IV
Era tan frustrante… Demetrio podía ver Chipre, la isla de Afrodita, diosa del amor, deslizarse alejándose a casi media milla de distancia. Durante toda su vida, el muchacho griego había querido visitar el santuario de la diosa en dicha isla, pero en esos momentos no había tiempo que perder. Así habían sido las cosas desde el enfrentamiento con los godos. Este parecía haber vigorizado a Ballista. Combatir a los bárbaros norteños parecía haberle alterado la sangre de un modo extraño, haciendo que tuviese más entusiasmo por enfrentarse a los orientales. Había pasado muy inquieto los cuatro días en Simi, los que se tardaron en reparar al Concordia (había que tensar la hypozomata, fuera lo que fuese eso, la cosa necesitaba tensarse). Mientras, se vendió a los traficantes de esclavos la docena de cautivos pescados entre los restos del primer barco godo. A ellos no se les habían hecho promesas: su futuro no sería bueno. El kyrios había caminado impaciente por las cubiertas durante la singladura a Rodas. Su impaciencia era contagiosa y después de tres días, cuando apareció Chipre, Máximo, Mamurra y Prisco, el trierarca en funciones, también deambulaban por cubierta.
Durante la travesía de Rodas a Chipre, la primera vez en todo el viaje que el Concordia navegaba en mar abierto, incluso Demetrio, un ratón de biblioteca como él, cayó en la cuenta de que un trirreme era un lugar terriblemente atestado. No había ningún lugar donde los bogadores pudiesen hacer algo de ejercicio o asearse. Tenían que dormir sobre sus bancadas. No había provisión de comida caliente. La rutina habitual en un trirreme consistente, siempre que fuese posible, en desembarcar dos veces cada jornada (una a mediodía para que comiera la tripulación, y otra al oscurecer para cenar y dormir) cobraba entonces pleno sentido.
Los inseparables requisitos de práctica y observancia de las sutilezas sociales habían forzado un alto de dos días en Neopafos, sede del gobernador romano en la isla de Chipre. Disfrutaba de una posición jerárquica superior a la de Ballista y, por tanto, no podía ser obviado. El procónsul los recibió en una gran residencia, bien situada, ubicada cerca del extremo del cabo con el fin de atrapar cualquier soplo de brisa marina. Esta situación exigía cierto protocolo, y la visita les llevó buena parte de la primera jornada.
Durante el segundo día los viajeros se habían dedicado a sus intereses o tareas personales. Demetrio caminó cerca de media milla hasta llegar al ágora para comprar suministros. El kyrios, acompañado por Calgaco, volvió a mantener más discusiones con el procónsul acerca de los acontecimientos acaecidos en la Ciudad Eterna. Prisco y Mamurra se dedicaron a mimar al Concordia. Una serie de nuevas preocupaciones, esta vez con algo llamado parexeiresia, se habían añadido a las ya existentes relacionadas con la hypozomata. Máximo se fue a un burdel y regresó borracho.
Al amanecer de la jornada siguiente el Concordia quitó su pasarela de embarque y soltó amarras. Los bogadores la sacaron del puerto hasta que el viento norteño hinchó su vela y la nave se alejó de la isla con rumbo sureste. Demetrio se inclinó sobre el pasamanos de la aleta de babor. Navegaban alejándose de uno de los lugares más sagrados del mundo griego. Allí, en el mismísimo amanecer de los tiempos, Cronos había castrado a Urano y arrojado sus genitales cercenados al mar. De su espuma nació Afrodita. En alguna parte a la izquierda de Demetrio se encontraba la roca que señalaba el lugar donde la diosa había salido de la concha de vieira y, desnuda, posó por primera vez un pie en tierra firme.
Demetrio creyó que podría ver las murallas del santuario a una milla tierra adentro, aproximadamente. Allá había estado la primera morada de la diosa. Era tan antiguo que el objeto de culto no era una estatua hecha por la mano del hombre, sino una piedra negra de forma cónica. Allí había huido Afrodita cuando fue sorprendida en adulterio. Allí la bañaron las Gracias, la ungieron y vistieron lejos de la ira de su esposo y las carcajadas de los demás dioses.
Ballista dijo algo que atrajo la atención de Demetrio de regreso a bordo.
—Así que el gran historiador griego Heródoto estaba equivocado.
¿Cómo podía el kyrios sentarse y escuchar esas tonterías? Zaratustra, fundador de esa religión de los persas, a menudo era referido como un sabio, pero las enseñanzas de las que entonces se hacía proselitismo no eran sino superstición y charlatanería.
Ballista prosiguió:
—Mientras que tiene razón al decir que la educación de un muchacho persa sólo consiste en montar a caballo, disparar con arco y decir siempre la verdad, no comprendió bien esta última premisa. Enseñar a decir siempre la verdad no significa que no haya persas que digan la verdad a medias, que jamás alteren un poco la realidad. En vez de eso se trata de la enseñanza religiosa, según la cual uno debería alejarse de «la mentira», entendida como algo malvado y oscuro.
La cabeza de Bagoas subía y bajaba tronchándose de risa. El corazón de Demetrio se alteró aún más.
—Esa «mentira» es el demonio Ahriman, enzarzado en perpetuo combate contra el dios Mazda, que es la luz, que se representa por vuestros fuegos sagrados llamados bahram. En la batalla final Mazda vencerá y, entonces, toda la Humanidad será feliz… Sin embargo, ¿cómo se aplica todo eso a esta vida?
—Todos nosotros debemos combatir con toda nuestra fuerza contra Ahriman.
—¿En eso se incluye al rey Sapor?
—A Sapor más que a nadie. El rey de reyes sabe que es la voluntad de Mazda que, tal como el justo Mazda combate al demonio Ahriman, de igual modo en este mundo el justo Sapor debe combatir a todos los gobernantes injustos e incrédulos —hubo un destello de certeza y desafío en los ojos de Bagoas.
—Entonces, ¿los guerreros están bien considerados por Mazda? —Máximo, que había permanecido sentado en silencio, con los ojos cerrados, dando la impresión de estar inconsciente debido a la resaca, decidió unirse al interrogatorio.
—Sabed que los arios son un cuerpo. Los sacerdotes representan la cabeza, los guerreros las manos, los granjeros el vientre y los artesanos los pies. Cuando los incrédulos amenazan los fuegos bahram, el guerrero que no entre en batalla y huya será un margazan. Quien libre la batalla y muera será un bendito.
—¿Margazan?
—Aquel que comete un pecado por el cual merece la muerte.
—¿Bendito?
—Alguien que va directamente al primero de los cielos.
Sucedió cinco noches después, la última de la navegación, a medianoche, quizá cerca de la tercera imaginaria. Ballista yacía boca arriba. No se movía. Su corazón latía desbocado y sudaba copiosamente. De nuevo aquel ruido junto a la puerta. Aunque ya sabía lo que iba a ver, se obligó a mirar. La pequeña bujía de arcilla se iba apagando poco a poco, pero aún enviaba suficiente luz para iluminar el angosto camarote.
El hombre era grande, tanto en altura como en anchura. Vestía una caracalla muy gastada de color rojo oscuro. Tenía subida la capucha del capote y el pico de ésta tocaba el techo. El individuo se erguía a los pies de la cama sin decir palabra. Su rostro asomaba pálido incluso a la sombra de su capucha. Sus ojos grises brillaron malévolos y desdeñosos.
—Habla —ordenó Ballista, aunque ya sabía lo que iba a decir.
—Volveré a verte en Aquilea —dijo el hombre en un latín con fuerte acento del Danubio.
Ballista, reuniendo valor, como tantas veces había hecho antes, respondió:
—Entonces, allí te veré.
El hombre dio media vuelta y se marchó. Después de mucho, mucho tiempo, Ballista cayó dormido.
* * *
Ballista se despertó con el movimiento de vaivén y la mezcla de olores a madera, sebo y brea: se encontraba a salvo en su pequeño y confortable camarote a bordo del Concordia, a punto de emprender la última jornada de travesía en mar abierto hasta llegar al destino final del trirreme, el puerto de Seleucia, en Pieria. Supo, sin necesidad de realizar ninguna reflexión consciente, que soplaba viento del oeste contra los baos del Concordia mientras el navío navegaba con rumbo norte siguiendo la costa de Siria. Luego, apenas salido del sueño, se preguntó si Prisco mantenía el barco lo bastante mar adentro, concediéndole suficiente espacio de maniobra para evitar el promontorio del monte Casio.
De pronto lo abandonó toda sensación de comodidad. Las vagas inquietudes instaladas en el fondo de su mente se unían en forma de horribles recuerdos. «Joder, creía que ya lo había visto por última vez». La sábana bajo él estaba húmeda y pegajosa de sudor. Comenzó a orar: «Padre de Todos, Tuerto, Asesino, Terrible, Encapuchado, Cumplidor del Deseo, Señor de la Lanza, Vagabundo». Dudaba que aquello lo aliviase siquiera un poco.
Un rato después se levantó. Abrió la puerta, todavía desnudo, pasó sobre el durmiente Calgaco, subió a cubierta y meó por la borda. Sentía el tempranero aire de la mañana fresco contra su piel. Cuando regresó a su camarote Calgaco estaba sirviendo su desayuno. Máximo ya había dado cuenta de la mayor parte del suyo.
No servía de nada preguntar, pero tenía que hacerlo:
—¿Calgaco? —El caledonio se volvió—. ¿Viste u oíste algo anoche?
El tan poco favorecido anciano sacudió la cabeza.
—¿Máximo?
El guardaespaldas, con la boca llena de pan y queso, también negó con la cabeza. Tras hacer resbalar la comida con un trago del vino aguado de Ballista, respondió:
—Tienes un aspecto espantoso. No habrá regresado el tipo grandote, ¿verdad?
Ballista asintió.
—No comentéis nada de esto con nadie, ninguno de los dos. Absolutamente con nadie. La plana ya está bastante nerviosa desde que ese gañán estornudó cuando zarpamos. Pensad en cómo se sentirían si supiesen que su comandante en jefe, su comandante en jefe bárbaro, se presentase pertrechado con su propio demonio personal.
Los otros dos asintieron con aire de gravedad.
—Pudiera ser que la plana está nerviosa porque saben adónde vamos —sugirió Máximo, con una sonrisa—. Ya sabes, hay muy altas probabilidades de que muramos todos.
—Estoy bajo de forma —anunció Ballista—. Máximo, saca nuestras cosas. Necesitamos practicar.
—¿Espadas de madera para practicar?
—No, acero desnudo.
* * *
Todo estaba preparado. Era la quinta hora del día, quedaba justo una más para el mediodía. Hacía calor, a pesar de que ya estaban a finales de octubre. Ballista había escogido la última hora de la mañana para la práctica del combate por varias razones. Una de ellas es que le permitiría mostrar cortesía hacia el trierarca en funciones al tener que pedirle permiso para practicar en la cubierta de su barco de guerra; el retraso permitiría a la tripulación desayunar y terminar cualquier labor crucial y, sobre todo, dejaba que creciese la expectación. Pudiera ser incluso que se planteasen algunas apuestas.
Ballista ató el barboquejo del casco y miró a su alrededor. Los infantes de marina al completo, los marineros de cubierta e incluso su propia plana, así como todos los bogadores que tenían licencia, se sentaron alineados en la borda de la nave. Sería un público muy entendido. Sólo los infantes de marina eran espadachines entrenados, pero todo el mundo a bordo era personal militar. Donde había soldados había gladiadores, y donde había gladiadores había gente que creía saber de peleas a espada. Ballista avanzó hacia la zona despejada. Allí la luz parecía mucho más brillante, el espacio a su alrededor más amplio y la cubierta, que hasta entonces parecía que apenas se balanceaba o movía, se elevaba y vibraba peligrosamente. Hacía un sol aplastante, y entrecerró los ojos al observar a su alrededor el círculo de rostros expectantes. Un murmullo bajo recorrió la multitud.
Ballista llevó a cabo su ritual acostumbrado: empuñar la daga, coger la funda de su espada y tocar la piedra sanadora; en ese orden. Se preguntó por qué iba a pelear. ¿Era un intento calculado para impresionar a sus hombres? ¿O un modo de sacar de su mente el recuerdo del hombre, muerto hacía casi veinte años, cuya última visita se había producido aquella misma noche?
Máximo entraba entonces en el recinto preparado a toda prisa. El hibernio iba pertrechado con el mismo equipamiento que Ballista (casco, cota de malla y escudo), pero ambos empuñaban espadas diferentes. Máximo sentía predilección por el gladius, la espada corta pensada en primer lugar para apuñalar; un arma que hacía tiempo había perdido el favor de las legiones, pero que aún la empleaban muchos tipos de gladiadores, incluyendo al murmillo. Ballista empleaba la spatha, más larga y conocida como arma adecuada para dar tajos.
Tras unos cuantos elaborados pasos con el gladius (círculos exteriores e interiores, figuras de ocho por encima de la cabeza y cosas así), Máximo adoptó la baja posición agazapada propia de un hombre de menor estatura armado con una espada punzante. Ballista cayó en la cuenta de que estaba haciendo voltear su spatha. Se ajustó de inmediato el lazo de cuero a la muñeca. Se colocó en su posición de guardia: erguido, pies separados, peso distribuido por igual, de costado al rival, el escudo sujeto bien lejos del cuerpo y sus ojos mirando por encima de su hombro izquierdo. La espada se alzaba en su mano derecha.
Máximo atacó a la carrera. Ballista, conocedor del ímpetu del hibernio, medio lo esperaba. Chocaron los escudos. Ballista, dejando que lo empujase de espalda, retrocedió hacia la derecha empleando el pie retrasado y llevó su adelantado pie izquierdo tras el derecho, haciendo que su cuerpo rotase ciento ochenta grados. El propio impulso de su rival hizo que éste se precipitase… una esquiva tesalia perfectamente ejecutada. En cuanto Máximo pasó a su lado, Ballista descargó su espada palma abajo y tomando la mayor parte de la fuerza del propio ataque, apuñaló al hibernio en un hombro. Fue recompensado con un sonoro tintineo cuando la punta de la espada golpeó la cota de malla. Un momento después, con sensación menos agradable, sintió y oyó en su espalda el impacto del gladius de Máximo.
Ambos hombres comenzaron a moverse en círculo y a entrenarse con más circunspección. Máximo, muy ocupado lanzando estocadas y fintas sin dejar de mover los pies, realizaba la mayor parte de la labor de ataque.
La otra, y única, persona que sabía del hombretón era Julia. A ella la había educado un epicúreo y desdeñaba los sueños y las apariciones como trucos de la mente producidos cuando uno se encontraba cansado, cuando se hallaba bajo presión física y mental. Ballista no se había sentido bien desde su encuentro con los boranos. Las palabras de su jefe le habían hecho mella, hasta cierto punto. Pasar la mitad de su vida dentro del imperium romanum había cambiado a Ballista; le había llevado a hacer cosas que preferiría no haber hecho… Y la primera de todas ellas era el asesinato del hombretón. Quizá Julia tuviese razón; no era un demonio, sino sólo culpa. Sin embargo, a pesar de todo…
Ballista echó la cabeza hacia atrás fuera del lugar por donde pasó el gladius de Máximo, demasiado cerca para resultar seguro. «Imbécil. Concéntrate, mamarracho —pensó—. Vigila la hoja. Vigila la hoja». Combatió mejor cuando se dejó llevar por una mezcla de entrenamiento, práctica e instinto, dejando que la memoria muscular respondiese a los acontecimientos según iban presentándose. Pero necesitaba centrar su mente en dos o tres golpes por delante de la pelea; no en una muerte acaecida diecisiete años atrás.
Ballista se movió con el fin de tomar la iniciativa. Descargó su peso sobre el pie izquierdo y avanzó un paso con el derecho para enviar un tajo dirigido a la cabeza. Luego, en cuanto Máximo levantó su escudo con la intención de rechazarlo, Ballista alteró el ángulo del golpe para dirigirlo a la pierna. La reacción de Máximo fue veloz: bajó el escudo justo a tiempo.
Máximo descargó un golpe de escudo contra el rostro de Ballista. Éste, cediendo terreno, dobló su rodilla derecha y giró su espada a la altura del tobillo bajo el escudo de su rival. De nuevo, la velocidad de reacción de Máximo lo sacó del apuro.
Ballista lanzó otro tajo contra un lado de la testa. En esta ocasión, Máximo se adelantó, entrando dentro del golpe, y descargó su gladius hacia abajo, con un movimiento cortante dirigido contra el antebrazo de Ballista. El anglo no fue lo bastante rápido hurtando su brazo. Máximo giró la espada pero, aun así, dolió el golpe con el plano de la hoja.
Ballista pudo sentir cómo crecía su ira. Le escocía el brazo. Estaba bien jodido si iba a recibir una paliza ante su propia plana, si lo superaba aquel gallito hibernio hijo de puta. El miedo experimentado la noche antes se mezcló con el dolor de su brazo para formar un cálido torrente de rabia. Podía sentir cómo perdía el control de sí. Lanzó una serie de tajos salvajes contra la cabeza de Máximo, contra sus piernas… y contra cualquier parte que creyese poder herir. Una y otra vez su filo estaba a punto de llegar, pero Máximo bloqueaba el golpe o lo evitaba esquivándolo. Por fin hubo un hueco. Ballista lanzó un malvado tajo de revés contra la cabeza de Máximo. El rostro del hibernio se encontraba completamente al descubierto. La spatha de Ballista no podía fallar. El silbato del cómitre, elevándose estridente sobre el ruido de respiraciones forzadas y pasos pesados, penetró en la conciencia de Ballista. En el último segundo detuvo el golpe.
—Puerto. Seleucia de Pieria. Por la amura de estribor —llegó la voz del oficial de proa.
Ballista y Máximo se separaron y bajaron sus espadas. Ballista saltó, literalmente, cuando sus hombres vitorearon. Le llevó un momento comprender que no celebraban el avistamiento del destino final del Concordia, sino el trabajo de espada de Máximo y también el suyo. Alzó una mano como agradecimiento y se acercó a su guardaespaldas.
—Gracias.
—Claro, fue un placer intentar mantenerse con vida —replicó Máximo—. Podrías haber destrozado a una horda de individuos peor entrenados.
—Y en medio de mi furor me descubría una y otra vez ante un golpe mortal que podría haberme dado un buen espadachín, de haberme querido muerto. Gracias.
—Ah, ya sabía que en realidad no intentabas matarme. Hubiese costado mucho reemplazarme.
—Esa fue mi principal preocupación.
* * *
Había sido un gran error permanecer con la armadura puesta. A medida que cada uno de los miembros de su plana subía a cubierta con ropas limpias, con aspecto de estar bien lavados y frescos, Ballista se maldecía para sus adentros por ser tan idiota de no haber pensado en preguntarle al trierarca en funciones cuánto tiempo pasaría antes de que el Concordia atracase en Seleucia. Pidió algo de vino aguado. Cansado y acalorado por su actuación con la espada, sudó con profusión bajo el sol sirio.
Entonces hubo un retraso añadido. Un mercante de oronda bodega había organizado un completo desbarajuste al ponerse a maniobrar bajo la fresca brisa occidental. De alguna manera, la nave había logrado obstaculizar a un barco de guerra imperial. Los baupreses de ambas naves estaban enredados, de modo que bloqueaban la bocana del canal que daba al puerto principal.
Ballista, destacado a proa, comprobaba la posición del Concordia. Hacia el sur del espejo de popa se elevaba la verde giba del monte Casio. Hacia el sudeste, en la aleta de estribor, se abría la meseta de la cuenca del río Orontes, lisa y de aspecto exuberante. Directamente al frente estaba Seleucia, a los pies del monte Pieria, que se elevaba a buena altura a babor hasta alejarse cayendo en una serie de collados.
El barco de guerra, una pequeña galera liburna, liberada del redondeado navío, dio un rodeo y, mediante una interesante variedad de gestos obscenos efectuados en su cubierta, puso rumbo noroeste hacia la bahía de Issos. El mercante, posiblemente ya aleccionado, navegó describiendo una curva con el fin de abrirse paso a vela hasta que hubiese espacio marítimo suficiente para seguir su singladura costa arriba o costa abajo.
Seleucia, el puerto más importante de Siria, constaba de dos muelles. Uno estaba algo destartalado; consistía en poco más que un semicírculo abierto por los vientos dominantes y era considerado por todos como un embarcadero poco seguro, adecuado sólo para los pescadores de bajura locales. El otro suponía un asunto mucho más importante: una enorme cuenca octogonal hecha por el hombre y protegida de los vientos occidentales por una larga bocana acodada.
Ballista tenía presente su mandata imperial de velar por la seguridad de Seleucia, aunque aún no estaba seguro de cómo cumplir con eso cuando se encontrara a varios cientos de millas de distancia, en Arete. Estudió los accesos a la ciudad. Como el canal de la bocana sólo era lo bastante ancho para dos barcos de guerra, sería bastante fácil emplear una cadena o una barrera flotante para cerrarlo. Sin embargo, no había señales de la existencia de tales artilugios.
El puerto se presentaba como un lugar no mucho más alentador. Era grande y tenía varios mercantes fondeados, aunque, a pesar de todo, denotaba cierto ambiente de negligencia. Un embarcadero se había derrumbado y se veía una buena cantidad de basura flotando. Y, algo que causaba más preocupación en Ballista: sólo había tres barcos de guerra en el agua, aunque los espolones de otros seis sobresalían de sus galpones; aquella era la base de la flota siria y sólo contaba con nueve barcos de guerra. Viendo el estado de aquellos galpones, Ballista dudaba que alguna de esas galeras en dique seco estuviese preparada para entrar en acción.
El Concordia, haciendo caso omiso de un imprudente muchacho a bordo de un esquife que casi desaparece bajo el espolón, dibujó un apretado círculo dentro del puerto hasta detenerse limpiamente en las aguas tranquilas del principal embarcadero militar. Desde lo alto de una de las pasarelas de embarque, Ballista pudo observar a un bien organizado comité de bienvenida: sesenta soldados y un par de oficiales con un signífero al frente. Desde luego, habían tenido tiempo de sobra para prepararse, tanto a largo plazo, pues el Concordia llevaba varios días de retraso, como a corto, mientras el barco negociaba la entrada a puerto.
—El oficial al que se le ha ordenado presentarse a ti es Cayo Escribonio Muciano. Es el tribuno jefe de la cohorte auxiliar —Demetrio susurró el recordatorio al oído de Ballista. Algunas casas romanas importantes tendrían a un esclavo encargado de esos menesteres pero, en el caso de la pequeña familia de Ballista, su secretario habría de doblar como su memoria.
El nuevo dux ripae emprendió su desembarco. Era muy consciente de que todos los ojos estaban fijos en él… Los de su propia plana, los de la tripulación del trirreme y los de las filas de tropas auxiliares. Es extraño lo difícil que es caminar cuando uno es consciente de que lo observan. Ballista tropezó al descender por la pasarela. El embarcadero pareció moverse bajo sus botas y después elevarse. De rodillas; había que pensar rápido. Aquello era vergonzoso. Peor: podría tomarse como un mal augurio. Por supuesto no eran sino sus piernas pedestres que lo abandonaban después de tres días en la mar; siempre sucedía. Le había pasado a Alejandro y a Julio César. Ellos habían hecho de aquello una ventaja mediante un puñado de palabras ingeniosas. Mientras se ponía en pie, intentando limpiarse el polvo de las rodillas con gesto despreocupado, deseaba recordar qué era lo que habían dicho.
—Entro en Asia pisando fuerte —abrió los brazos y, con una amplia sonrisa, se volvió hacia el trirreme.
La tripulación y los miembros de su plana rieron. Luego se volvió hacia las tropas auxiliares. Una carcajada comenzó a extenderse entre las filas, pero fue atajada por una severa mirada del oficial.
—Marco Clodio Ballista, vir egregius, caballero de Roma, dux ripae, señor de las Riberas.
La escena parecía mostrar un silencio poco natural tras la atronadora fuerza de la voz del heraldo. Posiblemente se debiese a un instante de duda antes de que se adelantara el oficial del cuerpo de auxiliares.
—Tito Flavio Turpio, pilus prior, primer centurión de la XX cohorte Palmyrenorum Milliaria Equitata. Cumpliremos con cuanto se nos ordene y estaremos preparados para cualquier orden —el hombre realizó un elegante saludo mediante un rápido gesto.
El silencio se prolongó. El acalorado rostro de Ballista se tornó pálido a medida que aumentaba su furor.
—¿Dónde se encuentra tu comandante en jefe? ¿Por qué el tribuno de la cohorte no se ha presentado según se le ordenó? —A Ballista se le escapaba el nombre del tribuno en pleno ataque de ira.
—No lo sé, dominus —el centurión parecía compungido… pero también malicioso.
Ballista tomó todo aquello como un terrible modo de comenzar su misión en Asia. A la mierda con el tropezón, ese desaire era lo que lo hacía malo. Aquel tribuno hijo de puta había desobedecido una orden concreta. ¿Por qué esta descortesía deliberada y pública? ¿Se debía a que Ballista pertenecía sólo a la orden ecuestre y no a la senatorial? ¿O acaso se debía, cosa mucho más probable, a sus orígenes bárbaros? Un desacato flagrante como aquél sólo podía minar la autoridad del nuevo dux entre los soldados. Sin embargo, Ballista sabía que cuanta más importancia le concediese, peor se haría. Se obligó a dirigirse al centurión con un tono civilizado.
—Pasemos revista a tus hombres.
—Antes quisiera presentarte al decurión, al jefe de esta turma, escuadrón de caballería, de la cohorte —el centurión realizó un gesto hacia un hombre más joven, que se adelantó.
—Tito Coceyo Malchiana. Cumpliremos con cuanto se nos ordene y estaremos preparados para cualquier orden.
Mientras los tres hombres caminaban a lo largo del ancho muelle, el centurión Turpio descargó un ansioso torrente de palabras:
—Como a buen seguro ya sabes, la XX cohorte Palmyrenorum Milliaria Equitata es una unidad provista de doble número de arqueros, más de un millar de hombres. Se trata de una unidad mixta compuesta por novecientos sesenta infantes y trescientos jinetes, pero lo que nos convierte en algo único dentro del ejército es nuestra organización. La cohorte consta de sólo seis centurias de infantes y cinco turmae de caballería, pero todas ellas con el doble de efectivos, de modo que disponemos de ciento sesenta hombres en una centuria, en vez de ochenta, y sesenta jinetes en una turma, en lugar de treinta. También contamos con una veintena de hombres montados en camello; se emplean sobre todo para servicios de mensajería y asuntos similares, aunque también son útiles para espantar caballos faltos de adiestramiento… cómo odian los caballos el olor de los camellos, ¡ja, ja! —Ballista se sorprendió por la mezcla de evidente orgullo y extremo nerviosismo. La rápida corriente de palabras se detuvo en cuanto llegaron a la primera fila de soldados.
En efecto, la turma de Coceyo constaba de sesenta hombres. Los soldados se encontraban a pie, y no se veía a los caballos por ninguna parte. Los hombres formaban en fila de a treinta y dos en fondo. Sus cascos de caballería y sus corazas de escamas, largas hasta la cintura, brillaban muy pulidos. Las espadas colgaban enfundadas sobre el lado izquierdo de sus caderas. Una combinación de arcos y aljabas asomaba por encima de cada hombro izquierdo. Las manos diestras sujetaban lanzas y cada antebrazo izquierdo tenía sujeto con tiras un pequeño escudo redondo pintado con la imagen de un dios guerrero. Sobre sus cabezas el estandarte de la turma, un signum rectangular de color verde, ondeaba movido por una brisa del oeste.
Ballista se tomó su tiempo. Caminó entre las filas, observándolos de cerca. Esos soldados de caballería mostraban, en efecto, muy buen aspecto. No obstante, habían dispuesto de tiempo suficiente para prepararse, y un desfile es una cosa y el combate otra muy distinta. Se preguntó si había detectado una expresión de huraña y estúpida insolencia en el rostro de los hombres… pero quizás el tropezón y la ausencia de Escribonio Muciano hubiesen hecho que se mostrase demasiado suspicaz.
—Muy bien, centurión. ¿Han comido los hombres? —Era la octava hora de luz, casi mediada la tarde—. ¿No? Entonces que rompan filas y regresen a los barracones. La jornada está demasiado avanzada para pensar en partir hacia Antioquía. Marcharemos mañana. Si partimos al amanecer llegaremos allí con tiempo de sobra antes de la caída de la noche, ¿no es así?
Tras haberse cerciorado de que su idea era la más adecuada, Ballista anunció que subiría hasta la acrópolis de la ciudad para realizar un sacrificio de agradecimiento por la segura arribada de la nave a puerto.
Evaluar las defensas de Seleucia Pieria bajo la cobertura de honrar a los dioses fue, qué paradójico, deprimente. La ciudad disponía de una buena fortificación natural. Mostraba barrancos en tres de sus lados y el mar cerraba el cuarto. El hombre también la había guarnecido bien. La plaza mostraba murallas erigidas con un excelente trabajo de mampostería y altas torres semicirculares dispuestas a intervalos regulares. La barbacana de la gran puerta del mercado abierta en la vía de Antioquía, en sí misma, representaba casi una fortaleza. El único camino de acceso a la acrópolis consistía en una serpenteante, retorcida y abrupta escalinata excavada en la roca. Era un lugar de muy fácil defensa y, sin embargo, tres años antes había caído en manos de los sasánidas.
Las termas adjuntas a la nueva fortaleza que el Imperio tenía en Antioquía mostraban una suntuosa decoración. Turpio consideraba típico de aquellos tiempos del imperium romanum que éstas funcionasen a pleno rendimiento mientras la fortaleza estaba todavía sin acabar. Se encontraba esperando en el pasillo fuera del apodyterium, la sala para desvestirse. Bajo sus pies había un mosaico característico de los baños de todo el Imperio: un siervo negro, un recipiente de agua en cada mano y una corona de olivo sobre la cabeza.
Puede que Marco Clodio Ballista, el nuevo dux ripae, disfrutase de los tres nombres que suponían la marca de un ciudadano romano, pero era un completo bárbaro. Durante su periplo hacia Antioquía había mirado a su alrededor como un labriego. Turpio lo dirigió bajo la entrada del puente, a través de las calles columnadas de la ciudad y luego hacia la isla del Orontes donde se estaba construyendo la nueva fortificación; como para confiar en la actual situación del Imperio, que envía a su favorito (y en este caso un bárbaro como aquél) antes que a un romano que se hubiese abierto paso mediante su servicio en la milicia.
Turpio observó el mosaico de nuevo. Un enorme pene sobresalía por debajo de la túnica del siervo. El artista se había preocupado por detallar con esmero el color amoratado del glande. Turpio se rió, como había pretendido el artista. Era bueno reírse allí. Las termas podían ser lugares peligrosos y todo el mundo sabía que la risa espantaba a los malos espíritus.
Al final salieron del apodyterium. Como Turpio, ellos también estaban desnudos, a excepción de los zuecos de madera que les protegerían los pies de los tórridos suelos. Todos, excepto Ballista, portaban frascos de aceite, estrigilos y toallas.
—¡Me cago en la puta! Calgaco, éste debe ser uno de tus parientes —dijo el que tenía la nariz como el culo de un gato, al tiempo que señalaba al mosaico con un dedo—. Mira el tremendo tamaño de esa cosa.
El muchacho griego se ruborizó. Ballista y Calgaco obviaron el comentario. Turpio, poco habituado a oír tan rudo lenguaje por boca de un esclavo, siguió su ejemplo. Con Ballista abriendo paso entraron en el caldarium, la sala de vapor, siguiendo el camino señalado por la prominente picha del siervo.
—¿No es cierto, mi querido Calgaco, que durante años se te conocía en Roma como Buticosus, es decir, «el gran dotado»? —El guardaespaldas se lo estaba pasando bien.
Turpio advirtió que el esclavo llamado Calgaco tenía, en efecto, un gran pene. Bueno, los bárbaros tenían fama de eso. Sus grandes vergas eran indicativo de su falta de control en asuntos sexuales, al igual que en todo lo demás. Un pene pequeño siempre había sido la marca de un hombre civilizado.
—Se dice que sólo la prematura muerte de ese magníficamente pervertido emperador llamado Heliogábalo evitó que los frumentarios raptaran a Calgaco en las termas para emplear esa poderosa arma con su majestad imperial.
Era asombroso que el nuevo dux permitiese a uno de sus esclavos proseguir con esa actitud en compañía de hombres libres, de ciudadanos romanos. Era señal de debilidad, de estupidez; un signo de su bárbara naturaleza. Todo eso estaba bien; más que bien, pues haría menos probable que Ballista averiguase nada.
* * *
Era un día frío y brumoso. El tiempo había cambiado durante la semana que llevaban en Antioquía. Ballista se subió su capote encerado hasta las orejas. Era la hora inmediatamente anterior al amanecer y no corría ni un soplo de viento. Situó su nuevo caballo tordo a un lado de la calzada que llevaba a Beroea. Hasta entonces aún se sentía abrigado y bien alimentado: de alguna manera, Calgaco había cocinado gachas de avena calientes y endulzadas con miel y crema. Ballista alzó la vista hacia la puerta exterior: construcción de ladrillo y dos grandes torres de puerta de sección cuadrada. Dentro había otras dos puertas dobles, formando un terreno adecuado para la matanza, y portillas para la artillería con los postigos cerrados entre el ornamental trabajo de sillería.
El sentimiento de relativo bienestar del que disfrutaba Ballista comenzó a desvanecerse a medida que estudiaba las marcas de quemaduras alrededor de las portillas de la artillería. Los siete días empleados en la compra de suministros y la organización de la caravana le habían dado tiempo para confirmar la impresión inicial de que Antioquía era una plaza razonablemente fuerte. Hacia el este la ciudad de Antioquía ascendía por la falda del monte Silpio hasta llegar a la ciudadela, mientras que el río Orontes circundaba los otros tres flancos dibujando un foso. Un meandro había creado un lago con forma de herradura que encerraba a una gran isla en el límite septentrional de la ciudad. Las murallas de la plaza parecían encontrarse en un decente estado de reparación. Además de la ciudadela y la fortaleza de la isla, existían varios edificios de tamaño considerable (el anfiteatro, el teatro y el hipódromo) que podían servir como improvisados baluartes. Las amplias calles principales constituían una buena red interna de comunicación y desplazamiento de refuerzos. Contaba con un buen suministro de agua procedente del Orontes y dos pequeños arroyos que bajaban de la montaña. Y, a pesar de todo, había caído ante los persas.
Se trataba de la típica historia griega de traición personal. Un miembro de la aristocracia de Antioquía, Mariades, fue sorprendido malversando fondos de cierto equipo de carros. Para escapar de una condena segura se convirtió en un proscrito y, tras una breve aunque fructífera carrera inicial como forajido, consiguió huir cruzando el Éufrates. Cuando Sapor invadió Siria, tres años después, Mariades actuaba como su guía. Los hombres acaudalados huyeron en cuanto las tropas persas acamparon a poca distancia de Antioquía y los pobres, puede que mejor dispuestos a un cambio de élite, o quizá sin medios para huir, se quedaron. Los amigos de Mariades abrieron las puertas. Si les hicieron alguna clase de promesa a los traidores, al parecer éstas no fueron cumplidas, pues la ciudad fue saqueada e incendiaron grandes zonas de la misma. Mariades regresó a Persia con Sapor.
Para un hombre al que se le había ordenado velar por su seguridad, para un especialista en asedios, Antioquía, como Seleucia, perfilaba una situación muy deprimente. Podían sacarse dos conclusiones simples: en primer lugar, los sasánidas eran buenos tomando plazas fuertes, plazas fortificadas, y, en segundo, la población local era deficiente defendiéndolas. Ballista se preguntó cuántos ciudadanos de la zona resultarían ser como Mariades, cuántos podrían decidir pasarse a los persas o, al menos, no combatir contra ellos. Cuantas más cosas veía de Siria, peor cariz tomaba su misión. Se preguntó qué habría pasado con Mariades.
Su pensamiento se volvió hacia Turpio. ¿Por qué le costaba tanto tiempo poner en orden de marcha aquella turma de caballería? Él y Coceyo, el decurión, cabalgaban recorriendo la hilera de arriba abajo, entrando y saliendo de los círculos de luz de las antorchas, gritando.
A ojos de Ballista, los soldados de caballería ofrecían, uno a uno, el aspecto adecuado para su función: caballos en buena forma, cascos y armaduras bien cuidados y armamento completo y a mano. Parecían duros. Manejaban sus monturas con habilidad y, sin embargo, había algo que no iba bien. No trabajaban juntos como una unidad. Los hombres se interponían unos en el camino de otros y parecían huraños. No se gastaba ni una de las bromas que Ballista esperaba ver en una unidad feliz.
Al final apareció Turpio. Llevaba la cabeza al descubierto, con el casco sujeto a la silla por el barboquejo. Su cabello rapado y su barba estaban húmedos por la niebla.
—La columna está lista para marchar.
A Ballista siempre le sonaba como si Turpio lo desafiase a cuestionar lo que decía, al tiempo que temía que lo hiciese. No se había dirigido a Ballista llamándolo dominus.
—Muy bien. Máximo, desenvuelve mi pendón particular y vamos a pasar revista a los hombres.
El guardaespaldas quitó la cubierta protectora del draco blanco. La manga con forma de dragón colgó lacia y sin vida al ser elevada; no soplaba el viento.
Ballista apretó los flancos de su montura con los muslos y el tordo salió al paso. Primero rebasaron la retaguardia, compuesta por una treintena de soldados a las órdenes de Coceyo, después a la plana y las carretas de intendencia bajo el mando de Mamurra y, por último, a la vanguardia dotada con otros treinta soldados que actuaban a las órdenes directas de Turpio. Dejando de lado los problemas habituales con los civiles contratados para atender los carros de intendencia, todo parecía bastante bien dispuesto.
—Bien, yo cabalgaré aquí contigo, centurión. Envía a dos exploradores por delante de la columna.
—No es necesario. No hay enemigos en cientos de millas a la redonda.
Ballista sabía que debía imponer su autoridad.
—Haz que vayan media milla por delante de la columna.
—Acabamos de salir por la puerta principal de la capital de la provincia. No hay persas a este lado del Éufrates. Ningún bandido atacaría a tamaño número de hombres.
—Hemos de habituarnos a estar en pie de guerra. Da la orden.
Turpio la dio y dos soldados de caballería salieron trotando internándose en la espesa niebla. A continuación Ballista dio la orden de comenzar la marcha, la larga marcha hacia los protectorados de Emesa y Palmira, y luego a la ciudad de Arete, aquella aislada avanzadilla del imperium romanum.
—Sólo hace tres años que había mucho persa por aquí —dijo.
—Sí, dominus.
A pesar de la actitud del individuo, Ballista decidió tratarlo con cuidado.
—¿Cuánto tiempo has pasado con la XX cohorte?
—Dos años.
—¿Y qué te parecen?
—Buenos hombres.
—¿Escribonio Muciano ya estaba al mando cuando llegaste?
—Sí —de nuevo, ante la mención del nombre del tribuno ausente, Turpio adoptaba aquella actitud agresiva y atormentada.
—¿Y qué opinión te merece?
—Es mi comandante en jefe. No me corresponde discutir su trabajo contigo, no más que discutir el tuyo con el gobernador de Siria —no hizo un esfuerzo demasiado grande para intentar ocultar la amenaza implícita.
—¿Combatiste contra los sasánidas?
—Estuve en Barbalissos.
Ballista alentó a Turpio para que narrase la historia de aquella terrible derrota del ejército romano en Siria, la derrota que llevó directamente al saqueo de Antioquía, Seleucia y muchas otras ciudades, y a tanta miseria durante los tiempos turbulentos acaecidos tres años antes. Los ataques ejecutados por bandadas de arqueros sasánidas a caballo habían visto a los romanos metidos en un verdadero aprieto puesto que, si rompían la formación e intentaban perseguir a los arqueros, eran atacados por la caballería pesada, los clibanarios, hombres pertrechados con cota de malla montados en caballos cubiertos de armaduras; y si se mantenían en orden cerrado con el fin de resistir el embate de los clibanarios, se convertían en un blanco perfecto, y compacto, para los arqueros. Horas formados bajo el sol sirio, atormentados por el miedo y con la seguridad de las murallas de Barbalissos visibles en una dirección; y atormentados por la sed y con el destello de las aguas del Éufrates visible en otra. Después se produjo el inevitable brote de pánico, la desbandada y la matanza.
Mientras Ballista oía pocas cosas de la batalla que no hubiese oído antes, de nuevo tuvo la impresión de que Turpio era un oficial muy competente… Entonces, ¿por qué esa turma de la XX cohorte era una unidad tan alicaída y poco cohesionada?
—¿Qué cantidad sumaban los persas?
Turpio se tomó su tiempo para contestar.
—Resulta difícil decirlo. Mucho polvo y confusión. Probablemente menos de lo que cree la mayoría de la gente. Los arqueros a caballo se movían sin cesar. Eso les hacía parecer más de los que realmente eran. Es posible que en total no fuesen más que diez o quince mil.
—¿Qué proporción de arqueros a caballo en relación a clibanarios?
Turpio estudió a Ballista con la mirada.
—Eso también es difícil decirlo. Pero había bastante más caballería ligera que pesada. Algo así como una proporción de cinco a uno o de diez a uno. Bastantes de los clibanarios llevan arcos, lo cual lía las cosas.
—¿Todos los efectivos pertenecían a la caballería?
—No. La caballería son los nobles, los mejores soldados sasánidas, pero también tienen infantería… los mercenarios honderos y los arqueros son los más eficaces; el resto son levas de campesinos convertidos en lanceros.
La niebla se estaba levantando. Ballista podía ver el rostro de Turpio con claridad. Éste había perdido parte del aspecto propio de alguien a la defensiva.
—¿Cómo plantean los asedios?
—Emplean todos los sistemas que utilizamos nosotros: minas, arietes, bastidas y artillería. Algunos dicen que aprendieron de nosotros. Quizá se refieran a cuando el viejo rey Ardashir tomó la ciudad de Hatra, hace unos quince años.
Cabalgaban ascendiendo por las laderas del monte Silpio. Hojas secas y negras colgaban de los árboles que flanqueaban la calzada y jirones de niebla se enredaban en la base de los troncos deslizándose entre las ramas. A medida que se acercaban a la cima de la sierra, Ballista advirtió que una de las hojas se movía. Al frente el sol comenzaba a abrirse paso y entonces Ballista comprendió que no era una hoja lo que había visto, sino un pájaro… un cuervo. Observó más detenidamente. El árbol estaba lleno de cuervos. Todos los árboles estaban llenos de cuervos.
En esta ocasión Ballista supo que no había frase ni gesto que pudiese equilibrar el presagio. Un estornudo tenía explicación humana, al igual que un tropezón; pero los cuervos eran las aves de Woden. Sobre el hombro del Padre de Todos se posaban Huginn, «pensamiento», y Muninn, «memoria». Los enviaba a observar el mundo de los hombres. Ballista, nacido de Woden, llevaba un cuervo en su escudo, como emblema, y otro sobre su casco. Los ojos del Padre de Todos estaban fijos en él. Después de una batalla, el terreno de combate se atestaba de cuervos. Los árboles estaban atestados de cuervos.
Ballista continuó cabalgando. Unos versos de poesía olvidados mucho tiempo atrás vinieron a su memoria:
Mas el cuervo negruzco,
el que vuela al acecho, de mucho hablará
cuando al águila cuente que tuvo su fiesta
y al lado del lobo se hartó con los muertos.