Capítulo primero

Con su ajustado vestido persa, y el turbante haciendo juego, estaba encantadora. Había llegado la primavera, y se había puesto unos guantes largos y una bella piel gris oscura, echada descuidadamente por el cuello llenito como una columna. Habíamos escogido Brooklyn Heights para buscar un apartamento, con la idea de alejarnos lo más posible de todos nuestros conocidos, sobre todo de Kronski y Arthur Raymond. Ulric era el único al que teníamos intención de dar nuestra nueva dirección. Iba a ser una auténtica vita nuova para nosotros, sin intrusiones del mundo exterior.

El día que nos pusimos a buscar nuestro nidito de amor estábamos radiantes de felicidad. Cada vez que llegábamos a un vestíbulo y llamábamos al timbre, la rodeaba con los brazos y la besaba una y otra vez. El vestido le ajustaba como un guante. Nunca había tenido un aspecto tan tentador. En ocasiones abrían la puerta antes de que hubiéramos podido separarnos. A veces nos pedían que enseñásemos el anillo de casados o el certificado de matrimonio.

Hacia el atardecer encontramos a una mujer del sur, comprensiva y afectuosa, que pareció encariñarse con nosotros al instante. El apartamento que tenía para alquilar era magnífico, pero muy superior a nuestros medios. Naturalmente, Mona estaba decidida a tomarlo; era exactamente la clase de apartamento con que siempre había soñado para vivir. El hecho de que el alquiler fuese el doble del que teníamos intención de pagar no la preocupaba. Yo debía dejar todo en sus manos: ya se «arreglaría» ella. La verdad es que yo lo deseaba tanto como ella, pero no me hacía ilusiones sobre la posibilidad de «arreglarse» para pagar el alquiler. Estaba convencido de que, si lo tomábamos, nos arruinaríamos.

Desde luego, la mujer con quien estábamos tratando no sospechaba a lo que se exponía con nosotros. Estábamos sentados cómodamente arriba, en su piso, bebiendo jerez. Al poco rato, llegó su marido. También él pareció considerarnos una pareja simpática. Era de Virginia, y demostró ser un caballero desde el primer momento. Mi posición en el mundo cosmodemónico los impresionó a todas luces. Expresaron sincero asombro de que una persona tan joven como ya ocupara un puesto de tanta responsabilidad. Por supuesto, Mona sacó el máximo partido de la situación. De creer sus palabras, ya estaban a punto de ascenderme a superintendente, y en pocos años a vicepresidente.

«¿No es lo que te ha dicho el señor Twilliger?», dijo, obligándome a asentir con la cabeza.

Total, que dejamos un anticipo de sólo diez dólares, lo que parecía un poco ridículo en vista de que el alquiler iba a ser de noventa dólares al mes. Yo no tenía la menor idea de cómo íbamos a conseguir el importe restante del alquiler, por no hablar de los muebles ni de los demás enseres necesarios. Consideré perdidos los diez dólares del anticipo. Un gesto para salvar las apariencias, nada más. Estaba seguro de que Mona cambiaría de idea, una vez que nos hubiéramos librado de las encantadoras garras de aquel matrimonio.

Pero, como de costumbre, me equivocaba. Estaba decidida a mudarse allí. ¿Y los ochenta dólares restantes? Se los sacaríamos a uno de sus fervientes admiradores, recepcionista en el Broztell.

«¿Y quién es ése?», me aventuré a preguntar, pues era la primera vez que oía su nombre.

«¿No te acuerdas? Hace sólo dos semanas que te lo presenté… cuando nos encontramos con Ulric y contigo en la Quinta Avenida. Es completamente inofensivo».

Al parecer, todos eran «completamente inofensivos». Era su modo de informarme de que nunca se les ocurriría ponerla violenta sugiriéndole que pasará una noche con ellos. Todos ellos eran unos «caballeros» y, además, unos papanatas por lo general. Me costó enorme trabajo recordar qué aspecto tenía aquel estúpido en particular. Lo único que pude recordar fue que era bastante joven y bastante pálido. En resumen, inclasificable. Cómo se las arreglaba para impedir que aquellos corteses amantes fuesen a visitarla, siendo como eran ardientes e impetuosos algunos de ellos, era un misterio para mí. Indudablemente, igual que había hecho conmigo en tiempos, les hacía creer que vivía con sus padres, que su madre era una bruja y que su padre estaba clavado a la cama, agonizando de cáncer. Afortunadamente, raras veces me interesaba demasiado por aquellos galantes pretendientes. (Más vale no entrar en demasiadas profundidades, me decía siempre a mí mismo). Lo que había que tener presente siempre era: «completamente inofensivos».

Había que disponer de algo más que del importe del alquiler para instalar una casa. Naturalmente, descubrí que Mona había pensado en todo. Trescientos dólares le había sacado al pobre tontaina. Le había exigido quinientos, pero él había alegado que su cuenta bancaria estaba casi agotada. Por ser tan poco previsor, le había hecho comprarle un exótico vestido de campesina y un par de guantes caros. ¡Así aprendería!

Como aquella tarde Mona tenía que ir a un ensayo, decidí escoger personalmente los muebles y otras cosas. La idea de pagar al contado aquellos artículos, cuando la norma por antonomasia de nuestro país se basaba en la compra a plazos, me parecía absurda. Pensé al instante en Dolores, que ahora era agente de compras en uno de los grandes almacenes de Fulton Street. Estaba seguro de que Dolores me atendería bien.

Tardé menos de una hora en elegir todo lo necesario para amueblar nuestro lujoso nidito. Escogí con gusto y discreción, sin olvidar un hermoso escritorio, uno con muchos cajones. Dolores no pudo ocultar cierta preocupación por nuestra capacidad para satisfacer los pagos mensuales, pero disipé sus dudas asegurándole que a Mona le iba extraordinariamente bien en el teatro. Además, ¿acaso no conservaba yo mi empleo en la casa de putas cosmocócica?

«Sí, pero ¿y la pensión de tu mujer?», murmuró.

«¡Oh, no te preocupes por eso! No voy a seguir pagando mucho tiempo más», respondí sonriendo.

«¿Quieres decir que la vas a dejar en la estacada?».

«Algo así», reconocí. «No puede uno pasarse toda la vida con una piedra de molino al cuello, ¿no?».

Le pareció muy propio de mí, siendo como era un cabrón. Sin embargo, lo dijo de un modo que parecía como si los cabrones fuesen gente simpática. Al despedirnos, añadió:

«Supongo que debería tener más juicio y no confiar en ti».

«¡Venga ya!», dije. «Si no pagamos, irán a retirar los muebles. ¿Por qué has de preocuparte?».

«No es por la tienda», dijo. «Es por mí».

«¡Vamos, vamos! No te voy a dejar mal, y tú lo sabes».

Desde luego, la dejé mal, pero no intencionadamente. En aquel momento, a pesar de mis primeros recelos, creía verdadera y sinceramente que todo saldría de primera. Siempre que me sintiese víctima de la duda o la desesperación, en último caso podía confiar en que Mona me diera una inyección de moral. Mona vivía enteramente en el futuro. El pasado era un sueño fabuloso que deformaba a su gusto. Nunca había que sacar conclusiones del pasado: era la forma menos válida de considerar las cosas. El pasado, en la medida en que significaba fracaso y frustración, pura y simplemente no existía.

Casi al instante nos sentimos perfectamente en casa en nuestro nuevo y magnífico domicilio. Nos enteramos de que la casa había pertenecido anteriormente a un juez adinerado, quien la había reformado a su capricho. Debía de haber sido una persona de gusto excelente, y algo sibarita. El suelo era de madera, los tableros de las paredes de suntuoso nogal; había tapices de seda rosa y estanterías lo suficientemente amplias como para convertirlas en literas para dormir. Ocupábamos la mitad del exterior del primer piso, que daba a la zona más elegante y aristocrática de todo Brooklyn. Todos nuestros vecinos tenían limusinas, mayordomos, perros y gatos de lujo, cuyas comidas nos hacían la boca agua. La nuestra era la única casa de la manzana que habían dividido en pisos.

Detrás de nuestras dos habitaciones, y separada por una puerta corredera, había una habitación enorme a la que habían añadido una cocinita y un baño. No sé por qué, permanecía sin alquilar. Tal vez fuera demasiado claustral. La mayor parte del día, a causa de los cristales de color de las ventanas, estaba demasiado sombría, o, mejor dicho… en penumbra. Pero, cuando a la caída de la tarde el sol daba en las ventanas, proyectando arabescos flamígeros en el bruñido suelo, me encantaba trasladarme allí y pasearme de un lado para otro con talante meditativo. A veces nos desnudábamos y bailábamos allí, maravillados con los graciosos dibujos que el cristal de color formaba en nuestros cuerpos desnudos. Cuando estaba más exaltado, me ponía unas zapatillas resbaladizas y hacía una imitación de una estrella del patinaje sobre hielo, o caminaba con las manos mientras cantaba en falsete. Otras veces, después de haber echado unos tragos, intentaba repetir las bufonadas de mis payasos favoritos del teatro de variedades.

Los primeros meses, durante los cuales todas nuestras necesidades quedaron satisfechas providencialmente, estuvimos en la gloria. No hay otro modo de expresarlo. Nadie vino a vernos sin avisar. Vivíamos exclusivamente el uno para el otro… en un nido cálido y suave como el plumón. No necesitábamos a nadie, ni siquiera al Todopoderoso. O así lo creíamos. La maravillosa biblioteca de Montague Street, lugar semejante a un depósito de cadáveres pero lleno de tesoros, quedaba muy cerca. Mientras Mona estaba en el teatro, yo leía. Leía cualquier cosa que se me antojara, y con la atención incrementada. Muchas veces era imposible leer: sencillamente, el lugar era demasiado maravilloso. Todavía me veo cerrando el libro, alzándome despacio de la silla, y paseándome sereno y meditabundo de una habitación a otra, henchido de absoluto contento. De verdad no deseaba nada, a no ser una continuación ininterrumpida de lo mismo en cantidad. Todo lo que poseía, todo lo que usaba, todo lo que llevaba puesto, era regalo de Mona: el batín de seda, más apropiado para una estrella de las candilejas que para vuestro seguro servidor, las preciosas babuchas marroquíes, la pitillera que sólo usaba delante de ella. Cuando sacudía la ceniza en el cenicero, me inclinaba a admirarlo. Mona había comprado tres, todos únicos, exóticos, exquisitos. Eran tan bellos, tan preciosos, que casi los adorábamos.

El propio barrio era extraordinario. Un corto paseo en cualquier dirección me llevaba a los distritos más diversos: a la fantástica zona bajo la greca del Puente de Brooklyn; a los parajes de los antiguos embarcaderos adonde habían afluido árabes, turcos, sirios, griegos y otros pueblos de Levante; a los muelles y malecones donde anclaban vapores procedentes de todo el mundo; al centro comercial cercano a Borough Hall, región que de noche era fantasmal. En el corazón mismo de Columbia Heights se alzaban majestuosas iglesias antiguas, casinos, mansiones de los ricos, todo ello parte de un núcleo sólido y antiguo que estaba viéndose devorado gradualmente por los invasores enjambres de extranjeros, vagos y vagabundos de la periferia.

De niño yo había ido con frecuencia allí a visitar a mi tía, que vivía encima de un establo anexo a una de las más horrendas mansiones antiguas. A poca distancia de allí, en Sackett Street, había vivido en tiempos mi viejo amigo Al Burger, cuyo padre era capitán de un remolcador. Yo tenía unos quince años, cuando conocí a Al Burger… a las orillas del río Neversink. Él fue quien me enseñó a nadar como un pez, a sumergirme a bajas profundidades, a luchar como los indios, a tirar con arco y flechas, a usar los puños, a correr sin cansarme, y demás. Los padres de Al eran holandeses y, aunque parezca extraño decirlo, todos ellos tenían un maravilloso sentido del humor, todos menos su hermano Jim, que era un atleta, un dandy, y un imbécil vano y estúpido. Sin embargo, a diferencia de sus antepasados, ocupaban una casa vergonzosamente destartalada. Al parecer, cada cual hacía lo que le daba la gana. También tenía dos hermanas, las dos muy bonitas, y, lo que es más, muy alegres, muy indolentes, y muy generosas. La madre había sido en tiempos cantante de ópera. En cuanto al viejo, «el capitán», se lo veía muy poco. Cuando aparecía, solía estar piripi. No recuerdo que la madre nos preparara nunca una comida decente. Cuando sentíamos hambre, nos daba un poco de calderilla y nos decía que fuéramos a comprarnos algo. Siempre nos comprábamos los mismos víveres malditos: salchichas de Frankfurt, ensalada de patatas, bizcochos y buñuelos. Usaban generosamente la salsa de tomate y la mostaza. El café siempre era flojo como agua de lavar los platos, la leche rancia, y nunca había en la casa un plato, taza, cuchillo ni tenedor limpios. Pero eran comidas muy alegres y comíamos como lobos.

Lo que mejor recuerdo es la vida en la calle: con lo que más disfrutaba. Todos los amigos de Al parecían pertenecer a una especie diferente de los chicos que yo conocía. En Sackett Street reinaba mayor calor, mayor libertad, mayor hospitalidad. Aunque eran de la misma edad que yo más o menos, sus amigos me daban la impresión de ser más maduros, así como más independientes. Al separarme de ellos, siempre tenía la sensación de haberme enriquecido. El hecho de que fueran de la zona portuaria, de que sus familias hubiesen vivido allí durante generaciones, de que fueran un grupo más homogéneo que el nuestro, pudo haber tenido algo que ver con las cualidades que me hacían apreciarlos. Había uno entre ellos que todavía recuerdo vivamente, a pesar de que hace mucho que murió. Frank Schofield. En la época en que nos conocimos, Frank sólo contaba diecisiete años, pero ya tenía la estatura de un hombre. Ahora que pienso, al recordar nuestra extraña amistad, no teníamos absolutamente nada en común. Lo que me atraía de él eran sus modales naturales, suaves, joviales, su total flexibilidad, su inequívoca aceptación de lo que quiera que se le ofreciese, ya fuera una salchicha de Frankfurt, un caluroso apretón de manos, un viejo cortaplumas, o la promesa de volver a verlo la semana próxima. Creció y se transformó en un gran corpachón, tremendamente obeso, y capaz de forma extraña, instintiva, lo suficiente como para llegar a ser el perfecto brazo derecho de un periodista muy importante con el que viajó por todo el mundo y para el que realizó toda clase de tareas ingratas. Probablemente no volví a verlo más de tres o cuatro veces después de los buenos tiempos en Sackett Street. Pero siempre lo tenía presente. Era tan cordial, tan bondadoso, tan absolutamente confiado y crédulo, que el simple hecho de revivir su imagen me animaba. Lo único que escribía siempre eran postales. Apenas si se podían leer sus garabatos. Un simple renglón para decir que se encontraba bien, que el mundo era magnífico, ¿y cómo diablos estabas tú?

Siempre que Ulric venía a visitarnos, lo que solía suceder en sábado o en domingo, me lo llevaba a dar largos paseos por aquellas barriadas antiguas. También él estaba familiarizado con ellas desde la infancia. Solía llevar consigo un cuaderno, «para tomar algunos apuntes», como él decía. En aquella época me maravillaba su facilidad con el lápiz y el pincel. Nunca se me ocurrió que llegaría un día en que yo haría lo mismo. Él era pintor y yo era escritor… o al menos esperaba serlo algún día. El mundo de la pintura me parecía un reino de pura magia, totalmente fuera de mi alcance.

Aunque en los años posteriores no iba a llegar a ser un pintor célebre, aun así Ulric tenía un conocimiento maravilloso del mundo del arte. Ningún hombre podía hablar de los pintores que amaba con mayor sentimiento y comprensión. Aun hoy oigo las reverberaciones de sus largas y felices frases relativas a hombres como Cimabue, Uccello, Piero della Francesca, Botticelli, Vermeer y otros. A veces nos sentábamos y mirábamos un libro de reproducciones… siempre de los grandes maestros, por supuesto. Podíamos pasar horas sentados y hablando —por lo menos, él— de un solo cuadro. Sin lugar a dudas, por ser él mismo tan absolutamente humilde y reverente, humilde y reverente en el sentido auténtico, era por lo que Ulric podía hablar tan sagaz y penetrantemente de «los maestros». En espíritu también él era un maestro. Agradezco a Dios que nunca perdiese su capacidad de venerar y adorar. En verdad, los adoradores natos son raros.

Como O’Rourke, el detective, tenía la misma tendencia a quedarse absorto y arrobado en los momentos más inesperados. Muchas veces durante nuestros paseos por los muelles se detenía a señalar una fachada especialmente decrépita o un muro demolido, y se explayaba sobre su belleza en relación con el fondo de rascacielos de la otra orilla o con los enormes cascos y mástiles de los barcos fondeados en sus basadas. Podía hacer cero grados de temperatura y soplar un ventarrón helado, pero a Ulric no parecía importarle. En momentos así sacaba del bolsillo con modestia un sobrecito descolorido y, con un pedazo de lo que en tiempos había sido un lápiz, se esforzaba por tomar «unas cuantas notas más». Debo decir que de esas notas nunca salía gran cosa Por lo menos, en aquellos tiempos. Los hombres que distribuían los encargos —para dibujar plátanos, latas de tomate, pantallas de lámpara, etc.— no le dejaban respirar nunca.

Entre los «trabajos», hacía posar para él a sus amigos, pero sobre todo a sus amigas. En esos intervalos trabajaba furiosamente, como si estuviera preparando una exposición para el Salón. Ante el caballete, adoptaba todos los gestos y poses de un «maestro». Era casi aterrador contemplar el frenesí de su acometida. Pero, cosa extraña, los resultados siempre eran desalentadores. «¡Maldita sea!», decía, «soy un ilustrador y nada más». Todavía lo veo delante de uno de sus abortos, suspirando, resollando, farfullando, tirándose de los pelos. Lo veo tomar un álbum de Cézanne, buscar uno de sus cuadros favoritos y después mirar su obra con una mueca triste.

«Mira esto, por favor», me decía, señalando una zona especialmente feliz del Cézanne. «¿Por qué demonios no puedo captar algo así… aunque sólo sea una vez? ¿Qué es lo que no funciona en mí, según tú? En fin…». Y lanzaba un profundo suspiro, a veces un auténtico gemido. «¿Qué te parece si echamos un trago? ¿Para qué intentar ser un Cézanne? Mira, Henry, ya sé lo que no funciona. No es este cuadro, ni el anterior, mi vida entera es lo que no funciona. El trabajo de un hombre refleja lo que es, lo que piensa durante todo el santo día, ¿no crees? Mirándolo así, lo único que soy es un trozo de queso rancio, ¿no te parece? En fin, ¡a tu salud!».

En ese momento alzaba el vaso con una extraña mueca de disgusto en la boca que era dolorosamente, demasiado dolorosamente elocuente.

Si adoraba a Ulric por su emulación de los maestros, creo que lo veneraba de verdad por representar el papel de «fracasado». Era un hombre que sabía hacer música de sus fallos y fracasos. En realidad, tenía ingenio y gracia para hacer creer que, después del éxito, lo mejor en la vida era ser un completo fracasado.

Cosa que probablemente sea cierta. Lo que redimía a Ulric era su absoluta falta de ambición. No anhelaba verse reconocido: quería ser un buen pintor por el puro placer de superarse. Amaba todas las cosas buenas de la vida, y sólo las cosas buenas. Era un sensualista de pies a cabeza. Al jugar al ajedrez, prefería hacerlo con piezas chinas, por pobre que fuera su juego. El simple hecho de tocar las piezas de marfil le proporcionaba el placer más intenso. Recuerdo las visitas que hacíamos a museos en busca de tableros de ajedrez antiguos. Si Ulric hubiera podido jugar en un tablero que en tiempos hubiese adornado la pared de un castillo medieval, se habría sentido en el séptimo cielo, y tampoco le habría importado ganar o perder. Escogía con mucho cuidado todo lo que usaba: ropa, maletas, zapatillas, lámparas, todo. Cuando recogía un objeto, lo acariciaba. Todo lo que se pudiese recuperar, era recompuesto, remendado o pegado. Hablaba de sus pertenencias como algunas personas hablan de sus gatos; les otorgaba toda su admiración, incluso cuando estaba a solas con ellas. A veces lo sorprendía hablándoles, dirigiéndose a ellas, como si fueran viejos amigos. Ahora que lo pienso, ¡qué contraste con Kronski! Este, pobre diablo miserable, parecía vivir con los cachibaches tirados por sus antepasados. Para él nada era precioso, nada tenía significado ni importancia. Todo se hacía pedazos en sus manos, o quedaba raído, roto, manchado o ensuciado. Y, sin embargo, un día —nunca llegué a saber cómo— aquel mismo Kronski se puso a pintar. Y, además, comenzó con brillantez. Con la mayor brillantez. Apenas podía dar crédito a mis ojos. Usaba colores atrevidos, brillantes, como si acabara de regresar de Rusia. Tampoco sus temas carecían de audacia ni de originalidad. Se pasaba ocho y diez horas seguidas manos a la obra, antes y después de lo cual se daba una comilona y siempre cantando, silbando, apoyándose inquieto ora en un pie ora en el otro, y sin dejar de alabarse a sí mismo. Desgraciadamente, fue una simple llamarada fugaz. Al cabo de pocos meses se extinguió. Después de aquello, ni una palabra nunca sobre pintura. Al parecer, olvidó haber tocado siquiera un pincel…

Durante aquel período tan plácido de nuestra vida fue cuando conocí a un andoba extraño en la biblioteca de Montague Street. Me conocían bien allí, porque les causaba toda clase de molestias pidiéndoles libros que no tenían, instándoles a pedir prestados libros caros o raros a otras bibliotecas, o quejándome de la pobreza de sus existencias, de las deficiencias del servicio, y en general dando la lata. Para colmo, siempre estaba pagando multas por haber devuelto libros con retraso o por haberlos perdido (en realidad, me los había apropiado para mi propia biblioteca), o porque les faltaban páginas. De vez en cuando recibía un reprimenda pública, como si todavía fuera un colegial, por subrayar pasajes con tinta roja o escribir comentarios en los márgenes. Y luego, un día que estaba buscando libros raros sobre el circo —Dios sabe por qué—, entablé conversación con un hombre con aspecto de erudito que resultó ser miembro del personal de la biblioteca. Durante la conversación, me enteré de que había estado en algunos de los circos más famosos de Europa. La palabra Médrano se le escapó de los labios. Era como si me hubiese hablado en griego, pero la recordé. El caso es que me gustó tanto aquel tipo, que acto seguido lo invité a visitarnos el día siguiente por la tarde. En cuanto salí de la biblioteca, llamé a Ulric y le pedí que viniera también él.

«¿Has oído hablar alguna vez del Cirque Médrano?», le pregunté.

En resumen, la tarde del día siguiente estuvo dedicada casi exclusivamente al Cirque Médrano. Cuando el bibliotecario se marchó, me sentía aturdido.

«Así, que, ¡eso es Europa!», musité en voz alta. No podía dejar de pensar en eso. «Y ese tipo ha estado allí… ha visto todo. ¡Dios mío!».

El bibliotecario venía con frecuencia, siempre con libros raros bajo el brazo, a los que, le parecía, me gustaría echar un vistazo. Por lo general, traía también una botella. A veces jugaba al ajedrez con nosotros, y raras veces se marchaba antes de las dos o las tres de la mañana. Cada vez que venía, yo le hacía hablar de Europa: era el «precio de entrada». En realidad, estaba embriagándome con el tema; era capaz de hablar de Europa casi como si la hubiese visitado. (Mi padre era igual. A pesar de que nunca había puesto el pie fuera de Nueva York, podía hablar de Londres, Berlín, Hamburgo, Bremen, Roma, como si hubiese vivido toda su vida en el extranjero).

Una noche, Ulric se trajo su gran plano de París (el plano del metro) y todos nos pusimos de rodillas y de manos para pasearnos por las calles de París, visitando las bibliotecas, museos, catedrales, puestos de flores, mataderos, cementerios, casas de putas, estaciones de ferrocarril, bailes populares, les magasins y demás. El día siguiente me sentía tan henchido, tan henchido de Europa, quiero decir, que no pude ir al trabajo. Era una vieja costumbre mía tomar un día de descanso, cuando me venía en gana. Siempre disfrutaba más con los días feriados robados. Significaba levantarse a las tantas, holgazanear en pijama, poner discos, leer libros por encima, dar un paseo hasta el muelle y, después de una comida sustanciosa, ir a una sesión de teatro vespertina. Una buena función de variedades era lo que más me gustaba, una tarde que pasaba tronchándome de risa. A veces, después de una de esas fiestas, me resultaba todavía más difícil volver al trabajo. En realidad, me resultaba imposible. Mona llamaba oportunamente al jefe para informarle de que mi catarro había empeorado. Y éste siempre decía:

«Dígale que se quede en la cama unos cuantos días más. ¡Cuídelo bien!».

«Pensaba que esta vez ya te habrían calado», decía Mona.

«Y me han calado, encanto. Sólo, que valgo demasiado. No pueden prescindir de mí».

«No abras, si llaman a la puerta, y nada más. O diles que he ido a ver al médico».

Maravilloso, mientras duraba. Chipendi lerendi. Había perdido todo el interés por el trabajo. En lo único en que pensaba era en empezar a escribir. En la oficina rendía cada vez menos, me volvía cada vez más vago. Los únicos candidatos que me molestaba en entrevistar eran los sospechosos. Mi ayudante se ocupaba de los demás. Con la mayor frecuencia posible, me largaba de la oficina con el pretexto de inspeccionar las sucursales. Visitaba una o dos en el centro de la ciudad —simplemente para tener una coartada—, y después me marcaba un cinito. Después del cine, me presentaba de improviso en otra sucursal, informaba a la central, y después a casa. A veces, pasaba la tarde en una galería de arte o en la biblioteca de la calle 42. Otras veces iba a ver a Ulric y visitaba un baile. Me ponía enfermo cada vez con mayor frecuencia, y durante períodos cada vez más largos. Estaba claro que aquello iba a acabar mal.

Mona estimulaba mi mala conducta. Nunca le había gustado verme en el puesto de jefe de personal.

«Deberías escribir», decía.

«¡Estupendo!», replicaba yo, complacido para mis adentros. «¡Estupendo! Pero ¿de qué vamos a vivir?».

«¡Deja eso de mi cuenta!».

«Pero no podemos seguir engañando y burlando a la gente eternamente».

«¿Engañando? Todos aquellos a los que pido dinero pueden perfectamente permitirse el lujo de prestarlo. Les estoy haciendo un favor».

Yo no lo veía como ella, pero cedía. Al fin y al cabo, no tenía una solución mejor que ofrecer. Para poner fin a la discusión, yo siempre decía:

«Bueno, no voy a dejar el trabajo todavía».

De vez en cuando, en uno de aquellos días feriados robados, acabábamos en la Segunda Avenida de Nueva York. Era asombrosa la cantidad de amigos que tenía en ese barrio. Todos judíos, por supuesto, y la mayoría de ellos chiflados. Pero compañía animada. Tras tomar un bocado en Papa Moskowitz’s, íbamos al Café Royal. Allí podías estar seguro de encontrar a quienquiera que buscases.

Una tarde que íbamos paseando por la Avenida, justo cuando estaba a punto de mirar el escaparate de una librería para echar otro vistazo a Dostoyevsky —su foto había estado colgada en aquel mismo escaparate durante años—, ¿quién diréis que nos saludó? Un viejo amigo de Arthur Raymond. Nahoum Yood, nada menos. Nahoum Yood era un hombre bajo, fogoso, que escribía en yiddish. Tenía cara de almádena. Una vez que la veías, nunca la olvidabas. Cuando hablaba, era siempre un torrente y un burbujeo; las palabras tropezaban literalmente unas con otras. No sólo chisporroteaba como un petardo, sino que, además, babeaba y goteaba al mismo tiempo. Su acento, el del «Litvak», era atroz. Pero su sonrisa era de oro… como la de Jack Johnson. Daba a su cara una especie de mueca de fuego fatuo.

Nunca lo vi en otro estado que el de la efervescencia. Siempre acababa de descubrir algo prodigioso, maravilloso, nunca visto. Al soltar el rollo, siempre te daba una ducha, gratis. Pero valía la pena. Aquella fina llovizna que emitía entre los dientes delanteros surtía el mismo efecto estimulante que un baño de agujas. A veces, con el baño de agujas salían algunas semillas de alcaravea.

Arrebatándome el libro que llevaba bajo el brazo, exclamó:

«¿Qué estás leyendo? Ah, Hansum. ¡Muy bien! Un escritor exquisito». Ni siquiera había dicho todavía: «¿Cómo estás?». «Tenemos que sentarnos en algún sitio a charlar. ¿Dónde vais? ¿Habéis cenado? Tengo hambre».

«Perdona», dije, «pero quiero echar una mirada a Dostoyevsky».

Lo dejé allí parado y hablando excitado a Mona con ambas manos (y pies). Me planté delante del retrato de Dostoyevsky, como había hecho más de una vez, para estudiar de nuevo su fisonomía. Me acordé de mi amigo Lou Jacobs, quien solía descubrirse cada vez que pasaba por delante de una estatua de Dostoyevsky. Lo que yo hacía ante Dostoyevsky era más que una reverencia o un saludo. Se parecía más a una plegaria, una plegaria para que manifestase el secreto de la revelación. Tenía una cara tan sencilla, tan vulgar. Tan eslava, tan de mujik. La cara de un hombre que podría pasar desapercibido en una multitud. (Nahoum Yood tenía más aspecto de escritor que el gran Dostoyevsky). Seguí allí parado, como siempre, intentando penetrar en el misterio del ser que se ocultaba tras la pastosa masa de las facciones. Lo único que podía leer claramente era la pena y la obstinación. Un hombre que evidentemente prefería la vida humilde, un hombre recién salido de la prisión. Me perdí en la contemplación. Al final, sólo veía al artista, al artista trágico, único, que había creado un auténtico panteón de personajes, figuras como nunca antes se habían visto ni se volverían a ver, cada una de ellas más real, más vigorosa, más misteriosa, más inescrutable que todos los zares locos y todos los popes crueles y malvados juntos.

De repente, sentí la pesada mano de Nahoum Yood en mi hombro. Los ojos le bailaban, tenía la boca cubierta de saliva. El raído sombrero hongo que llevaba tanto dentro de casa como fuera se le había caído sobre los ojos, y le daba un aspecto cómico y casi maníaco.

«¡Mysterium!», exclamó. «¡Mysterium! ¡Mysterium!».

Lo miré con la mirada perdida.

«¿No lo has leído?», gritó.

Algo parecido a una multitud empezó a congregarse a nuestro alrededor, una de esas multitudes que surgen de no se sabe dónde, en cuanto un charlatán se pone a anunciar sus artículos.

«¿De qué estás hablando?», le pregunté imperturbable.

«De tu Knut Hansum. Del libro más importante que ha escrito: Mysterium se llama, en alemán».

«Se refiere a Misterios», dijo Mona.

«Sí, Misterios», gritó Nahoum Yood.

«Ha estado hablándome de eso ahora», dijo Mona. «La verdad es que parece maravilloso».

«¿Más maravilloso que Un vagabundo toca con sordina?».

Nahoum Yood nos interrumpió:

«Eso, eso no es nada. Por Tierra Nueva le dieron el Premio Nobel. Pero Mysterium no lo conoce nadie todavía. Mira, te lo voy a explicar…». Hizo una pausa, se dio media vuelta y escupió. «No, es mejor no explicarlo. Ve a tu biblioteca Carnegie de chicle y pídelo. ¿Cómo lo decís en inglés? ¿Misterios? Casi igual… pero Mysterium es mejor. Más mysterischer, nicht?».

Lanzó una de sus amplias sonrisas de raíl de tranvía, con lo que el ala del sombrero se le cayó sobre los ojos.

De repente, se dio cuenta de que había congregado a un auditorio.

«¡Marchaos a casa!», exclamó, alzando ambos brazos para alejar a la multitud. «¿Acaso estamos vendiendo cordones de zapatos aquí? ¿Qué os pasa? ¿Es que tengo que alquilar un salón para decir unas palabras en privado a un amigo? No estamos en Rusia. Marchaos a casa… ¡fuera!».

Y volvió a agitar los brazos. Nadie se movió. Se limitaron a sonreír indulgentemente. Al parecer, lo conocían bien, a aquel Nahoum Yood. Uno de ellos habló en yiddish. Nahoum Yood lanzó una especie de sonrisa triste y complaciente y nos miró indefenso.

«Quieren que les recite algo en yiddish».

«Estupendo», dije. «¿Por qué no lo haces?».

Volvió a sonreír, tímidamente esa vez.

«Son como niños», dijo. «Esperad, les voy a contar una fábula. Sabéis lo que es una fábula, ¿verdad? Es una fábula que trata de un caballo verde con tres patas. Sólo puedo contarla en yiddish… espero que me perdonaréis».

En el momento en que empezó a hablar en yiddish, su semblante cambió radicalmente. Adoptó una expresión tan seria y apasionada, que pensé iba a deshacerse en lágrimas en cualquier momento. Pero, cuando miré a su auditorio, vi que estaban lanzando risitas. Cuanto más seria y apenada era su expresión, más alegres se ponían sus oyentes. Al final, se tronchaban de risa. Nahoum Yood ni siquiera esbozó una sonrisa en ningún momento. Acabó con semblante inexpresivo, entre explosiones de risa.

«Ahora», dijo, dando la espalda a su auditorio y cogiéndonos del brazo a los dos, «ahora vamos a ir a algún sitio a oír algo de música. Conozco una tabernita en Hester Street, en un sótano. Gitanos rumanos. Tomaremos un poco de vino y algunos Mysterium, ¿de acuerdo? ¿Tenéis dinero? Yo sólo tengo veintitrés centavos».

Volvió a sonreír, esa vez como un pastel de arándano. De camino, no cesaba de descubrirse ante éste o aquél. A veces se paraba y por unos minutos entablaba conversación en serio con su amigo.

«Disculpadme», decía, al volver corriendo hacia nosotros sin aliento, «pero he pensado que tal vez pudiese dar un pequeño sablazo. Era el director de un periódico yiddish… pero está todavía más boqueras que yo. Vosotros lleváis algo de dinero, ¿verdad? La próxima vez invito yo».

En la taberna rumana me encontré con uno de mis exrepartidores, Dave Olinski. Había trabajado de repartidor nocturno en la oficina de Grand Street. Lo recordaba bien porque el día que habían robado en la oficina y habían vaciado la caja fuerte, Olinski había estado en un tris de perder la vida. (En realidad, yo había dado por supuesto qué había muerto). Lo había colocado en aquella oficina a petición propia; porque era un barrio extranjero, y porque sabía hablar ocho lenguas. Olinski pensaba que iba a ganar mucho con las propinas. Todo el mundo lo detestaba, incluidos los que trabajaban con él. Cada vez que me lo encontraba, me daba la lata hablándome de Tel Aviv. Siempre Tel Aviv y Boulogne-sur-Mer. (Llevaba consigo postales de todos los puertos en que había hecho escala. Pero la mayoría de ellas eran de Tel Aviv). El caso es que en cierta ocasión, antes del «accidente», lo envié a Canarsie, donde había una plage. Usé la palabra plage porque siempre que Olinski hablaba de Boulogne-sur-Mer, mencionaba la maldita plage donde había ido a bañarse.

Me estaba diciendo que, después de dejar nuestro empleo, se había hecho agente de seguros. La realidad, apenas habíamos cambiado unas cuantas palabras, cuando se puso a intentar venderme una póliza. A pesar de lo que me desagradaba el tío, no intenté hacerle callar. Pensé que le vendría bien practicar conmigo. Así, que, con gran disgusto de Nahoum Yood, le dejé seguir parloteando, y fingí que tal vez deseara un seguro contra accidentes, enfermedad e incendios. Entretanto, Olinski había pedido bebidas y pastas para nosotros. Mona había abandonado la mesa para entablar conversación con la propietaria. Estando así, entró un abogado llamado Mannie Hirsch: otro amigo de Arthur Raymond. Era un apasionado de la música, y sobre todo de Scriabin. Olinski, que se había visto arrastrado a la conversación contra su voluntad, tardó un buen rato en entender de quién estábamos hablando. Cuando descubrió que se trataba de un simple compositor, dio muestras de profundo desagrado. Preguntó si no deberíamos ir a un lugar más tranquilo. Le expliqué que era imposible, que debía darse prisa y explicarme todo rápidamente, antes de que nos fuéramos. Mannie Hirsch no había parado de hablar desde el momento en que se había sentado. Al cabo de poco, Olinski se lanzó a su rutinaria charla, pasando de una póliza a otra; tenía que alzar mucho la voz para ahogar la de Mannie Hirsch. Yo escuchaba a los dos a un tiempo. Nahoum Yood intentaba oír formando una trompetilla con la mano. Al final, le dio un ataque de risa histérica. Sin avisar, se puso a recitar una de sus fábulas… en yiddish. Aun así, Olinski siguió hablando, esa vez en voz muy baja, pero aún más de prisa que antes, porque cada minuto era precioso. Hasta cuando toda la taberna se echó a reír estrepitosamente, Olinski siguió vendiéndome una póliza tras otra.

Cuando por fin le dije que tendría que pensarlo, puso cara de estar mortalmente ofendido.

«Pero ya le he explicado todo claramente, señor Miller», dijo con voz lastimera.

«Pero ya tengo dos pólizas de seguros», mentí.

«Eso no importa», insistió. «Las cobraremos y suscribiremos otras mejores».

«Eso es lo que me quiero pensar», repliqué.

«Pero no hay nada que pensar, señor Miller».

«No estoy seguro de haberlo entendido todo», dije. «Tal vez sea mejor que vengas mañana por la noche a mi casa», y acto seguido le escribí una dirección falsa.

«¿Está usted seguro de que estará en casa, señor Miller?».

«Si no voy a estar, te telefonearé».

«Pero es que no tengo teléfono, señor Miller».

«Entonces te enviaré un telegrama».

«Pero ya tengo dos citas para mañana por la tarde».

«Entonces quedamos para pasado mañana por la noche», dije, sin inmutarme lo más mínimo con aquella cháchara. «O», añadí maliciosamente, «podrías venir a verme después de medianoche, si te va mejor. Siempre estamos levantados basta las dos o las tres de la mañana».

«Me temo que será demasiado tarde», dijo Olinski, con expresión cada vez más desconsolada.

«Bueno, vamos a ver», dije, con expresión meditativa y rascándome la cabeza. «¿Y si nos encontráramos dentro de una semana? Pongamos, a las nueve y media en punto».

«Aquí, no, señor Miller, por favor».

«De acuerdo. Entonces, donde tú prefieras. Envíame una postal mañana o pasado. Y tráete todas las pólizas, ¿de acuerdo?».

Durante esa última cháchara, Olinski se había levantado de la mesa y estaba dándome la mano para despedirse. Cuando se volvió para recoger sus papeles, descubrió que Mannie Hirsch estaba dibujando animales sobre ellos. Nahoum Yood estaba escribiendo un poema —en yiddish— en otro. Se molestó tanto con aquel giro inesperado de los acontecimientos, que se puso a gritarles en varias lenguas a la vez. Se estaba poniendo rojo de rabia. Al instante, el guarda, que era griego y luchador retirado, tenía cogido a Olinski de los fondillos del pantalón y estaba poniéndolo de patas en la calle. La propietaria agitó el puño en su cara, cuando pasó ante la puerta de cabeza. En la calle el griego le hurgó en los bolsillos, sacó unos cuantos billetes y después tiró la calderilla sobrante a Olinski, que entonces estaba a cuatro patas, y parecía tener retortijones.

«Esa es una forma terrible de tratar a una persona», dijo Mona.

«Lo es, pero él parece provocarlo».

«No deberías haberlo incitado: ha sido una crueldad».

«Lo reconozco, pero es que es un pelmazo. De todos modos, habría ocurrido».

Luego me puse a contar mi experiencia con Olinski. Expliqué que lo había complacido trasladándolo de una oficina a otra. En todos lados era la misma historia. Siempre lo estaban insultando y maltratando… «sin el menor motivo», según decía.

«No les gusto a ésos», decía.

«No parece que gustes a nadie», acabé diciéndole un día. «¿Se puede saber qué es lo que te pasa?». Recuerdo muy bien la mirada que me echó, cuando le solté eso. «Venga», dije. «Dímelo, porque ésta es tu última oportunidad».

Para mi asombro, esto fue lo que respondió:

«Señor Miller, tengo demasiada ambición para ser un buen repartidor. Debería tener un puesto de mayor responsabilidad. Con mi formación, sería un buen director. Podría hacer economizar dinero a la compañía. Podría proporcionarle más negocios, incrementar el rendimiento».

«Espera un momento», lo interrumpí. «¿Es que no sabes que no tienes la menor oportunidad del mundo de llegar a ser director de una sucursal? Estás loco. Ni siquiera sabes inglés, y menos aún esos ocho idiomas de que siempre estás hablando. No sabes llevarte bien con tus vecinos. Eres un pesado, ¿no lo entiendes? No me hables de tus magníficas ideas para el futuro… dime una sola cosa… cómo es que has llegado a ser lo que eres… semejante pelmazo de los cojones, quiero decir».

Olinski parpadeó al oír aquello.

«Señor Miller», comenzó, «debe usted saber que soy buena persona, que hago lo posible para…».

«¡Mentira!», exclamé. «Ahora dime sinceramente: ¿por qué se te ocurrió marcharte de Tel Aviv?».

«Porque quería llegar a ser algo, ésa es la verdad».

«¿Y no podías hacerlo en Tel Aviv… o en Boulogne-sur-Mer?». Lanzó una sonrisa burlona. Antes de que pudiera abrir la boca, proseguí: «¿Te llevabas bien con tus padres? ¿Tenías algún amigo íntimo allí? Espera un momento» —alcé la mano para atajar su respuesta—. «¿Te ha dicho alguna vez alguien en todo el mundo que le gustaras? ¡Respóndeme a eso!».

Guardó silencio. No estaba hundido, simplemente desconcertado.

«¿Sabes lo que deberías ser?», continué. «Un soplón».

No sabía lo que significaba esa palabra.

«Mira», le expliqué, «un soplón es el que se gana dinero espiando a otra gente, dando informaciones sobre ella… ¿entiendes?».

«¿Y dice usted que yo debería ser un soplón?», dijo gritando, irguiéndose e intentando poner expresión digna.

«Exactamente», dije, sin pestañear. «Y si no eso, verdugo. Ya sabes…» —e hice un movimiento circular y siniestro con la mano— «el que se encarga de ahorcar a la gente».

Olinski se puso el sombrero y avanzó hacia la puerta. De repente, se dio la vuelta, giró sobre sus pasos y volvió con calma hasta mi escritorio. Se quitó el sombrero y lo sostuvo con las dos manos. «Discúlpeme», dijo, «pero ¿podría darme otra oportunidad… en Harlem?». Lo dijo con tono de voz natural, como si no hubiera ocurrido nada desagradable.

«Pues, ¡claro!», respondí con presteza. «Naturalmente, que te voy a dar otra oportunidad, pero es la última, recuérdalo. Estás empezando a gustarme, ¿sabes?».

Esto lo desconcertó más que todo lo que había dicho hasta entonces. Me sorprendió que no me preguntase por qué.

«Mira, Dave», dije, inclinándome hacia él, como si tuviera algo confidencial que proponerle, «te voy a colocar en la peor oficina que tenemos. Si eres capaz de salir adelante en ella, podrás hacerlo en cualquier sitio. Tengo que avisarte de una cosa… no crees el menor problema en esa oficina o, si no» —y al decir esto me pasé la mano por el cuello—, «¿entiendes?».

«¿Son buenas las propinas allí, señor Miller?», preguntó, fingiendo no haberse sentido afectado por mi última observación.

«Nadie da propina en ese barrio, amigo mío. Y no intentes conseguirlas tampoco. Agradece a Dios todas las noches que sigas con vida al llegar a casa. En los tres últimos años hemos perdido ocho repartidores en esa oficina. Saca las conclusiones por ti mismo».

Al decir eso, me levanté, lo cogí del brazo y lo acompañé hasta la escalera.

«Mira, Dave», dije, al darle la mano, «tal vez yo sea amigo tuyo y tú no lo sepas. Quizá me agradezcas algún día que te colocara en la peor oficina de Nueva York. Tienes tanto que aprender, que no sé qué decirte primero. Ante todo, intenta mantener la boca cerrada. Sonríe de vez en cuando, aunque te cueste trabajo. Di “gracias”, aunque no te den propina. Habla una sola lengua y Jo menos posible. Olvídate de la idea de llegar a ser director. Sé un buen repartidor. Y no digas a la gente que procedes de Tel Aviv, porque no van a saber de qué hablas. Has nacido en el Bronx, ¿entiendes? Si no puedes comportarte decentemente, hazte el tonto, hazte el schlemiel, ¿comprendes? Aquí tienes, para que vayas al cine. Ve a ver una película divertida, para variar. ¡Y que no vuelva yo a oír hablar de ti!».

Al caminar aquella noche con Nahoum Yood hacia el metro, me vinieron recuerdos vividos de mis exploraciones nocturnas con O’Rourke. Al East Side era adonde me dirigía siempre, cuando quería sentirme conmovido hasta las entrañas. Era como volver a casa. Todo era familiar de modo misterioso. Era como si hubiese conocido el mundo del ghetto en una encarnación anterior. La característica que más me impresionaba era la pululación. Todo pugnaba por salir a la luz en gloriosa profusión. Todo germinaba y fulguraba, exactamente igual que en los sombríos cuadros de Rembrandt. Me sentía constantemente sorprendido, hasta por las cosas más insignificantes y ordinarias. Era el mundo de mi infancia, en el que los objetos comunes y cotidianos adquirían carácter sagrado. Aquellos pobres y despreciados extranjeros vivían con los objetos desechados por un mundo que había seguido avanzando. Para mí eran los supervivientes de un pasado que había sido sofocado abruptamente. Su pan era todavía pan bueno, que se podía comer sin mantequilla ni mermelada. Las lámparas de petróleo daban a sus habitaciones un resplandor sagrado. La cama se alzaba siempre amplia e incitante, el mobiliario era antiguo pero cómodo. Para mí era constante motivo de asombro lo limpios y ordenados que estaban los interiores de aquellos edificios horribles, que parecían desmoronarse en pedazos. Nada puede ser más elegante que un simple hogar pobre pero limpio y lleno de paz. En mi búsqueda de muchachos vagabundos vi centenares de hogares así. Muchas de aquellas escenas inesperadas con que nos encontramos en plena noche eran como páginas ilustradas del Antiguo Testamento. Entrábamos, en busca de un muchacho delincuente o de un ladronzuelo, y salíamos con la sensación de habernos sentado a la mesa con los hijos de Israel. Por lo general, los padres no tenían el menor conocimiento del mundo en que habían entrado sus hijos al incorporarse a la fuerza de repartidores. Casi ninguno de ellos había pisado en su vida un edificio de oficinas. Se habían visto trasladados de un ghetto a otro sin vislumbrar nunca el mundo que quedaba entre ellos. A veces sentía deseos de acompañar a uno de aquellos padres al hemiciclo de una Bolsa, donde pudiera observar a su hijo corriendo de un lado para otro como una bomba contra incendios entre el desenfrenado pandemónium creado por los enloquecidos agentes bursátiles, juego apasionante y lucrativo que en ocasiones permitía al muchacho sacarse setenta y cinco dólares en una sola semana. Algunos de aquellos «muchachos» seguían siendo unos muchachos, a pesar de haber cumplido los treinta o cuarenta años y poseer, algunos de ellos, manzanas de inmuebles, granjas, casas de alquiler o lotes de bonos de primera clase. Muchos de ellos tenían cuentas bancarias que ascendían a más de diez mil dólares. Y, sin embargo, seguían siendo repartidores, iban a seguir siéndolo hasta la muerte… ¡Qué mundo más incongruente para que un inmigrante se viera sumergido en él! Yo mismo apenas podía dar pie con bola dentro de él. A pesar de las ventajas de una educación americana, ¿acaso no me había visto obligado (a mis veintiocho años de edad) a buscar aquella ocupación, la más modesta de todas? ¿Y acaso no era a costa de extremas dificultades como conseguía ganar dieciséis o diecisiete dólares a la semana? Pronto iba a abandonar ese mundo para abrirme camino como escritor, y como tal iba a estar aún más indefenso que el más humilde de aquellos inmigrantes. Pronto iba a estar mendigando a hurtadillas y de noche por las calles, en las propias inmediaciones de mi casa. Pronto iba a quedarme parado delante de los escaparates de los restaurantes, mirando con envidia y desesperación los manjares que se podían comer. Pronto iba a verme agradeciendo a vendedores de periódicos que me diesen una moneda de cinco o de diez centavos para una taza de café y un buñuelo.

Sí, mucho antes de que sucedieran, ya pensaba yo en esas eventualidades precisamente. Tal vez la razón por la que me gustaba tanto el nuevo nido de amor fuese la de que sabía que no podía durar mucho. Nuestro nido de amor «japonés», lo llamaba yo. Porque estaba vacío, inmaculado, con el diván bajo colocado en el centro mismo de la habitación, las luces apropiadas, ni un solo objeto de más, las paredes iluminadas con suave resplandor atenuado, el suelo brillante como si todas las mañanas lo rasparan y lustrasen. Inconscientemente, hacíamos todo de forma ritualista. El lugar te incitaba a comportarte así. Lo habían acondicionado para un hombre rico y lo tenían alquilado dos devotos que sólo tenían riqueza interior. Cada uno de los libros de las estanterías había sido adquirido con esfuerzo y devorado con deleite, y había enriquecido nuestras vidas. Hasta la Biblia deshilachada tenía una historia tras sí…

Un día, al sentir la necesidad de una Biblia, había enviado a Mona a buscar una. Le advertí que no la comprara. «Pide a alguien que te regale su ejemplar. Prueba con el Ejército de Salvación o ve a una de las Casas de Beneficencia». Había hecho lo que le había pedido y se la habían negado en todas partes. (¡Qué cosa más extraña!, pensé para mis adentros). Y entonces, como en respuesta a una oración, ¿quién os imagináis que apareció como caído del cielo? ¡El loco de George! Allí estaba, esperándome, cuando llegué a casa un sábado por la tarde. Y Mona sirviéndole té y bizcocho. Me pareció ver una aparición.

Naturalmente, Mona no sabía que se trataba del loco de George, un personaje procedente de mi infancia. Había visto a un hombre con un carro de verduras, subido al guardabarros y predicando la palabra de Dios. Los chavales estaban burlándose de él, arrojándole cosas a la cara, y él los bendecía (con un látigo en la mano), diciendo: «Dejad que los niños se acerquen a mí… Benditos sean los mansos y humildes…».

«George», dije, «¿no te acuerdas de mí? Solías traernos carbón y leña. Soy de Driggs Avenue… el distrito XIV».

«Recuerdo a todos los hijos de Dios», dijo George. «Hasta la tercera y cuarta generación. Bendito seas, hijo mío, y que el Espíritu Santo te acompañe eternamente».

Antes de que yo pudiera decir otra palabra, George se había puesto a pontificar como solía hacer en tiempos.

«Soy el que da testimonio de mí mismo, y el Padre que me envió da testimonio de mí… ¡Amén! ¡Aleluya! ¡Alabad al Señor!».

Me levanté y rodeé con los brazos a George. Ahora era un hombre viejo, un viejo chiflado, apacible, adorable, el ultimo hombre del mundo que esperaba ver sentado en mi propia casa. Había sido una figura terrorífica para nosotros, los chicos, siempre restallando aquel largo látigo ante nuestros rostros, y amenazando con la condena, el fuego y el azufre eternos, azotando a su caballo furiosamente, cuando resbalaba en el pavimento helado, alzando el puño hacia el cielo e implorando a Dios para que castigara nuestra maldad. ¡Qué padecimientos le infligíamos en aquella época! «¡El loco de George! ¡El loco de George!», gritábamos hasta tener la cara congestionada. Después le tirábamos bolas de nieve, bolas heladas y apretadas, que a veces le acertaban entre los ojos y lo hacían bailar de rabia. Y mientras perseguía a uno de nosotros como un demonio, otro le robaba sus verduras o frutas, o vaciaba un saco de patatas en el arroyo. Nadie sabía cómo se había vuelto así. Al parecer, había estado predicando la palabra de Dios desde que nació. Era como uno de los profetas de la antigüedad, y tan sucio como algunos de los grandes profetas bíblicos.

Veinte años habían pasado desde que había visto a George Dentón por última vez. Y ahí estaba otra vez, hablándome de Jesús, la Luz del Mundo.

«¡Y el que me envió», dijo George, «está conmigo! El Padre no me ha abandonado; pues siempre hago lo que Le complace… Conoceréis la Verdad, y la Verdad os hará libres. ¡Amén, hermano! ¡Que la gracia de Dios sea con vosotros y os proteja!».

No tenía demasiado sentido preguntar a un hombre como George qué había sido de él durante todos aquellos años. Probablemente el tiempo hubiese pasado como un sueño para él. Era evidente que no pensaba en el mañana. Seguía recorriendo la ciudad con su caballo y su carro, exactamente como si no existiese el automóvil. El látigo descansaba a su lado en el suelo: era inseparable de él.

Se me ocurrió ofrecerle un cigarrillo. Mona tenía una botella de oporto en la mano.

«El Reino de Dios», dijo George, alzando la mano en señal de protesta, «no es la carne ni la bebida, sino la rectitud, y la paz, y la alegría en el Espíritu Santo… No es bueno comer carne, ni beber vino, ni cualquier otra cosa que haga tropezar a tu hermano o lo ofenda o lo debilite».

Una pausa mientras Mona y yo tomábamos un sorbo de oporto.

Prosiguiendo como si no me hubiera oído, George declamó: «¿Acaso no sabéis que vuestro cuerpo es el templo del Espíritu Santo que está en vosotros, que habéis recibido de Dios y no os pertenece? Os ha redimido a alto precio: así, pues, ensalzad a Dios en vuestro cuerpo, y en vuestro espíritu, que son de Dios. ¡Amén! ¡Amén!».

Me eché a reír, no en tono de burla, sino suave y naturalmente: embriagado con las Sagradas Escrituras. A George no le importó. Siguió barbullando, como en otro tiempo. Nunca se dirigía a nosotros como a personas, sino como a vasijas en las que vertía la bendita leche de la Santa Virgen. Sus ojos no veían ninguno de los objetos materiales que lo rodeaban. Para él una habitación era igual a otra, y ninguna mejor que el establo al que conducía sus caballos. (Probablemente durmiera con ellos). No, tenía una misión que cumplir y ésta le proporcionaba alegría y olvido. Desde la mañana hasta la medianoche estaba atareado difundiendo la palabra de Dios. Hasta cuando compraba sus productos seguía difundiendo el Evangelio.

¡Qué existencia tan bella y libre de trabas!, pensé para mis adentros. ¿Loco? Por supuesto, que estaba loco, loco de atar. Pero en el buen sentido. George nunca hirió de verdad a nadie con su látigo. Le gustaba hacerlo restallar, simplemente para convencer a los chiquillos maliciosos de que no era un viejo idiota y completamente indefenso.

«Resistid al demonio», dijo George, «y escapará de vuestro lado. Acercaos a Dios, y él se acercará a vosotros. Limpiaos las manos, vosotros los pecadores; y purificaos los corazones, vosotros los falsos… Humillaos a la vista del Señor, y Él os elevará».

«George», dije, sofocando el estallido de la risa, «me haces sentirme bien. Hace tanto…».

«La salvación viene de Dios, que está sentado en el trono, y del Cordero… No hagáis daño a la tierra, ni al mar, ni a los árboles, hasta que no hayamos marcado con el sello en la frente a los siervos de nuestro Dios».

«¡Muy bien! Oye, George, recuer…».

«No pasarán más hambre ni más sed; ni el sol caerá sobre ellos ni calor alguno. El Cordero, que está en medio del Trono, los alimentará, y los guiará hasta las fuentes vivas de las aguas: y Dios enjugará todas las lágrimas de sus ojos».

Al decir eso, George cogió un enorme pañuelo sucio de lunares encarnados y se secó los ojos, y después se sonó la nariz vigorosamente.

«¡Amén! ¡Alabad a Dios por Su poder salvador y tutelar!».

Se levantó y se dirigió a la chimenea. Sobre la repisa había un manuscrito inacabado sujeto por una figurilla que representaba a una diosa danzante hindú. George se dio media vuelta rápidamente y habló:

«Sellad las cosas que pronunciaron los siete truenos, y no las escribáis… En la época en que el séptimo ángel haga sonar su voz, el misterio de Dios quedará consumado, como ha declarado a Sus siervos y profetas».

Justo entonces me pareció oír que los caballos se agitaban fuera. Fui a la ventana para ver qué pasaba. George había alzado la voz. Ahora era casi un grito que subía de su garganta. «¿Quién no te oirá, oh, Señor, ni glorificará Tu nombre? Pues sólo Tú eres santo».

Los caballos se llevaban el carro, los chiquillos gritaban encantados y se servían, como en otro tiempo, fruta y verduras. Hice señas a George para que se acercara a la ventana. Seguía gritando… «Las aguas que has visto, donde se sienta la ramera, son pueblos, y multitudes, y naciones, y lenguas. Y los diez cuernos…».

«¡Más vale que te des prisa, George, o se te escaparán!».

Raudo como un rayo, se agachó para coger el látigo y salió corriendo a la calle. «¡Sooo, Jezabel!», lo oí gritar. «¡Sooo!».

En un santiamén estaba de vuelta para ofrecernos una cesta de manzanas y unas coliflores. «Aceptad los dones del Señor», dijo. «¡La Paz sea con vosotros! ¡Amén, hermano! ¡Gloria, hermana! ¡Gloria a Dios en las Alturas!». A continuación, se dirigió a su carro, fustigó a los caballos con su largo látigo, e impartió bendiciones en todos los sentidos.

Hasta algún tiempo después de que se hubiera ido no descubrí la raída Biblia que había dejado olvidada. Estaba grasienta, con marcas de dedos, y picaduras de moscas; había perdido las pastas y le faltaban algunas páginas. Yo había pedido la Biblia y la había recibido. «Buscad y encontraréis. Pedid y se os dará. Llamad y os abrirán». Me puse a declamar un poco yo también. Las Escrituras embriagan más que los vinos más fuertes. Abrí el Libro al azar y quedó abierto por uno de mis pasajes favoritos:

«Y en la frente llevaba un nombre escrito: MISTERIO, BABILONIA LA GRANDE, LA MADRE DE LAS RAMERAS Y DE LAS ABOMINACIONES DE LA TIERRA.

»Y vi a la mujer embriagada con la sangre de los santos, y con la sangre de los mártires de Jesús; y cuando la vi, fui presa de gran maravilla.

»Y el ángel me dijo: ¿Por qué te maravillas? Te voy a contar el misterio de la mujer, y de la bestia que la transporta, la cual tiene siete cabezas y diez cuernos.

»La bestia que has visto fue, y no es; y ascenderá del abismo sin fondo, e irá a la perdición: y los habitantes de la tierra, cuyos nombres no están escritos en el Libro de la Vida desde la fundación del mundo, se maravillarán, cuando vean la bestia que fue, y no es y, aún así, es».

Escuchar a los fanáticos religiosos siempre me da hambre y sed: quiero decir de las llamadas cosas buenas de la vida. Un espíritu pleno provoca apetito por todas las partes y miembros del cuerpo. Tan pronto como se fue George, empecé a preguntarme en qué parte de aquel maldito barrio aristocrático podría encontrar una panadería en que vendieran streusel küchen o buñuelos con mermelada (pfanrt küchen) o un rico bizcocho de canela que se deshiciese en la boca. Tras beber unos cuantos vasos más de oporto, me puse a pensar en comestibles más sustanciosos, como sauerbroten y albóndigas de patatas y tostones flotando en una sabrosa salsa negra y picante; pensé en un tierno brazuelo de cerdo asado con manzanas fritas al lado, en mejillones con jamón de entremés, en crêpes Suzette, en nueces de Brasil y pacanas, en Charlotte, russe, como sólo saben hacerla en Luisiana. En aquel momento habría saboreado cualquier cosa rica, suculenta y sabrosa. Comida pecaminosa, eso era lo que ansiaba. Comida pecaminosa y vinos afrodisíacos. Y un Kiimmel excelente para rematarla.

Intenté pensar en alguien en cuya casa pudiéramos estar seguros de recibir una buena comida. (La mayoría de mis amigos comían fuera). Los que se me ocurrían vivían demasiado lejos o bien eran de los que no te permitían presentarte sin avisar. Naturalmente, Mona era partidaria de comer en un restaurante excelente, de comer hasta que estuviéramos a punto de reventar, tras lo cual yo esperaría sentado hasta que ella pudiese encontrar a alguien que pagara la comida. No me hacía ninguna gracia la idea. Lo habíamos hecho demasiadas veces. Además, en una o dos ocasiones me había ocurrido pasar la noche esperando a que alguien apareciera con el dinero. De eso nada, monada; si íbamos a comer bien, quería llevar el dinero con que pagar en el bolsillo.

«¿Cuánto tenemos, a todo esto?», pregunté. «¿Has mirado por todos lados?».

Unos setenta y dos centavos era todo lo que se podía juntar, al parecer. Faltaban seis días para cobrar. No estaba de humor —y tenía demasiado hambre— como para ponerme a hacer la ronda de las oficinas de telégrafos para sólo reunir unas monedas.

«Vamos a la panadería escocesa», dijo Mona. «Sirven comidas allí. Es muy sencillo, pero sustancial. Y barato».

La panadería escocesa quedaba cerca de Borough Hall. Un lugar deprimente, con mesas de mármol y serrín en el suelo. Los propietarios eran severos presbiterianos de la vieja Escocia. Hablaban con un acento que me recordaba desagradablemente a los padres de MacGregor. Cada sílaba que pronunciaban sonaba con el tintineo de una perra chica, con la resonancia de un osario. Como eran atentos y correctos, estabas obligado a mostrarte agradecido por el servicio que te prestaban.

Tomamos una mezcla de jarretes de caballo y gachas de avena con panecillos untados de mantequilla al lado y una hoja fina de lechuga sin aliñar de adorno. La comida no sabía absolutamente a nada; la había cocinado una solterona de cara de vinagre que no había conocido un día de alegría en su vida. Yo habría preferido tomar un tazón de sopa de cebada salpicada con trocitos de pan ácimo. O salchichas de Frankfurt fritas y ensalada de patatas, como las que se metía entre pecho y espalda la familia de Al Burger.

La comida me serenó completamente. Pero me dejó el aura de la embriaguez. No sé por qué, empecé a experimentar esa sensación de ligereza y suprema lucidez, esa disposición como de huesos huecos y venas transparentes, que siempre me proporcionaba una despreocupación extraordinaria. Cada vez que se abría la puerta, un cencerro y una batahola horribles nos atacaban al oído. Delante de la puerta pasaban dos líneas de tranvías, justo enfrente había una tienda de fonógrafos y otra de radios, y en las esquinas una congestión perpetua del tráfico. Al marcharnos, estaban encendiendo las luces. Yo llevaba un palillo en la boca que iba mordisqueando satisfecho, llevaba el sombrero ladeado hacia una oreja, y, al poner el pie en la acera, me di cuenta de que hacía una noche maravillosamente suave, uno de los últimos días del verano. Extraños retazos de pensamiento me asaltaban. Por ejemplo, me venía sin cesar el recuerdo de un día de verano de unos quince años antes en que, en aquella misma esquina donde ahora todo era un pandemónium, había montado a un tranvía con mi amigo MacGregor. Era un tranvía abierto y nos dirigíamos a Sheepshead Bay. Llevaba bajo el brazo un ejemplar de Sanine. Había acabado de leerlo y estaba a punto de dejárselo a mi amigo MacGregor. Mientras cavilaba en la agradable impresión que me había causado aquel libro olvidado, percibí la explosión de una música extrañamente familiar procedente del altavoz de la tienda de radios de la acera de enfrente. Era Cantor Sirota cantando una de las antiguas tonadas de sinagoga. La conocía al dedillo por haberla escuchado docenas de veces. En tiempos había tenido todos los discos suyos que había en venta. ¡Y a menudo precio los había comprado!

Miré a Mona para ver qué efecto le había causado la música. Tenía los ojos húmedos y el rostro tenso. Le cogí la mano en silencio y la sostuve en la mía. Nos quedamos así unos minutos después de que la música hubiera cesado, sin que ninguno de los dos intentara decir palabra.

Finalmente, musité: «¿La reconoces?».

No respondió. Le temblaban los labios. Vi que una lágrima le rodaba por la mejilla.

«Mona, querida Mona, ¿por qué has de guardártelo para ti? Lo sé todo. Hace mucho que lo sé… ¿Creías que iba a avergonzarme de ti?».

«No, no, Val. Simplemente no podía decírtelo. No sé por qué».

«Pero ¿no se te ocurrió nunca, querida Mona, que te amo más precisamente porque eres judía? Tampoco sé por qué digo esto, pero es la verdad. Me recuerdas a las mujeres que conocí de niño… en el Antiguo Testamento. Ruth, Noemí, Esther, Raquel, Rebeca… De niño siempre me preguntaba por qué ninguna de las mujeres que conocía llevaba esos nombres. Para mí eran nombres preciosos».

Le rodeé el talle con el brazo. Ya estaba a medias sollozando. «Vamos a esperar un momento más. Quiero decirte otra cosa. Quiero que sepas que te estoy hablando en serio. Te estoy hablando con el corazón en la mano. No es algo que se me acabe de ocurrir, es algo que quería decirte desde hace mucho tiempo».

«No lo digas, Val. Por favor, no digas nada más». Me puso la mano en la boca para hacerme callar. La dejé descansar unos momentos en ella, y después la retiré suavemente.

«Déjame», le rogué. «No va a herirte. ¿Cómo iba a poder herirte u ofenderte ahora?».

«Pero es que ya sé lo que vas a decir. Y… Y no lo merezco».

«¡Tonterías! Ahora escúchame… ¿Recuerdas el día en que nos casamos… en Hoboken? ¿Recuerdas aquella asquerosa ceremonia? No la he olvidado en ningún momento. Mira, esto es lo que he estado pensando… Supongamos que me hago judío… ¡No te rías! Lo digo en serio. ¿Qué tiene de extraño? En lugar de hacerme católico o mahometano, me haré judío. Y por la mejor razón del mundo».

«¿Y cuál es esa razón?». Me miró a los ojos con expresión de absoluto desconcierto.

«Porque tú eres judía y te amo… ¿es que no es razón suficiente? Amo todo lo que se refiere a ti… ¿por qué no habría de amar tu religión, tu raza, tus costumbres y tradiciones? No soy cristiano, ya lo sabes. No soy nada. Ni siquiera soy goy… Mira, ¿por qué no vamos a un rabino y nos casamos al estilo ortodoxo auténtico?».

Se había echado a llorar, como si fuera a desternillarse. Algo ofendido, dije: «No te parezco demasiado digno, ¿no es eso?».

«¡Calla, calla!», gritó. «Eres un bobo, un payaso, y te amo. No quiero que te hagas judío… además, nunca podrías serlo. Eres demasiado… demasiado esto o lo otro. Y en cualquier caso, mi querido Val, tampoco yo quiero ser judía. No quiero oír hablar de ese tema. Te lo ruego, no vuelvas a mencionarlo siquiera. Yo no soy judía. No soy nada. Soy simplemente una mujer… ¡y al diablo con el rabino! Ven, vamos a casa…».

Caminamos hacia casa en absoluto silencio, no un silencio hostil, sino triste. La ancha y bella calle en que vivíamos parecía más que nunca decorosa y respetable, una calle totalmente burguesa y gentil en la que sólo podían vivir protestantes. Los grandes porches típicos de las casas de bien, unos con grandes balaustradas de piedra, otros con delicadas barandas de hierro forjado daban una pincelada solemne y pomposa a los edificios.

Al entrar en el nido de amor, iba absorto en mis pensamientos. Raquel, Esther, Ruth, Noemí: esos antiguos y maravillosos nombres bíblicos no cesaban de pasarme por la cabeza. Algún recuerdo antiguo se me agitaba en la base del cráneo, intentando manifestarse… «Donde quiera que vayas, iré yo; y donde quiera que habites, habitaré yo; tu pueblo será mi pueblo, y tu Dios mi Dios». Las palabras me sonaban en los oídos, pero no podía situarlas. El Antiguo Testamento tiene ese sonsonete peculiar, ese carácter repetitivo tan seductor para el oído anglosajón.

De repente, acudió esta frase: «¿Por qué he hallado gracia en tus ojos, para que te intereses por mí, a pesar de que soy extranjera?».

Entonces volví a verme de niño sentado en una sillita junto a la ventana en el antiguo barrio. Había estado enfermo y estaba recuperándome poco a poco. Uno de los parientes me había traído un libro grande y fino con ilustraciones llamativas. Se llamaba Historias de la Biblia. Había una que leía una y mil veces: sobre Daniel en el cubil de los leones.

Vuelvo a verme, algo mayor esa vez, todavía con pantalón corto en la Iglesia Presbiteriana donde había aprendido a ser soldado. El ministro es un hombre muy viejo llamado Reverendo doctor Dawson. Escocés, pero persona cordial y bondadosa y amada por su grey. Antes de iniciar el sermón, lee largos pasajes del libro santo a su congregación. Tarda un buen rato en empezar, primero sonándose la nariz vigorosamente, después doblando el pañuelo y guardándoselo en la cola de la levita, luego echando un prolongado trago de agua de la jarra situada junto al atril, después aclarándose la garganta y mirando hacia el cielo, y cosas así. Ya no es un buen orador. Está envejeciendo y divaga mucho. Cuando pierde el hilo, coge la Biblia y vuelve a leer un versículo o dos para refrescar la memoria. Me afectan mucho sus fallos; durante esos momentos de olvido me agito inquieto en el asiento. Lo animo en silencio lo mejor que puedo.

Pero ahora, sentado a la suave luz del inmaculado nido de amor, comprendo de pronto de dónde proceden todas esas frases que han acudido a mis labios. Me acerco a la librería y saco la deshilachada Biblia que el loco de George se dejó. Paso las páginas distraído, pensando con ternura en el viejo Dowson, en mi amiguito Jack Lawson, que murió tan joven y de muerte tan horrible, en el sótano de la vieja iglesia presbiteriana y en el polvo que levantábamos todas las noches, todos equipados con divisas y galones, con charreteras, con espadas, polainas, banderas, con los tambores ensordeciéndonos y los cornetines partiéndonos los tímpanos. Y mientras esos recuerdos desfilan una y otra vez, me suenan en los oídos los melodiosos versículos de la Biblia que el Reverendo doctor Dawson devanaba como una película de ocho carretes.

El libro descansa abierto sobre la mesa y, mira por dónde, está abierto por el capítulo llamado Ruth. Reza en grandes letras: LIBRO DE RUTH. Y justo encima de él el vigésimo-quinto y último versículo de Los Jueces, versículo glorioso cuya fuente se remonta a una época muy anterior a la infancia, tan atrás en el pasado, que ningún hombre puede recordar otra cosa que su maravilla:

«En aquel tiempo no había rey en Israel: todos los hombres hacían lo que les parecía recto».

¿En qué tiempo?, me pregunto. ¿Cuándo fue ese período glorioso y por qué lo había olvidado el hombre? En aquel tiempo no había rey en Israel. Eso no pertenece a la historia de Israel, eso pertenece a la historia del Hombre. Así es como comenzó el hombre, con elevación, con dignidad, honor y sabiduría. Todos los hombres hacían lo que les parecía recto. Ahí, en pocas palabras, está el secreto de una sociedad humana decente y feliz. Hubo un tiempo en que los judíos conocieron semejante condición de vida. Hubo un tiempo en que también los chinos la conocieron, y los minoicos, y los hindúes, y los africanos, y los esquimales.

Me puse a leer el Libro de Ruth, donde habla de Naomí y los moabitas. Con el vigésimo versículo quedé electrizado: «Y ella les dijo: No me llaméis Naomí, llamadme Mara, pues en gran amargura me ha puesto el Todopoderoso». Y en el versículo vigésimo-primero prosigue: «Salí colmada, y el SEÑOR me ha devuelto a casa vacía…».

Llamé a Mona, que en tiempos había sido Mara, pero no hubo respuesta. La busqué y no estaba… volví a sentarme, con lágrimas en los ojos, hojeando las raídas y deshilachadas páginas. No iba a haber ni música celestial de la sinagoga… ni, siquiera, un ephah de cebada. ¡No me llaméis Naomí, llamadme Mara! Y Mara había repudiado a su pueblo, había repudiado hasta el nombre que le habían puesto. Era un nombre amargo, pero ella no había sabido siquiera lo que significaba. Tu pueblo será mi pueblo, y tu Dios mi Dios. Había abandonado el rebaño y el Señor le había afligido.

Me levanté y me paseé por la habitación. La atmósfera de ésta era toda elegancia, sencillez y serenidad. Estaba muy excitado pero en modo alguno triste. Me sentía como el nautilo caminando por las arenas del tiempo. Abrí las puertas correderas que separaban nuestro apartamento del que estaba deshabitado. Las vidrieras emitían un brillo ardiente. Me paseé en las sombras y dejé que la mente vagara en libertad. Mi corazón estaba en paz. De vez en cuando me preguntaba como en sueños dónde habría ido Mara. Sabía que no tardaría en regresar y en tranquilizarse. Esperaba que se acordara de conseguir un poco de comida. Volvía a sentir ganas de sentarme a la mesa y sorber un poco de vino. Pensé que con ese talante era con el que debería uno sentarse a escribir. Me sentía tierno y abierto, fluido, soluble. Comprendía lo fácil que era, en el ambiente adecuado, pasar de la vida de empleado asalariado, de ganapán, de esclavo, a la de artista. Era tan delicioso estar solo, recrearse con los pensamientos y emociones propios. No se me ocurría que tendría que escribir sobre algo; en lo único que pensaba era en que un día, estando del mismo humor exactamente, me pondría a escribir. Lo importante era ser perpetuamente lo que ahora era, sentir como sentía, quedarme sentado y quieto y hacer música. Desde la infancia ése había sido mi sueño, quedarme sentado y quieto y hacer música. Estaba empezando a comprender que para hacer música había que convertirse primero en un instrumento exquisito y sensible. Había que detener la vida y la respiración. Había que quitarse los patines. Había que soltar todas las conexiones con el mundo exterior. Sí, eso era. Cierto, sí. De repente, quedé firmemente convencido de lo que acababa de comprender tranquilamente… Pues el Señor tu Dios es un Dios celoso

Lo extraño, reflexioné, era que la mayoría de las personas que conocía ya me consideraban escritor, a pesar de que había hecho poco para demostrarlo. Daban por sentado que lo era no sólo por mi comportamiento, que siempre había sido excéntrico e imprevisible, sino también por mi pasión por el lenguaje. Desde que aprendí a leer nunca estuve sin un libro. La primera persona a la que me atreví a leerle cosas en voz alta fue mi abuelo; solía sentarme al borde de su banco de trabajo, en el que estaba cosiendo chaquetas. Mi abuelo estaba orgulloso de mí, pero también estaba algo alarmado. Recordé que había advertido a mi madre que debería quitar los libros de mi alcance… Sólo unos años después y estoy leyendo en voz alta a mis amiguitos, Joey y Tony, en las visitas que les hago al campo. A veces leo delante de una docena o más de niños reunidos a mi alrededor. Leía y leía hasta que se quedaban dormidos uno tras otro. Si tomaba el tranvía o el metro, leía de pie, incluso fuera, en la plataforma del tren elevado. Al salir del tren seguía leyendo… leyendo rostros, leyendo gestos, leyendo andares, leyendo arquitectura, leyendo calles, pasiones, crímenes. Todo, si, todo, quedaba anotado, analizado, comparado y descrito… para un futuro uso. Al examinar un objeto, una faz, una fachada, lo estudiaba al modo como debía escribirse (más adelante) en un libro, incluidos los adjetivos, adverbios, preposiciones, paréntesis y qué sé yo. Antes de que hubiese proyectado siquiera el primer libro, mi cabeza rebosaba con centenares de personajes. Yo era un libro andante, un libro hablante, un compendio enciclopédico que seguía hinchándose como un tumor maligno. Si me tropezaba con un amigo o un conocido, o incluso con un extraño, seguía con la escritura mientras conversaba con él. Bastaban unos segundos para que dirigiera la conversación a mi terreno, para que fijase a mi víctima con un ojo hipnótico y la inundara. Si era a una mujer a quien encontraba, podía hacerlo todavía con mayor facilidad. Noté que las mujeres respondían a ese tipo de cosas mejor que los hombres. Pero con quien mejor salía era con un extranjero. Mi lenguaje siempre embriagaba al extranjero, en primer lugar porque hacía el esfuerzo de hablarle con claridad y sencillez, en segundo lugar porque su mayor tolerancia y simpatía hacían salir lo mejor que había en mí. Siempre hablaba a un extranjero como si conociera los usos y costumbres de su país; siempre lo dejaba con la impresión de que valoraba su país más que el mío, lo que solía ser cierto. Y siempre le infundía el deseo de llegar a conocer mejor la lengua inglesa, no porque la considerara la mejor del mundo, sino porque ninguna persona que conociese la usaba con toda su potencia.

Si estaba leyendo un libro y me encontraba con un pasaje maravilloso, cerraba el libro en ese punto y me iba a pasear. Detestaba la idea de llegar al final del libro. Prolongaba la lectura, aplazaba lo inevitable todo lo posible. Pero siempre, cuando llegaba a un gran pasaje, dejaba de leer inmediatamente. Salía, con lluvia, granizo, nieve o hielo, y meditaba. Uno puede llenarse tanto con el espíritu de otro ser como para temer literalmente reventar. Supongo que todo el mundo ha tenido esa experiencia. Ese «otro ser», permitidme observar, siempre es una especie de alter ego. No es que reconozcas a un alma emparentada, es que te reconoces a ti mismo. ¡Llegar a estar cara a cara contigo mismo! ¡Qué momento! Al cerrar el libro, sigues en el acto de la creación. Y ese procedimiento, ese ritual, yo diría que siempre es el mismo: una comunicación en todos los frentes a la vez. Se acabaron las barreras. Estás más solo que nunca y, aun así, pegado al mundo como nunca antes. Incorporado a él. De repente se te revela con claridad que, cuando Dios hizo el mundo, no lo abandonó para sentarse en contemplación… en algún lugar del limbo. Dios hizo el mundo y entró en él: ése es el significado de la creación.