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—Por supuesto —contestó Herter, también en neerlandés. En realidad no le apetecía atender a más gente, pero no quería decepcionar a la pareja de ancianos—. Y hábleme usted tranquilamente en alemán —añadió en este idioma.

—Gracias, señor Herter.

Los ancianos miraron a su alrededor con aire desvalido.

—Cojan una silla, por favor.

Herter dirigió una mirada al librero, que estaba recogiendo los libros del puesto junto con sus ayudantes, y éste comprendió su gesto de inmediato. Los ancianos, de aspecto humilde aunque pulcro, debían de rondar más los noventa que los ochenta años. Llevaban consigo sus abrigos, que no habrían querido depositar en el guardarropa. El hombre vestía completamente de beige: la camisa, la corbata, el traje combinando con los zapatos gris claro. Al parecer, alguien le habría convencido de que a su edad ese color le favorecía. El cuello de la camisa le iba grande, como si el anciano hubiera encogido un par de tallas desde su adquisición. El anciano era calvo, aunque al mismo tiempo no lo era: el cabello blanco le cubría, como un vaho transparente, el pálido cráneo lleno de manchas rosadas. Todo lo que a él le faltaba en carnes, le sobraba a su mujer, como si ella le hubiera absorbido casi por entero. El rostro ancho de la anciana, enmarcado por rizos grises, tenía un aire eslavo acentuado por unas gafas doradas de montura excesivamente grande; el color sonrosado de sus mejillas le confería un aspecto natural.

Tras tomar asiento, los ancianos se presentaron como Ullrich y Julia Falk. La mano de ella estaba caliente; la de él, fría y seca como el papel.

—Éste es un momento muy delicado para nosotros, señor Herter —dijo Falk—. Nos ha costado mucho decidirnos a venir a hablar con usted. Además, es la primera vez que asistimos a una conferencia de este tipo...

Herter advirtió que el hombre no sabía cómo plantear el asunto que le preocupaba, así que salió en su ayuda:

—En cualquier caso, me alegro de que hayan venido.

Falk dirigió una rápida mirada a su mujer, que le contestó con un movimiento afirmativo de la cabeza.

—Ayer noche le vimos por la televisión, señor Herter. Por pura casualidad, porque no acostumbramos a ver ese tipo de programas. No están hechos para personas como nosotros. De repente le oímos mencionar el nombre de Hitler. Como todo fue muy rápido, quisiéramos saber si le entendimos bien.

—Seguro que sí.

—Usted dijo que, con el paso del tiempo, Hitler le resultaba cada vez más incomprensible. Y luego comentó usted algo sobre la fantasía. Que quería atrapar a Hitler mediante la fantasía.

—En una red —añadió Julia.

—Exactamente.

Falk miró a Herter. Sus ojos azules se aguzaron.

—Quizá podamos ayudarle.

Herter, estupefacto, le devolvió la mirada. No sabía qué contestarle.

—¿Ayudarme a mí con la fantasía?

—No, su fantasía no necesita nuestra ayuda. Queremos ayudarle con la realidad. Para que pueda entender mejor quién fue el personaje que le ocupa.

Súbitamente las relaciones se habían invertido. Herter había dejado de ser el célebre escritor sentado en la ostentosa sala frente a un matrimonio sencillo e inseguro. En esos momentos el inseguro era él.

—Señor Falk, francamente, ha conseguido usted despertar mi curiosidad. —Herter miró a su alrededor. En la sala vacía unos hombres recogían las sillas; los libros sobrantes del puesto estaban ya guardados en cajas de cartón y, algo más allá, le esperaban Maria, Lichtwitz y los Schimmelpenninck—. Aquí yo soy el invitado, tengo compromisos. ¿No podríamos quedar mañana en algún sitio?

—¿Dónde se aloja usted? —preguntó Falk vacilando un poco—. Podríamos acudir a su hotel.

—Ni hablar, bastante esfuerzo han hecho ustedes con venir aquí. Yo iré a su casa.

Falk dirigió una mirada interrogante a su mujer. Al ver que ella asentía encogiéndose de hombros, aceptó la propuesta de Herter. Vivían en una residencia de ancianos, llamada Eben Haëzer. Herter anotó la dirección y el número del apartamento, se puso en pie y les estrechó la mano. Se citaron a las diez y media de la mañana siguiente para tomar un café.

—¿Qué querían de ti esos dos viejos? —preguntó María a Herter, cuando éste se reunió con ella y los otros.

—Saben algo —dijo Herter después de contarle a María lo sucedido—. Esos dos saben algo que nadie sabe.

El vin d’honneur se ofrecía en una sala lateral donde se habían congregado unos treinta o cuarenta invitados del mundillo de la literatura vienesa que, al parecer, no se habían perdido su conferencia. Herter deseaba retirarse a un rincón de la sala para tomarse un vino y comer un poco, pero no había manera de librarse de todos esos escritores, poetas, críticos, editores, redactores y otros funcionarios que le iban presentando sin cesar. En realidad, no quería conocer a más gente nueva, le bastaba con la que ya conocía; además, se olvidaba de los nombres y cargos de las personas nada más oírlos pronunciar, porque toda su atención se centraba en observar y examinar a la gente. Alguna vez le había sucedido que se había presentado tres o cuatro veces a la misma persona, que sin duda debía de pensar de él que ya estaba del todo senil. Pero lo peor era que, en el fondo, no le interesaba saber quién era quién ni a qué se dedicaba. Tanto en La invención del amor como en otras novelas, Herter había creado unos personajes capaces de suscitar emociones a numerosos lectores; en cambio, para él —a excepción de las veinte o treinta personas más allegadas— la gente no contaba sino en la medida en que pudiera incorporarla a su universo imaginario. Aunque, a lo mejor, ese rasgo bastante inhumano y casi autista de su personalidad era una condición indispensable para la creación de sus personajes. Probablemente, en la base de todo arte existía cierta falta de compasión que más valía ocultar a los aficionados al arte de los buenos sentimientos.

—Estás con la cabeza en otra parte —dijo Maria después de que la gente le dejara al fin un rato en paz.

—Tienes razón. Me gustaría irme de aquí.

—Bien, pero lo tienes mal. Este acto lo han organizado para ti unas personas muy amables. Tendrás que sacrificarte un ratito más.

Herter asintió con la cabeza.

—Menos mal que soy dócil de carácter y no pienso nunca en mí mismo.

Una señora, menuda y rolliza, se acercó a Herter, tomó las manos de él entre las suyas y las estrechó con fuerza mirándole con un brillo en los ojos.

—Señor Herter, gracias, gracias por su maravilloso libro. La invención del amor es la novela más bonita que jamás he leído. Fui retardando la lectura de las últimas páginas, porque no deseaba que se acabara nunca. Por mí habría podido tener mil páginas más. Nada más terminar el libro, volví a empezar. Por eso me ha gustado mucho que en su presentación advirtiera usted de la necesidad de llegar al final del libro para entender el principio.

Sin esperar la respuesta de Herter, la señora, sonrojada, dio media vuelta y se marchó como si estuviera huyendo.

—Dios, hay que ver lo que le hago a la gente —dijo Herter.

Media hora después apareció el director del Sacher que se ofreció a llevarlos al hotel cuando desearan. Para Herter eso era la señal de que podía marcharse sin quedar mal. Agradeció el ofrecimiento del director, pero lo rechazó, porque prefería volver a pie para que le diera un poco el aire.

—¿Está usted seguro? El tiempo está muy tormentoso.

—Si, gracias, no se preocupe.

Las despedidas le llevaron aproximadamente otra media hora. Lichtwitz les acompañó a la salida e insistió a Herter en que no se olvidara de llamarle la próxima vez que visitara Viena.

En la plaza, Herter y Maria fueron azotados por unas extrañas ráfagas de viento, que parecían venir de todas las direcciones. El cielo estaba negro como la parte posterior de un espejo. De vez en cuando, Herter sentía en la cara una gota de lluvia perdida. Mientras le pedía disculpas a Maria por volver a dejarla sola a la mañana siguiente por culpa de Hitler, el viento fue arreciando y, de pronto, les llegó de frente por la Augustinerstrasse un embate tan brutal que apenas pudieron mantenerse en pie. En ese mismo instante oyeron un terrible estrépito: postigos abiertos por el viento que golpeaban contra las paredes, cristales que se rompían, macetas y bicicletas que caían al suelo... Unos segundos después, les cegó por un momento una enorme nube de polvo y escombros. Herter y Maria se frotaron los ojos, de espaldas a la tormenta, sin moverse. Empezó a relampaguear, inmediatamente después resonaron por la ciudad unos truenos ensordecedores, y, a continuación, descargó un aguacero tan intenso que tuvieron la sensación de estar vestidos bajo la ducha.

—¡Ni te inmutes! —gritó Herter, avanzando de lado contra el viento—. ¡Haz como si no lo notaras! ¡Demuéstrales quién manda aquí!