TRECE
Todo hombre mayor de cuarenta es un bribón.
GEORGE BERNARD SHAW
Me hicieron pasar a una habitación. Una habitación roja: empapelado rojo, cortinas rojas, alfombra roja. Dijeron que era una sala de estar, pero no sé por qué habían decidido confinar su uso sólo para estar. Obviamente, estar era una de las cosas que se podían hacer en una habitación de ese tamaño; pero también podías montar óperas, hacer carreras de bicicletas, y disfrutar de un emocionante partido de voleibol, todo al mismo tiempo, y sin tener que apartar ni un solo mueble.
Hasta podía llover en una habitación de ese tamaño.
Me mantuve cerca de la puerta durante un rato, miré los cuadros, debajo de los ceniceros, toda esa clase de cosas. Después me aburrí y caminé hacia la chimenea en el otro extremo. A medio camino tuve que hacer un alto y sentarme, porque los años no pasan en vano, y mientras lo hacía, se abrió otra puerta y oí los murmullos de un Carl y un mayordomo vestido con pantalón gris de rayas y una chaqueta negra.
Ambos miraron en mi dirección de vez en cuando, y luego el Carl asintió y salió de la habitación.
El mayordomo comenzó a caminar hacia mí, yo diría que con un cierto desparpajo, y me gritó desde la marca de los doscientos metros:
—¿Le apetece una copa, señor Lang?
No tuve que pensar mucho la respuesta.
—Whisky, por favor.
Eso le enseñaría cuál era su lugar.
En los cien metros, se detuvo delante de una mesa y abrió una cigarrera de plata. Sacó un cigarrillo sin siquiera mirar si había. Lo encendió, y reanudó la marcha.
A medida que se acercaba, vi que tenía unos cincuenta y tantos, apuesto como un hombre que frecuenta los despachos, y que su rostro mostraba una extraña pátina. Los reflejos de las lámparas y los candelabros bailaban en su frente, de tal forma que parecía destellar cuando se movía. Así y todo, sabía que no era el sudor ni ningún aceite; sólo era una pátina.
A falta de diez metros, me sonrió y me tendió la mano, y la mantuvo extendida mientras caminaba, así que antes de darme cuenta, ya me había levantado para recibirlo como a un viejo amigo.
Su apretón era fuerte pero seco. Me sujetó por el codo y me guió de nuevo hasta el sofá, para sentarse a mi lado de una manera que nuestras rodillas casi se tocaban. Si siempre se sentaba así de cerca con los visitantes, entonces debo decir que le sacaba muy poco rendimiento al dinero invertido en esa habitación.
—Murder[2] —dijo.
Siguió una pausa. Estoy seguro de que comprenderán la razón.
—¿Perdón?
—Naimh Murdah —manifestó, y luego me miró pacientemente mientras yo reordenaba la ortografía en mi cabeza—. Un gran placer. Un auténtico placer.
La voz era suave, el acento educado. Tuve la sensación de que podía hacer lo mismo de manera sobresaliente en otra docena de idiomas. Lanzó la ceniza del cigarrillo más o menos en la dirección de un bol, y después se inclinó hacia mí.
—Russell me ha hablado mucho de usted. Debo decir que me he convertido en uno de sus admiradores.
A esa distancia, me encontré capacitado para decir dos cosas del señor Murdah: no era el mayordomo, y la pátina de su rostro era dinero.
No lo causaba el dinero, ni se compraba con dinero. Sencillamente, era dinero. El dinero que había comido, vestido, conducido, respirado, en tales cantidades y durante tanto tiempo, que había comenzado a salirle por los poros de la piel. Quizá no creáis que sea posible, pero el dinero lo había hecho hermoso.
Se rió.
—Sí, mucho. Russell es una persona muy extraordinaria. Muy extraordinaria, desde luego. Pero algunas veces creo que le hace bien sentirse frustrado. Yo diría que tiene una cierta tendencia a la arrogancia. Tengo la sensación de que usted, señor Lang, es bueno para un hombre así.
Ojos oscuros. Increíblemente oscuros. Con bordes oscuros hasta los párpados, que podía haber sido maquillaje pero que no lo era.
—Creo que usted —añadió Murdah, sin dejar de sonreír— frustra a muchas personas. Creo que quizá es por eso por lo que Dios lo ha puesto entre nosotros, señor Lang. ¿Usted qué opina?
Yo me eché a reír. Vete a saber por qué, porque él no había dicho nada gracioso. Pero ahí estaba yo, riéndome como un borracho tontorrón.
Una puerta se abrió en alguna parte y de pronto apareció una bandeja con el whisky entre nosotros, servida por una doncella vestida de negro. Cogimos una copa cada uno, y la doncella esperó mientras Murdah ahogaba el suyo con sifón y yo apenas humedecía el mío. La mujer se marchó sin una sonrisa, o un gesto. Sin emitir sonido alguno.
Bebí un buen trago y me sentí borracho casi antes de haberlo tragado.
—Usted es un traficante de armas —dije.
No sé muy bien qué reacción había esperado, pero había esperado alguna. Creí que se encogería, se ruborizaría, se pondría furioso u ordenaría que me matasen, marque cualquiera de las opciones, pero no hubo nada. Ni siquiera una pausa. Continuó como si hubiese sabido desde siempre lo que iba a decir.
—Lo soy, señor Lang. Por mis pecados.
«Caray —pensé—. Ésa ha sido muy buena. Soy un traficante de armas por mis pecados. Vaya con el tío».
Bajó la mirada en una muestra de aparente modestia.
—Sí, compro y vendo armas. Y debo añadir, creo, que con mucho éxito. Usted, por supuesto, me desaprueba, como hacen tantos de sus compatriotas, y ése es uno de los castigos de mi profesión. Algo que debo soportar, si puedo.
Supuse que se estaba quedando conmigo, pero no sonaba así. Realmente sonaba como si mi desaprobación le hiciese infeliz.
—He examinado mi vida, y mi conducta, con la ayuda de muchos amigos que son personas religiosas. Creo que puedo responder ante Dios. De hecho, si me permite anticiparme a sus preguntas, creo que sólo puedo responder ante Dios. Así que, ¿le importa si proseguimos? —Sonrió de nuevo, como si se disculpase cálida, encantadoramente. Me trataba como un hombre acostumbrado a tratar con personas como yo; como si fuera una amable estrella de cine, y le hubiera pedido un autógrafo en un momento muy poco oportuno.
—Bonitos muebles —comenté.
Estábamos haciendo una gira por el salón. Estirábamos las piernas, llenábamos los pulmones, digeríamos un banquete que no habíamos comido. Para completar el cuadro, habríamos necesitado un par de perros que nos olisqueasen los tobillos, y una reja en la que apoyarnos. No los teníamos, así que intenté reemplazarlos con los muebles.
—Es un Boulle —dijo Murdah, y señaló el bargueño que estaba debajo de mi codo.
Asentí, de la misma manera que asiento cuando me dicen los nombres de las plantas, e incliné la cabeza cortésmente para ver el intrincado taraceado de latón.
—Cogían una hoja de madera y una hoja de latón, las pegaban, y después cortaban directamente el dibujo. Aquél —señaló hacia otro bargueño emparentado con éste—, es un contre Boulle. ¿Lo ve? El negativo exacto. Ningún desperdicio.
Asentí, pensativo, miré alternativamente los dos muebles e intenté imaginarme cuántas motos necesitaría tener antes de decidirme a gastar dinero en cosas como ésas.
Murdah, aparentemente, ya había hecho ejercicio de sobra y puso rumbo al sofá. Su manera de caminar parecía decir que estaba a punto de acabarse el surtido de amabilidades.
—Dos imágenes opuestas de un mismo objeto, señor Lang. —Cogió otro cigarrillo—. Se podría decir, si usted quiere, que estos dos bargueños representan nuestro pequeño problema.
—Sí, lo podría decir. —Esperé, pero no se explayó—. Por supuesto, necesitaría saber aproximadamente de qué me habla.
Se volvió hacia mí. La pátina seguía allí, y también la apostura. Pero la camaradería se apagaba, chisporroteaba en el hogar, sin calentar a nadie.
—Obviamente, hablo, señor Lang, de Estudios para Graduados. —Pareció sorprendido.
—Obviamente —afirmé.
—Tengo un compromiso con cierto grupo de personas —dijo Murdah.
Ahora estaba de pie delante de mí, con las manos separadas en el gesto de bienvenido-a-mi-visión que se ha puesto de moda entre los políticos, mientras yo seguía cómodamente instalado en el sofá. Por lo demás, se habían producido pocos cambios, excepto que alguien freía pescado en las cercanías. Era un olor que no terminaba de encajar en aquella sala.
—Esas personas son, en su mayoría, amigos míos —continuó—. Personas con las que he hecho negocios a lo largo de muchos, muchos años. Son personas que confían en mí, que se fían, ¿lo entiende?
Por supuesto, no me preguntaba si entendía la relación específica; sólo quería saber si palabras como «confianza» y «fiarse» aún significaban algo donde yo vivía. Asentí para confirmarle que sí, que podría deletrearlas en caso de emergencia.
—Como una muestra de mi amistad con dichas personas, he aceptado correr un riesgo, cosa poco frecuente en mí. —Esto, me dije, era un chiste, así que sonreí, algo que pareció complacerlo—. He suscrito personalmente la venta de varias unidades de un producto. —Hizo una pausa y me miró como si esperase alguna reacción—. Creo que usted ya conoce la naturaleza de dicho producto.
—Helicópteros —respondí. No parecía tener ningún sentido hacerme el estúpido a esas alturas.
—Efectivamente, helicópteros. Debo decirle que esas cosas no me agradan, pero me han dicho que desempeñan algunas tareas a la perfección. —Me pareció que comenzaba a mostrarse un tanto fantasioso conmigo al manifestar un desagrado por las vulgares máquinas que habían pagado esa casa y probablemente una docena más, así que decidí ser más sincero, en defensa del hombre de la calle.
—Por supuesto que sí —declaré—. Los que usted vende pueden destruir todo un pueblo de tamaño medio en menos de un minuto. Obviamente, junto con todos sus habitantes.
Cerró los ojos por un instante, como si sólo pensar en algo semejante le produjese dolor, algo que quizá no era fingido. En cualquier caso, tampoco le duraría mucho.
—Como le he dicho antes, señor Lang, no creo que deba justificarme ante usted. No me concierne el uso que se le dé a esa mercancía. Mi preocupación, por el bien de mis amigos, y el mío propio, es buscar clientes para el producto. —Juntó las manos y esperó, como si ahora todo eso fuese mi problema.
—Qué tal una campaña publicitaria —acabé por proponer—. Anuncios en la contraportada de Woman’s Own.
—Hum… —dijo, como si yo fuese idiota—. Usted no es empresario, señor Lang.
Me encogí de hombros.
—Pero, yo sí —añadió—. Por tanto, creo que debe confiar en mi conocimiento de mi propio mercado. —Pareció que se le había ocurrido una idea—. Después de todo, yo no me atrevería a aconsejarle a usted la mejor manera… —Entonces comprendió que se había metido en un berenjenal, porque en mi currículum no decía que supiese la mejor manera de hacer cualquier cosa.
—¿De montar en moto? —lo ayudé galantemente.
Sonrió.
—Eso es. —Se sentó de nuevo en el sofá. Esta vez, un poco más lejos—. El producto con el que comercio requiere un enfoque un poco más sofisticado que las páginas de Woman’s Own. Si fabricas una ratonera nueva, entonces, como usted dice, la anuncias como una nueva ratonera. Si, con la otra mano —levantó la otra mano para mostrarme cómo era la otra mano—, intentas vender una trampa para serpientes, entonces el primer paso es demostrar por qué las serpientes son malas. La razón por la que se las debe atrapar. ¿Me sigue? Luego, mucho, mucho más tarde, apareces con tu producto. ¿Tiene esto algún sentido para usted? —Sonrió pacientemente.
—Así que patrocinará un acto terrorista y dejará que su juguete haga lo suyo en el informativo de las nueve. Ya conozco toda la historia. Rusty sabe que la sé.
Consulté mi reloj para dar la apariencia de que tenía cita con otro traficante de armas al cabo de diez minutos. Pero Murdah no era un hombre al que se pudiese apresurar, o demorar.
—Eso es, en esencia, lo que pretendo hacer.
—En ese caso, ¿qué pinto yo en todo esto? Me refiero a que, ahora que me lo ha dicho, ¿qué se supone que debo hacer con la información? ¿Consignarla en mi diario? ¿Ponerle música? ¿Qué?
Murdah me miró por un momento, luego respiró hondo y soltó el aire suave y lentamente por la nariz, como si hubiese tomado lecciones de respiración.
—Usted, señor Lang, cometerá ese acto terrorista para nosotros.
Una pausa. Una pausa muy larga. Una sensación de vértigo horizontal. Las paredes de aquella inmensa habitación se acercaron, y después se apartaron, para hacerme sentir más pequeño e insignificante de lo que me hubiese sentido alguna vez.
—Ajá —dije.
Otra pausa. El olor a pescado frito era más fuerte que nunca.
—Por una de esas casualidades, ¿puedo decir algo al respecto? —pregunté con la voz ahogada. Vete tú a saber por qué tenía algunas dificultades con la garganta—. Si, por ejemplo, se me ocurriese decir que usted y su parentela se pueden ir a tomar por culo, ¿aproximadamente qué podría esperar que sucediese, a los precios de hoy?
Esta vez fue el turno de Murdah de hacer el numerito de consultar el reloj. Parecía como si de pronto lo hubiese aburrido hasta el agotamiento, y ya no sonreía.
—Ésa, señor Lang, es una alternativa en la que no debería desperdiciar su tiempo en considerar.
Noté una corriente de aire fresco en el cuello y me volví. Barnes y Lucas estaban junto a la puerta. Barnes parecía relajado. Lucas, no. Murdah asintió y los dos norteamericanos se acercaron, uno por cada lado del sofá para reunirse con él. De cara a mí, Murdah extendió una mano con la palma hacia arriba, delante de Lucas, sin mirarlo.
Lucas apartó la solapa de la chaqueta y sacó una automática; creo que una Steyr de 9 mm (aunque, de hecho, no es que este detalle tuviese mucha importancia). Colocó la pistola suavemente en la mano de Murdah y después se volvió hacia mí, con los ojos muy abiertos por la presión de un mensaje que no pude descifrar.
—Señor Lang —dijo Murdah—, tiene que pensar en la seguridad de dos personas. La suya, por supuesto, y la de la señorita Woolf. No sé qué valor le da a su propia seguridad, pero creo que sería un gesto galante si considerase la de ella. Quiero que considere la de ella con mucha atención. —Sonrió de pronto, como si ya hubiese pasado lo peor—. Pero, por supuesto, no pretendo que lo haga sin una buena razón.
Mientras hablaba, amartilló el arma y levantó la barbilla hacia mí, sin empuñar el arma con fuerza. El sudor brotó en las palmas de mis manos y mi garganta dejó de funcionar. Esperé, porque era lo único que podía hacer.
Murdah me observó por un momento. Luego levantó el arma, apretó la boca del cañón en el cuello de Lucas y disparó dos veces.
Ocurrió tan rápido, fue tan inesperado, tan absurdo, que por una fracción de segundo tuve ganas de reír. Había tres hombres, luego hubo un bang, bang, y entonces sólo quedamos dos. Tenía su gracia.
Advertí que me había meado encima. No mucho; lo suficiente.
Parpadeé una vez, y vi que Murdah le había devuelto el arma a Barnes, que hacía señas hacia la puerta detrás de mi cabeza.
—¿Por qué ha hecho eso? ¿Por qué alguien haría algo tan terrible?
Podría haber sido mi voz, pero no lo era. Era la de Murdah. Suave, tranquila, absolutamente controlado.
—Fue una cosa terrible, señor Lang —continuó—. Terrible. Terrible, porque no había motivo alguno, y siempre debemos buscar una razón para la muerte. ¿No le parece?
Lo miré a la cara, pero no conseguía enfocarla. Fluctuaba, como su voz, que parecía sonar en mis oídos y, al mismo tiempo, estar a kilómetros de distancia.
—Digamos que, aunque no había ninguna razón para que muriese, yo tenía una razón para matarlo. Creo que eso es mejor. Lo maté, señor Lang, para demostrarle una cosa, y sólo una. —Hizo una pausa—. Para demostrarle que podía hacerlo.
Miró el cuerpo de Lucas, y yo lo imité.
Era una visión asquerosa. El cañón había estado tan cerca de la carne que los gases de expansión habían seguido a la bala, con la consecuencia de haber hinchado y ennegrecido la herida horriblemente. No pude mirarlo mucho tiempo.
—¿Entiende lo que le digo?
Se inclinaba hacia adelante, con la cabeza ladeada.
—Este hombre era un diplomático estadounidense acreditado —declaró—, un empleado del departamento de Estado. Estoy seguro de que tenía muchos amigos, una esposa, quizá incluso hijos. Por tanto, no es posible que un hombre así desaparezca sin más. ¿Esfumarse?
Había unos hombres agachados delante de mí, las chaquetas tensas mientras se esforzaban en mover el cadáver de Lucas. Me obligué a escuchar a Murdah.
—Quiero que vea la verdad, señor Lang. La verdad es que, si deseo que desaparezca, entonces desaparecerá. Le he disparado a un hombre aquí, en mi propia casa, lo he dejado desangrarse en mi alfombra, porque es mi deseo. Nadie me lo impedirá, ni la policía, ni los agentes secretos, ni los amigos del señor Lucas. Ni tampoco usted, desde luego. ¿Me escucha?
Lo miré de nuevo y vi su rostro con mayor claridad. Los ojos oscuros. La pátina. Se arregló el nudo de la corbata.
—Señor Lang, ¿le he dado una razón para pensar en la seguridad de la señorita Woolf?
Asentí.
Me llevaron de regreso a Londres, tumbado en el suelo del Diplomat, y me descargaron en algún lugar al sur del río.
Crucé el puente de Waterloo y seguí por el Strand. Me detuve aquí y allá sin ningún motivo, y de vez en cuando puse unas monedas en las manos de mendigos de dieciocho años, con el deseo de que esa realidad fuese un sueño con mucho más fervor de lo que nunca había deseado que un sueño se convirtiese en realidad.
Mike Lucas me había dicho que tuviese cuidado. Había corrido un riesgo al decirme eso. No lo conocía, y tampoco le había pedido que corriese un riesgo por mí, pero lo había hecho de todas formas porque era un profesional honesto al que no le gustaban los lugares donde lo llevaba su trabajo, y no había querido que me llevasen a mí también.
Bang, bang.
No había vuelta atrás. Nada de parar el mundo.
Sentía lástima de mí mismo, de Mike Lucas, de los pordioseros, pero sobre todo sentía mucha lástima de mí mismo, y eso no podía ser. Emprendí el camino de regreso a casa.
Ya no tenía ningún motivo para no estar en mi apartamento, dado que todas las personas a las que había tenido respirándome en el cuello ahora me respiraban en la cara. La oportunidad de dormir en mi propia cama era prácticamente lo único bueno que sacaría de todo eso. Así que, mientras caminaba hacia Bayswater a buen paso, intenté buscarle el lado divertido.
No fue fácil, y todavía no estoy seguro de haberlo hecho bien, pero es algo que me gusta hacer cuando las cosas no van bien. Porque, ¿qué significa decir que las cosas no van bien? ¿Comparado con qué? Puedes decir: comparado con cómo iban las cosas hace un par de horas, o un par de años atrás. Pero ésa no es la cuestión. Si dos coches se lanzan a toda pastilla y sin frenos contra una pared de ladrillos y uno de ellos se empotra contra la pared unos segundos antes que el otro, no puedes dedicar esos segundos a decir que el segundo coche ha salido mejor librado que el primero.
La muerte y el desastre nos acosan cada segundo de nuestras vidas, dispuestos a pillarnos. La mayoría de las veces no lo consiguen. Miles de kilómetros de autopista sin un reventón de una rueda delantera. Centenares de virus que pasan por nuestros cuerpos sin matarnos. Montones de pianos que caen un minuto después de haber pasado, o aunque sea un mes, no significa nada.
Así que, si no tenemos intención de ponernos de rodillas y dar gracias cada vez que nos libramos de un desastre, no tiene sentido lamentarse cuando nos pilla. A nosotros, o a cualquiera. Porque no lo comparamos con nada.
En cualquier caso, todos estamos muertos, o no hemos nacido, y todo esto no es más que un sueño.
Vale, ya está. Ése es el lado divertido.