15

Herter se inclinó hacia adelante, los codos sobre las rodillas, las manos delante de los ojos. Al prolongarse el silencio, alzó la vista como si despertara de un sueño. Ahora era la habitación la que parecía haberse tornado irreal. En el patio ladraba un perro. Falk también había abierto los ojos; le temblaban las manos. Herter advirtió que el anciano se sentía exhausto pero que a la vez se había quitado un peso de encima. Su terrible historia no hacía sino acentuar el carácter incomprensible de lo sucedido, lo cual constituía al mismo tiempo la prueba de que no era inventada, porque de lo contrario Falk habría hecho encajar todas las piezas del relato. Herter dirigió involuntariamente una mirada al dedo índice de la mano derecha del anciano, el dedo con el que apretó el gatillo cincuenta y cinco años atrás, y tuvo que obligarse a no mirar la foto sobre el televisor. Sesenta y un años tendría en la actualidad Sigfrido Falk, y todavía ignoraría su identidad; cada cierto tiempo visitaría a sus padres en Eben Haëzer con su mujer e hijos.

Falk se puso en pie, entornó la puerta del dormitorio y volvió a sentarse. Tal vez había hablado tan bajo para que Julia no oyera lo que en realidad ya sabía. Al cabo de un instante apareció ella preguntando:

—¿Le apetece a usted una copa de vino?

Si, vino, lo necesitaba de verdad. Ojalá pudiera emborracharse para librarse de la imagen de ese castillo encantado, como Falk lo había llamado —a cuyo lado el castillo de Drácula parecía una bucólica casa de campo—, pero sabía que no lo olvidaría, como tampoco lo había hecho el matrimonio Falk. En la realidad, el lugar en que sucedieron los hechos era actualmente imposible de encontrar, pues al parecer estaba completamente cubierto de árboles y matorrales a través de los que solía abrirse camino cierto tipo de turistas; pero eso era sólo en la realidad, no allí donde realmente importaba.

Se tomaron en silencio el vino barato de supermercado, demasiado dulce, del que no conviene beber más de una copa. Herter sabía que en esos momentos le tocaba hablar a él, pero ¿qué podía decir? Movió la cabeza.

—Es la historia más impresionante que he oído en mi vida. Sólo puedo repetirle lo que ya te he dicho, señor Falk: no tengo palabras.

—No tiene por qué decir nada. Le agradezco que haya querido escucharme. Nos ha ayudado mucho.

—Sí —confirmó Julia mirando en el interior de su copa.

Ya podía ponerse en pie y despedirse, se dijo Herter, pero resultaría una descortesía.

—Y después, ¿qué pasó?

—Al día siguiente, Bormann nos envió un telegrama de pésame de parte de Hitler.

Herter suspiró y permaneció un instante en silencio.

—¿Dónde fue enterrado Siggi?

—En el cementerio de Berchtesgaden, tres días después. Éramos pocos, los padres de Julia, mi madre, Mittlstrasser, la señora Köppe y algunas personas del servicio doméstico. La comedia se prolongó en el cementerio, con nosotros en el papel de padres afligidos.

Julia alzó la vista.

—Éramos los padres afligidos.

—Sí, Julia, claro que lo éramos. Y lo seguimos siendo.

Herter los miró a ambos. Percibió que ese asunto constituía un punto de fricción entre los dos.

—¿Visitó usted alguna vez su tumba? —le preguntó a Julia.

—No. Iban a colocar una lápida con su nombre, pero a nosotros nos trasladaron a otro lugar.

—A La Haya.

—Sí, a la semana siguiente. Según Mittlstrasser, un cambio de aires nos ayudaría a olvidar el trágico accidente.

—¿Sabía Seyss-Inquart algo del asunto?

—No lo sé —respondió Falk—. Creo que no. En cuanto nos vio, nos dio el pésame. ¿Qué razón iban a tener para contárselo?

—Ninguna —asintió Herter con la cabeza—. Para Hitler, Seyss-Inquart no fue tampoco más que un papanatas, por mucho que éste le hubiera entregado Austria.

El teléfono en su bolsillo empezó a vibrar. Herter se excusó y se lo llevó al oído.

—¿Sí?

—Soy yo. ¿Dónde te has metido?

—Estoy en la guerra.

—No olvides nuestro vuelo.

—Voy ahora mismo. —Herter cortó la comunicación y al fin se sintió libre de mirar su reloj: las tres y media—. Era mi amiga, teme que perdamos el avión.

—¿Regresa usted hoy mismo a Amsterdam?

—Sí.

—Estuve una vez en Amsterdam —dijo Falk incorporándose—, durante el llamado invierno del hambre. Aún estaba todo en pie, pero era una ciudad consumida, herida de muerte. Recuerdo los canales llenos de basura flotando de una margen a otra.

Antes de incorporarse él también, Herter cogió el ejemplar de La invención del amor y, con su pluma, escribió en la portadilla:

Para Ullrich Falk,

que en los tiempos del mal

hizo una increíble ofrenda al amor.

Y para Julia.

Rudolf Herter

Viena, noviembre de 1999.

Sopló un poco y cerró el libro para que los ancianos no leyeran la dedicatoria hasta después de su partida.

—¿Tiene una tarjeta de visita? —preguntó Falk.

—A tanto no llego —repuso Herter—, pero le apuntaré mis señas. —Anotó su dirección y número de teléfono en una hoja de su cuaderno de notas que luego arrancó—. Escríbame o llámeme cuando quiera, a cobro revertido, por supuesto.

Falk leyó el papel y, enderezando un poco la espalda, dijo:

—Entregaré esta hoja a la señora Brandtstätter con el encargo de que se ponga en contacto con usted cuando muera el último de nosotros. Después será usted libre para obrar como quiera.

Herter movió la cabeza negativamente.

—A usted le falta todavía mucho para morirse, no me cabe la menor duda. Está usted a punto de entrar en el nuevo siglo.

—Con éste nos basta y nos sobra —dijo Julia con la cara seria.

Se despidieron. Herter besó la mano de Julia y agradeció a Falk la confianza que había depositado en él.

—Al contrario —contestó Falk—. Los agradecidos somos nosotros. Si no hubiera querido escucharnos, no habría quedado absolutamente nada de Siggi, como si no hubiera existido.