18

Los dos días que le quedaban los dedicó a pasear sin rumbo fijo por las calles de Helsinki. De vez en cuando lloviznaba, pero eso no le impedía seguir su vagabundeo. Mientras caminaba, le dio vueltas a muchas cosas. Tenía cosas en que pensar. Si podía, quería poner en orden sus pensamientos antes de regresar a Tokio. Cuando se cansaba de pasear y de pensar, entraba en una cafetería, se tomaba un café y comía un sándwich. No le importaba perderse en la ciudad, y tampoco desorientarse. La ciudad no era tan grande como parecía y los tranvías llegaban a todas partes. Además, en cierto sentido, desorientarse le resultaba agradable. El último día, por la tarde, fue a la estación central de Helsinki, se sentó en el andén y pasó las horas simplemente observando el ir y venir de los trenes.

Desde allí llamó a Olga por el móvil.

—Encontré la casa de los Haatainen y mi amiga se sorprendió al verme. Además, Hämeenlinna es una ciudad muy bella.

—Me alegro, estupendo —dijo Olga. Se notaba que se alegraba de verdad.

—Si te apetece, me gustaría invitarte a cenar, para agradecerte tu ayuda —dijo Tsukuru.

—Es todo un detalle, muchas gracias, pero hoy es el cumpleaños de mi madre y voy a cenar en casa de mis padres —respondió Olga—. Dale recuerdos a Sara de mi parte.

—Lo haré, y gracias por todo —repitió Tsukuru.

Al anochecer, cenó pescado en un restaurante cercano al puerto que Olga le había recomendado, acompañado de media copa de chablis frío. Pensó en la familia Haatainen. «A estas horas los cuatro estarán sentados alrededor de la mesa. ¿Seguirá soplando la brisa en el lago? ¿En qué estará pensando ahora Eri?» En su oído permanecía la cálida sensación de su aliento.

Llegó a Tokio el sábado por la mañana. Deshizo la bolsa de viaje, se dio un baño y se pasó el resto del día sin hacer nada en particular. Tan pronto como llegó, pensó en llamar a Sara. Incluso levantó el auricular, y ya se disponía a marcar el número cuando decidió colgar. Había puesto orden en su interior, pero aún necesitaba algo de tiempo. El viaje había sido corto, y habían sucedido muchas cosas. Todavía no se hacía a la idea de que se encontraba en pleno centro de Tokio. Le parecía que, hacía apenas un minuto, estaba a orillas del lago en las afueras de Hämeenlinna, escuchando el rumor del viento. Debía meditar lo que le diría a Sara.

Hizo la colada, echó un vistazo a los periódicos acumulados y antes del anochecer salió a hacer la compra, aunque no tenía apetito. A pesar de que aún no estaba oscuro, le entró mucho sueño, quizá debido a la diferencia horaria, y a las ocho y media se metió en la cama y se quedó dormido. Pero se despertó antes de la medianoche. Intentó seguir leyendo el libro que había empezado a leer en el avión, pero tenía la cabeza embotada. De modo que se puso a limpiar la habitación. A altas horas de la madrugada volvió a acostarse y se durmió. Cuando volvió a abrir los ojos, era ya el domingo por la mañana. Parecía que iba a hacer calor. Encendió el aire acondicionado, preparó café y se lo tomó acompañado de unas tostadas con queso.

Después de ducharse, llamó a Sara a su casa. Saltó el contestador: «Si quiere dejar un mensaje, espere a oír la señal». Dudó durante un instante y colgó sin dejar ningún mensaje. Las manecillas del reloj de pared pasaban de la una. Pensó en llamarla al móvil, pero decidió no hacerlo.

En ese momento quizá estaría almorzando con su novio. No estarían haciendo el amor, aunque quizá sí por la noche. Tsukuru recordó al hombre de mediana edad que paseaba agarrado de la mano de Eri por Omotesandō. En vano intentaba apartar esa escena de su mente. Se tumbó en el sofá y mientras pensaba, a su pesar, en eso, notó un pinchazo, como si le hubieran clavado una aguja en la espalda. Una aguja tan fina que resultaba invisible. El dolor era muy sutil y la herida no sangraba. O eso creía. Pero, fuera como fuese, dolía.

Fue al gimnasio en bicicleta y nadó los mismos largos de siempre en la piscina. Todavía tenía el cuerpo extrañamente entumecido y a veces tenía la sensación de que se adormilaba mientras nadaba. Evidentemente, era imposible que se durmiera mientras nadaba. Pero tenía esa sensación. Aun así, mientras braceaba, su cuerpo pareció poner el piloto automático, y, para su alivio, consiguió olvidarse de Sara y del hombre que iba con ella.

Al volver de la piscina se echó una siesta de media hora. Durmió profundamente, sin soñar, como si el circuito de su consciencia se hubiera desconectado. Luego planchó varias camisas y pañuelos, y cenó ensalada de patatas y salmón al horno con hierbas aromáticas y limón. También preparó sopa de miso con tofu y cebolleta. Se bebió media lata de cerveza fría y vio el telediario de la noche. Luego se tumbó en el sofá a leer un libro.

Antes de las nueve llamó Sara.

—¿Cómo llevas el jet lag? —le preguntó.

—Tengo el sueño bastante trastocado, pero me encuentro bien —contestó Tsukuru.

—¿Podemos hablar ahora? ¿No tienes sueño?

—Tengo algo de sueño, pero quería aguantar despierto una hora más y después irme a la cama. Mañana trabajo y en la empresa no puedo echar la siesta.

—Sí, es buena idea —dijo Sara—. Oye, ¿has sido tú el que me ha llamado hoy, hacia la una? Es que al llegar me olvidé de comprobar el contestador y me he dado cuenta hace un rato.

—Sí, te he llamado yo.

—Justo a esa hora había salido a hacer la compra.

—Ah —dijo Tsukuru.

—Pero no has dejado ningún mensaje, ¿no?

—No me gusta demasiado dejar mensajes. Me pongo nervioso y no me salen las palabras.

—Aun así, podías haber dejado tu nombre.

—Tienes razón. Debí dejar al menos mi nombre.

—La verdad es que estaba preocupada —añadió tras una pausa—. No sabía si todo había ido bien. Podías haber dejado algún mensaje, ¿no? —insistió.

—Lo siento. Tienes razón —se disculpó Tsukuru—. Por cierto, ¿qué has hecho hoy?

—Pues he puesto una lavadora, he salido a hacer la compra… También he cocinado, y luego he limpiado la cocina y el baño. De vez en cuando, necesito pasar un día descansando y haciendo cosas tan vulgares como ésas. —Guardó silencio durante un instante—. Y dime, ¿cómo te fue en Finlandia?

—Conseguí ver a Kuro —contestó él—. Pudimos hablar con calma. Olga me ayudó un montón.

—Me alegro. ¿A que es muy buena chica?

—Sí, mucho. —Tsukuru le contó que había ido a ver a Eri a orillas de un bello lago, a una hora y media en coche desde Helsinki. Estaba pasando las vacaciones de verano en una cabaña con su marido, sus dos hijas pequeñas y un perro. Se dedicaba a hacer cerámica todos los días con su marido en un pequeño taller cercano—. Parecía feliz —comentó—. Se ha adaptado muy bien a la vida de allí —dijo Tsukuru. Salvo durante las noches de invierno, largas y oscuras, se dijo, pero eso no lo mencionó.

—¿Ha merecido la pena ir tan lejos para verla? —le preguntó Sara.

—Sí, desde luego. Hay ciertas cosas de las que sólo se puede hablar cara a cara. También se han aclarado algunas circunstancias. No es que me haya quedado completamente satisfecho, pero ha sido muy beneficioso para mí. O para mi corazón.

—Me alegro de oírlo. —Siguió una pausa, un silencio elocuente, suspicaz. Parecía que ella estudiara la dirección en que iba a soplar el viento. Luego añadió—: Tengo la impresión de que tu voz no suena como siempre, pero ¿serán imaginaciones mías?

—No lo sé. Quizá es que estoy cansado. Es la primera vez que hago un viaje tan largo en avión.

—¿Seguro que estás bien?

—Sí, sí, no me pasa nada. Querría hablar contigo de algunas cosas, pero ahora creo que nos eternizaríamos. Prefiero que quedemos un día de éstos y hablemos con calma.

—Podríamos quedar, sí. Sea como sea, me alegro de que el viaje a Finlandia no haya sido en vano.

—Si no hubiera sido por ti… Te estoy muy agradecido.

—Me alegro.

Volvió a producirse otro silencio. Tsukuru aguzó el oído. La suspicacia de Sara seguía ahí.

—Me gustaría preguntarte una cosa —soltó de pronto Tsukuru, decidido—. Quizá hubiera sido mejor no decírtelo, pero tengo la impresión de que es mejor que sea sincero.

—Adelante —dijo Sara—. Estoy de acuerdo en que es mejor que seas sincero. Pregúntame lo que quieras.

—No sé cómo decirlo, pero tengo la sensación de que estás saliendo con otro hombre. Es algo que me preocupa desde hace algún tiempo.

Sara guardó silencio un instante.

—¿Quieres decir que sólo tienes esa impresión? —dijo.

—Así es —contestó Tsukuru—. Pero como ya te he dicho alguna vez, mi intuición casi siempre se equivoca. Estoy hecho para las cosas concretas, ya lo dice mi nombre. Mi mente es bastante simple. No consigo comprender los complejos entresijos del corazón humano. De hecho, parece que ni siquiera me comprendo demasiado a mí mismo. En cuestiones muy sutiles, a menudo cometo errores. De ahí que trate de no complicarme demasiado. Pero esto me tiene preocupado desde hace un tiempo. Y me ha parecido mejor preguntártelo directamente, sin rodeos, que seguir dándole vueltas absurdamente.

—Te entiendo —dijo Sara.

—¿Y bien? ¿Te gusta alguna otra persona?

Ella se quedó callada.

Tsukuru siguió:

—Quiero que te quede claro que, aunque sea así, no voy a echarte nada en cara. No es algo que me incumba. Tú no tienes el deber de contarme nada y yo no tengo ningún derecho a reclamarte nada. Únicamente quiero saber si estoy equivocado o no.

Sara soltó un suspiro.

—A ser posible, me gustaría que no utilizaras palabras como deber o derecho. Parece que estemos debatiendo sobre una reforma de la Constitución.

—De acuerdo —dijo Tsukuru—. Quizá no me haya expresado bien. Pero, como te he dicho, soy un tipo bastante simple. Puede que las cosas no funcionen si sigo con esta sensación metida en el cuerpo.

Sara volvió a guardar silencio. Tsukuru se la imaginó con los labios pegados al aparato.

Poco después, dijo con voz tranquila:

—No eres un tipo simple. Eso es sólo lo que tú quieres pensar.

—Si tú lo dices, será verdad. Yo no sé demasiado sobre esas cosas. Pero estoy seguro de que las cosas complicadas no me van. Y, a veces, en las relaciones con los demás, me han herido. Si es posible, no quiero volver a pasar por lo mismo.

—Entendido —dijo Sara—. Ya que has sido sincero, yo también quiero ser sincera contigo. Pero, antes, ¿podrías darme un poco de tiempo?

—Claro que sí. ¿Cuánto tiempo necesitas?

—No sé, unos tres días. Hoy es domingo, así que creo que el miércoles podré responder a tu pregunta. ¿Estás libre el miércoles por la noche?

—Sí —dijo Tsukuru. No tenía que tomarse la molestia de pensarlo. Por la noche nunca tenía planes.

—Podemos cenar juntos. Y aprovechar para hablar. Con franqueza. ¿Te parece bien?

—Sí, me parece bien —dijo Tsukuru.

Y colgaron.

Esa noche, Tsukuru tuvo un sueño largo y extraño. Estaba tocando una sonata sentado al piano. Era un enorme piano de cola, muy nuevo, con las teclas blancas blanquísimas y las negras negrísimas. En el atril del piano tenía abierta una partitura de gran tamaño. De pie, a su lado, una mujer ataviada con un vestido negro ceñido y brillante le pasaba rápidamente las hojas de la partitura con sus dedos largos y blancos. Lo hacía con movimientos precisos. El cabello, negro como el azabache, le llegaba hasta la cintura. Parecía que todo allí era una gradación de blancos y negros. Nada tenía color.

Desconocía quién había compuesto la sonata. Sea como fuere, se trataba de una obra inmensa. La partitura era voluminosa como una guía telefónica. Las hojas estaban tan atestadas de notas que eran, literalmente, negras. Era una obra muy compleja, que requería una avanzada técnica interpretativa. Además, era la primera vez que la leía, nunca la había tocado ni ensayado. Pese a todo, Tsukuru era capaz de comprender de inmediato el mundo que expresaba y transformarlo en sonidos. Igual que si interpretase las líneas de un intrincado plano. Poseía esa rara habilidad. Y sus diez dedos, bien ejercitados, recorrían de punta a punta el teclado a gran velocidad. Era, desde luego, una experiencia fantástica, deslumbrante: podía descifrar con más rapidez y exactitud que nadie aquel vasto y caótico mar de signos, al tiempo que iba dotándolo de forma.

Mientras, concentrado, interpretaba aquella pieza, la inspiración atravesó su cuerpo como un relámpago en una tarde de verano. Además de su estructura colosal y del virtuosismo que requería, era una música extraordinariamente bella e introspectiva. Plasmaba desde diferentes perspectivas, con franqueza y sutileza, la vida humana. El hecho de vivir en el mundo. Aportaba un aspecto que, hasta el momento, había sido imposible expresar a través de la música. Se sintió orgulloso de poder tocar aquella pieza. Una incontenible alegría le recorrió el espinazo.

Sin embargo, el público que le escuchaba no parecía pensar igual que él. Los asistentes, hastiados e irritados, se removían en sus asientos. Tsukuru oía sus carraspeos y el ruido que hacían al mover las sillas. ¿Cómo era posible que no supiesen apreciar aquella música?

Se hallaba en lo que parecía el gran salón de un palacio. Era de techos altos, coronados por un hermoso tragaluz, y suelos de mármol pulido. Los asistentes se habían acomodado en elegantes sillas. Habría unos cincuenta. Todos distinguidos y elegantemente vestidos. Seguramente eran personas cultas. Pero, por desgracia, carecían de la capacidad para comprender la excepcional naturaleza de aquella música.

A medida que pasaba el tiempo, el ruido aumentaba, y él empezó a sentirse cada vez más molesto. Al cabo de un rato, el bullicio era tal que impedía escuchar la música. Ni siquiera él podía oír lo que estaba tocando. Sólo le llegaban quejidos de descontento, carraspeos y un barullo que alcanzó límites grotescos. Con todo, seguía leyendo la partitura y sus dedos correteaban endiabladamente sobre el teclado.

Entonces, de súbito se dio cuenta: la mano de la mujer vestida de negro que le pasaba las páginas tenía seis dedos. El sexto dedo era casi del mismo tamaño que el meñique. Tsukuru tragó saliva y su corazón se estremeció. Quería alzar la cara hacia ella. ¿Cómo sería? ¿La conocería? Pero no podía apartar la vista ni por un segundo de la partitura hasta que se terminase aquel movimiento. Aunque ya nadie lo escuchase.

En ese instante, Tsukuru se despertó. Los números verdes del reloj digital que tenía en la mesilla de noche señalaban las dos y treinta y cinco minutos. Estaba empapado en sudor y el corazón le latía sordamente. Se levantó de la cama, se quitó el pijama, se secó el sudor con una toalla, se puso una camiseta y un bóxer limpios y se sentó en el sofá de la sala. En medio de la oscuridad se puso a pensar en Sara. Se arrepentía de todo lo que le había dicho por teléfono hacía unas horas. No debió haberle mencionado aquello.

Quería llamarla de inmediato para intentar solucionarlo. Pero eran casi las tres de la mañana, a esas horas no podía telefonearla, y menos aún pedirle que olvidase por completo algo que ya había dicho. «Quizá acabe perdiéndola», se dijo Tsukuru.

Luego pensó en Eri. Eri Kurono Haatainen. Madre de dos niñas pequeñas. Pensó en el lago azul que se extendía más allá de los abedules y en el golpeteo del bote al chocar contra el embarcadero. En las piezas de cerámica de bellos motivos, en el gorjeo de los pájaros, en los alegres ladridos del perro. Y en los Años de peregrinación, interpretados con rigor por Alfred Brendel. En los exuberantes pechos de Eri al apretarse suavemente contra su cuerpo. En su cálido aliento y en la mejilla humedecida por las lágrimas. En las posibilidades desbaratadas y en el tiempo que ya nunca regresaría.

A veces, los dos habían guardado silencio, ni siquiera pensaban qué se dirían. Sentados a ambos lados de la mesa, se habían limitado a escuchar los trinos de las avecillas al otro lado de la ventana. Trinos que parecían extrañas melodías, unas melodías que se repetían una y otra vez bosque adentro.

—Los pájaros están enseñando a trinar a sus crías —le había dicho Eri. Y sonrió—. Hasta que vine aquí, no supe que los pájaros tienen que aprender a trinar.

«La vida es como una compleja partitura», pensó Tsukuru. «Está llena de semicorcheas, fusas, signos raros, anotaciones indescifrables. Leerla correctamente es una tarea ardua y, aunque uno lo consiga, no siempre la interpreta de la manera correcta ni la valora en su justa medida. No siempre hace felices a las personas. ¿Por qué vivimos de una manera tan enrevesada?»

«No dejes escapar a Sara, la necesitas… Ve a por ella, ocurra lo que ocurra…», le había dicho Eri. «A ti no te falta nada. Ten valor y confianza. Es lo único que necesitas… Y que no te atrapen los enanos malvados.»

Pensó en Sara y en que en esos momentos podría estar entre los brazos desnudos de alguien. No, «de alguien» no. Había visto al hombre en cuestión. Sara llevaba la felicidad pintada en la cara. Unos dientes preciosos asomaban en su rostro risueño. Tsukuru cerró los ojos en medio de la oscuridad y se presionó las sienes con los dedos. Se dijo que no podía seguir viviendo con esa angustia. Aunque sólo tuviese que esperar tres días.

Levantó el auricular y marcó el número de Sara. Las agujas del reloj marcaban poco antes de las cuatro. Tras doce tonos, Sara descolgó.

—Siento llamarte a estas horas —dijo Tsukuru—, pero tenía que hablar contigo.

—¿Y qué hora es?

—Casi las cuatro de la madrugada.

—Vaya, ni siquiera he mirado la hora —dijo Sara. A juzgar por la voz, parecía que todavía no se había despertado del todo—. ¿Qué pasa? ¿Se ha muerto alguien?

—No, nadie se ha muerto —dijo Tsukuru—. No se va a morir nadie. Pero hay algo que tengo que decirte esta noche, sea como sea.

—¿De qué se trata?

—Me gustas de verdad, te deseo con toda mi alma.

Al otro lado de la línea se oyó un ruido confuso, como si estuviera buscando algo. Luego Sara carraspeó en voz baja y dejó escapar una especie de suspiro.

—¿No te importa que hablemos de esto ahora? —preguntó Tsukuru.

—Claro que no —dijo Sara—. Son casi las cuatro de la madrugada, ¿no? Puedes hablarme de todo lo que quieras. Nadie nos oirá. Todavía no ha amanecido y todo el mundo está profundamente dormido.

—Te quiero con toda mi alma, te deseo —repitió Tsukuru.

—¿Para decirme eso me llamas casi a las cuatro de la madrugada?

—Sí.

—¿Has bebido?

—No, estoy completamente sobrio.

—¿Ah, sí? —dijo Sara—. Para ser un hombre de ciencias puedes ser muy apasionado.

—Es lo mismo que construir estaciones.

—¿En qué sentido?

—Muy sencillo: sin estación, los trenes no paran. Lo que tengo que hacer es, en primer lugar, proyectar la estación en mi mente e ir dándole una forma y unos colores. Eso es lo primero. Si surge algún defecto, se puede corregir más tarde. Y yo estoy habituado a esa operación.

—Porque eres un ingeniero excelente.

—Ya me gustaría serlo.

—¿Eso quiere decir que estás construyendo sin descanso una estación especial para mí, incluso ahora que casi ha amanecido?

—Eso es —dijo Tsukuru—. Porque te quiero con toda mi alma, porque te deseo.

—Yo también te quiero. Cada vez que te veo me gustas más —dijo Sara. E hizo una breve pausa, como dejando margen entre una frase y otra—. Pero son casi las cuatro y los pájaros todavía no se han despertado. No se puede decir que tenga precisamente la cabeza muy despejada. Así que ¿por qué no me haces el favor de esperar tres días?

—Está bien. Pero sólo tres días —dijo Tsukuru—. No creo que aguante más. Por eso te he llamado.

—Tres días serán suficientes, Tsukuru. Hay que respetar los plazos de construcción. Nos vemos el miércoles por la noche.

—Perdona que te haya despertado.

—No te preocupes. Me alegro de saber que a las cuatro de la mañana el tiempo también discurre con normalidad. ¿Habrá claridad ya fuera?

—Todavía no. Pero pronto se hará de día. Y los pájaros empezarán a cantar.

—El pájaro que madruga atrapa muchos gusanos.

—En teoría.

—Me parece que nunca podré comprobarlo por mí misma.

—Buenas noches —dijo él.

—Tsukuru —dijo Sara.

—¿Sí?

—Buenas noches —dijo Sara—. Estate tranquilo, y que duermas bien.

Y colgaron.