DIECISIETE
No puede decirlo en serio.
JOHN MCENROE
Ahora formo parte de un equipo. Un elenco y un actor. Nos han escogido de seis naciones, tres continentes, cuatro religiones, y de ambos sexos. Somos un feliz grupo de hermanos, con una hermana, que también es feliz y tiene su propio cuarto de baño.
Trabajamos duro, jugamos duro, bebemos duro, incluso dormimos duro. En resumen, somos duros. Manejamos las armas de una manera que dice que sabemos manejar armas, y hablamos de política de una manera que dice que hemos adoptado la visión más amplia.
Somos La Espada de la Justicia.
El campamento cambia cada dos semanas, y hasta ahora hemos bebido de los ríos de Libia, Bulgaria, Carolina del Sur y Surinam. No el agua potable, por supuesto, que viene en botellas de plástico y traen en avión dos veces por semana junto con las chocolatinas y los cigarrillos. En este momento, La Espada de la Justicia parece haberse decantado en favor de Badoit, por su «mineralización débil», y por tanto, se acomoda, más o menos, a las facciones de con y sin gas.
No puedo negar que los últimos meses han producido un cambio sustancial en todos nosotros. Las exigencias del entrenamiento físico, el combate sin armas, los ejercicios de comunicaciones, las prácticas de tiro, la planificación táctica y estratégica, todas fueron abordadas al principio con el espíritu de la sospecha y la competitividad. Todo aquello ha desaparecido, me alegra decirlo, y en su lugar florece un auténtico y formidable esprit de corps. Hay chistes que finalmente todos comprendemos, después de repetirlos mil veces; hemos tenido relaciones amorosas que han finalizado amigablemente, y hemos compartido el cocinar, felicitándonos los unos a los otros con un coro de asentimientos y abundantes relamidas de labios por nuestras diversas especialidades. La mía, que creo que es una de las más populares, es la hamburguesa con ensalada de patatas. El secreto es el huevo crudo.
Ahora estamos a mediados de diciembre y nos disponemos a viajar a Suiza con la intención de esquiar un poco, relajarnos un poco y matar a un político holandés un poco.
Nos divertimos, vivimos bien, y nos sentimos importantes. ¿Qué más se puede pedir de la vida?
Nuestro líder, hasta donde aceptamos el concepto de liderazgo, es Francisco; Francis para algunos, Cisco para otros, y El Cuidador para mí, en mis mensajes secretos a Solomon. Francisco dice que nació en Venezuela, el quinto de ocho hijos, y que tuvo la polio de pequeño. No veo ninguna razón para dudarlo. Se supone que la polio justifica la raquítica pierna derecha y la teatral cojera, que parece ir y venir de acuerdo con su humor y cuanto piensa pedirte que des o hagas. Latifa dice que es guapo, y supongo que quizá lleva razón, si te van las pestañas de noventa centímetros y la piel aceitunada. Es bajo y musculoso, y si tuviese que buscar a alguien para el papel de Byron, probablemente le daría un toque, porque es un actor absolutamente fantástico.
Para Latifa, Francisco es el heroico hermano mayor: sabio, sensible y comprensivo. Para Bernhard, es el más completo de los profesionales. Para Cyrus y Hugo, es el feroz idealista, para el que nada es suficiente. Para Benjamin, es el insaciable erudito, porque Benjamin cree en Dios y quiere estar seguro de cada paso. Para Ricky, el anarquista de Minnesota con la barba y el acento, Francisco es el aventurero cojonudo, un tío de sexo, amor y rock’n’roll, que se sabe muchas de las canciones de Bruce Springsteen. La verdad es que sabe interpretar todos los papeles.
Si existe un verdadero Francisco, entonces, creo que lo vi un día en un vuelo de Marsella a París. El sistema es que viajamos en parejas pero nos sentamos separados, y que yo estaba seis filas más atrás de Francisco en el asiento de pasillo cuando un niño de cinco años, sentado en los primeros asientos de la cabina, comenzó a llorar. Su madre le quitó el cinturón de seguridad y lo llevaba por el pasillo hacia el lavabo cuando el avión se ladeó ligeramente, y el niño chocó contra el hombro de Francisco.
Francisco le pegó.
No fuerte. No con el puño. Si yo hubiese sido el abogado del caso, quizá podría haber demostrado que no había sido más que un firme empujón para evitar que el niño se cayera. Pero no soy abogado, y no hay duda de que Francisco le pegó. No creo que nadie más lo viese, y el propio niño se sorprendió tanto que dejó de llorar; pero aquella reacción instintiva ante un niño de cinco años me dijo muchas cosas de Francisco.
Aparte de eso, y Dios sabe que todos tenemos un mal día, los siete nos llevamos bastante bien los unos con los otros. Lo juro. Silbamos mientras trabajamos.
La única cosa que creía que acabaría con la armonía, como ha acabado con casi todas las grandes aventuras cooperativas en la historia de la humanidad, sencillamente no se ha materializado. Porque nosotros, La Espada de la Justicia, arquitectos de un nuevo orden mundial y portaestandartes de la causa de la libertad, compartimos sinceramente el hecho de hacer la colada.
Que yo sepa, eso es algo sin precedentes.
El pueblo de Mürren —no hay coches, no hay basura, no hay retrasos en el pago de las facturas— yace a la sombra de tres grandes y famosas montañas: Jungfrau, Mönch y Eiger. Si os interesan las cosas de una naturaleza legendaria, se dice que el Monje (Mönch) dedicó su tiempo a defender la virtud de la Joven (Jungfrau) de los avances del Ogro (Eiger), una faena que realiza exitosamente y al parecer con muy poco esfuerzo desde el período oligoceno, cuando estos tres trozos de roca nacieron gracias a la implacable insistencia geológica.
Mürren es un pueblo pequeño, con muy pocas perspectivas de ser más grande. Dado que sólo es accesible vía helicóptero y el funicular, hay un límite a la cantidad de salchichas y cerveza que se pueden subir para nutrir a los residentes y los visitantes y, a todas luces, los locales prefieren que siga siendo así. Hay tres grandes hoteles, alrededor de una docena de fondas y un centenar de chalets y casas rurales, todos construidos con aquellos techos exageradamente puntiagudos que hacen que todos los edificios suizos den la impresión de que la mayor parte está bajo tierra. Dada la pasión suiza por los refugios atómicos, probablemente sea así.
Aunque el pueblo fue concebido y construido por un inglés, en la actualidad no es un lugar que frecuenten los ingleses. Los alemanes y los austríacos vienen a practicar el senderismo y el ciclismo en verano, y los italianos, los franceses, los japoneses, los norteamericanos, y básicamente cualquiera que hable el lenguaje internacional de las prendas de colorines vienen a esquiar en invierno.
Los suizos vienen todo el año a ganar dinero. Las condiciones para ganar dinero son excelentes de noviembre a abril, con varias tiendas junto a las pistas y bureaux de change por todas partes, y hay grandes expectativas —y ya va siendo hora— de que ganar dinero se convierta en un deporte olímpico. Los suizos ya se ven en lo más alto del podio.
Pero hay un detalle en particular para que Mürren le resulte especialmente atractivo a Francisco, porque ésa es nuestra primera salida y todos estamos un poco nerviosillos. Incluso Cyrus, que es el más duro de todos nosotros. Debido a que es un lugar pequeño, suizo, respetuoso con la ley y de difícil acceso, en el pueblo de Mürren no hay policía.
Ni siquiera a tiempo parcial.
Bernhard y yo llegamos por la mañana, y nos alojamos en nuestros respectivos hoteles: él, en el Jungfrau; yo, en el Eiger.
La joven de la recepción examinó mi pasaporte como si nunca hubiese visto uno antes, y tardó veinte minutos en preguntarme la fenomenal lista de cosas que los hoteleros suizos desean saber de ti antes de permitirte dormir en una de sus camas. Creo que me quedé en blanco por un instante con el segundo nombre de pila de mi maestra de geografía, y titubeé claramente con el código postal de la matrona que asistió el nacimiento de mi bisabuela, pero por lo demás, fue coser y cantar.
Deshice las maletas, y me vestí con un chándal naranja, amarillo y lila, que es la prenda que debes llevar en una estación de esquí si no quieres llamar la atención, y después salí del hotel para ir colina arriba hacia el pueblo.
Hacía una tarde preciosa; de esas que te hacen comprender que Dios puede ser muy bueno algunas veces con el tiempo y el panorama. Las pistas de aprendizaje estaban casi vacías a esas horas del día, dado que aún quedaba una hora larga para esquiar en serio antes de que el sol se ocultase detrás del Schilthorn y la gente recordase repentinamente que estaban a más de dos mil metros por encima del nivel del mar en pleno diciembre.
Me senté en la terraza de un bar y fingí escribir postales, mientras que de vez en cuando miraba a un rebaño de niños franceses increíblemente pequeños que seguían a una instructora por la pendiente uno detrás de otro y con una mano sobre el hombro del de delante. Cada uno era del tamaño de un extintor de incendios, e iban vestidos con unos cien kilos de Gortex y plumón, se deslizaban y serpenteaban detrás de la amazona, muchos erguidos, otros doblados, y algunos tan pequeños que se te hacía difícil saber si estaban erguidos o doblados.
Comencé a preguntarme cuánto tiempo pasaría antes de que las embarazadas apareciesen en las pistas, deslizándose sobre sus vientres, gritando instrucciones técnicas y silbando algo de Mozart.
Dirk van Der Hoewe, su esposa escocesa Rhona y sus dos hijas adolescentes llegaron al Edelweiss a las ocho de la tarde. Habían hecho un largo viaje de seis horas puerta a puerta, y Dirk se veía cansado, irritado y gordo.
Los políticos no acostumbran a ser gordos en estos tiempos, ya sea porque trabajan más de lo que solían o porque el electorado moderno ha expresado una preferencia por ver ambos lados de la persona a la que votan sin tener que desplazarse, pero Dirk parecía haberse saltado a la torera dicha tendencia. Era un recordatorio físico de un siglo anterior, cuando la política era algo que hacías entre las dos y las cuatro de la tarde, antes de embutirte en unos pantalones de fantasía para una velada de piquet y foie-gras. Vestía un chándal y botas peludas, cosa que no se considera hortera si eres holandés, y unas gafas sujetas con un cordón rosa saltaban sobre sus pechos.
Él y Rhona dirigían desde el centro del vestíbulo el trasiego de su suntuoso equipaje, que olía a la legua a Louis Vuitton, mientras las hijas ponían morros y daban puntapiés en el suelo, del todo hundidas en su terrible infierno adolescente.
Yo vigilaba desde el bar. Bernhard vigilaba desde el quiosco de prensa.
Al día siguiente tocó ensayo técnico. Francisco nos dijo que lo hiciéramos todo a medio gas, incluso a un cuarto de gas, y si había algún problema, o cualquier cosa que pudiese convertirse en uno, que nos detuviéramos y viésemos cómo se solucionaba. Pasado mañana habría ensayo general, a toda velocidad, y con un bastón de esquí como fusil, pero hoy el ensayo era técnico.
El equipo lo formábamos Bernhard, Hugo y yo, con Latifa como soporte, aunque confiábamos no tener que necesitarla, ya que no sabía esquiar. Tampoco sabía Dirk —dado que en Holanda hay muy pocas colinas más grandes que un paquete de cigarrillos—, pero había pagado por las vacaciones y había buscado a un reportero gráfico para que captase al agotado estadista en sus momentos de ocio, y que lo colgasen si no iba a intentarlo.
Vigilamos a Dirk y a Rhona mientras alquilaban los equipos y renegaban con las botas; los vigilamos mientras subían cincuenta metros por las pistas de principiantes, y cómo se detenían frecuentemente para admirar el paisaje y hacer algo con el equipo; vigilamos mientras Rhona se preparaba para lanzarse cuesta abajo y Dirk encontraba ciento cincuenta razones para no lanzarse a ninguna parte; y después, finalmente, cuando todos comenzamos a ponernos nerviosos por tener que estar tanto rato sin hacer nada, vimos al viceministro de Finanzas holandés, con el rostro blanco por la tensión, deslizarse tres metros y sentarse.
Bernhard y yo intercambiamos una mirada. La única que nos habíamos permitido desde la llegada, y tuve que darme la vuelta y rascarme la rodilla.
Cuando miré de nuevo a Dirk, él también se reía. Era una risa que decía: «Soy un fanático de la velocidad, me mola el riesgo de la misma manera que a otros hombres les molan el vino y las mujeres. Asumo los riesgos más terribles y, por lógica, ahora no tendría que estar vivo. Vivo en tiempo de descuento».
Repitieron el ejercicio tres veces y subieron un metro más en cada intento, antes de que la gordura llamó a Dirk a capítulo, y ambos se fueron a comer a un café. Mientras la pareja apisonaba la nieve, me volví hacia la montaña para mirar a las hijas, con la idea de juzgar si eran buenas esquiando y, por tanto, cuánto adelantarían en un día cualquiera. Si eran patosas, me dije que probablemente permanecerían en las laderas inferiores, a tiro de piedra de sus padres. Si eran buenas, y aborrecían a Dirk y a Rhona aunque sólo fuese la mitad de lo que parecía, a esas horas estarían en Hungría.
No vi rastro alguno de ellas, y ya estaba a punto de mirar de nuevo pendiente abajo cuando vi a un hombre, de pie en una cresta, que contemplaba el valle. Se encontraba demasiado lejos como para verle las facciones, pero incluso así, llamaba absurdamente la atención. No sólo porque no llevaba esquís, bastones, botas, gafas de sol, ni siquiera un gorro de lana.
Lo que lo hacía llamativo era su gabardina marrón, comprada gracias a un anuncio de rebajas en el Sunday Express.