VIII
Llovió toda la noche, y después todo el día. Demetrio comenzaba a preguntarse si alguna vez escamparía. Las canaletas de la terraza, antes inadvertidas, canalizaban ahora fuertes chorros de agua lanzándola hacia el lado del precipicio. A la caída de la tarde, en el lecho de la quebrada septentrional corría un torrente capaz de mover pequeñas rocas. Las aguas del Éufrates, en la boca del barranco, habían adoptado un pardo color barroso.
El diluvio universal debió comenzar siendo algo así. Zeus, disgustado por la iniquidad de los mortales, decidió enviar un diluvio para poner fin a las matanzas, los sacrificios humanos y el canibalismo. Un hombre, Deucalión, advertido por su inmortal progenitor, el titán Prometeo, construyó un arca. Nueve días después, guiado por una paloma, el arca depositó a Deucalión y a su esposa, Pirra, en la cima del monte Parnaso… o, según otros, sobre el Etna, el Atos o el Otris. Otros también lograron refugiarse en altas cumbres, alertados por el gruir de las grullas o los aullidos de los lobos. A veces Demetrio se preguntaba si Zeus había acertado al ablandarse.
En cuanto recibieron la invitación de Iarhai para ir a cenar, Demetrio supo que el evento anunciaba problemas. Ballista la había aceptado de inmediato, a pesar de saber que hacerlo era poco político, pues alienaría aún más a Ogelos y a Anamu. Demetrio estaba seguro de que Bathshiba había hecho que Ballista obviase tales consideraciones.
Casi había oscurecido cuando salió el grupo de diez individuos. Los invitados, Ballista y Mamurra, iban acompañados por Demetrio, Bagoas, Máximo y cinco soldados de caballería pertenecientes a los equites singulares. Las antorchas se apagaron casi de inmediato bajo la lluvia torrencial y, en cuestión de instantes, Demetrio supo que se había perdido. Envidiaba la habilidad de Ballista y Máximo para encontrar el camino emprendido.
Un portero guió al grupo hasta el interior tras atender a su llamada a la puerta. Allí permitieron a Demetrio y Bagoas ingresar en las dependencias más resguardadas junto a Ballista y Mamurra.
El comedor reunía una mezcla de estilos de Oriente y Occidente. Bajo sus pies se extendía el típico mosaico griego, o romano, donde se representaban los restos de un banquete: espinas de pescado y huesos de animal, cáscaras de nuez, pepitas de aceitunas y bayas desechadas. De las paredes colgaban tapices persas. Elaboradas lámparas de metal despedían una suave luz. Y los braseros caldeaban y perfumaban la sala con aromas de canela, balsamina y mirra.
Sólo había un sofá sigma, un semicírculo con cubiertos para siete comensales con una mesa dispuesta en el centro. Cuatro hombres permanecían de pie, bebiendo conditum, vino caliente aromatizado con especias. Uno de ellos era el anfitrión, había otros a los que Demetrio no conocía, y el cuarto era Acilio Glabrio.
—Ballista y Mamurra, sed bienvenidos a mi casa —Iarhai les tendía la mano.
—Gracias por invitarnos.
Ambos sonrieron y le estrecharon la mano.
Ballista se dirigió a Acilo Glabrio:
—Tribunus laticlavius.
—Dux.
Ninguno sonrió.
Iarhai les ofreció un trago a los recién llegados, que aceptaron, y les presentó a los otros dos hombres. Demetrio los catalogó como umbrae, sombras, clientes de un anfitrión.
—Mi hija ha dicho que no hemos de esperar por ella, que pronto se reunirá con nosotros.
Los dos, Ballista y Glabrio, se animaron visiblemente. Demetrio sintió que le daba un vuelco el corazón.
—Dime, dux, ¿qué te parece nuestro clima? —sonrió Iarhai.
—Maravilloso. Me sorprende que todos esos senadores eupátridas de Roma no abandonen la bahía de Nea Polis y empiecen a construir aquí sus vergonzosamente extravagantes villas de recreo —Ballista iba arrepintiéndose de sus palabras a medida que las iba pronunciando. Acilio Glabrio no tomaría muy a bien que un bárbaro se guaseara de la clase patricia. Le dirigió, por tanto, lo que creía una franca e inofensiva sonrisa al tribuno. Esta fue recibida por un rostro demudado como la cal de una pared. Parecía como si cada vez que se encontrasen se disgustaran más el uno al otro. ¿La actitud de Glabrio podría hacer que llegase a desobedecer órdenes? ¿Estaba seguro de que no se convertiría en un traidor, o un desertor como Escribonio Muciano?
—¿Os apetecen unas almendras saladas? —ofreció Iarhai situándose entre ambos—. Algún estúpido me dijo en cierta ocasión que si uno comía suficientes almendras antes de beber jamás se emborracharía.
—Una vez oí decir que si llevas cierta gema tampoco te emborrachas… ¿podría ser la amatista? —terció Mamurra. El momento de tensión había pasado.
—Vayamos a la mesa.
Iarhai ocupó el lugar de honor, en el extremo izquierdo, e indicó a los demás dónde debían recostarse. Ballista a su lado, un lugar vacío para Bathshiba, Acilio Glabrio y después Mamurra. Los dos umbrae ocuparon los puestos menos honorables.
Se sirvió el primer plato. Para los cánones de los ciudadanos acaudalados del imperium, y no cabía duda de que el anfitrión se contaba entre ellos, el menú no fue en absoluto ostentoso. Anchoas saladas bajo rodajas de huevo cocido, caracoles cocidos en vino blanco, ajo y perejil, y una ensalada de lechuga y rúcula… un gracioso equilibrio, pues se consideraba a la rúcula un alimento afrodisíaco y la lechuga uno anafrodisíaco.
Los invitados a la cena comieron. Demetrio advirtió que, mientras los demás adoptaban una actitud un tanto abstemia, Iarhai y Ballista bebían en abundancia.
Acude allí tarde y no hagas ostentación
de tus gracias hasta que se enciendan
las antorchas: el esperar favorece a Venus
y la demora es una gran seducción.
Acilio Glabrio se levantó cortés al tiempo que declamaba el fragmento de poesía latina.
Bathshiba se encontraba de pie, en el umbral de la puerta, iluminada a contraluz. Incluso Demetrio hubo de admitir que era asombrosa. Vestía una fina túnica de seda blanca que le quedaba suelta y remarcaba sus pechos plenos y la curva de sus caderas. Demetrio sabía que para Ballista esa mujer resultaba casi irresistible. Los demás rebulleron poniéndose en pie, pero ninguno con el donaire de Acilio Glabrio.
Bathshiba le dedicó al joven patricio una sonrisa deslumbrante, con sus dientes resaltando muy blancos en contraste con el oscuro tono oliváceo de su piel. Sus pechos se balanceaban pesados, aunque firmes, según caminaba hacia el sofá; sin duda libres de trabas bajo la túnica. Permitió, graciosa, que Acilio Glabrio le ofreciese su mano al tomar asiento, otorgándole a Ballista, sentado a su vera, una sonrisa menor.
El plato principal fue, de nuevo, casi agresivo en su sencillez: jabalí, albóndigas de cordero, repollo aliñado con aceite, tuétano con salsa de pimienta y el típico pan de la zona. Dos músicos, uno con una lira y el otro con una flauta, comenzaron a tocar con suavidad. A Demetrio ambos le resultaron vagamente conocidos.
La llegada de Bathshiba hizo que por unos instantes la conversación titubease. Era obvio que su generoso escote y su piel aceitunada atraían tanto a Ballista como a Acilio Glabrio; sin embargo, parecía como si al norteño le resultase difícil encontrar algo que decir. Tras un breve lapso, éste retomó su conversación con Iarhai acerca de los niveles de resistencia relativos a un camello y un caballo. Acilio Glabrio, en cambio, estaba disfrutando al máximo. Él, atento, desenfadado e ingenioso, se tenía a sí mismo como el compañero de cena ideal para cualquier jovencita. Aunque la conversación se desarrollaba en griego, no pudo resistir una ocasional incursión en la poesía latina:
El vino predispone los ánimos
a inflamarse enardecidos,
ahuyenta la tristeza y la disipa
con frecuentes libaciones.
Entonces reina la alegría; y el pobre,
se cree poderoso, y el dolor
y los tristes cuidados desaparecen
de su rugosa frente; sólo entonces
descubre sus secretos, ingenuidad
bien rara en nuestro siglo,
porque el dios es enemigo de la reserva.
Allí, muy a menudo, las jóvenes
dominan el albedrío de los mancebos:
Venus, en los festines,
es el fuego dentro del fuego.
El último plato mostró la misma, y casi extravagante, circunspección que había caracterizado a los dos anteriores: frutas secas, ciruelas damascenas, higos del país, dátiles, pistachos, almendras, queso ahumado, peras cocidas a fuego lento y manzanas frescas. El vino había cambiado a un dulce y oscuro caldo de Lesbos.
A Demetrio no le estaba gustando el cariz que tomaban las cosas. En cualquier caso, para entonces Iarhai y Ballista bebían con más fluidez. Un brillo de torpeza destellaba en los ojos de su kyrios y se había puesto algo testarudo. Estaba claro que le fastidiaba la seguridad de Acilio con Bathshiba. El joven patricio podía sacar en cualquier momento lo peor del norteño. A decir verdad, las cada vez más frecuentes incursiones del tribuno en la poesía latina también estaban comenzando a irritar a Demetrio. Tras cada una de sus exhibiciones, el joven patricio se reclinaba hacia atrás con una sonrisa que indicaba su gozo por algún chiste particular. Evitaba, con sumo cuidado, citar el nombre del poeta. Su público era demasiado cortés, o demasiado ignorante, para preguntar. Demetrio, como la mayoría de los griegos instruidos, reconocía en público una supina ignorancia respecto a la literatura latina, mientras que en privado sabía mucho acerca de ella. Conocía los poemas pero, de momento, no sabía ubicarlos.
Un exagerado fraseado de lira concluyó una tonada y eso llevó la atención de Demetrio hacia los músicos. De pronto cayó en la cuenta de quiénes eran: no eran ninguna clase de músicos esclavos, eran dos de los mercenarios de Iarhai. Los había oído tocar en la hoguera de los campamentos. Con creciente aprensión, la vista del joven griego recorrió la sala. Los cuatro esclavos de Iarhai eran todos hombres adultos de aspecto competente. Y no eran solamente esclavos…, sino también mercenarios. Y, aunque no podía estar seguro, los dos umbrae que se relajaban a la mesa bien pudieran ser dos oficiales de las huestes mercenarias. «¡Dioses! ¡Podrían matarnos en cualquier momento!». Le vino a la mente una escena de Plutarco: Marco Antonio y Octavio cenaban con Sexto Pompeyo en su nave capitana, y entonces el pirata Menas susurra al oído del almirante: «¿Quieres que corte los cables y te haga dueño del mundo entero?».
—¡Demetrio!
Ballista agitaba con impaciencia su copa vacía y Demetrio regresó de un brinco al presente, donde Iarhai y Ballista bebían juntos, felices. ¿Por qué iba a querer el protector de las caravanas el fin del norteño? Incluso Sexto Pompeyo había rechazado la oferta: «Menas, deberías haber actuado y no haberlo dicho de antemano».
Ya que se os consiente por
frisar en los años primaverales,
no malgastéis el tiempo, pues
los días pasan como las ondas de un río,
y ni la onda que pasa vuelve hacia su fuente,
ni la hora perdida puede
tampoco ser recuperada.
Acilio Glabrio se inclinó hacia atrás con una media sonrisa jugueteando en sus labios, mientras su mano acariciaba fugazmente el brazo de Bathshiba.
Ovidio. Demetrio se había acordado. Y el poema no era otro que El arte de amar. «Pretencioso cabrón. Acilio Glabrio acaba de leerlo ayer… suficiente para su erudición; y suficiente para sus petulantes sonrisitas». Demetrio recordó cómo seguía el pasaje:
Pronto llegará el día en que ya vieja,
tú, que hoy rechazas al amante,
pases muerta de frío las noches solitarias,
y ni los pretendientes rivales quebrantarán
tu puerta con sus riñas nocturnas,
ni al amanecer hallarás las rosas
esparcidas en tu umbral.
¡Desgraciado de mí!,
¡cuán presto las arrugas afean el semblante,
y desaparece el color sonrosado
que pinta las mejillas!
Esas canas que juras tener desde la niñez,
se aprestan a blanquear
súbitamente toda tu cabeza.
Los pasajes que Acilio había recitado compusieron una serie de insidiosas chanzas a expensas de los demás comensales, a quienes, sin duda, juzgaba lo bastante poco instruidos para detectarlos.
¿Cómo continuaba el pasaje acerca de llegar tarde?
Si eres fea, parecerás hermosa
a los que están ebrios
y la noche velará en las sombras
tus defectos.
Sin embargo, en esos momentos Demetrio no podía decirle nada a nadie. En efecto; si se lo decía al beodo Ballista, los resultados podrían ser más que catastróficos. Aunque, al menos, había descubierto el artero secretito de aquel petulante patricio romano.
Iarhai hizo una señal y se presentaron guirnaldas de rosas frescas y cuencos llenos de perfume; señal de que había concluido el tiempo de comer y estaba a punto de comenzar la etapa de brindar y beber en serio. Demetrio colocó una guirnalda sobre la cabeza de su amo y le dejó su cuenco de perfume junto a la mano diestra. Después de ungirse, Ballista realizó un gesto hacia el joven griego indicándole que permaneciese cerca. El norteño tomó la guirnalda de sobra que Iarhai había proporcionado precisamente para eso y la colocó sobre la cabeza del joven. Después ungió al esclavo griego.
—Larga vida, Demetrio.
—Larga vida, kyrios.
—Un brindis —Acilio Glabrio no había pensado lo suficiente en su esclavo para ungirlo o adornarlo con una guirnalda—; un brindis en honor de nuestro anfitrión, el sinodiarca, el protector de caravanas, el estratego, el general. El guerrero cuya espada jamás descansa. El hombre que para liberar esta ciudad caminó con la sangre persa llegándole a los tobillos. ¡Por Iarhai!
Antes de que la compañía pudiese beber, Iarhai se dirigió al joven romano fulminándolo con la mirada. El curtido rostro del sinodiarca estaba crispado por una ira apenas contenida. Un músculo temblaba sobre su pómulo derecho, el quebrado.
—¡No! En mi casa nadie beberá por eso. —Iarhai miró a Ballista—. Sí, ayudé a terminar con la ocupación sasánida en esta ciudad —sus labios se fruncieron con disgusto—. Tú eres probablemente demasiado joven para comprender —le dijo al norteño— lo que otro probablemente jamás comprenda. —Hizo un gesto con la cabeza hacia Acilio Glabrio y después observó una pausa. Sus ojos estaban puestos en Ballista, pero el hombre se había retraído a su interior—. Buena parte de la guarnición persa tenía a su familia consigo. Sí, caminé con la sangre llegándome a los tobillos… La sangre de mujeres, de niños y de las criaturas que tenían en brazos. Nuestros valientes conciudadanos se rebelaron y los exterminaron; los violaron, los torturaron y después los mataron a todos… a todos ellos. Alardeaban de estar «limpiando» la ciudad de «culebras».
La mirada de Iarhai recuperó el enfoque. Miró a Bathshiba y después a Ballista.
—He matado a lo largo de toda mi vida. Eso es a lo que se dedica un sinodiarca. Proteges caravanas. Hablas con los nómadas, los que habitan en tiendas. Mientes, engañas, sobornas y llegas a compromisos. Y, cuando todo falla, matas.
»Tengo sueños. Sueños malos —se sacudió uno de sus músculos faciales—. Tamaños sueños ni siquiera se los deseo a Anamu, ni a Ogelos… ¿Crees en otra vida, en un castigo en la otra vida? —De nuevo se desenfocó su mirada—. A veces sueño que he muerto. Que me encuentro en un bosque de chopos negros, a orillas de la laguna. Le pago al barquero y cruzo el odioso río. Me juzga Radamantis. He de tomar el camino hacia el campo de castigo del Tártaro. Y allí están, esperando por mí, “los bondadosos”, los genios de la venganza, y, tras ellos, los otros: todos a los que he matado, con sus heridas aún frescas. No hay necesidad de apresurarse. Tenemos toda una eternidad —Iarhai suspiró un fuerte lamento y después esbozó una sonrisa de desprecio hacia sí mismo—. Aunque, quizá, no tenga un poder absoluto sobre mis propios demonios…
El acento de Acilio Glabrio, ese característico acento patricio que alarga las vocales, rompió el silencio.
—Una discusión acerca de la inmortalidad del alma. Esto es un verdadero simposio; un auténtico diálogo socrático. No es que por un momento sospechase que la conversación de sobremesa tras una cena en esta querida casa pudiese parecerse a la sostenida en el banquete de Trimalquio, en el Satiricón, de Petronio —todo el lenguaje corporal de su actitud demostraba que eso era exactamente lo que pensaba—. Ya sabéis, todos esos libertos con poca instrucción y muchas ínfulas comentando estupideces acerca de hombres lobo y cosas por el estilo.
Ballista se volvió en redondo pesadamente. Tenía el rostro sonrojado y sus ojos mostraban un brillo poco natural.
—El nombre de mi padre es Isangrim. Significa Máscara Gris. Cuando Woden llama, Isangrim baja su lanza y ofrece su espada al Padre de Todos. Danza y aúlla frente al muro de escudos. Viste un abrigo de piel de lobo.
Hubo un silencio de asombro. Demetrio pudo oír el siseo del aceite de una de las lámparas.
—¡Por todos los dioses del mundo! ¿Estás diciendo que tu padre es un hombre lobo? —exclamó Acilio Glabrio.
Antes de que el norteño pudiese responder, Bathshiba comenzó a declamar, en griego:
Como suelen
los carniceros lobos en el monte
algún venado de ramosas astas
perseguir y matar, su cuerpo todo
despedazando, y en su roja sangre
tiñen las negras bocas, y sedientos
van en cuadrilla a cenagosa fuente,
y con la punta de la lengua solo
lamiendo el agua turbia de la sangre
fétido olor arrojan, y su vientre…
Nadie perteneciente al Imperio podía dejar de reconocer la poesía de Homero. Bathshiba sonrió.
—Ya ves, el padre del dux ripae no podría hallarse en mejor compañía cuando se prepara para combatir como un lobo. Se encuentra en compañía de Aquiles y sus mirmidones.
Lanzó una mirada a su padre. Él comprendió la insinuación y, con amabilidad, indicó que era hora de que marchasen los invitados.
* * *
Las lluvias frustraron la sabiduría popular. Las primeras duraban tres jornadas, todo el mundo lo decía, pero aquel año duraron cinco. A media mañana del sexto día se levantó el tempestuoso viento del noreste llevándose a los enormes nubarrones negros. El límpido cielo azul revelaba a los habitantes de Arete unas calles repletas de barro; y muchos hubieron de abrirse paso hasta las puertas de palacio. Todos los llegados afirmaban que para ellos era crucial hablar con el dux. Portaban informes, quejas y reclamaciones pidiendo justicia, o ayuda. Una parte del precipicio del barranco septentrional abierto en el extremo opuesto, cerca de la poterna, se había desplomado. Una hilera de tres casas cercanas al ágora se había derrumbado. Dos hombres lo bastante estúpidos para intentar pasar remando a Mesopotamia habían desaparecido, presumiblemente ahogados. Un soldado de la XX cohorte fue acusado de violar a la hija de su casero. Una mujer había dado a luz a un mono.
Ballista lidió con la riada de suplicantes, al final llegó a pedir el arresto del soldado y, tras haber enviado antes a un mensajero, a mediodía salió para encontrarse con Acilio Glabrio en la torre noroeste, junto al templo de Bel, y comenzar una ronda de inspección tanto de la artillería como de las murallas de Arete. Iba acompañado por Mamurra, Demetrio, Máximo, Rómulo el signífero, el veterano arúspice, dos escribas, dos mensajeros y dos arquitectos locales. Por delante se había enviado a cinco efectivos de los equites singulares a caballo para despejar el paso alrededor de las murallas.
No es que él estuviese deseando aquel encuentro… más bien le gustaría haberse callado en la fiesta nocturna en casa de Iarhai. ¿Qué le había hecho reconocer que su padre, Isangrim, era un guerrero devoto de Woden, un guerrero que, a veces, sentía el frenesí combativo de los lobos? Por supuesto, había bebido, y quizá le hubiese afectado la confesión de Iarhai. Y, desde luego, le había enojado la desdeñosa actitud de Acilio Glabrio. Mas todo eso eran excusas.
También podría haber sido peor. No era un secreto como las visitas del fantasma de Maximino Tracio. Si hubiese saltado con algo así, la gente habría pensado, o bien que se sentía rechazado porque estaba poseído por un genio poderoso, o que estaba completamente chiflado. Además, andar por ahí confesando ser un asesino de emperadores, aunque el emperador al que uno hubiese asesinado fuera odiado por todos, no era lo más conveniente. No era visto con buenos ojos por los emperadores reinantes. Eso podía poner a prueba la tolerancia de una pareja de gobernantes tan afable y bien dispuesta como eran Valeriano y Galieno.
Ballista subió las escaleras y caminó por el adarve de la cima del torreón.
—Dux ripae —el rostro de Acilio Glabrio mostraba una sonrisita de suficiencia apenas contenida, pero la atención de Ballista estaba puesta en otra cosa. Allí, en medio de aquella plataforma barrida por el viento había, retirada su cubierta protectora, una gran pieza de artillería, una balista. Su fascinación por tales armas venía de tan antiguo y era tan grande que le habían otorgado su nombre al norteño.
Ballista sabía que Arete contaba con treinta y cinco piezas de artillería. Disponían de una destacada sobre cada uno de los veintisiete torreones. Por su parte, la puerta Palmireña y la Porta Aquaria disponían de cuatro cada una; dos arriba, sobre el adarve del dintel, y dos abajo, que dispararían a través de las aberturas de los portones. Veinticinco de esas armas disparaban dardos de dos pies y medio de longitud. Aquéllas eran armas poderosas, capaces de barrer a varios hombres a la vez. Y, además, estaban las diez catapultas lanzadoras de piedras, cuyo objetivo consistía en destruir las máquinas de asedio enemigas, aunque también podían emplearse para matar hombres. Legionarios de la legión IIII servían a todas ellas.
El norteño había escogido comenzar su ronda en aquel lugar porque la torre albergaba una de las mayores ballistae. Esta constaba de un armazón cuadrangular de hierro reforzado con madera noble de unos diez pies de ancho que tenía cerca de cada extremo un resorte de tendones retorcidos, cada uno tan alto como un hombre de elevada estatura. Insertos en esos resortes estaban las palas del arco. El mecanismo se proyectaba unos veinte pies por detrás del armazón. En éste se encajaba un deslizador, al final del cual se encontraban los pernos que sujetaban la cuerda del arco. Dos poderosos tornos tiraban del deslizador y de la cuerda del arco, forzando hacia atrás las palas del arma; después se colocaba el proyectil sobre el deslizador, sujeto en su lugar mediante un trinquete y una articulación abierta que permitía moverlo con facilidad de un lado a otro, o de arriba abajo; por último, el soldado apuntaba y un gatillo liberaba la asombrosa potencia de torsión de los resortes.
Ballista, feliz, dejó que sus ojos recorriesen la oscura madera pulida y el apagado brillo del metal. Todas las balistas funcionaban siguiendo los mismos principios, pero aquélla constituía un ejemplar de una elegancia especial. Aquella enorme arma, una hermosa y letal obra de ingeniería, lanzaba una piedra cuidadosamente redondeada cuyo peso no sería inferior a las veinte libras. Arete disponía de otros tres grandes ingenios como aquél; dos dispuestos sobre el dintel de la puerta Palmireña y otro en la cuarta torre norte de ese mismo sector. Las otras seis catapultas de la plaza disparaban rocas de seis libras de peso. Todas, a excepción de una, cubrían la muralla occidental, cuyo lienzo daba a la meseta… pues sería a lo largo de esa planicie por donde debería acercarse cualquier máquina de asedio enemiga.
Acilio Glabrio presentó los sirvientes del arma a Ballista… al artillero adiestrado, el ballistarius al mando de la pieza y a sus no entrenados asistentes: cuatro hombres para tensar el mecanismo y dos cargadores. Parecieron encantados cuando Ballista pidió un disparo de muestra. Señaló una roca situada a unos cuatrocientos pasos de distancia, próxima al límite del alcance del ingenio. Ballista hizo todo cuanto pudo para no encargarse en persona del ejercicio en cuanto comenzaron a girar y cargar el arma.
La pieza de artillería produjo una vibración, un deslizamiento y, tras un golpe sordo, lanzó el proyectil a lo lejos. La piedra envió un destello blanco durante los ocho o nueve segundos que voló. Un chorro de barro mostró dónde había caído: unos treinta pasos corta y, al menos, unos veinte a la derecha.
—¿Qué cadencia de disparo podéis mantener?
El artillero no intentó responder a la pregunta de Ballista sino que, en su lugar, se limitó a mirar a Acilio Glabrio con gesto de impotencia. Este último, por una vez, parecía algo incómodo.
—No sabría decirlo. El anterior dux ripae no fomentó las prácticas de tiro… En realidad, dictó una prohibición explícita. Decía que era un despilfarro de costosa munición, un peligro para los transeúntes y, además, podría dañar las tumbas de la llanura. Nunca antes mis hombres habían recibido autorización para disparar.
—¿Cuántos balistarios entrenados hay?
—Dos en cada centuria; veinticuatro en total —replicó Acilio Glabrio, realizando una gallarda exposición de las cosas.
Ballista mostró una amplia sonrisa.
—Todo eso va a cambiar.
El grupo, entonces aumentado con la presencia de Acilio Glabrio, se dirigió al sur continuando con su recorrido de inspección. Se detuvieron para estudiar los muros, con los dos arquitectos a la cabeza. Las murallas erigidas directamente sobre roca viva, medían unos treinta y cinco pies de altura con almenas en la cima. Eran anchas, con adarves de unos cinco pies de anchura. Los torreones se elevaban unos diez pies por encima de la camisa y sobresalían tanto hacia el exterior como el interior. Las almenas de los torreones se extendían a los lados, imposibilitando al enemigo para realizar cualquier movimiento por el borde de las murallas, si éste lograba escalar las fortificaciones.
Los dos alarifes locales aseguraron a su audiencia, como un solo hombre, que las murallas se encontraban en buenas condiciones de mantenimiento; quizá no hubiera mejores lienzos en todo el imperium, y ninguno detrás del cual uno pudiese descansar más seguro.
Ballista les agradeció su labor. Una centuria de la XX cohorte dirigiéndose a hacer ejercicios de instrucción al campus martius llamó su atención. Turpio se estaba tomando las órdenes en serio. Ballista volvió a centrar su atención en las murallas.
—Las murallas son buenas —continuó diciendo—, pero no suficientes por sí mismas. Debemos excavar un foso frente a la camisa occidental para impedir que arietes y bastidas tengan un fácil acceso —lanzó un vistazo a Demetrio, que ya estaba tomando notas—. El escombro del foso puede emplearse para hacer un alambor; necesitamos disponer de un talud de tierra que acolche los muros frente al embate de los bezones y los disparos de la artillería. —Hizo una pausa para reflexionar cómo plantearía el siguiente punto—. Si hay un alambor, tendrá que haber un contrafuerte al otro lado de la base; de otro modo, la presión del peso del talud derribará la muralla —miró a los alarifes, y ambos asintieron.
Uno de los arquitectos observó desde la muralla intentando visualizar el foso y el alambor.
—El foso habrá de ser muy profundo si ha de proporcionar suficiente material para el alambor exterior… y no hablemos del interior. —Y después aventuró—: ¿De qué otra parte podría obtenerse el material?
—No os preocupéis por eso —respondió Ballista con una enigmática sonrisa—. Tengo un plan.
* * *
A media tarde de la segunda jornada Ballista hubo concluido su tarea de inspección con una extensa visita a la intendencia de artillería; un enorme complejo situado en el campo abierto al sur de palacio, donde se construían las nuevas máquinas, se reparaban las viejas, se guardaban las piezas de repuesto y se preparaban los proyectiles… Allí también se tallaban las piedras hasta dejarlas con el peso adecuado y una forma esférica casi perfecta, además de forjarse las malévolas puntas de hierro de los dardos para, más tarde, unirlas a sus astiles de madera.
Sólo entonces Demetrio encontró tiempo para, por fin, perseguir su vergonzosa y secreta pasión: la oneiromanteia, el modo de adivinar el futuro mediante la interpretación de los sueños. Se deslizó por la puerta del servicio y salió a la calle. El plano cuadrangular de la ciudad y la plena luz del día facilitaban las cosas aunque, a pesar de todo, el joven griego aún se las arregló para perderse apenas rebasó la cuarta manzana en dirección al ágora.
El ágora tenía un tamaño asombrosamente pequeño para una ciudad de aquellas dimensiones, y a Demetrio le resultó sencillo encontrar lo que quería: un oneiroskopos, un explorador de sueños. Se hallaba sentado en la esquina opuesta, junto a la entrada del callejón donde se colocaban las prostitutas. Aun dado el frescor del aire, el hombre sólo iba cubierto con un taparrabos y un capote raído. Sus ojos lechosos elevaban su mirada sin ver. Tenía un cuello escuálido donde sus venas sobresalían y latían a través de una piel casi traslúcida. No podía ser otro sino él.
Ante el ruido de las pisadas de Demetrio, aquellos desconcertantes ojos se movieron en su dirección.
—Has tenido un sueño que quizá revele el futuro —dijo el anciano hablando en griego. Su voz sonaba como un graznido ronco. El oniromante pidió tres antoninianos por desvelar su significado y aceptó hacerlo por uno—. En primer lugar necesito conocerte, saber cómo te llamas, cómo se llama tu padre y el nombre de tu ciudad natal.
—Dio, hijo de Pasícrates de Prusa —mintió Demetrio. La fluidez del embuste se debía a que siempre empleaba el mismo nombre.
La vetusta cabeza se inclinó ladeándose, como si reflexionara acerca de la conveniencia de hacer algún comentario. Decidió en contra y en su lugar graznó una nueva serie de preguntas: ¿Era esclavo o libre? ¿Oficio? ¿Situación económica? ¿Estado de salud? ¿Edad?
—Soy un esclavo y trabajo como secretario, poseo algunos ahorros, mi salud es buena y tengo diecinueve años —respondió Demetrio con sinceridad.
—¿Cuándo tuviste el sueño?
—Hace seis noches —contestó incluyendo aquella misma noche, como hacía todo el mundo.
—¿Y a qué hora de la noche?
—A la undécima hora de oscuridad. Hacía mucho que se me habían pasado los efectos del vino de la velada previa. Era bien pasada la medianoche, cuando la puerta de marfil a través de la cual los dioses envían falsos sueños se cierra y se abre la de cuerno, la que da paso a los sueños verdaderos.
El ciego asintió.
—Ahora cuéntame tu sueño. Debes decirme la verdad. No debes añadir nada, ni nada debes omitir. Si lo hicieras, la profecía resultará falsa y la culpa no será mía, sino sólo tuya.
Demetrio respondió con un asentimiento. Una vez hubo terminado de narrar su sueño, el oniromante alzó una mano pidiendo silencio. La mano registraba un ligero temblor, y estaba marcada por las amoratadas manchas de la vejez. El tiempo pasaba. El ágora se estaba vaciando rápidamente.
De pronto, el anciano comenzó a hablar.
—No eran buitres macho; todos eran hembras. Estaban impregnadas con la esencia del viento de levante. Como los buitres no experimentan el frenesí del deseo sexual, son bestias tranquilas y firmes. En los sueños representan la verdad, la certeza de la profecía. Ese fue un sueño enviado por los dioses.
Realizó una larga pausa antes de continuar.
—¿Tu kyrios habita en el ágora? —Al contestarle que no, el anciano suspiró—. Eso es. Sí, una pena. Un ágora atestada de gente habría sido un signo prometedor pero, dado el caso… No es bueno —se encogió de hombros—. Debido al gentío allí reunido, se trata de un símbolo de confusión y tumulto. En tu sueño hay griegos, romanos y bárbaros. Habrá confusión y tumulto originados por todos ellos y, por todos ellos, sufridos.
»Y en el corazón de todo eso se encuentra la estatua —el hombre se estremeció, como sintiendo disgusto—. ¿Se movió la estatua?
Demetrio murmuró diciendo que creía que no. La mano del anciano salió disparada y sujetó el brazo del joven con un agarre duro y huesudo.
—¡Piensa! ¡Piensa con mucha atención! Resulta de vital importancia.
—No… No. Estoy seguro de que no.
—Eso, al menos, ya es algo —un hilillo de saliva caía de los labios del anciano—. La estatua era de oro. Si tu kyrios fuese un hombre pobre, eso habría indicado riquezas futuras; pero tu kyrios no es pobre, es un hombre rico y poderoso. La estatua de oro significa que estará rodeado de conspiraciones y traición, pues todo lo relacionado con el oro incita a que la gente se vuelva maquinadora.
El hombre se levantó sin avisar. Puesto en pie era sorprendentemente alto. Graznó con tono perentorio que la sesión había concluido. Dijo que sentía que la profecía no hubiese sido mejor y comenzó a dirigirse al callejón arrastrando los pies.
—Espera —interpeló Demetrio—. Espera. ¿No hay nada más? ¿Algo que no me hayas dicho?
El anciano se volvió en la entrada del callejón.
—¿La proporción de la estatua era superior a la real?
—No estoy seguro. Yo… no creo que lo fuese.
El hombre se rió con una carcajada horrible.
—Será mejor que creas estar en lo cierto pues, si lo fuese, eso anunciaría la muerte de Ballista, tu amado kyrios.
* * *
Una vez más, Máximo se dio cuenta cabal de que aun siendo un guerrero nato, como era, jamás llegaría a oficial. Y todo se debía al aburrimiento, al puro, absoluto y maldito aburrimiento del cargo. Las dos últimas jornadas habían sido bastante malas. Observar los disparos de la artillería había estado bien, aunque resultaba algo repetitivo y, sin lugar a dudas, era mucho más divertido cuando había alguien al otro lado, donde se recibía el impacto; pero mirar a la gente haciendo proyectiles fue insufrible. Y, respecto a las murallas, si uno había visto un lienzo alto los había visto todos. Aunque todo eso no fue nada comparado con lo de aquella mañana.
Como todos los buenos jefes romanos dotados de cierto talento, Ballista convocó a su consilium, a su plana mayor. Este consistía sólo en Mamurra, Acilio Glabrio y Turpio, con Demetrio y Máximo como asistentes. Se habían reunido muy temprano, a la hora prima de la mañana, acorde, en cierto modo, a la antigua virtud romana. Desde el principio se dedicaron a discutir el tamaño de la población de Arete. Sumaba un número elevado. Según el último censo estaban empadronados en la ciudad cuarenta mil hombres, mujeres y niños y, de esos, diez mil eran esclavos. No obstante, ¿podían fiarse de esas cifras? El censo se había realizado antes de que los sasánidas tomaran la ciudad, y desde entonces había muerto, o huido, mucha gente. Algunos habrían regresado y, con la invasión prevista para la siguiente primavera, muchos afluirían desde las aldeas. Quizá todas esas circunstancias equilibrasen la situación.
Justo en el momento en que Máximo creyó que iba a ponerse a chillar, Ballista dijo que habrían de asumir el dato y emplear las cifras como referencia.
—Ésta es, ahora, la verdadera cuestión: ¿Cómo vamos a alimentar a toda esa gente entre marzo y noviembre, cuando la plaza esté asediada? Comencemos con las reservas de víveres existentes —miró a Acilio Glabrio.
—La legión IIII ha almacenado grano y aceite suficiente para abastecer a su millar de efectivos durante un año —el joven aristócrata se había cuidado de no parecer pagado de sí mismo. No tenía necesidad.
—La situación está muy lejos de hallarse tan bien con el casi millar de hombres integrantes de la XX cohorte —dijo Turpio con una irónica sonrisa—. Hay víveres secos para tres meses, y frescos para dos.
Ballista miró a Demetrio. Sus ojos estaban desenfocados; el joven tenía la mente en otra parte.
—Demetrio, las cifras de la reserva municipal y las de los tres protectores de caravanas.
—Lo siento, kyrios. —El joven, en su confusión, había comenzado a hablar en griego antes de proseguir en latín—: Lo siento, dominus —consultó sus notas—. Todos los protectores de caravanas dicen lo mismo, que tienen suministros suficientes para sus empleados, incluyendo a los mercenarios, durante doce meses. Casualmente, los tres afirman contar con unos trescientos de esos mercenarios. Las reservas municipales almacenan suficiente grano, aceite y vino para abastecer a toda la población durante dos meses.
—Es obvio que hemos de asegurarnos de que nuestras huestes dispongan de suministros. Y, aunque los civiles son los que tienen toda la responsabilidad de cuidar de sí mismos, creo que deberíamos proporcionarles media ración diaria durante todo el asedio —señaló Ballista. Luego, adelantándose a la previsible objeción por parte de Acilio Glabrio, añadió—: Por supuesto, ninguna ley dice que debamos alimentarlos, pero queremos que haya voluntarios para combatir. A los demás los presionaremos para formar cuadrillas de trabajo. Los hombres desesperados y muertos de hambre son propensos a convertirse en traidores y abrir puertas. Y, por otra parte, se trata de una cuestión básica de humanidad.
—¿No podríamos disponer el envío de suministros vía fluvial? —añadió Mamurra.
—Buena idea. Sí, podríamos intentarlo, pero eso implica que tengamos que confiar en otros, y en que los persas no requisen las embarcaciones ni pongan sitio a las plazas del curso alto del río que puedan enviarnos provisiones. Preferiría dejar las riendas de nuestro destino en nuestras propias manos —todos asintieron—. De todos modos, pensemos sobre el asunto mientras pasamos revista a los almacenes.
Al menos esos almacenes estaban cerca, justo al lado de palacio, en la esquina noreste de la ciudad. «Visto un granero del ejército romano, vistos todos», pensó Máximo. El hibernio, criado en una granja, admiraba mucho el sentido práctico de aquellos grandes edificios alargados. En su diseño, los romanos habían tenido en cuenta el riesgo de incendio, la necesidad de aislarlos de lluvia y humedad y la conveniencia de que corriese el aire por su interior. Sin embargo, jamás había comprendido por qué construían los graneros en parejas.
Un contubernio de ocho legionarios bajo la vigilancia de un centurión descargaba una carreta en el espacio de carga adjunto. Cuando Ballista y el consilium subieron los escalones que llevaban al primer granero, dos legionarios emitieron aullidos de lobo, discretos, sí, pero perfectamente audibles.
—¡Silencio en la tropa! —bramó Acilio Glabrio—. Centurión, pon a esos hombres bajo arresto —el joven patricio le dedicó a Ballista una extraña mirada. El norteño le devolvió otra fulminante.
El fresco, ventilado y oscuro interior de un granero se daba en otro, y otro y otro… Y Máximo se distrajo pensando en la mujer que había dado a luz a un mono. Eso todavía ocupaba su mente después de que hubiesen abandonado los almacenes militares y llegaran al gran caravasar próximo a la puerta Palmireña, el lugar donde se guardaban las reservas municipales. «Es improbable que se trate de ninguna clase de milagro ni advertencias de los dioses —cavilaba—. O bien ha mirado a un mono o, más probablemente, a la imagen de uno en el momento de la concepción, o bien es cierto que se ha tirado a un chimpancé». La idea de que la mujer hubiese dado a luz a un niño con mucho vello que resultase algo parecido a un mono jamás pasó por la cabeza del hibernio.
—De acuerdo, esto es lo que vamos a hacer —anunció Ballista—. Dispondremos de este caravasar y de todo cuanto contiene. Destacaremos guardias en ambos lugares, aquí y en los graneros de la tropa. Emitiremos un edicto señalando el precio máximo de los productos alimenticios… Demetrio, ¿podrías encontrar por la ciudad una lista con precios razonables? Cualquiera que venda más caro será multado y se le confiscarán sus productos de venta. Anunciaremos que el dux va a comprar comestibles a un precio un diez por ciento superior al estipulado. Seguiremos comprando, y emplearemos pagarés si fuese necesario, hasta que tengamos cantidad suficiente para proporcionar a nuestros soldados raciones completas; y también para todos aquellos milicianos que logremos reclutar, además de media ración para el resto de la población durante nueve meses.
Ballista estaba lívido, y tan rabiosamente enojado que le resultaba difícil concentrarse. A ese pequeño hijoputa de Acilio Glabrio le había faltado tiempo para ir con el cuento del padre licántropo del dux bárbaro. Había aprovechado la oportunidad de minar la autoridad de Ballista en las mentes de sus legionarios.
Obligó a su cerebro a concentrarse en el asunto del suministro de agua. Casi cada edificio con pretensiones de encajar en la ciudad de Arete mostraba un aljibe donde se recogía y canalizaba con sumo cuidado el agua de lluvia. Como reserva todo eso estaba muy bien, pero sólo con ese sistema jamás podría almacenarse cantidad suficiente para más de unas cuantas semanas. La ciudad, elevada en la meseta, se encontraba demasiado alejada del nivel freático para tener pozos de ninguna clase. Su principal suministro de agua siempre llegaba, y siempre llegaría, a lomos de rucios y hombres, siguiendo los abruptos escalones que llevaban de las riberas del Éufrates a la Porta Aquaria o a una serie de ventosos pasajes y túneles cortados en la roca viva. Mientras dominasen las murallas orientales, las que sobresalían hacia el Éufrates, al pie del barranco, no se les podría impedir disponer de ese suministro. Aquellas murallas eran pequeñas, un centenar de pasos a cada lado, pero la aproximación a ellas era difícil, pues progresar a lo largo del fondo de la quebrada no sólo resultaba complicado, sino que suponía quedar expuesto a los proyectiles disparados desde las principales murallas de la plaza. El lugar debía estar bastante a salvo, pero el entonces furibundo norteño habría de inspeccionar todos los lugares donde posara los pies.
Ballista descendió por los escalones de la Porta Aquaria. Contempló la estrecha meseta que se extendía entre los precipicios y el agua. Estudió las entradas de los túneles: dos tenían puertas y tres estaban cerradas con tablones y parecían poco seguras. Observó las pequeñas murallas y se sintió aliviado al advertir cómo cada una estaba dominada por una torre destacada por encima del recinto fortificado. Por último, recorrió con la vista los embarcaderos y los botes presentes. De nuevo arriba, resoplando ligeramente, impartió sus órdenes.
Nadie extraería agua de un aljibe sin autorización oficial. Toda el agua empleada habría de proceder del Éufrates. Se apostarían centinelas en los aljibes de los principales edificios militares, y también en los del caravasar y los templos más importantes. Una centuria de la legión IIII establecería su centro de operaciones en la Porta Aquaria. Entre otras tareas que se les asignaría más tarde, sus hombres debían supervisar la traída de agua y la seguridad de los túneles. Los considerados poco seguros serían reparados, o bien cerrados con garantías.
Era precisamente hacia los túneles donde Ballista se dirigía entonces con grave inquietud. Se cogieron lámparas, se corrieron los pestillos y se abrió una puerta de los túneles supuestamente seguros. Ballista, confiando en que su extrema renuencia no resultara obvia, entró en el rectángulo de oscuridad. Se detuvo un instante inmediatamente superada la entrada, mientras aguardaba a que sus ojos se acostumbrasen a la penumbra. Un breve vuelo de escaleras bajaba alejándose de él. Cada uno de aquellos escalones mostraba un hueco en su centro, allá donde generaciones de pies lo habían desgastado. Tras descender casi una docena de escalones el pasadizo mostraba un giro repentino, y Ballista se repitió la frase que le había ayudado a superar tantas situaciones adversas: «El hombre justo no piensa, sólo actúa».
Luego, caminando con mucho cuidado, descendió por los escalones. Dobló la esquina, se encontró con otro breve vuelo de escaleras y otro giro a la derecha. Al superarlo las cosas cambiaron. Bajo sus pies, los escalones dieron paso a una rampa resbaladiza que se alejaba con una brusca caída. Ballista se apoyó con una mano para sujetarse y notó las paredes ásperas y rezumantes de humedad. Ninguna luz procedente de la puerta llegaba a aquella distancia. Ballista levantó su lámpara, pero el pasadizo parecía extenderse hasta el infinito. Hubo algo fuera de su campo de visión, que se escabulló alejándose con un chillido.
Ballista deseaba con mucha ansia salir de aquel túnel pero, si daba media vuelta, a la caída de la noche todos y cada uno de los hombres a sus órdenes sabrían que su nuevo dux bárbaro, ese tipo grandote y duro, tenía miedo de los lugares cerrados. De pronto, el aire alrededor de la cabeza del norteño se llenó de formas negras revoloteando en círculos. La colonia de murciélagos desapareció tan rápido como había llegado. La túnica y las palmas de Ballista estaban empapadas de sudor. Sólo había un camino por el que salir de aquel horrible túnel. Apretando los dientes se obligó a descender hacia la fría y pegajosa oscuridad. Era como descender al Hades.
* * *
Ballista estaba cansado. Muerto de cansancio. Se había sentado sobre los escalones de un templo situado al final de la calle del Muro, en la esquina suroeste de la ciudad. Sólo Demetrio y Máximo se hallaban todavía con él, pero ninguno de los dos hablaba. Casi había oscurecido. Fue aquella una jornada muy larga.
«Todas las jornadas han sido muy largas desde que llegué aquí —pensó Ballista—. Sólo llevamos ocho días en este lugar, el trabajo apenas ha comenzado y ya estoy exhausto». ¿Qué fue lo que dijo Bathshiba la primera vez que él divisó la ciudad? «¿Merece la pena?». Eso o algo por el estilo. En ese preciso instante la respuesta era que no, y tal había sido siempre en la mente de Ballista. Pero lo habían enviado los emperadores, y no permitiría que se le condenase a muerte, ni iría a prisión.
Ballista añoraba a su esposa. Se sentía solo. Las tres únicas personas de aquella ciudad a las que podía llamar amigas también eran de su propiedad, y eso suponía una barrera. Le tenía mucho cariño a Demetrio; años de placeres y peligros compartidos lo habían acercado mucho a Máximo y conocía a Calgaco desde que era muchacho. Sin embargo, incluso con esos tres existía la coacción de la servidumbre debida. No podía hablar con ellos como podía hacerlo con Julia.
Echaba de menos a su hijo. Sentía un dolor casi abrumador, casi amedrentador, cuando pensaba en él, en sus rizos rubios (tan inesperados dado el cabello negro de su madre), en sus ojos entre verdes y castaños, en la delicada curva de sus pómulos y la perfección de su boca.
Padre de Todos. Ballista deseaba estar en su hogar. A medida que iba moldeando la idea deseaba no haberlo hecho. Del mismo modo que la noche sigue al día, la siguiente idea, insidiosa y no deseada, se deslizó en su mente: ¿Dónde estaba su hogar? ¿Estaba en Sicilia, en el edificio de ladrillo con taracea de mármol construido sobre lo alto de los acantilados de Tauromenium? ¿En la elegante villa urbana cuyos balcones y jardines tenían vistas a la bahía de Naxos y a la humeante cima del Etna, el hogar que Julia y él habían hecho y compartido durante los cuatro últimos años? ¿O su hogar aún se encontraba en el lejano norte? La enorme casa con tejado de paja sobre las paredes de yeso pintado sobre adobes y cañas, la casa de su padre, construida en un terreno elevado, justo a los pies de las dunas de arena y los pantanos con régimen de marea donde caminaban grises frailecillos y el estridente canto de los ostreros llamándose entre los juncos.
Un hombre de mediana edad vestido sólo con una túnica entró en la calle del Muro cargando con unos pertrechos de escritura. Al ver que Ballista esperaba, echó a correr.
—Kyrios, siento haber llegado tarde.
Ballista se estaba quitando el polvo de la ropa.
—No has llegado tarde. Nosotros llegamos pronto. No te preocupes.
—Gracias, kyrios, eres muy amable. Los consejeros han dicho que deseas que se te muestren las propiedades de la calle del Muro, ¿verdad?
Ballista convino que así era, y el funcionario esclavo hizo un gesto hacia el templo sobre cuyos escalones se había sentado el norteño.
—El templo de Aphlad, una deidad local que cuida de las caravanas de camellos. El interior se ha reparado recientemente a expensas del noble Iarhai —el hombre iba subiendo por la calle caminando hacia atrás—. El templo de Zeus, kyrios. Su nueva fachada se obtuvo gracias a la generosidad del piadoso Anamu —llegaron al siguiente bloque sin que el esclavo se volviese, dándole la espalda a Ballista—. Casas particulares, incluida entre ellas la bonita mansión del consejero Teodoto.
«Pobre cabrón —pensó Ballista—. Eres esclavo del Consejo de Arete. Esa gente te posee; seguramente no saben ni tu nombre y, con todo, estás orgulloso de ellos, de sus casas y de los templos donde prodigan sus riquezas. Ese orgullo es lo único que te confiere algo de autoestima». Ballista lanzó un triste vistazo hacia la zona inferior de la calle del Muro. «Y yo voy a llevarme todo esto. Sí, dentro de un par de meses, en las calendas de febrero, habré destruido todo esto. Todo será sacrificado en honor a un gran talud de tierra que apuntale las defensas de Arete».
Un legionario dobló la esquina a toda prisa y, al ver a Ballista, derrapó hasta detenerse. Esbozó un saludo e intentó hablar. Estaba sin resuello y no le salían las palabras. Llenó los pulmones tomando una bocanada de aire.
—¡Fuego! El almacén de la intendencia de artillería está ardiendo —señaló por encima de su hombro izquierdo. El fuerte viento del nordeste llevaba el borde de una espesa cortina de humo denso y negro sobre los numerosos tejados de Arete, directamente hacia Ballista.