a otros cinco para intentar levantar a algún muchacho más.

—Que se cumpla la voluntad de los dioses. En cuanto consigas unos cuantos más quiero que los lleves a la torre de la muralla sur más cercana a la muralla del desierto.

—Cumpliremos con cuanto se nos ordene y estaremos preparados ante cualquier orden.

Ballista comenzó a dar la vuelta con el caballo.

Dux, espera —saliendo de la oscuridad, hacia el norte, apareció Acilio Glabrio. El joven patricio montaba un magnífico caballo y estaba pertrechado con una armadura dorada. Portaba una espada en la cadera. Ballista sintió un torrente de pura rabia brotando en su interior pero, antes de que pudiera hablar, de exigir saber cómo aquel joven cabrón se atrevía a romper su arresto domiciliario, cómo osaba desobedecer otra orden y armarse, Acilio Glabrio bajó de su montura. El caballo estaba bien entrenado; permaneció quieto. Acilio se acercó andando hasta Ballista y después se arrodilló sobre el polvo alzando los brazos con gesto de súplica.

Dux ripae, he desobedecido tus órdenes, pero no he hecho nada para que me creas un cobarde. Si los sasánidas han penetrado en las defensas, entonces vas a necesitar a todos los hombres. Pido permiso para acompañarte en calidad de soldado raso.

A Ballista ni le gustaba ni confiaba en el perfumado aristócrata que tenía a sus pies, pero jamás había dudado que ese repugnante joven fuera un buen soldado.

—Monta en tu caballo y acompáñanos.

Ballista hizo girar su corcel y salió hacia el sur. No había puerta en el muro que separaba el campus martius de la zona civil de la ciudad, de modo que tuvieron que volver sobre sus pasos. Después de tres bloques de casas, llegaron a la calle principal que iba desde la puerta Palmireña hasta la Porta Aquaria. Allí encontraron más gente, soldados y civiles, pero demasiados de los últimos y muy pocos de los primeros. Ballista torció a la derecha y frenó su caballo fuera del gran caravasar. Pasó una pierna por encima del capón, bajó de un salto y corrió adentro. A la parpadeante luz de las antorchas, la escena era muy similar a la del campus martius. En medio del patio se hallaba Antonino Prior destocado y desesperado. El centurión, provisional comandante en jefe de todos los legionarios de Arete desde la caída en desgracia de Acilio Glabrio, voceaba a sus hombres. De nuevo en la escena sólo sumaban unos diez y, de nuevo, varios presentaban un aspecto deplorable. Ballista espetó las mismas órdenes que en la ocasión anterior y regresó corriendo a su caballo.

Todo aquello llevaba su tiempo. Nadie sabía qué estaba sucediendo. Todavía no se oía el fragor del combate. Pero todo aquello estaba llevando su tiempo.

Cabalgaron hacia la puerta Palmireña hasta rebasar el primer bloque de viviendas y después giraron a la izquierda bajando por la calle que los llevaría cerca de la torre donde Calgaco había visto la candela azul de aviso. Se oía mucho ruido, pero aún nada que señalara, sin lugar a dudas, el desencadenamiento de combates. Podría ser una falsa alarma, aunque Calgaco no era dado a fantasías. Durante todos los años que lo conocía, Ballista jamás lo había visto caer presa del pánico. La candela podría haber sido encendida por error. «Padre de Todos, deja que tal sea el caso». Pero, si lo fuere, ¿por qué no había llegado un mensajero de la torre para explicar la situación y deshacerse en disculpas? Ballista espoleó llevando a su caballo a un trote próximo al galope.

Aparte de un soldado ebrio que se cruzó al paso de la comitiva para, de inmediato, retroceder tambaleándose, llegaron al final de la calle sin novedad. Ballista alzó su mano derecha y tiró de las riendas. La torre se encontraba a unos cuarenta y cinco pasos de distancia, exactamente a su derecha y al otro extremo del descampado.

La torre estaba sumida en la oscuridad. Ballista creyó poder ver hombres subidos en la plataforma del tejado. Se quedó sentado, jugueteando con las orejas del caballo mientras pensaba. Una curva del muro le impedía ver el siguiente torreón a la izquierda, pero a su derecha todo parecía normal en la torre más meridional de la muralla del desierto. En aquella ardían antorchas, no como en la que tenía al frente.

Indicó con una seña que debían avanzar. Sacaron sus caballos a campo abierto caminando al paso y desplegándose en línea. Máximo se encontraba a la diestra de Ballista, y Pudencio a la siniestra. Todo parecía muy tranquilo y los ruidos de fondo muy lejanos. Los únicos sonidos cercanos que podía oír Ballista eran los de los cascos de sus caballos sobre el suelo apisonado, el siseo de la brisa entre las fauces del draco desplegado por encima de su cabeza y su propia y áspera respiración.

Ordenó un alto en medio del descampado. Los caballos se situaron en línea, piafando. Todo estaba muy tranquilo. El muro interior de la torre se encontraba a unos veinte pasos de distancia. La puerta estaba cerrada. Ballista llenó sus pulmones de aire para llamar a la torre.

Oyó el vibrante sonido de una cuerda de arco al soltarse, y después el suave, muy suave silbido de las plumas cortando el aire. Y entonces alcanzó a ver el destello de una flecha. Tiró su cabeza a la izquierda y recibió un golpe chirriante cuando una flecha rebotó contra el hombro derecho de su cota de malla haciendo saltar chispas. El capón zaino se encabritó. Ballista, que ya había perdido el equilibrio, cayó al suelo. Perdió el escudo al caer con fuerza, pero rodó para alejarse de los martilleantes cascos del corcel. El caballo más próximo estrellaba sus pezuñas contra el duro suelo a sólo unos dedos de distancia. Ballista se encogió formando una pelota, protegiéndose la cabeza con las manos.

Un fuerte agarre bajo la axila lo levantó poniéndolo en pie.

—Corre —dijo Máximo. Ballista corrió.

Corrieron hacia la muralla del desierto, con las flechas cayendo a su alrededor, rozándolos. Viraron a la derecha para evitar a un caballo caído que sacudía sus patas entre ellos y los arqueros de la torre. Ballista corrió con la cabeza baja.

Alcanzaron el contrafuerte interior de la muralla del desierto. Corriendo, subiendo apoyados en manos y rodillas, alcanzaron la cima. Ballista, con la espalda contra el muro, se agazapó en el rincón donde se unían la muralla meridional con la del desierto. Máximo cubrió a ambos con su escudo, pero entonces ya nadie disparaba contra ellos. Ballista miró a su alrededor. Acilio Glabrio y dos de los equites singulares aún estaban con él. No había señal de Castricio, Pudencio o de los demás guardias. Volvió la vista hacia el lugar por donde habían llegado. Una columna de guerreros sasánidas salía a campo abierto. Parecían brotar del mismo suelo bajo la muralla, junto al muro más próximo de la torre.

—Joder, había otra mina —dijo Máximo.

Ballista se levantó y lanzó un vistazo por encima de la muralla. Fuera, bajo la luz de las estrellas, una larga columna de persas serpenteaba subiendo por la quebrada sur. Las luces brillaron en la torre tomada por los sasánidas. Las antorchas se agitaban emitiendo señales. Bajo la súbita luz vio una figura conocida en lo alto de la torre.

—No, entran a través de las catacumbas cristianas abiertas en la pared de la quebrada —señaló.

Con su calva testa recibiendo la luz de las antorchas y su sobresaliente y espesa barba, Teodoto, consejero de Arete y sacerdote cristiano, permanecía inmóvil en lo alto de la torre, en medio del caos.

—Nunca confié en esos cabrones —dijo uno de los guardias.

La columna persa dentro de la ciudad se dirigía hacia el norte subiendo por la calle que, momentos antes, habían bajado Ballista y su acompañamiento.

Hubo una conmoción en el adarve, hacia el norte. Ballista desenvainó su espada y, junto a los demás, se volvió a la izquierda para encarar la nueva amenaza.

—¡Roma, Roma! —Los recién llegados gritaban el santo y seña nocturno.

Se presentó Turpio junto a media docena de soldados de caballería de la XX cohorte.

¡Salus, Salus! —contestaron gritando Ballista y los suyos.

—Más malas noticias —informó Turpio—. Otro grupo de cristianos ha neutralizado a los centinelas de la puerta Palmireña. Están arrojando cuerdas por el muro para que suban los sasánidas. No hay bastantes hombres sobrios desplegados en las murallas para echarlos —Turpio sonrió—. ¿Quién hubiese imaginado que les permitirían entrar?

Su actitud indicaba que se limitaba a realizar un comentario hecho a la ligera y de pasada acerca de las flaquezas sociales de un grupo; ¿quién hubiese pensado que, de entre todos, ellos eran los más aficionados a los baños o al circo? Nada en él denunciaba el hecho de que acababa de anunciar la sentencia de muerte para la ciudad de Arete y, casi con toda seguridad, la de todos sus oyentes.

Todos miraban a Ballista. Él, ensimismado, no les hizo caso. Sus ojos miraban sin ver por encima de la oscura quebrada. Estaban atrapados en la zona suroeste de la ciudad. Calgaco y los caballos aguardaban en palacio, al noreste de la plaza. La ruta directa, la calle inmediatamente por debajo de ellos, estaba llena de guerreros sasánidas. Si decidían ir hacia el norte siguiendo la muralla del desierto, se toparían con los persas que entraban por la zona de la puerta Palmireña. La ruta de la muralla meridional se hallaba bloqueada por el enemigo destacado en la torre donde se encontraba Teodoto. Fuera cual fuese el camino que escogiera Ballista, tendrían que abrirse paso a golpe de espada. Pensó en Bathshiba. Debería estar en casa de su padre. La mansión de Iarhai se encontraba cerca de la Porta Aquaria, en el sector sudeste de la ciudad. Ballista se decidió.

—Allí —indicó, señalando la reluciente calva de Teodoto brillando sobre la torre del este—. Allí está el traidor y allí obtendremos nuestra venganza —en la casi absoluta oscuridad surgió de entre los hombres un bajo gruñido de aprobación—. Formad en silencio, muchachos.

El adarve era lo bastante ancho para una fila de cuatro hombres. Ballista ocupó la posición de la derecha, próxima al parapeto. Máximo se colocó a su lado, tras él Acilio Glabrio y Turpio al lado. Ballista ordenó a Turpio que se destacara en retaguardia. Sería una estupidez arriesgar a todos los oficiales de alto rango colocándolos en vanguardia. Un soldado de caballería de la XX cohorte, desconocido para Ballista, ocupó la plaza vacante dejada por Turpio. Ballista miró a su alrededor observando a la pequeña falange. Esta se componía de un total de doce hombres: cuatro filas de a tres en fondo. Máximo le dijo a uno de los hombres de retaguardia que le diese su escudo al dux. El hombre aceptó a regañadientes.

—¿Todos listos? —preguntó Ballista—. Entonces vamos…, en silencio; aún podemos darles una sorpresa.

Progresaron por el adarve a paso ligero. La torre no estaba a más de cincuenta pasos de distancia. Había un grupo de, más o menos, una docena de persas junto a la puerta que llevaba al interior del torreón abierta al adarve. Miraban a la ciudad, señalando y riendo. La falange romana cayó sobre ellos casi antes de que se dieran cuenta. Puede que los persas no esperasen un contraataque, pero le hicieron frente.

Ballista aceleró los últimos pasos hasta convertir el trote en una carrera desbocada. El sasánida frente a él alzó su larga espada para descargar un golpe sobre la cabeza de Ballista. Éste se inclinó y, con todo el impulso que llevaba, estampó su escudo contra el cuerpo del hombre. El persa salió volando de espaldas. Cuando este primer persa intentó ponerse en pie, durante un segundo su pierna izquierda no quedó cubierta por el escudo y Ballista aprovechó para descargar su espada causando un salvaje corte en la rodilla del sujeto. El sasánida aulló. El dolor arrolló cualquier idea de defensa, y el hombre se sujetó su destrozada rótula. Ballista clavó la espada en la entrepierna del individuo. Éste ya no contaba.

El segundo sasánida afirmó los pies. Ballista saltó por encima del hombre que gemía en el suelo y el persa blandió su espada propinando un tajo feroz. Ballista lo bloqueó con el escudo, del que saltaron astillas, y entonces, rápido como un rayo, a la izquierda de Ballista, la corta espada de Máximo se enterró en la axila del persa. El hombre se hizo una bola y cayó contra el parapeto.

Los persas, reducidos entonces a la mitad, dieron media vuelta y huyeron.

—¡Tras ellos! —bramó Ballista—. ¡No permitáis que cierren la puerta!

Los soldados romanos irrumpieron en la torre pisando los talones de los sasánidas batiéndose en retirada. Los perseguidos se lanzaron escaleras abajo en busca de la seguridad de la masa de guerreros que entraba en la ciudad a través de la necrópolis cristiana. Ballista corrió escaleras arriba hacia la azotea. Subía los escalones de dos en dos.

En cuanto Ballista irrumpió en la plataforma de la torre vio a dos persas con antorchas, de espaldas a él. Enviaban señales a aquellos que aún ascendían por la quebrada. Un tajo de revés contra la cabeza arregló al situado a su derecha. Uno de derecho alcanzó al de la izquierda en el codo cuando se volvía. El hombre miró desconcertado el manantial de sangre que salía del muñón de su brazo hasta que Ballista le metió la punta de la espada en la boca. La hoja se atascó un instante. Entonces Ballista la liberó de un tirón y con ella salieron dientes y sangre.

—¡Ven! —Un vozarrón como un trueno resonó alrededor de la torre—. Y en visión se presentó un caballo de color pálido. Y el que lo montaba tenía por nombre Muerte y le acompañaba el Hades.

Teodoto señalaba a Ballista. Entre ambos hombres había una fila de hombres combatiendo. Ballista podía ver perfectamente al sacerdote de todos los cristianos por encima de las agachadas, de las agazapadas figuras de los luchadores. El rostro de Teodoto refulgía. Gritaba, y su voz se elevaba por encima del fragor de las armas.

—Y el sexto ángel derramó su copa en el río grande: el Éufrates. Y quedó enjuto el lecho de sus aguas; calzada aparejada para los reyes del sol oriente.

Aquellas palabras carecían de sentido para Ballista.

—¿Por qué, Teodoto? ¿Por qué traicionar a tus conciudadanos?

Teodoto rió, su barba enorme y poblada se agitó.

—Y los ejércitos de caballería sumaban dos miríadas de miríadas: doscientos millones. Oí su número. Los caballos y los jinetes cual se me ofrecieron en visión: Estos llevaban corazas rojas como fuego, y jacinto y piedra azufre.

—¡Imbécil! —Mugió Ballista—. Vas a matarnos a todos. No respetarán a los cristianos. No respetarán la vida de nadie.

—Tuve la visión de una bestia que salía del mar —Teodoto proseguía con su sermón—. Tenía diez cuernos y siete cabezas, y sobre sus cabezas títulos blasfemos… ¡Aquí quien sea sabio! Calcule el que tiene ingenio el número de la Bestia, pues es cifra que corresponde a un hombre. Es su número: seiscientos sesenta y seis.

—¿Por qué? —bramó Ballista—. ¿Por qué dejas que los sasánidas exterminen a la gente de esta ciudad? ¡Por misericordia de los dioses, hombre! ¿Por qué?

Teodoto dejó de recitar pasajes bíblicos y observó a Ballista con atención.

—Estos sasánidas son culebras. No lo hago por ellos. Ellos no son mejores que tú. No son sino simples instrumentos divinos. Lo hago por piedad… Piedad por los pecados de la gente. Los sasánidas son el castigo que Dios, en su infinita misericordia, ha ordenado por culpa de los yerros del pueblo de Arete. Cristianos o paganos, todos somos pecadores.

Superados en número, los sasánidas de la torre fueron cayendo. Un soldado de caballería rebasó la línea y se dirigió a Teodoto.

—Si alguno adora a la Bestia y a su imagen, y recibe la marca en su frente o en su mano, él también beberá del vino de la ira de Dios, que ha sido vaciado puro en el cáliz de su ira; y será atormentado con fuego y azufre delante de los santos ángeles y del Cordero.

El soldado volteó su espada alcanzando a Teodoto en una pierna. El cristiano se tambaleó.

—Bienaventurados ya desde ahora, los muertos que mueren en nombre del Señor.

El soldado volteó de nuevo su arma. Teodoto cayó apoyándose en manos y rodillas.

—La redención…

El soldado lo despachó tal como indicaba el manual de entrenamiento: uno, dos y tres duros tajos en la nuca.

La resistencia persa en la azotea de la torre había concluido. Ballista contó los hombres que le quedaban: Máximo, Turpio, Acilio Glabrio, dos equites singulares y tres soldados de caballería de la XX cohorte; nueve efectivos, incluyéndose a él mismo.

—¿Hay algún herido que no pueda correr?

Hubo un silencio. Turpio se adelantó.

—Ya se han… ocupado.

Ballista asintió.

—Esto es lo que vamos a hacer. Los persas están entrando por debajo de la muralla. Van directamente a la ciudad. No hay persas en la muralla —Ballista no sabía si esto último era cierto. Entonces se dio cuenta de que deambulaba de un lado a otro bullendo de energía—. Nos dirigiremos al este siguiendo la muralla en dirección al río. Cuando sea seguro bajaremos por la muralla. Nos abriremos paso hasta la casa de Iarhai. Allí encontraremos… allí reuniremos a más hombres. Después atravesaremos el sector oriental de la ciudad hasta llegar a palacio.

Ballista advirtió las miradas perdidas de sus hombres.

—Allí hay caballos esperándonos.

Los hombres asintieron. Ballista sabía que no tenían ni idea de qué pretendía que hicieran si llegaban hasta allí y conseguían monturas, pero en ese momento a ellos cualquier plan les parecía bueno; al menos les concedía una meta por la que luchar y les proporcionaba un débil brillo de esperanza.

Con Ballista de nuevo a la cabeza, repicaron escaleras abajo saliendo por la puerta oriental. En cuanto se asomaron hubo un grito y una buena rociada de flechas. Algunos hombres chillaban por detrás de Ballista. Inclinó el casco hasta tocar con el escudo y corrió. Si en ese lugar recibía una flecha desafortunada en una pierna, todo habría acabado.

La caída de flechas cesó en breve. Los gritos de los sasánidas se desvanecieron tras ellos. Los separaba un buen trecho hasta la próxima torre. Ballista sentía arder sus pulmones. A su alrededor podía oír respiraciones forzadas.

La puerta de la torre siguiente estaba abierta. Ballista irrumpió dentro preparado para combatir. El torreón aparecía desierto. Lo atravesó y salió por el otro lado.

La siguiente torre no quedaba lejos. En esta ocasión Ballista los llevó escaleras abajo hasta la puerta inferior que se abría a la ciudad. Se detuvo por el lado interior de la puerta y dejó que sus hombres recuperasen el resuello. Miró alrededor. Sólo había perdido a dos.

Ballista echó un vistazo fuera. El callejón junto a la muralla se hallaba vacío. Los llevó fuera y, después de torcer a la derecha, corrieron en dirección al río.

En el momento en que cruzaron la zona despejada donde el soldado fue alcanzado por la flecha enviada al traidor (Teodoto, hijo de puta) ya había gente por los alrededores, militares y civiles, corriendo en la misma dirección que Ballista y sus hombres, que bajaban por la Porta Aquaria en dirección al río.

Un rato después Ballista torció a la derecha entrando en la calle que lo llevaría a la mansión de Iarhai.

La puerta principal de la casa estaba abierta. Allí se encontraban seis mercenarios con las armas dispuestas. Parecían nerviosos. Ballista se acercó a ellos y luego se inclinó, apoyando las manos en las rodillas y aspirando aire en los pulmones. Le llevó algún tiempo poder hablar.

—Iarhai… ¿Dónde está?

Un mercenario sacudió la cabeza.

—Dentro —escupió—. Orando.

En cuanto Ballista entró, Bathshiba corrió directa a sus brazos. La sujetó. Sintió sus pechos contra él. «Estamos a punto de morir —pensó—, y yo todavía estoy pensando en follarla. Un hombre es un hombre».

—¿Dónde está tu padre?

La joven lo tomó de la mano y lo llevó hasta los aposentos privados del protector de caravanas.

Iarhai se encontraba en una habitación blanca con pocos muebles, arrodillado sobre una alfombrilla.

—Hijo de puta. Lo sabías, ¿verdad? —La voz de Ballista sonaba salvaje—. Contéstame.

Iarhai lo miró.

—Contéstame.

—No —un músculo se contrajo sobre el pómulo roto de Iarhai—. Sí, me he convertido al cristianismo. Estoy asqueado de la vida, asqueado de matar. Teodoto me ofreció la redención. Pero no, no sabía que estuviera dispuesto a hacer nada de todo esto.

Ballista intentó dominar su cólera. No creía que Iarhai mintiera.

—Te daré una oportunidad de redención, en esta vida si no en la siguiente —Iarhai observó a Ballista con indiferencia—. Si puedo evitarlo, no tengo intención de morir en este pulgoso vertedero de ciudad. Tengo caballos ensillados esperando en palacio. Tengo un plan que puede funcionar, si soy capaz de llegar hasta allí. Me llevaré a tu hija conmigo. Pero jamás llegaremos a palacio, a menos que alguien contenga a los sasánidas.

—Que sea lo que Dios quiera —dijo Iarhai con tono monocorde.

—¡Levántate y carga con tus armas, cobarde hijo de puta! —gritó Ballista.

—No matarás, dijo el Señor —entonó Iarhai—. Nunca jamás volveré a tomar la vida de otra persona.

—Si hay algo en este mundo a lo que amas, es a tu hija. ¿Ni siquiera te conmueve intentar salvarla?

—Que sea lo que Dios quiera.

Ballista miró a su alrededor poseído por la ira. Bathshiba se encontraba cerca. La agarró del cabello sin previo aviso y la atrajo hacia sí. La joven chilló por la sorpresa y el dolor. Ballista la sujetó frente al padre con su mano izquierda ejerciendo una fuerte presa alrededor de la garganta.

Iarhai se levantó a medias. Su mano fue automáticamente a su cadera izquierda en busca de una espada que no estaba allí.

—¿Dejarás que caiga en manos de los sasánidas? —Ballista hablaba con calma—. Sabes lo que le harán.

Iarhai no decía nada.

—La violarán. La violarán uno detrás de otro. Diez, veinte, treinta hombres; un centenar. La mutilarán. Ella rogará que la maten mucho antes de que lo hagan.

En el rostro de Iarhai se plasmaba un gesto de agónica indecisión.

—¿Eso es lo que quieres? —Ballista agarró la túnica de Bathshiba por el cuello con la mano derecha y lo desgarró con un salvaje tirón. Los pechos de Bathshiba saltaron libres.

Ella gritó e intentó cubrir sus oscuros pezones con las palmas de sus manos.

—Hijo de puta —Iarhai se había levantado; en su rostro asomaba una mirada de indescriptible dolor.

—Toma tus armas. Vienes con nosotros.

Ballista soltó a Bathshiba. La joven salió corriendo de la habitación. Iarhai se acercó a un cofre que había en la esquina. Sacó de él el tahalí de su espada y lo abrochó. Ballista dio media vuelta y se marchó.

En la entrada sólo estaban los seis hombres que habían llegado con Ballista.

—Los mercenarios se han ido corriendo —dijo Máximo.

Unos minutos después Iarhai salió del fondo de la casa acompañado por Bathshiba. Ella vestía una túnica nueva. No miró a Ballista.

—Es hora de irse.

Salieron a paso ligero en dirección norte, hacia palacio. El recorrido contenía cierta carga de pesadilla. Podían oír chillidos a cierta distancia, aunque no demasiado lejos. Ya flotaba en el ambiente un olor a quemado. Hubieron de luchar en cada cruce por abrirse paso a través de riadas de personas presas del pánico que corrían hacia la Porta Aquaria y el río. Ballista sabía que allí abajo, en las riberas y junto a los embarcaderos, habría escenas de auténtico horror, cuando miles de individuos riñesen por ocupar una plaza en alguno de los escasos botes disponibles. Hubo niños abandonados por sus madres que cayeron pisoteados; daba miedo sólo pensarlo. Ballista bajó la cabeza y corrió hacia el norte.

Acababan de rebasar el templo de Zeus Theos, les faltaba un bloque para llegar al descampado al otro lado del cual se alzaba el palacio, cuando oyeron la persecución.

—Allí está. Diez libras de oro para el hombre que entregue al rey de reyes la cabeza del bárbaro corpulento.

Por un instante, Ballista creyó reconocer la voz del oficial persa al que había engañado aquella oscura noche en la quebrada, pero comprendió que sólo eran sus agotados sentidos que lo confundían.

Los sasánidas aún se encontraban a un centenar de pasos de distancia, pero había muchos y parecían llenos de energía. Ballista y los que lo acompañaban se hallaban exhaustos.

—Continuad —dijo Iarhai—. La calle es estrecha, puedo retrasarlos.

Ballista miró a Bathshiba. Esperaba que ella gritara, se aferrase a su padre y le rogase. Pero no lo hizo. La joven miró un rato a su padre, después dio la vuelta y corrió.

—No podrás retrasarlos solo. Me quedaré contigo. —Después Acilio Glabrio se volvió a Ballista—. A ti no te importan los patricios, pero yo te enseñaré cómo muere uno de los Acilii Glabriones. Como Horacio, defenderé el puente.

Ballista asintió y junto a Máximo, corrió detrás de los demás.

Pronto se oyó el fragor de la pelea. Ballista se detuvo a tomar respiración en cuanto rebasó el almacén de artillería. Sólo quedaban unos cuarenta y cinco pasos para llegar a palacio. Volvió la vista atrás. El final de la calle estaba atestado de persas. No podía ver a Iarhai. El protector de caravanas no había tenido tiempo de pertrecharse con su armadura. No pudo durar demasiado. Sin embargo, allí estaba Acilio Glabrio, una pequeña silueta recortada a lo lejos y rodeada por el enemigo. Ballista corrió.

* * *

—Desde luego que te tomas tu tiempo —Calgaco sonreía abiertamente.

Ballista le dedicó una sonrisa agotada. Estaba demasiado cansado para contestar. Se inclinó contra la pared del establo. Comparadas con la situación anterior, las caballerizas se hallaban desiertas. Ballista se enderezó para preguntarle al guardia dónde estaban los demás equites singulares. El hombre parecía avergonzado.

—Nosotros… Ellos… Ah, ellos pensaron que no ibas a regresar. Sólo quedo yo, y fuera Tito.

—Hubo unos instantes en los que estuvieron a punto de tener razón —Ballista se pasó las manos por el rostro—. ¿Cómo te llamas?

—Félix, dominus.

—Entonces, confiemos en que tu nombre sea un augurio —Ballista le preguntó a Calgaco por los esclavos adjuntos a palacio, y éste le respondió que todos habían desaparecido. Cerró los ojos y respiró los reconfortantes aromas del establo. Le dolía el pecho. Todos los músculos de sus piernas sufrían calambres debido a la fatiga. Su hombro derecho estaba en carne viva allí donde el tahalí había hecho que le rozase la cota de malla. Por un instante sintió la tentación de dejarse caer sobre la paja. Seguramente estaría a salvo rodeado de aquellos olores familiares, seguramente los sasánidas no lo encontrarían allí. Sólo necesitaba dormir.

La infantil fantasía del norteño saltó hecha pedazos con la llegada de Máximo.

—Estamos listos para marchar. Todos se encuentran ahí fuera y a caballo, a excepción de nosotros —el hibernio le lanzó un odre de agua. Ballista intentó atraparlo con una mano y falló. Lo sujetó con las dos hasta que lo sintió seguro. Le quitó el tapón, derramó algo de agua en el hueco de la palma y se lavó la cara enjuagando sus cansados ojos. Bebió.

—Entonces, es hora de marchar.

Fuera la luna se alzaba alta en el cielo y casi llena. El estrecho callejón entre el palacio y los graneros estaba bañado por su luz. Ballista intentó recordar si en su tierra aquélla era la luna del cazador o la siguiente, la de la cosecha. Estaba demasiado cansado para acordarse. Caminó hasta el montador. Demetrio sujetó a Pálido, y Ballista lo montó apenado.

Se sintió mejor una vez sobre la silla. Miró arriba y abajo al callejón, a caballos y a jinetes. Además de él, allí se contaban catorce jinetes: Máximo, Calgaco, Demetrio, Bagoas, Turpio, los dos miembros que quedaban de su plana militar un escriba y un mensajero; los dos equites singulares, Tito y Félix; y otros cuatro soldados que habían cruzado la ciudad con él: tres soldados de caballería de la XX cohorte y otro guardia, y estaba también Bathshiba, además de tres caballos cargados con víveres.

—¿Qué vamos a hacer con los seis caballos ensillados que quedan en los establos? —preguntó Calgaco.

Ballista sabía que debería mandarlos matar o cortarles los tendones de los corvejones, por si acaso los empleaban para perseguirlos.

—Corta sus cinchas y arreos.

Calgaco se deslizó bajando de su caballo, desapareció dentro de las caballerizas y reapareció unos momentos después. En cuanto el caledonio volvió a montar, Ballista dio la señal de partida.

Por segunda vez aquella noche Ballista encabezó una columna de jinetes alrededor del templo de Júpiter Doliqueno. Salieron a la ancha avenida que desembocaba en el campus martius y Ballista espoleó a Pálido hasta llegar al galope. Por si acaso caía le contó el plan tal como lo tenía pensado a Máximo, a Calgaco y a Turpio. Estos no parecieron impresionados. Sin embargo, no se lo dijo a los demás; no había necesidad de asustarlos aún más.

El cuartel militar que atravesaron tronando se hallaba vacío. Los romanos habían huido y los persas aún no habían llegado. Desde el sur salía un humo que se atravesaba en la avenida. Al pasar a toda velocidad junto a los baños militares, Ballista advirtió que el soldado grogui había desaparecido de las escaleras, al igual que la muchacha. «Buena suerte, hermano —pensó Ballista—, y también para tu chica».

La cabalgata corrió calle abajo con el sonido atronador de los cascos rebotando contra las paredes.

Les llegó ruido de combate procedente de una calle situada a la izquierda. Ballista pudo vislumbrar a uno de los mercenarios situado de espaldas al muro del anfiteatro y con su espada centelleando a la luz de las antorchas, tratando de mantener a raya a una aullante caterva de guerreros sasánidas. En un instante, la vista y el fragor desaparecieron tras la esquina del siguiente bloque.

—¡Haddudad! —gritó Bathshiba. La mujer dio un salvaje tirón de las riendas de su caballo. Los que iban tras ella tuvieron que hacer un viraje brusco o frenar deprisa para evitar chocar contra ella.

—¡Déjalo! —voceó Ballista—. No hay tiempo.

—No. Debemos salvarlo —Bathshiba hizo girar su montura, le clavó las rodillas en los costados y salió disparada doblando la esquina.

—Hija de puta —murmuró Ballista. Mientras hacía girar a Pálido le indicó a Turpio que continuase con los demás y a Máximo que lo acompañara. Salió tras Bathshiba. ¿Qué pasaba con ella? Había abandonado a su padre ante una muerte segura sin nada más que una elocuente mirada, y entonces iba a arriesgar su vida por uno de los mercenarios de Iarhai. ¿Era el sentimiento de culpa por haber abandonado a su padre lo que la obligaba a hacer eso? ¿Había algo con Haddudad? Ballista sintió una punzada de celos.

Pálido patinó al doblar la esquina. La montura de Máximo corría sólo un cuello por detrás. Haddudad aún estaba erguido y, a sus pies, yacían dos orientales tendidos boca abajo. La presión alrededor del mercenario se había aflojado con la llegada de Bathshiba. Mientras Ballista observaba, la joven descargó un tajo sobre el persa situado más cerca de ella. Pero la turba se cerraba a su alrededor. Dos hombres ganaron sus riendas. Otro la agarró de la bota derecha y la tiró de la silla. Se levantó un clamor.

Toda la atención de los persas se centraba en la muchacha o el mercenario, totalmente ajenos a la aproximación de los dos jinetes. Ballista sostuvo su espada recta sobre el cuello de su caballo, con el brazo rígido. El persa volvió su cabeza girándola un instante antes del impacto. Fue demasiado tarde. La espada golpeó a través de la cota de malla penetrando entre los omóplatos. El choque desplazó a Ballista hacia la parte trasera de la silla. Dejó que su brazo volteara, después lo enderezó al tiempo que caía el oriental; el propio peso del individuo liberó la hoja.

Ballista había salido por el otro lado de la agrupación de guerreros persas. Máximo se encontraba a su lado. Hicieron virar sus monturas en redondo, las arrearon con un golpe de talón y de nuevo se lanzaron hacia delante. Ballista vio por el rabillo del ojo a Haddudad lanzando un feroz ataque contra los dos sasánidas que aún se enfrentaban a él.

Un persa lanzó un tajo contra la cabeza de Pálido. Ballista lo bloqueó con el escudo y a continuación descargó su espada propinando un golpe capaz de romper huesos, cruzado y descendente sobre el abombado casco de hierro del hombre. Saltaron chispas, se oyó un tremendo crujido y la hoja se hundió en el cráneo.

De nuevo Ballista había logrado atravesar la caterva con Máximo, como siempre, a su lado. Los persas restantes corrían. Había varios en el suelo. Entre ellos Bathshiba, inmóvil.

Haddudad se adelantó corriendo. Acunó la cabeza de la joven.

—Está bien. Está volviendo en sí —la ayudó a ponerse en pie. Sus piernas parecían inseguras. Máximo se acercó al trote llevando el caballo de Bathshiba. Haddudad la ayudó a subirse a la silla y, después, con un ligero impulso y una absoluta confianza, el mercenario subió en la grupa tras ella.

—Es hora de irse —dijo Ballista, sofocando su ira.

Los caballos retrocedieron chacoloteando por el camino que habían llegado.

Ballista y Pálido progresaron a través de la sombra oscura como boca de lobo entre la principia y los barracones hasta salir al vacío campus martius bañado por la luz de la luna. En esa ocasión ya no había posibilidad de que apareciera la figura de Acilio Glabrio. Ballista dirigió a Pálido hacia el templo de Bel y la muralla norte.

Tiró de las riendas al llegar a la poterna septentrional. Estaba abierta. Turpio y uno de los guardias retomaban la silla de sus monturas. Debían de haber desmontado para abrir la puerta. Lo más probable es que sus centinelas la hubiesen dejado cerrada al huir. Ballista se preguntó adónde habrían ido los centinelas. Podrían haberse fugado a pie siguiendo el saliente exterior a la muralla y después habrían intentado descender por el barranco próximo al río, esperando encontrar un bote allí… Aunque pudiera ser, y sólo pudiera, que hubieran tenido la misma idea que él; pero ésta no podría funcionar sin caballos. Sin caballos no tendrían oportunidad de huir.

Ballista ordenó con tono brusco que se soltaran los víveres de una de las monturas. Haddudad bajó de detrás de Bathshiba y montó en un caballo. Ballista, tomando una de las bolsas más pequeñas de los víveres desechados, le preguntó a Bathshiba si se encontraba bien. Ella le respondió, simplemente, que sí.

—Otra vez es hora de irse.

Ballista llevó al paso a Pálido a través de la puerta y después torció a la derecha. El resto lo siguió. El saliente era bastante ancho para ir a caballo en fila de a dos, pero la amenaza a la izquierda de una caída libre los obligaba a progresar en fila de a uno. Llevó su caballo al paso hasta llegar al desprendimiento de tierras que había descubierto hacía muchos meses, el día de la caza del león. Hizo una señal de alto, se volvió de cara a los demás y señaló hacia abajo.

Hasta cierto punto, Ballista había esperado un grito ahogado, una generalizada oleada de protestas, pero no hubo nada de eso. Miró hacia la gran rampa formada por el corrimiento de tierras. Comenzaba tres o cuatro pies por debajo del saliente y después se alejaba trazando un ángulo terriblemente abrupto, de cuarenta y cinco grados o más. El terreno parecía suelto y traicionero bajo la fuerte luz de la luna. Ora aquí, ora allá, sobresalía alguna pérfida roca. Parecía extenderse eternamente en la distancia.

Ballista volvió a mirar a los demás. Estaban muy callados. Nadie se movía. Bajo sus cascos, los ojos de los soldados eran estanques de negras sombras. Ballista bien comprendía su indecisión. Un jinete se adelantó despacio. Era Bathshiba. Su caballo se detuvo en el borde. Sin pronunciar una sola palabra, lo arreó con los talones y el caballo saltó hacia delante. Ballista lo vio aterrizar. El animal, esforzándose por mantener el equilibrio con sus cuartos traseros casi paralelos al piso, comenzó a escarbar y deslizarse hacia abajo.

Ballista se obligó a apartar la mirada. Empujó suavemente a la montura de Demetrio acercándose a él. Ganó las riendas de las manos del muchacho y llevó al caballo hacia el borde. Hizo un lazo con las riendas alrededor de uno de los puños de la silla del joven, se inclinó hacia él y le dijo en voz muy baja que se olvidara de las riendas, se limitara a inclinarse hacia atrás y se agarrase a la silla. El muchacho llevaba la cabeza al descubierto. Parecía aterrado. «Agárrate fuerte». Ballista desenvainó su espada. El joven se estremeció. La espada destelló al trazar un arco en el aire. El hombre estampó el plano del filo con fuerza contra la grupa del caballo del muchacho. El animal saltó al vacío hacia delante.

—Qué, ¿tenéis miedo de ir por donde se atreven a bajar una muchacha y un secretario griego? —Ballista pidió el ronzal de uno de los caballos de carga. Lo acercó al borde, bajó la mirada hacia la vertiginosa pendiente. «Padre de Todos, y pensar que la tarde del día en que cacé el león creí que me gustaría hacer esto como diversión», pensó. Lo arreó con fuerza empleando los talones.

Pálido, al saltar, levantó a Ballista en el aire y éste a punto estuvo de salir despedido de la silla de montar. Cuando los cascos del capón toparon con la rampa, Ballista regresó a la silla dándose un golpe; el impacto le sacudió la columna vertebral. El ronzal se volvió tirante, llevando hacia atrás su brazo derecho, amenazando con dislocar su hombro; el cuero resbalaba entre sus dedos, y quemaba. El caballo de carga siguió el movimiento y la tensión cedió.

Ballista se inclinó hacia atrás tanto como pudo, apoyando la espalda contra los puños traseros de la silla y apretando sus muslos bajo los delanteros. La rampa caía a pico frente a él. Asomaban rocas angulosas y puntiagudas. El fondo de la quebrada parecía encontrarse a una distancia infinita. Se planteó cerrar los ojos pero, al recordar cómo la terrible realidad lo había arrollado cuando volvió a abrirlos dentro del túnel de asedio, fijó la mirada en las crines de Pálido.

Bajó y bajó en picado. Bajó y bajó. Y entonces se acabó. Pálido volvía a tener las patas debajo del cuerpo y corrían por el llano fondo de la quebrada.

Ballista rodeó a los dos caballos al llegar al lugar donde aguardaban Bathshiba y Demetrio. Máximo pasó causando gran estruendo y vociferando como un loco. Uno tras otro, Calgaco, Bagoas, el mensajero y el escriba, fueron llegando al fondo de la quebrada. Y entonces sucedió el desastre.

A medio camino de la rampa, la montura de uno de los soldados, era imposible decir cuál, perdió pie. El caballo trastabilló hacia delante y el jinete quedó medio descolgado. El animal cayó sobre él. Bajaron rodando juntos, entre una avalancha de tierra y rocas. El siguiente jinete se situó casi encima de ellos. En el último instante, el ensangrentado y roto enredo de hombre y caballo fueron a encontrarse con su sino en el borde de la rampa del otro lado. El paso volvía a estar despejado.

Todos los demás llegaron al fondo. Turpio se presentó el último, llevando uno de los caballos de carga. «Un hombre valiente», pensó Ballista. Cuantos más caballos hubiesen logrado el descenso, más abrupta se habría hecho la superficie de la rampa y más inestable sería.

Ballista los formó en línea. Faltaba Félix. Su nombre no había resultado profético. El caballo de uno de los soldados estaba cojo. Ballista desmontó de un salto y le examinó la pata. Era la delantera izquierda. Estaba demasiado cojo para correr. Ballista soltó los paquetes de uno de los caballos de carga que les quedaban y le dijo al soldado de caballería que montase. Dejó libre al caballo cojo. El animal se quedó quieto con aspecto desolado.

Agitó una mano indicando a los demás que lo siguieran y entonces Ballista llevó a Pálido quebrada arriba, alejándose del río. Él, a la cabeza de la fila, los dirigía a medio galope.

No habían llegado muy lejos cuando oyeron los gritos. Lejos, en lo alto, a mano izquierda, destellaba el fuego de unas antorchas. Resonó un agudo toque de trompeta. Guerreros sasánidas a caballo maniobraban a lo largo del saliente de la quebrada, siguiendo sus pasos. Ballista sintió un absurdo sentimiento de aflicción. De alguna manera había confiado en lograr escabullirse sin ser detectados, como ladrones en la noche. «Padre de Todos —oró—, Encapuchado, Grande, Cumplidor del Deseo, permite que sus caballos se nieguen ante la espantosa bajada, haz que decaiga el valor de sus jinetes». Tenía poca fe en que su ruego fuese atendido. Prefirió esperar que los caballos de su partida hubieran desplazado tanto la superficie de la rampa que ésta llegase a ceder y traicionara a los persas llevándolos a compartir el malhadado sino de Félix.

Como el ruido de la persecución aumentaba, Ballista hubo de dominar el impulso de arrear su montura a galope tendido. Podía sentir cómo los pensamientos de todos a su alrededor deseaban que acelerase el paso. No les hizo caso. No lo haría. Recordaba la dura ruta de cuando persiguió al onagro. Se obligó a mantener a Pálido a un tranquilo medio galope, permitiendo que el capón escogiese la senda.

Pronto, un recodo del camino los ocultó de sus perseguidores. El calor de la jornada previa aún flotaba pesadamente en el fondo. Ballista cabalgó a través de nubes de mosquitos. Se le metieron en los ojos y la boca.

Ballista se acercó a la bifurcación de la quebrada. Miró a su espalda antes de llevar a Pálido hacia el estrecho recodo del pasaje de la derecha. Bathshiba y Calgaco iban cerca. No pudo ver a Máximo. No había oído caer a ningún caballo, ni había habido revuelo. Estaba sorprendido, pero no preocupado en exceso. Siguió avanzando a medio galope. El sendero comenzaba a elevarse en un ángulo más abrupto.

Máximo había disfrutado con el descenso de la rampa. Se enorgullecía por haber sabido desde el principio qué pretendía Ballista. En cuanto vieron el corrimiento de tierras la jornada que mataron al león, Máximo supo que algún día intentarían bajarlo a caballo. A decir verdad, no había creído que lo harían en plena noche huyendo del saqueo de la ciudad. Sin embargo, eso añadía picante a la aventura.

Al oír los ruidos de la persecución Máximo se volvió sobre su silla y miró hacia la retaguardia de la columna. Todo parecía ir bien. No obstante, advirtió que Bagoas llevaba su montura a un lado y permitía que los demás comenzaran a rebasarlo. Máximo hizo lo mismo. Poco a poco fue bajando posiciones en la columna. Al entrar por el desvío derecho de la quebrada sólo quedaban tres jinetes por detrás del hibernio. Cuando el pasadizo volvió a ensancharse, agitó una mano indicando al guardia Tito y a Turpio que pasasen.

Máximo permaneció sentado en silencio. No había señal del muchacho persa. Hizo volver su montura, desenvainó la espada y regresó por el camino que había llegado. «Así que ésta es tu jugada, traidorzuelo hijo de puta. Te quedas en la bifurcación para dirigirlos tras nosotros. Bien, estarás en el Hades antes de que eso suceda, cabroncete». Arreó su montura. Las piedras chirriaron bajo los cascos del caballo.

El hibernio hizo correr más a su caballo, pues estaba bastante seguro de que Bagoas estaba en el cruce de la bifurcación sentado en su montura, inmóvil. El muchacho persa vio a Máximo acercándose y vio la hoja en su mano. Levantó las suyas con las palmas hacia delante.

—No, por favor, no. Por favor, no me mates.

Máximo se acercó sin decir ni una palabra.

—No, por favor, no lo comprendes. No voy a traicionarte. Intento salvarte. Les indicaré que sigan la bifurcación equivocada.

Máximo dio un salvaje tirón a sus riendas, tanto que su caballo casi cae sobre sus corvejones. Se estiró a un lado y agarró el largo cabello del muchacho. Medio lo arrancó de la silla. La espada del hibernio destelló y encontró la garganta del muchacho. La punta de la hoja llegó a rasgarle la piel. Un hilillo de sangre, muy negro a la luz de la luna, corrió por el brillante acero.

—¿Y por qué habría de creerte? —Bagoas miró a los ojos azul claro de Máximo, enfrentándose a su terrible mirada vacía. No podía hablar. El sonido de la persecución rebotaba contra las paredes de la quebrada. Con aquel ruido estrellándose contra las rocas resultaba imposible calcular a qué distancia se encontraban.

—Vamos, no tenemos toda la noche.

Bagoas tragó saliva.

—Ballista y tú no sois los únicos hombres con honor. Me salvaste la vida cuando los legionarios me atacaron. Ahora saldaré esa deuda.

Durante un largo, larguísimo rato no habló ninguno de los dos. La espada continuaba en la garganta de Bagoas. No se apartó la fija mirada de los ojos azules. Los sonidos de la persecución cobraban fuerza.

La espada desapareció. Máximo la limpiaba con cuidado contra un harapo atado a su tahalí. La envainó y sonrió.

—Hasta la próxima, muchacho.

Máximo hizo dar media vuelta a su montura y la espoleó retomando el camino por el que había llegado, subiendo por el desvío a mano derecha, tras los demás.

* * *

Arriba, en las colinas, Ballista se hallaba sentado a lomos de Pálido y miraba la ciudad en llamas. Estaba arreciando el viento del sur. Levantaba largas lenguas de fuego hacia el cielo nocturno. De vez en cuando, densas nubes de chispas se elevaban como saliendo de un volcán en erupción cuando se desplomaba un edificio. La ciudad agonizante se encontraba al menos a una milla y media de distancia. Ningún sonido llegaba hasta Ballista. Se alegraba por eso.

«Todos nuestros esfuerzos han desembocado en esto —pensó—. ¿Es culpa mía? ¿Tanto me concentré en las labores de asedio sasánidas que no estuve atento como debiera a la posibilidad de la traición? Si hubiera observado con atención a los cristianos, ¿qué pistas hubiese encontrado?, ¿qué habría visto en ellos?».

Otro enorme edificio se desplomó y un remolino de chispas se levantó en el aire. Los lados de las redondeadas nubes adquirían un matiz rosáceo. Una idea horrible, involuntaria, brotó en la superficie de la mente de Ballista como un gran lucio con la boca llena de dientes afilados: «Se suponía que eso habría de suceder. Por eso me enviaron a mí, y no a Bonito o a Celso. Por eso no se me concedieron tropas de refuerzo. Por eso los reyes de Emesa y Palmira se sintieron capaces de negar mis peticiones militares. Jamás hubo intención de relevo. Los emperadores ya sabían que los dos ejércitos de campaña se requerirían en alguna otra parte aquella temporada; que uno marcharía sobre el Danubio, con Galieno, para enfrentarse a los carpianos, y el otro con Valeriano, para combatir a los godos en Asia Menor. Siempre se esperó que cayese Arete. La ciudad, su guarnición, su jefe militar, todo era prescindible. Íbamos a ser sacrificados para conseguir tiempo».

Ballista descubrió que reía. En cierto modo, había tenido éxito. La ciudad había caído, pero él había concedido algún tiempo al imperium romano. Al costo de tanto sufrimiento, de tantas vidas, de tantos miles de vidas, le había proporcionado algún tiempo al imperium romano. Los emperadores deberían recibirlo como a un héroe que regresa a casa pero, por supuesto, eso no ocurriría. Querían a un héroe muerto, no a un testigo vivo de la desalmada traición a la ciudad de Arete. Habían deseado que su prescindible dux ripae bárbaro muriese espada en mano entre las ennegrecidas y humeantes ruinas de la ciudad, y no que regresara tambaleándose a la corte imperial hediendo a fracaso y traición. Ballista podría representar una vergüenza. Se le podría culpar, podría ser el chivo expiatorio, podría destrozarse su reputación.

«Algún día —juró—, este imperium se arrepentirá de todo cuanto ha hecho».

La ciudad aún estaba en llamas. Ballista ya había visto todo lo que quería ver.

Se volvió sobre su silla y observó la columna. Allí estaban todas las personas que le preocupaban: Calgaco, Máximo y Demetrio. Y allí estaba Bathshiba. Distintas escenas acudieron a su mente… La imagen del hombre encapuchado; Mamurra enterrado en la oscuridad, bajo las murallas. Las apartó de su mente. Miró más allá de la columna. No había rastro de persecución. Hizo la señal de continuar.

En la retaguardia de la línea, el último frumentario observaba la incendiada ciudad de Arete. Se preguntaba qué clase de informe escribiría a los emperadores acerca de todo aquello. Lanzó un vistazo postrero hacia el fuego en Oriente y arreó a su montura para seguir a los demás. Estornudó, preguntándose cómo terminaría aquel nuevo viaje.