DIECISÉIS

Con habilidad, ella hace vibrar su lengua eterna, como siempre, divinamente, para mal.

EDWARD YOUNG

Tuvimos una alarma de bomba en el vuelo a Praga. Ni rastro de la bomba, pero sí mucha alarma.

Nos acomodábamos en nuestros asientos cuando se oyó la voz del piloto por el equipo de megafonía interior, que nos decía que desembarcáramos lo más rápido posible. Nada de «Damas y caballeros, en nombre de British Airways» ni algo por el estilo. Sólo salgan del avión echando leches.

Esperamos en un salón lila, con diez sillas menos que pasajeros y sin música, donde tampoco se podía fumar. Yo, sí. Una mujer de uniforme y un quintal de maquillaje me dijo que lo apagase, pero le expliqué que era asmático y que el supuesto cigarrillo era un dilatador bronquial de hierbas que debía consumir cada vez que me encontraba en una situación estresante. Todos me odiaron, los fumadores incluso más que los no fumadores.

Cuando finalmente volvimos de nuevo al avión, todos miramos debajo de nuestros asientos, preocupados por que el sabueso de la policía pudiese estar resfriado precisamente ese día, y en alguna parte había un pequeño hueco negro que ninguno de los expertos había visto.

Había una vez un hombre que fue a ver a un psiquiatra, paralizado por el miedo a volar. Su fobia se basaba en la creencia de que habría una bomba en cualquier avión que tomase. El psiquiatra intentó curarle la fobia, pero no pudo, así que remitió al paciente a un estadístico. El estadístico sacó la calculadora e informó al hombre de que las probabilidades de que hubiese una bomba en el próximo avión que tomase eran de una entre medio millón. El hombre no se mostró nada feliz, y siguió convencido de que él estaría en aquel único avión entre medio millón. Así que el estadístico cogió de nuevo la calculadora y preguntó: «Vale, ¿se sentiría más seguro si las probabilidades fuesen de una entre diez millones?». El hombre respondió que sí, por supuesto. Así que el estadístico añadió: «La probabilidad en contra de que haya dos bombas no relacionadas a bordo de su próximo vuelo es exactamente de una entre diez millones». El hombre lo miró intrigado, y dijo: «Todo eso está muy bien, pero ¿cómo me ayuda?». El estadístico replicó: «Es muy sencillo. Usted lleva una bomba a bordo».

Se lo conté a un empresario de Leicester, sentado en el asiento vecino, y no se rió en absoluto. En cambio, llamó a la azafata y le dijo que seguramente llevaba una bomba en mi equipaje. Tuve que contárselo a la azafata, y una tercera vez al copiloto, que salió de la cabina y se acuclilló a mi lado con el ceño fruncido. Juro que nunca más intentaré mantener una charla amable con un desconocido.

Quizá había juzgado mal la reacción de las personas ante una amenaza de bomba en un avión. Es posible. La explicación más probable es que yo era la única persona en el vuelo que sabía quién había hecho la llamada de la falsa amenaza, y qué significaba.

Era el primero y torpe comienzo de la Operación Carcoma.

El aeropuerto de Praga es un poco más pequeño que el cartel que reza «Aeropuerto de Praga» en la fachada de la terminal. La descomunal escala estalinista del cartel hizo que me preguntase si lo habían instalado antes del invento de la radionavegación, de tal forma que los pilotos pudiesen verlo cuando aún estaban en mitad del Atlántico.

En el interior, bueno, un aeropuerto es un aeropuerto que es un aeropuerto como cualquier otro. No importa en qué parte del mundo estés. Tienes que tener suelos de cemento para los carros de equipajes, tienes que tener carros de equipajes, y tienes que tener vitrinas donde se exhiben cinturones de piel de cocodrilo que nadie comprará en los próximos mil años.

Las noticias de que la República Checa había escapado de las garras soviéticas no habían llegado todavía a los oídos de los funcionarios de inmigración, que seguían sentados en sus cubículos de cristal y libraban de nuevo la guerra fría con cada indignado movimiento de ojos desde la foto del pasaporte al decadente imperialista que tenían delante. Yo era el imperialista, y había cometido el error de llevar una camisa hawaiana, que, supongo, enfatizaba mi decadencia. Me servirá de lección para la próxima vez. Excepto que quizá, la próxima vez, alguien habrá encontrado las llaves de los cubículos de cristal y les habrá dicho a esos pobres diablos que ahora comparten el espacio cultural y económico con Eurodisney. Decidí que aprendería inmediatamente cómo se decía en checo: «Ya te echo de menos».

Cambié dinero y salí para buscar un taxi. Era un anochecer fresco, y los grandes charcos estalinistas del aparcamiento, con sus reflejos azules y grises de los nuevos anuncios de neón, hacían que pareciese más fresco. Llegué a la esquina de la terminal y el viento salió a mi encuentro, me lamió el rostro con una lluvia con sabor a gasoil y después jugueteó con mis espinillas, sacudiéndome los pantalones. Permanecí allí durante un momento para empaparme de la rareza del lugar, consciente de que, en todos los sentidos, había pasado de un estado a otro.

Acabé por encontrar un taxi y le dije al taxista en mi mejor inglés que quería ir a la plaza de Wenceslao. Esta solicitud, ahora ya lo sé, es fonéticamente idéntica a la frase checa que significa: «Soy un turista imbécil, por favor, quédese con todo lo que tengo». El coche era un Tatra, y el taxista un cabrón; conducía rápido y bien, y tarareaba alegremente por lo bajo, como un hombre que acaba de acertar una quiniela.

Era una de las cosas más bonitas que había visto en cualquier ciudad. La plaza de Wenceslao no era una plaza, sino una doble avenida, que bajaba desde lo alto del enorme Museo Nacional que la dominaba. Incluso si no hubiese sabido nada del lugar, habría tenido claro que era muy importante. En ese kilómetro de piedra gris y amarilla habían acontecido importantes episodios de la historia antigua y moderna, y habían dejado su olor. L’Air du Temps de Praha. Las primaveras, los veranos, los otoños y los inviernos de Praga habían pasado por aquí, y seguramente volverían a pasar.

Cuando el conductor me dijo cuánto dinero quería, dediqué varios minutos a explicarle que no quería comprarle el taxi; sólo quería pagar los quince minutos que había pasado a bordo. Me dijo que había contratado una limusina, o al menos dijo «limusina» y se encogió de hombros, y finalmente aceptó reducir sus exigencias a una cantidad meramente astronómica. Recogí mi maleta y comencé a caminar.

Los norteamericanos me habían dicho que buscase mi propio alojamiento, y la única manera que tiene un hombre para parecer alguien que ha dedicado mucho tiempo a buscar un lugar donde alojarse es dedicar mucho tiempo a buscar un lugar donde alojarse. Así que a paso tranquilo recorrí Praga Uno, que es la zona centro de la ciudad, en unas dos horas. Veintiséis iglesias, catorce galerías y museos, un teatro de ópera —donde el Mozart niño había estrenado Don Giovanni—, ocho teatros y un McDonald’s. En la puerta de uno de los antes mencionados había una cola de casi una manzana.

Entré en unos cuantos bares para empaparme del ambiente, que se sirve en vasos altos con «Budweiser» en los lados, y observé cómo camina, habla, viste y se comporta el checo moderno. La mayoría de los camareros me tomaron por alemán, lo que era un error muy natural, dado que inundaban la ciudad. Viajaban en grupos de doce, con mochilas y fuertes muslos, y se desplegaban por la acera cuando caminaban. Claro que, para la mayoría de los alemanes, Praga sólo está a unas pocas horas en un tanque rápido, así que no tiene nada de especial que se comporten aquí como si esto fuese el patio de su casa.

Comí un plato de cerdo hervido con picatostes en un café junto al río y, por recomendación de la pareja galesa de la mesa vecina, crucé el puente Charles. El señor y la señora Gales me habían asegurado que se trataba de una construcción espectacular, pero gracias al millar de pedigüeños en cada metro del parapeto, todos empeñados en cantar canciones de Dylan, no vi nada.

Acabé por encontrar alojamiento en el Zlata Praha, una pensión en la colina cerca del castillo. La casera me dio a escoger entre una habitación grande sucia y una pequeña limpia, y escogí la grande sucia, en la seguridad de que podría encargarme de la limpieza. En cuanto se marchó comprendí lo ridículo de mi elección. Ni siquiera había sido capaz de limpiar alguna vez mi propio apartamento.

Deshice el equipaje, me tendí en la cama y fumé. Pensé en Sarah, en su padre y en Barnes. Pensé en mis propios padres, en Ronnie, en helicópteros, en motos, en alemanas, y en las hamburguesas de McDonald’s.

Pensé en muchas cosas.

Me desperté a las ocho y oí los sonidos de la ciudad que se levantaba para ir al trabajo. El único sonido extraño era el de los tranvías, que traqueteaban por las calles adoquinadas y cruzaban los puentes. Me pregunté si debía mantenerme fiel a mi camisa hawaiana.

A las nueve ya me encontraba en la plaza, asediado por un tipo bajo con bigote que me ofrecía un recorrido por la ciudad en su coche de caballos. Se suponía que debía mostrarme encantado con la típica autenticidad de su vehículo, pero me bastó con una mirada para saber que se parecía mucho a la mitad trasera de un Mini Moke al que le habían quitado el motor y le habían instalado varas allí donde antes habían estado los faros. Dije «No, gracias» una docena de veces, y «No me toque más los huevos» sólo una.

Buscaba un café con sombrillas de Coca-Cola en la terraza. Eso era lo que me habían dicho: «Tom, cuando llegues allí, verás un café con sombrillas de Coca-Cola en la terraza». Lo que no habían dicho, o quizá no sabían, era que el representante de Coca-Cola de la zona debía de ser un tipo muy concienzudo, y había descargado sus sombrillas en unos veintitantos de los establecimientos ubicados en los cincuenta metros de radio de la plaza. El representante de cigarrillos Camel sólo había conseguido dos, así que presumiblemente su cadáver yacía abandonado en alguna zanja, mientras que el hombre de la Coca-Cola recibía placas de latón y una plaza de aparcamiento personalizada en la oficina de Utah.

Lo encontré al cabo de veinte minutos. El Nicholas. Dos libras por un café.

Me habían dicho que entrara, pero la mañana era hermosa y no me dio la gana de hacer lo que me habían dicho, así que me senté en la terraza con vistas a la plaza y a los alemanes. Pedí un café, y mientras lo hacía vi a dos hombres salir del local y ocupar una de las mesas cercanas. Ambos eran jóvenes, estaban en buena forma física, y llevaban gafas de sol. Ninguno de los dos miró en mi dirección. Probablemente llevaban dentro una hora, atentos y bien ubicados para el encuentro, y yo lo había estropeado todo.

Excelente.

Acomodé la posición de mi silla y cerré los ojos durante un rato para dejar que el sol se abriese paso entre las patas de gallo.

—Amo —dijo una voz—, es un raro y especial placer.

Abrí los ojos y vi a una figura con una gabardina marrón que me miraba.

—¿Esta silla está ocupada? —preguntó Solomon. Se sentó sin esperar una respuesta.

Lo miré.

—Hola, David —acabé por responder.

Saqué un cigarrillo del paquete y él llamó a un camarero. Miré a los Gafas de Sol, pero ambos miraban lo más lejos posible de mí cada vez que yo los miraba.

Kava, prosim —dijo Solomon, con lo que pareció un acento más que pasable. Luego se volvió hacia mí—: El café es bueno. La comida, espantosa. Es lo que escribo en mis postales.

—No eres tú.

—¿No lo soy? Entonces, ¿quién es?

Seguí mirándolo. Todo era muy inesperado.

—Te lo diré de otra manera: ¿eres tú?

—¿Se refiere a si soy yo quien está sentado aquí o si soy aquel con quien se supone que debe encontrarse?

—David…

—Ambas cosas, señor. —Solomon se echó hacia atrás para que el camarero le sirviese el café. Bebió un sorbo y soltó un gruñido de placer—. Tengo el honor de actuar como su preparador durante su estancia en este territorio. Confío en que encuentre la relación muy beneficiosa.

Moví la cabeza en dirección a los Gafas de Sol.

—¿Están contigo?

—Ésa es la idea, amo. No es que les agrade mucho, pero no pasa nada.

—¿Norteamericano?

—Como la tarta de manzana. Esta operación es muy, muy conjunta. Mucho más conjunta que cualquier otra en mucho tiempo. No está nada mal, en su conjunto.

Pensé durante un rato.

—¿Por qué no me lo dijeron? Saben que te conozco, entonces, ¿por qué no me lo dijeron?

Se encogió de hombros.

—¿Acaso no somos más que dientes en los engranajes de una máquina gigante, señor?

Bueno, casi.

Por supuesto, quería preguntárselo todo a Solomon.

Quería llevarlo hasta el mismísimo principio —para reconstruir todo lo que sabíamos de Barnes, O’Neal, Murdah, Operación Carcoma y Estudios para Graduados—, de tal forma que entre los dos pudiésemos triangular una posición en todo ese embrollo, y quizá incluso trazar un curso.

Pero había razones para no hacerlo. Grandes y corpulentas razones que levantaban las manos al fondo de la clase y se movían en los pupitres, que me obligaban a escucharlas. Si le decía lo que creía saber, Solomon podía hacer lo bueno o lo malo. Lo bueno sería, posiblemente, hacer que nos matasen a Sarah y a mí y, casi con toda certeza, eso no conseguiría evitar lo que se avecinaba. Quizá podía posponerlo, hacer que se intentase de otra manera en otro momento, pero no lo evitaría. Más valía no pensar en lo malo. Porque lo malo significaría que Solomon jugaba en el otro equipo, y cuando se trata de tu pellejo, nadie conoce a nadie.

Así que, por el momento, me callé y escuché mientras Solomon me leía la letra pequeña de cómo se esperaba que pasase las próximas cuarenta y ocho horas. Habló rápida pero calmadamente, y cubrimos millas en noventa minutos, gracias a que no tuvo que decir «Esto es realmente importante» en cada frase como hubiesen hecho los norteamericanos.

Los Gafas de Sol tomaban Coca-Cola.

Tenía la tarde libre, y como parecía que sería la última que tendría en mucho tiempo, la desperdicié extravagantemente. Bebí vino, leí periódicos atrasados, escuché un concierto de Mahler al aire libre, y en general me comporté como un caballero ocioso.

Conocí a una francesa en un bar que dijo que trabajaba para una compañía de software, y le pregunté si quería acostarse conmigo. Sólo se encogió de hombros, muy a la francesa, cosa que interpreté como un no.

La hora señalada eran las ocho, así que me quedé en un café hasta las ocho y diez, dedicado a mover de aquí para allá el cerdo hervido y las albóndigas y a fumar inmoderadamente. Pagué la cuenta y salí al aire fresco del anochecer, con el pulso acelerado por la perspectiva de la acción.

Sabía que no había ningún motivo para sentirme bien. Sabía que el trabajo era casi imposible de hacer, que el camino era largo, difícil y con muy pocas gasolineras, y que mis probabilidades de cumplir los setenta años eran mínimas.

Pero, por la razón que fuese, me sentía bien.

Solomon me esperaba en el lugar de la cita con uno de los Gafas de Sol. Por supuesto, ahora no llevaba gafas de sol porque era de noche, así que tuve que buscarle rápidamente un nombre nuevo. Después de pensar unos segundos, se me ocurrió No Gafas de Sol. Creo que por mis venas deben de correr algunas gotas de sangre de indio algonquino.

Me disculpé por llegar tarde. Solomon sonrió y dijo que no lo era, cosa del todo irritante, y luego los tres subimos en un sucio Mercedes gris de gasoil, con No Gafas de Sol al volante. Salimos de la ciudad por la carretera principal en dirección este.

Al cabo de media hora dejamos atrás los suburbios de Praga y la carretera se redujo a dos carriles rápidos que nos tomamos con calma. La peor manera de jorobar una operación encubierta en territorio extranjero es que te multen por exceso de velocidad, y No Gafas de Sol parecía haber aprendido bien la lección. Solomon y yo intercambiamos ocasionales comentarios sobre la campiña, lo verde que era, lo mucho que recordaba a Gales —aunque no tengo muy claro que alguno de los dos hubiese estado alguna vez allí—, pero por lo demás no hablamos mucho. En cambio, dibujamos en las empañadas ventanillas traseras mientras Europa se desplegaba en el exterior. Solomon dibujaba flores y yo caras risueñas.

Al cabo de una hora comenzaron a aparecer las señales que decían «Brno», que nunca parece estar bien escrito, y tampoco suena bien dicho, pero sabía que no íbamos tan lejos. Viramos al norte hacia Kostelec, y luego casi inmediatamente de nuevo al este por una carretera todavía más estrecha, sin ninguna señal. Lo que viene a resumir las cosas.

Recorrimos unos cuantos kilómetros de bosque de pinos, y entonces No Gafas de Sol apagó los faros delanteros y dejó sólo las luces de posición, cosa que nos obligó a reducir la velocidad. Tras otros cuantos kilómetros, apagó todas las luces y me dijo que apagase el cigarrillo porque «Jodía la visión nocturna».

Entonces, repentinamente, ya estábamos allí.

Lo tenían encerrado en el sótano de una granja. No podía decir desde cuándo; sólo sé que no lo tendrían mucho más. Tenía más o menos mi edad, más o menos mi estatura, y probablemente había tenido más o menos mi peso hasta que dejaron de alimentarlo. Dijeron que se llama Ricky y que era de Minnesota. No dijeron que estaba aterrado y quería regresar a Minnesota cuanto antes porque no tenían que decirlo. Lo vi en sus ojos con toda claridad: nunca antes vi algo tan claro en los ojos de alguien.

Ricky lo dejó todo a los diecisiete años: la escuela, la familia, prácticamente todo lo que un muchacho de su edad puede dejar y, a cambio, se metió en otras cosas, cosas alternativas, que lo hicieron sentirse mucho mejor consigo mismo. Al menos, durante un tiempo.

Ricky se sentía mucho peor consigo mismo en este momento; probablemente porque había conseguido meterse en una de esas situaciones donde te encuentras desnudo en el sótano de un edificio desconocido, en un país desconocido, con desconocidos que te miran, algunos de los cuales, obviamente, te han hecho daño durante un tiempo, y otros que sólo esperan que les llegue el turno. Sabía que por la mente de Ricky pasaban las imágenes de mil películas, donde el héroe, enfrentado al mismo embolado, echa hacia atrás la cabeza con un gesto insolente y les dice a sus torturadores que los follen. Ricky se había sentado en la oscuridad, junto con otros cuantos millones de adolescentes, y había aprendido bien la lección de que ésa era la manera como los hombres debían comportarse ante la adversidad. Primero aguantaban; después se vengaban.

Pero al no ser demasiado brillante —sólo estaba a un paso de ser un gilipollas integral, o como se diga en Minnesota—, Ricky había pasado por alto las importantes ventajas que esos dioses del celuloide tenían sobre él. En realidad, sólo hay una ventaja, pero es una ventaja fundamental. La ventaja es que las películas no son reales. De verdad, no lo son.

En la vida real, y lamento mucho si destrozo algunas acendradas ilusiones al decirlo, los hombres que se encuentran, en la situación de Ricky no le dicen a nadie que te follen. No hacen gestos insolentes, no le escupen en el ojo a nadie y, desde luego, no se libran así por las buenas. Lo que hacen es quedarse inmóviles, tiemblan, lloran y suplican, literalmente, que venga su mami. Se les caen los mocos, les tiemblan las piernas y gimen. Es así como son los hombres, todos los hombres, y es así como es la vida real.

Lo siento, pero es lo que hay.

Mi padre solía cultivar fresas debajo de una red. Con mucha frecuencia, un pájaro, al ver unas cosas gordas, rojas y dulces en el suelo, decidía probar suerte, meterse debajo de la red, robar la fruta y largarse. Con mucha frecuencia, el pájaro conseguía hacer las dos primeras cosas sin problemas —sin sudar la camiseta, coser y cantar—, y después, él o ella hacía un estropicio con la tercera. Se enganchaban en la malla, comenzaba el escándalo de los chillidos y los aleteos, hasta que mi padre dejaba por un momento de atender las patatas, me llamaba con un silbido, y me pedía que sacase al pájaro. Cógelo, desengánchalo de la red, suéltalo.

Ése era el trabajo que más odiaba en todo el universo infantil.

El miedo te asusta. Es la emoción que más asusta ver. Un animal furioso es una cosa, a menudo muy alarmante, pero un animal aterrorizado —todas aquellas sacudidas, miradas, temblores de pánico emplumado— es algo que nunca he querido volver a ver.

Sin embargo, ahí estaba, mirándolo.

—Una mierda pinchada en un palo —dijo uno de los norteamericanos, que entró en la cocina y de inmediato se ocupó de llenar la tetera.

Solomon y yo nos miramos. Llevábamos veinte minutos sentados a la mesa después de que se llevaran a Ricky, sin decir palabra. Sabía que estaba tan conmovido como yo, y él sabía que lo sabía, así que sencillamente yo miraba la pared y él rayaba el borde del asiento con la uña del pulgar.

—¿Qué le pasará? —pregunté con la mirada fija en la pared.

—No es problema suyo —respondió el norteamericano mientras echaba café en una jarra—. A partir de hoy, ya no es problema de nadie.

Me pareció que se reía cuando lo dijo, pero no estoy seguro.

Ricky era un terrorista. Así era como lo consideraban los norteamericanos, y ésa era la razón por la que lo odiaban. En realidad, odiaban a todos los terroristas, pero lo que hacía especial a Ricky, lo que lo convertía en un ser mucho más odioso, era que fuese un terrorista autóctono. Eso no encajaba en sus parámetros. Hasta lo ocurrido en Oklahoma City, el norteamericano medio había creído que poner bombas en lugares públicos era una curiosa tradición europea, como las corridas de toros o las monarquías. Si alguna vez se extendía más allá de Europa, entonces lo haría hacia el este, a los jinetes de camellos, a los tipos de la toalla en la cabeza, a los hijos e hijas del islam. Volar centros comerciales y embajadas, secuestrar aviones en nombre de cualquier otra cosa que no fuese dinero, era claramente antinorteamericano y antiminesotanense. Pero Oklahoma City había cambiado un montón de cosas, todas para peor, y, como resultado, Ricky pagaba muy cara su ideología.

Ricky era un terrorista norteamericano, y había dejado mal a su equipo.

Regresé a Praga con el alba, pero no me fui a la cama, o mejor dicho, me fui a la cama, pero no me acosté. Me senté en el borde, con un cenicero cada vez más lleno y un paquete de Marlboro cada vez más vacío y miré la pared. De haber tenido un televisor en el cuarto, quizá lo hubiese encendido, o quizá no. Un episodio de «Magnum» con una antigüedad de diez años y doblado al alemán no es mucho más interesante que una pared.

Me habían dicho que la policía aparecería a las ocho, pero sólo era poco después de las siete cuando oí la primera bota en el primer escalón. El inocente engaño pretendía presuntamente garantizar una sorpresa de ojos somnolientos por mi parte, por si acaso no pudiese adoptarla convincentemente. Gente de poca fe.

Sumaban una docena, todos ellos muy monos de uniforme, y se pasaron cantidad en la interpretación: abrieron las puertas a puntapiés, gritaron y lo desordenaron todo. El chico que estaba al mando hablaba algo de inglés, pero no lo bastante, aparentemente, para entender «Eso duele». Me arrastraron escaleras abajo por delante de mi aterrada patrona —que probablemente rogaba para que se acabasen de una vez para siempre los días en que se llevaran a sus huéspedes en furgones de la policía en plena madrugada—, mientras que otras cabezas despeinadas me miraban tímidamente por las rendijas de las puertas.

En la comisaría, me tuvieron en un cuarto durante un rato —nada de café, nada de fumar, nada de rostros amables—, y después, unos cuantos gritos más, y un par de bofetadas y puñetazos en el pecho, me encerraron en un calabozo, sans cinturón, sans cordones de zapatos.

En su conjunto, fueron muy eficientes.

Había otros dos ocupantes en el calabozo, ambos varones, y no se levantaron cuando entré. Uno de ellos probablemente no podría haberlo hecho ni queriendo, dado que estaba más borracho de lo que creo que yo he estado en toda mi vida. Tenía sesenta años y estaba inconsciente, el alcohol le chorreaba por todas las partes de su cuerpo, y la cabeza le colgaba tanto sobre el pecho que casi dudabas que existiese una columna vertebral que lo mantuviese unido.

El otro hombre era más joven, moreno, y vestía una camiseta y un pantalón caqui. Me miró una vez, de la cabeza a los pies y luego al revés, y luego continuó haciendo sonar los huesos de las muñecas y los nudillos mientras yo levantaba al borracho de la silla y lo depositaba, sin mucha gentileza, en un rincón. Me senté delante de Camiseta y cerré los ojos.

—¿Alemán?

No sé cuánto tiempo había dormido porque también me habían quitado el reloj —presumiblemente, ante la idea de que consiguiese encontrar la manera de ahorcarme con la pulsera—, pero el hormigueo en las nalgas sugería por lo menos un par de horas.

El borracho se había marchado, y Camiseta estaba ahora en cuclillas a mi lado.

—¿Alemán? —repitió.

Negué con la cabeza y cerré los ojos de nuevo mientras tomaba una última bocanada de mí mismo antes de convertirme en otra persona.

Oí cómo Camiseta se rascaba. Un rascado lento y concienzudo.

—¿Norteamericano?

Asentí, siempre con los ojos cerrados, y experimenté un curioso momento de paz. Resultaba muchísimo más fácil ser otra persona.

Retuvieron a Camiseta durante cuatro días, y a mí, diez. No se me permitía afeitarme o fumar, y el comer era algo frenéticamente desalentado por el maestro cocinero. Me interrogaron un par de veces por la amenaza de bomba en el vuelo desde Londres, y me pidieron que mirase unas fotos —empezamos con dos o tres, y después, cuando comenzaron a perder interés, álbumes enteros de malhechores—, pero me lucí no mirándolas, e intenté bostezar cada vez que me abofeteaban.

La décima noche me llevaron a una habitación blanca, me fotografiaron desde cien ángulos diferentes, y después me devolvieron el cinturón, los cordones y el reloj. Incluso me ofrecieron una maquinilla de afeitar. Pero como el mango parecía más afilado que la hoja y la barba parecía ayudarme en la metamorfosis, la rechacé.

En el exterior era de noche, una noche fría y oscura, y para colmo llovía, pero sin muchos ánimos, digamos que sólo para tocar las narices. Caminé lentamente, como si no me importase la lluvia, o nada de lo que pudiese ofrecer la vida en este mundo, y recé para no tener que esperar mucho.

No tuve que esperar en absoluto.

Era un Porsche 911, verde oscuro, y no era necesario ser muy listo para verlo, porque los Porsche eran tan raros como yo en las calles de Praga. Se arrastró a mi vera durante unos cien metros, después se decidió, aceleró hasta el final de la calle y se detuvo. Cuando me faltaban unos diez metros para alcanzarlo, abrieron la puerta del pasajero. Acorté el paso, miré adelante y atrás y me agaché para mirar al conductor.

Tenía unos cuarenta y tantos, la mandíbula cuadrada y el pelo canoso. Los vendedores de Porsche lo habrían presentado alegremente como el «típico dueño de un Porsche», si es que realmente era el propietario, algo muy poco probable si teníamos en cuenta su ocupación.

Por supuesto, en el momento, se suponía que no sabía cuál era su ocupación.

—¿Te llevo? —Podía ser de cualquier parte, y probablemente lo era. Me vio pensar en la oferta, o pensar en él, así que añadió una sonrisa para cerrar el trato. Bonitos dientes.

Miré detrás, donde estaba sentado Camiseta, mejor dicho, plegado en el diminuto asiento trasero. Ahora no llevaba la camiseta, por supuesto, sino una espeluznante cosa púrpura que no tenía pliegues. Disfrutó con mi expresión de sorpresa durante unos momentos, luego me dedicó un gesto —en parte, «Hola»; el resto, «Sube»— y cuando subí, el conductor pisó el acelerador y soltó el embrague, todo en una arrancada muy juguetona que me obligó a hacer filigranas para cerrar la puerta. A los dos les pareció tremendamente divertido. Camiseta, cuyo nombre verdadero claramente no era ni nunca había sido Hugo, me metió un paquete de Dunhill debajo de la nariz, así que cogí uno y apreté hasta el fondo el mechero del coche.

—¿Adónde vas? —preguntó el conductor.

Me encogí de hombros y respondí que quizá al centro, pero que tampoco tenía mucha importancia. Él asintió y continuó canturreando. Creo que era Puccini, o quizá Take That. Me concentré en fumar y no dije nada, como si estuviese aburrido de que me sucediesen estas cosas.

—Por cierto —añadió el conductor al cabo de un rato—, soy Greg.

Sonrió, y pensé para mis adentros: «Por supuesto que lo eres».

Apartó una mano del volante y me la tendió. Nos dimos la mano, un apretón corto pero amistoso, y luego hice una pausa, sólo para demostrar que a mí no me mandaba nadie y que hablaba cuando quería, no antes.

Al cabo de un rato, me miró. Una mirada firme. No tan amistosa. Así que le respondí:

—Me llamo Ricky.