Tercer Comentario
El dilema español (1917-1931)

Durante la Primera Guerra Mundial España fue un país neutral. Las anticuadas minas del norte, la mayoría de las cuales estaba en manos de capitales extranjeros, trabajaban al máximo: las industrias catalanas establecieron el turno de noche; la producción agrícola del país se vendió fácilmente a precios astronómicos. La guerra produjo un súbito auge en la economía española, sin transformar su estructura anacrónica. Los salarios siguieron siendo bajos. El día del armisticio, el Banco de España atesoraba reservas de oro por valor de noventa millones de libras.

«Barcelona estaba de fiesta, las Ramblas eran un mar de luz por la noche. Durante el día las bañaba un sol espléndido y las poblaban pájaros y mujeres. Por aquí también fluía el torrente de oro producido por el lucro de la guerra. Las fábricas trabajaban a toda máquina. Las empresas amontonaban oro. La alegría de vivir brillaba en todos los rostros. En los escaparates, en los bancos, y en los bolsillos. Era para volverse loco». Así describió el revolucionario profesional Víctor Serge el invierno de 1916-1917 en España.

«Finalmente, cuando ya nadie creía en ella, se produjo por fin la revolución. Lo inverosímil se convirtió en realidad. Leímos los telegramas de Rusia. Nos sentimos transfigurados. Las imágenes que nos transmitían eran simples y concretas. Ahora todo se aclaraba. El mundo no estaba irremediablemente loco. Los españoles, incluso los obreros de mi taller, que no eran activistas, comprendieron instintivamente las jornadas de Petrogrado. Su espíritu transfirió de inmediato esta experiencia a Barcelona y a Madrid. La monarquía de Alfonso XIII no era ni más querida ni más estable que la monarquía de Nicolás II. La tradición revolucionaria de España se remontaba, al igual que la rusa, a la época de Bakunin. En ambos países actuaban causas sociales similares: el problema agrario, la industrialización tardía, un régimen que, comparado con los occidentales, llevaba un atraso de más de un siglo y medio. El auge económico e industrial del tiempo de guerra fortaleció a la burguesía, sobre todo a la catalana, que se había enfrentado hostilmente a la antigua aristocracia de los terratenientes y a la esclerosada administración real. Esto acrecentó también la fuerza y las demandas de un proletariado joven que aún no había tenido tiempo de formar una aristocracia obrera, esto es, de aburguesarse. El espectáculo de la guerra despertó el espíritu de la violencia. Los bajos sueldos (yo ganaba cuatro pesetas diarias, cerca de ochenta centavos de dólar), motivaron reclamaciones que exigían satisfacción inmediata.

»El horizonte se aclaró a medida que pasaban las semanas. En tres meses cambió el estado de ánimo de los trabajadores de Barcelona. Nuevas fuerzas afluían a la CNT. Yo pertenecía a un minúsculo sindicato de tipógrafos. Sin que aumentara el número de sus miembros (éramos unos treinta), aumentó su influencia. El gremio parecía despertar. Tres meses después del estallido de la Revolución Rusa, las comisiones obreras comenzaron a preparar una huelga general que tendría al mismo tiempo carácter de rebelión.

»Me encontré con activistas que se preparaban para el próximo combate en el café Español del Paralelo, un frecuentado bulevard que resplandecía de luces por la noche, en las cercanías del barrio chino, en cuyas barrosas callejuelas pululaban las prostitutas, escondidas tras las puertas. Hablaban entusiasmados de los que serían ajusticiados, distribuían las Brownings, se burlaban de los atemorizados espías policiales de la mesa de al lado. Se había concebido un plan para tomar por asalto Barcelona; se estudiaban los detalles. Pero ¿y Madrid? ¿Y las restantes provincias? ¿Caería la monarquía?».

La huelga general de 1917 fue ahogada en sangre; setenta trabajadores murieron bajo las balas de las fuerzas armadas. Dos factores decidieron el fracaso de la acción de masas: el papel dominante del ejército en la sociedad española y la división del movimiento obrero español.

Desde los años ochenta y noventa la socialdemocracia se convirtió en el enemigo formal del anarquismo en España. El partido fue fundado en 1879 y se dedicó a la acción parlamentaria dentro del marco legal; durante décadas había permanecido pequeño y débil ante el notorio fraude electoral; también su rama sindical, la Unión General de Trabajadores, apenas se desarrolló hasta la Primera Guerra Mundial. Con sus altas cuotas sociales, su equipo de funcionarios pequeño burgueses a sueldo, y su moderación política, que poco se diferenciaba del miedo, la socialdemocracia española imitaba fielmente a sus modelos de Europa occidental. Era, desde todo punto de vista, la antítesis de la CNT. Ambos rivales se oponían incluso en su distribución geográfica, lo que dividió al movimiento obrero hasta la Guerra Civil. Mientras los anarquistas tenían sus bases en Cataluña y Andalucía, los socialdemócratas se establecieron sobre todo en Asturias, Bilbao y Madrid. El reformismo se convirtió en un movimiento de masas durante la coyuntura económica favorable de la Primera Guerra Mundial, que auspició las ilusiones económicas y parlamentarias de los socialdemócratas. El antagonismo entre la UGT y la CNT tenía raíces tan hondas, que sólo en contados momentos se logró una unidad de acción entre ambas: en 1917, en 1934 y durante la Guerra Civil. Fue siempre la presión de las bases la que obligó a ambas organizaciones a actuar en conjunto, pero esta unidad fue siempre frágil, llena de desconfianza y viejos resentimientos. No podía existir una alianza duradera entre ambas tendencias, ya que la socialdemocracia pretendía integrar a los obreros en la sociedad, y la CNT se proponía derribarla radicalmente.

En 1917 la revolución era al mismo tiempo necesaria e imposible. El antiguo régimen había fracasado por completo desde el punto de vista político, pero las fuerzas militares y económicas que lo respaldaban eran aún considerables. Sus partidos políticos, los Conservadores y los Liberales, que eran en realidad un consorcio de poder, seguían formando parte de los gobiernos, como siempre, pero no tenían capacidad de maniobra y ni siquiera podían adaptar su rumbo a la situación táctica. La única enmienda política de importancia que la administración de Madrid podía animarse a hacer, fue un acuerdo con la burguesía catalana, a la cual otorgó al principio de los años veinte ciertas concesiones aduaneras; la consecuencia fue, entonces, que el nacionalismo catalán se orientó hacia la izquierda. Sus demandas de autonomía, nunca satisfechas, se cristalizaron en una nueva fuerza, Esquerra Catalana, el partido de la pequeña burguesía, que se convirtió en un potencial aunque inseguro aliado del movimiento obrero. Detrás de los bastidores parlamentarios, las fuerzas sociales de la derecha se agruparon en una coalición inerte e ininteligible: en primer plano, como siempre, una clase de terratenientes de inconcebible vacuidad e incapacidad, flanqueada por una burocracia superflua y parasitaria; en segundo plano, cada vez más enredada con la primera, se hallaba la creciente burguesía de empresarios y el alto clero, especialmente los jesuitas, que ya en 1912 controlaban un tercio del capital extranjero que, sobre todo desde la Primera Guerra Mundial, había afluido al país, y que luego, en 1936, desempeñaría un importante papel (capital francés tres mil millones de marcos; capital inglés cinco mil millones de marcos y capital americano tres mil millones de marcos). Esta coalición de poderes se sostuvo intacta hasta 1936, a pesar de sus contradicciones internas y su inercia. Esta coalición mantuvo a raya al movimiento obrero revolucionario no con medios políticos, sino militares.

Ya en el siglo XIX, el ejército español se aisló, como una casta, de la sociedad, y ganó un importante peso propio en el Estado. Su cuerpo de oficiales era enorme: por cada seis soldados había un oficial. A pesar de la mala dirección, el atraso técnico y su instrucción insuficiente, absorbía, a principios de los años veinte, más de la mitad del presupuesto nacional. Su raison d’étre era el de una tropa ocupante en su propio país. Las clases dominantes dependieron completamente, hasta la Guerra Civil, del ejército y otros instrumentos laterales de represión: Guardia Civil, Guardia de Asalto, Cuerpo de Seguridad y Mozos de Escuadra. Esto sigue siendo así todavía hoy.

La confrontación era inevitable. La opción era: la revolución o la dictadura militar. En 1917 España estaba madura para ésta; pero el rey dudaba. Temía a la República, y a su lado la oligarquía agraria se aferraba tenazmente a las formas de gobierno tradicionales. Mientras que la socialdemocracia se contentaba con promesas y mínimas concesiones, un compromiso con la CNT era inimaginable. Así pues, la confrontación se dirimió en el terreno de los anarquistas, en Barcelona. Una interrupción de cinco años, durante la cual los adversarios, entrelazados entre sí, casi no se movieron del lugar; esto fue la guerrilla urbana de cinco años en Barcelona, desde 1917 hasta 1923: el statu quo era el paroxismo, un ensayo general previo a la Guerra Civil. Los empresarios, apoyados por el ejército y la policía, lanzaron una contraofensiva contra la CNT. La frontera entre criminalidad y poder estatal se desvaneció. El comandante en jefe del ejército en Cataluña, general Martínez Anido, y su jefe de policía, general Arlegui, eran al mismo tiempo figuras de los bajos fondos y representantes de la autoridad nacional. No fue la Gestapo, sino la administración española, la que sancionó legalmente el fusilamiento de presos «fugitivos», y el capitalismo catalán creó en la forma de los paramilitares Pistoleros una SA[7] avant la lettre. La guerra permanente en las fragosidades de Barcelona condujo a la ciudad al borde del caos con sus tiroteos, actos de sabotaje, provocaciones, paros forzosos, arrestos masivos, el auge de los policías secretos, el asesinato, la tortura y la extorsión.

En 1923 la guerra colonial en Marruecos, que condujo al ejército español a una ignominiosa derrota, dio el golpe de gracia al antiguo régimen. La única salida era la dictadura. Primo de Rivera era ante todo el candidato de la burguesía industrial; subió al poder con un programa de «modernización» entresacado de lemas de Kemal Ataturk y Mussolini. Dependía naturalmente del apoyo del ejército, al que tuvo que hacer toda clase de concesiones. La CNT fue proscrita. La socialdemocracia resolvió colaborar; su dirigente Largo Caballero ingresó en el gabinete del dictador; procesos de arbitrajes y convenios colectivos habrían de resolver el «problema social». Esto significaba en la práctica la fiscalización de los sindicatos y la constitución de un «frente del trabajo». La oposición intelectual fue aplastada. Primo de Rivera ignoró la cuestión catalana. Las reformas no se realizaron. Las contradicciones de la sociedad española no pudieron ser «saneadas» desde el despacho del dictador. El experimento autoritario de Primo de Rivera fracasó al producirse la crisis económica de 1929. El ejército se tambaleó. La monarquía había tocado a su fin. Los intereses del capital industrial español impusieron otra forma de gobierno: la República. En marzo de 1931 abdicó Alfonso XIII.