VI
«¡Está demasiado situada en el extranjero; al demonio el extranjero!» Esas, o parecidas, habían sido las notables palabras de St. George sobre la acción de Ginistrella, y sin embargo, aunque hicieron gran impresión a Paul Overt, como casi todas las palabras dichas por el maestro, el joven, una semana después de la conversación que he narrado, dejó Inglaterra para una larga ausencia, lleno de proyectos de trabajo. No es una perversión de la verdad decir que esa conversación fue la causa directa de su partida. Si lo dicho por el eminente escritor tuvo el privilegio de conmoverle profundamente, fue especialmente el volver sobre ello en ocio, horas y horas después, lo que pareció darle su pleno significado y mostrar su extremada importancia. Pasó el verano en Suiza, y, habiendo empezado en septiembre una nueva tarea, decidió no cruzar los Alpes hasta haber logrado un buen arranque. Con ese fin volvió a un rincón tranquilo que conocía bien, al borde del lago de Ginebra, a la vista de las torres de Chillón: una región y una vista por las que tenía un afecto procedente de viejos recuerdos, capaz de pequeñas resurrecciones y rejuvenecimientos misteriosos. Allí se detuvo largamente, hasta que hubo nieve en las cumbres cercanas, casi hasta el límite a donde podía trepar cuando terminaba su jornada, en las tardes cada vez más cortas. El otoño era excelente, el lago estaba azul, y su libro tomaba forma y dirección. Esas circunstancias, por el momento, ornamentaban su vida, y él consintió que le cubrieran con su manto. Al cabo de seis semanas le pareció a él mismo que había aprendido de memoria la lección de St. George: haber puesto a prueba y demostrado su doctrina. Sin embargo, hizo algo muy poco de acuerdo con eso: antes de cruzar los Alpes, escribió a Marian Fancourt. Se daba cuenta de la perversidad de ese acto, y se lo justificó sólo como un lujo, como una diversión, como recompensa por un otoño esforzado. Ella no le había pedido tal favor cuando fue a verla tres días antes de salir de Londres, tres días después de su cena en Ennismore Gardens. Es verdad que no tenía razón para ello, pues él no había indicado que estuviera en vísperas de tal viaje. Él no se lo había indicado porque no lo sabía; fue esa precisa visita la que aclaró el asunto. Él hizo la visita para ver cuánto le importaba realmente ella, y su rápida partida, sin despedirse siquiera, fue la consecuencia de esa averiguación, cuya respuesta había sido superlativamente afirmativa. Cuando le escribió desde Clarens, se daba cuenta de que le debía una explicación (¡más de tres meses después!) por omitir tal formalidad.
Ella le contestó con brevedad pero muy pronto, y le dio una noticia impresionante: la muerte, una semana antes, de la señora St. George. Esa mujer ejemplar había sucumbido, en el campo, a un violento ataque de inflamación pulmonar; ya recordaría él que llevaba mucho tiempo delicada. La señorita Fancourt añadía que había oído decir que su marido estaba abrumado por el golpe; que la echaría de menos indeciblemente; ella lo había sido todo para él. Paul Overt escribió inmediatamente a St. George. Había deseado permanecer en comunicación con él, pero le había faltado hasta entonces una excusa adecuada para molestar a un hombre tan atareado. Su larga conversación nocturna volvió a él con todo detalle pero eso no le impidió expresar que acompañaba cordialmente en sus sentimientos al más importante de la profesión, pues, ¿no había puesto en claro aquella misma conversación que esa dotada señora era la influencia que gobernaba su vida? ¿Qué catástrofe podía ser más cruel que la extinción de tal influencia? Ese fue exactamente el tono que tomó St. George al contestar a su joven amigo, más de un mes después. No hacía alusión, claro, a su importante conversación. Hablaba de su mujer con tanta franqueza y generosidad como si hubiera olvidado del todo aquella ocasión, y el sentimiento de honda privación era visible en sus palabras. «Me lo ha quitado todo de las manos… de mi mente. Ella llevaba adelante nuestra vida con el mayor arte, con la más rara devoción, y yo era libre, como pocos hombres han podido serlo, para darle a la pluma, para encerrarme en mi trabajo. Ese fue un servicio excepcional… el más alto que podía haberme rendido. ¡Ojalá se lo hubiera reconocido mejor!»
Algún desconcierto produjeron a Paul Overt estas observaciones; le daban la impresión de una contradicción, de una retractación. Por supuesto que no había esperado que su corresponsal se alegrara de la muerte de su mujer, y era perfectamente normal que la rotura de un vínculo de más de veinte años le hubiera dejado herido. Pero si era tal bienhechora, entonces, en nombre de la coherencia, ¿qué había querido decir St. George volviéndole de arriba a abajo aquella noche, inculcándole hasta ese punto, en la hora más sensitiva de su vida, la doctrina de la renuncia? Si la señora St. George era una pérdida irreparable, entonces el inspirado consejo de su marido había sido una mala broma y la renuncia era un error. Overt estuvo a punto de volver precipitadamente a Londres para mostrar que, por su parte, estaba perfectamente dispuesto a considerarlo así, y llegó al punto de sacar del cajón de la mesa el manuscrito de los primeros capítulos de su nuevo libro para meterlos en un bolsillo de su maleta. Esto le llevó a echar una ojeada a unas páginas que no había mirado desde hacía meses, y esa casualidad, a su vez, le hizo sentirse impresionado por la alta promesa que contenían; excepcional resultado de tales retrospecciones que él tenía costumbre de evitar todo lo posible. Habitualmente, le hacían sentir que el esplendor de la composición podía ser una emoción puramente subjetiva y muy estéril. En esa ocasión, cierta fe en sí mismo se desprendió caprichosamente de las apretadas tachaduras de su primer borrador, haciéndole creer mejor, después de todo, llevar a su fin el presente experimento. Si podía escribir tan bien bajo el influjo de la renuncia, sería una lástima cambiar las condiciones antes de acabar la obra. Volvería a Londres, desde luego, pero volvería sólo cuando hubiera acabado el libro. Ese fue el voto que se hizo íntimamente, devolviendo el manuscrito al cajón de la mesa. Puede añadirse que le llevó mucho tiempo acabar ese su libro, pues el tema era tan difícil como bello, y que le estorbaba literalmente la abundancia de sus notas. Algo dentro de él le decía que debía hacerlo supremamente bueno: de otro modo, le faltaría una buena excusa para su conducta personal. Tenía horror a la deficiencia y se sentía tan firme como fuera necesario en cuestión de limar y corregir. Por fin cruzó los Alpes y pasó el invierno, la primavera y el verano siguiente en Italia, donde, al cabo de un año, todavía estaba inacabada su tarea: «Aténgase a ello: vea claro», ese mandato general de St. George era bueno también para ese caso particular. Lo aplicó hasta el extremo, con el resultado de que cuando, en su lenta sucesión, volvió el verano, notó que había dado todo lo que había en él. Esta vez metió los papeles en la maleta y emprendió el camino hacia el Norte.
Llevaba dos años ausente de Londres: dos años, que eran tanto tiempo y que habían hecho tanta diferencia en su vida (a través de la producción de una novela mucho más fuerte, creía él, que Ginistrella), que, la mañana después de su llegada, apareció en Piccadilly previendo cambios indefinidos y esperando encontrar que habían ocurrido cosas. Pero en Piccadilly había pocas transformaciones (sólo tres o cuatro grandes casas rojas donde había habido casas bajas negras), y la claridad de fines de junio se entreveía entre las oxidadas verjas de Green Park y refulgía en el barniz de los coches que pasaban, igual que lo había visto en otros junios más corrientes. Fue un saludo que agradeció; parecía amistoso y señalado, añadiéndose a la alegría del libro terminado, de tener su propio país, y la enorme, opresiva, divertida ciudad que lo sugería todo, que lo contenía todo, otra vez a mano. «Quédese en casa y haga cosas aquí; haga temas que podamos medir» había dicho St. George; y ahora le parecía que no podría pedir cosa mejor que quedarse en casa para siempre. Hacia el atardecer se dirigió a Manchester Square, buscando un número que no había olvidado. La señorita Fancourt, sin embargo, no estaba en casa, y él se apartó de la puerta más bien abatido. Ese movimiento le situó cara a cara con un caballero que se acercaba y que en seguida se dio cuenta de que era el padre de la señorita Fancourt. Paul saludó a ese personaje, y el general le devolvió el saludo con sus acostumbradas buenas maneras, unas maneras tan buenas, sin embargo, que nunca se podía decir si significaban que le ponían a uno en su sitio. Paul Overt sintió un impulso de hablar con él; luego, vacilando, se dio cuenta de que no tenía nada especial que decirle y de que, aunque el viejo soldado le recordaba, se equivocaba sobre quién era. En vista de eso, siguió adelante, sin calcular el irresistible efecto que su propio reconocimiento evidente tendría en el general, quien nunca descuidaba una ocasión de cotillear. El rostro de nuestro joven amigo era expresivo, y quien lo observaba rara vez lo dejaba pasar. No había dado diez pasos cuando se oyó llamar con un amistoso y medio articulado: «Eh… ¡perdone!». Se volvió, y el general, sonriéndole desde la escalera, dijo:
—¿No quiere entrar? ¡No voy a quedar en deuda con usted!
Paul rehusó entrar, y luego lamentó haberlo hecho así, pues la señorita Fancourt, tan avanzado el atardecer, podría volver en cualquier momento. Pero su padre no le dio más oportunidad; principalmente parecía desear no haberle dado la impresión de inhospitalario. Otra mirada al visitante le dijo más sobre quién era, lo bastante al menos para decir:
—¿Ha vuelto, ha vuelto?
Paul estuvo a punto de responder que había llegado la noche antes, pero recapacitó que era mejor eliminar tal prueba de lo inmediato de su visita, y, simplemente asintiendo en general, observó que lamentaba mucho no haber encontrado a la señorita Fancourt. Había venido tarde con la esperanza de que estuviera en casa.
—Se lo diré… se lo diré —dijo el anciano, y luego añadió rápidamente—: ¿Nos va a dar algo nuevo? ¿Hace mucho, no? —Ahora le recordaba claramente.
—Mucho tiempo. Soy muy lento —dijo Paul—. Le conocí a usted en Summersoft hace mucho.
—Ah sí, con Henry St. George. Me acuerdo muy bien. Antes que su pobre mujer… —El general Fancourt se detuvo un momento, sonriendo algo menos—. Imagino que lo sabe.
—¿La muerte de la señora St. George? Ah sí, lo supe en su momento.
—Ah no, quiero decir… quiero decir que él se va a casar.
—Ah, no había oído eso. —En el mismo momento en que Paul iba a añadir «¿con quién?», el general le atajó su intención con una pregunta:
—¿Cuándo ha vuelto usted? Sé que ha estado fuera… por mi hija. Lo sintió mucho. Debería darle algo nuevo.
—Volví anoche —dijo nuestro joven, a quien se le había ocurrido algo que, por el momento, le puso un poco confusa el habla.
—Ah, muy amable por su parte venir tan pronto. ¿No podría presentarse a cenar?
—¿A cenar? —repitió Paul Overt, no deseando preguntar con quién iba a casarse St. George, pero pensando sólo en eso.
—Hay varias personas, creo. Desde luego St. George. O después, si lo prefiere. Creo que mi hija espera…
Pareció advertir algo en la cara vuelta hacia arriba de Paul Overt (él estaba más alto, en los escalones) que le hizo interrumpirse, y la interrupción le dio una sensación momentánea de cohibimiento, de la que buscó una salida rápida.
—Quizás entonces no haya oído decir usted que ella se va a casar.
—¿A casar? —se pasmó Paul.
—Con el señor St. George; se acaba de decidir. ¿Una boda extraña, verdad? —Paul no manifestó opinión sobre ese punto; siguió sólo mirando pasmado—. Pero estoy seguro de que saldrá bien, ¡ella es tan terriblemente literaria! —dijo el general.
Paul se había puesto muy colorado.
—¡Ah, es una sorpresa, muy interesante, muy encantadora! Me temo que no puedo venir a cenar, ¡muchas gracias!
—Bueno, ¡tiene que venir a la boda! —gritó el general—. Ah, me acuerdo de aquel día en Summersoft. Es un tipo excelente.
—¡Encantador, encantador! —tartamudeó Paul, retirándose. Dio la mano al general y se marchó. Tenía la cara enrojecida y la sensación de que se le ponía cada vez más carmesí. Toda la noche en casa —se fue derecho a donde vivía y se quedó allí, sin cenar— las mejillas le ardían de vez en cuando como si se las hubieran golpeado. No comprendía qué le había pasado, qué trampa le habían hecho, qué traición le habían aplicado. «Nada, nada —se dijo a sí mismo—, no tengo nada que ver con ello. Estoy al margen de eso; no es asunto mío.» Pero ese murmullo desconcertado fue seguido de la incongruente exclamación: «¿Era un plan… era un plan?» A veces se gritó a sí mismo, sin aliento, «¿Soy víctima de un engaño, soy víctima?» Si lo era, era una víctima absurda, lamentable. Le parecía que no la había perdido nunca a ella hasta entonces. Había renunciado a ella, sí; pero eso era otro asunto; era una puerta cerrada, pero no con llave. Ahora sentía como si le hubieran dado con la puerta en las narices. ¿Esperaba que ella le esperara; iba ella a concederle un tiempo así: dos años seguidos? Él no sabía qué había esperado; sólo sabía qué no había esperado. No era esto; no era esto. Confusión, amargura y cólera subían y hervían en él cuando pensaba en la deferencia, en la devoción, en la credulidad con que había escuchado a St. George. El anochecer avanzaba y la luz se prolongaba, pero aun cuando oscureció siguió sin lámpara. Se había tirado en el sofá, y allí se quedó horas y horas con los ojos cerrados o mirando a la tiniebla, en la actitud de un hombre que se persuade a soportar algo, a soportar que le hayan dejado en ridículo. Él lo había hecho demasiado fácil, esa idea pasó sobre él como una ola caliente. De repente, al oír dar las once, se puso en pie de un salto, recordando lo que había dicho el general Fancourt de que fuera después de la cena. Iría; la vería por fin; quizá vería qué significaba aquello. Sentía como si le hubieran dado algunos elementos de un cálculo difícil y faltaran otros: no podía obtener el resultado mientras no los tuviera todos.
Se vistió deprisa, de modo que a las once y media estaba en Manchester Square. Había muchos coches a la puerta; había una reunión, circunstancia que por fin le dio un ligero alivio, pues ahora la vería en una multitud. Algunos se cruzaron con él en la escalera; se marchaban, se iban «por ahí», con el acosado movimiento de rebaño de la sociedad londinense por la noche. Pero en el salón quedaban varios grupos, y pasaron varios minutos, ya que ella no oyó que le anunciaban, antes que él la descubriera y hablara con ella. En ese breve intervalo había percibido que St. George estaba allí, hablando con una señora, delante de la chimenea, pero miraba a otro lado, por el momento, y por eso no pudo ver si el autor de Shadowmere se había dado cuenta de él. En todo caso, no se acercó a él. La señorita Fancourt sí se acercó, tan pronto como le vio; casi se precipitó hacia él, sonriente, toda frufrús, radiante, bella. Él había olvidado lo que ofrecía a la mirada su cabeza, su cara; iba de blanco, y había figuras doradas en su traje, y su pelo era como un casco de oro. En un solo momento, vio que era feliz, feliz con un tipo de agresividad, de esplendor. Pero ella no quería hablarle de eso, sino sólo de él mismo.
—Estoy encantada, me lo dijo mi padre. ¡Qué amable por su parte venir!
Le pareció tan animosa y viva, mientras la recorrían sus ojos, que se dijo a sí mismo, irresistiblemente: «¿Por qué con aquél, por qué no con la juventud, con la energía, con la ambición, con el porvenir? ¿Por qué, a pesar de toda su capacidad joven y rica, con el fracaso, con la abdicación, con lo superado?» En su pensamiento, en ese duro momento, blasfemó incluso contra todo lo que le había quedado de su fe en el frágil maestro.
—Cuánto siento no haberle visto —ella siguió—. Me lo dijo mi padre. ¡Qué encantador por su parte venir tan pronto!
—¿La sorprende eso? —preguntó Paul Overt.
—¿El primer día? No de usted, nada que esté bien.
La interrumpió una señora que se despedía, y él pareció darse cuenta de que a ella no le costaba nada hablar con alguien en ese tono: era su antigua manera desbordante, demostrativa, con cierto aumento de amplitud traído por el tiempo; y si empezaba a actuar en el acto, en tal coyuntura en la historia, quizás en aquellos otros días también había significado igual de poco o igual de mucho… una especie de caridad maquinal, con la diferencia ahora de que estaba satisfecha, dispuesta a dar pero sin pedir nada. Ah, estaba satisfecha, y, ¿por qué no había de estarlo? ¿Por qué no se habría sorprendido de que viniera el primer día, con todo lo bueno que ella había recibido de él? Mientras la señora continuaba reteniendo su atención, Paul Overt se apartó de ella con una extraña irritación en su complicada alma artística y una especie de decepción desinteresada. Ella estaba tan feliz que era casi estúpida: parecía negar la extraordinaria inteligencia que él había encontrado antes en ella. ¿No sabía qué malo podía ser St. George, no se había dado cuenta de la deplorable debilidad…? Si no, no era nada, y si sí, ¿por qué tal insolencia de serenidad? Esa pregunta se desvaneció cuando el joven posó los ojos en el genio que le había aconsejado en una gran crisis. St. George seguía ante la chimenea (fijo, esperando, como si se propusiera quedarse después de todos), y recibió la nublada mirada de su joven amigo, atormentado por la incertidumbre de si tenía derecho (lo que habría disfrutado en su resentimiento) a considerarse como su víctima. No se sabe cómo, la fantástica pregunta que acabo de anotar fue respondida por el aspecto de St. George. Era tan excelente a su modo como el de Marian Fancourt: denotaba al ser humano feliz; pero, de algún modo, le hizo ver a Paul Overt que el autor de Shadowmere había dejado de contar ahora definitivamente; dejado de contar como escritor. Al sonreír su bienvenida a través del cuarto, casi estaba banal, casi ufano. Paul tuvo la impresión de que por un momento vacilaba en avanzar, como si tuviera mala conciencia, pero un momento después se habían reunido en medio del cuarto dándose la mano, de modo expresivo y cordial por parte de St. George. Luego volvieron juntos a donde estaba St. George, quien dijo:
—Espero que no se marche nunca otra vez. He cenado aquí; me lo dijo el general.
Estaba guapo, estaba joven, parecía como si tuviera aun una gran reserva de vida. Dirigió a Paul Overt los ojos más amistosos y menos confesadores, le pregunto por todo, su salud, sus planes, sus últimas ocupaciones, su nuevo libro.
—¿Cuándo saldrá? Pronto, pronto, espero. ¿Espléndido, eh? Está muy bien; es usted un consuelo. He vuelto a leerle a usted entero, en estos seis meses últimos.
Paul esperó a ver si le decía lo que le había dicho el general por la tarde, y lo que desde luego no le había dicho la señorita Fancourt, al menos verbalmente. Pero como no salía, al fin preguntó:
—¿Es verdad la gran noticia que oigo, que se va a casar?
—Ah, ¿lo ha oído entonces?
—¿No se lo dijo el general? —siguió Paul Overt.
—¿Decirme qué?
—Que me lo había dicho esta tarde.
—Mi querido amigo, no me acuerdo. Hemos estado en medio de la gente. Lamento, en ese caso, perder el placer yo mismo de anunciarle un hecho que me afecta de modo tan querido. Es un hecho, por extraño que parezca. Acaba sólo de serlo. ¿No es ridículo?
St. George hizo este discurso sin confusión, pero al mismo tiempo, en lo que pudo notar Paul, sin desvergüenza latente. Le pareció a su interlocutor que, para hablar de modo tan cómodo y frío, sencillamente debía haber olvidado lo ocurrido entre ellos. Sus palabras inmediatas, sin embargo, mostraron que no, y, apelando a la memoria de Paul, tuvieron un efecto que habría sido ridículo si no hubiera sido cruel:
—¿Se acuerda de la conversación que tuvimos en mi casa esa noche, en la que apareció el nombre de la señorita Fancourt? Me he acordado de eso después.
—Sí… no es extraño que usted dijera lo que dijo —dijo Paul, mirándole.
—¿A la luz de la presente ocasión? ¡Ah!, pero entonces no había tal luz. ¿Cómo podía yo haber previsto esta hora?
—¿Lo creía probable?
—Por mi honor, no —dijo Henry St. George—. Cierto, le debo a usted el darle esta seguridad. Piense cuánto ha cambiado mi situación.
—Ya veo… ya veo —murmuró Paul.
Su compañero continuó, como si, ahora que se había abordado el tema, estuviera perfectamente dispuesto, como hombre de imaginación y tacto, a dar cualquier satisfacción, siendo capaz de entrar plenamente en todo lo que pudiera sentir cualquier otro.
—Pero no es sólo eso, pues, sinceramente, a mi edad, nunca soñé… ¡viudo, con chicos mayores, y tan poco más! Ha resultado muy diferente de todo posible cálculo, y soy afortunado por encima de toda medida. Ella ha sido tan libre, y sin embargo consciente. Mejor que nadie más quizá… pues recuerdo cuánto le gustaba a usted, antes de marcharse y cuánto le gustaba usted a ella; puede felicitarme inteligentemente.
«¡Ella ha sido tan libre!». Esas palabras hicieron una gran impresión en Paul Overt, que casi se retorció bajo la ironía que había en ellas, en la que importaba poco que fuera intencionada o casual. Claro que ella había estado libre, y quizás en buena medida gracias a lo que él mismo había hecho, pues, ¿no era parte de la ironía también la alusión de St. George a que él gustaba a ella?
—Creí que por sus teorías usted desaprobaba que un escritor se casara.
—Sin duda, sin duda. Pero, ¿no me llamará a mí escritor?
—Debería darle vergüenza —dijo Paul.
—¿Vergüenza de volverme a casar?
—No diré eso… sino vergüenza de sus razones.
—Debe dejar que las juzgue yo, amigo mío.
—Sí, ¿por qué no? Usted juzgó admirablemente las mías.
El tono de esas palabras pareció de repente sugerirle lo insospechado a St. George. Se quedó mirando como si leyera en ellas una amargura.
—¿No cree que he jugado limpio?
—Me lo podría haber dicho entonces, quizá.
—Mi querido amigo, ¡cuando le digo que no podía penetrar el futuro!
—Quiero decir después.
St. George vaciló:
—¿Después de la muerte de mi mujer?
—Cuando se le ocurrió esta idea.
—¡Ah, jamás, jamás! Quería salvarle a usted, tan raro y precioso como es.
—¿Se casa usted con la señorita Fancourt para salvarme a mí?
—No, en absoluto, pero eso aumenta el placer. Yo le haré a usted ser lo que es —dijo St. George, sonriendo—. Quedé muy impresionado, después de nuestra conversación, por el modo decidido como dejó el país y aún más quizá por su fuerza de carácter quedándose en el extranjero. Es usted muy fuerte, es usted asombrosamente fuerte.
Paul Overt trató de sondear sus agradables ojos; lo extraño era que parecía sincero; no un demonio burlón. Se apartó, y al hacerlo así, oyó a St. George decir algo de que él les daba la prueba, de que era la alegría de su propia vejez. Volvió a encararse con él, mirándole otra vez.
—¿Quiere decir que ha dejado de escribir?
—Mi querido amigo, claro que sí. Es demasiado tarde. ¿No se lo dije?
—¡No puedo creerlo!
—Claro que no puede, ¡con su talento! No, no, en el resto de mi vida sólo le leeré a usted.
—¿Lo sabe eso ella… la señorita Fancourt?
—Lo sabrá, lo sabrá.
Nuestro joven se preguntó si St. George indicaba eso como una insinuación velada de que la ayuda que obtuviera de la fortuna de esa joven, aun siendo moderada, representaría la diferencia de hacerle posible dejar de trabajar, ingratamente, en una vena agotada.
—¿No recuerda la moraleja que le ofrecí a usted aquella noche… como indicación? —continuó St. George—. Considere, en todo caso, el aviso que soy ahora.
Eso era demasiado; era el demonio burlón. Paul se separó de él con una mera inclinación de cabeza a modo de buenas noches; tenía la sensación de que podría volver junto a él en un futuro remoto, pero que ahora no podía fraternizar con él. Era necesario a su espíritu herido creer por el momento que tenía un agravio, aún más cruel por no ser legal. Sin duda en la actitud de abrigar esa ofensa, bajó las escaleras sin despedirse de la señorita Fancourt, que no estaba a la vista en el momento en que salió del cuarto. Le alegró salir a la honrada, oscura, sencilla noche, andar deprisa, ir a casa a pie. Caminó mucho, equivocándose de camino, sin pensar en ello. Pensaba en otras muchas cosas. Sin embargo, sus pasos recobraron la dirección, y al cabo de una hora se encontró ante su puerta, en la pequeña y barata calle vacía. Se demoró aún cavilando, antes de entrar, sin nada alrededor y encima sino una negrura sin luna, alguna que otra mala lámpara y unas pocas estrellas remotas y tenues. A estas débiles luces levantó los ojos: se había estado diciendo que sería una gran burla, desde luego, si ahora, con su nuevo cimiento, St. George produjera algo de su primera calidad, algo del tipo de Shadowmere, y mejor que lo mejor suyo. Por mucho que admirara su talento. Paul tuvo esperanzas, literalmente, de que no ocurriera tal cosa; le parecía que apenas sería capaz de soportarlo. Tenía aún en los oídos las palabras de St. George: «Usted es muy fuerte… asombrosamente fuerte, fuerte.» ¿Lo era realmente? Ciertamente, tendría que serlo; y sería una especie de venganza. ¿Lo es?, preguntará el lector a su vez, si su interés ha seguido hasta aquí al perplejo joven. La mejor respuesta a eso es quizá que él hace lo más que puede, pero que aún es demasiado pronto para decirlo. Cuando salió el nuevo libro en el otoño, los señores St. George lo encontraron realmente magnífico. El señor St. George todavía no ha publicado nada, pero Paul Overt sigue sin sentirse seguro. Puedo decir por él, sin embargo, que si eso ocurriera, él sería el primero en apreciarlo: lo que es quizá prueba de que St. George tenía esencialmente razón y que la Naturaleza le había destinado a la pasión intelectual, y no a la personal.