14

Herter se quedó boquiabierto. ¿Dónde estaba? ¡No podía ser verdad! Oyó a Julia sollozar cubriéndose con su pañuelo. Entonces, ¿era cierto? ¡Increíble! ¿Y por qué, por qué ordenó Hitler semejante barbaridad? Cuando vio que Falk miraba a Julia, Herter se puso en pie y con un ademán les propuso cambiar de sitio. Una vez en el sofá, Falk colocó su mano sobre la de Julia. Herter, sentado en la pequeña butaca de enfrente, pudo sentir el calor de su gesto.

—No doy crédito a lo que oigo —dijo Herter—. ¿Bormann le ordenó a usted matar a Sigfrido? ¿A Siggi, el hijo querido de Hitler? Dios mío, pero ¿por qué?

—Nunca he llegado a saberlo —contestó Falk—. Al recibir la orden, sentí que me transformaba en una columna de hielo. Cuando recuperé el habla, le hice naturalmente la misma pregunta que usted me acaba de plantear, y Bormann me espetó: «¡Las órdenes no se explican, Falk, se dan! El Führer no tiene que responder ante nadie, y menos ante usted». Comprendí que no tenía sentido pedir más explicaciones. El jefe había tomado su incomprensible decisión, y la orden debía ser ejecutada. Sepa usted que por aquel entonces una orden del Führer tenía, literalmente, la fuerza de la ley. Aún me atreví a preguntarle a Bormann qué consecuencias acarrearía una negativa mía.

—¿Y qué dijo? —inquirió Herter ante el súbito silencio de Falk.

—Pues que Sigfrido moriría de todas maneras, porque estaba condenado a muerte. Sin remedio. El Führer nunca se volvía atrás de una decisión. Y, además, a Julia y a mí nos enviarían a un campo de concentración, ya me podía imaginar lo que era eso. Si amaba a mi mujer, me dijo, más me valía no negarme.

—¿Y la señorita Braun? ¿Sabía algo la señorita Braun?

—No lo sé, señor Herter. No sé más de lo que le estoy contando.

—No tengo palabras —repuso Herter—. Dios mío, ¿qué clase de individuos eran ésos? En realidad, se les podría describir con los mismos términos que ellos aplicaban a los judíos: seres malignos que aspiraban a dominar el mundo. Menuda escoria. En fin, eso ya lo sabíamos.

—Sí, es fácil hablar así ahora, pero entonces yo no sabía nada. No fue hasta aquel momento, después de tantos años, que comprendí por primera vez con qué clase de gente estaba tratando. Me quedé de piedra. En mi ingenuidad, yo había identificado a aquellos personajes con la imagen que me transmitían. Hitler se ponía como un basilisco en sus actuaciones políticas, pero, fuera del ámbito profesional, se comportaba con exquisita cortesía, lo mismo que un boxeador profesional no se lía tampoco en casa a puñetazos con sus familiares. Göring me guiñó una vez el ojo amablemente, y recuerdo que, durante una comida, el terrible Heydrich cogió una rosa de un jarrón y se la entregó a Julia en un gesto de galantería. ¿Te acuerdas tú de eso, Julia?

Julia asintió con la cabeza sin mirarle.

—Yo me desentendía de lo que hacía esa gente. Sospechaba, eso sí, que estaban sucediendo cosas terribles, porque a veces te llegaba algún rumor, pero hacía oídos sordos a todo lo que oía. Julia y yo tampoco hablábamos de estos asuntos entre nosotros. El único de la casa que, por su aire siniestro, imponía realmente era Bormann, porque no se relajaba jamás, aunque de hecho no fue el peor criminal del grupo.

—Lo suficiente como para chantajearle a usted con la muerte de su mujer.

—Por supuesto, Bormann era la prolongación de Hitler.

—Como todos los demás.

—Así es. El Führer logró convertir a prácticamente todo el pueblo alemán a su imagen y semejanza, y eso era lo que proyectaba hacer con toda la humanidad. Sus acólitos le obedecían en todo, aun sin recibir órdenes. Esos individuos acababan con la vida de la gente, porque previamente Hitler había acabado con ellos humanamente.

—Lo ha expresado muy bien, señor Falk. ¿Y qué paso luego?

—Tenía que parecer un accidente. Bormann me dijo que no se abriría ninguna investigación, pues qué razón iba a tener yo para asesinar a mi propio hijo. Que me las apañara como pudiera. No debía suceder antes de una semana —porque así nadie relacionaría el asunto con su presencia—, y no más tarde de dos semanas. Luego profirió «Heil Hitler» y me despidió.

A Herter se le desencajó el rostro.

—La verdad, lo que me está usted contando me revuelve el estómago. Madre mía, ¿qué les pasaría por la cabeza a esos tipos? ¿Se lo contó a su mujer?

Julia había vuelto a dar una calada a su cigarrillo. A cada palabra que pronunciaba salía de su boca un humo azul claro, como un animal mitológico.

—Ullrich no me lo contó hasta el final de la guerra, después de que en La Haya oyéramos por la radio el anuncio de la muerte de Hitler.

—El día después de casarse con Eva Braun —intervino Herter—. Dios mío, ¿cómo interpretar todo esto? Por alguna razón, Hitler quería acabar con Sigfrido. Quién sabe, a lo mejor porque se había enterado de que no era el padre, aunque al final se casó con la madre, que tal vez le engañó pero a la que sin embargo perdonó la vida. No hay quien lo entienda. Seguro que hay gato encerrado.

Falk alzó un segundo ambas manos y luego las dejó caer sin fuerza sobre sus muslos.

—Misterios, misterios. Pensar no sirve para hallar una explicación. Nunca sabremos lo que sucedió de verdad. Ya no vive nadie para contarlo.

—¿Y ustedes dos? ¿No corrían peligro? ¿Acaso no sabían ustedes demasiado?

—A mí eso no me preocupaba —contestó Falk—. De haber querido acabar con nosotros, no habrían ideado un plan tan complicado: sencillamente, nos habrían asesinado a los tres, lo cual habría sido pan comido para los señores de la casa, y más teniendo en cuenta el aislamiento hermético del Berghof. No, al parecer confiaban en nosotros, y nos perdonaron la vida por haber cuidado bien de Siggi.

—Dios mío, ¿cómo pudo usted superar aquellos días?

Falk suspiró y movió la cabeza.

—Cuando pienso en ello, se me pone la mente en blanco. Después de la guerra, sufrí una conmoción cerebral en un accidente de coche. Me afectó a la memoria, ni del accidente me acuerdo.

Ahí estaban los dos, Julia y Ullrich, viejos y menudos, sentados en un sofá raído bajo la comilona de Brueghel de cuatrocientos años de antigüedad, como dos imágenes hiperrealistas de un artista estadounidense.

—Yo estaba deseando hablar con Julia, naturalmente —continuó Ullrich—, pero ¿qué sentido tenía? ¿Por qué angustiarla con algo tan tremendo que de todos modos era imposible de evitar? No podía hacer otra cosa que optar por un muerto o tres. La única escapatoria era la huida, preferiblemente los tres juntos, algo completamente imposible, como puede usted imaginar: nadie podía entrar en el territorio del Führer en Obersalzberg, pero tampoco salir. Había puestos de guardia por todas partes. Además, Bormann, como es lógico, había ordenado extremar la vigilancia. Estuve pensando en recurrir al doctor Krüger, porque me constaba que era un buen hombre. Imaginé que podría sacarnos del territorio en su DKW, pero eso habría requerido llamarle por teléfono y éste estaba intervenido. Además, habría comprometido también su vida. Nada, no había salida, era una situación desesperada. Me pasé la semana dándole mil vueltas al asunto para llegar a la conclusión de que no tenía elección. No había más remedio que ejecutar la orden, sobre todo por Julia. Así que decidí obrar de tal manera que ella también lo creyera un accidente.

De nuevo se hizo un silencio. Herter intentó imaginarse cómo se sentiría si le obligaran a asesinar a su pequeño Marnix con la amenaza de que, si no ejecutaba la orden, morirían tanto Maria como él. La sola idea le ponía enfermo. ¿Cómo reaccionaría ante una situación así? Probablemente, Maria y él habrían optado por morir los tres. ¿Cómo sino seguir viviendo después de semejante acción por muy impuesta que fuera? De todos modos, su caso era diferente al de los Falk, pues Marnix sí que era su verdadero hijo.

—¿Quiere usted saber lo que pasó? —preguntó Falk.

No, no quería saberlo, pero Falk sí quería contarlo. Herter dirigió a Julia un gesto de cabeza apenas visible, y ella se puso en pie y se retiró al dormitorio. Después de que Julia cerrara la puerta tras de sí, Falk cerró los ojos y no volvió a abrirlos durante todo su relato. Herter escuchaba la apagada voz de Falk como si él también estuviera instalado en la oscuridad detrás de los párpados del anciano donde el drama se desplegaba de nuevo, y le dio la sensación de que la residencia Eben Haëzer se hundía y que, llevado por las palabras de Falk, se encontraba físicamente en aquel maldito lugar destruido hacía más de medio siglo, y que lo veía todo, lo oía todo...

Un minuto antes de que suene el despertador, Falk abre los ojos. Enseguida empieza a sudar. Ha llegado el día. Durante las dos últimas semanas se lo ha imaginado innumerables veces, pero ahora que ha llegado el momento todo resulta muy diferente. Apaga el despertador y mira la cabeza de Julia, la cual duerme plácidamente. Confuso, temblando con todo el cuerpo, Ullrich se levanta de la cama y descorre las cortinas. Un día otoñal, frío y gris. La proximidad del invierno ha tomado invisibles los picos de los Alpes. El mundo ha cambiado de rostro. Falk se siente como un enfermo desahuciado que ha decidido que ése será su último día de vida. Luego, secretamente, se presentará el médico con su jeringuilla. El médico amigo dispuesto a asumir el riesgo está todavía durmiendo o leyendo el diario con su taza de café en la mano. Ofensiva rusa en el territorio Memel. La gente muere en masa por Europa. La muerte se ha vuelto algo insignificante. Führerbefehl hat Gesetzeskraft.[10] Irrevocable ley, más dura que el granito de los Alpes. Dentro de un par de horas debe ser cumplida.

Julia, bostezando, se vuelve de espaldas y coloca las manos debajo de la cabeza.

—¿Te sucede algo, Ullrich?

—He dormido mal.

—¿Se ha despertado ya Siggi?

—Me parece que he oído algo. Le prometí llevarle hoy al campo de tiro. Lleva semanas dándome la lata con que quiere ir allí.

Julia aparta las mantas con un suspiro y sale de la cama.

—¿De dónde os vendrá a los hombres esa estúpida pasión por la violencia? Si Siggi fuera niña, seguro que no habría querido hacer una cosa así.

—Me temo que eso requiere una larguísima explicación.

Siggi ya se ha vestido. Está sentado en el suelo, con sus pantalones cortos tiroleses de piel de ciervo y sus botones de asta. Con un imán rojo traza lentos círculos alrededor de su compás.

—¡Mira, papá! La aguja se ha vuelto loca. ¿Sabes por qué pasa esto? Pues porque el imán tiene forma de herradura. La aguja quiere desengancharse y ser feliz, porque las herraduras dan suerte, pero no puede, porque está sujeta, como un perro a su collar.

Marnix. Marnix lo habría dicho igual.

¡Qué niño! Falk siente correr plomo fundido por sus venas. En sus treinta y tres años de vida nunca se le había ocurrido a él algo así. ¿En qué mundo vivimos? ¡Cómo va a poder acabar con esa pequeña vida! ¿No debería sacar ahora mismo la pistola y pegarse un tiro? Pero ¿qué pasaría entonces con Julia? De repente se acuerda de la primera vez que disparó contra una persona, nueve años atrás, en la Cancillería de Viena, durante la fracasada intentona golpista. En medio del caos y el mido de disparos, gritos, explosiones de granadas de mano y roturas de cristales, descubrió en una habitación vacía en el extremo de la casa a Dollfuss tendido bocabajo sobre la alfombra, gimiendo e implorando la presencia de un sacerdote. Falk lo reconoció de inmediato, el canciller federal abultaba poco más que Siggi. La sangre le brotaba de una gran herida debajo de la oreja izquierda. En aquel momento, Falk también sintió un arrebato de violencia, y, antes de que fuera consciente de su acto, descerrajó un tiro al herido. Unos días después, Otto Planetta se confesó autor del primer disparo que probablemente ya fue mortal; en menos de una semana fue sentenciado y ahorcado. El segundo disparo, realizado con un arma de otro calibre, permaneció siempre como un misterio. Por vergüenza, Falk nunca le había contado ese episodio a nadie, tampoco a Julia —ni cuando los golpistas, después de la anexión, fueron ensalzados como héroes ni tampoco después de la guerra—. Intentó convencerse a sí mismo de que fue un tiro de gracia, pero, al no conseguirlo, enterró el recuerdo del desgraciado suceso en lo más profundo de su mente y nunca más volvió a pensar en ello.

Falk coge la pistola y se dirige a la cocina, donde Siggi revuelve en su papilla de avena un trocito de mantequilla y media tableta de chocolate con leche, tal como le ha enseñado su padre. Comida de condenado. ¿Qué sentido tiene la última comida? No le dará tiempo ni a digerirla. ¡Tiempo! Julia ha vuelto a encender su primer Ukraina y canta en voz baja:

Es geht alles vorüber,

Es geht alles vorbei...[11]

El tiempo es más duro que el granito que rodea la casa, resulta imposible rayarlo. Saber que su mujer ignora que está viendo al niño por última vez le parte el corazón más aún que la idea de lo que está a punto de cometer. Se pone en pie de pronto.

—Tenemos que irnos.

—Ponte la bufanda, Siggi, no vayas a enfriarte. Y, por el amor de Dios, tened cuidado.

Al salir ve por todas partes relucientes agujas de hielo, que parecen pender inmóviles en el aire frío.

—Mira, papá, a la madre de Nuestro Señor se le ha caído de las manos el acerico.

Falk toma al niño de la mano. Un sollozo le estremece el pecho. Mientras suben por el prado alpino, el niño no cesa de hacer locas cabriolas, como si quisiera echarse a volar. Un hombre de las SS que patrulla entre los abetos, con un pastor alemán atado y una carabina sobre los hombros, los detiene al saludo de «Heil Hitler». Después de que Falk le ha mostrado el pase que le ha facilitado Mittlstrasser, Siggi pregunta:

—Papá, ¿de dónde viene el agua?

—No lo sé.

—¿Lo sabrá el tío Wolf?

—Seguro que sí. El tío Wolf lo sabe siempre todo.

—Pero no sabe que la tía Effi fuma en su ausencia.

—Tal vez sí.

Se oyen voces de mando, pero Siggi no parece percatarse de ello. De nuevo en camino, el niño observa el suelo con gesto meditabundo y, al poco, pregunta:

—Pero, si uno lo sabe todo, ¿cómo puede saber que realmente es «todo»?

—Eso tampoco lo sé, Siggi.

—Yo también sé mucho, pero ¿cómo puedo saber hasta dónde llega todo lo que sé?

Falk no contesta. ¡Qué tortura! El mundo no debería existir, el mundo es una terrible equivocación, un aborto absurdo, tan falto de sentido que nada, absolutamente nada importa. A la larga, todo se olvida y acaba por desaparecer, como si no hubiera existido nunca. Y ésta es la idea que de repente insufla a Falk la suficiente fuerza para acometer su acto depravado. Respira hondo y suelta la mano de Siggi.

Cuarteles, cantinas, garajes y edificios de administración rodean el inmenso campo de entrenamiento. Flanqueadas por una bandera con la cruz gamada y la bandera negra de las SS, las tropas en formación de las SS se mueven como un solo hombre con la misma disciplina que el cuerpo del jefe cuando actúa en público. Falk y Siggi cruzan el gimnasio y bajan una escalera hacia los campos de tiro subterráneos, mientras Falk piensa: «¿Qué importa que haya visto por última vez la luz del día?». Una puerta de acero, cuyo objetivo principal es impedir que el jefe sea interrumpido durante sus trascendentes meditaciones, se cierra detrás de ellos.

—Éste no es lugar para niños —advierte el Obersturmführer de turno moviendo la cabeza en medio del fragor y traqueteo de las armas después de haber leído el documento de Mittlstrasser—. En fin, hoy en día toda Alemania está hundida en el caos.

Sí, claro, Mittlstrasser debe de estar implicado en el complot, o tal vez no; a Falk le da igual. Siggi, encantado con el ruido que producen las armas en el interior del espacio de hormigón, grita algo que Falk no logra entender. En la pista de tiro más larga, de unos cien metros, dos tropas en uniforme de batalla disparan ráfagas de metralleta bajo una fuerte luz eléctrica, mientras que unos instructores con prismáticos controlan sus resultados. La segunda pista, donde se dispara con fusiles, es más corta; la tercera, más corta todavía, está fuera de uso. Un Unterscharführer que pasa junto a ellos mira a Siggi y grita:

—¿Ya han llamado a filas a esta quinta?

Falk saca su pistola 7.65 cargada y le muestra a Siggi la recámara con las balas. Luego separa las piernas, sostiene el arma con las dos manos y dispara un tiro que alcanza el vientre de la figura esquemática situada al fondo de la pista. Siggi grita:

—¿Me dejas? Yo también, yo también...

El mundo no existe. Nada es verdad. Nada existe. Falk se agacha y enseña al niño cómo sostener la pistola. En broma dirige el cañón del arma hacia la frente de Siggi y le apunta desde muy cerca. En el instante en que el niño se echa a reír, Falk aprieta el gatillo.

Salpicado de sangre, Falk se queda mirando el punto en que un segundo atrás se dibujaba la risa de Siggi. Nadie ha visto ni ha oído nada. Cierra los ojos de la criatura y deja caer la pistola lentamente, hasta que el cañón roza el cuerpo inmóvil, mientras piensa: «Yo no lo he matado. Hitler lo ha matado. Yo no, Hitler. Yo. Hitler».