19
Cuando Maria regresó a la habitación, se detuvo en el umbral, paralizada. Enseguida se percató de que algo iba mal. Herter seguía en la misma posición en que le había dejado, con los ojos cerrados, y sin embargo resultaba irreconocible, como si hubiera sido reemplazado por su copia del museo de figuras de cera de Amsterdam.
—¡Rudi! —gritó Maria.
Sin cerrar la puerta tras de sí, Maria corrió hacia la cama y sacudió a Herter por los hombros. Como no reaccionó, Maria acercó el oído a su boca. Silencio. Con dedos temblorosos le aflojó la corbata, intentó desabrocharle la camisa, separó de un tirón los dos delanteros y arrimó el oído a su pecho. Silencio profundo por todo el cuerpo. Intentó, como mejor pudo, hacerle el boca a boca y luego un masaje cardiaco, pero sin resultado. Desesperada, el corazón latiéndole con fuerza, se incorporó y volvió a mirar el rostro de Herter, que había adquirido un viso de irrealidad.
—¡No me lo creo! —exclamó. Cogió el teléfono y llamó a recepción—. ¡Envíe inmediatamente un médico, por favor! ¡Inmediatamente!
Maria, llorando, abrazó el cuerpo inerte que parecía no querer saber ya nada de ella. Se negaba en rotundo a creer que estuviera muerto.
El médico, un hombre menudo de cabello negro rizado, se personó en la habitación al cabo de unos minutos. Sin decir nada, sólo atento al cuerpo inmóvil, se sentó en el borde de la cama y tomó la mano izquierda de Herter en la suya para tomarle el pulso. De la mano de Herter cayó un objeto brillante que fue a parar al suelo. El médico lo recogió y, tras echarle un vistazo, se lo entregó a Maria. Ella miró perpleja el trocito de metal, plomo tal vez, con su extraña forma, que no había visto nunca antes. ¿Qué objeto misterioso era ése? ¿De dónde venía? ¿Por qué lo sujetaba Rudi en la mano?
El reconocimiento con el estetoscopio tampoco dejó entrever ningún signo esperanzador en el rostro del médico. Separó los párpados de Herter con cuidado y examinó sus pupilas con una linterna. Luego suspiró y, mirando a Maria, dijo:
—Lo lamento, señora. El señor ha fallecido.
—Pero ¿cómo puede suceder eso así tan repentinamente? —preguntó Maria como si la respuesta a esta pregunta pudiera solucionar algo—. ¡Si hace media hora aún vivía!
El médico se puso en pie.
—Una parada cardiaca súbita. Puede suceder a su edad. Tal vez provocada por una emoción demasiado fuerte.
—Pero ¡si justamente iba a echarse una siesta!
El médico hizo un gesto como para indicar que él tampoco entendía lo que había pasado y, tras unas palabras de condolencia, se marchó. Entretanto había entrado en la habitación el director del Sacher. Consternado, tomó las manos de Maria entre las suyas, y, con palabras entrecortadas, le dijo:
—Señora..., una mente tan privilegiada..., una pérdida para el mundo. La ayudaremos con lo que haga falta, por supuesto.
Maria asintió con la cabeza.
—Quisiera quedarme un momento a solas con él.
—Naturalmente, naturalmente —contestó el director y salió de la habitación cerrando la puerta suavemente tras de sí.
Maria sintió que lo irreparable empezaba a penetrar lentamente en su conciencia. Ya vería lo que iba a suceder con ella, lo que debía hacer de momento era telefonear inmediatamente a Olga. ¡Pobre Marnix! ¿Cómo darle la noticia?
En Amsterdam no cogieron el teléfono, saltó el contestador automático.
—Soy Maria —dijo después del pitido—. Querida Olga, ha sucedido una terrible desgracia. Prepárate para lo peor. Rudi acaba de fallecer mientras dormía... —Maria se sintió como paralizada, pero se forzó a seguir—. Llama enseguida al Sacher, tienes el número. Espero que paséis por casa antes de ir al aeropuerto, si no ya intentaré localizaros allí. Tal vez convenga que sea yo quien le dé la noticia a Marnix... —Se le quebró la voz—. No puedo seguir hablando... —dijo con la voz ronca y colgó el teléfono.
Con el trocito de metal reluciente en la mano y la cara empapada en lágrimas, Maria miró a Herter y susurró:
—¿Adónde te has ido?
Su mirada se fijó en el dictáfono que Herter sostenía en la mano derecha. A Maria se le agrandaron los ojos, se puso en pie e intentó quitárselo de la mano, pero sus de dos lo mantenían agarrado. Se los separó con cuidado y notó que su cuerpo ya se había enfriado un poco.
La cinta se había quedado parada al final. Maria se sentó en la silla junto a la ventana y la rebobinó, deteniéndola de vez en cuando para escuchar. De repente oyó:
«... Los cuerpos fueron depositados cerca de la salida y rápidamente rociados con gasolina. Como nadie se atrevía a penetrar en el anillo de fuego, su ayudante Linge arrojó sobre los cuerpos un trapo en llamas. Un agente de policía que vio la escena de lejos declaró más adelante que las llamas parecían salir de los mismos cuerpos. ¡Ni que decir tiene! ¡Ahí estaba la antorcha de Nietzsche!... Se me cierran los ojos...». Y luego su propia voz: «No me extraña. Duerme un poco, dispones de un rato. El coche de la embajada llegará dentro de una hora; yo voy abajo a tomarme un café con leche y chocolate para reponerme un poco. Si me necesitas, llámame».
A continuación, el chirrido de la puerta de la habitación que se cerraba, y luego, silencio. Maria siguió escuchando atentamente la cinta durante unos minutos, pero no oyó nada más. Sólo el tráfico de la calle. Cuando sonó el teléfono, apagó el aparato.
—¿Olga?
—No, señora, el conductor de la embajada. Les espero en el vestíbulo para llevarles a usted y al señor Herter al aeropuerto. La señora Röell les pide disculpas por no poder acompañarles, ha dado hoy a luz una niña.
—Oiga, conductor, ha ocurrido una desgracia, el señor Herter ha fallecido. Por favor, dígale al embajador que se ponga en contacto conmigo lo antes posible.
Ante el silencio del conductor, al parecer demasiado impresionado como para contestar, Maria colgó el aparato.
Volvió a encender el dictáfono y continuó escuchando el silencio grabado en la cinta, sin dejar de mirar el rostro de Herter. Repiqueteo de unos cascos de caballo en la calle. Unos minutos después, un ruido que no supo identificar y a continuación, muy baja y muy lejana, la voz de Herter. Maria tuvo que rebobinar la cinta tres veces para poder entender lo que decía:
—Él..., él..., él... ha estado aquí.
Y luego, nada más.