Capítulo VIII

Había sido Maxie Schnadig quien me había presentado, unos años antes, a Karen Lundgren. No puedo imaginar qué era lo que había juntado a aquellos dos. No tenían nada en común, lo que se dice nada.

Karen Lundgren era un sueco que se había educado en Oxford, donde había causado cierta sensación a causa de sus proezas atléticas y su rara erudición. Era un gigante de pelo rubio y rizado, que hablaba suavemente y con excesiva educación. Poseía los instintos combinados de la hormiga, la abeja y el castor. Era concienzudo, sistemático, tenaz como un dogo, y lo que quiera que emprendiese lo llevaba a cabo hasta el límite. Jugaba con la misma energía con la que trabajaba. Sin embargo, el trabajo era su pasión. Era capaz de trabajar de pie, sentado o tumbado en la cama. Y, como todas las personas muy trabajadoras, en el fondo era un vago rematado. Siempre que se ponía a hacer algo, primero tenía que idear formas y medios de hacerlo con el menor esfuerzo. No hace falta decir que esos atajos requerían mucho tiempo y esfuerzo. Pero le hacía sentir bien eso de partirse el cuello ideando atajos. Además, su lema era la eficacia. No era sino un artefacto ambulante y hablante para ahorrar esfuerzo.

Por simple que fuera un proyecto, Karen podía volverlo complicado. Yo había conocido con creces su excentricidad, al trabajar de aprendiz suyo en una oficina de investigación antropológica unos años antes. Me había iniciado en las absurdas complejidades de un sistema decimal para archivar que hacía parecer un juego de niños nuestro sistema Dewey. Con el sistema de Karen podíamos clasificar todo lo habido y por haber, desde un par de calcetines de lana blancos hasta las hemorroides.

Como digo, hacía algunos años que no veía a Karen. Siempre lo había considerado un excéntrico y no sentía respeto ni por su jactanciosa inteligencia ni por sus proezas atléticas. Aburrido y laborioso, ésas eran sus características principales. Desde luego, de vez en cuando se reía a carcajadas. Podríamos decir que se reía con demasiadas ganas, y siempre cuando no debía y por la razón por la que no debía. Cultivaba esa capacidad para reírse, del mismo modo que en tiempos había cultivado sus músculos. Tenía la manía de ser todas las cosas para todos los hombres. Tenía la manía, pero le faltaba el gusto.

Ofrezco este esbozo aproximativo de él porque da la casualidad de que vuelvo a estar trabajando con él, trabajando para él. Mona también. Estamos viviendo juntos en la playa en Far Rockaway, en una cabaña que ha levantado él mismo. Para ser exactos, la casa no está del todo acabada. A eso se debe nuestra presencia en ella. Trabajamos sin remuneración y nos contentamos con alojarnos con Karen y su esposa. Todavía queda mucho por hacer. Demasiado. El trabajo empieza en el momento en que abro los ojos y dura hasta que caigo rendido de cansancio.

Retrocedamos un poco… Encontrarnos con Karen en la calle fue providencial. Estábamos literalmente sin un céntimo, cuando apareció. Es que Stanley nos había dicho una noche, al marcharse para el trabajo, que estaba harto de nosotros. Debíamos hacer las maletas y largarnos inmediatamente. Nos ayudaría a hacerlo y nos acompañaría hasta el metro. Ni una palabra más. Naturalmente, yo había estado esperando que algo así ocurriera cualquier día. No estaba enfadado lo más mínimo con él. Al contrario, estaba bastante divertido.

En la entrada del metro nos entregó las maletas, me regaló una moneda de diez centavos y sin darnos la mano se volvió abruptamente y se fue. Sin decir siquiera adiós. Naturalmente, nos metimos en el metro, sin saber qué otra cosa hacer, y emprendimos la marcha. Recorrimos el trayecto de ida y vuelta dos o tres veces mientras intentábamos decidir qué haríamos a continuación. Por fin nos apeamos en Sheridan Square. Apenas habíamos caminado unos pasos, cuando, para mi sorpresa, vi acercarse a Karen Lundgren. Parecía extraordinariamente contento de volver a verme. ¿Qué hacía yo? ¿Habíamos cenado? Y cosas así.

Lo acompañamos a su piso de la ciudad, como lo llamó, y, mientras su mujer preparaba la cena, nos desahogamos. Se alegró aún más al enterarse de nuestra situación.

«Tengo exactamente lo que necesitas, Henry», dijo, con su insensible alegría.

Y se puso a explicarme al instante la naturaleza de su trabajo, que me sonaba a matemáticas superiores, al tiempo que nos servía con profusión cócteles y sandwiches de caviar. Al empezar su discurso, había dado por sentado que yo aceptaría su proyecto. Para dar más interés a la cosa, fingí que iba a tener que pensármelo, que tenía otros planes en perspectiva. Naturalmente, eso sólo sirvió para estimularlo más.

«Quedaros esta noche aquí», nos rogó, «y por la mañana me decís lo que pensáis hacer».

Desde luego, había explicado que, además de desempeñar las funciones de secretario suyo, tendría que echarle una mano en la construcción de la casa. Yo le había avisado con toda franqueza de que no era muy hábil con las manos, pero él había rechazado esa objeción sin darle importancia. Iba a ser divertido, después de trabajar con la cabeza, dedicar unas horas a tareas más humildes. Lo llamó recreación. Y además teníamos la playa: íbamos a poder nadar, jugar a la pelota, remar un poco incluso. De pasada mencionó su biblioteca, su colección de discos, su juego de ajedrez, como diciendo que íbamos a disponer de todos los lujos de un club de primera clase.

Por la mañana dije que sí, naturalmente. Mona estaba entusiasmada. Estaba deseosa de ayudar a la mujer de Karen a hacer las tareas más duras. «De acuerdo», dije, «nada se pierde con probar».

Fuimos en tren a Far Rockaway. Durante todo el viaje Karen no paró de hablar de su trabajo. Deduje que estaba ocupado en la redacción de un libro de estadística. Según él, era una contribución excepcional al tema. La cantidad de datos que había acumulado era enorme, tan enorme, de hecho, que me sentí aterrorizado antes incluso de haber movido un dedo. A su modo habitual se había equipado con toda clase de artefactos, máquinas que, según me aseguró, yo iba a aprender a manejar en un dos por tres. Una de ellas era el dictáfono. Me explicó que le había parecido más útil dictar a la máquina, que era impersonal, que a una secretaria. Naturalmente, habría momentos en que se podría ver obligado a dictar directamente, en cuyo caso yo podría copiarlo a máquina. «No debes preocuparte de la ortografía», añadió. Debo confesar que se me cayó el alma a los pies, cuando me enteré de lo del dictáfono. Sin embargo, no dije nada, me limité a sonreír y dejarle pasar de una cosa a otra.

De lo que no nos había hablado era de los mosquitos.

Había un pequeño almacén, del tamaño suficiente para instalar una cama decrépita, que, según nos indicó, iba a ser nuestra alcoba. En cuanto vi la red sobre la cama, supe lo que nos esperaba. Comenzó al instante, la primera noche. Ninguno de los dos pudimos pegar ojo. Karen intentó quitarle importancia riéndose e instándonos a no hacer nada por un día o dos hasta que nos adaptáramos. Estupendo, pensé. Sumamente decente por su parte, pensé. ¡Un caballero de Oxford, vamos! Pero la segunda noche tampoco dormimos, a pesar de la protección de la red, a pesar de habernos untado todo el cuerpo, como los nadadores que atraviesan el Canal de la Mancha. La tercera noche quemamos yesca china e incienso. Hacia el amanecer, completamente agotados, con los nervios deshechos, nos quedamos traspuestos. Tan pronto como salió el sol, nos zambullimos en el mar.

Después de haber desayunado aquella mañana fue cuando Karen anunció que debíamos empezar a trabajar en serio. Su mujer llevó aparte a Mona para explicarle sus deberes. Karen necesitó casi toda la mañana para explicarme los mecanismos de las diferentes máquinas que le parecían inestimables para su trabajo. Había una auténtica montaña de papeles con datos que yo debía transcribir en la máquina de escribir. En cuanto a los gráficos y diagramas, las reglas, compases y triángulos, las reglas de cálculo, el sistema de fichas y los mil y un detalles con que había de familiarizarme, eso podía esperar unos días. Tenía que ir despejando el montón de papeles y después, si todavía había bastante luz, debía ayudarlo con el techo.

Nunca olvidaré aquel primer día de trabajo con el maldito dictáfono. Creí que me volvería loco. Era como manejar una máquina de coser, un conmutador y un fonógrafo a la vez. Tenía que usar simultáneamente manos, pies, oídos y ojos. Si hubiera sido un poquito más polifacético, podría haber barrido la habitación al mismo tiempo. Por supuesto, las diez primeras hojas no tenían el menor sentido. No sólo escribí lo que no debía, sino que, además, me comí frases enteras y empecé otras por el medio o cerca del final. Me gustaría haber conservado una copia del trabajo de aquel primer día: habría sido algo equiparable a los disparates escritos a sangre fría por Gertrude Stein. Aun cuando hubiera transcrito correctamente, las palabras habrían carecido del menor sentido para mí. La terminología entera, por no hablar de su pesado y torpe estilo, era como chino para mí. Igual podría haber escrito números de teléfono.

Karen, como quien está acostumbrado a adiestrar a animales, hombre de paciencia y perseverancia infinitas, fingió que no lo había hecho nada mal. Incluso intentó bromear un poco sobre ello, leyendo algunas de aquellas frases descabelladas. «Tardarás un tiempo», dijo, «pero ya le cogerás el tranquillo». Y después, para añadir un poco de salsa: «La verdad es que estoy avergonzado de pedirte que hagas esta clase de trabajo, Henry. No puedes imaginarte cómo aprecio tu ayuda. No sé qué habría hecho, si no te hubiera encontrado». Habría hablado de forma muy parecida, si hubiese estado dándome lecciones de jiu-jitsu, en lo que era un maestro, al parecer. Me lo imaginaba perfectamente recogiéndome, tras haberme hecho girar por el aire a veinte pies de altura, y diciéndome solícito: «Lo siento, chico, pero al cabo de unos días le cogerás el tranquillo. ¿Te has hecho mucho daño?».

Lo que yo deseaba más que nada era un buen trago. Pero Karen raras veces bebía. Cuando quería relajarse, empleaba sus energías en un tipo diferente de trabajo. Trabajar era su pasión. Trabajaba mientras dormía. Lo digo en serio. Al quedarse dormido se planteaba un problema que su inconsciente debía resolver durante la noche.

Lo mejor que pude sacarle fue una coca-cola. Ni siquiera eso pude disfrutarlo en paz, pues, mientras la sorbía despacio, estuvo ocupado explicándome los problemas del día siguiente. Lo que me molestaba más que nada era su forma de explicar las cosas. Era uno de esos idiotas que creen que los diagramas facilitan la comprensión de las cosas. Para mí, todo lo que se parezca a un gráfico o un diagrama significa confusión irremediable. Tengo que ponerme de cabeza para leer los planos más simples. Intenté decírselo pero insistió en que yo había recibido una educación inadecuada, en que me bastaría un poco de paciencia para aprender pronto a leer los gráficos y diagramas con facilidad… y deleite.

«Es como las matemáticas», me dijo.

«Pero detesto las matemáticas», protesté.

«No se debe decir una cosa así, Henry. ¿Cómo se puede detestar algo útil? Las matemáticas son simplemente otro instrumento a nuestro servicio». Y entonces se explayó ad nauseam sobre las maravillas y beneficios de una ciencia por la que yo no sentía el menor interés. Pero yo siempre sabía escuchar. Y ya había descubierto, en el plazo de unos días, que un modo de reducir la jornada de trabajo era enredarlo en semejantes discusiones prolongadas. El hecho de que yo escuchara de tan buen grado le hacía sentir que estaba seduciéndome de verdad. De vez en cuando intercalaba una pregunta, con el fin de posponer por unos minutos más la inevitable vuelta al tajo. Por supuesto, nada de lo que me decía sobre las matemáticas me impresionaba lo más mínimo. Por un oído me entraba y por el otro me salía.

«Mira», decía, con toda la seriedad de los fatuos, «no es ni con mucho tan complicado como te imaginabas. En un dos por tres haré de ti un matemático».

Mientras tanto Mona estaba recibiendo su educación en la cocina. Durante todo el día oía el tintineo de los platos. Me preguntaba qué demonios andaban haciendo allí. Parecía un zafarrancho de limpieza. Cuando nos fuimos a la cama, me enteré de que Lotta, la mujer de Karen, había dejado acumular los platos sucios durante una semana. Al parecer, no le gustaba el trabajo de la casa. Era una artista. Karen nunca se quejaba. Quería que fuese una artista: es decir, después de que hubiera hecho las faenas domésticas y le hubiese ayudado a él de todos los modos posibles. Él, por su parte, nunca ponía los pies en la cocina. Nunca advertía el estado de los platos ni de los cubiertos, como tampoco advertía qué clase de comida le servían. Comía sin deleite, para llenar la andorga, y, cuando había acabado, apartaba los platos y se ponía a hacer cálculos sobre el mantel o, si no había mantel, en la mesa misma. Todo lo hacía pausadamente, y con penosa deliberación, lo que en sí era suficiente para volverme loco. Dondequiera que trabajase había suciedad, desorden y un montón de trastos inútiles. Si tendía la mano para coger algo, primero tenía que apartar una docena de obstáculos. Si el cuchillo que cogía estaba sucio, lo limpiaba despacio y deliberadamente con el mantel o con su pañuelo. Siempre sin agitarse ni emocionarse. Siempre presionando y empujando hacia adelante, como un glaciar en su inexorable avance. A veces tres cigarrillos ardiendo a la vez junto a él. Nunca dejaba de fumar, ni siquiera en la cama. Las colillas se acumulaban como excrementos de oveja. Su mujer era también una fumadora empedernida, fumaba como un carretero.

Los cigarrillos era una cosa de la que teníamos surtido en abundancia. La comida, eso ya era otro cantar. La comida se distribuía con parquedad y del modo menos apetitoso. Naturalmente, Mona se había ofrecido para aliviar a Lotta del peso de la cocina, pero Lotta no quiso ni oír hablar de eso. Pronto descubrimos por qué. Era tacaña. Temía que Mona preparara comidas suculentas y generosas. ¡En eso no se equivocaba! Apoderarnos de la cocina y organizar un festín era nuestra única idea fija. No dejábamos de rezar por que se fueran a la ciudad a pasar unos días y nos dejasen encargarnos de la comida. Entonces disfrutaríamos por fin de una buena comida.

«Lo que me gustaría», decía Mona, «sería un buen rosbif».

«A mí dame pollo… o un buen pato asado».

«Me gustaría comer boniatos, para variar».

«También a mí me irían bien, sólo que acompáñalos de una rica salsa».

Era como en el tenis. Cual dos pavos hambrientos, nos pasábamos la comida fantasma como una pelota. ¡Si por lo menos se largaran! Dios Santo, la vista de las latas de sardinas, de pifia en rodajas, de bolsas de patatas fritas nos ponía enfermos. Los dos se pasaban el santo día mordisqueando como ratones. Nunca vino, ni por asomo, jamás una gota de whisky. Sólo coca-cola y zarzaparrilla.

No puedo decir que Karen fuese tacaño. No, era insensible, distraído. Cuando un día lo informé de que no recibíamos comida suficiente, se mostró consternado. «¿Qué os gustaría comer?», me preguntó. Y al instante dejó el trabajo, se puso en pie, pidió prestado el coche a un vecino y nos llevó a escape a la ciudad, donde fuimos de una tienda a otra encargando provisiones. Era típico de él reaccionar de ese modo. Siempre se iba a los extremos. Con ello se proponía, de forma totalmente inconsciente, estoy convencido, hacerte sentir ligeramente asqueado de ti minino «¿Comida? ¿Eso es todo lo que quieres?», parecía decir, «eso es fácil, vamos a comprar montones de comida, en cantidad suficiente para sofocar a un caballo». Su exagerada disposición para agradarnos daba a entender otra cosa más. «¿Comida? Pero, bueno, si eso es una menudencia. Por supuesto, que podemos conseguiros comida. Pensaba que teníais preocupaciones más profundas».

Naturalmente, su mujer se sintió consternada cuando vio el cargamento que trajimos. Yo había pedido a Karen que no dijera nada a su mujer de nuestro hambre. En consecuencia, fingió estar proveyéndose para un día de lluvia. «Las existencias de la despensa estaban bajando», explicó. Pero, cuando añadió que a Mona le gustaría prepararnos la cena, a ella se le ensombreció la cara. Por un instante pasó por su semblante la expresión horrorizada del avaro que ve amenazado su tesoro. Una vez más Karen estuvo al quite: «Querida, he pensado que te gustaría que alguien hiciera la comida, para variar. Al parecer, Mona es una cocinera excelente. Esta noche vamos a cenar filet mignon: ¿qué te parece?». Por supuesto, Lotta tuvo que fingir estar encantada.

Convertimos la cena en un acontecimiento. Además de las cebollas fritas y puré de patatas, tomamos potaje de maíz, habas, remolachas y coles de Bruselas, acompañado de apio, aceitunas rellenas y rábanos. Para beber, vino tinto y blanco, el mejor que había. Hubo tres clases de queso, seguido de fresas con nata. Para variar, tomamos un café excelente, que preparé yo mismo. Café bueno y fuerte con un poco de achicoria. Lo único que faltó fue un buen licor y habanos.

Karen disfrutó con la comida inmensamente. Se comportó como un hombre diferente. Bromeó, contó historias, rió hasta desternillarse, y en ningún momento se refirió a su trabajo. Hacia el final de la cena hasta intentó cantar.

«No ha estado mal, ¿eh?», dije.

«Henry, deberíamos hacer esto más a menudo», respondió. Miró a Lotta en busca de su aprobación. Ella le ofreció una sonrisa débil y sombría, que le contrajo la cara. Era evidente que estaba haciendo esfuerzos desesperados para calcular el coste de la comilona. De repente, Karen apartó hacia atrás su silla y se levantó de la mesa. Pensé que iba a traer sus gráficos y diagramas a la mesa. Pero, en lugar de eso, fue a la habitación contigua y volvió en un santiamén con un libro. Me lo agitó ante los ojos.

«¿Has leído esto, Henry?», preguntó.

Miré el título. «No», dije. «No he oído hablar de él nunca».

Karen pasó el libro a su mujer y le pidió que nos leyera un trozo. Me esperaba algo deprimente, e instintivamente me serví un poco más de vino.

Lotta pasó las páginas solemnemente, buscando uno de sus pasajes favoritos.

«Lee por cualquier página», dijo Karen. «Es bueno desde la primera hasta la última».

Lotta dejó de manosear las páginas y levantó la vista. Su expresión cambió de pronto. Por primera vez vi su semblante iluminado. Hasta su voz se había transformado. Se había convertido en una diseuse.

«Es el capítulo tercero», empezó a decir, «de The Crock of Gold de James Stephens».

«¡Y un tesoro de libro, además!», la interrumpió Karen alegremente. Acto seguido, apartó un poquito su silla hacia atrás y colocó su enorme pie sobre el brazo del sillón que había cerca. «Ahora vais a oír algo bueno, vosotros dos».

Lotta empezó: «Es un diálogo entre el Filósofo y un granjero llamado Meehawl MacMurrachu. Acaban de saludarse». Comenzó a leer:

«“¿Dónde está el otro?”, dijo (el granjero).

»“¡Ah!”, dijo el Filósofo.

»“¿Tal vez esté fuera?”.

»“Pues, sí, tal vez”, dijo el Filósofo gravemente.

»“Bueno, no importa”, dijo el visitante, “pues usted por sí solo tiene sabiduría para llenar un camión. La razón por la que he venido hoy aquí es para pedirle su honorable consejo sobre la tabla de lavar de mi esposa. Sólo hace dos años que la tiene, y la última vez que la usó fue cuando lavó mi camisa de los domingos y su blusa negra con esas cosas rojas… ¿sabe cuál le digo?”.

»“No, no sé cuál”, dijo el Filósofo.

»“Bueno, da igual, la tabla ha desaparecido, y mi esposa dice que o bien se la llevaron los duendes o bien Bessie Hannigan… ¿conoce usted a Bessie Hannigan? ¡La que tiene barbas de chivo y cojea de una pierna!”.

»“No, no la conozco”, dijo el Filósofo.

»“No importa”, dijo Meehawl MacMurrachu. “Ella no la cogió, porque mi esposa la hizo salir ayer y la entretuvo hablando durante dos horas, mientras yo registraba todo en su casita: la tabla de lavar no estaba allí”.

»“No debía estar allí”, dijo el Filósofo.

»“Tal vez Su Señoría pueda decirle a un servidor dónde está, entonces”.

»“Tal vez”, dijo el Filósofo. “¿Escucha usted?”.

»“Sí”, dijo Meehawl MacMurrachu.

»El filósofo acercó más su silla al visitante hasta que sus rodillas se tocaron. Posó ambas manos en las rodillas de Meehawl MacMurrachu…

»“Lavarse es una costumbre extraordinaria”, dijo. “Nos lavan tanto al venir a este mundo como al abandonarlo, y ni el primer lavado nos da placer ni el último nos sirve para nada”.

»“Tiene usted razón, señor”, dijo Meehawl MacMurrachu.

»“Mucha gente considera que los lavados suplementarios sólo se deben al hábito. Ahora bien, el hábito es continuidad en la acción, cosa de lo más detestable y muy difícil de eliminar. Un proverbio es más oportuno que un mandamiento, y las locuras de nuestros antepasados son de mayor importancia para nosotros que el bienestar de nuestra posteridad.”».

Al llegar a ese punto Karen interrumpió a su esposa para preguntar si nos gustaba el pasaje.

«Me gusta mucho», dije. «¡Que siga!».

«¡Sigue!», dijo Karen, arrellanándose aún más cómodamente en su silla.

Lotta siguió leyendo. Tenía una voz excelente y sabía reproducir el acento irlandés con maestría. El diálogo se volvía cada vez más gracioso. Karen empezó a reírse entre dientes y después empezó a lanzar carcajadas como una hiena. Las lágrimas le corrían por el rostro.

«Ten cuidado, Karen», le pidió su esposa, dejando descansar el libro un momento. «Tengo miedo de que te dé hipo».

«No me importa», dijo Karen, «vale la pena que le dé a uno hipo».

«Pero recuerda que la última vez que ocurrió tuvimos que llamar a un médico».

«Es igual», dijo Karen. «Me gustaría oír el final».

Y volvió a estallar en carcajadas. Era aterrador oírlo reír. No tenía el menor control. Me pregunté para mis adentros si podría llorar con la misma intensidad. Sería como para dejarlo a uno hecho cisco.

Lotta esperó a que se calmara, después reanudó la lectura:

«“¿Ha oído usted hablar alguna vez, señor, del pez que Paudeen MacLaughlin atrapó en el sombrero del policía?”.

»“No”, dijo el Filósofo. “La primera persona que se lavó fue probablemente alguien que buscaba una notoriedad de poca monta. Cualquier tonto puede lavarse, pero todos los hombres sabios saben que es un esfuerzo innecesario, pues la naturaleza volverá a reducirlo rápidamente a una suciedad natural y saludable. Así, pues, no deberíamos buscar la forma de limpiarnos, sino el modo de alcanzar una suciedad más excepcional y espléndida, y tal vez las capas acumuladas de materia, mediante la acción geológica ordinaria, llegarían a incorporarse a la cutícula humana, con lo que volverían innecesarios los vestidos…”.

»“En relación con esa tabla de lavar”, dijo Meehawl, “iba a decir…”.

»“No tiene importancia”, dijo el Filósofo. “En el lugar apropiado yo…”».

En ese punto Lotta tuvo que cerrar el libro. Karen se reía, si es que podía llamarse así, con violencia tan incontrolable, que los ojos se le salían de las órbitas. Yo pensaba que le iba a dar un ataque.

«¡Querido, querido!», saltó la voz angustiada de Lotta, en un tono de inquietud de que yo no la había creído capaz. «Por favor, querido, ¡cálmate!».

Karen siguió estremeciéndose con espasmos que ahora sonaban más a sollozos. Me levanté y le di un violento golpe en la espalda. Al instante desapareció la conmoción. Me miró agradecido. Después tosió y resolló y se sonó la nariz vigorosamente, al tiempo que se limpiaba las lágrimas con la manga de la chaqueta.

«Henry, la próxima vez usa un mazo», farfulló. «O una almádena».

«Descuida, que lo haré», dije.

Empezó a reírse entre dientes otra vez.

«¡No, por favor!», suplicó Lotta. «Ya ha tenido bastante por esta noche».

«La verdad es que ha sido una velada maravillosa», dijo Mona. «Me está empezando a gustar estar aquí. Y qué maravillosamente has leído», dijo, dirigiéndose a Lotta.

«En tiempos actué en el teatro», dijo Lotta modestamente.

«Era lo que me parecía», dijo Mona. «Yo también».

Lota arqueó las cejas. «¿De verdad?». Había en su voz un matiz sarcástico.

«Pues, claro», dijo Mona, sin inmutarse, «actué en el Theatre Guild».

«¡Mira, mira!», dijo Karen, volviendo a sus modales de Oxford.

«¿Qué tiene de extraño?», le pregunté. «¿Es que no pensabas que tuviera talento?».

«Pero, hombre, Henry», dijo Karen, apretándome la mano, «eres un bruto susceptible, ¿eh? Me estaba felicitando por nuestra suerte. Nos turnaremos en la lectura una noche. Yo también hice mis pinitos en el teatro, ¿sabes?».

«Y en tiempos yo fui trapecista», repliqué.

«¡No me digas!», exclamaron a la vez Lotta y Karen.

«¿Nunca te lo había contado? Creía que lo sabías».

Por alguna razón extraña aquella mentira inocente los impresionó. Si hubiera dicho que en tiempos había sido ministro del gobierno, no podría haberles producido una impresión tan tremenda. Era asombroso lo limitado que era su sentido del humor. Naturalmente, me explayé sobre mi virtuosidad. Mona me echaba un cable de vez en cuando. Escucharon como embelesados.

Cuando hube acabado, Karen comentó con seriedad: «Entre otras cosas, Henry, no te falta habilidad para contar historias. Tienes que contarnos otras así, cuando estemos de humor».

El día siguiente, como para compensar el gasto extravagante del día anterior, Karen estaba decidido a ponerse con el techo. Primero había que cubrirlo de ripias y después revestirlo de alquitrán. Y yo, que no era capaz de clavar un clavo sin que se me doblara, era quien iba a hacerlo… bajo su dirección. Afortunadamente, fue necesario cierto tiempo para encontrar la escalera adecuada, los clavos idóneos, el martillo y el serrucho y una docena de otras herramientas que, según él, podían resultar útiles. Lo que siguió fue de película de Laurel y Hardy. En primer lugar insistí en que me proporcionaran un par de guantes viejos para no clavarme astillas en las manos. Dejé claro como un teorema euclidiano que con astillas en los dedos no iba a poder escribir a máquina y eso significaría que no iba a poder trabajar con el dictáfono. Después, insistí en que me dieran un par de zapatillas para no resbalar y romperme la crisma. Karen movió la cabeza en señal de aprobación con la mayor seriedad. Era la clase de persona que, para conseguir de ti la máxima cantidad de trabajo, sería capaz de llevarte al retrete, en caso necesario, y limpiarte el culo. Para entonces ya había quedado claro que iba a necesitar mucha ayuda para arreglar el techo. Mona debía estar presente para el caso de que alguien cayera al suelo; también tenía que ir a buscarnos limonadas frías a ratos. Por supuesto, Karen ya había dibujado varios diagramas que explicaban cómo había que ajustar las ripias unas con otras. Naturalmente, no saqué el menor provecho de esas explicaciones. Sólo tenía una idea en la cabeza: empezar a dar martillazos sin parar y como un demonio y que las ripias cayeran donde fuese.

Para hacer ejercicio de calentamiento propuse practicar primero caminando por la parhilera. Karen, sin dejar de asentir con la cabeza en señal de aprobación, quiso dejarme un paraguas, pero ante eso Mona se echó a reír con tantas ganas, que abandonó la idea. Subí la escalera con la agilidad de un gato, me alcé hasta la parhilera y comencé mis ejercicios sobre la cuerda floja. Lotta me miraba con terror reprimido, con la mente enfrascada sin lugar a dudas en el cálculo de los gastos de hospital, en caso de que resbalara y me rompiese una pierna. Era un día tórrido, con enjambres de moscas picando como furias. Llevaba puesto un sombrero mexicano que me estaba muy grande y que no dejaba de caerme sobre los ojos. Cuando bajé, se me ocurrió ponerme el bañador. Karen pensó hacer lo mismo. Eso nos ocupó un poco más de tiempo.

Por fin, ya no quedaba más remedio que empezar. Subí la escalera con el martillo bajo el brazo y un cubilete con clavos en la mano. Se acercaba el mediodía. Karen había construido una plataforma sobre ruedas desde la que descargaba las ripias y daba instrucciones. Parecía un cartaginés preparando las defensas de la ciudad. Las mujeres permanecían abajo, cloqueando sin parar como gallinas, listas para cogerme si me caía.

Coloqué la primera ripia y cogí el martillo para clavar el primer clavo. Erré el martillazo por un centímetro o dos y la ripia salió volando como una cometa. Me quedé tan sorprendido, tan pasmado, que se me cayó el martillo de las manos y el cubilete de los clavos fue a parar al suelo. Karen, sin inmutarse, dio la orden de que me quedara donde estaba: las mujeres recogerían el martillo y los clavos. Fue Lotta la que corrió a la cocina para recuperar el martillo. Cuando volvió, me enteré de que había roto la tetera y unos platos. Mona, a gatas, recogía los clavos tan rápido, que se le caían de la mano antes de poder meterlos en el cubilete.

«¡Despacio, despacio!», gritó Karen. «¿Todo listo ahí arriba, Henry? ¡Ahora con calma!».

Al oír aquello me entró la risa. La situación me recordaba demasiado claramente las espantosas ocasiones del pasado en que mi madre y mi hermana me ayudaban a colocar los toldos… en la fachada del primer piso. Sólo un fabricante de toldos tiene idea de lo complicado que puede ser un toldo. Hay que tener en cuenta no sólo las varillas y faldones, los pernos y tornillos, las poleas y cuerdas, sino también cien dificultades que te dejan perplejo y que surgen después de que hayas subido a la escalera y te hayas sujetado con cuidado en el borde de la ventana doble. No sé por qué, parecía que, siempre que mi madre decidía colocar los toldos, soplaba un ventarrón. Cuando tenía cogido el toldo agitado por el viento con una mano y el martillo con la otra, mi madre intentaba pasarme las diferentes cosas que necesitaba y que mi hermana le había entregado. El simple hecho de mantenerme bien sujeto con las piernas sin dejar que el toldo me arrastrara por el aire era ya una hazaña. Los brazos se me cansaban antes de haber clavado el primer clavo. Me veía obligado a desmontar todo el maldito entramado y bajar a tomar aliento. Mi madre pasaba todo el rato mascullando y quejándose: «Pero, si es tan sencillo; yo podría ponerlos en diez minutos, si no tuviera este reumatismo». Al volver a empezar, se veía obligada a explicarme todo desde el principio: qué parte iba fuera y cuál dentro. Para mí era como hacer algo al revés. Una vez que volvía a estar en la posición requerida, se me caía el martillo de las manos, y me quedaba allí sentado forcejeando con la cavidad del toldo, mientras mi hermana corría abajo a buscarlo. Tardaba por lo menos una hora en poner un toldo. Al llegar a ese punto nunca dejaba de decir: «¿Por qué no dejamos los otros para mañana?». Ante lo cual mi madre se ponía furiosa, horrorizada de pensar en lo que dirían los vecinos al ver sólo un toldo en su sitio. A veces, en ese momento yo sugería que llamáramos a un vecino para que acabase Ja tarea y me ofrecía a pagarle generosamente de mi propio bolsillo. Pero eso encolerizaba todavía más a mi madre. En su opinión, era un pecado pagar dinero por una tarea que podía uno hacer. Para cuando acabábamos, siempre tenía algunas magulladuras. «Te está bien empleado», decía mi madre. «Debería darte vergüenza. Eres tan inútil como tu padre».

Sentado a horcajadas en la parhilera y riéndome para mis adentros, me felicitaba de que estuviéramos haciendo algo que no fuese el trabajo con el dictáfono. Sabía que por la noche iba a tener la espalda tan quemada por el sol, que la mañana siguiente no iba a poder trabajar. Estupendo. Eso me daría la oportunidad de leer algo interesante. Me estaba volviendo estúpido de no leer otra cosa que la jerigonza estadística. Comprendía que Karen intentaría encontrar algo «ligero» para que lo hiciese mientras estuviera tumbado boca abajo, pero sabía hacerle desistir de esa clase de intentos.

En fin, volvimos a empezar, lenta y deliberadamente esa vez. La forma como me ponía manos a la obra con un clavo habría vuelto loca a cualquier persona normal. Pero Karen era cualquier cosa menos un individuo normal. Desde su torre cartaginesa seguía colmándome de órdenes y alientos. Por qué no colocaba las ripias él mismo y me dejaba a mí pasárselas era algo que yo no podía entender. Pero él sólo estaba feliz dirigiendo. Hasta cuando lo que tenía que hacer era una cosa sencilla, era capaz de romperla en una multitud de partes componentes que necesitarían la cooperación de varios individuos. Nunca le importaba lo que se tardara en acabar una tarea; lo único que importaba era que se hiciese como él quería, es decir, del modo más largo y complicado. A eso era a lo que llamaba «eficacia». La había aprendido en Alemania, cuando estudiaba la fabricación de órganos. (¿Por qué órganos? Para poder apreciar mejor la música).

Sólo llevaba puestas unas cuantas ripias, cuando llegó la llamada para comer. Era una comida fría hecha con las sobras del banquete del día anterior. «Una ensalada», la llamó Lotta. Por fortuna, había unas cuantas botellas de cerveza para poderla pasar. Hasta tomamos unas uvas. Me las comí despacio, una a una, estirando los minutos. Ya empezaba a pelárseme la espalda. Mona quería que me pusiera una camisa. Les aseguré que me ponía moreno en seguida. No quería ni pensar en ponerme una camisa. Karen, que no era del todo tonto, sugirió que suspendiéramos el trabajo del techo hasta la tarde y nos pusiésemos con algo «ligero». Empezó a explicar que había hecho algunos gráficos complicados que había que corregir y rehacer.

«No, sigamos con el techo», insistí. «Ya le estoy cogiendo el tranquillo».

Como le pareció plausible y lógico, Karen optó por que volviéramos a ponernos con el techo. Volvimos a subir la escalera, hicimos un poco de ejercicio de pies en la parhilera y nos pusimos a clavar clavos. Al poco tiempo el sudor me salía a borbotones. Cuanto más respiraba, más zumbaban y picaban las moscas. Mi espalda parecía un filete crudo. Aceleré el ritmo ostensiblemente.

«¡Buen trabajo, Henry!», gritó Karen. «A este ritmo en un día o dos habremos acabado».

Apenas acababan de salirle las palabras de la boca, cuando una ripia voló hacia el cielo y le acertó en el ojo. Le hizo un corte del que la sangre le goteaba hasta el ojo.

«Oh, querido, ¿estás herido?», gritó Lotta.

«No es nada», dijo Karen. «Sigue, Henry».

«Voy a por yodo», gritó Lotta, al tiempo que entraba corriendo en la casa.

Sin la menor intención dejé caer el martillo de la mano. Por un agujero del revestimiento fue a caer precisamente en la cabeza de Lotta. Lanzó un alarido, como si la hubiera mordido un tiburón, y, al oírlo, Karen bajó a gatas de su percha.

Era hora de hacer un alto. Hubo que llevar a Lotta a la cama con una compresa fría en la cabeza. Karen llevaba un gran parche de esparadrapo sobre el ojo izquierdo. En ningún momento pronunció una palabra de queja.

«Supongo que tendrás que hacer la cena de nuevo esta noche», dijo a Mona. Me pareció que había un secreto matiz de placer en su voz. A Mona y a mí nos resultó difícil contener el júbilo. Esperamos un rato antes de sacar a colación el tema del menú.

«Prepara cualquier cosa que te guste», dijo Karen.

«¿Qué tal chuletas de cordero?:», intervine. «Unas chuletitas de cordero con guisantes a la francesa y quizá alcachofas también: ¿qué tal estaría?».

A Karen le parecía que sería excelente.

«No te importa, ¿verdad?», preguntó a Mona.

«En absoluto», dijo ella. «Es un placer». Después, como si se le acabara de ocurrir, añadió: «¿No trajimos ayer un poco de Riesling? Creo que una botella de Riesling iría bien con las chuletas».

«Justo lo que nos hacía falta», dijo Karen.

Me di una ducha y me puse el pijama. La perspectiva de disfrutar de una buena comida me reanimó. Estaba dispuesto a sentarme a trabajar un poco con el dictáfono para mostrar mi agradecimiento.

«Creo que será mejor que descanses», dijo Karen. «Mañana vas a tener agujetas».

«¿Y los gráficos?», dije. «Mira, me gustaría hacer algo, de verdad. Siento haber estado tan torpe».

«¡Bah! ¡Bah!», dijo Karen. «Ha sido una buena jornada de trabajo. Descansa hasta la hora de cenar».

«Muy bien, si insistes. De acuerdo».

Abrí una botella de cerveza y me dejé caer en el sillón.

Así iban las cosas au bord de la mer. Grandes bancos de arena, con un oleaje en aumento que te resonaba en los oídos por la noche como el repiqueteo de una toccata estupenda. De vez en cuando tormentas de arena. La arena se colaba por todas partes, hasta por los cristales, parecía.

Todos éramos buenos nadadores; subíamos y bajábamos en el potente oleaje como nutrias. Karen, siempre intentando mejorar las cosas, usaba un colchón de goma inflado. Tras haberse echado una siesta en el seno de las profundidades, se alejaba nadando una milla o dos y nos daba un buen susto a todos.

Por las noches le gustaba jugar. Siempre jugaba con la mayor seriedad, ya se tratara de pinochle, chibbage, damas, casino, whist, fan-tan, dominó, euchre o chaquete. No creo que hubiera un juego con el que no estuviese familiarizado. Parte de su educación general, ¿no? El individuo completo. Sabía jugar a la rayuela o a la rana con la misma seriedad, ahínco y destreza. En cierta ocasión, en que fui a la ciudad con él, propuse que entráramos en unos billares y echásemos una partida. Me preguntó si quería jugar yo primero. Sin pensarlo, dije: «No, empieza tú». Lo hizo. Limpió la mesa cuatro veces antes de que yo tuviera la oportunidad de usar el taco. Cuando, por fin, me llegó mi turno, propuse que nos fuéramos a casa. «La próxima vez empiezas tú», dijo, dando a entender que eso me daría una oportunidad. En ningún momento se le ocurrió que, precisamente por ser un experto, habría sido elegante fallar alguna tacada de vez en cuando. Jugar al ping-pong con él era inútil; sólo Bill Tiden habría podido devolver sus saques. El único juego en que yo podría haber tenido una oportunidad de resarcirme era los dados, pero nunca me ha gustado; es aburrido.

Una noche, tras hablar de algunos libros sobre ocultismo, le recordé la vez que habíamos hecho un viaje Hudson arriba en un barco de recreo. «¿Recuerdas cómo hacíamos bailar la ouija?». Se le iluminó la cara. Por supuesto, que se acordaba. Le gustaría volver a probar, si me apetecía. Improvisaría una tablilla.

Estuvimos sentados aquella noche hasta las dos de la mañana haciendo bailar el maldito chisme. Debimos de establecer muchas conexiones en el reino astral, a juzgar por el tiempo que transcurrió. Como de costumbre, fui yo quien convocó a las figuras excéntricas: Jacob Boehme, Swedenborg, Paracelso, Nostradamus, Claude Saint-Martin, Ignacio de Loyola, el Marqués de Sade y demás. Karen tomaba notas de los mensajes que recibíamos. Dijo que el día siguiente los dictaría al dictáfono. Para ser archivados bajo 1.352-Cz 240.(18), que era el índice exacto para el material procedente de los espíritus difuntos mediante la ouija en semejante noche y en la región de las Rockaways. Semanas después fue cuando condensé esa ficha particular. Había olvidado por completo el incidente. De repente, en la seria voz de Karen empecé a recibir inesperadamente estos mensajes demenciales… «Buena comida. El tiempo está pesado. Macana entretenimientos coronarios. Paracelso». Empecé a desternillarme de risa. Así, que, ¡el idiota estaba archivando de verdad esas cosas! Sentí curiosidad por saber qué otras cosas podía haber metido bajo esa clasificación. Primero consulté las fichas. Había por lo menos cincuenta remisiones indicadas. Cada una de ellas era más absurda que la anterior. Saqué las carpetas y los archivadores en que estaban guardados los documentos. Sus notas y apuntes estaban garrapateados en garabatos diminutos sobre trozos de papel, muchos de ellos en servilletas de papel, secantes, menús, recibos. A veces se trataba de una simple frase que un amigo había dejado caer mientras conversaban en el metro; otras veces era una idea embrionaria que se le había ocurrido mientras jiñaba. A veces era una página arrancada de un libro… con el título, el autor, la editorial y el lugar siempre anotados cuidadosamente, así como la fecha en que lo había descubierto. Había bibliografías en por lo menos una docena de idiomas, incluidos el chino y el persa.

Un gráfico curioso me interesó enormemente; tenía intención de sonsacarle datos sobre él un día, pero nunca lo hice. Por lo que pude deducir, representaba el mapa de una región singular del limbo, cuyos límites le habían indicado en una sesión con una médium. Parecía una visión geodésica y panorámica de un mal sueño. Los nombres de los lugares estaban escritos en una lengua que nadie podía entender. Pero Karen había dado una traducción aproximada en unas hojas aparte. «Notas», rezaba: «Las siguientes traducciones de nombres de lugares del decanato cuaternario de Devachan, ofrecidas por de Quincey a través de la señora X. Se dice que Coleridge las verificó antes de su muerte, pero los documentos en que aparece el testimonio se han perdido momentáneamente». Lo singular de ese intangible sector del más allá era esto: en sus confines, tal vez imaginarios, se congregaban los espectros de personalidades tan diversas e interesantes como Pitágoras, Heráclito, Longinos, Virgilio, Hermes Trimegisto, Apolonio de Tiana, Moctezuma, Jenofonte, Jan van Ruysbroeck, Nicolás de Cusa, el maestro Erckhart, San Bernardo de Claraval, Asoka, San Francisco de Sales, Fénelon, Chuang Tzu, Nostradamus, Saladino, la papisa Juana, San Vicente de Paul, Paracelso, Malatesta, Orígenes, junto con un círculo de santas. Le hubiera gustado a uno saber qué había reunido a aquella conglomeración de almas. Le hubiera gustado a uno saber de qué hablaban en el misterioso lenguaje de los difuntos. Le hubiera gustado a uno saber si los grandes problemas que los habían atormentado en la tierra habían quedado resueltos por fin. Le hubiera gustado a uno saber si se asociaban en divina armonía. Guerreros, santos, místicos, sabios, magos, mártires, reyes, taumaturgos… ¡Qué asamblea! ¡Qué no habría dado uno por estar con ellos un solo día!

Como digo, por alguna razón misteriosa llamé la atención de Karen sobre aquel tema. En realidad, era poco, aparte de nuestro trabajo, lo que comentaba con él; primero, por su gran reserva; segundo, porque introducir aunque sólo fuera un simple detalle significaba tener que escuchar una arenga inacabable; tercero, porque me sentía intimidado por el vasto dominio de conocimientos que demostraba poseer. Me contentaba con hojear sus libros, que abarcaban una enorme gama de temas. Leía griego, latín, hebreo y sánscrito con aparente facilidad, y hablaba con fluidez en una docena de idiomas vivos, incluidos el ruso, el turco y el árabe. Los títulos de sus libros eran suficientes para hacer que me diese vueltas la cabeza. Sin embargo, lo que me asombraba era que tan poca cantidad de ese acopio de erudición se filtrase en nuestras charlas diarias. A veces tenía la sensación de que me consideraba un completo ignorante. Otras veces me desconcertaba planteándome preguntas que sólo un Santo Tomás de Aquino habría podido responder. De vez en cuando me daba la impresión de ser simplemente un niño con un cerebro superdesarrollado. Tenía poco humor y casi ninguna imaginación. Exteriormente, parecía un marido modélico, siempre dispuesto para complacer los caprichos de su esposa, siempre alerta para servirla, siempre solícito y protector, en ocasiones auténticamente caballeroso. A veces no podía por menos de preguntarme cómo sería estar casada con esa máquina de sumar humana. Con Karen todo sucedía de acuerdo con un plan. Las relaciones sexuales también, sin lugar a dudas. Tal vez llevara un archivo secreto que le recordaba cuándo debía tener relaciones sexuales, junto con notas sobre los resultados: espirituales, morales, mentales y físicos.

Un día me cogió desprevenido leyendo un volumen de Elie Faure que había descubierto. Acababa de leer el párrafo con que comienza el capítulo sobre «Las fuentes del arte griego…». «A condición de que respetemos las ruinas, de que no las reconstruyamos, de que, tras haber preguntado por su secreto, les dejemos que vuelvan a quedar cubiertas por las cenizas de los siglos, los huesos de los muertos, la creciente masa de desperdicios que en tiempos fue vegetaciones y razas, la eterna tapicería del follaje… su destino puede excitar nuestra emoción. Gracias a ellas es como alcanzamos las profundidades de la historia, de igual modo que estamos atados a las raíces de la vida por las aflicciones y los sufrimientos que nos han formado. Sólo a un hombre incapaz de participar con su actividad en la conquista del presente le resultará penosa la vista de una ruina…».

Se me acercó justo cuando acababa de leer el párrafo. «¡Cómo!», exclamó. «¿Estás leyendo a Elie Faure?».

«¿Por qué no?». No era capaz de entender su asombro.

Vaciló un momento, se rascó la cabeza, y después respondió titubeante: «No sé, Henry… nunca pensé… en fin, ¡caramba! ¿De verdad te parece interesante?».

«¿Interesante?», repetí. «Estoy loco por Elie Faure».

«¿En dónde estás?», preguntó, al tiempo que cogía el libro. «Ah, ya veo». Leyó el párrafo entero, en voz alta. «Ojalá tuviera tiempo para leer esta clase de libros: es demasiado lujo para mí».

«No te entiendo».

«Hay que devorar esa clase de libros en época temprana de la vida», dijo Karen. «Es pura poesía, ¿sabes? Exige demasiado a uno. Tienes suerte de disponer de tiempo libre. Todavía eres un esteta».

«¿Y tú?».

«Supongo que ya sólo sirvo para trabajar como un burro. He dejado atrás mis sueños».

«Todos esos libros de ahí…». Señalé la biblioteca. «¿Los has leído?».

«La mayoría», respondió. «Algunos los reservo para momentos de ocio».

«He visto que tienes varios libros sobre Paracelso. Sólo los he mirado por encima… pero me intrigan».

Esperaba que mordiera el anzuelo, pero no, desechó el tema observando, como para sí mismo, que podía uno pasar toda una vida esforzándose por comprender el significado de las teorías de Paracelso.

«¿Y qué me dices de Nostradamus?», pregunté. Estaba decidido a obtener de él alguna luz.

Para mi sorpresa, se le iluminó el rostro de repente. «Ah, eso es otra historia», respondió. «¿Por qué me lo preguntas?… ¿has estado leyéndolo?».

«No se lee a Nostradamus. He estado leyendo sobre él. Lo que me apasiona es el Prefacio que dirigió a su hijo, muy pequeño, Caesar. Es un documento extraordinario, en más de un sentido. ¿Tienes un minuto libre?».

Asintió con la cabeza. Me levanté, traje el libro, y busqué la página que me había entusiasmado unos días antes.

«Escucha esto», dije. Le leí unos cuantos pasajes destacados, después me detuve abruptamente. «Hay dos pasajes en este libro que… en fin, me desconciertan. Tal vez puedas explicármelos. El primero es éste: “M. le Pelletier (dice el autor) opina que el Commun Advenement o l’avênement au rêgne des gens du commun”, que va de la muerte de Luis XVI al reino del Anticristo, es el gran objeto de Nostradamus. Dentro de un momento volveré a esto. Este es el segundo: “Como visionario reconocido, [Nostradamus] quizás esté menos influido por la imaginación que ningún otro hombre de tipo parecido que se pueda citar”». Hice una pausa. «¿Qué te dicen a ti estos textos, si es que te dicen algo?».

Karen se tomó tiempo antes de contestar. Supuse que estaba pasando por un debate interior: primero, si podría disponer de tiempo libre suficiente para dar una respuesta adecuada a la pregunta; segundo, si valdría la pena gastar munición con un tipo como yo.

«Comprenderás, Henry», comenzó, «qué me pides explicar algo muy complejo. Déjame hacerte una pregunta primero: ¿has leído algo de Evelyn Underhill o de A. E. Waite?». Negué con la cabeza. «Me lo imaginaba», continuó. «Naturalmente, no me habrías preguntado mi opinión, si no hubieras percibido la naturaleza de esas afirmaciones desconcertantes. Me gustaría hacerte otra pregunta, si no te importa. ¿Entiendes la diferencia entre un profeta, un místico, un visionario y un vidente?».

Vacilé un momento, y después dije: «No con toda claridad, pero veo adónde quieres llegar. Sin embargo, creo que, si dispusiera de tiempo para reflexionar, podría responder a la pregunta».

«Bueno, dejémoslo de momento», dijo Karen. «Sólo quería poner a prueba tus conocimientos».

«Da por sentado que son nulos», dije, empezando a molestarme un poco con aquellos preliminares.

«Debes excusarme», dijo Karen, «por empezar de este modo. No es muy amable, ¿verdad? Herencia de la época escolar, supongo. Mira, Henry… La inteligencia es una cosa: la inteligencia de nacimiento, quiero decir. Y el conocimiento es otra. El conocimiento y la formación, debería decir, porque van unidos. Lo que tú sabes lo has obtenido al azar. Yo me sometí a una disciplina rigurosa. Digo esto para que entiendas por qué ando dando rodeos en lugar de responder al instante. En estas cuestiones tú y yo hablamos lenguajes diferentes. En cierto modo —¡perdona esta idea!— tú eres como un tipo superior de salvaje. Probablemente tu coeficiente de inteligencia sea tan alto como el mío, o tal vez más alto. Pero enfocamos el dominio del saber de modos diametralmente opuestos. A causa de mi formación y conocimientos, me siento inclinado a subestimar tu capacidad para comprender lo que te tengo que comunicar. Y tú, por tu parte, eres de lo más propenso a pensar que estoy desperdiciando palabras, diciendo bizantinismos, alardeando de erudición».

Lo interrumpí. «Tú eres quien se imagina todo eso», dije. «Yo no tengo ideas preconcebidas de ninguna clase. No me importa qué camino sigas, con tal de que me des una respuesta clara».

«Eso es justamente lo que esperaba que dijeras, chico. Para ti es muy simple y directo. ¡Para mí, no! Mira, a mí me enseñaron a posponer las cuestiones de esta clase hasta estar convencido de que no podría encontrar la respuesta en ninguna parte… Sin embargo, esto no es una respuesta, ¿verdad? Vamos a ver… ¿Qué era exactamente lo que querías saber? Es importante que eso quede claro; si no, acabaremos en las lagunas pontinas».

Volví a leer el segundo párrafo, poniendo el acento en las palabras «menos influido por la imaginación».

Para mi asombro, me sorprendí a mí mismo diciendo: «No te preocupes, ahora lo entiendo perfectamente».

«¿De verdad?», gritó Karen. «¡Hum! Explícamelo entonces, ¿quieres?».

«Voy a intentarlo», dije, «aunque has de comprender que una cosa es entender algo y otra cosa explicárselo a alguien». (Ojo por ojo y diente por diente, pensé para mis adentros). Después, con sincera seriedad, comencé: «Si fueras un profeta en lugar de un estadístico o matemático, diría que hay algo parecido entre tú y Nostradamus. Me refiero a la forma de enfocar las cosas. El arte profético es un don, y también lo es la aptitud para las matemáticas, si puedo llamarlo así. Al parecer, Nostradamus se negó a explotar su don natural al modo habitual. Como sabes, estaba versado no sólo en astrología, sino también en las artes mágicas. Tenía conocimiento de cosas ocultas —o prohibidas— para el erudito. No sólo era médico, sino también psicólogo. Era muchas, muchas cosas a un tiempo. En resumen, dominaba tantas coordenadas, que se vio con las alas cortadas. Se limitó —y esto lo digo deliberadamente— a lo objetivo, como un científico. En sus vuelos en solitario pasaba de un nivel a otro con precisión impasible, siempre equipado con instrumentos, gráficos, tablas y claves particulares. Por fantásticas que puedan parecemos sus profecías, dudo de que nacieran del sueño y el arrobo. Estaban inspiradas, de eso no cabe duda. Pero existen toda clase de razones para pensar que Nostradamus se negó deliberadamente a dar rienda suelta a su imaginación. Procedía objetivamente, por decirlo así, hasta cuando (por paradójico que pueda parecer) estaba sometido a un trance. Ese aspecto puramente personal de su obra… vacilo a la hora de llamarlo creación… se centra en la formulación velada de oráculos, la razón para la cual dejó clara en el Prefacio a César, su hijo. En la naturaleza de esas revelaciones hay un tono desapasionado que uno siente que no es del todo atribuible a modestia por parte de Nostradamus. Subraya el hecho de que quien merece crédito es Dios, no él. Ahora bien, un visionario auténtico sentiría fervor por las revelaciones a él divulgadas; se apresuraría bien a recrear el mundo de acuerdo con la sabiduría divina que habría probado, bien a unirse con su Creador. Un profeta, de modo todavía más egoísta, usaría sus iluminaciones para vengarse de sus semejantes… como comprenderás, estoy aventurando esto al azar». Le lancé una mirada rápida y penetrante para asegurarme de que estaba atento, y después continué. «Y ahora, de repente, creo que empiezo a comprender el significado real de la primera cita. Me refiero a esa parte relativa al grandioso objeto de Nostradamus, que, como recordarás, el comentador francés quiere hacernos creer que era nada menos que un deseo de dar significado predominante a la Revolución Francesa. Por mi parte, yo pienso que, si Nostradamus tenía algún motivo ulterior para ocuparse de ese acontecimiento tan pronunciadamente, era para revelarnos el modo como hay que acabar con la historia. Una frase como “la fin des temps…”, ¿qué significa? ¿Puede haber realmente un fin de los tiempos? Y en caso afirmativo, ¿puede significar que el fin de los tiempos es en realidad nuestro comienzo? Nostradamus predice la llegada de un milenio… y, además, en una época no demasiado distante. En este momento ya no estoy seguro de si sigue al Día del Juicio o lo precede Tampoco estoy seguro de si su visión se extendía hasta el fin del mundo o no. (Habla del año 3797, si no recuerdo mal, como si ésa fuera la fecha más lejana hasta la que podía abarcar). No creo que ambos acontecimientos —el Día del Juicio y el fin del mundo— estuvieran destinados a ser simultáneos. Mi convicción es que el hombre no conoce fin. El mundo puede llegar a su fin, pero, si es así, será el del mundo imaginado por los científicos, no el del mundo que Dios creó. Cuando llegue el fin, nos llevaremos nuestro mundo con nosotros. No me pidas que explique esto: simplemente sé que es un hecho… Pero vamos a enfocar esa cuestión del fin desde otro ángulo. Lo único que puede significar, tal como 1o veo ahora —¡y, desde luego, es suficiente!— es la emergencia de un nuevo y fecundo caos. Si estuviéramos en los tiempos órficos, lo llamaríamos la llegada de un nuevo orden de dioses, refiriéndonos con ello, si quieres, a la investidura de una nueva y mayor conciencia, algo superior incluso a la conciencia cósmica Considero los Oráculos de Nostradamus como la obra de un espíritu aristocrático. Sólo tiene sentido para los individuos auténticos… Volvamos al Advenimiento Común, ¡y perdona tanto circunloquio! La frase de uso tan extendido hoy —el hombre común— me parece totalmente carente de sentido. No existe semejante animal. Si la frase tiene algún sentido, y estoy seguro de que eso era lo que quería decir Nostradamus cuando hablaba del Advenimiento Común, significa que ahora ha asumido el dominio todo lo abstracto y negativo, o retrógrado. Independientemente de lo que el hombre común sea o deje de ser, una cosa está clara: es la antítesis misma de Cristo o Satán. El propio término parece dar a entender ausencia de lealtad, ausencia de fe, ausencia de principio rector… o incluso de instinto. Democracia, palabra vaga y vacía, denota simplemente la confusión que el hombre común ha introducido y en la que florece como la hierba mala. Igual podríamos decir: espejismo, ilusión, abracadabra. ¿Has pensado alguna vez que puede ser con esa nota —la del surgimiento y dominio de un cuerpo acéfalo— con la que acabe la historia? Tal vez tengamos que volver a empezar a partir de donde se quedó el hombre de Cro-Magnon. Una cosa me parece del todo evidente, y es que la nota de condenación y destrucción, que figura tan marcadamente en todas las profecías, procede del conocimiento cierto de que el elemento histórico o mundano en la vida del hombre no es sino transitorio. El vidente sabe cómo, por qué y dónde nos desviamos. Además sabe que no hay mucho que hacer con respecto a eso, por lo que se refiere a la gran masa de la humanidad. La historia debe seguir su curso, decimos. Cierto, pero ¿nada más? Porque la historia es el mito, el mito verdadero, de la caída del hombre manifestado en el tiempo. El descenso del hombre hasta el reino ilusorio de la materia debe continuar hasta que no quede otro remedio que remontar a la superficie de la realidad… y vivir en la luz de la verdad eterna. Los hombres con grandeza de alma nos exhortan constantemente a acelerar el fin y comenzar de nuevo. Tal vez por eso es por lo que se los llama paráclitos, o abogados divinos. Consoladores, si quieres. Nunca se regocijan a la llegada de la catástrofe, como hacen a veces los simples profetas. Indican, y generalmente ilustran con sus vidas, cómo podemos transformar la catástrofe aparente para los fines divinos. Es decir, que nos enseñan a aquellos de nosotros que estamos dispuestos y que somos conscientes, a adaptarnos y armonizar con una realidad que es permanente e indestructible. Apelan a…».

En ese punto Karen me indicó que me interrumpiera.

«La Virgen, chico», exclamó, «¡qué pena que no vivieses en la Edad Media! Habrías sido uno de los grandes escolásticos. Eres un metafísico, ¡qué caramba! Formulas una pregunta y la respondes como un maestro de la dialéctica». Se detuvo un momento para aspirar profundamente. «Dime una cosa», dijo, al tiempo que ponía la mano en el hombro, «¿cómo has llegado a esas conclusiones? Venga, venga, no te hagas el humilde conmigo. Ya sabes a qué me refiero».

Tosí y tartamudeé.

«¡Vamos, vamos!», dijo.

Su seriedad era patéticamente infantil. La única respuesta que pude dar fue ruborizarme profundamente.

«¿Te entienden tus amigos cuando hablas así? ¿O sólo te hablas así a ti mismo?».

Me eché a reír. ¿Cómo iba a poder uno responder a aquellas preguntas con cara seria? Le rogué que cambiáramos de tema.

Asintió con la cabeza. Después: «Pero ¿nunca piensas en usar tu talento? Por lo que veo, no haces otra cosa que malgastar el tiempo. Lo desperdicias con idiotas como MacGregor y Maxie Schnadig».

«A ti puede parecerte eso», dije ligeramente picado ahora. «A mí no me lo parece. Mira, no tengo intención de ser un pensador. Quiero escribir. Quiero escribir sobre la vida, al desnudo. Los seres humanos, cualquier clase de seres humanos, son comida y bebida para mí. Desde luego, me gusta hablar de otras cosas. La conversación que acabamos de tener, eso es néctar y ambrosía. No digo que no conduzca a nadie a ninguna parte, en absoluto, pero… prefiero reservar esa clase de comida para mi deleite privado. Mira, en el fondo soy uno de esos hombres comunes de que estábamos hablando. Sólo, que, de vez en cuando tengo iluminaciones repentinas. A veces pienso que soy un artista. Muy de vez en cuando pienso incluso que soy un visionario, pero nunca un profeta, un vidente. Mi aportación tengo que hacerla dando un rodeo. Cuando leo sobre Nostradamus o Paracelso, por ejemplo, me siento en mi elemento. Pero nací en otro vector. Me sentiré feliz, si alguna vez aprendo a contar una buena historia. Me gusta la idea de no llegar a ninguna parte. Me gusta la idea del juego por el juego. Y, sobre todo, por miserable, tosco y horrible que sea, me gusta este mundo de seres humanos. No quiero cortar amarras. Tal vez lo que me fascina de ser un escritor sea que necesita la comunión con todos y cada uno. En fin, todo esto son suposiciones por mi parte».

«Henry», dijo Karen. «Estoy empezando a conocerte. Estaba completamente equivocado con respecto a ti. Tenemos que hablar más… en otro momento».

Dicho eso, se excusó y se retiró a su estudio. Me quedé allí sentado un rato, en un semitrance, meditando sobre retazos de nuestra conversación. Al cabo de un rato alargué la mano distraído en busca del libro que él había dejado. Igualmente distraído lo cogí y leí: «Pues las obras divinas, que son absolutamente universales, Dios las acabará; las contingentes, o intermedias, las dirigen los ángeles buenos; y la tercera clase corresponde a los ángeles malos». (Del Prefacio para César Nostradamus, su hijo). Esas líneas siguieron cantando en mi cabeza durante días. Tenía la vaga esperanza de que Karen aparecería para otra sesión privada en que podríamos comentar la misión probable de los ángeles buenos. Pero al tercer día llegó su madre con un viejo amigo. Nuestras conversaciones siguieron un rumbo muy diferente.

¡La madre de Karen! Un ser majestuoso en cuya persona se combinan las diferentes cualidades de la matriarca, la hetaira y la diosa. Era todo lo que Karen no era. Hiciera lo que hiciese, irradiaba cordialidad; su sonora risa disolvía todos los problemas, le aseguraba a uno su confianza, fe, benevolencia. Era positiva de pies a cabeza, pero nunca arrogante ni agresiva. Como adivinaba siempre lo que intentabas decir, daba su aprobación antes de que las palabras te saliesen de la boca. Era un espíritu puro, radiante, en la forma carnal más encantadora.

El hombre que la había acompañado era un individuo dulce, de temperamento idealista, que de vez en cuando se presentaba para Gobernador y siempre resultaba derrotado. Hablaba de los asuntos del mundo con conocimiento y penetración, siempre de modo desapasionado y con disimulado humor. Había formado parte del círculo de Wilson en Versailles, conocía a Smuts de Sudáfrica, y había sido amigo íntimo de Eugene V. Debs. Había traducido obras oscuras de los presocráticos griegos, era un experto en ajedrez, y había escrito un libro sobre los orígenes y evolución de ese juego. Cuanto más hablaba, más me impresionaban las numerosas facetas de su personalidad. ¡Y los lugares en que había estado!: Arabia, Isla de Pascua, Tierra del Fuego, Lago Titicaca, Groenlandia, Mongolia. ¡Y qué amigos había hecho —de las clases más diferentes— durante sus viajes! Recordé éstos: Kipling, Marcel Proust, Maeterlink, Rabindranath Tagore, Alexander Berkman, el Arzobispo de Canterbury, el conde de Keyserling, Henri Rousseau, Max Jacob, Aristide Briand, Thomas Edison, Isadora Duncan, Charlie Chaplin, Eleanora Duse…

Sentarse a la mesa con él era como asistir a un banquete ofrecido por Sócrates. Entre otras cosas, era un entendido en vinos. Velaba para que comiéramos y bebiésemos bien, sazonando la conversación en la mesa con exquisiteces como las grandes plagas, los significados ocultos del alfabeto azteca, la estrategia militar de Atila, los milagros de Apolonio de Tiana, la vida de Sadakichi Hartman, el saber mágico de los druidas, las actividades secretas de la camarilla financiera que gobierna el mundo, las visiones de William Blake, y demás. Hablaba de los muertos con la misma ternura íntima que de los vivos. Se encontraba en su elemento en todos los climas, en todas las épocas de la humanidad. Conocía las costumbres de las aves y las serpientes, era un experto en derecho constitucional, inventaba problemas de ajedrez, había escrito tratados sobre la deriva de los continentes, sobre derecho internacional, sobre balística, sobre el arte de curar.

La madre de Karen aportaba la sazón. Tenía una risa sonora que era contagiosa. Fuera cual fuese el tema de discusión, podía volverlo apetitoso con sus comentarios. Sus conocimientos parecían casi tan prodigiosos como los de su consorte, pero los llevaba con ligereza. Karen parecía de repente un adolescente que todavía no había empezado a vivir su propia vida. Su madre lo trataba como a un niño que hubiera crecido demasiado para su edad. De vez en cuando le decía a las claras que era un bobo. «Necesitas unas vacaciones», le decía. «Deberías haber tenido ya cinco hijos». O: «¿Por qué no te vas a México unos meses? Te estás volviendo rancio».

Por su parte, ella estaba preparándose para un viaje a la India. El año anterior había estado en África, no para practicar la caza mayor, sino para hacer estudios etnológicos. Había penetrado en regiones en que ninguna mujer blanca había puesto el pie nunca. Era valiente, pero no temeraria. Sabía adaptarse a cualesquiera circunstancias, soportar privaciones que hacían acobardarse incluso al sexo fuerte. Tenía una fe y una confianza invencibles. Nadie podía llegar ante su presencia sin resultar enriquecido. A veces me recordaba a las mujeres polinesias de linaje real que preservaban, en el lejano Pacífico, los últimos vestigios de un Paraíso terrenal. Ahí estaba la madre que me habría gustado escoger antes de entrar en la matriz. Ahí estaba la madre que personificaba los elementos primordiales de nuestro ser, en que tierra, mar y cielo estaban armonizados. Era una descendiente natural de las grandes figuras sibilinas, que encarnaban la textura del mito, la fábula y la leyenda. A pesar de ser terrestre hasta la médula, vivía en un reino de superdimensiones. Su conciencia parecía ampliarse o contraerse a voluntad. No hacía más esfuerzos para las más grandes tareas que para las más humildes. Estaba dotada de alas, aletas, cola, pies, garras y branquias. Era aeronáutica y anfibia. Entendía todas las lenguas y, sin embargo, hablaba como una niña. No podía apagar su ardor ni mutilar su irreprimible alegría. Con sólo mirarla se adquiría valor. Los problemas dejaban de existir. Estaba fijada a la realidad, pero a una realidad divina.

Por primera vez en mi vida tenía yo el privilegio de contemplar a una Madre. Las imágenes de la Madona nunca habían significado nada para mí: eran demasiado brillantes, demasiado translúcidas, demasiado remotas, demasiado etéreas. Me había formado una imagen propia: más obscura, más substancial, más misteriosa, más vigorosa. Nunca había esperado verla concretada. Había imaginado que tipos así existían, pero sólo en los lugares remotos de este mundo. Había sentido su existencia en épocas anteriores: en Etruria, en la antigua Persia, en la época dorada de China, en el archipiélago malayo, en la legendaria Irlanda, en la Península Ibérica, en la lejana Polinesia. Pero encontrar a una en carne y hueso, en un ambiente cotidiano, estar comiendo, hablando, riendo con ella: no, eso nunca lo había creído posible. Cada día la estudiaba de nuevo. Cada día esperaba ver caer el velo. Pero no, cada día aumentaba de estatura, cada vez más admirable, cada vez más real, como sólo llegan a ser los sueños cuando nos sumergimos cada vez más profundamente en sus mallas. Lo que hasta entonces había considerado humano, demasiado humano, aumentó hasta un grado inagotable. Ya no era necesario esperar la llegada de un supermán. De repente los límites del mundo humano pasaron a ser ilimitados. Todo se nos ha dado, se nos dice una y otra vez. Lo único que se nos pide, ahora lo veía claro, es que realicemos nuestra naturaleza. Se habla de la naturaleza potencial del hombre como si estuviera en contradicción con la que revela. En la madre de Karen vi florecer el ser potencial, lo observé expropiar la ruda concha exterior en que está encerrado. Entendí que la metamorfosis está presente y es real, el signo mismo de la vitalidad. Vi el principio femenino usurpado por el humano. Entendí que una mayor dotación del elemento humano despertaba un mayor sentido de la realidad. Entendí que, al aumentar la fuerza vital, el ser que la encarna se vuelve más próximo a nosotros, cada vez más tierno, cada vez más indispensable. El ser superior no es, como supuse en un tiempo, más remoto, más independiente, más abstracto. Todo lo contrario. Sólo el ser superior puede provocarnos la sed justificable, la sed de superarnos llegando a ser lo que somos de verdad. Ante el ser superior reconocemos nuestros propios poderes majestuosos; no anhelamos ser esa persona, simplemente ansiamos demostrarnos a nosotros mismos que de verdad somos de esa misma esencia y substancia. Nos precipitamos a recibir a nuestros hermanos y hermanas, sabiendo sin lugar a dudas que todos somos parientes…

La visita de su madre y del compañero de ésta sólo duró unos días, desgraciadamente. Apenas acababan de marcharse, cuando Karen decidió que debíamos volver todos a la ciudad, donde tenía que ocuparse de algunos asuntos. Le parecía que podría sentarnos bien ir al teatro, oír un concierto o dos, y después regresar a la playa para trabajar en serio. Comprendí que la visita de su madre lo había desquiciado completamente.

El piso de la ciudad, como él lo llamaba, estaba en un desorden atroz. Sólo Dios sabe cuándo le habían pasado la escoba por última vez. En la cocina había basura diseminada, desde hacía semanas. Ratones, hormigas, cucarachas, chinches, toda clase de bichos infestaban aquel lugar. Las mesas, camas, sillas, divanes, cómodas estaban cubiertas de papeles, de ficheros abiertos, tarjetas, gráficos, tablas estadísticas, instrumentos de todas clases. Había por lo menos cinco tinteros destapados. Había bocadillos a medio comer entre los montones de cartas. Había centenares de colillas.

La casa estaba tan sucia, que Karen y su esposa decidieron ir a pasar la noche a un hotel. Regresarían el día siguiente por la tarde, después de que nosotros hubiéramos limpiado el piso lo mejor posible. Yo debía hacer lo que pudiese con sus archivos.

Estábamos tan contentos de estar solos, para variar, que no nos importó la imposición. Había pedido diez dólares a Karen para comprar algo de comida. En cuanto se hubieron marchado, salimos a comer, y comimos bien. Una comida italiana con un buen vino tinto.

Al volver al piso, percibimos el olor mientras subíamos la escalera.

«No vamos a tocar nada», dije a Mona. «Metámonos en la cama y mañana nos las piramos. Estoy harto».

«¿No crees que deberíamos esperar por lo menos a verlos y decirles que nos vamos?».

«Dejaré una nota», dije. «Estoy demasiado asqueado como para prolongar la situación. No creo que les debamos nada».

Tardamos una hora en limpiar la alcoba lo suficiente como para pasar la noche cómodamente. Aun así, tuvimos que dormir con sábanas sucias. Tocaras lo que tocases, estaba en desorden. Bajar la persiana era como resolver un problema matemático. Llegué a la conclusión de que los dos padecían un acceso suave de demencia. Cuando estaba a punto de acostarme, advertí en el estante de encima de la cama una fila de cajas de sombreros y de zapatos. Cada una de ellas llevaba un número de referencia que indicaba el tamaño, el color y el estado del sombrero o de los zapatos. Las abrí para ver si de verdad contenían sombreros y zapatos. Así era. Ninguno de ellos estaba en condiciones para que se lo pusiera alguien que no fuese un pordiosero. Eso fue el colmo para mí.

«Te digo», gemí, «que este tipo está chiflado. Más loco que una cabra».

Nos levantamos temprano, pues no pudimos dormir a causa de las chinches. Nos dimos una ducha rápida, examinamos nuestras ropas cuidadosamente para asegurarnos de que no estaban infestadas, y nos preparamos para tomar las de Villadiego. Me sentía de humor para escribir una nota Decidí que debía ser una buena, porque no tenía intención de volver a ver a ninguno de los dos. Miré alrededor en busca de un trozo de papel apropiado. Descubrí un gran mapa en la pared: lo rasgué y, usando la punta de una escoba que mojé en un bote de pintura, garrapateé una despedida en un jeroglífico lo suficientemente alto como para que se pudiera leer a treinta metros de distancia. Con el dorso de la mano empujé, hasta tirarlas al suelo, las cosas que había sobre la gran mesa de trabajo. Coloqué el mapa en la mesa y en el centro planté un montón de basura de la más antigua y hedionda. Estaba seguro de que eso no le pasaría desapercibido. Eché una última mirada alrededor, para retener una última impresión de la escena. Caminé hasta la puerta, y entonces me di la vuelta de repente. Hacía falta una cosa más: una posdata a la nota. Escogí un lápiz bien afilado y escribí en letra microscópica: «Para archivarlo bajo C, de catarro, cantáridas, cencerro, Chihuahua, Cochinchina, constipación, crinología, carcajada, contérmino, cicerone, cucarachas, cimex lectularius, cementerios, crêpes Suzette, citrato de magnesia, cauris, cornucopia, castración, corchetes, cuneiforme, cisterna, concertina, cotiledones, crapuloso, coseno, creosota, copulación, Clitemnestra, Czolgosz… y Blue Label catsup».

Lo único que sentía, al bajar la escalera, era no poder dejar también sobre la mesa mi tarjeta de visita.

Desayunamos alegremente en un quiosco frente a la cárcel de Tombs, mientras hablábamos de nuestro futuro, que era un completo vacío.

«¿Por qué no te vas al cine esta tarde?», dijo Mona. «Yo voy a acercarme a Hoboken o a algún sitio a ver qué puedo sacar. Nos encontramos en casa de Ulric a la hora de cenar: ¿qué te parece?».

«Estupendo», dije, «pero ¿qué voy a hacer esta mañana? ¿Te das cuenta de que sólo son las ocho?».

«¿Por qué no te vas al Zoo? Coge un autobús. El viaje te sentará bien».

No podía haber hecho una sugerencia mejor. Estaba de humor apropiado para contemplar el mundo de los animales. Estar libre y sin trabas a esa hora temprana de la mañana me daba una sensación de superioridad. Me sentaría en el piso de arriba y observaría a los laboriosos currantes correr a sus tareas asignadas. Por un momento me pregunté cuál podría ser mi misión en la vida. Casi había olvidado que tenía intención de ser escritor. Sólo sabía una cosa: no había nacido para basurero. Ni para esclavo del trabajo. Ni para secretario.

En la esquina me separé de Mona. En la Quinta Avenida monté en un autobús que iba hacia el norte de la ciudad y trepé al piso de arriba. ¡Libre otra vez! Aspiré unas bocanadas de ozono. Al pasar junto a Central Parle eché una buena mirada a las descoloridas mansiones que flanquean la Quinta Avenida. Muchas de ellas las conocía por haber entrado por la puerta de servicio. Sí, ahí estaba la casa de los Roosevelt donde, siendo un chaval de catorce años, iba a entregar chaqués, smokings, chaquetas de alpaca para el viejo. Me pregunté si el anciano señor Roosevelt, es decir, el banquero, y sus cuatro hijos gigantescos todavía se dirigían en fila de cinco a su oficina de Wall Street todas las mañanas… después de haber echado una carrerita por el parque, bien entendu. Un poco más allá reconocí la mansión del viejo Bendix. El hermano, que sentía afición por los botones de chaleco de fantasía, hacía mucho tiempo que había muerto. Pero H. W. probablemente siguiera vivo y refunfuñando porque su sastre había olvidado que él se abotonaba a la derecha. ¡Cómo detestaba yo a aquel hombre! Sonreí al pensar en la cólera que me había provocado en tiempos pasados. Probablemente fuera ahora un viejo solitario y débil, asistido por una criada fiel, una cocinera, un mayordomo, un chófer y demás. ¡Qué ocupado conseguía mantenerse siempre! La verdad es que los ricos son dignos de compasión.

Así fue… Un recuerdo tras otro. De repente, pensé en Rothermel. Me lo imaginaba levantándose de la cama con resaca, tropezando con su propio orinal, echando rayos, agitándose, brincando de un lado para otro como un cuervo sobre una pata. En fin, iba a ser un día memorable para él, al volver a ver a Mona. (Estaba seguro de que había ido en esa dirección).

Pensando en el estado de Rothermel a primera hora de la mañana, me puse a cavilar en cómo recibían el nuevo día diferentes personas que conocía. Era un juego delicioso. De amigos y conocidos pasé al terreno de las celebridades: artistas, actores y actrices, figuras políticas, criminales, dirigentes religiosos, todas las clases y todos los niveles. Se volvió absolutamente fascinante cuando me puse a indagar en los hábitos de los grandes personajes históricos. ¿Cómo recibía el día Calígula? De repente se apoderó de mi cabeza un enjambre de personalidades distantes: Sir Francis Bacon, Mahoma el Grande, Carlomagno, Julio César, Aníbal, Confucio, Tamerlán, Napoleón en Santa Elena, Herbert Spencer, Modjeska, Sir Walter Scott, Gustavo Adolfo, Federico Barbarroja, P. T. Barnum…

Al acercarnos al Bronx Park olvidé qué me llevaba a aquel lugar. Estaba recordando mis primeras impresiones del circo de tres pistas, ese momento imponente en la vida de un niño, cuando ve a su ídolo en carne y hueso. El mío era Buffalo Bill. Lo amaba. Verlo galopar en el centro de la pista de serrín y quitarse el sombrero ante los espectadores que aplaudían era algo inolvidable. Lleva una larga cabellera, perilla, y un gran bigote rizado. Hay elegancia en el espectacular traje que luce. Una mano sostiene las riendas ligeramente, la otra agarra el rifle. Dentro de un momento exhibirá su infalible puntería. Primero está dando la vuelta completa a la arena, con su altivo corcel resoplando y echando fuego. ¡Qué espléndida figura de hombre! Sus amigos son los fieros jefes indios: sioux, comanches, cuervos, pies negros.

Lo que un niño admira es la fuerza sin ostentación: la habilidad, el aplomo, la flexibilidad. Buffalo Bill era el compendio de todo eso. Nunca lo veíamos excepto en traje de gala, y eso una vez al año… y si teníamos suerte. En esos pocos momentos que se nos concedían, nunca fallaba un tiro, nunca hacía un movimiento torpe, nunca se apartaba lo más mínimo del retrato ideal que llevábamos en nuestros corazones. Nunca nos defraudaba, nunca nos traicionaba. Siempre a la altura.

Buffalo Bill era para nosotros lo que Saladino fue para sus seguidores… y sus enemigos. Un niño nunca olvida a sus ídolos. En fin, jódete y baila… ya estamos en el Zoo. Lo primero que veo es la jirafa. Después un tigre de Bengala, luego un rinoceronte, después un tapir. ¡Ah, ahí están los monos! En casa otra vez. Nada limpia el sistema psicológico como mirar a los animales salvajes. Tabula rasa. Los propios nombres de los lugares donde viven son estimulantes. Te ves arrastrado hasta el mundo de Adán donde reinaba dueña y señora la serpiente. La evolución no explica nada. Estábamos allí todos juntos, desde el comienzo de los tiempos, y seguiremos juntos hasta la eternidad. Las estrellas y las constelaciones van a la deriva, los continentes van a la deriva, el hombre va a la deriva junto con sus compañeros de la época antediluviana: el armadillo, el dodo, el dinosauro, el tigre de dientes de sable, el caballo enano de la Mongolia alta. Todo lo que hay en el cosmos va a la deriva hacia un punto a la deriva del espacio. Y Dios Todopoderoso probablemente vaya a la deriva también, junto con su Creación.

A la deriva, unido al Zoo y a todos sus ocupantes, de repente tuve la visión más clara de Renée Tietjen. Renée era la hermana de Richie Tietjen con quien solía yo jugar siendo un niño de diez años. Era como un zuavo sanguinario, aquel Richie. Te arrancaba un trozo de carne de un mordisco, si lo irritabas. A la hora de formar bandos para jugar al rescate, era importante estar en el de Richie. De vez en cuando Renée, su hermana, se quedaba parada en la puerta y nos miraba. Era unos seis años mayor que él, toda una mujer ya, y para nosotros, que éramos unos chavales, absolutamente cautivadora. Cuando te acercabas a ella, aspirabas el perfume que usaba… ¿o sería simplemente la fragancia de su deliciosa carne? Desde la época en que yo había dejado de jugar en aquella calle, no había vuelto a pensar nunca en Renée Tietjen. Ahora de repente, y sin razón que se me ocurriera, su imagen bailaba ante mí. Estaba apoyada en la valla de hierro junto a la puerta y el viento moldeaba sobre sus miembros su vestido de seda fina. Ahora comprendía lo que la hacía tan cautivadora e inalcanzable: era una réplica exacta de una de las madonas francesas medievales. Toda luz y gracia, casta, seductora, con trenzas de oro y ojos color verde mar. Siempre silenciosa, siempre seráfica. Azotada por el viento, oscilaba hacia delante y hacia atrás como un sauce joven. Sus pechos, que eran dos hemisferios nubiles, y la borlita que adornaba la pelvis, parecían extraordinariamente vivos y sensibles. Recibían el viento como el contorno combado de la proa de un barco. A unos pasos de ella nosotros estábamos lanzándonos como toros rasgando, acuchillando, mordiendo, chillando, como poseídos. Renée siempre permanecía allí imperturbable, con los labios ligeramente separados en una sonrisa enigmática. Algunos decían que tenía un amante que le había dado calabazas. Algunos decían que estaba lisiada. Ninguno de nosotros tenía valor para dirigirse a ella. Ocupaba su lugar en la verja y se quedaba allí como una estatua. De vez en cuando el viento le levantaba la falda y nosotros nos quedábamos sin aliento al vislumbrar la carne lechosa de por encima de sus rodillas. Hacia el anochecer el viejo Tietjen llegaba a casa caminando pesadamente, con un largo látigo en la mano. Al ver a Richie, con la ropa rasgada y la cara manchada de barro y sangre, el viejo lo golpeaba con el látigo. Richie nunca emitía sonido alguno. El viejo saludaba a su hija desabridamente y desaparecía por el portal. Escena extraña cuya continuación nunca conocimos.

Todo eso me vino a la memoria tan vivamente, que me sentí impelido a tomar unas notas inmediatamente. Salí del parque corriendo como un desesperado en busca de papel y lápiz. De vez en cuando me detenía a orinar. Por fin encontré una pequeña papelería regentada por una vieja judía. Llevaba una de esas horribles pelucas de color de alas de cucaracha. No sé por qué, le costaba trabajo entenderme. Empecé a hacer señas en el aire. Pensó que estaba sordo. Se puso a gritarme. Yo le contesté a gritos y la colmé de juramentos. Se asustó y corrió a la trastienda en busca de ayuda. Me quedé un momento desconcertado y después salí corriendo a la calle. Había un autobús parado en la esquina. Monté y me senté. A mi lado había un periódico. Lo cogí y me puse a tomar notas, primero en los márgenes, después sobre la letra impresa. Cuando llegamos a Morningside Park tiré a hurtadillas el periódico por la ventana. Me sentí aliviado, tan aliviado como si acabara de echar un buen polvo. Renée se había esfumado, junto con las jirafas, los camellos, los tigres de Bengala, las cáscaras de cacahuetes y el hosco rugido de los leones. Se lo contaría todo a Ulric; se iba a divertir. A no ser que estuviera en plena campaña de propaganda de publicidad sobre plátanos.