14
Tras aterrizar en el aeropuerto de Helsinki, lo primero que hizo fue cambiar yenes por euros, después buscó una tienda de telefonía móvil y compró el aparato de prepago más sencillo que había. Acto seguido, se colgó la bolsa de viaje del hombro y se dirigió a la parada de taxis. Subió a un viejo modelo de Mercedes-Benz y le indicó al taxista el nombre de su hotel, que se encontraba en pleno centro.
Al salir del aeropuerto tomaron la autopista. Aun después de observar los tupidos bosques verdes y los paneles publicitarios escritos en finlandés, y a pesar de que era su primer viaje al extranjero, no tuvo la impresión de encontrarse en otro país. Había tardado mucho tiempo en llegar hasta allí, pero tenía la misma sensación que cuando viajaba a Nagoya. La única novedad era el tipo de moneda que llevaba en la cartera. Además, iba vestido como de costumbre: unos chinos, un polo negro, unas zapatillas deportivas y una chaqueta de algodón marrón claro. Sólo se había llevado la ropa imprescindible. Si le hacía falta más, se la compraría allí mismo.
—¿De dónde viene? —le preguntó en inglés el taxista, mirándolo a la cara. Era un hombre de mediana edad con una poblada barba que se extendía desde las mejillas hasta el mentón.
—De Japón —respondió Tsukuru.
—Pues para venir de tan lejos no ha traído mucho equipaje.
—Es que no me gusta cargar con demasiadas cosas.
El taxista se rió.
—A nadie le gusta cargar con demasiadas cosas. Pero, en cuanto te descuidas, ya tienes la maleta a punto de reventar. C’est la vie. —Y volvió a echarse a reír.
Tsukuru también se rió.
—¿A qué se dedica? —le preguntó entonces el taxista.
—Construyo estaciones de ferrocarril.
—¿Es usted ingeniero?
—Sí.
—No habrá venido a Finlandia a construir una estación, ¿no?
—No, he venido de vacaciones, a visitar a unos amigos.
—Muy bien —dijo el taxista—. Las vacaciones y los amigos son las dos mejores cosas de esta vida.
¿Les gustaría a todos los finlandeses soltar sentencias sobre la vida o sería tan sólo una inclinación de aquel taxista? Tsukuru deseaba que fuera lo segundo.
Cuando, una media hora después, el taxi llegó a la entrada del hotel en Helsinki, Tsukuru se percató de que se le había olvidado averiguar con la ayuda de alguna guía de viaje cuánto había que dejar de propina, si es que allí acostumbraban a dejar algo (de hecho, antes de viajar no se había informado en absoluto sobre el país). Así que al final le dio de propina un poco menos del diez por ciento de lo que indicaba el taxímetro. El conductor le entregó el recibo con cara de felicidad, así que no debía de haberse equivocado. Y si se había equivocado, estaba claro que el hombre no se había molestado.
El hotel que había elegido Sara era un edificio antiguo situado en el centro de la ciudad. Un apuesto botones rubio lo acompañó a su habitación, en la cuarta planta, adonde subieron en un viejo ascensor que traqueteaba. Los muebles eran anticuados y había una cama de gran tamaño. El papel de las paredes, descolorido, tenía dibujadas diminutas agujas de pino. La bañera era clásica, con patas. Había una ventana de guillotina cubierta por una cortina gruesa y un visillo fino de encaje. Todo destilaba un olor a nostalgia. Desde la ventana se divisaba una calle ancha por cuyo centro pasaba un tranvía de color verde. Era una habitación acogedora. No había cafetera y el televisor no tenía pantalla LCD, pero tampoco los necesitaba.
—Gracias. Me quedo con la habitación —le dijo Tsukuru al botones. Y de propina le entregó dos monedas de un euro. El botones sonrió y abandonó la habitación en silencio, como un gato avispado.
Se duchó y se cambió de ropa, y cuando acabó ya atardecía. Sin embargo, todavía había luz. Una medialuna blanca colgaba nítida del cielo. Parecía una piedra pómez desgastada. Alguien la había lanzado al cielo y por algún motivo se había quedado allí suspendida.
Bajó al vestíbulo, se dirigió a la recepción y una mujer pelirroja le ofreció un mapa gratuito de la ciudad. Luego él le dio la dirección de la sucursal de la empresa de Sara y ella le hizo un croquis. Quedaba apenas a tres manzanas del hotel. Siguiendo el consejo de la recepcionista, compró una tarjeta válida para viajar en autobús, metro y tranvía. Luego la mujer le dio algunas indicaciones y le entregó un mapa de la red de transporte. Debía de pasar de los cuarenta y cinco, tenía los ojos de color verde claro y era muy atenta. Cuando hablaba con mujeres mayores que él, Tsukuru siempre se sentía cómodo. Por lo visto, le ocurría lo mismo en cualquier parte del mundo.
Desde un rincón tranquilo del vestíbulo telefoneó al piso de Kuro con el móvil que había comprado en el aeropuerto. Saltó el contestador. Una voz grave de hombre habló en finlandés durante unos veinte segundos. Al final sonó un pitido, por lo que Tsukuru intuyó que podía dejar un mensaje. Sin embargo, cortó la comunicación sin decir nada. Tras una breve pausa volvió a probar, con idéntico resultado. La voz del contestador debía de pertenecer al marido de Kuro. Aunque Tsukuru no entendió nada, sonaba claro y directo. Era la voz de un hombre sano que lleva una vida sin estrecheces.
Tsukuru colgó y se guardó el móvil en el bolsillo. Respiró hondo. Tuvo un mal presentimiento: «Puede que Kuro no esté en Helsinki. Tiene marido y dos hijas pequeñas. Ya estamos en julio. A lo mejor se han ido todos a pasar las vacaciones de verano a Mallorca, como dijo Sara».
El reloj marcaba las seis y media. Seguro que la oficina de la agencia de viajes estaría ya cerrada. Pero no perdía nada por probar. Una vez más, se sacó el móvil del bolsillo y marcó el número de la oficina. Contra toda expectativa, aún había alguien.
Una voz femenina dijo algo en finlandés.
—Por favor, ¿podría hablar con la señorita Olga? —preguntó Tsukuru en inglés.
—Sí, soy yo. Dígame —respondió la chica en un inglés impecable, sin acento.
Tsukuru le dio su nombre. Le dijo que Sara le había comentado que podía llamarla si tenía algún problema.
—Ah, sí, señor Tazaki, es verdad. Sara me ha hablado de usted —dijo Olga.
Él le explicó la situación. Que había ido a visitar a unos amigos y no entendía el mensaje grabado en el contestador de su casa.
—Señor Tazaki, ¿está usted en su hotel?
—Sí —contestó Tsukuru.
—La oficina está cerrada en estos momentos. En media hora estoy ahí. ¿Nos vemos en el vestíbulo?
Olga era rubia y vestía unos vaqueros ceñidos y una camiseta blanca de manga larga. Debía de rondar los veinticinco años. Medía aproximadamente un metro setenta y tenía la cara rolliza y con buen color. Daba la impresión de haber nacido en el seno de una familia de campesinos acomodada y de haberse criado entre afables gansos parlanchines. Llevaba el pelo recogido y un bolso de charol negro colgado del hombro. Entró en el hotel con la espalda recta y a grandes zancadas, igual que una repartidora de correo.
Se saludaron con un apretón de manos y se sentaron en un gran sofá en medio del vestíbulo.
Sara había visitado Finlandia en varias ocasiones y siempre trabajaba con Olga. A ésta parecía caerle bien Sara, no sólo como colega.
—Hace mucho que no la veo. ¿Qué tal le va? —preguntó ella.
—Bien. Tiene mucho trabajo, siempre está volando de un lado para otro —respondió Tsukuru.
—Me dijo por teléfono que eras su nuevo amigo íntimo.
Tsukuru sonrió. «Su nuevo amigo íntimo», repitió para sus adentros.
—Si puedo hacer algo por ti, te ayudaré encantada. Pídeme lo que sea —dijo Olga risueña, mirándolo fijamente.
—Gracias. —Tenía la sensación de que estaba evaluando si era o no un buen partido para Sara. «Ojalá me dé el aprobado», pensó Tsukuru.
—¿Me permites escuchar el mensaje del contestador? —dijo Olga.
Tsukuru cogió el móvil y marcó el número del piso de Kuro. Entretanto, Olga sacó del bolso un cuaderno y un fino bolígrafo plateado y se los colocó sobre las rodillas. Cuando oyó el primer tono, Tsukuru le pasó el teléfono a Olga. Ella prestó atención al mensaje con gesto serio mientras tomaba rápidas notas. Luego cortó la comunicación. Parecía una chica eficiente.
—Debe de ser el marido —dijo Olga—. El viernes de la semana pasada se fueron a su casa de veraneo. No regresan hasta mediados de agosto. Han dejado el número de teléfono de esa casa.
—¿Está lejos?
Ella meneó la cabeza.
—No lo sé. Lo único que sé por el mensaje, además del número de teléfono, es que está en Finlandia. Podría llamar y preguntarles dónde se encuentra.
—Si me haces ese favor, te lo agradecería —dijo Tsukuru—. Pero no menciones mi nombre, mi intención es ir a visitarlos sin avisar.
El rostro de Olga se tiñó ligeramente de curiosidad. Tsukuru se explicó:
—Es una muy buena amiga de cuando iba al instituto, hace mucho que no la veo. No creo que se espere encontrarme aquí. Quiero presentarme de pronto y darle una sorpresa.
—Surprise! —dijo ella. Levantó las manos, que tenía apoyadas sobre las rodillas, y abrió las palmas hacia el techo—. ¡Qué divertido!
—Espero que a ellos les parezca igual de divertido.
—¿Fue novia tuya? —le preguntó Olga.
Tsukuru meneó la cabeza.
—No, no. Pertenecíamos a la misma pandilla. Eso es todo. Pero éramos amigos íntimos.
Ella ladeó ligeramente la cabeza.
—Los amigos del instituto son un tesoro. Yo también tengo una amiga de esa época y aún hoy hablamos a menudo.
Tsukuru asintió.
—Así que tu amiga se casó con un finlandés, se vino a vivir aquí y hace mucho tiempo que no la ves.
—Han pasado dieciséis años.
Olga se rascó una sien con el dedo índice.
—Entendido. Voy a probar a preguntarles dónde están sin mencionar tu nombre. Ya se me ocurrirá algo. ¿Me puedes decir cómo se llama ella?
Tsukuru apuntó el nombre de Kuro en una hoja del cuaderno.
—¿En qué ciudad se encontraba vuestro instituto?
—En Nagoya —contestó él.
Olga volvió a coger el móvil de Tsukuru y marcó el número que habían dejado en el mensaje del buzón de voz. Tras varios tonos, alguien atendió la llamada. Olga habló en finlandés en tono afable. Explicó algo, su interlocutor le hizo alguna pregunta al respecto y ella volvió a darle una explicación breve. Mencionó en varias ocasiones el nombre de Eri. El intercambio de palabras se repitió unas cuantas veces hasta que el interlocutor pareció quedar convencido. Olga tomó el bolígrafo y anotó algo en una hoja. Luego le dio las gracias educadamente y colgó.
—Hemos tenido suerte —dijo Olga.
—Estupendo.
—La familia se apellida Haatainen. El nombre de pila del marido es Edvard. Están pasando el verano en una casa que tienen a orillas de un lago en las afueras de la ciudad de Hämeenlinna, al noroeste de Helsinki. Por supuesto, con Eri y las niñas.
—¿Cómo conseguiste sacarle toda esa información sin mencionar mi nombre?
Olga esbozó una sonrisa traviesa.
—Le he contado una mentirijilla. Me he hecho pasar por una repartidora de FedEx. Le he dicho que habíamos recibido un paquete de Nagoya para Eri y le he preguntado dónde podía entregarlo. El marido, que es el que me ha atendido, me ha dado la dirección sin más. Aquí está.
Olga le alargó la hoja. A continuación se levantó y fue hasta la recepción, donde le dieron un sencillo mapa del sur de Finlandia. Extendió el mapa y con un bolígrafo indicó dónde quedaba Hämeenlinna.
—Esto es Hämeenlinna. La situación exacta de la casa podemos buscarla en Google. Como la agencia ya está cerrada, lo buscaré y mañana te lo imprimiré.
—¿Cuánto se tarda en ir a Hämeenlinna?
—Está a unos cien kilómetros, así que, como máximo, se tarda una hora y media. Hay una autopista que conecta directamente Helsinki con Hämeenlinna. También se puede ir en tren, pero para llegar a la casa será mejor que vayas en coche.
—Entonces alquilaré uno.
—En Hämeenlinna hay un bello castillo al borde del lago, y también está la casa natal de Sibelius, pero creo que no has venido para hacer turismo. ¿Podrías pasarte mañana por la mañana por la agencia? Abrimos a las nueve. Cerca hay una agencia de alquiler de coches, así que puedo organizarlo para que alquiles uno lo antes posible.
—Desde luego, no sé qué habría hecho sin tu ayuda —le dijo Tsukuru.
—Los nuevos amigos de Eri son también mis amigos —dijo Olga guiñándole un ojo—. Ojalá puedas ver a Eri. Seguro que se quedará muy sorprendida.
—Sí, porque he venido sólo para eso.
Olga, tras titubear un instante, se atrevió a preguntar:
—Ya sé que no es de mi incumbencia, pero si has venido desde tan lejos sólo para verla, será por algo muy importante, ¿no?
—Sí, para mí lo es —contestó Tsukuru—, pero quizá no lo sea tanto para ella. Digamos que he venido para comprobar algunas cosas.
—Suena complicado.
—Sí, me parece que es demasiado complicado para explicártelo en mi inglés.
Olga se rió.
—En la vida siempre hay cosas demasiado complicadas para explicarlas en cualquier idioma.
Tsukuru asintió. Estaba visto que la costumbre de soltar sentencias era común a todos los finlandeses. Quizá guardaba relación con los largos inviernos. Pero Olga estaba en lo cierto. No era por el inglés: las cosas complicadas lo son por sí mismas, independientemente del idioma en que se quieran contar. Tal vez.
Olga se levantó del sofá, Tsukuru la imitó y se dieron un apretón de manos.
—Entonces, te espero mañana por la mañana. Imagino que tendrás jet lag y, como no oscurece hasta muy tarde, a la gente que no está habituada le cuesta dormir. Por si acaso, pide que te llamen de recepción por la mañana para despertarte.
Tsukuru le dijo que lo haría. Ella, con su bolso colgado del hombro, volvió a atravesar el vestíbulo a zancadas y salió por la entrada principal. Caminando bien recta, y sin volverse ni una sola vez.
Tsukuru dobló la hoja que le había dado y se la guardó en la cartera. El mapa se lo metió en un bolsillo. Luego salió del hotel y paseó por las calles de Helsinki.
Al menos ya sabía la dirección de Eri. Estaba en el país. Con su marido y sus dos hijas pequeñas. Sólo faltaba saber si querría ver a Tsukuru. Quizá se negase a recibirlo, a pesar de haber sobrevolado el círculo polar ártico sólo para verla. Su plan no era tan descabellado. Por lo que le había contado Ao, Kuro había sido la primera en ponerse del lado de Shiro cuando ésta contó lo de la violación, y Kuro fue quien pidió que cortaran toda relación con Tsukuru. No podía imaginarse qué sentimientos abrigaría hacia él. Shiro había muerto, asesinada, hacía seis años y el grupo llevaba mucho tiempo disuelto. Quizá lo tratase con frialdad. Sin embargo, para averiguarlo no tenía más que encontrarse con ella.
Eran las ocho pasadas, pero como Olga había dicho, no había el menor indicio de que fuese a oscurecer. La mayoría de las tiendas estaban aún abiertas y la gente caminaba por las calles como si estuvieran en pleno día. En los bares los parroquianos bebían vino y cerveza mientras charlaban animadamente. Por las viejas calles empedradas flotaba un olor a pescado a la brasa. Le recordó el aroma a caballa que salía de algunos restaurantes japoneses. Hambriento, Tsukuru siguió el rastro de ese olor y se adentró por una callejuela, pero no consiguió averiguar de dónde procedía. Cuando ya llevaba un rato recorriendo las calles, el olor se disipó hasta desaparecer.
Como le daba pereza ponerse a buscar un restaurante, entró en la primera pizzería que vio, se sentó a una mesa de la terraza y pidió un té con hielo y una pizza Margarita. Le pareció oír a Sara decirle, entre risas: «¡Mira que volar hasta Finlandia para comer una pizza Margarita!». Lo cierto era que estaba mucho más buena de lo que esperaba. Parecía hecha en un horno de leña de verdad; fina y crujiente, ligeramente chamuscada en algunas zonas.
La pizzería, un local sin pretensiones, estaba llena de familias y de parejas jóvenes. También había grupos de estudiantes. Todos tenían en la mano un vaso de vino o una cerveza. Muchos de ellos fumaban. Tras echar un vistazo a su alrededor, Tsukuru constató que era el único que estaba solo y que bebía té con hielo. La gente hablaba animadamente, en voz alta, y, aparentemente, en finlandés. No vio a nadie con pinta de turista. Fue en ese momento cuando Tsukuru se sintió por fin un extranjero lejos de su país. Por lo general, estuviera donde estuviese, casi siempre comía solo. Pero ahora estaba doblemente solo. Era un forastero y todos los que lo rodeaban charlaban en un idioma que no entendía.
Era una soledad distinta de la que sentía en Japón. «No está tan mal», concluyó. Estar doblemente solo quizá fuera una doble negación de la soledad. Era lógico que él, un extranjero, estuviera solo. No tenía nada de raro. Al pensar en ello, se sintió bien. «Me encuentro en el lugar correcto.» Levantó la mano para llamar al camarero y pidió una copa de vino tinto.
Poco después de que le trajesen el vino, se acercó a la terraza un anciano que tocaba el acordeón. Vestía un chaleco raído y un panamá, y lo acompañaba un perro de orejas puntiagudas. Con mucha maña, como si atase un caballo, enlazó la correa del animal a una farola y, apoyado en ella, empezó a tocar lo que Tsukuru dedujo que eran canciones populares nórdicas. Lo hacía muy bien, con la destreza de quien toca a menudo. En algunas piezas incluso se arrancaba a cantar. Hubo una petición entre el público y el anciano cantó Don’t Be Cruel, de Elvis Presley, en finlandés. El perro, negro y flaco, permanecía sentado, mirando absorto frente a él, como enfrascado en sus recuerdos, sin prestar atención a lo que lo rodeaba. No movía ni un ápice las orejas.
«En la vida siempre hay cosas demasiado complicadas para explicarlas en cualquier idioma», había dicho Olga.
«Así es», reconoció Tsukuru mientras tomaba un sorbo de vino. «Difíciles de explicar no sólo a los demás, sino también a uno mismo. Y cuando se fuerzan las explicaciones, a menudo se acaba mintiendo. En cualquier caso, mañana se aclararán muchas cosas. Sólo tienes que esperar. Y si no se aclara nada, qué se le va a hacer. Habrás hecho todo lo que estaba en tus manos.» Tsukuru Tazaki, el que no tenía color, podría seguir viviendo sin color. Con ello no molestaba a nadie.
Pensó en Sara. En su vestido verde menta, en su alegre sonrisa y en el hombre de mediana edad junto al que caminaba de la mano. Pero ese pensamiento no lo condujo a nada. El corazón humano es un pájaro nocturno. Espera algo en silencio y, cuando llega el momento, alza el vuelo y se dirige en línea recta hacia ello.
Cerró los ojos y prestó atención a la música que tocaba el acordeonista. En medio de la algarabía de voces, distinguió una sencilla melodía. Era como una sirena de niebla amortiguada por el rumor de las olas.
Tsukuru se bebió la mitad de la copa de vino, dejó un billete y unas monedas sueltas y se levantó. Depositó unos euros en el panamá del acordeonista, que había dejado en el suelo, delante de él, y después, como todo el mundo, acarició la cabeza del perro atado a la farola. El animal, inmóvil como una figura decorativa, ni se inmutó. Después Tsukuru, con pasos lentos, inició el regreso al hotel. Por el camino se acercó a un quiosco y compró una botella de agua mineral y un mapa más detallado del sur de Finlandia.
En un parque situado en medio de una gran avenida, había mesas de ajedrez de piedra en las que jugaban algunos hombres, en su mayoría ancianos; se habían traído sus propias piezas. A diferencia de los clientes de la pizzería, estaban muy callados. Igual que quienes los observaban. Y es que para pensar se necesita un silencio absoluto. La mayoría de los viandantes que se habían detenido para verlos iban acompañados de sus perros. Los chuchos también guardaban silencio. El viento traía unas veces un aroma a pescado asado y, otras, a kebab. Pese a que eran las nueve de la noche, vio una floristería abierta. Las flores estivales eran una explosión de color; parecían haber olvidado que era de noche.
Al llegar al hotel, se dirigió a la recepción y pidió que lo despertasen a las siete de la mañana. Luego, acordándose de repente, preguntó:
—¿Hay alguna piscina cerca del hotel?
El recepcionista, con gesto pensativo, hizo memoria, y luego meneó la cabeza hacia los lados, contrito. Como si se disculpara por los defectos de su país, tanto en la actualidad como a lo largo de la historia.
—Lo siento, pero no.
Tsukuru subió a su habitación, corrió las gruesas cortinas y, una vez que comprobó que no se filtraba ni el menor rayo de luz, se acostó. Con todo, la luz atravesaba las cortinas, como un antiguo recuerdo difícil de borrar. Al mirar al techo de la habitación, se le antojó extraño que fuera a encontrarse con Kuro en Helsinki y no en Nagoya, como tantos años atrás. Y la claridad de las noches nórdicas le provocó un extraño estremecimiento. Su cuerpo le pedía dormir, y su mente, seguir en vela durante un rato.
Luego pensó en Shiro. Hacía mucho tiempo que no soñaba con ella. Antes solía verla en sueños. Casi siempre eran fantasías sexuales en las que se corría con intensidad dentro de ella. Y al despertar, mientras limpiaba el pijama manchado de semen en el lavabo, se sentía confuso. Lo acometían, por un lado, el sentimiento de culpabilidad y, por otro, un vivo deseo. Una sensación peculiar que quizá sólo se experimenta en lugares oscuros, ocultos, en los que lo real y lo irreal se mezclan furtivamente. Sin embargo, para su sorpresa, echaba de menos esa sensación. No le importaba lo que soñara esa noche, y tampoco cómo se sentiría. Quería soñar una vez más con Shiro.
Al poco rato se quedó dormido, pero no soñó.