Capítulo II
Sólo disfrutamos de unos meses de felicidad en el nido de amor japonés. Una vez a la semana iba a visitar a Maude y a la niña, llevaba la pensión, e iba a dar un paseo por el parque. Mona tenía su trabajo en el teatro y con lo que ganaba asistía a su madre y a dos hermanos, que gozaban de buena salud. Aproximadamente una vez cada diez días comía en la tienda de ultramarinos francoitaliana, generalmente solo, porque Mona tenía que llegar temprano al teatro. De vez en cuando visitaba a Ulric para echar tranquilamente una partida de ajedrez con él. La sesión solía acabar con una conversación sobre pintores y su forma de pintar. A veces me limitaba a dar un paseo al anochecer, generalmente por los barrios extranjeros. Muchas veces me quedaba en casa y leía o ponía discos. Mona solía llegar a casa hacia medianoche; tomábamos un bocadillo, hablábamos por unas horas, y después a la cama. Me iba resultando cada vez más difícil levantarme por la mañana. Despedirme de Mona era siempre desgarrador. Al final, ocurrió que estuve sin ir a la oficina tres días seguidos. Fue una interrupción suficiente como para que me resultara imposible regresar. Tres días y tres noches gloriosos, en que hice exactamente lo que me apeteció, comí bien, dormí todo el tiempo que quise, gocé de cada minuto del día, me sentí inmensamente rico por dentro, perdí cualquier deseo de combatir con el mundo, sentí una necesidad irreprimible de iniciar mi vida privada, confiado con respecto al futuro, con la sensación de haber acabado con el pasado: ¿cómo iba a poder volver a la antigua rutina? Además, tuve la impresión de haber estado cometiendo una gran injusticia con Clancy, mi jefe. Por poca lealtad o integridad que hubiera en mí, tenía el deber de decirle que estaba harto. Sabía que no dejaba de defenderme poniendo excusas por mí ante su jefe, el recto y santo del señor Twilliger. Tarde o temprano, Spivak, siempre al acecho tras mí, iba a reunir pruebas concluyentes en mi contra. Últimamente había andado mucho tiempo por Brooklyn, en pleno sector mío. No, se había acabado lo que se daba. Había llegado el momento de hablar con franqueza.
El cuarto día me levanté temprano, como si me preparara para ir al trabajo. Esperé casi hasta que estuve a punto de irme para comunicar mi idea a Mona. La encantó tanto, que me rogó dimitiera al instante y volviese a comer. También a mí me parecía que cuanto más rápido mejor. Indudablemente, Spivak encontraría en seguida a otro jefe de personal.
Cuando llegué a la oficina, había más candidatos que nunca esperándome. Hymie estaba en su puesto, con el oído pegado al teléfono, manejando frenéticamente el conmutador como de costumbre. Había tantas nuevas vacantes, que aunque hubiera tenido un ejército de volantes se habría visto impotente. Me dirigí a mi escritorio, saqué mis efectos personales, los guardé en la cartera, y pedí a Hymie que se acercara.
«Hymie, me marcho», dije. «Te voy a dejar el encargo de que se lo notifiques a Clancy y a Spivak».
Hymie me miró como el que mira a quien ha perdido el juicio. Hubo una pausa embarazosa y después, como si tal cosa, me preguntó qué pensaba hacer con respecto a la paga. «Que se la guarden», dije.
«¿Cómo?», gritó. Comprendí que esa vez no le cabía la menor duda de que yo estaba chiflado.
«No tengo valor para pedirles la paga, ya que me voy sin avisar, ¿no lo entiendes? Siento tener que dejarte en la estacada, Hymie. Pero tengo la impresión de que tú tampoco vas a durar mucho aquí». Unas palabras más y me marché. Me quedé parado unos momentos fuera, delante del gran ventanal, para observar a los candidatos agitándose y arremolinándose. Se había acabado. Como una operación quirúrgica. Me parecía imposible haber pasado casi cinco años al servicio de aquella corporación despiadada. Entendí cómo debía de sentirse un soldado al licenciarse.
¡Libre! ¡Libre! ¡Libre!
En lugar de meterme inmediatamente en el Metro, fui paseando Broadway arriba, simplemente para ver cómo se sentía uno sin depender de nadie y en libertad a aquella hora de la mañana. Ahí tenía a los pobres trabajadores como yo corriendo hacia el tajo, todos con esa expresión torva y atormentada que yo conocía tan bien. Algunos iban ya pateando las calles con la esperanza, a aquella temprana hora de la mañana, de recibir un pedido, vender una póliza de seguros o colocar un anuncio. ¡Qué estúpida y absurda me parecía aquella competencia por el progreso! ¡Del género tonto! Siempre me había parecido demencial, pero ahora me parecía diabólica también.
¡Ojalá me tropezara con Spivak! ¡Ojalá me preguntase qué hacía paseándome tan campante!
Caminé sin rumbo por el puro placer de saborear mi libertad recién conquistada; sentía una fruición perversa al mirar a los esclavos cumpliendo con sus rutinas asignadas. Tenía por delante toda una vida. Dentro de unos meses iba a cumplir treinta y tres años… e iba a ser «dueño absoluto de mí mismo». En aquel preciso momento me prometí no volver a trabajar para nadie. No iba a aceptar órdenes nunca más. El trabajo del mundo era para los otros andobas: yo no iba a participar en él. Tenía talento e iba a cultivarlo. Iba a hacerme escritor o a morirme de hambre.
Camino de casa, me detuve en una tienda de música y compré un álbum de discos: un cuarteto de Beethoven, si no recuerdo mal. En la orilla de Brooklyn compré un ramo de flores y saqué a un amigo italiano una botella de Chianti de su reserva privada. La nueva vida iba a empezar con una buena comida… y música. Iba a hacer falta mucha buena vida para borrar todos los recuerdos de los días, meses, años, que había desperdiciado en la rutina cosmocócica. ¡Qué pasatiempo divino iba a ser no hacer absolutamente nada por un tiempo, pasar los días tumbado a la bartola!
Era el glorioso mes de septiembre; las hojas estaban cambiando de color y en el aire había olor a humo. Hacía calor y fresco a un tiempo. Todavía se podía ir a nadar a la playa. Antes que nada, iba a agenciarme un piano y empezar a tocar de nuevo. Tal vez me dedicara incluso a pintar. Al dejar vagar la mente en libertad, de repente fue a posarse en una imagen querida. ¡La bici! ¡Qué maravilloso sería recuperar mi vieja bicicleta! Sólo hacía unos dos años que la había vendido a mi primo, que vivía cerca. Tal vez volviese a vendérmela, Era un modelo especial que había conseguido de un ciclista alemán al final de una carrera de seis días. Fabricada en Chemnitz, Bohemia. Ah, pero hacía mucho que no daba una vuelta hasta Coney Island. ¡Los días de otoño! Pintiparados para montar en bicicleta. Recé por que el tonto de mi primo no hubiese cambiado el sillín; era de la marca Brooks y estaba suavizado por el uso. (Y las correas que ajustaban en torno a los pedales, esperaba que no las hubiese tirado). Al recordar el contacto del pie al deslizarse en el pedal, volví a experimentar las sensaciones más deliciosas. Volvía a correr por el sendero de grava bajo la arcada de árboles que va de Prospect Park a Coney Island, con mi ritmo y el de la bicicleta unificados, la mente completamente en blanco y sólo la sensación de precipitarme a través del espacio, rápida o lentamente, según los dictados de mi cronómetro interior. El paisaje a ambos lados va cayendo como las hojas de un calendario. Sin ideas, sin sensaciones siquiera. Simplemente el movimiento perpetuo hacia delante dentro del espacio, unido a la máquina… Sí, volvería a montar en bicicleta —cada mañana— simplemente para enardecer la sangre. Un paseo delicioso, y después a trabajar. En el escritorio, naturalmente. A trabajar, no; a jugar. Toda una vida por delante y ninguna otra cosa que hacer que escribir. ¡Qué maravilloso! Me parecía que lo único que tenía que hacer era sentarme, abrir el grifo, y saldría a mares. Si era capaz de escribir cartas de veinte y treinta páginas sin parar, seguro que podría escribir libros con la misma facilidad. Todo el mundo reconocía al escritor en mí: lo único que tenía que hacer era convertirlo en realidad.
Al subir corriendo la escalera, vislumbré a Mona yendo de acá para allá en quimono. La gran ventana con el saliente de piedra estaba abierta de par en par. Me encaramé a la balaustrada y entré por la ventana.
«Bueno, ¡ya lo he hecho!», exclamé, al tiempo que le entregaba las flores, el vino, la música. «Hoy empezamos una nueva vida. No sé de qué vamos a vivir, pero vamos a vivir. ¿Funciona la máquina de escribir? ¿Tienes algo para comer? ¿Debo pedir a Ulric que venga? Estoy que reviento de júbilo. Hoy podría pasar la prueba del fuego y salir en éxtasis. Déjame sentarme y mirarte. Anda, sigue moviéndote como hace un momento. Quiero ver qué se siente al estar aquí sentado y sin hacer nada».
Una pausa para dar a Mona la oportunidad de reponerse. Después, el derrame otra vez.
«No estabas segura de que lo hiciera, ¿eh? No lo habría hecho nunca, si no hubiese sido por ti. Mira, es fácil ir a trabajar cada día. Lo que es difícil es permanecer libre. He pensado en todas las cosas bajo el sol que me gustaría hacer, ahora que estoy libre y contento. Quiero hacer cosas. Me parece como si hubiera estado inmóvil durante cinco años».
Mona se echó a reír suavemente. «¿Hacer cosas?», repitió. «Pero, bueno, ¡si eres la persona más activa del mundo! No, querido Val, lo que necesitas es no hacer nada. No quiero ni que pienses siquiera en escribir… hasta que no hayas tenido un largo descanso. Y no te preocupes de cómo vamos a salir adelante. Déjalo de mi cuenta. Si puedo mantener a esa familia de vagos que tengo, sin lugar a dudas puedo mantener a ti y a mí. En fin, no pensemos en esas cosas ahora».
«Hay un programa maravilloso en el Palace», añadió al cabo de un momento. «Actúa Roy Barnes. Es uno de tus favoritos, ¿verdad? Y también ese comediante que trabajaba en el teatro de revista… he olvidado su nombre. Es una simple sugerencia».
Me quedé sentado y aturdido, con el sombrero puesto y las piernas extendidas delante de mí. Demasiado bueno para ser cierto. Me sentía como el rey Salomón. Mejor que el rey Salomón en realidad, porque me había librado de todas las responsabilidades. Desde luego que iría al teatro. ¿Qué mejor que una sesión de tarde para un día de pereza? Después llamaría a Ulric y le pediría que cenase con nosotros. Un día de fiesta como aquél había que compartirlo con alguien, ¿y qué mejor que compartirlo con un buen amigo? (También sabía lo que Ulric iba a decir. «¿No crees que quizás habría sido mejor…? Pero, bueno, ¿qué diablos estoy diciendo? Tú sabes perfectamente lo que haces…». Etcétera). Me esperaba cualquier cosa de Ulric. Su irresolución, su prudencia iban a ser resfrescantes. Estaba casi seguro de que antes de que acabara la noche diría: «¡Puede que tire la toalla yo también!». Desde luego, no hablaría en serio, sino que jugaría con la idea, coquetearía con ella, simplemente para darme ánimos. Como diciendo que si él, Ulric, la persona más indecisa que haya existido, podía acariciar semejante idea, pero, hombre, entonces era más que evidente, que alguien como su amigo Henry Val Miller debía ponerla en práctica, que no actuar sería suicida.
«¿Crees que podríamos permitirnos el lujo de volver a comprar mi antigua bicicleta?». Esto de repente.
«Pues, ¡claro, Val!», respondió, sin vacilar un momento.
«No te parecerá ridículo, ¿verdad? Tengo un deseo tremendo de volver a montar en bicicleta. Lo dejé justo antes de conocerte, ¿sabes?».
A ella le parecía el deseo más natural del mundo. Pero igualmente la hizo reír. «Sigues siendo un niño, ¿no?», no pudo por menos de decir.
«Pues, ¡sí! Pero es mucho mejor que ser un tío raro, ¿no?».
Tras unos instantes, volví a hablar. «¿Sabes una cosa? Esta mañana he pensado en algo más…».
«¿En qué?».
«En un piano. Me gustaría conseguir un piano y empezar a tocar otra vez».
«Eso sería maravilloso», dijo. «Estoy segura de que podemos alquilar uno barato… y, además, bueno. ¿Volverás a tomar clases?».
«No, eso no. Quiero divertirme, nada más».
«Tal vez podrías enseñarme a tocar».
«Siempre es bueno saber, sobre todo en el teatro».
«Eso está hecho. Tú consígueme el piano».
De repente, al levantarme para estirarme, me eché a reír. «¿Y tú qué vas a sacar de nuestra nueva vida?».
«Ya sabes lo que me gustaría», dijo Mona.
«No, no lo sé. ¿Qué?».
Se me acercó y me rodeó con los brazos. «Lo único que me gustaría es que tú llegaras a ser lo que quieres ser: un escritor. Un gran escritor».
«¿Y eso es lo único que te gustaría?».
«Sí, Val, eso es lo único, créeme».
«¿Y qué me dices del teatro? ¿No quieres llegar a ser una gran actriz algún día?».
«No, Val, sé que nunca lo seré. No tengo bastante ambición. Me metí en el teatro porque pensé que te gustaría. No me importa hacer lo que sea… con tal de que te haga feliz».
«Pero no llegarás a ser una buena actriz, si piensas así», dije. «De verdad, tienes que pensar en ti. Debes hacer lo que más te guste, independientemente de lo que yo haga. Creía que estabas chalada por el teatro».
«Sólo estoy chalada por una cosa, que eres tú».
«Ahora estás actuando», dije.
«¡Ojalá lo estuviera! Sería más fácil».
Le acaricié la barbilla. «Bueno», dije despacio, «pues, ahora ya me tienes para siempre. Ya veremos qué te parece dentro de un mes. Tal vez antes de eso estés hasta el moño de verme todo el santo día por aquí».
«De eso, nada», dijo. «He rezado por esto desde el día que te conocí. Estoy celosa de ti, ¿sabes? Quiero ver todos tus movimientos». Se acercó más a mí y, mientras hablaba, me dio una palmadita en la frente. «A veces me gustaría meterme ahí dentro y saber en qué estás pensando. A veces pareces tan distante. Sobre todo, cuando estás callado. Voy a estar celosa también de que escribas… porque sé que en esos momentos no estarás pensando en mí».
«Ya estoy en un aprieto», dije riéndome. «Oye, ¿qué vamos a hacer? ¿De qué sirve todo esto?… Nos estamos perdiendo el día. Hoy no es el día de intentar leer el futuro. Hoy vamos a celebrarlo… ¿Dónde está esa tienda de comestibles judía de que me has hablado? Creo que voy a ir a comprar un buen pan negro, unas aceitunas y queso, un poco de pastrami, un poco de esturión, si tienen… ¿y qué más? Este vino que he comprado es maravilloso… Necesita buena comida para acompañarlo. Voy a comprar también unas pastas… ¿y qué tal estaría un strudel de manzana? Ah, ¿tienes algo de dinero?… Yo estoy pelado. Estupendo. ¿Un billete de cinco dólares? Espero que te quede algo más. Mañana pensaremos eso, ¿de acuerdo? Ya sabes, el spondulix: dónde y cómo conseguirlo».
Me tapó la boca con la mano. «Por favor, Val, no hables de eso. Ni siquiera en broma. Tú no tienes que pensar en el dinero… ni por un momento, ¿entiendes?».
Existe un libro curioso escrito por un anarquista americano, Benjamín R. Tucker, titulado En lugar de un libro escrito por un hombre demasiado ocupado como para escribir un libro. El título describe con toda exactitud mi nueva situación. Con la repentina liberación de mi energía creativa, me derramé en todas direcciones a la vez. En lugar de un libro, la primera cosa que me senté a escribir fue un poema en prosa sobre la cara oculta de Brooklyn. Estaba tan apasionado con la idea de ser escritor, que apenas podía escribir. La cantidad de energía física de que disponía era increíble. Me agotaba con los preparativos. Me resultaba imposible sentarme tranquilamente y limitarme a soltar el chorro; bailaba por dentro. Quería describir el mundo que conocía y estar en él al mismo tiempo. Nunca se me ocurrió que con dos o tres simples horas de trabajo continuo al día podía escribir el libro más voluminoso imaginable. En aquella época estaba convencido de que, si se sentaba uno a escribir, debía permanecer pegado al asiento ocho o diez horas seguidas. Había que escribir y escribir hasta caer exhausto. Así imaginaba que realizaban su tarea los escritores. ¡Ojalá hubiera conocido entonces el programa que Cendrars describe en uno de sus libros! Dos horas al día, antes del amanecer, y el resto del día para uno. ¡Qué caudal de libros ha dado al mundo Cendrars! Todos en marge. Empleando un procedimiento similar —dos o tres horas al día regularmente y todos los días de su vida—, Rémy de Gourmont ha demostrado, como indica Cendrars, que se puede leer virtualmente todo lo que de valor se ha escrito nunca.
Pero yo no tenía orden, ni disciplina, ni objetivo fijo. Estaba completamente a merced de mis impulsos, mis caprichos, mis deseos. Mi frenesí por vivir la vida de un escritor era tal, que pasaba por alto la vasta reserva de material acumulado durante los años que habían culminado en aquel momento. Me sentía impulsado a escribir sobre lo inmediato, sobre lo que estaba ocurriendo fuera, a la puerta de mi casa. Algo nuevo, eso era lo que buscaba. No me quedaba más remedio que hacerlo así, porque, lo supiese o no, el material que había almacenado lo había rumiado hasta desgastarlo durante los años de frustración, duda y desesperación, cuando todo lo que tenía que decir lo había escrito en mi cabeza. Añádase a eso que me sentía como un boxeador o luchador que se prepara para el gran combate. Necesitaba entrenarme. Así, que aquellos primeros esfuerzos, aquellos ensueños y fantasías, aquellos poemas en prosa y divagaciones de todas clases, eran como una gran afinación del instrumento. Satisfaría mi vanidad (que era enorme) disparar candelas romanas, girándulas, cohetes chisporroteantes. Las grandes tracas finales las reservaba para la noche del 4 de julio. Ahora era por la mañana, una mañana larga y perezosa de un día de fiesta que iba a durar eternamente. Había optado por ocupar un asiento escogido en el Paraíso. Era cierto y seguro. En consecuencia, podía permitirme el lujo de tomarme tiempo, de malgastar las gloriosas horas que tenía por delante durante las cuales seguiría siendo parte del mundo y de su absurda rutina. Una vez que hubiera ascendido a la sede celestial, me incorporaría al coro de ángeles, el coro seráfico que nunca cesa de entonar himnos de alegría.
Si durante mucho tiempo había estado leyendo el rostro del mundo con ojos de escritor, ahora lo leía de nuevo con mayor intensidad aún. Nada era demasiado trivial como para escapar a mi atención. Si me iba a dar un paseo —y constantemente estaba buscando excusas para darme un paseo, «para explorar», como yo decía—, era con el fin deliberado de transformarme en un ojo enorme. Al ver las cosas comunes y cotidianas a aquella luz nueva, con frecuencia quedaba paralizado. En cuanto prestas atención detenida a algo, aunque sea una brizna de hierba, se convierte en un mundo en sí misterioso, imponente, amplificado hasta grados indescriptibles. Un mundo casi «irreconocible». El escritor espera al acecho esos momentos excepcionales. Se abalanza sobre su granito de nada como un animal de presa. Ese es el momento del despertar pleno, de la unión y la absorción, y nunca puede forzarse. A veces comete uno el error o el pecado, diría yo, de intentar fijar el momento, de inmovilizarlo en palabras. Tardé siglos en comprender por qué, tras haber hecho esfuerzos exhaustivos para provocar esos momentos de exaltación y liberación, era tan incapaz de consignarlos por escrito. Nunca se me ocurría que era un fin en sí mismo, que experimentar un momento de pura felicidad, de pura conciencia, era el punto final que englobaba todo.
Muchos eran los espejismos que perseguía. Siempre me excedía. Cuanto más a menudo tocaba la realidad, con mayor fuerza rebotaba hacia el mundo de la ilusión, que es el nombre de la vida cotidiana. «¡Experiencia! ¡Más experiencia!», clamaba. En un esfuerzo frenético por alcanzar algún tipo de orden, algún programa de trabajo experimental, de vez en cuando me sentaba tranquilamente y pasaba largas y largas horas trazando un plan de acción. Los planos, del tipo de los que hacen sudar a arquitectos e ingenieros, nunca fueron mi fuerte. Pero siempre podía representarme mis sueños en un esquema cosmogónico. Aunque nunca era capaz de formular una tregua, podía equilibrar y contrapesar fuerzas, personajes, situaciones, acontecimientos opuestos, distribuirlos en una especie de disposición celestial, siempre con abundancia de espacio intermedio, siempre con la certeza de que no hay un fin, sino mundos dentro de mundos ad infinitum, y de que dondequiera que te detuvieses habías creado un mundo, un mundo finito, total, completo.
Como un atleta bien entrenado, me sentía tranquilo e intranquilo a un tiempo. Seguro de ese resultado final, pero nervioso, inquieto, impaciente, desasosegado. Así, que, después de haber lanzado algunos fuegos artificiales, empecé a pensar con la artillería ligera. Empecé a alinear mis piezas, por decirlo así. En primer lugar, razoné, para que surta algún efecto mi voz debe ser oída. Tendría que encontrar alguna salida para mi obra: en periódicos, revistas, almanaques o publicaciones de empresas. En algún lugar, de algún modo. ¿Cuál era mi alcance, cuál mi potencia de fuego? Aunque no era de los que aburren a sus amigos con lecturas privadas, de vez en cuando en momentos de entusiasmo desbocado incurría en esa mala conducta. A pesar de ser raros, esos deslices ejercían un efecto tónico sobre mí. Noté que raras veces se sentía entusiasmado ninguno de mis amigos con mis esfuerzos. Estoy convencido de que esa crítica silenciosa que los amigos hacen con frecuencia es infinitamente más valiosa que las andanadas hostiles y elaboradas de los críticos remunerados. El hecho de que mis amigos no se rieran estruendosamente en el momento apropiado, de que no aplaudiesen clamorosamente cuando acababa mis lecturas, era más expresivo que un torrente de palabras. Desde luego, a veces calmaba mi orgullo considerándolos obtusos o demasiado reservados. No a menudo, sin embargo. Era especialmente sensible a las apreciaciones de Ulric. Quizá fuese absurdo por mi parte prestar atención tan intensa a sus comentarios, dado que nuestros gustos (en literatura) eran muy diferentes, pero era un amigo tan íntimo, pero tan íntimo, para mí, que era el único al que tenía que convencer a toda costa de mi capacidad. Pero no era fácil de complacer, mi Ulric. Lo que más le gustaban eran los fuegos artificiales, es decir, las palabras raras, las referencias sorprendentes, los brocados bonitos, las jeremiadas absurdas. A veces, al despedirse, me daba las gracias por la ristra de palabras nuevas que había añadido a su vocabulario. A veces, pasábamos otra tarde, toda una tarde, buscando esas palabras raras en el diccionario. Algunas no las encontrábamos nunca… porque me las había inventado.
Pero volviendo al gran plan… Como estaba convencido de que podía escribir de cualquier cosa bajo el sol, y de modo apasionante, parecía la cosa más natural del mundo confeccionar una lista de temas que consideraba de interés y someterla a los directores de revistas para que seleccionaran los que les gustasen. Eso significaba escribir docenas y docenas de cartas. Además, eran cartas largas y fatuas. También significaba organizar ficheros, así como observar las estúpidas reglas y regulaciones de cien y una redacciones. Entrañaba altercados y disputas, visitas infructuosas a las oficinas de las redacciones, molestias, enfados, rabia, desesperación, hastío. ¡Y sellos de correos! Tras semanas de agitación y efervescencia, un día podía aparecer una carta de un director en la que me decía que se dignaría leer mi artículo, si y si y si y pero. Sin dejarme amilanar por los sis y los peros, consideraba semejante carta como una señal de buena fe, un encargo. ¡Estupendo! Así, que tenía permiso para escribir algo sobre Coney Island en invierno, pongamos por caso. Si les gustara, aparecería impreso, firmado con mi nombre, y podría enseñárselo a mis amigos, llevarlo conmigo, colocarlo bajo la almohada por la noche, leerlo furtivamente, una y mil veces, porque la primera vez que te ves impreso, te sientes fuera de ti, por fin has demostrado al mundo que eres de verdad un escritor, y tienes que demostrárselo al mundo, por lo menos una vez en tu vida, o te volverás loco de creerlo tú solo.
Así, pues, camino de Coney Island un día de invierno. Solo, por supuesto. No convendría que las reflexiones y observaciones de uno se vieran distraídas por un amigo de mentalidad vulgar. Con una libreta nueva en el bolsillo y un lápiz afilado.
En pleno invierno el trayecto hasta Coney Island es largo y deprimente. Sólo convalecientes e inválidos, o dementes, parecen dirigirse allí. Me siento como si estuviera un poco loco yo mismo. ¿Quién va a querer saber nada de una Coney Island completamente cubierta de tablones? Debo de haber anotado este tema en un momento de exaltación, convencido de que nada podría ser más inspirador que un cuadro de la desolación.
Decir desolación es decir poco. Al caminar por el paseo marítimo cubierto de tablones, con el viento gélido silbándome por entre los pantalones y todo cerrado, empiezo a darme cuenta de que no podía haber escogido un tema más difícil sobre el que escribir. No hay absolutamente nada sobre lo que tomar notas, a no ser el silencio. Lo veo mejor con los ojos de Ulric que con los míos. Un ilustrador podría pasar un buen rato, con los edificios desiertos, demenciales y decadentes, los pilotes y tablones enmarañados, la noria inmóvil y vacía, las montañas rusas silenciosas, oxidándose bajo un sol débil. Simplemente para asegurarme de que estoy manos a la obra, tomo algunas notas sobre el demencial aspecto del tiovivo, la boca abierta de George C. Tilyou, etcétera. Me parece que una salchicha de Frankfurt caliente y una taza de café caliente y humeante no me vendrían mal. Encuentro un pequeño quiosco abierto en una calle adyacente al paseo marítimo. Unos pasos más allá hay un tiro al blanco. Ni un cliente a la vista: el dueño mismo está disparando a las palomas de barro, para practicar, sin lugar a dudas. Un marinero borracho se acerca tambaleándose; unos pasos antes de llegar a mi altura se dobla y vomita. (No hay por qué tomar nota de eso). Bajo hasta la playa y miro las gaviotas. Estoy mirando a las gaviotas y pensando en Rusia. Un retrato de Tolstoy sentado en un banco y remendando calcetines me obsesiona. ¿Cómo se llamaba su residencia? ¿Yasna Polyana? No, Yasnaya Polyana. Bueno, es igual, ¿para qué demonios estoy especulando sobre eso? ¡Despierta! Me estremezco y avanzo contra el gélido ventarrón. Por todas partes madera flotando en el mar. Formas fantásticas. (Tantas historias sobre botellas con mensajes dentro). Ahora lamento que no se me ocurriera pedir a MacGregor que me acompañase. Su rollo estúpido y pseudoserio me estimulaba a veces en forma perversa. ¡Cómo se reiría, si me viera recorriendo la playa en busca de material! «Bueno, de todos modos estás trabajando», lo oigo pipiar. «Ya es algo. Pero ¿por qué diablos tenías que escoger este tema? Sabes perfectamente que no va a interesar a nadie. Probablemente lo que querías era hacer una pequeña excursión. Ahora tienes una buena excusa, ¿no? La leche, Henry, eres el mismo de siempre: chiflado, completamente chiflado».
Al subir al tren para ir a casa, me doy cuenta de que he tomado sólo tres renglones de notas. No tengo la menor idea de lo que diré, cuando me siente a la máquina. Tengo la mente en blanco. En blanco y petrificada. Me siento y miro por la ventanilla y ni siquiera me asalta el temblor de una idea. El propio paisaje es un vacío petrificado. El mundo entero está bloqueado entre la nieve y el hielo, mudo, desamparado. Nunca he conocido un día tan horrible, desolado, deprimente y deslustrado.
Aquella noche me fui a la cama castigado y humillado. Con mayor razón, porque antes de retirarme había cogido un volumen de Thomas Mann (en el que figuraba la historia de Tonio Krüger) y me había sentido abrumado por la perfección del relato. Sin embargo, para mi asombro el día siguiente me desperté lleno de energía. En lugar de ir a dar mi habitual paseo de por la mañana —«para enardecerme la sangre»—, me senté a la máquina inmediatamente después de desayunar. Al mediodía ya había acabado mi artículo sobre Coney Island. Había salido sin esfuerzo. ¿Por qué? Porque en lugar de forzarlo a salir, me había ido a dormir… tras el oportuno abandono del yo, certes. Fue una lección sobre la futilidad de la lucha. ¡Haz todo lo posible y deja el resto en manos de la Providencia! Victoria insignificante, tal vez, pero de lo más iluminadora.
Naturalmente, no aceptaron el artículo. (Nunca aceptaban nada). Fue pasando de un director a otro. Y no fue el único. Semana tras semana los producía y los enviaba como palomas mensajeras, y semana tras semana regresaban, siempre con la nota de rechazo estereotipada. No obstante, sin dejarme amilanar, como se suele decir, «siempre vivo y alegre», me atenía firmemente a mi programa. Allí estaba, el programa, en una gran hoja de papel en la que figuraba una lista de las palabras exóticas que me esforzaba por añadir a mi vocabulario. El problema era cómo hacer encajar esas palabras en mis textos sin que resaltaran como monigotes. Con frecuencia las probaba de antemano en cartas a mis amigos, en cartas a «todos y cada uno». La escritura de cartas era para mí lo que los ejercicios de shadow-boxing son para un púgil. Pero ¡imaginaos a un púgil que pase tanto tiempo combatiendo contra su propia sombra, que cuando se enfrenta a un rival de entrenamiento no le queda combatividad! Yo podía pasar dos o tres horas escribiendo un relato, o un artículo, y otras seis o siete explicándoselos a mis amigos por carta. El esfuerzo auténtico lo dedicaba a la escritura de cartas, y tal vez fuera mejor así, ahora que lo pienso de nuevo, porque preservaba la rapidez y naturalidad de mi voz auténtica. En los primeros tiempos me sentía demasiado cohibido como para usar mi propia voz. Era un literato hasta la médula. Usaba todos los recursos que descubría, empleaba todos los registros, adoptaba mil posiciones diferentes, siempre confundiendo el dominio de la técnica con la creación. Experiencia y técnica, ésos eran los dos acicates que me hacían avanzar. Para triunfar en el mundo de la experiencia, tal como lo formulaba, tendría que vivir por lo menos cien vidas. Para adquirir la técnica correcta, o, mejor, completa, tendría que llegar a los cien años, ni un día menos.
Algunos de mis amigos más sinceros, con la brutal candidez con que se expresaban con frecuencia, me recordaban que al hablar con ellos siempre era yo mismo, pero no al escribir. «¿Por qué no escribes como hablas?», me decían. A primera vista, la idea me parecía absurda. En primer lugar, nunca me consideré un conversador extraordinario, a pesar de que ellos insistían en que lo era. En segundo lugar, la palabra escrita me parecía mucho más elocuente que la hablada. Cuando hablas, no puedes detenerte a retocar una frase, a buscar precisamente la palabra adecuada, como tampoco puedes volver atrás a tachar una palabra, una frase, todo un párrafo. Parecía un insulto que me dijeran a mí, que estaba esforzándome por dominar la palabra, que lo lograba mejor sin pensar que pensando. Sin embargo, a pesar de ser una idea maliciosa, dio fruto. De vez en cuando, tras una noche estimulante con mis amigos, tras haber hablado por los codos y haberlos embriagado con mis discursos, me escabullía hasta mi casa y revisaba en silencio la sesión. Las palabras me habían salido de la boca en perfecto orden y con efecto expresivo; no sólo había habido continuidad, forma, clímax y desenlace en la actuación, sino también ritmo, volumen, sonoridad, aura y magia. Si vacilaba o titubeaba, no por ello dejaba de avanzar, para más adelante volver atrás sobre mis pasos, borrar la palabra inadecuada, eliminar la frase insulsa, amplificar el sentido de una cadencia hinchada mediante la repetición, la alusión y la sugerencia, mediante un rodeo y paréntesis. Era igual que hacer juegos malabares: las palabras estaban vivas como las pelotas, podías hacer que volvieran, que obedeciesen, podías cambiarlas por otras pelotas, y cosas así. O bien era como escribir en una pizarra invisible. Oías las palabras en lugar de verlas. No desaparecían porque nunca habían aparecido de verdad. Al oírlas, tenías una sensación más profunda de apreciación, o, mejor, de participación, como al ver un truco de prestidigitador. La memoria del oído era tan fidedigna exactamente como la memoria del ojo. Podía ser que no fueses capaz de reproducir una arenga prolongada, ni siquiera tres minutos después, pero podías detectar una nota en falso, un acento mal colocado.
Muchas veces, al leer sobre las veladas con Mallarmé, o con Joyce, o con Max Jacob, pongamos por caso, me he preguntado qué tal serían aquellas sesiones nuestras en comparación con ellas. Desde luego, ninguno de mis compañeros de aquellos tiempos soñó nunca con llegar a ser una figura del mundo del arte. Los encantaba hablar del arte, de todas las artes, pero personalmente no acariciaban la idea de llegar a ser artistas. La mayoría de ellos eran ingenieros, arquitectos, médicos, químicos, profesores, abogados. Pero tenían inteligencia y entusiasmo, y todos eran tan sinceros, tan ávidos, que a veces me pregunto si la música que hacíamos no emulaba a la música de cámara que emanaba de las esferas sagradas de los maestros. Desde luego, en aquellas sesiones no había nada pomposo ni prescrito. Hablabas como te gustaba, recibías críticas sin reserva, y nunca te calentabas la cabeza preguntándote si lo que habías dicho gustaría al «maestro».
Entre nosotros no había maestro: éramos iguales, y podíamos ser sublimes o idiotas, como gustásemos. Lo que nos unía era el deseo común de las cosas de que nos sentíamos privados. No teníamos un deseo acuciante de reformar el mundo. Lo que procurábamos era enriquecernos, nada más. En Europa esa clase de reuniones tienen con frecuencia un fondo político, cultural o estético. Los miembros del grupo realizan sus ejercicios, por decirlo así, para después difundir el fermento entre las masas. Nosotros no pensábamos nunca en las masas: formábamos parte de ellas. Hablábamos de música, pintura, literatura, porque, a poco que seas inteligente y sensible, acabas de forma natural en el mundo del arte. No nos reuníamos expresamente a hablar de esas cuestiones, sino que sucedía así simplemente.
Probablemente fuera yo el único del grupo que se tomaba en serio a sí mismo. Esa es la razón por la que a veces me volvía un idiota pendenciero y pesado. En secreto abrigaba la esperanza de reformar el mundo. En secreto era un agitador. Esa pequeña diferencia entre los demás y yo era lo que hacía tan animadas nuestras veladas. En cada frase que yo pronunciaba siempre había una onza extra de sinceridad, una pizca extra de verdad. No era del todo juego limpio. Los incitaba —expresamente, al parecer— a que me dieran un rapapolvos. Ninguno estaba de acuerdo conmigo nunca. Formulara como formulase mi pensamiento, lo que decía siempre les parecía rebuscado. En ciertos momentos confesaban que los encantaba oírme hablar. «Sí», les decía yo, «pero nunca escucháis». Eso provocaba risitas ahogadas. Entonces alguien decía: «Querrás decir que no siempre estamos de acuerdo contigo». Más risitas. «Pero ¡joder!», respondía yo, «no pretendo que estéis de acuerdo conmigo siempre… quiero que penséis por vosotros mismos». ¡Bien dicho! «Mirad», decía yo, preparándome para lanzar otra perorata, «mirad…». «Sigue», gritaba alguien, «sigue, ¡duro ahí! ¡Desahógate!». Entonces me sentaba taciturno, silencioso, aparentemente aplastado. «Vamos, no te lo tomes tan a pecho, Henry. Aquí tienes otra copa. ¡Anda, suéltalo de una vez!». Sabiendo lo que querían de mí, pero con la esperanza de poder cambiar su actitud con un esfuerzo extraordinario, cedía, me aplacaba, y después lanzaba una auténtica andanada. Cuanto más desesperado y sincero me volvía, mejor se lo pasaban ellos. Al comprender que el juego se había acabado, pasaba a hacer el histrión. Decía cualquier puñetera cosa que se me ocurriese, cuanto más absurda y fantástica mejor. Los insultaba de lo lindo… pero ninguno se ofendía. Era como luchar con fantasmas. Practicar el shadow-boxing de nuevo…
(Naturalmente, dudo de que ocurriera algo así nunca en la rué de Rome o en la rué Ravignan).
Al seguir el plan que me había trazado, estaba más ocupado que el más ocupado ejecutivo del mundo industrial. Algunos de los artículos que había decidido escribir exigían considerable trabajo de investigación, que a mí nunca me resultaba penoso porque me gustaba ir a la biblioteca y hacerles desenterrar libros que eran difíciles de encontrar. Cuántos días y noches maravillosos pasé en la Biblioteca de la Calle 42, sentado a una mesa larga, entre miles, al parecer, en aquella sala de lectura principal. Las propias mesas me estimulaban. Siempre había deseado poseer una mesa de extraordinarias dimensiones, una mesa tan amplia, que no sólo se pudiera dormir en ella, sino también bailar e incluso patinar. (En tiempos hubo un escritor que trabajaba en una mesa así, mesa que había colocado en el centro de una habitación enorme y vacía: mi ideal como lugar de trabajo. Se llamaba Andreiev, y no hace falta decir que era uno de mis favoritos).
Sí, se experimentaba una sensación agradable al trabajar entre tantos estudiantes aplicados en una sala del tamaño de una catedral, bajo un techo elevado que era una imitación del propio cielo. Abandonabas la biblioteca ligeramente aturdido, muchas veces con sensación de beatitud. Siempre era un sobresalto meterte entre la multitud en el cruce de la Quinta Avenida y la Calle 42; no había relación entre la bulliciosa vía pública y el apacible mundo de los libros. Muchas veces, mientras esperaba que subieran los libros de las misteriosas profundidades de la biblioteca, me paseaba por los pasillos exteriores mirando los títulos de los asombrosos libros de consulta alineados en las paredes. Hojear esos libros era suficiente para acelerar mi mente durante días. A veces me sentaba y meditaba, a ver qué pregunta —a la que no pudiera responder— podría hacer al genio que presidía el espíritu de aquella vasta institución. No existía bajo el sol tema alguno, supongo, que no hubiera sido puesto por escrito y registrado en aquellos archivos. Mi apetito omnívoro me impulsaba en una dirección y mi temor de convertirme en ratón de biblioteca en la contraria.
También era agradable hacer un viaje a Long Island City, ese agujero de lo más desolado, para ver con mis propios ojos cómo se fabricaba la goma de mascar. Era un mundo de pura demencia: eficacia, se lo suele llamar. En una sala llena de un polvo de un hedor nauseabundantemente dulce y sofocante centenares de muchachas retrasadas mentales trabajaban como mariposas empaquetando las tabletas de goma en envolturas; según me dijeron, sus ágiles dedos trabajaban con mayor precisión y destreza que máquina alguna hasta entonces inventada. Recorrí acompañado la fábrica, que era gigantesca, y cada sección que se abría a la vista presentaba el aspecto de otro sector del infierno. Hasta que no hice una pregunta al azar sobre el chicle, que es la base de la goma de mascar, no tropecé con la fase realmente interesante de mi investigación. Los chicleros, como los llaman, los hombres que se afanan en las profundidades de las junglas del Yucatán, son una especie de hombres fascinante. Pasé semanas en la biblioteca leyendo sobre sus costumbres y hábitos. La verdad es que llegué a interesarme tanto por ellos, que casi me olvidé de la goma de mascar. Y, por supuesto, del estudio de los chicleros me vi atraído al mundo de los mayas, y de éste a los fascinantes libros sobre la Atlántida y el continente perdido de Mu, los canales que iban de una costa a otra de América del Sur, las analogías y afinidades entre la cultura amerindia y la cultura de Oriente Próximo, los misterios del alfabeto azteca, y así sucesivamente hasta que, en virtud de un extraño rodeo, di con Paul Gauguin en el centro del archipiélago polinesio y volví a casa tambaleándome con Noa Noa bajo el brazo. Y de la vida y las cartas de Gauguin, que tuve que leer al instante, a la vida y las cartas de Vincent Van Gogh no había más que un paso.
Indudablemente, es importante leer a los clásicos; tal vez sea todavía más importante leer la literatura de nuestro tiempo, que es en sí enorme. Pero más valioso que esas dos cosas, por lo menos para un escritor, es leer cualquier cosa que te caiga en las manos, guiarte por el instinto, por decirlo así. En los mohosos tomos de cualquier biblioteca grande hay artículos enterrados, escritos por individuos desconocidos, sobre temas aparentemente sin importancia, pero saturados de datos, ideas, caprichos, disposiciones de ánimo, antojos, portentos de tal calibre, que sólo pueden equipararse, por su efecto, con drogas raras. Los días más apasionantes se iniciaban a menudo con la búsqueda de la definición de una palabra nueva. Una palabrita ante la que el lector ordinario se contenta con pasar de largo tan campante, puede resultar (para un escritor) una auténtica mina de oro. Del diccionario solía pasar a la enciclopedia, no a una sola enciclopedia, sino a varias; de la enciclopedia, a toda clase de libros de consulta; de los libros de consulta, a los prontuarios, y de éstos a una orgía maravillosa. Una orgía consistente en excavar e indagar, excavar e indagar. Además de los montones de notas que tomaba, copiaba páginas y páginas de pasajes. A veces me limitaba a arrancar las páginas que más necesitaba. En los intervalos hacía incursiones en los museos. Los funcionarios con quienes trataba no dudaban ni por un momento de que estaba dedicado a escribir un libro que sería una aportación al tema. Por la forma como hablaba parecía que supiera muchísimo más de lo que me interesaba revelar. Hacía referencias ocasionales e indirectas a libros de consulta que nunca había leído o insinuaba encuentros con autoridades eminentes a quienes nunca había conocido. En esas disposiciones de ánimo, no me costaba trabajo atribuirme grados académicos que ni siquiera había soñado con alcanzar. Hablaba de personalidades prestigiosas en dominios como la antropología, la sociología, la física, la astronomía, como si hubiera estado asociado íntimamente con ellos. Cuando veía que me estaba metiendo demasiado en honduras, siempre tenía presencia de ánimo para excusarme y fingir que iba al retrete, que para mí era como decir «la salida». En cierta ocasión, profundamente interesado por la genealogía, me pareció buena idea tomar un empleo por un tiempo en la sección de genealogía de la biblioteca pública. Dio la casualidad de que les faltaba un hombre en esa sección el día que acudí a pedir trabajo. Necesitaban a alguien tan urgentemente, que me pusieron a trabajar al instante, lo que era más de lo que me había esperado. El formulario que había entregado al director de la biblioteca era una maravilla de falsificación. Mientras escuchaba al pobre diablo que estaba poniéndome al corriente, me pregunté cuánto tardarían en calarme. Entretanto, mi superior iba subiendo escaleras conmigo, señalándome esto y lo otro, inclinándose en rincones oscuros para extraer documentos, archivos, y cosas así, llamando a otros empleados para presentarme, explicando apresuradamente y lo mejor que podía (mientras entraban y salían mensajeros como en una obra de Shakespeare) los rasgos más destacados de mi supuesta rutina. Al comprender en corto espacio de tiempo que no sentía el menor interés por toda aquella jerigonza, y recordar que Mona estaría esperándome para comer conmigo, lo interrumpí de repente en medio de una prolongada exposición de esto o lo otro para preguntarle dónde estaba el retrete. Me lanzó una mirada bastante extraña, preguntándose indudablemente por qué no tenía la decencia de escucharlo hasta el final antes de correr al retrete, pero con ayuda de muecas y gestos, que daban a entender de la forma más patética que era muy urgente, que podría hacerlo allí mismo o en la papelera, conseguí librarme de sus garras, coger el sombrero y el abrigo, que por suerte seguían sobre una silla junto a la puerta, y salir corriendo a toda velocidad del edificio.
La pasión dominante era la adquisición de conocimiento, destreza, dominio de la técnica, experiencia inagotable, pero, como un acorde subdominante en la parte posterior de mi cabeza, existía una vibración constante que significaba orden, belleza, simplificación, goce, apreciación. Al leer las cartas de Van Gogh, me identifico con él en la lucha por llevar una vida sencilla, una vida en que el arte lo es todo. Con qué entusiasmo escribe sobre su dedicación al arte en sus cartas desde Arlés, lugar que yo estaba destinado a visitar más adelante, si bien al leer sobre él entonces ni siquiera soñaba con verlo nunca. Dar una expresión más musical a la vida: así es como lo expresa. Una y mil veces hace referencia a la belleza y dignidad austeras de la vida del artista japonés, extendiéndose sobre su sencillez, su certidumbre, su naturalidad. Ese carácter japonés era el que encontraba yo en nuestro nido de amor; esa belleza desnuda y sencilla, esa elegancia estricta, era lo que me sostenía y alentaba. Me sentía más atraído por Japón que por China. Leí sobre la experiencia de Whistler y me enamoré de sus grabados. Leí todo lo que Lafcadio Hearn escribió sobre Japón, sobre todo sus citas de cuentos fantásticos, cuentos que aun hoy siguen impresionándome más que los de ningún otro pueblo. Estampas japonesas adornaban las paredes; colgaban también en el baño. Había algunas hasta debajo del cristal que cubría mi escritorio. Todavía no sabía nada sobre el zen, pero me apasionaba el arte del jiu-jitsu, que es el arte supremo de autodefensa. Me encantaban los jardines en miniatura, los puentes y faroles, los templos, la belleza de sus paisajes. Tras leer Madame Chrysantheme, de Loti, durante semanas tuve la sensación real de estar viviendo en Japón. Con Loti viajé de Japón a Turquía, y de allí a Jerusalén. Llegué a estar tan apasionado por Jerusalén, que al final convencí al director de una revista judía para que me dejara escribir algo sobre el templo de Salomón. ¡Más investigación! En algún lugar, no sé cómo, conseguí encontrar un modelo del templo, que mostraba su evolución, sus cambios… hasta la destrucción final. Recuerdo que una noche leí a mi padre aquel artículo que escribí sobre el templo; recuerdo su asombro de que tuviera un conocimiento tan profundo del tema… ¡Qué hormiguita aplicada debí de ser!
Mi anhelo y curiosidad me hacían avanzar en todas direcciones a la vez. A un mismo tiempo me sentía interesado y absorbido por la música hindú (por haber hecho amistad con un compositor hindú que había conocido en un restaurante indio), por el ballet ruso, por el movimiento expresionista alemán, por las composiciones para piano de Scriabin, por el arte de los locos (gracias a Prinzhorn), por el ajedrez chino, por los encuentros de boxeo y de lucha libre, por los partidos de hockey, por la arquitectura medieval, por los misterios relacionados con los infiernos egipcio y griego, por las pinturas en cuevas del hombre de Cro-Magnon, por los gremios de comerciantes de la antigüedad, por todo lo relativo a la nueva Rusia, etcétera, etcétera, de una cosa a otra, pasando de un nivel a otro tan natural y fácilmente como si estuviese usando una escalera mecánica. Pero ¿acaso no era así como los artistas del Renacimiento adquirían el conocimiento y el material para sus asombrosas creaciones? ¿Es que no se internaban por todos los caminos de la vida a la vez? ¿Acaso no eran insaciables y devoradores? ¿Es que no eran jornaleros, vagabundos, criminales, guerreros, aventureros, científicos, exploradores, poetas, pintores, músicos, escultores, arquitectos, fanáticos y devotos a un tiempo? Naturalmente, había leído a Cellini, las Vidas de Vasari, la historia de la Inquisición, las vidas de los Papas, la historia de la familia Médicis, los dramas de incesto italianos, alemanes e ingleses, los escritos de John Addington Symonds, Jacob Burckhardt, Funck-Brentano, todos sobre el Renacimiento, pero nunca llegué a leer ese curioso librito de Balzac llamado Sur Catherine de Medid. Había un libro que leía constantemente en momentos de paz y quietud: el de Walter Pater sobre el Renacimiento. Gran parte de él se lo leí en voz alta a Ulric, maravillándome con el sensible uso del lenguaje por parte de Pater. Gloriosas veladas aquéllas, sobre todo cuando, después de haber acabado un largo pasaje, cerraba el libro y escuchaba a Ulric explayarse amorosamente sobre los pintores que adoraba. El simple sonido de sus nombres me hacía entrar en éxtasis: Taddeo Gaddi, Signorelli, Fra Lippo Lippi, Piero della Francesca, Mantegna, Uccello, Piranesi, Fra Angélico, y otros así. Los nombres de pueblos y ciudades eran igualmente fascinantes: Ravenna, Mantua, Siena, Pisa, Bologna, Tiepolo, Firenze, Milano, Torino. Así fue como una noche en que continuábamos nuestras festivas reuniones sobre los esplendores de Italia en la tienda de ultramarinos francoitaliana, Ulric y yo, a quienes se nos unieron después Hymie y Steve Romero, llegamos a tal estado de exaltación, que dos italianos que estaban sentados en el otro extremo de la mesa dejaron de conversar entre ellos y escucharon con la boca abierta de admiración, mientras pasábamos rápidamente de una figura a otra, de una ciudad a otra. Hymie y Romero, igualmente embriagados con un lenguaje que era tan ajeno para ellos como para los dos italianos, permanecieron en silencio, contentándose con volver a llenar las copas. Al final, cuando estábamos exhaustos y a punto de pagar, los dos italianos empezaron a dar palmas de repente. «¡Bravo! ¡Bravo!», exclamaron. «¡Qué belleza!». Nos sentimos desconcertados. La situación exigía otra ronda de bebidas. Joe y Louis se nos unieron, al tiempo que nos ofrecían un licor selecto. Entonces nos pusimos a cantar. El gordo Louis, conmovido hasta las entrañas, se echó a llorar de alegría. Nos rogó que nos quedáramos un rato más, al tiempo que nos prometía una hermosa tortilla al ron con un poco de caviar al lado. Estando así, quién fue a entrar sino el extraordinario senegalés, Battling Siki, que también era cliente del establecimiento. Estaba un poco piripi y juguetón de forma peligrosa. Nos divirtió haciendo truquitos con cerillas, naipes, platillos, bastón, servilletas. Estaba contento e irritado a un tiempo. Había algo que lo fastidiaba. Fue necesaria la mayor delicadeza por parte de los propietarios para impedirle destrozar el local con sus travesuras. Tuvieron que colmarlo con bebidas, darle palmaditas en la espalda, calmarlo con cumplidos. Cantó y bailó, a solas, aplaudiéndose, dándose palmadas en los muslos, dándonos palmaditas en los hombros: palmaditas juguetonas que nos sacudían las vértebras y nos daban vértigo. Después, sin razón alguna, se marchó corriendo y tirando unas cajas de cerveza con su entusiasmo infantil. Con su marcha todo el mundo respiró aliviado. Llegaron la tortilla y el caviar. También un poco de corégano, acompañado de un vino blanco dorado, a lo que siguió un café puro y excelente y otro licor raro. Louis estaba en éxtasis. «Un poco más», decía sin cesar. «Nada es demasiado bueno para usted, señor Miller». Y Joe: «¿Cuándo va usted a Europa, señor Miller? No va usted a durar mucho aquí, lo estoy viendo. ¡Ah, Fiesole! Dios mío, ¡un día volveré allí yo también!».
Volví a casa en taxi, cantando como bajo los efectos de la anestesia. Incapaz de subir la escalera, me senté en los peldaños riéndome solo, hipando, mascullando y murmurando como un loco, arengando a los pájaros, los gatos callejeros, los postes del teléfono. Por fin, empecé a subir los escalones, despacio, penosamente, resbalando uno o dos peldaños hacia atrás y volviendo a empezar, tambaleándome de un extremo a otro. Una auténtica prueba de Sísifo. Mona no había llegado a casa todavía. Caí sobre la cama vestido y me quedé profundamente dormido. Hacia el amanecer sentí a Mona dándome tirones. Me desperté para encontrarme en un charco de vómito. ¡Uf! ¡Qué hedor! Hubo que volver a cambiar la cama, fregar el suelo, quitarme la ropa. Todavía atontado, di vueltas por la casa tambaleándome. Seguía riéndome solo, asqueado y, sin embargo, contento, arrepentido pero alegre. Mantenerme de pie bajo la ducha fue una hazaña que requirió la habilidad más extraordinaria. Lo que me asombró todo el tiempo fue la suave acogida de Mona. Ni una palabra de queja salió de sus labios. Se movía por la casa como un ángel auxiliador. La única idea agradable que no se me iba de la cabeza, mientras me preparaba para meterme de nuevo en la cama, era que no iba a tener que ir a trabajar, cuando me levantara. Se habían acabado las excusas, el remordimiento, la culpabilidad. No dependía de nadie. Podía dormir el tiempo que quisiera. Un buen desayuno estaría esperándome y, si seguía atontado, podía volver a la cama y pasarme el resto del día durmiendo. Al cerrar los ojos, tuve la visión del gordo de Louis ante la cocina llameante, con los ojos húmedos de lágrimas y derramando el corazón en aquella tortilla. Capri, Sorrento, Amalfi, Fiesole, Paestum, Taormina… Funiculí, funiculá… Y Ghirlandaio… Y el Campo Santo… ¡Qué país! ¡Qué pueblo! Te apuesto a que voy allí algún día. ¿Por qué no? ¡Viva el Papa! (Pero ¡de besarle el culo, nada!).
Los fines de semana revestían otro carácter. La habitual visita a Maude, un paseo por el parque con ella y la niña, tal vez una vuelta en el carrusel, o el lanzamiento de una cometa, o remar por el lago. Cháchara, cotilleo, trivialidades, recriminaciones. Se estaba volviendo un poco chiflada, me parecía a mí. La pensión, que juntábamos con tanto esfuerzo, la malgastaba en chucherías. Baratijas por todas partes. Boberías a propósito de enviar a la niña a una escuela privada, pues la escuela pública no era adecuada para nuestra princesita. Clases de piano, clases de baile, clases de pintura. El precio de la mantequilla, el pavo, las sardinas, los albaricoques. Las venas varicosas de Melanie. Noté que ya no había loro. Ni caniche, ni galletas para perros, ni fonógrafo Edison. Más y más muebles amontonados, más cajas de caramelos tirados en el suelo de la alacena. Al despedirme, los mismos tirones de siempre. Escenas espantosas. La niña gritando y aferrándose a mí, pidiéndome que me quedara y durmiese con mamá. En cierta ocasión, en el parque, estando sentado en una bella loma con la niña, viéndola hacer volar la cometa que le había llevado, mientras Maude se paseaba a solas y a lo lejos, la niña se me acercó de pronto, me echó los brazos al cuello y se puso a besarme tiernamente, llamándome papá, querido papá, y cosas así. A pesar de mis esfuerzos, se me escapó un sollozo, después otro y otro y con ellos un torrente de lágrimas capaz de ahogar a un caballo. Me puse en pie tambaleándome, mientras, la niña se aferraba a mí con todas sus fuerzas, y busqué a Maude con mirada ciega. La gente me miraba horrorizada y seguía su camino. Pena, pena, una pena insoportable. Con mayor razón, porque a mi alrededor no había sino belleza, orden, tranquilidad. Otros niños jugaban con sus padres. Estaban felices, radiantes de alegría. Sólo nosotros éramos desgraciados, estábamos separados para siempre. Cada semana la niña se hacía más mayor, más consciente, más sensible, más reprobadora a su modo callado. Era criminal vivir así. En otro sistema podríamos haber seguido viviendo juntos, todos nosotros, Mona, Maude, la niña, Melanie, los perros, gatos, sombreros, todo. Al menos así pensaba yo en momentos de desesperación. Cualquier situación era mejor que aquellas reuniones que partían el corazón. Todos nos sentíamos heridos, atormentados, Mona tanto como Maude. Cuanto más difícil resultaba juntar la pensión semanal, más culpable me sentía para con Mona, que soportaba el peso de todo aquello. ¿De qué servía llevar la vida de un artista, si entrañaba semejantes sacrificios? ¿De qué servía vivir una vida dichosa con Mona, si mis propias carne y sangre tenían que sufrir? De noche, despierto o en sueños, sentía los bracitos de la niña en torno a mi cuello, atrayéndome hacia sí, atrayéndome hacia casa. Muchas veces lloraba en sueños, gemía y lloriqueaba, al revivir aquellas escenas de angustia. «Anoche llorabas en sueños», decía Mona. Y yo decía: «Ah, ¿sí? No lo recuerdo». Ella sabía que mentía. La hacía sentirse desgraciada pensar que su simple presencia no fuera suficiente para hacerme feliz. Muchas veces yo insistía, aunque ella no hubiese dicho ni palabra. «Soy feliz, ¿es que no lo ves? No me falta nada de nada». Ella guardaba silencio. Pausas tensas. «No pensarás que estoy preocupado por la niña, ¿verdad?», decía yo abruptamente. Y ella respondía: «¿Sabes que llevas varias semanas sin ir?». Era verdad. Había cogido la costumbre de enviar el dinero por correo o por medio de un repartidor. «Creo que deberías ir esta semana, Val. Al fin y al cabo, es tu hija». «Ya lo sé, ya lo sé», decía yo. «Sí, iré». Y entonces lanzaba un gemido. Y otro cuando la oía decir: «He comprado una cosa a la niña, para que se la lleves esta vez». ¿Por qué no compraba yo algo? Con frecuencia me quedaba parado mirando los escaparates, escogiendo todas las cosas que me gustaría comprar, no sólo para la niña, sino también para Mona, para Melanie, para Maude incluso. Pero no me parecía apropiado comprar cosas, cuando no ganaba nada. El dinero que Mona ganaba en el teatro no era suficiente, ni mucho menos, para nuestras necesidades. No dejaba de dar sablazos, una semana tras otra. A veces llegaba a casa con regalos asombrosos para mí, después de un sablazo extraordinario, supongo. Yo le rogaba que no me comprara cosas. «Tengo de todo», le decía. Y era verdad. (Excepto la bicicleta y el piano. No sé por qué, me había olvidado completamente de esas dos cosas). Las cosas se amontonaban a tal ritmo, que aunque las hubiera recibido dudo de que las hubiese usado. Habría sido más sensato regalarme una armónica y un par de patines…
*
A veces sufría extraños ataques de nostalgia. Podía ser que me despertara con el malestar de un sueño y decidiese que era de lo más urgente revivir ciertos recuerdos intensos, como el del gordinflón al que llamaba «Tío Charlie», quien solía sentarme en sus rodillas y deleitarme con las historias de sus hazañas durante la guerra hispano-americana. Eso significaba un largo viaje, en ferrocarril elevado y tranvía, a un pueblecito llamado Glendale, donde Joey y Tony habían vivido en tiempos. (Tío Charlie era tío suyo, no mío). Después de todos los años que habían pasado, el somnoliento villorrio seguía teniendo para mí el mismo aspecto pintoresco. Las casas donde habían vivido mis amiguitos estaban todavía en pie, sin apenas alteraciones, felizmente. La posada con sus establos, donde amigos y parientes solían reunirse una noche de verano, también seguía allí. Recordaba haber corrido de mesa en mesa de pequeñito, sorbiendo los restos de las jarras de cerveza, o recogiendo monedas de cinco y diez centavos que me daban los juerguistas achispados. Hasta las sensibleras canciones alemanas me resonaban en los oídos: «Lauderbach, lauderbach, hab’ich mein Strumpf verlor’n». Los veo sobrios de repente, serios ahora como en un funeral, agrupados en un cuadrado, como los últimos restos de un regimiento imponente, hombres, mujeres y niños, hombro con hombro, todos ellos miembros del Kunst Verein (una sección del gran Saengerbund ancestral), esperando solemnemente a que el director haga sonar el diapasón. Como leales guerreros parados en la frontera de una tierra extranjera, sacando el pecho y con los ojos brillantes y húmedos, alzan sus potentes voces en un coro celestial, entonando un Lied profundamente conmovedor que los estremece hasta lo más profundo del alma… Siguiendo adelante, ahí está la pequeña iglesia católica. El señor Imhof, padre de Tony y Joey (el primer artista que conocí en persona), había hecho las vidrieras, los frescos de las paredes y del techo y el púlpito esculpido. A pesar de que sus hijos lo temían, a pesar de ser severo, tiránico, reservado, siempre me sentía profundamente atraído por aquel hombre melancólico. A la hora de dormir, siempre nos llevaban a su estudio de la buhardilla para que le diéramos las buenas noches. Lo encontrábamos sin falta sentado a su mesa, pintando acuarelas. Una lámpara de lectura arrojaba una luz suave sobre la mesa, dejando el resto de la habitación en claroscuro. Tenía un aspecto tan serio y tierno entonces, perturbado, y siempre distante. Yo me preguntaba qué lo impulsaba a permanecer largas horas de la noche clavado a su mesa de trabajo. Pero lo que se me quedó más grabado fue que era diferente: era de otra especie… Sigo paseando. Ahora me encuentro las vías del tren, en cuyo barranco —especie de tierra de nadie entre el límite del pueblo y los cementerios del otro lado de las vías— jugábamos. En algún lugar por allí cerca había vivido una de mis parientas lejanas a quien llamaba tía Grussy, mujer joven de gran belleza, con grandes ojos grises y pelo negro, que aun entonces, aun siendo apenas un niño, me causaba la sensación de ser una persona fuera de lo común. Nunca se la había visto alzar la voz a nadie; nadie la había oído hablar mal nunca de otra persona; nadie le había pedido nunca ayuda en vano. Tenía voz de contralto, y cuando cantaba se acompañaba a la guitarra; a veces se disfrazaba y bailaba al son de la pandereta, agitando un largo abanico japonés. Su marido se volvió un borracho; según decían, le daba palizas. Pero, aun así, tía Grussy se volvió más dulce, más amable, más compasiva, más encantadora y graciosa. Y después, al cabo de un tiempo, empezó a correr el rumor de que se había vuelto devota: esto se decía siempre cuchicheando, como dando a entender que se había vuelto loca. Deseaba tanto volver a verla. Busqué y busqué la casa, pero nadie parecía conocerla. Daban a entender que podía ser que la hubieran llevado a un manicomio… Extraños pensamientos, extraños recuerdos, mientras caminaba por la somnolienta aldea de Glendale. Aquella adorable y santa tía Grussy, y el jovial y sensual barril de carne a quien llamaba tío Charlie… los amaba a los dos. El uno no hablaba de otra cosa que de torturar y matar a igorotes, de perseguir a Aguinaldo en las ciénagas y las fortalezas de montaña de Filipinas; la otra apenas si hablaba, era un presencia, una diosa con disfraz terrenal que había decidido quedarse entre nosotros e iluminar nuestras vidas con el divino resplandor que emitía.
Cuando se marchó a Filipinas de cabo interino, aquel muchacho Charlie era un individuo de tamaño normal. Unos ocho años después, cuando regresó de sargento de intendencia, pesaba casi ciento ochenta kilos y no cesaba de transpirar. Recuerdo vivamente un regalo que me hizo un día: seis balas de expansión para las que había encargado un estuche de lino azul. Según decía, se las había cogido a uno de los hombres de Aguinaldo; por haber usado esas balas (que los alemanes habían proporcionado a los filipinos), habían ejecutado al rebelde y clavado su cabeza en un poste. Historias como ésa, junto con los horripilantes relatos sobre la «cura de agua» que nuestros soldados administraban a los filipinos, me hicieron simpatizar con Aguinaldo. Todas las noches rezaba para que los americanos no lo capturaran nunca. Sin quererlo, el tío Charlie lo había convertido en mi héroe.
Pensando en Aguinaldo, recordé de repente el Día de la Bandera, en que me vistieron con mi mejor traje a lo Lord Fauntleroy y me llevaron por la mañana temprano a una hermosa casa de Bedford Avenue, desde cuyo balcón íbamos a ver «el desfile». El primer contingente de nuestros héroes acababa de regresar de Filipinas. Allí estaba Teddy Roosevelt, a la cabeza de sus Rough Riders. Aquel acontecimiento había provocado tremenda excitación; la gente lloraba y vitoreaba, banderas y colgaduras por todos lados, llovían flores de las ventanas. La gente se besaba y gritaba aleluyas. Me lo pasé muy bien, pero fue un poco confuso para mí. No acababa de comprender la razón de aquellas emociones extravagantes. Lo que me impresionó fueron los uniformes… y los caballos. Aquella noche un oficial de caballería y un artillero vinieron a cenar a nuestra casa. Ese fue el comienzo de una historia de amor para mis dos tías. Cortada en flor, sin embargo, porque mi abuelo, que odiaba a los militares, no quería ni oír hablar de tenerlos de yernos. Todavía recuerdo su desdén y desprecio hacia toda la campaña de Filipinas. Para él era una simple escaramuza. «Debería haber acabado en treinta días», decía dando bufidos. Y después hablaba de Bismark y Von Moltke, de la batalla de Waterloo y del sitio de Austerlitz. Él había llegado a América en la época de nuestra Guerra Civil. Esa sí que fue una guerra, afirmaba con insistencia. Derrotar a salvajes indefensos era algo que podía hacer cualquiera. Aun así, no le quedó más remedio que brindar por el almirante Dewey, el héroe de la bahía de Manila. «Ahora eres un americano», dijo alguien. «Y soy un buen americano», todavía oigo decir a mi abuelo. «Pero eso no significa que me guste matar. ¡Guardad los uniformes y volved al trabajo!».
Aquel abuelo, Valentín Nieting, era un hombre a quien todo el mundo respetaba y admiraba. Había vivido diez años en Londres trabajando de oficial de sastre, había adquirido allí un bonito acento inglés y siempre hablaba con cariño de los ingleses. Decía que eran un pueblo civilizado. Durante toda su vida conservó muchas características inglesas. Su amigo, con el que se reunía los sábados por la noche en una taberna de la Segunda Avenida, regentada por mi tío Paul, era un hombre flaco y fogoso llamado señor Crow, un inglés de Birmingham. El señor Crow no gustaba a nadie de nuestra familia, excepto al abuelo. La razón era que el señor Crow era socialista. Además, siempre estaba lanzando discursos y, encima, llenos de virulencia. Mi abuelo, cuyos recuerdos se remontaban hasta los días del 48, disfrutaba con aquellos discursos y los aplaudía. También estaba contra los «patronos». Y, por supuesto, contra los militares. Ahora que lo pienso, es extraño el miedo cerval que la palabra socialismo inspiraba en aquella época. Nadie de mi familia quería saber nada con alguien que se llamara socialista; era peor que un católico o un judío. América era un país libre, la tierra de las oportunidades, y el deber de uno era triunfar y hacerse rico. Mi padre, que odiaba a su patrono —«un maldito inglés», lo llamaba siempre—, pronto iba a llegar a ser sastre patrono, a su vez. Mi abuelo tuvo que coger trabajo de mi padre. Pero nunca perdió aquella dignidad, aquella seguridad e integridad que siempre le daban un poco de superioridad sobre mi padre. Antes de que pasara mucho tiempo, todos los «sastres patronos» iban a empobrecerse desastrosamente y a verse obligados a asociarse para compartir los gastos y mantener de empleados fijos a un pequeño equipo de trabajadores. Los salarios de los obreros —cortador, oficial retocador, chalequero, pantalonero— iban a seguir subiendo, iban a representar cada semana más de lo que correspondía al patrono. Con el tiempo —último acto del drama—, aquellos obreretes, todos extranjeros, generalmente despreciados, pero a veces envidiados también, iban a prestar dinero a los patronos para que siguiera funcionando el negocio. Tal vez fuese todo aquello resultado de aquellas perniciosas doctrinas socialistas que agitadores como el señor Crow habían patrocinado. Tal vez no. Tal vez hubiera algo inherentemente desastroso en aquella doctrina de Wallingford de «enriquécete pronto» que inculcaron a los jóvenes de mi generación.
Mi abuelo murió antes de que estallara la Primera Guerra Mundial. Dejó una herencia cuantiosa, como todos los demás emigrados de aquel viejo barrio, todos los cuales habían venido a América al mismo tiempo y desde todas las partes de Europa. Les fue mejor, pero mucho mejor, en aquel glorioso país de hombres libres que a sus hijos e hijas. Habían empezado de la nada, como aquel ayudante de carnicero procedente de Alemania, mi tocayo —Henry Miller, «el rey del ganado»—, que acabó propietario de una enorme tajada de California. Es cierto, puede que hubiera más oportunidades en aquellos tiempos, pero también es verdad que aquellos hombres eran de madera más dura, que eran más industriosos, más perseverantes, más ingeniosos, más disciplinados. Empezaron con un oficio humilde —carnicero, carpintero, sastre, zapatero— y el dinero que ahorraban lo ganaban con el sudor de su frente. Siempre vivieron modestamente, y con todas las comodidades, a pesar de que no existía el confort ni los aparatos que ahorran trabajo, ahora considerados indispensables. Recuerdo el retrete de la casa de mi abuelo. Primero fue una caseta en el patio; después encargó la construcción de un cuartito en el piso de arriba. Pero, aun después de que se empezara a usar el gas, en aquel retrete no había otra iluminación que una lamparilla flotando en aceite de oliva. Mi abuelo nunca habría considerado de importancia tener luz de gas en el retrete. Sus hijos comían bien e iban bien vestidos; asistían al teatro de vez en cuando, iban con él a excursiones y giras —¡acontecimientos espléndidos!— y cantaban con él, cuando acudía a las reuniones del Saengerbund. Una vida sencilla y sana, y todo menos aburrida. En invierno, cuando llegaba la nieve y el hielo, a veces los llevaba de paseo en un trineo abierto tirado por un caballo. Él mismo iba a veces a pasear en un velero sobre hielo. Y en verano hacían viajes inolvidables, en barco de recreo, a lugares como Glen Island, por ejemplo, o New Rochelle. No se me ocurre nada de lo que se ofrece hoy a los niños que pueda compararse con aquellas excursiones. Como tampoco se me ocurre nada que pueda compararse con los mágicos parques de atracciones de Glen Island. Lo único que se parece un poco es la atmósfera de algunos cuadros de Renoir y Seurat. También en éstos vemos ese ambiente feliz, esa alegría y madurez, esa opulencia afelpada y carnal tan característica del período somnoliento, bostezante e indolente que va del final de la guerra franco-prusiana al estallido de la Primera Guerra Mundial. Indudablemente, fue una efervescencia burguesa, manchada por la corrupción de un orden putrefacto, pero los hombres que la compendiaron, los hombres que la glorificaron con la palabra y la pintura, no estaban corrompidos. Me resulta imposible imaginar a mi abuelo corrompido, como tampoco a Renoir ni a Seurat. Creo que mi abuelo, en su forma de vida, tenía más afinidades con Seurat y Renoir que con la nueva forma de vida americana que estaba germinando entonces. Creo que habría entendido a aquellos hombres y su arte, si hubiera tenido ocasión. Mis padres, nunca. Ni los muchachos con los que crecí en la calle.
Sigo divagando, conmovido por los recuerdos de tiempos pasados. Así vagaba mi mente, mientras hacía el recorrido de mis antiguos lugares familiares. No es de extrañar que los días fueran tan pletóricos, tan sabrosos. Salía hacia Glendale y acababa en el «antiguo barrio». No podía resistir la tentación de pasar otra vez por delante de la vieja casa ancestral. Sin embargo, no se me habría ocurrido visitar a mis parientes, que todavía vivían allí. Me paraba en la otra acera de la calle… miraba al tercer piso donde en tiempos habíamos vivido, intentaba recrear la imagen del mundo que había conocido, cuando era un niño de cinco o seis años. Aquella ventana del frente, donde solía sentarme, me acompañará en el más allá, pondrá marco a los recuerdos que reviviré mientras espere renacer en un nuevo cuerpo. Recuerdo el pánico y el terror que me invadió la primera vez que mi madre me obligó a limpiarle las ventanas; sentado en el alféizar, con el cuerpo colgando fuera, a la altura de tres pisos del suelo —altura inmensa para un niño de siete u ocho años— y con las rodillas apretadas frenéticamente contra el antepecho. La ventana descansaba sobre mis piernas con peso de plomo. Miedo a alzar la ventana, miedo a perder el asidero. Mi madre insistía en que todavía quedaban algunas motas de polvo por limpiar. (Más adelante, cuando ya fui mayor, mi madre me contaba cuánto me gustaba limpiarle las ventanas. O cuánto me gustaba colgar las persianas. Cuánto me gustaba esto, cuánto me gustaba lo otro… ¡Todas mentiras podridas!).
Parado ahí en profunda meditación, me pregunto si no sería tal vez un poco mariquita en aquella época. Ningún niño del barrio iba mejor vestido que yo. Ninguno tenía mejores modales. Ninguno era más despierto e inteligente. Yo ganaba todos los premios, recibía todos los elogios. Mis padres estaban tan seguros de que sabía cuidarme por mí mismo, que nunca se les ocurrió que mis compañeros de juegos ya estaban enfangados en el pecado y el vicio. Hasta la madre más indulgente habría podido detectar en Johnnie Ludlow las características de un delincuente. Hasta el padre más despreocupado habría podido advertir que el pequeño Alfie Betcha ya era un gángster y un matón. El orgullo de la escuela dominical, que era yo, siempre escogía de compañeros de fatigas a los peores golfillos del barrio. ¿Es que no se daba cuenta de eso mi querida madre? Si bien era capaz de recitar el catecismo empezando por atrás, como mico inteligente que era, también, cuando, estaba con mis compañeros, tenía una lengua que podía soltar inmundicias, insultos y maldiciones que habrían hecho honor a un malhechor carne de horca. Naturalmente, los muchachos más mayores eran quienes nos instruían. Pero no abierta ni deliberadamente. Siempre andábamos a su alrededor, escuchando sus discusiones y disputas. Tampoco es que fueran mucho más mayores que nosotros, ahora que lo pienso. Tenían doce años como máximo. Pero tenían constantemente en los labios palabras como puta, zorra, soplapollas, cabrón, caraculo, follar, picha, etc. Cuando nosotros, los pequeños, usábamos esas palabras, se reían a carcajadas. Recuerdo que un día, entusiasmado con algún nuevo vocablo que había aprendido, me acerqué a una chica de quince años más o menos y la llamé con palabras soeces. Cuando me agarró para darme una azotaina, renegué contra ella como un carretero. Puede que también le diera un mordisco en la mano y una patada en las espinillas. En cualquier caso, recuerdo que estaba que ardía de rabia y mortificación. «Te voy a enseñar a hablar, mocoso», dijo, y acto seguido me cogió de la oreja y me arrastró hasta la comisaría de la esquina. Me hizo subir la larga escalera, abrió la puerta y me metió de un empujón hasta el centro del cuarto. Ahí me teníais, un chiquillo, frente al sargento sentado allí arriba en su escritorio, que sólo dejaba ver su cabeza.
«¿Qué significa esto?». Su firme voz de trueno me volvía loco de miedo.
«Cuéntaselo», ordenó la muchacha. «¡Cuéntale lo que me has llamado!».
Estaba demasiado aterrorizado como para abrir la boca. Simplemente di un resuello.
«Ya comprendo», dijo el sargento, alzando sus pobladas cejas negras y lanzándome una mirada amenazadora. «Ha usado lenguaje indecente, ¿no es eso?».
«Sí, señoría», dijo la muchacha.
«Bien, vamos a ocuparnos de esto». Se alzó de su trono e hizo ademán de bajar.
Me eché a lloriquear y después a gritar.
«En realidad, es buen chico», dijo la muchacha, acercándose a mí y dándome palmaditas cariñosas en la cabeza. «Se llama Henry Miller».
«¿Henry Miller?», dijo el sargento. «Pero, hombre, si conozco a su padre y a su abuelo. ¡No me digas que este muchachito ha usado palabras indecentes!».
Dicho esto, bajó de su elevado asiento e, inclinándose sobre mí, me cogió de la mano. «Henry Miller», dijo. «Me sorprendes. Pero, hombre…».
(La mención de mi nombre en aquel lugar público, nada menos que en la comisaría, tuvo un efecto tremendo sobre mí. Ya me consideraba un delincuente, veía mi nombre pregonado por toda la calle, impreso en titulares de un metro de altura. Temblaba de pensar en lo que dirían mis padres cuando llegara a casa, pues suponía que la noticia habría llegado antes que yo. Tal vez el sargento hubiese enviado a un agente para informar a mi madre de la situación. Tal vez tuviera que venir a depositar una fianza para sacarme en libertad. Junto con aquellos temores y presentimientos, sentía también algo de orgullo de oír resonar mi nombre en aquella comisaría vacía. Ahora tenía un estado legal. Nadie me había llamado nunca por mi nombre y apellido juntos. Siempre era Henry a secas. Ahora había pasado a ser Henry Miller, todo un personaje. Aquel hombre iba a escribir mi nombre y dirección en el gran libro. Iban a tener una ficha de mí… En aquel momento espantoso envejecí diez años).
Unos minutos después, a salvo en mi calle, después de que la muchacha me hubiera soltado con la promesa de no volver a usar nunca semejantes palabras, me sentí un héroe. Tuve la sensación de que todo era un juego, de que nadie tenía intención de procesarme ni de decírselo siquiera a mis padres. Me sentía avergonzado de mí mismo por haber gritado como un mariquita delante del sargento. El hecho de que fuera tan buen amigo de mi padre y de mi abuelo significaba que nunca me haría daño. En lugar de pensar en él como alguien a quien temer, empecé a considerarlo mi protector y aliado confidencial. Me había impresionado enormemente que mi familia gozara de buena reputación ante la policía y quizás estuviese en buenas relaciones con ella. En aquel mismo momento empecé a sentir desprecio por los poderes establecidos…
Antes de separarme de los antiguos lugares familiares, no pude por menos de entrar a hurtadillas por el corredor hasta el patio trasero, donde en otro tiempo estaba el retrete. Por el lado donde estaba el antiguo ahumadero había una figura —pintada en la valla— de una mujer que conducía un perrito. La habían hecho con pintura negra y alquitrán. Ahora estaba casi borrada. De niño aquella tosca muestra artística me obsesionaba. Era, por decirlo así, mi pintura funeraria egipcia propia. (Curiosamente, más adelante, cuando yo también me dediqué, a mi vez, a pintar, hice con frecuencia figuras que me recordaban ese esbozo rígido. Instintivamente, mi mano trazaba el mismo contorno rígido; durante años pareció como si no pudiera hacer nada de frente, sino siempre con ese perfil arcaico. Mis cabezas siempre tenían expresión de halcón o de bruja; la gente creía que intentaba deliberadamente dar una impresión de pesadilla, pero no era así; ésa era la única forma como podía representar la figura humana).
Al volver a la calle, alcé los ojos involuntariamente, como para saludar a la señora O’Melio, que daba refugio a todos los gatos perdidos del barrio en la azotea de su casa. Había unos cien a los que daba de comer dos veces al día. Vivía sola, y mi madre siempre insinuaba que debía de estar chalada. Semejante solicitud gargantuesca superaba la comprensión de mi madre.
Camino despacio hacia la parte sur, donde tomaré el tranvía que atraviesa la ciudad para volver a casa. Todas las fachadas de tiendas están cargadas de recuerdos. Después de veinticinco años, a pesar de los cambios, de las demoliciones, ahí siguen las antiguas viviendas. Descoloridas, descuidadas, ruinosas, como robustos dientes viejos, siguen «cumpliendo su misión». La luz que en otro tiempo las animó, el resplandor que en otro tiempo emitían, han desaparecido. En verano era cuando estaban especialmente fragantes: en realidad transpiraban, como seres humanos. Los dueños se enorgullecían de mantener sus hogares limpios y ordenados; el brillo de la pintura reciente, las densas sombras que arrojaban los toldos, eran los reflejos de sus humildes espíritus. Las casas de los médicos siempre eran un poco mejor que las otras, un poco más pretenciosas. En verano entrabas en la consulta del doctor a través de cortinas de abalorios, que tintineaban al cruzarlas. El doctor siempre parecía ser un entendido en arte; en las paredes solía haber antiguas pinturas sombrías con pesados marcos dorados. El tema de dichas pinturas me era totalmente ajeno. Nosotros no teníamos nada de esa clase en nuestras paredes; nuestros cuadros, que nos regalaban los tenderos con ocasión de las fiestas, eran cromos chillones y detestables, y al instante los olvidábamos. (Siempre que mi madre se sentía obligada a regalar algo a un vecino pobre, escogía un cuadro de la pared. «Gracias a Dios, que nos libramos de esto», murmuraba. A veces yo corría hasta ella con una oferta propia, un juguete nuevecito, un par de botas, un tambor, porque también estaba harto de tantas propiedades. «¡Oh, no, Henry, eso no!», todavía la oigo decir. «¡Eso está demasiado nuevo!». «Pero es que ya no lo quiero», insistía yo. «No digas eso», respondía ella, «o Dios te castigará»).
Paso por delante de la antigua iglesia presbiteriana. A las dos en punto se celebraba la clase de la escuela dominical. ¡Qué fresquito más delicioso hacía en el sótano en que nos congregábamos! Afuera el calor rebotaba sobre el pavimento. Grandes moscas zumbaban, lanzándose como flechas de un rincón en sombra a otro. Cuando pienso en lo que el verano significaba entonces para mí, el tangible y terrenal verano que brillaba y vibraba durante los largos y festivos días estivales, pienso en la música de Debussy. Me pregunto si sería éste un león del Mediodía.
¿Tendría algo de sangre africana en las venas? ¿O eran esas vibrantes melodías tachonadas de acordes apiñados la expresión del anhelo de un sol que nunca conoció?
Todos los períodos gozosos que he conocido parecen estar relacionados con el sol. Al recordar al señor Roberts, el director de nuestra escuela dominical, pienso no sólo en ese deslumbrante astro del cielo, sino también en el calor celestial que aquel extraño viejo inglés irradiaba. ¡Qué salud y confianza comunicaban su largo bigote ondulante, color maíz, y su jovial y vigoroso rostro! Siempre aparecía con el mismo chaqué con polainas grises y una chalina bajo la barbilla. Como el ministro y los diáconos de la iglesia, era hombre rico. Hacía mucho tiempo que deberían haberse mudado a zonas mejores, pero estaban apegados al antiguo barrio y, además, disfrutaban protegiendo a los pobres y humildes. Por Navidad eran generosos de verdad con sus regalos. Mi madre se sentía muy impresionada por aquella largueza; probablemente ésa fuera la razón por la que recibí una educación presbiteriana y no luterana.
Aquella tarde, al evocar con Mona los días de mi infancia, se me ocurrió de repente que sería un buen detalle enviar al viejo ministro, que todavía vivía, una muestra de mi obra. Pensé que podría serle grato saber que uno de sus «muchachos» era ahora escritor. Dios sabe qué sería lo que le envié, pero surtió cualquier efecto menos el deseado. Casi a vuelta de correo me devolvió el manuscrito junto con una carta redactada en un inglés impecable, en la que me contaba su pena y perplejidad. Le dolía que yo, que me había criado en el redil de la grey, me rebajara hasta el extremo de usar semejantes medios de expresión crudos y realistas. Recuerdo que decía algo en su carta sobre el cubo de la basura. Aquello me enfureció. Sin perder tiempo, me senté y le respondí en los términos más insultantes, haciéndole saber que era un necio y un viejo chocho, que mi único fin en la vida era conseguir vivir lo suficiente para llegar a olvidar los estúpidos disparates que había intentado inculcarme. Añadí algo sobre nuestro Señor y Salvador que, aunque oportuno, iba destinado a perturbarlo aún más. Como culminación de los insultos, le aconsejaba largarse del antiguo barrio, al que no pertenecía ni había pertenecido nunca. Añadía que esperaba ver la estrella de David suplantando a la Cruz la próxima vez que pasara por el antiguo edificio venerable. (Por cierto, que mi deseo se cumplió poco después. ¡El lugar pasó a ser una sinagoga efectivamente! Y la rectoría, donde en tiempos había vivido nuestro querido ministro, fue ocupada por un anciano rabino de blanca barba ondulante).
Naturalmente, después de haber enviado la carta, me arrepentí. ¡Qué tontería había hecho! Seguía jugando a hacer de «niño malo». Sin embargo, era muy propio de mí venerar el pasado y escupir en él. Estaba haciendo lo mismo con los amigos… y con los escritores. Del pasado aceptaba y estimaba sólo lo que podía transformar para fines creativos…
*
¿He citado las Cartas de Van Gogh, que entonces estaba leyendo y que recientemente he releído tras un lapso de veinte años? Lo que me apasionaba era el ardiente deseo de Vincent de vivir la vida de un artista, de no ser sino un artista, pasara lo que pasase. Con hombres de su clase el arte se convierte en una religión. Cristo, muerto desde hace mucho para la Iglesia, renace. El apasionado Vincent redime al mundo mediante el milagroso uso del color. El soñador despreciado y desamparado vuelve a representar el drama de la crucifixión. Se alza de su tumba para triunfar sobre los incrédulos.
Una y otra vez Van Gogh dice que no desea otra cosa que llevar una vida sencilla. Sólo es extravagante en el uso de sus materiales. Todo pasa a su arte. Es un sacrificio tan absoluto, que, en comparación, las vidas de la mayoría de los pintores parecen apagadas y sin valor. Van Gogh sabe que nunca lo reconocerán en vida; sabe que nunca recogerá el fruto de su trabajo. Pero ¡tal vez su renuncia facilite las cosas a los artistas del futuro! Ese es su deseo más profundo. De mil formas diferentes dice: «Para mí no espero nada. Nosotros estamos condenados. Nosotros vivimos fuera de nuestro tiempo».
¡Cómo suda y se esfuerza para reunir cincuenta cuadros que su hermano ha de exhibir ante un mundo desdeñoso y despectivo! Los últimos años de su vida es un auténtico loco. Pero un loco en el sentido propio de la palabra. Todo llama y espíritu, rebosa de energía creativa. Es la taza que desborda. Y está solo.
En Arles resulta difícil conseguir mujeres para posar. La gente dice que sus pinturas son atroces. «¡Están llenas de pintura!». Me río y lloro al leer esto. ¡Llenas de pintura! ¡Qué terrible verdad! ¡Qué ironía que la maravillosa consecución de ese prodigio (la saturación de la tela con color, con puro color tumultuoso), que ese sueño de todos los grandes pintores (por fin realizado) se usara contra él! ¡Pobre Van Gogh! ¡Rico Van Gogh! ¡Van Gogh Todopoderoso! ¡Qué burla cruel y blasfema! Como si dijeran de un hombre de Dios: «Pero ¡está demasiado repleto de Dios!».
Me gustaría pintar de tal modo, dice Van Gogh, que todo aquel que tenga ojos vea claramente lo que hay en el cuadro. Así hablaba y vivía Jesús. Pero los ciegos y los sordos no nos abandonan nunca. Sólo ven, sólo oyen, sólo actúan quienes están henchidos del precioso espíritu santo.
Sabemos que durante mucho tiempo Van Gogh se abstuvo de usar el color, que se forzó a sí mismo a trabajar con lápiz, carbón, tinta. También sabemos que empezó estudiando la figura humana, que intentó aprender de la Naturaleza. Sí, se ejercitaba para leer lo que estaba oculto bajo la concha. Se asoció con los pobres y los humildes, con obreros oprimidos, con parias. Adoraba al campesino, y lo ensalzaba más que al hombre culto. Estudiaba las formas de las cosas, el tacto de los objetos. Se familiarizó con todo lo común y cotidiano para poder más adelante, cuando hubiera adquirido la destreza y la técnica necesarias, representar ese mundo de lo ordinario, de lo vulgar, de lo cotidiano a la luz de una realidad divina. Lo que Van Gogh deseaba era volver familiar en sentido nuevo —en sentido eterno, por decirlo así— ese mundo más que familiar. Quería mostrar que no estaba revestido de mal ni de fealdad, que nunca era monótono ni aburrido, que basta mirarlo con ojos amorosos para reconocer su esplendor y magnificencia. Y, cuando hubo realizado eso, cuando nos hubo dado una nueva tierra, descubrió que ya no podía hacer frente al mundo: buscó voluntariamente un refugio, un manicomio.
Fueron necesarios casi cincuenta años para que el hombre de la calle comprendiera que un Cristo, que se había manifestado como pintor, había estado entre nosotros últimamente. De repente, gracias a la inmensa popularidad de un libro sensacional, miles y miles de personas se ponen a visitar los museos y las galerías; convergen como un Niágara ante las embriagadoras obras maestras de ese genio despreciado y desesperado, Vincent Van Gogh. Reproducciones de su obra se ven por todas partes; surgen en los lugares más inesperados. Por fin consigue el éxito Van Gogh. Por fin «el gran fracasado» se ve reconocido. Su fe estaba justificada, al parecer. Su sacrificio no fue en vano. Pues no sólo llega a las masas, sino que también —lo que es más importante— influye en los pintores.
En una de sus cartas —¡ya en 1888!— escribe: «La pintura da muestras de volverse más sutil —más musical y menos escultórica— enfin elle promet la couleur». Subraya la palabra color. ¡Qué profética su visión! ¿Qué es la pintura moderna sino un himno al color? El uso libre y audaz del color, equivalente a una revelación, precipitó una liberación inopinada. Siglos de pintura quedaron aniquilados de la noche a la mañana. Se abrieron perspectivas increíbles.
En esas cartas maravillosas en que Van Gogh relata sus descubrimientos sobre las leyes del color (la mayoría de las cuales formuló Delacroix), trata con cierto detenimiento del uso del blanco y el negro. No hay que abstenerse de usar el negro. Hay muchas clases de negro. ¿Acaso no usaron el negro Rembrandt y Franz Hals?, pregunta. ¿Y también Velázquez? No simplemente el negro, sino veintisiete clases diferentes de negro. Todo depende de la clase de negro, y de cómo se use. Lo mismo ocurre con el blanco. (Utrillo no iba a tardar en confirmar las apreciaciones de Van Gogh. ¿Es que no sigue siendo su época blanca la mejor?).
Hablo del blanco y del negro porque era inevitable que aquel revolucionario en el mundo del color se ocupara de las primeras y de las últimas cosas. En eso nos recuerda a esos auténticos hijos de Dios que no temen el mal ni la fealdad, sino que los abarcan e incorporan a su mundo de bondad y belleza.
Cuando el siglo XIX se derrumbó en el campo de Armageddon, las últimas barreras quedaron hechas pedazos. Los artistas demoníacos que sobresalieron en ese siglo contribuyeron a la destrucción del pasado tanto como los estadistas y militares, los financieros y los industriales, los revolucionarios y los propagandistas que prepararon el terreno para la derrota. La guerra de 1914 pareció el final de algo; sin embargo, sólo fue la culminación de algo que hacía tiempo que se preparaba. En realidad, abrió vastos horizontes nuevos. Mediante su obra de demolición dio salida a nuevos y vastos campos de energía. El período que va de la Primera a la Segunda Guerra Mundial es rico en producciones artísticas. En ese período, en el que el mundo estaba a punto de verse conmovido hasta los cimientos por segunda vez, era en el que yo estaba formándome. Fue un período difícil en primer lugar porque había que contar de forma exclusiva con las propias fuerzas, con las propias facultades. La sociedad, desgarrada por toda clase de disensiones, ofrecía al artista todavía menos apoyo y aliento que en la época de Van Gogh. La propia existencia del artista estaba amenazada. Pero ¿es que no estaba amenazada la existencia de todo el mundo?
Al salir de la Segunda Guerra Mundial, existe la vaga sensación de que la propia tierra está amenazada de extinción. Hemos entrado en otra era apocalíptica. El espíritu del hombre está en convulsión como la propia tierra en períodos geológicos antiguos. La muerte es lo que nos estamos sacudiendo de encima: la rigidez de la muerte. Deploramos el espíritu de violencia prevaleciente, pero para romper las ataduras de la muerte hay que impulsar el espíritu del hombre. Las posibilidades más deslumbrantes nos envuelven. Estamos imbuidos e investidos con facultades y energías insospechadas hasta ahora. Estamos a punto de vivir de nuevo como seres humanos, con la plena grandeza que la palabra humano entraña. La heroica obra de nuestros predecesores parece ahora el trabajo de víctimas de sacrificios. No es necesario que nosotros repitamos sus sacrificios. Lo que debemos hacer es gozar los frutos. El pasado yace en ruinas, el futuro se abre incitante. ¡Tomad este mundo cotidiano y abrazadlo! Eso es lo que el espíritu insta a hacer. ¿Qué mejor mundo puede existir que este en que tenemos plena responsabilidad, todos y cada uno de nosotros? ¡No trabajéis para los hombres del futuro! ¡Dejad de trabajar completamente y cread! Pues la creación es juego, y el juego es divino.
Ese es el mensaje que recibo siempre que leo la vida de Van Gogh. Su desesperación final, que acabó en la locura y el suicidio, podría interpretarse como impaciencia divina. «El Reino de Dios está aquí», exclamaba. «¿Por qué no entráis?».
Derramamos lágrimas de cocodrilo por su lamentable fin, olvidando el estallido de esplendor que lo precedió. ¿Acaso lloramos cuando el sol se hunde en el océano? La plena magnificencia del sol se nos revela sólo en los pocos instantes que preceden y siguen a su desaparición. Volverá a aparecer al amanecer, otra magnificencia, otro sol tal vez. Durante todo el día nos alimenta y sostiene, pero apenas le prestamos atención. Sabemos que está ahí, contamos con él, pero no le ofrecemos acción de gracias ni devoción. Los grandes luminares, como Nietzsche, como Rimbaud, como Van Gogh, son soles humanos que sufren la misma suerte que el astro celestial. Hasta que no están ocultándose, o no se han ocultado del todo, no nos damos cuenta de su gloria. Al lamentar su tránsito, cegamos nuestros ojos para que no vean la existencia de otros soles nuevos. Miramos hacia atrás y hacia adelante, pero nuestra mirada nunca penetra directa hasta el corazón de la realidad. Si en ocasiones adoramos al cuerpo solar que nos da calor y luz, no pensamos en los soles que han estado brillando desde la eternidad. Aceptamos irreflexivamente que todo el espacio está tachonado de soles.
En verdad, el universo nada en luz. Todo está vivo e iluminado. También el hombre es receptáculo de energía radiante e inagotable. Es extraño que sólo en la mente del hombre haya oscuridad y parálisis.
Un pequeño exceso de luz, de energía (aquí en la tierra), y dejas de ser apto para vivir en la sociedad humana. La recompensa del visionario es el manicomio o la cruz. Parece como si nuestro habitat natural fuera un mundo gris y neutral. Así ha sido durante mucho tiempo. Pero ese mundo, ese estado de cosas, está acabándose. Nos guste o no, con anteojeras o sin ellas, nos encontramos en el umbral de un mundo nuevo. Nos vamos a ver obligados a entender y aceptar… porque los grandes luminares que apartamos de entre nosotros han trastornado nuestra visión. Vamos a ser testigos de esplendores y horrores, alternativa y simultáneamente. Vamos a ver con mil ojos, como la diosa Indra. Las estrellas avanzan hacia nosotros, hasta las más distantes.
Con nuestros instrumentos percibimos ahora mundos cuya existencia no sospechaba ni por asomo el hombre antiguo. Podemos localizar reinos de mundos que superan nuestro saber actual, porque nuestras mentes ya son receptivas a la luz que emana de ellos. Al mismo tiempo también podemos concebir nuestra propia destrucción total. Pero ¿acaso nos quedamos por ello clavados en el sitio? No. Nuestra fe es mayor de lo que nos atrevemos a admitir. Sentimos la magnificencia de esa vida eterna que es la del hombre y que siempre hemos negado. A pesar de nuestro orgullo y nuestra vanidad, nos comportamos como si no supiéramos nada de nuestra herencia auténtica. Insistimos en que sólo somos humanos, demasiado humanos. Pero, si fuéramos verdaderamente humanos, seríamos capaces de todas las cosas, estaríamos listos para todas las emergencias, conoceríamos todas las condiciones del ser. Deberíamos recordarnos diariamente, repetir como una letanía, que en nuestro ser se encuentra encerrada toda la gama de la existencia. Deberíamos dejar de adorar e inspirar adoración. Ante todo, deberíamos dejar de aplazar el acto de llegar a ser lo que de hecho y en esencia somos.
«Prefiero», escribió Van Gogh, «pintar los ojos de los hombres a pintar catedrales, porque hay algo en los ojos de los hombres que no existe en las catedrales, por majestuosas e imponentes que éstas sean…».